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Carta Encíclica de Benedicto XVI (página 3)




Enviado por CCB Guaicaipuro



Partes: 1, 2, 3

32. Finalmente, debemos dirigir nuestra atención
a los responsables de la acción caritativa de la Iglesia
ya mencionados. En las reflexiones precedentes se ha visto claro
que el verdadero sujeto de las diversas organizaciones
católicas que desempeñan un servicio de caridad es
la Iglesia misma, y eso a todos los niveles, empezando por las
parroquias, a través de las Iglesias particulares, hasta
llegar a la Iglesia universal. Por esto fue muy oportuno que mi
venerado predecesor Pablo VI instituyera el Consejo Pontificio
Cor unum como organismo de la Santa Sede responsable
para la orientación y coordinación entre las
organizaciones y las actividades caritativas promovidas por la
Iglesia católica. Además, es propio de la
estructura episcopal de la Iglesia que los obispos, como
sucesores de los Apóstoles, tengan en las Iglesias
particulares la primera responsabilidad de cumplir,
también hoy, el programa expuesto en los Hechos de los
Apóstoles
(cf. 2, 42-44): la Iglesia, como familia de
Dios, debe ser, hoy como ayer, un lugar de ayuda recíproca
y al mismo tiempo de disponibilidad para servir también a
cuantos fuera de ella necesitan ayuda. Durante el rito de la
ordenación episcopal, el acto de consagración
propiamente dicho está precedido por algunas preguntas al
candidato, en las que se expresan los elementos esenciales de su
oficio y se le recuerdan los deberes de su futuro ministerio. En
este contexto, el ordenando promete expresamente que será,
en nombre del Señor, acogedor y misericordioso para con
los más pobres y necesitados de consuelo y ayuda
El Código de Derecho Canónico, en los
cánones relativos al ministerio episcopal, no habla
expresamente de la caridad como un ámbito
específico de la actividad episcopal, sino sólo, de
modo general, del deber del Obispo de coordinar las diversas
obras de apostolado respetando su propia índole.[32]
Recientemente, no obstante, el Directorio para el ministerio
pastoral de los obispos
ha profundizado más
concretamente el deber de la caridad como cometido
intrínseco de toda la Iglesia y del Obispo en su
diócesis,[33]
y ha subrayado que el ejercicio de la caridad es una actividad de
la Iglesia como tal y que forma parte esencial de su
misión originaria, al igual que el servicio de la Palabra
y los Sacramentos.[34]

33. Por lo que se refiere a los colaboradores que
desempeñan en la práctica el servicio de la caridad
en la Iglesia, ya se ha dicho lo esencial: no han de inspirarse
en los esquemas que pretenden mejorar el mundo siguiendo una
ideología, sino dejarse guiar por la fe que actúa
por el amor (cf. Ga 5, 6). Han de ser, pues, personas
movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo
corazón ha sido conquistado por Cristo con su amor,
despertando en ellos el amor al prójimo. El criterio
inspirador de su actuación debería ser lo que se
dice en la Segunda carta a los Corintios: « Nos
apremia el amor de Cristo » (5, 14). La conciencia de que,
en Él, Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la
muerte, tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos,
sino para Él y, con Él, para los demás.
Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea
cada vez más expresión e instrumento del amor que
proviene de Él. El colaborador de toda organización
caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por
tanto, con el Obispo, con el fin de que el amor de Dios se
difunda en el mundo. Por su participación en el servicio
de amor de la Iglesia, desea ser testigo de Dios y de Cristo y,
precisamente por eso, hacer el bien a los hombres
gratuitamente.

34. La apertura interior a la dimensión
católica de la Iglesia ha de predisponer al colaborador a
sintonizar con las otras organizaciones en el servicio a las
diversas formas de necesidad; pero esto debe hacerse respetando
la fisonomía específica del servicio que Cristo
pidió a sus discípulos. En su himno a la caridad
(cf. 1 Co 13), san Pablo nos enseña que
ésta es siempre algo más que una simple actividad:
« Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y
aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve
» (v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de
todo el servicio eclesial; en él se resumen todas las
reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo de esta
Carta encíclica. La actuación práctica
resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por
el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo. La
íntima participación personal en las necesidades y
sufrimientos del otro se convierte así en un darme a
mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente
debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser
parte del don como persona.

35. Éste es un modo de servir que hace humilde al
que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el
otro, por miserable que sea momentáneamente su
situación. Cristo ocupó el último puesto en
el mundo —la cruz—, y precisamente con esta humildad
radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente. Quien es
capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo,
también él es ayudado; el poder ayudar no es
mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto
más se esfuerza uno por los demás, mejor
comprenderá y hará suya la palabra de Cristo:
« Somos unos pobres siervos » (Lc 17,10). En
efecto, reconoce que no actúa fundándose en una
superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el
Señor le concede este don. A veces, el exceso de
necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le
harán sentir la tentación del desaliento. Pero,
precisamente entonces, le aliviará saber que, en
definitiva, él no es más que un instrumento en
manos del Señor; se liberará así de la
presunción de tener que mejorar el mundo —algo
siempre necesario— en primera persona y por sí solo.
Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad,
confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo
es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio
sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé
fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras
manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene
siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: « Nos apremia
el amor de Cristo » (2 Co 5, 14).

36. La experiencia de la inmensa necesidad puede, por un
lado, inclinarnos hacia la ideología que pretende realizar
ahora lo que, según parece, no consigue el gobierno de
Dios sobre el mundo: la solución universal de todos los
problemas. Por otro, puede convertirse en una tentación a
la inercia ante la impresión de que, en cualquier caso, no
se puede hacer nada. En esta situación, el contacto vivo
con Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino
recto: ni caer en una soberbia que desprecia al hombre y en
realidad nada construye, sino que más bien destruye, ni
ceder a la resignación, la cual impediría dejarse
guiar por el amor y así servir al hombre. La
oración se convierte en estos momentos en una exigencia
muy concreta, como medio para recibir constantemente fuerzas de
Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga
pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar
sólo a la acción. La piedad no escatima la lucha
contra la pobreza o la miseria del prójimo. La beata
Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo
dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser
un obstáculo para la eficacia y la dedicación al
amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente
inagotable para ello. En su carta para la Cuaresma de 1996 la
beata escribía a sus colaboradores laicos: «
Nosotros necesitamos esta unión íntima con Dios en
nuestra vida cotidiana. Y ¿cómo podemos
conseguirla? A través de la oración
».

37. Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de
la oración ante el activismo y el secularismo de muchos
cristianos comprometidos en el servicio caritativo. Obviamente,
el cristiano que reza no pretende cambiar los planes de Dios o
corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el
encuentro con el Padre de Jesucristo, pidiendo que esté
presente, con el consuelo de su Espíritu, en él y
en su trabajo. La familiaridad con el Dios personal y el abandono
a su voluntad impiden la degradación del hombre, lo salvan
de la esclavitud de doctrinas fanáticas y terroristas. Una
actitud auténticamente religiosa evita que el hombre se
erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria
sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien
pretende luchar contra Dios apoyándose en el
interés del hombre, ¿con quién podrá
contar cuando la acción humana se declare
impotente?

38. Es cierto que Job puede quejarse ante Dios por el
sufrimiento incomprensible y aparentemente injustificable que hay
en el mundo. Por eso, en su dolor, dice: «
¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su
morada!… Sabría las palabras de su réplica,
comprendería lo que me dijera. ¿Precisaría
gran fuerza para disputar conmigo?… Por eso estoy, ante
él, horrorizado, y cuanto más lo pienso, más
me espanta. Dios me ha enervado el corazón, el Omnipotente
me ha aterrorizado » (23, 3.5-6.15-16). A menudo no se nos
da a conocer el motivo por el que Dios frena su brazo en vez de
intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos impide gritar
como Jesús en la cruz: « Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado? »
(Mt 27, 46). Deberíamos permanecer con esta
pregunta ante su rostro, en diálogo orante: «
¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar sin hacer
justicia, tú que eres santo y veraz? » (cf.
Ap 6, 10). San Agustín da a este sufrimiento
nuestro la respuesta de la fe: « Si comprehendis, non
est Deus
», si lo comprendes, entonces no es
Dios.[35]
Nuestra protesta no quiere desafiar a Dios, ni insinuar en
Él algún error, debilidad o indiferencia. Para el
creyente no es posible pensar que Él sea impotente, o bien
que « tal vez esté dormido » (1 R 18,
27). Es cierto, más bien, que incluso nuestro grito es,
como en la boca de Jesús en la cruz, el modo extremo y
más profundo de afirmar nuestra fe en su poder soberano.
En efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las
incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la
« bondad de Dios y su amor al hombre » (Tt
3, 4). Aunque estén inmersos como los demás hombres
en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia,
permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama,
aunque su silencio siga siendo incomprensible para
nosotros.

39. Fe, esperanza y caridad están unidas. La
esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la
paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso
aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y
se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos
muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en
nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es
amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras
dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos
de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final
vencerá Él, como luminosamente muestra el
Apocalipsis mediante sus imágenes sobrecogedoras. La fe,
que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el
corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a
su vez el amor. El amor es una luz —en el fondo la
única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro
y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y
nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido
creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la
luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta
Encíclica. 

Conclusión

40. Contemplemos finalmente a los Santos, a quienes han
ejercido de modo ejemplar la caridad. Pienso particularmente en
Martín de Tours († 397), que primero fue soldado y
después monje y obispo: casi como un icono, muestra el
valor insustituible del testimonio individual de la caridad. A
las puertas de Amiens compartió su manto con un pobre;
durante la noche, Jesús mismo se le apareció en
sueños revestido de aquel manto, confirmando la perenne
validez de las palabras del Evangelio: « Estuve desnudo y
me vestisteis… Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis
humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25,
36. 40).[36]
Pero ¡cuántos testimonios más de caridad
pueden citarse en la historia de la Iglesia! Particularmente todo
el movimiento monástico, desde sus comienzos con san
Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de
caridad hacia el prójimo. Al confrontarse « cara a
cara » con ese Dios que es Amor, el monje percibe la
exigencia apremiante de transformar toda su vida en un servicio
al prójimo, además de servir a Dios. Así se
explican las grandes estructuras de acogida, hospitalidad y
asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican
también las innumerables iniciativas de promoción
humana y de formación cristiana destinadas especialmente a
los más pobres de las que se han hecho cargo las
Órdenes monásticas y Mendicantes primero, y
después los diversos Institutos religiosos masculinos y
femeninos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Figuras
de Santos como Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan
de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de
Marillac, José B. Cottolengo, Juan Bosco, Luis Orione,
Teresa de Calcuta —por citar sólo algunos
nombres— siguen siendo modelos insignes de caridad social
para todos los hombres de buena voluntad. Los Santos son los
verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y
mujeres de fe, esperanza y amor.

41. Entre los Santos, sobresale María, Madre del
Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de
Lucas
la muestra atareada en un servicio de caridad a su
prima Isabel, con la cual permaneció « unos tres
meses » (1, 56) para atenderla durante el embarazo.
« Magnificat anima mea Dominum », dice con
ocasión de esta visita —« proclama mi alma la
grandeza del Señor »— (Lc 1, 46), y
con ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a
sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien
encuentra tanto en la oración como en el servicio al
prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno.
María es grande precisamente porque quiere enaltecer a
Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere
ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48).
Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una
obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a
disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de
esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y
espera la salvación de Israel, el ángel puede
presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas
promesas. Es una mujer de fe: « ¡Dichosa tú,
que has creído! », le dice Isabel (Lc 1,
45). El Magníficat —un retrato de su alma,
por decirlo así— está completamente tejido
por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de
Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es
verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda
naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de
Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la
Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además,
que sus pensamientos están en sintonía con el
pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al
estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede
convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en
fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de
otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento
de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más
que una mujer que ama. Lo intuimos en sus gestos silenciosos que
nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo
vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la
necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente
a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como
olvidada en el período de la vida pública de
Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una
nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente
en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de
Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los
discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de
la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más tarde, en el
momento de Pentecostés, serán ellos los que se
agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf.
Hch 1, 14).

42. La vida de los Santos no comprende sólo su
biografía terrena, sino también su vida y
actuación en Dios después de la muerte. En los
Santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los
hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos. En nadie lo
vemos mejor que en María. La palabra del Crucificado al
discípulo —a Juan y, por medio de él, a todos
los discípulos de Jesús: « Ahí tienes
a tu madre » (Jn 19, 27)— se hace de nuevo
verdadera en cada generación. María se ha
convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su
bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal,
se dirigen los hombres de todos los tiempos y de todas las partes
del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías
y contratiempos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre
experimentan el don de su bondad; experimentan el amor inagotable
que derrama desde lo más profundo de su corazón.
Los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los
continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de
aquel amor puro que no se busca a sí mismo, sino que
sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles
muestra al mismo tiempo la intuición infalible de
cómo es posible este amor: se alcanza merced a la
unión más íntima con Dios, en virtud de la
cual se está embargado totalmente de Él, una
condición que permite a quien ha bebido en el manantial
del amor de Dios convertirse a sí mismo en un manantial
« del que manarán torrentes de agua viva »
(Jn 7, 38). María, la Virgen, la Madre, nos
enseña qué es el amor y dónde tiene su
origen, su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su
misión al servicio del amor:

Santa María, Madre de Dios,

tú has dado al mundo la verdadera luz,

Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.

Te has entregado por completo

a la llamada de Dios

y te has convertido así en fuente

de la bondad que mana de Él.

Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia
Él.

Enséñanos a conocerlo y amarlo,

para que también nosotros

podamos llegar a ser capaces

de un verdadero amor

y ser fuentes de agua viva

en medio de un mundo sediento.

Dado en Roma, junto a San Pedro, 25 de diciembre,
solemnidad de la Natividad del Señor, del año 2005,
primero de mi Pontificado
.

BENEDICTO XVI

 

 

Autor:

CCB Guaicaipuro

Partes: 1, 2, 3
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