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Carta Encíclica de Benedicto XVI (página 2)




Enviado por CCB Guaicaipuro



Partes: 1, 2, 3

« Eros » y « agapé »,
diferencia y unidad

3. Los antiguos griegos dieron el nombre de
eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del
pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone
al ser humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento
griego usa sólo dos veces la palabra eros,
mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres
términos griegos relativos al amor —eros,
philia (amor de amistad) y agapé—,
los escritos neotestamentarios prefieren este último, que
en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad
(philia), a su vez, es aceptado y profundizado en el
Evangelio de Juan para expresar la relación entre
Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra
eros, junto con la nueva concepción del amor que
se expresa con la palabra agapé, denota sin duda
algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su
modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo
que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la
Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo
absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich
Nietzsche, habría dado de beber al eros un
veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo
degenerar en vicio
El filósofo alemán expresó de este modo una
apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y
prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más
hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de
prohibición precisamente allí donde la
alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos
ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo
divino?

4. Pero, ¿es realmente así? El
cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el
eros? Recordemos el mundo precristiano. Los griegos
—sin duda análogamente a otras culturas—
consideraban el eros ante todo como un arrebato, una
« locura divina » que prevalece sobre la
razón, que arranca al hombre de la limitación de su
existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina,
le hace experimentar la dicha más alta. De este modo,
todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de
segunda importancia: « Omnia vincit amor »,
dice Virgilio en las Bucólicas —el amor
todo lo vence—, y añade: « et nos cedamus
amori
», rindámonos también nosotros al
amor.[2]
En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los
cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la
prostitución « sagrada » que se daba en muchos
templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina,
como comunión con la divinidad.

A esta forma de religión que, como una fuerte
tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el
Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza,
combatiéndola como perversión de la religiosidad.
No obstante, en modo alguno rechazó con ello el
eros como tal, sino que declaró guerra a su
desviación destructora, puesto que la falsa
divinización del eros que se produce en esos
casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto,
las prostitutas que en el templo debían proporcionar el
arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y
personas, sino que sirven sólo como instrumentos para
suscitar la « locura divina »: en realidad, no son
diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el
eros ebrio e indisciplinado no es elevación,
« éxtasis » hacia lo divino, sino
caída, degradación del hombre. Resulta así
evidente que el eros necesita disciplina y
purificación para dar al hombre, no el placer de un
instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo
más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende
todo nuestro ser.

5. En estas rápidas consideraciones sobre el
concepto de eros en la historia y en la actualidad
sobresalen claramente dos aspectos. Ante todo, que entre el amor
y lo divino existe una cierta relación: el amor promete
infinidad, eternidad, una realidad más grande y
completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al
mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no
consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace
falta una purificación y maduración, que incluyen
también la renuncia. Esto no es rechazar el eros
ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su
verdadera grandeza.

Esto depende ante todo de la constitución del ser
humano, que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es
realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad
íntima; el desafío del eros puede
considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si
el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera
rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal,
espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el
contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la
materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra
igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando,
se dirigió a Descartes con el saludo: « ¡Oh
Alma! ». Y Descartes replicó: « ¡Oh
Carne!
».[3]
Pero ni la carne ni el espíritu aman: es
el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la
cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos
se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente
él mismo. Únicamente de este modo el amor —el
eros— puede madurar hasta su verdadera
grandeza.

Hoy se reprocha a veces al cristianismo del pasado haber
sido adversario de la corporeidad y, de hecho, siempre se han
dado tendencias de este tipo. Pero el modo de exaltar el cuerpo
que hoy constatamos resulta engañoso. El eros,
degradado a puro « sexo », se convierte en
mercancía, en simple « objeto » que se puede
comprar y vender; más aún, el hombre mismo se
transforma en mercancía. En realidad, éste no es
propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el
contrario, de este modo considera el cuerpo y la sexualidad
solamente como la parte material de su ser, para emplearla y
explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no
aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a
su manera, intenta convertir en agradable e inocuo a la vez. En
realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo
humano, que ya no está integrado en el conjunto de la
libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la
totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente
biológico. La aparente exaltación del cuerpo puede
convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. La fe cristiana,
por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en
cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se
compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos,
precisamente así, una nueva nobleza. Ciertamente, el
eros quiere remontarnos « en éxtasis
» hacia lo divino, llevarnos más allá de
nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un
camino de ascesis, renuncia, purificación y
recuperación.

6. ¿Cómo hemos de describir concretamente
este camino de elevación y purificación?
¿Cómo se debe vivir el amor para que se realice
plenamente su promesa humana y divina? Una primera
indicación importante podemos encontrarla en uno de los
libros del Antiguo Testamento bien conocido por los
místicos, el Cantar de los Cantares. Según
la interpretación hoy predominante, las poesías
contenidas en este libro son originariamente cantos de amor,
escritos quizás para una fiesta nupcial israelita, en la
que se debía exaltar el amor conyugal. En este contexto,
es muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos
términos diferentes para indicar el « amor ».
Primero, la palabra « dodim », un plural que
expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de
búsqueda indeterminada. Esta palabra es reemplazada
después por el término «
ahabá
», que la traducción griega del
Antiguo Testamento denomina, con un vocablo de fonética
similar, « agapé », el cual, como
hemos visto, se convirtió en la expresión
característica para la concepción bíblica
del amor. En oposición al amor indeterminado y aún
en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor
que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del
otro, superando el carácter egoísta que predominaba
claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del
otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo,
sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía
más bien el bien del amado: se convierte en renuncia,
está dispuesto al sacrificio, más aún, lo
busca.

El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas
y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire
a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica
exclusividad —sólo esta persona—, y en el
sentido del « para siempre ». El amor engloba la
existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido
también el tiempo. No podría ser de otra manera,
puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la
eternidad. Ciertamente, el amor es « éxtasis
», pero no en el sentido de arrebato momentáneo,
sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en
sí mismo hacia su liberación en la entrega de
sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro
consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de
Dios: « El que pretenda guardarse su vida, la
perderá; y el que la pierda, la recobrará »
(Lc 17, 33), dice Jesús en una sentencia suya
que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf.
Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24;
Jn 12, 25). Con estas palabras, Jesús describe su
propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la
resurrección: el camino del grano de trigo que cae en
tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe
también, partiendo de su sacrificio personal y del amor
que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de
la existencia humana en general.

7. Nuestras reflexiones sobre la esencia del amor,
inicialmente bastante filosóficas, nos han llevado por su
propio dinamismo hasta la fe bíblica. Al comienzo se ha
planteado la cuestión de si, bajo los significados de la
palabra amor, diferentes e incluso opuestos, subyace alguna
unidad profunda o, por el contrario, han de permanecer separados,
uno paralelo al otro. Pero, sobre todo, ha surgido la
cuestión de si el mensaje sobre el amor que nos han
transmitido la Biblia y la Tradición de la Iglesia tiene
algo que ver con la común experiencia humana del amor, o
más bien se opone a ella. A este propósito, nos
hemos encontrado con las dos palabras fundamentales:
eros como término para el amor « mundano
» y agapé como denominación del amor
fundado en la fe y plasmado por ella. Con frecuencia, ambas se
contraponen, una como amor « ascendente », y como
amor « descendente » la otra. Hay otras
clasificaciones afines, como por ejemplo, la distinción
entre amor posesivo y amor oblativo (amor
concupiscentiae
amor benevolentiae), al que
a veces se añade también el amor que tiende al
propio provecho.

A menudo, en el debate filosófico y
teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta el
punto de contraponerse entre sí: lo típicamente
cristiano sería el amor descendente, oblativo, el
agapé precisamente; la cultura no cristiana, por
el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por
el amor ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el
eros. Si se llevara al extremo este antagonismo, la
esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las
relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y
constituiría un mundo del todo singular, que tal vez
podría considerarse admirable, pero netamente apartado del
conjunto de la vida humana. En realidad, eros y
agapé —amor ascendente y amor
descendente— nunca llegan a separarse completamente. Cuanto
más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa
unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se
realiza la verdadera esencia del amor en general. Si bien el
eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente
—fascinación por la gran promesa de
felicidad—, al aproximarse la persona al otro se
planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma,
para buscar cada vez más la felicidad del otro, se
preocupará de él, se entregará y
deseará « ser para » el otro. Así, el
momento del agapé se inserta en el eros
inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde
también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre
tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo,
descendente. No puede dar únicamente y siempre,
también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez
recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el
Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de
la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38).
No obstante, para llegar a ser una fuente así, él
mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria
fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota
el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).

En la narración de la escalera de Jacob, los
Padres han visto simbolizada de varias maneras esta
relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el
eros que busca a Dios y el agapé que
transmite el don recibido. En este texto bíblico se relata
cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una
escalera apoyada en la piedra que le servía de cabezal,
que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban
los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn
1, 51). Impresiona particularmente la interpretación que
da el Papa Gregorio Magno de esta visión en su Regla
pastoral
. El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la
contemplación. En efecto, sólo de este modo le
será posible captar las necesidades de los demás en
lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas:
« per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum
transferat

».[4]
En este contexto, san Gregorio menciona a san
Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, hasta los
más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso, al
descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co
12, 2-4; 1 Co 9, 22). También pone el ejemplo de
Moisés, que entra y sale del tabernáculo, en
diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de
Él, estar a disposición de su pueblo. «
Dentro [del tabernáculo] se extasía en la
contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve
apremiado por los asuntos de los afligidos: intus in
contemplationem rapitur, foris infirmantium negotiis urgetur


».[5]

8. Hemos encontrado, pues, una primera respuesta,
todavía más bien genérica, a las dos
preguntas formuladas antes: en el fondo, el « amor »
es una única realidad, si bien con diversas dimensiones;
según los casos, una u otra puede destacar más.
Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de
otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma
mermada del amor. También hemos visto
sintéticamente que la fe bíblica no construye un
mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano
originario del amor, sino que asume a todo el hombre,
interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla,
abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta
novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos
puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen
del hombre.

La novedad de la fe bíblica

9. Ante todo, está la nueva imagen de Dios. En
las culturas que circundan el mundo de la Biblia, la imagen de
dios y de los dioses, al fin y al cabo, queda poco clara y es
contradictoria en sí misma. En el camino de la fe
bíblica, por el contrario, resulta cada vez más
claro y unívoco lo que se resume en las palabras de la
oración fundamental de Israel, la Shema: «
Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno
» (Dt 6, 4). Existe un solo Dios, que es el
Creador del cielo y de la tierra y, por tanto, también es
el Dios de todos los hombres. En esta puntualización hay
dos elementos singulares: que realmente todos los otros dioses no
son Dios y que toda la realidad en la que vivimos se remite a
Dios, es creación suya. Ciertamente, la idea de una
creación existe también en otros lugares, pero
sólo aquí queda absolutamente claro que no se trata
de un dios cualquiera, sino que el único Dios verdadero,
Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta
proviene del poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que
estima a esta criatura, precisamente porque ha sido Él
quien la ha querido, quien la ha « hecho ». Y
así se pone de manifiesto el segundo elemento importante:
este Dios ama al hombre. La potencia divina a la cual
Aristóteles, en la cumbre de la filosofía griega,
trató de llegar a través de la reflexión, es
ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser
—como realidad amada, esta divinidad mueve el mundo[6]—,
pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada.
El Dios único en el que cree Israel, sin embargo, ama
personalmente. Su amor, además, es un amor de
predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a
Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de
este modo a toda la humanidad. Él ama, y este amor suyo
puede ser calificado sin duda como eros que, no
obstante, es también totalmente
agapé.[7]

Los profetas Oseas y Ezequiel, sobre todo, han descrito
esta pasión de Dios por su pueblo con imágenes
eróticas audaces. La relación de Dios con Israel es
ilustrada con la metáfora del noviazgo y del matrimonio;
por consiguiente, la idolatría es adulterio y
prostitución. Con eso se alude concretamente —como
hemos visto— a los ritos de la fertilidad con su abuso del
eros, pero al mismo tiempo se describe la
relación de fidelidad entre Israel y su Dios. La historia
de amor de Dios con Israel consiste, en el fondo, en que
Él le da la Torah, es decir, abre los ojos de
Israel sobre la verdadera naturaleza del hombre y le indica el
camino del verdadero humanismo. Esta historia consiste en que el
hombre, viviendo en fidelidad al único Dios, se
experimenta a sí mismo como quien es amado por Dios y
descubre la alegría en la verdad y en la justicia; la
alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial:
« ¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo,
¿qué me importa la tierra?… Para mí lo
bueno es estar junto a Dios » (Sal 73 [72], 25.
28).

10. El eros de Dios para con el hombre, como
hemos dicho, es a la vez agapé. No sólo
porque se da del todo gratuitamente, sin ningún
mérito anterior, sino también porque es amor que
perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la
dimensión del agapé en el amor de Dios por
el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad.
Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza;
Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en
esto se revela que Dios es Dios y no hombre: «
¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo
entregarte, Israel?… Se me revuelve el corazón, se me
conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi
cólera, no volveré a destruir a Efraím; que
yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti »
(Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo,
por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan
grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su
justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el
misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que,
haciéndose hombre él mismo, lo acompaña
incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el
amor.

El aspecto filosófico e
histórico-religioso que se ha de subrayar en esta
visión de la Biblia es que, por un lado, nos encontramos
ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es
en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio
creativo de todas las cosas —el Logos, la
razón primordial— es al mismo tiempo un amante con
toda la pasión de un verdadero amor. Así, el
eros es sumamente ennoblecido, pero también tan
purificado que se funde con el agapé. Por eso
podemos comprender que la recepción del Cantar de los
Cantares
en el canon de la Sagrada Escritura se haya
justificado muy pronto, porque el sentido de sus cantos de amor
describen en el fondo la relación de Dios con el hombre y
del hombre con Dios. De este modo, tanto en la literatura
cristiana como en la judía, el Cantar de los
Cantares
se ha convertido en una fuente de conocimiento y de
experiencia mística, en la cual se expresa la esencia de
la fe bíblica: se da ciertamente una unificación
del hombre con Dios —sueño originario del
hombre—, pero esta unificación no es un fundirse
juntos, un hundirse en el océano anónimo del
Divino; es una unidad que crea amor, en la que ambos —Dios
y el hombre— siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se
convierten en una sola cosa: « El que se une al
Señor, es un espíritu con él », dice
san Pablo (1 Co 6, 17).

11. La primera novedad de la fe bíblica, como
hemos visto, consiste en la imagen de Dios; la segunda,
relacionada esencialmente con ella, la encontramos en la imagen
del hombre. La narración bíblica de la
creación habla de la soledad del primer hombre,
Adán, al cual Dios quiere darle una ayuda. Ninguna de las
otras criaturas puede ser esa ayuda que el hombre necesita, por
más que él haya dado nombre a todas las bestias
salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos
así a su entorno vital. Entonces Dios, de una costilla del
hombre, forma a la mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda
que precisa: « ¡Ésta sí que es hueso de
mis huesos y carne de mi carne! » (Gn 2, 23). En
el trasfondo de esta narración se pueden considerar
concepciones como la que aparece también, por ejemplo, en
el mito relatado por Platón, según el cual el
hombre era originariamente esférico, porque era completo
en sí mismo y autosuficiente. Pero, en castigo por su
soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que ahora
anhela siempre su otra mitad y está en camino hacia ella
para recobrar su integridad.[8]
En la narración bíblica no se habla de castigo;
pero sí aparece la idea de que el hombre es de
algún modo incompleto, constitutivamente en camino para
encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad,
es decir, la idea de que sólo en la comunión con el
otro sexo puede considerarse « completo ».
Así, pues, el pasaje bíblico concluye con una
profecía sobre Adán: « Por eso
abandonará el hombre a su padre y a su madre, se
unirá a su mujer y serán los dos una sola carne
» (Gn 2, 24).

En esta profecía hay dos aspectos importantes: el
eros está como enraizado en la naturaleza misma
del hombre; Adán se pone a buscar y « abandona a su
padre y a su madre » para unirse a su mujer; sólo
ambos conjuntamente representan a la humanidad completa, se
convierten en « una sola carne ». No menor
importancia reviste el segundo aspecto: en una perspectiva
fundada en la creación, el eros orienta al hombre
hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su
carácter único y definitivo; así, y
sólo así, se realiza su destino íntimo. A la
imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio
monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y
definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios
con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte
en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre
eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene
prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de
ella.

Jesucristo, el amor de Dios
encarnado

12. Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del
Antiguo Testamento, ya se ha dejado entrever la íntima
compenetración de los dos Testamentos como única
Escritura de la fe cristiana. La verdadera originalidad del Nuevo
Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma
de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo
inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad
bíblica consiste simplemente en nociones abstractas, sino
en la actuación imprevisible y, en cierto sentido
inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma
dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va
tras la « oveja perdida », la humanidad doliente y
extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del
pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el
dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y
lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es
la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en
la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al
entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor
en su forma más radical. Poner la mirada en el costado
traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a
comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta
encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4,
8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta
verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora
qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano
encuentra la orientación de su vivir y de su
amar.

13. Jesús ha perpetuado este acto de entrega
mediante la institución de la Eucaristía durante la
Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su
muerte y resurrección, dándose a sí mismo a
sus discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su
sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). Si el
mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el
verdadero alimento del hombre —aquello por lo que el hombre
vive— era el Logos, la sabiduría eterna,
ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera
comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto
oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo
el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la
dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre
Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo
que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en
unión por la participación en la entrega de
Jesús, en su cuerpo y su sangre. La « mística
» del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios
hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y que
lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación
mística del hombre podría alcanzar.

14. Pero ahora se ha de prestar atención a otro
aspecto: la « mística » del Sacramento tiene
un carácter social, porque en la comunión
sacramental yo quedo unido al Señor como todos los
demás que comulgan: « El pan es uno, y así
nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque
comemos todos del mismo pan », dice san Pablo (1
Co
10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo
unión con todos los demás a los que él se
entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí;
únicamente puedo pertenecerle en unión con todos
los que son suyos o lo serán. La comunión me hace
salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto,
también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos
hacemos « un cuerpo », aunados en una única
existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo
están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a
todos hacia sí. Se entiende, pues, que el
agapé se haya convertido también en un
nombre de la Eucaristía: en ella el agapé
de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros
y por nosotros. Sólo a partir de este fundamento
cristológico-sacramental se puede entender correctamente
la enseñanza de Jesús sobre el amor. El paso desde
la Ley y los Profetas al doble mandamiento del amor de Dios y del
prójimo, el hacer derivar de este precepto toda la
existencia de fe, no es simplemente moral, que podría
darse autónomamente, paralelamente a la fe en Cristo y a
su actualización en el Sacramento: fe, culto y
ethos se compenetran recíprocamente como una sola
realidad, que se configura en el encuentro con el
agapé de Dios. Así, la
contraposición usual entre culto y ética
simplemente desaparece. En el « culto » mismo, en la
comunión eucarística, está incluido a la vez
el ser amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no
comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en
sí misma. Viceversa —como hemos de considerar
más detalladamente aún—, el «
mandamiento » del amor es posible sólo porque no es
una mera exigencia: el amor puede ser « mandado »
porque antes es dado.

15. Las grandes parábolas de Jesús han de
entenderse también a partir de este principio. El rico
epulón (cf. Lc 16, 19-31) suplica desde el lugar
de los condenados que se advierta a sus hermanos de lo que sucede
a quien ha ignorado frívolamente al pobre necesitado.
Jesús, por decirlo así, acoge este grito de ayuda y
se hace eco de él para ponernos en guardia, para hacernos
volver al recto camino. La parábola del buen Samaritano
(cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos
aclaraciones importantes. Mientras el concepto de «
prójimo » hasta entonces se refería
esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se
establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la
comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este
límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que
tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se
universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo
concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al
prójimo no se reduce a una actitud genérica y
abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi
compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene
siempre el deber de interpretar cada vez esta relación
entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida
práctica de sus miembros. En fin, se ha de recordar de
modo particular la gran parábola del Juicio final (cf.
Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el
criterio para la decisión definitiva sobre la
valoración positiva o negativa de una vida humana.
Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y
sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados.
« Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes
hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 40). Amor
a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el
más humilde encontramos a Jesús mismo y en
Jesús encontramos a Dios.

Amor a Dios y amor al prójimo

16. Después de haber reflexionado sobre la
esencia del amor y su significado en la fe bíblica, queda
aún una doble cuestión sobre cómo podemos
vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le
vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas
preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble
mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás,
¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no
se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede
tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La
Escritura parece respaldar la primera objeción cuando
afirma: « Si alguno dice: ""amo a Dios'', y aborrece a su
hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien
ve, no puede amar a Dios, a quien no ve » (1 Jn 4,
20). Pero este texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como
si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de
la Primera carta de Juan apenas citada, el amor a Dios
es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la
inseparable relación entre amor a Dios y amor al
prójimo. Ambos están tan estrechamente
entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en
realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o
incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar
más bien en el sentido de que el amor del prójimo
es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar
los ojos ante el prójimo nos convierte también en
ciegos ante Dios.

17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en
sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible
para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos
ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4,
10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho
visible, pues « Dios envió al mundo a su Hijo
único para que vivamos por medio de él »
(1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús
podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es
visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra
la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de
atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el
Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del
Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la
acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la
Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la
historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro
encuentro a través de los hombres en los que Él se
refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente
la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su
oración, en la comunidad viva de los creyentes,
experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de
este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra
vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue
amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder
también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que
no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos
hace ver y experimentar su amor, y de este « antes »
de Dios puede nacer también en nosotros el amor como
respuesta.

En el desarrollo de este encuentro se muestra
también claramente que el amor no es solamente un
sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una
maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al
principio hemos hablado del proceso de purificación y
maduración mediante el cual el eros llega a ser
totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno
sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que
abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por
así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con
las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en
nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la
experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica
también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El
reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor,
y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca
entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del
amor. No obstante, éste es un proceso que siempre
está en camino: el amor nunca se da por « concluido
» y completado; se transforma en el curso de la vida,
madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí
mismo. Idem velle, idem nolle,[9]
querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han
reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse
uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear
común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste
precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la
comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que
nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez
más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo
extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino
que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios
está más dentro de mí que lo más
íntimo mío.[10]
Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra
alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).

18. De este modo se ve que es posible el amor al
prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por
Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo
también a la persona que no me agrada o ni siquiera
conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del
encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha
convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el
sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya
sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la
perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más
allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo
interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago
llegar solamente a través de las organizaciones encargadas
de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias
políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al
otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo
ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se
manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios
y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia
la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta
completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en
el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en
él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito
del todo la atención al otro, queriendo ser sólo
« piadoso » y cumplir con mis « deberes
religiosos », se marchita también la relación
con Dios. Será únicamente una relación
« correcta », pero sin amor. Sólo mi
disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle
amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el
servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por
mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por
ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su
capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada
gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y,
viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad
precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y
amor al prójimo son inseparables, son un único
mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos
ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un «
mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de
una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su
propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El
amor crece a través del amor. El amor es « divino
» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este
proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera
nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que
al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1
Co
15, 28).

SEGUNDA PARTE

Caritas

EL EJERCICIO DEL AMOR POR PARTE DE LA
IGLESIACOMO « COMUNIDAD DE AMOR »

La caridad de la Iglesia como manifestación
del amor trinitario

19. « Ves la Trinidad si ves el amor »,
escribió san Agustín.[11]
En las reflexiones precedentes hemos podido fijar nuestra mirada
sobre el Traspasado (cf. Jn 19, 37; Za 12, 10),
reconociendo el designio del Padre que, movido por el amor (cf.
Jn 3, 16), ha enviado el Hijo unigénito al mundo
para redimir al hombre. Al morir en la cruz —como narra el
evangelista—, Jesús « entregó el
espíritu » (cf. Jn 19, 30), preludio del
don del Espíritu Santo que otorgaría después
de su resurrección (cf. Jn 20, 22). Se
cumpliría así la promesa de los « torrentes
de agua viva » que, por la efusión del
Espíritu, manarían de las entrañas de los
creyentes (cf. Jn 7, 38-39). En efecto, el
Espíritu es esa potencia interior que armoniza su
corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar
a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a
lavar los pies de sus discípulos (cf. Jn 13,
1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos (cf.
Jn 13, 1; 15, 13).

El Espíritu es también la fuerza que
transforma el corazón de la Comunidad eclesial para que
sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de
la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Toda la actividad de
la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien
integral del ser humano: busca su evangelización mediante
la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su
realización histórica; y busca su promoción
en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto,
el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender
constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso
materiales, de los hombres. Es este aspecto, este servicio de
la caridad
, al que deseo referirme en esta parte de la
Encíclica.

La caridad como tarea de la Iglesia

20. El amor al prójimo enraizado en el amor a
Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es
también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas
sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia
particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad.
También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en
práctica el amor. En consecuencia, el amor necesita
también una organización, como presupuesto para un
servicio comunitario ordenado. La Iglesia ha sido consciente de
que esta tarea ha tenido una importancia constitutiva para ella
desde sus comienzos: « Los creyentes vivían todos
unidos y lo tenían todo en común; vendían
sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos,
según la necesidad de cada uno » (Hch 2,
44-45). Lucas nos relata esto relacionándolo con una
especie de definición de la Iglesia, entre cuyos elementos
constitutivos enumera la adhesión a la «
enseñanza de los Apóstoles », a la «
comunión » (koinonia), a la «
fracción del pan » y a la « oración
» (cf. Hch 2, 42). La « comunión
» (koinonia), mencionada inicialmente sin
especificar, se concreta después en los versículos
antes citados: consiste precisamente en que los creyentes tienen
todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia
entre ricos y pobres (cf. también Hch 4, 32-37).
A decir verdad, a medida que la Iglesia se extendía,
resultaba imposible mantener esta forma radical de
comunión material. Pero el núcleo central ha
permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una
forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes
necesarios para una vida decorosa.

21. Un paso decisivo en la difícil
búsqueda de soluciones para realizar este principio
eclesial fundamental se puede ver en la elección de los
siete varones, que fue el principio del ministerio diaconal (cf.
Hch 6, 5-6). En efecto, en la Iglesia de los primeros
momentos, se había producido una disparidad en el
suministro cotidiano a las viudas entre la parte de lengua hebrea
y la de lengua griega. Los Apóstoles, a los que estaba
encomendado sobre todo « la oración »
(Eucaristía y Liturgia) y el « servicio de la
Palabra », se sintieron excesivamente cargados con el
« servicio de la mesa »; decidieron, pues, reservar
para sí su oficio principal y crear para el otro,
también necesario en la Iglesia, un grupo de siete
personas. Pero este grupo tampoco debía limitarse a un
servicio meramente técnico de distribución:
debían ser hombres « llenos de Espíritu y de
sabiduría » (cf. Hch 6, 1-6). Lo cual
significa que el servicio social que desempeñaban era
absolutamente concreto, pero sin duda también espiritual
al mismo tiempo; por tanto, era un verdadero oficio espiritual el
suyo, que realizaba un cometido esencial de la Iglesia,
precisamente el del amor bien ordenado al prójimo. Con la
formación de este grupo de los Siete, la «
diaconía » —el servicio del amor al
prójimo ejercido comunitariamente y de modo
orgánico— quedaba ya instaurada en la estructura
fundamental de la Iglesia misma.

22. Con el paso de los años y la difusión
progresiva de la Iglesia, el ejercicio de la caridad se
confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto
con la administración de los Sacramentos y el anuncio de
la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los
huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de
todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los
Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede
descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los
Sacramentos y la Palabra. Para demostrarlo, basten algunas
referencias. El mártir Justino († ca. 155), en el
contexto de la celebración dominical de los cristianos,
describe también su actividad caritativa, unida con la
Eucaristía misma. Los que poseen, según sus
posibilidades y cada uno cuanto quiere, entregan sus ofrendas al
Obispo; éste, con lo recibido, sustenta a los
huérfanos, a las viudas y a los que se encuentran en
necesidad por enfermedad u otros motivos, así como
también a los presos y forasteros.[12]
El gran escritor cristiano Tertuliano († después de
220), cuenta cómo la solicitud de los cristianos por los
necesitados de cualquier tipo suscitaba el asombro de los
paganos.[13]
Y cuando Ignacio de Antioquía († ca. 117) llamaba a
la Iglesia de Roma como la que « preside en la caridad
(agapé)
»,[14]
se puede pensar que con esta definición
quería expresar de algún modo también la
actividad caritativa concreta.

23. En este contexto, puede ser útil una
referencia a las primitivas estructuras jurídicas del
servicio de la caridad en la Iglesia. Hacia la mitad del siglo
IV, se va formando en Egipto la llamada «
diaconía
»; es la estructura que en cada
monasterio tenía la responsabilidad sobre el conjunto de
las actividades asistenciales, el servicio de la caridad
precisamente. A partir de esto, se desarrolla en Egipto hasta el
siglo VI una corporación con plena capacidad
jurídica, a la que las autoridades civiles confían
incluso una cantidad de grano para su distribución
pública. No sólo cada monasterio, sino
también cada diócesis llegó a tener su
diaconía, una institución que se
desarrolla sucesivamente, tanto en Oriente como en Occidente. El
Papa Gregorio Magno († 604) habla de la
diaconía de Nápoles; por lo que se refiere
a Roma, las diaconías están documentadas a
partir del siglo VII y VIII; pero, naturalmente, ya antes, desde
los comienzos, la actividad asistencial a los pobres y
necesitados, según los principios de la vida cristiana
expuestos en los Hechos de los Apóstoles, era
parte esencial en la Iglesia de Roma. Esta función se
manifiesta vigorosamente en la figura del diácono Lorenzo
(† 258). La descripción dramática de su
martirio fue conocida ya por san Ambrosio († 397) y, en lo
esencial, nos muestra seguramente la auténtica figura de
este Santo. A él, como responsable de la asistencia a los
pobres de Roma, tras ser apresados sus compañeros y el
Papa, se le concedió un cierto tiempo para recoger los
tesoros de la Iglesia y entregarlos a las autoridades. Lorenzo
distribuyó el dinero disponible a los pobres y luego
presentó a éstos a las autoridades como el
verdadero tesoro de la Iglesia.[15]
Cualquiera que sea la fiabilidad histórica de tales
detalles, Lorenzo ha quedado en la memoria de la Iglesia como un
gran exponente de la caridad eclesial.

24. Una alusión a la figura del emperador Juliano
el Apóstata († 363) puede ilustrar una vez
más lo esencial que era para la Iglesia de los primeros
siglos la caridad ejercida y organizada. A los seis años,
Juliano asistió al asesinato de su padre, de su hermano y
de otros parientes a manos de los guardias del palacio imperial;
él imputó esta brutalidad —con razón o
sin ella— al emperador Constancio, que se tenía por
un gran cristiano. Por eso, para él la fe cristiana
quedó desacreditada definitivamente. Una vez emperador,
decidió restaurar el paganismo, la antigua religión
romana, pero también reformarlo, de manera que fuera
realmente la fuerza impulsora del imperio. En esta perspectiva,
se inspiró ampliamente en el cristianismo.
Estableció una jerarquía de metropolitas y
sacerdotes. Los sacerdotes debían promover el amor a Dios
y al prójimo. Escribía en una de sus cartas

[16]
que el único aspecto que le impresionaba del
cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia.
Así pues, un punto determinante para su nuevo paganismo
fue dotar a la nueva religión de un sistema paralelo al de
la caridad de la Iglesia. Los « Galileos »
—así los llamaba— habían logrado con
ello su popularidad. Se les debía emular y superar. De
este modo, el emperador confirmaba, pues, cómo la caridad
era una característica determinante de la comunidad
cristiana, de la Iglesia.

25. Llegados a este punto, tomamos de nuestras
reflexiones dos datos esenciales:

a) La naturaleza íntima de la Iglesia se
expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios
(kerygma-martyria), celebración de los
Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad
(diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no
pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es
una especie de actividad de asistencia social que también
se podría dejar a otros, sino que pertenece a su
naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia
esencia.[17]

b) La Iglesia es la familia de Dios en el
mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de
lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la
caritas-agapé supera los confines de la Iglesia;
la parábola del buen Samaritano sigue siendo el criterio
de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se
dirige hacia el necesitado encontrado « casualmente »
(cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea. No obstante,
quedando a salvo la universalidad del amor, también se da
la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente
en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra
por encontrarse en necesidad. En este sentido, siguen teniendo
valor las palabras de la Carta a los Gálatas:
« Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos,
pero especialmente a nuestros hermanos en la fe » (6,
10).

Justicia y caridad

26. Desde el siglo XIX se ha planteado una
objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia,
desarrollada después con insistencia sobre todo por el
pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de
caridad, sino de justicia. Las obras de caridad —la
limosna— serían en realidad un modo para que los
ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su
conciencia, conservando su propia posición social y
despojando a los pobres de sus derechos. En vez de contribuir con
obras aisladas de caridad a mantener las condiciones existentes,
haría falta crear un orden justo, en el que todos reciban
su parte de los bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten ya
las obras de caridad. Se debe reconocer que en esta
argumentación hay algo de verdad, pero también
bastantes errores. Es cierto que una norma fundamental del Estado
debe ser perseguir la justicia y que el objetivo de un orden
social justo es garantizar a cada uno, respetando el principio de
subsidiaridad, su parte de los bienes comunes. Eso es lo que ha
subrayado también la doctrina cristiana sobre el Estado y
la doctrina social de la Iglesia. La cuestión del orden
justo de la colectividad, desde un punto de vista
histórico, ha entrado en una nueva fase con la
formación de la sociedad industrial en el siglo XIX. El
surgir de la industria moderna ha desbaratado las viejas
estructuras sociales y, con la masa de los asalariados, ha
provocado un cambio radical en la configuración de la
sociedad, en la cual la relación entre el capital y el
trabajo se ha convertido en la cuestión decisiva, una
cuestión que, en estos términos, era desconocida
hasta entonces. Desde ese momento, los medios de
producción y el capital eran el nuevo poder que, estando
en manos de pocos, comportaba para las masas obreras una
privación de derechos contra la cual había que
rebelarse.

27. Se debe admitir que los representantes de la Iglesia
percibieron sólo lentamente que el problema de la
estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo nuevo. No
faltaron pioneros: uno de ellos, por ejemplo, fue el Obispo
Ketteler de Maguncia († 1877). Para hacer frente a las
necesidades concretas surgieron también círculos,
asociaciones, uniones, federaciones y, sobre todo, nuevas
Congregaciones religiosas, que en el siglo XIX se dedicaron a
combatir la pobreza, las enfermedades y las situaciones de
carencia en el campo educativo. En 1891, se interesó
también el magisterio pontificio con la Encíclica
Rerum novarum de León XIII. Siguió con la
Encíclica de Pío XI Quadragesimo anno, en
1931. En 1961, el beato Papa Juan XXIII publicó la
Encíclica Mater et Magistra, mientras que Pablo
VI, en la Encíclica Populorum progressio (1967) y
en la Carta apostólica Octogesima adveniens
(1971), afrontó con insistencia la problemática
social que, entre tanto, se había agudizado sobre todo en
Latinoamérica. Mi gran predecesor Juan Pablo II nos ha
dejado una trilogía de Encíclicas sociales:
Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei
socialis
(1987) y Centesimus annus (1991).
Así pues, cotejando situaciones y problemas nuevos cada
vez, se ha ido desarrollando una doctrina social católica,
que en 2004 ha sido presentada de modo orgánico en el
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, redactado
por el Consejo Pontificio Iustitia et Pax. El marxismo
había presentado la revolución mundial y su
preparación como la panacea para los problemas sociales:
mediante la revolución y la consiguiente
colectivización de los medios de producción
—se afirmaba en dicha doctrina— todo iría
repentinamente de modo diferente y mejor. Este sueño se ha
desvanecido. En la difícil situación en la que nos
encontramos hoy, a causa también de la
globalización de la economía, la doctrina social de
la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental,
que propone orientaciones válidas mucho más
allá de sus confines: estas orientaciones —ante el
avance del progreso— se han de afrontar en diálogo
con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su
mundo.

28. Para definir con más precisión la
relación entre el compromiso necesario por la justicia y
el servicio de la caridad, hay que tener en cuenta dos
situaciones de hecho:

a) El orden justo de la sociedad y del Estado
es una tarea principal de la política. Un Estado que no se
rigiera según la justicia se reduciría a una gran
banda de ladrones, dijo una vez Agustín: «
Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna
latrocinia?

».[18]
Es propio de la estructura fundamental del
cristianismo la distinción entre lo que es del
César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto
es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II,
el reconocimiento de la autonomía de las realidades
temporales.[19]
El Estado no puede imponer la religión, pero tiene que
garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las
diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de
la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su
forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar.
Son dos esferas distintas, pero siempre en relación
recíproca.

La justicia es el objeto y, por tanto, también la
medida intrínseca de toda política. La
política es más que una simple técnica para
determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta
están precisamente en la justicia, y ésta es de
naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra
inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo
realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta
presupone otra más radical: ¿qué es la
justicia? Éste es un problema que concierne a la
razón práctica; pero para llevar a cabo rectamente
su función, la razón ha de purificarse
constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la
preponderancia del interés y del poder que la deslumbran,
es un peligro que nunca se puede descartar totalmente.

En este punto, política y fe se encuentran. Sin
duda, la naturaleza específica de la fe es la
relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre
nuevos horizontes mucho más allá del ámbito
propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza
purificadora para la razón misma. Al partir de la
perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda
así a ser mejor ella misma. La fe permite a la
razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver
más claramente lo que le es propio. En este punto se
sitúa la doctrina social católica: no pretende
otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere
imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y
modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la
purificación de la razón y aportar su propia ayuda
para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser
reconocido y después puesto también en
práctica.

La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la
razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que
es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es
tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer
políticamente esta doctrina: quiere servir a la
formación de las conciencias en la política y
contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas
exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad
para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en
contraste con situaciones de intereses personales. Esto significa
que la construcción de un orden social y estatal justo,
mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una
tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada
generación. Tratándose de un quehacer
político, esto no puede ser un cometido inmediato de la
Iglesia. Pero, como al mismo tiempo es una tarea humana primaria,
la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la
purificación de la razón y la formación
ética, su contribución específica, para que
las exigencias de la justicia sean comprensibles y
políticamente realizables.

La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia
la empresa política de realizar la sociedad más
justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco
puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia.
Debe insertarse en ella a través de la
argumentación racional y debe despertar las fuerzas
espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige
también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La
sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la
política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar
por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y
la voluntad a las exigencias del bien.

b) El amor —caritas
siempre será necesario, incluso en la sociedad más
justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga
superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del
amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre.
Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda.
Siempre habrá soledad. Siempre se darán
también situaciones de necesidad material en las que es
indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al
prójimo.[20]
El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en
sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia
burocrática que no puede asegurar lo más esencial
que el hombre afligido —cualquier ser humano—
necesita: una entrañable atención personal. Lo que
hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que
generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de
subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas
sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los
hombres necesitados de auxilio. La Iglesia es una de estas
fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por
el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres
sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado
del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el
sustento material. La afirmación según la cual las
estructuras justas harían superfluas las obras de caridad,
esconde una concepción materialista del hombre: el
prejuicio de que el hombre vive « sólo de pan
» (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una
concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo
que es más específicamente humano.

29. De este modo podemos ahora determinar con mayor
precisión la relación que existe en la vida de la
Iglesia entre el empeño por el orden justo del Estado y la
sociedad, por un lado y, por otro, la actividad caritativa
organizada. Ya se ha dicho que el establecimiento de estructuras
justas no es un cometido inmediato de la Iglesia, sino que
pertenece a la esfera de la política, es decir, de la
razón auto-responsable. En esto, la tarea de la Iglesia es
mediata, ya que le corresponde contribuir a la
purificación de la razón y reavivar las fuerzas
morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni
éstas pueden ser operativas a largo plazo.

El deber inmediato de actuar en favor de un orden justo
en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos.
Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en
primera persona en la vida pública. Por tanto, no pueden
eximirse de la « multiforme y variada acción
económica, social, legislativa, administrativa y cultural,
destinada a promover orgánica e institucionalmente el
bien común
».[21]
La misión de los fieles es, por tanto,
configurar rectamente la vida social, respetando su
legítima autonomía y cooperando con los otros
ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su
propia responsabilidad.[22]
Aunque las manifestaciones de la caridad eclesial nunca pueden
confundirse con la actividad del Estado, sigue siendo verdad que
la caridad debe animar toda la existencia de los fieles laicos y,
por tanto, su actividad política, vivida como «
caridad social
».[23]

Las organizaciones caritativas de la Iglesia, sin
embargo, son un opus proprium suyo, un cometido que le
es congenial, en el que ella no coopera colateralmente, sino que
actúa como sujeto directamente responsable, haciendo algo
que corresponde a su naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse
dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada
de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones
en las que no haga falta la caridad de cada cristiano
individualmente, porque el hombre, más allá de la
justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de
amor.

Las múltiples estructuras de servicio
caritativo en el contexto social actual

30. Antes de intentar definir el perfil
específico de la actividad eclesial al servicio del
hombre, quisiera considerar ahora la situación general del
compromiso por la justicia y el amor en el mundo
actual.

a) Los medios de comunicación de masas
han como empequeñecido hoy nuestro planeta, acercando
rápidamente a hombres y culturas muy diferentes. Si bien
este « estar juntos » suscita a veces incomprensiones
y tensiones, el hecho de que ahora se conozcan de manera mucho
más inmediata las necesidades de los hombres es
también una llamada sobre todo a compartir situaciones y
dificultades. Vemos cada día lo mucho que se sufre en el
mundo a causa de tantas formas de miseria material o espiritual,
no obstante los grandes progresos en el campo de la ciencia y de
la técnica. Así pues, el momento actual requiere
una nueva disponibilidad para socorrer al prójimo
necesitado. El Concilio Vaticano II lo ha subrayado con palabras
muy claras: « Al ser más rápidos los medios
de comunicación, se ha acortado en cierto modo la
distancia entre los hombres y todos los habitantes del mundo
[…]. La acción caritativa puede y debe abarcar hoy a
todos los hombres y todas sus necesidades
».[24]

Por otra parte —y éste es un aspecto
provocativo y a la vez estimulante del proceso de
globalización—, ahora se puede contar con
innumerables medios para prestar ayuda humanitaria a los hermanos
y hermanas necesitados, como son los modernos sistemas para la
distribución de comida y ropa, así como
también para ofrecer alojamiento y acogida. La solicitud
por el prójimo, pues, superando los confines de las
comunidades nacionales, tiende a extender su horizonte al mundo
entero. El Concilio Vaticano II ha hecho notar oportunamente que
« entre los signos de nuestro tiempo es digno de
mención especial el creciente e inexcusable sentido de
solidaridad entre todos los pueblos
».[25]
Los organismos del Estado y las asociaciones
humanitarias favorecen iniciativas orientadas a este fin,
generalmente mediante subsidios o desgravaciones fiscales en un
caso, o poniendo a disposición considerables recursos, en
otro. De este modo, la solidaridad expresada por la sociedad
civil supera de manera notable a la realizada por las personas
individualmente.

b) En esta situación han surgido
numerosas formas nuevas de colaboración entre entidades
estatales y eclesiales, que se han demostrado fructíferas.
Las entidades eclesiales, con la transparencia en su
gestión y la fidelidad al deber de testimoniar el amor,
podrán animar cristianamente también a las
instituciones civiles, favoreciendo una coordinación mutua
que seguramente ayudará a la eficacia del servicio
caritativo.[26]
También se han formado en este contexto múltiples
organizaciones con objetivos caritativos o filantrópicos,
que se esfuerzan por lograr soluciones satisfactorias desde el
punto de vista humanitario a los problemas sociales y
políticos existentes. Un fenómeno importante de
nuestro tiempo es el nacimiento y difusión de muchas
formas de voluntariado que se hacen cargo de múltiples
servicios.[27]
A este propósito, quisiera dirigir una palabra especial de
aprecio y gratitud a todos los que participan de diversos modos
en estas actividades. Esta labor tan difundida es una escuela de
vida para los jóvenes, que educa a la solidaridad y a
estar disponibles para dar no sólo algo, sino a sí
mismos. De este modo, frente a la anticultura de la muerte, que
se manifiesta por ejemplo en la droga, se contrapone el amor, que
no se busca a sí mismo, sino que, precisamente en la
disponibilidad a « perderse a sí mismo » (cf.
Lc 17, 33 y par.) en favor del otro, se manifiesta como
cultura de la vida.

También en la Iglesia católica y en otras
Iglesias y Comunidades eclesiales han aparecido nuevas formas de
actividad caritativa y otras antiguas han resurgido con renovado
impulso. Son formas en las que frecuentemente se logra establecer
un acertado nexo entre evangelización y obras de caridad.
Deseo corroborar aquí expresamente lo que mi gran
predecesor Juan Pablo II dijo en su Encíclica
Sollicitudo rei socialis,[28] cuando declaró la
disponibilidad de la Iglesia católica a colaborar con las
organizaciones caritativas de estas Iglesias y Comunidades,
puesto que todos nos movemos por la misma motivación
fundamental y tenemos los ojos puestos en el mismo objetivo: un
verdadero humanismo, que reconoce en el hombre la imagen de Dios
y quiere ayudarlo a realizar una vida conforme a esta dignidad.
La Encíclica Ut unum sint destacó
después, una vez más, que para un mejor desarrollo
del mundo es necesaria la voz común de los cristianos, su
compromiso « para que triunfe el respeto de los derechos y
de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los
marginados y los indefensos
».[29]
Quisiera expresar mi alegría por el hecho
de que este deseo haya encontrado amplio eco en numerosas
iniciativas en todo el mundo.

El perfil específico de la actividad
caritativa de la Iglesia

31. En el fondo, el aumento de organizaciones
diversificadas que trabajan en favor del hombre en sus diversas
necesidades, se explica por el hecho de que el imperativo del
amor al prójimo ha sido grabado por el Creador en la
naturaleza misma del hombre. Pero es también un efecto de
la presencia del cristianismo en el mundo, que reaviva
continuamente y hace eficaz este imperativo, a menudo tan
empañado a lo largo de la historia. La mencionada reforma
del paganismo intentada por el emperador Juliano el
Apóstata, es sólo un testimonio inicial de dicha
eficacia. En este sentido, la fuerza del cristianismo se extiende
mucho más allá de las fronteras de la fe cristiana.
Por tanto, es muy importante que la actividad caritativa de la
Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una
organización asistencial genérica,
convirtiéndose simplemente en una de sus variantes. Pero,
¿cuáles son los elementos que constituyen la
esencia de la caridad cristiana y eclesial?

a) Según el modelo expuesto en la
parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante
todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una
determinada situación: los hambrientos han de ser
saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que
se recuperen, los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones
caritativas de la Iglesia, comenzando por Cáritas
(diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible
para poner a disposición los medios necesarios y, sobre
todo, los hombres y mujeres que desempeñan estos
cometidos. Por lo que se refiere al servicio que se ofrece a los
que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente:
quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan
hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada,
asumiendo el compromiso de que se continúe después
las atenciones necesarias. Un primer requisito fundamental es la
competencia profesional, pero por sí sola no basta. En
efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan
siempre algo más que una atención sólo
técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan
atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones
caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a
realizar con destreza lo más conveniente en cada momento,
sino por su dedicación al otro con una atención que
sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza
de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la
preparación profesional, necesitan también y sobre
todo una « formación del corazón »: se
les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que
suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de
modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un
mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una
consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por
la caridad (cf. Ga 5, 6).

b) La actividad caritativa cristiana ha de ser
independiente de partidos e ideologías. No es un medio
para transformar el mundo de manera ideológica y no
está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la
actualización aquí y ahora del amor que el hombre
siempre necesita. Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo
XIX, están dominados por una filosofía del progreso
con diversas variantes, cuya forma más radical es el
marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría
del empobrecimiento: quien en una situación de poder
injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad
—afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema
injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta
cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y,
por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo
mejor. De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un
sistema conservador del statu quo. En realidad,
ésta es una filosofía inhumana. El hombre que vive
en el presente es sacrificado al Moloc del futuro, un
futuro cuya efectiva realización resulta por lo menos
dudosa. La verdad es que no se puede promover la
humanización del mundo renunciando, por el momento, a
comportarse de manera humana. A un mundo mejor se contribuye
solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con
pasión y donde sea posible, independientemente de
estrategias y programas de partido. El programa del cristiano
—el programa del buen Samaritano, el programa de
Jesús— es un « corazón que ve ».
Este corazón ve dónde se necesita amor y
actúa en consecuencia. Obviamente, cuando la actividad
caritativa es asumida por la Iglesia como iniciativa comunitaria,
a la espontaneidad del individuo debe añadirse
también la programación, la previsión, la
colaboración con otras instituciones similares.

c) Además, la caridad no ha de ser un
medio en función de lo que hoy se considera proselitismo.
El amor es gratuito; no se practica para obtener otros
objetivos.[30]
Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por
decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre
está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la
raíz más profunda del sufrimiento es precisamente
la ausencia de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la
Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe
de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y
gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y
que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo
de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre
Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios
es amor (1 Jn 4, 8) y que se hace presente justo en los
momentos en que no se hace más que amar. Y, sabe
—volviendo a las preguntas de antes— que el desprecio
del amor es vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de
prescindir de Dios. En consecuencia, la mejor defensa de Dios y
del hombre consiste precisamente en el amor. Las organizaciones
caritativas de la Iglesia tienen el cometido de reforzar esta
conciencia en sus propios miembros, de modo que a través
de su actuación —así como por su hablar, su
silencio, su ejemplo— sean testigos creíbles de
Cristo.

Los responsables de la acción caritativa de
la Iglesia

Partes: 1, 2, 3
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