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Los dados mágicos (Novela) (página 2)




Enviado por Fandila Soria



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Aldés hizo balance de sus vivencias. Había
pasado por toda suerte de situaciones, pero como aquella… Desde
que entrara a formar parte del mundo de los complejos,
había trabajado con toda la ilusión del mundo, para
que el proyecto saliera adelante. Su entusiasmo le había
llevado a escalar jerarquías, una tras otra, y el puesto
que ahora le encomendaban no era fruto del azar, sino del
esfuerzo continuado de muchos años. Lo que nunca estuvo
exento de dificultades. Pero esto de ahora se salía de sus
previsiones. Él, que había probado toda suerte de
vehículos: desde desplazadores aéreos y de
superficie, hasta pesados cargueros, e incluso naves del espacio;
máquinas tan perfeccionadas, que su única
dificultad, si es que presentaban alguna, era, subir o bajar de
ellas; que ni siquiera tripularlas suponía un trabajo;
hete aquí ahora, en este caparazón sin ruedas,
capaz, con sus meneos, de poner a parir a la menos embarazada. Ya
podrían haberle asignado algo más decente. Claro
que el resto de los desplazados también diría lo
mismo.

II

El deslizador avanzaba, soslayando los accidentes del
terreno, como una cucaracha. Sus únicos inconvenientes son
los altibajos y las traicioneras rocas, que le originan falsos
baches y un sin fin de sacudidas. Ahora se explicaba, por que los
asientos podían girar y oscilarse en cualquier
dirección. Sólo así, los viajeros sujetos a
ellos, soportarían sin grandes problemas los bruscos
movimientos.

— ¡Que Dios nos coja confesados!

Noyndia reía sin control, al verse rodeada de una
caterva de monigotes, que lo mismo se miran de frente que se dan
la espalda. Los pasajeros derivan, a su pesar, a las posturas
más imprevistas, y sus rostros cansados, ensayaban las
muecas más dispares. Seguramente, la más novedosa
de las atracciones no hubiese sido tan original.

— Nanda… ¿Vas bien, hija?

—De rechupete, mamá.

La niña no lo podía negar. Por la
expresión de su cara, seguro que no se divertía
tanto desde que abandonaron su residencia.

Noyndia miró a su marido, y ni intentó
decirle nada. Para qué… ¡se había
dormido!

Al fin, tras cuatro horas sin un mal descanso, la
inquieta "cucaracha" da vistas al hábitat.

La insospechada aglomeración, discorda sin
remedio con el verdor salvaje de la llanura. Su curvada cubierta
transparenta todo el artificio, y al exterior quedan, una alta
torre con plataforma y un conjunto distribuido al azar de grandes
naves y locales. Un punto de la redonda protección refleja
el sol con rayos de plata.

Ni el vehículo se detiene para contemplar el
espectáculo, ni nadie muestra otro deseo que el de llegar
cuanto antes. La nube de polvo que los envuelve, se abre paso,
desplazándose como una exhalación cuando bajan la
pendiente, y enfila el ancho camino de tierra, tal que arrancada
del suelo por una manada de caballos. A un lado y a otro
discurren unas rodadas ahora, como los rastros de un
vehículo a cadenas extremadamente grande.

El conjunto se fue agrandando hasta la
exageración, a medida que se aproximaban, y una compuerta
se abría ante el vehículo, que la franqueó a
toda máquina. Avanzaron luego bajo la corona circular que
circunvalaba el hábitat, hasta el terminal que
tenían asignado.

Al fondo aparece, imponente como una montaña, una
atrevida filigrana de edificios que se encarama desafiando las
alturas. Un intrincado laberinto de construcciones, huecos y
pasadizos, como una enorme labor en marfil, que está
calada por todas partes. Desde el centro, los edificios van
decreciendo en altura y número, hasta quedar sólo
unos cuantos. Al extremo del gran círculo, otros
aparecían, de forma arbitraria.

La atmósfera es limpia y diáfana, y por el
aire, un enjambre de vehículos, siempre está
presente. El sol se refleja en ellos como en los cristales de una
gran lámpara que se moviesen a su antojo, y las falsas
luces proyectadas, describían azarosas trayectorias por
todo el recinto.

Los que accedían allí por primera vez,
quedaban boquiabiertos, y se preguntaban, que cómo
podían diferir tanto dos mundos tan cercanos.

La media burbuja está ocupada en parte por los
paneles solares. Un entramado en tela de araña, los
distribuye a intervalos iguales sobre el techo, y la enorme
retícula deja pasar el sol a su través, como un
enorme y redondo ventanal de alternos tragaluces. Debajo, las
grandes turbinas colgadas por el aire giran sin cesar, que con su
murmullo de alas de abeja y la ligera brisa que ocasionan, no
pueden pasar desapercibidas. No obstante, su sonido se
perdía y reaparecía, según adecuaban el
caudal de aire.

Al iniciar su andadura, los forasteros se agruparon como
por instinto, empequeñecidos, hacía lo que
serían sus viviendas.

Todo aquello lo escuchaba Calíguenes de boca de
su madre, como si de un cuento más se tratara.

—Y después nací yo,
verdad.

—Claro. Luego viniste tú.

— ¿Y de dónde vine?

Noyndia recordó en su mente, mientras el hijo,
por el suelo, revolvía todo lo habido y por haber.
Calíguenes había venido al mundo en aquella misma
casa. Fue allí donde la asistieron a ella. Las cortas
distancias hacían innecesaria cualquier precaución,
aparte de que las dos profesionales que la atendieron,
disponían de todo medio y conocimiento. Ningún
problema se presentó. Por qué habría de
presentarse.

Qué distinto ahora, en que las futuras madres,
eran abandonadas entre un sin fin de máquinas, y no era
hasta haber dado a luz cuando veían el rostro de la
comadrona.

III

El amplio cinturón verde, salva la
separación entre las zonas residenciales y el
complejo—centro. Éste ocupa todo el espacio de la
ciudad en sí. Las construcciones, muy planificadas,
conjugan la complejidad y la elegancia, y no obstante el
trajín, el silencio impera. Sólo algunas voces o la
música estridente de algún apasionado
melómano, se atreven a perturbarlo.

En el cinturón, el atraque de los transportes,
emitía a intervalos un ruido sordo que apenas penetraba el
cerramiento, los pequeños aerostahélice iban
dejando por el aire su leve zumbido, y de pronto, sin previo
aviso, comenzaron a caer unas finísimas gotas.

La lluvia semiartificial nunca era muy abundante.
Caía a intervalos casi regulares dentro del complejo, como
una neblina de aerosol que bajaba y bajaba de las nubes bajo la
cúpula.

La pesada atmósfera se aligeró y se hizo
más diáfana. El pavimento mojado brilló de
lejos, y los pequeños campos, humedecidos, intensificaron
su color verde. Pese a la neblina, el sol entraba a raudales por
todos sitios, y pintaba sobre la lluvia una sucesión de
arco iris. Grupos de libélulas volaron raudas y en
formación hacia su nido.

El ambiente frío era sólo una quimera, con
las últimas gotas, la superficie volvería a su
aburrido clima.

El niño estaba sentado en el suelo, ensimismado
con sus figuras y sus módulos geométricos. Los
ordenaba, o desordenaba, por tandas, según formas o
colores, de forma que el cúmulo de piezas ocupaba todo el
espacio entre sus piernas.

— ¡¡Calíguenes!!
—llamó la chica.

Nanda venía hacia él por el prado. Llevaba
puesto un impermeable azul, y empuñaba un paraguas sin
abrir.

Ni caso. El niño ni se enteró.
Seguía absorto en su juego, pese a que las gotas de agua
caían por su flequillo y la nariz, hasta el singular
rompecabezas.

Su hermana se le acercó.

— ¡Pero bueno!, ¿es que piensas
quedarte ahí todo el día? ¿O es que quieres
convertirte en rana?

El niño movió el brazo hacia atrás
con violencia.

— ¡Vete ya, so pesada! ¡Me iré
cuando quiera!

— ¿Ah, sí…?

Nanda entonces lo cogió por las
axilas.

Calíguenes se irguió y se revolvió
contra ella, propinándole un puntapié que le hizo
caer redonda al suelo.

Y ahora sí, el niño miró hacia
arriba.

— ¡Me cachis en la mar, vaya
ducha!

Se limpió el agua de la cara con las manos y
salió corriendo. Cuando entró en la casa, Noyndia
ni se volvió a mirarlo. Su esbelta figura se movía
de aquí para allá, atareada. Vestía de
blanco de la cabeza a los pies, con un mono sintético y
botines del mismo color. Sólo el anagrama azul resaltaba
sobre la prenda.

— ¿Qué, ya estás aquí?
A que llueve…

Calíguenes se le acercó.

— ¿Ha venido papá?

—Tú sabrás… Como no esté
secándose… —Se encogió de
hombros.

Mal podría nadie pasar desapercibido allí.
Y es que la vivienda era tan estricta que todo estaba
presente.

— ¿Y Nanda, no viene contigo?

—No sé —Se encogió de
hombros—. Me parece, que ha ido a tapar el cubo de los
desperdicios.

La madre se volvió, y lo miró a los ojos.
Al instante, el niño desvió la mirada,
pícaro.

—Me extraña mucho, pues hará por lo
menos media hora, que lo tapé yo.

IV

Ha pasado el tiempo.

La pareja de adolescentes discute ante el centro de
enseñanza. Éste se ubica justo al límite de
las grandes construcciones, y ante él no hay otra cosa
que. el campo y alguna que otra construcción desperdigada.
Sólo a lo lejos, al extremo del gran círculo,
podían verse las pequeñas residencias.

La muchachita gesticula airada y mueve la pequeña
carpeta que sostiene en una mano, mientras con el brazo libre
indica con insistencia hacia el acceso.

— ¡¡Nada, nada!! A la vuelta hablamos,
eh.

—Bueno. Tú te lo pierdes.

El chico se da la vuelta y echa a andar. Pero en el
fondo sabe que no, que la esperará e irán
juntos.

Ella tiene ahora su turno de clase, y por nada del mundo
se la perdería.

Transcurrida casi una hora, sale parsimoniosa del
pabellón, sola y ensimismada, sin sospechar que él
la está esperando.

— ¡Vaya, qué casualidad! —le
dice Calíguenes. Ella casi se asusta.

—Pero qué cara tienes, hijo.

Y sin más preámbulo se van, cogidos de la
mano, en busca de los otros.

Una vez lejos de las construcciones, corren por
rectilíneos senderos, entre almacenes, campos de cultivo y
los grupos de casitas, aglomeradas como cubos unas sobre otras. Y
luego el final, la frontera, y su refugio.

Un cúmulo alargado de fardos, negros y
herméticos, sin más señas de identidad que
un número, se encaraman junto a la pared de
plástico, como un acantilado. Éste se pierde a
derecha e izquierda siguiendo el cerramiento hasta medio
recinto.

Allí está el grupo. Esperan, sentados e
inquietos, bajo unos arbustos. Nada más llegar ellos se
ponen en marcha, y comienzan a ascender, cual alpinistas en toda
regla. Cogidos de la mano escalan uno a uno los contenedores,
como a geométricas rocas. Al rato, se les vio coronar la
estrecha meseta junto al muro transparente. Era su diaria
conquista. Aquel sí que es su refugio y de nadie
más. Exceptuando la torre central, los paneles de arriba,
y algún que otro edificio abusón, es la altura
más elevada. Aquí se sienten seguros de estar
solos, frente al medido mundo de abajo, que no deja lugar a su
imaginación sin propósito.

—Qué ganas tengo de que se
rompan.

Calíguenes, distraído, se volvió
hacia ella.

— ¿El qué?

—Estas horribles paredes.

La muchachita, de pie, pegada al muro, contemplaba el
exterior a través del plástico.

—Puedes romperlas cuando tú
quieras.

— ¡Qué gracioso!

Él se echó a reír.

En un instante, empujó la cabeza de la chica
contra la pared y salió corriendo.

— ¡Pero qué bestia que eres!
¡Como te coja te enteras!

Y salió tras él, persiguiéndolo
sobre los contenedores.

Los demás se les quedaron mirando.

— ¿Pues a mí, sabéis lo que
me gustaría…? Subir a lo más alto del techo, y
tirarme con una bici aérea.

— ¡Toma!, y a mí.

— ¿Y a dónde están las bicis?
—preguntó un tercero.

—En ningún sitio. Están
prohibidas.

—Pues yo las he visto volar. Y muchas —dijo
otro chico que estaba recostado sobre un contenedor.

—Claro, en el concurso de fin de año. Los
mayores. A nosotros no nos dejan.

— ¿Y si subiéramos en
taxi?

—Seguramente. Y luego te dejas caer con un
paracaídas. Cuando el taxista no te vea. Otra
cosa…

La muchachita llegó jadeando hasta
Calíguenes, y se dejó caer.

—Si yo tuviera un martillo muy grande, o algo muy
pesado con que golpear, hacía un agujero y me escapaba.
Aunque ya no volviese.

— ¿No te da nada decir eso?
¿Qué sería de mí y de tus
amigos?—le objetó Calíguenes.

—Bueno, tú también vendrías.
Y Paclás, y Noralda, y también Naroco… puede que
también…

Diciendo esto, Calíguenes la contemplaba
admirado, no sabía bien si por su rebeldía o su
buen corazón.

—Ya te dije antes, que puedes romperlas cuando
tú quieras. Y sin necesidad de golpearlas.

Ella se le quedó mirando interesada.

—Puede ser… No te digo que no… ¿Y
cómo?

Los dos miraron a la lejanía sobre la
ciudad.

—Pues muy fácil. Sólo tienes que
salirte por una de las puertas, y ya han desaparecido.

—Y los controles qué.

—No seas pazguata, ¿qué controles?
Eso sólo es un asusta niños. Cualquiera puede
burlarlos sin más que proponérselo.

— ¿Seguro?

—Pues claro.

—Y cómo lo sabes. ¿Es que tú
lo has hecho alguna vez? —No. Porque no he
querido.

—Bah. Menudo cuento.

Calíguenes sonrió.

—Mira —La cogió por los
hombros—. En cuanto salgas en algún vehículo,
no te será difícil bajar de él con alguna
excusa.

—Si te dejan —Se zafó de sus
manos.

—Es que la excusa puede ser importante.

—Cómo qué.

—Hacer aguas. O hacer caca.

La chica comenzó a reír.

—Qué tonto eres. Eso no es lo mismo.
Además, también puede hacerse en el
vehículo.

—No en todos… ¿Si no es eso, qué
es lo que quieres? Ella no se lo pensó
demasiado.

—No estar encerrada siempre en esta cárcel.
Poder correr al sol y al aire libre con entera libertad. Moverme
sin estos límites tan estrechos.

Casi nada —se dijo Calíguenes.

La cogió ahora por los hombros con ternura, y la
recostó contra su pecho.

Calíguenes ya no olvidó las palabras de la
amiga. Soñaba despierto, y soñó en
sueños. Fue forjando en su mente, un mundo como el que
ella quería.

Soñó con un paraíso en el viejo
mundo, y mundos allende el espacio. Se propuso vencer cualquier
dificultad, y adquirir la formación necesaria para llegar
a ellos. Su prepotencia, era el impulso que le hacía no
ver el tortuoso camino y sí la deslumbrante meta. Sin
embargo, su base de partida no podría ser otra, que el
restringido y confortable mundo de los hábitat. No era
fácil. La Asociación Libre de los Complejos, no se
había formado de la noche a la mañana.
Emergió, de la misma caduca Comunidad, que malvivía
atorada en un achacoso medio sin ser capaz de salir del
atolladero en el que estaba sumida.

Grupos puntuales se afanaron en salir por su cuenta, y
acabarían colaborando. El resultado fue, una sociedad
particular inmersa en la Comunidad, y prestigiada por todos. Su
meta, una vida mejor por una tecnología inteligente.
¿Cómo superarlo?

V

Viajar a la rueda, era algo para potentados, parejas en
luna de miel y científicos. Todo un lujo. Sin embargo, la
norma ya no era la misma. La Asociación Libre premiaba el
fin de estudios, con un viaje al pequeño mundo.
También se hacían en él, excursiones de
esparcimiento y culturales. Las visitas se escalonaban durante el
año, para dar cabida sin aglomeraciones, a la continua
demanda. Era ésta la causa, del elevado número de
chicos que pululaban por la estación todo el
tiempo.

El único puerto, en el Centro Unido, está
al máximo. Hay gran afluencia de viajeros y pocos
transbordadores.

Todos estaban a la hora prevista salvo ella, y
Calíguenes, nada más llegar, la echó en
falta. El día anterior la había visto con el grupo,
pero no pudo ni hablarle, se le escabullía, como si
estuviera molesta. Lo de ahora era aún peor.
¿Cómo podría ser? Ella que soñaba la
libertad, no aprovechaba para evadirse en un viaje tan
alucinante. ¿Tendría algo mejor que
hacer?

También pudiera pasar que no volviera a verla. De
ser así, ¿la recordaría como en el
acantilado, o como la noche anterior? Y otra cosa, cómo
era posible que no recordara su nombre.

Su amigo Paclás se le acercó.

—Muy ensombrecido te veo. ¿Te ha ocurrido
algo que yo no sepa?

Calíguenes golpeó la mesa con la
mano.

—Siéntate conmigo.

Los dos se acomodaron. Mientras tanto, los preparativos
para la salida iban concluyendo.

—No hay nada que tú no sepas. O que no
puedas saber.

Paclás apoyó un codo en la mesita, la mano
en la sien, y giró hacia él la cabeza.
Quería verlo mejor.

—Y de lo que yo no sé, qué te
entristece.

—Es una tontería —Hizo una
pausa—. No sé si te habrás dado
cuenta.

—De qué me habría de dar
cuenta.

—De que falta una compañera.

—Pues no sé… A ver… ¿Demila…?
No, esa no. ¿Patia…? Tampoco… Pues no
caigo.

—Sí hombre, la rubita del
acantilado.

—Ah, ya… ¿Y estás seguro de que
iba a venir?… Yo apenas si la conozco. La verdad que no creo
que la conozca casi nadie. ¿Tú sí?
Calíguenes se había repantingado hacia
atrás, la cabeza en el respaldo, y miraba al techo,
despatarrado y con los brazos caídos.

—Yo la conozco algo.

—Por qué ese interés entonces… Por
lo visto no es del complejo.

Por lo que parece, su familia pasa por
dificultades.

La curiosidad reanimó a
Calíguenes.

—Dificultades por qué.

—No tengo ni idea. ¿Podrían ser
económicas?

— ¿Económicas en el complejo? No
creo.

—Pues siempre ha dado esa impresión. Por
como vestía y por lo poco que se prodigaba en el alterne.
Yo, en el poco tiempo que lleva con nosotros, siempre la he visto
entrar a la hora justa y salir la primera. Como muy agobiada.
Puede que las chicas sepan algo.

—No importa. Sólo es, que no entiendo su
cambio de actitud hacia mí. Ayer procuró evadirse y
no hablar conmigo.

—Vete a saber. A lo mejor esperaba algo de ti que
tú no le has dado. Y el grupo ahora se
desperdigará.

Calíguenes, otra vez la mirada en el techo,
reflexionó un instante.

—No entiendo esa tontería… Si no sabes
qué quiere, ¿cómo se lo vas a
dar?

Paclás se enderezó en el asiento y lo
miró a la cara.

— ¡Ay Calíguenes, pero… qué
crudo que estás! —Le dio una palmada en la
frente.

El trasbordador despegó al fin y cogió
altura. Poco se diferenciaba en su salida de un transporte
normal, como no fuese por su mayor recorrido en el despegue. El
aparato comenzó a temblar con el ímpetu de sus
motores, cuyo estruendo lo acompañó hasta muy
arriba, y sólo entonces derivó a un testimonial
zumbido.

—Oye, Calíguenes, tú qué
sabes de la Rueda.

Él sonrió.

—Pues que es redonda, y sirve para rodar. —
¿Y de la que te he preguntado?

—Igual que tú, supongo. Allí hay
montañas, ríos, lagos …lo mismo que aquí,
sólo que en unas dimensiones más reducidas. Andar
por su anillo es, como andar por la Tierra. Tiene su propia
gravedad inducida, y la composición básica de su
suelo es la misma.

—Dónde está la gracia entonces.
¿En ir y venir?

Calíguenes sonrió, por no reírse,
no quería ofender a Paclás. Y dijo:

—Quienes lo han visto, dicen, que por su
construcción, todo él es una obra de arte.
Además, tiene el museo más amplio y completo que se
haya visto nunca.

Calíguenes no exageraba. Nadie sabría
decir, si las obras expuestas eran todas originales, o algunas,
sólo réplicas. Por obvias razones, quizá se
pensaba en lo segundo. Sin embargo, en ningún otro sitio
podría verse algo semejante. Mientras la duda persistiera,
no pasaba de un rumor, y nadie quedaría
defraudado.

De las tres estaciones rueda, sólo la más
próxima podía visitarse. Poseía una
población permanente, y era con mucho, la mayor. Las otras
tres, más pequeñas y lejanas, eran en exclusiva de
investigación y seguimiento.

— ¡Allí la tenemos!
—exclamó alguien.

Todo el mundo había estado pendiente junto a las
claraboyas, esperando aquel momento.

—Muy pequeña parece, no. Y está
media.

—Claro. Como le pasa a la Luna —dijo
Calíguenes.

—Pero la Luna es muy grande —objetó
Paclás.

—La Rueda tampoco es pequeña. Al igual que
la Luna, la parte no iluminada por el sol no puede verse. Ni
siquiera hay un resplandor, porque fuera no tiene
atmósfera.

Paclás lo escuchaba con envidia.

—Cómo sabes todo eso.

—Porque me interesa. Todo lo que se relacione con
la navegación, me apasiona.

—Pues yo no. De lo que sean libros y esfuerzo
mental, huyo como de la peste.

—Yo tampoco hago un gran esfuerzo. Esas cosas se
me van quedando. Lo que a ti te pasa es, que prefieres la
acción a la reflexión. Eso tiene sus
inconvenientes.

—Por ejemplo…

—Alguien puede conducirte por donde tú no
deseas.

—Eso será si se atreve.

—Lo malo es, que a ese alguien ni siquiera lo
conozcas.

—A lo mejor. Pero siempre habrá un alma
caritativa como tú, que esté al tanto. Qué
iba a ser de mí si no…

—Pues eso mismo.

La Rueda era inmensa ahora, y giraba majestuosa, exacta
como un reloj. El transbordador se fue aproximando a su
vacío espacio central, y comenzó a describir una
amplia voluta que lo alejó del centro hasta sobrevolar la
cubierta del anillo.

La verdad, que desde allí no podía
vérsele en su conjunto pues sólo podían
abarcar lo que había debajo. Poca cosa era, en
comparación con lo que verían sobre sus cabezas. La
franja de terreno se prolongaba sin ningún horizonte, en
dos arcos, hacia adelante y hacia atrás, hasta confluir
muy lejos sobre sus cabezas.

Que fácil sería comunicarse en aquel
mundo, pensó Calíguenes. Bastaría con un
simple telescopio, o unas señales luminosas; y es que
cualquier punto de la superficie quedaba era visible desde el
resto.

El vehículo atracó al fondo de un alto
cilindro, que subía hasta traspasar la cubierta
transparente. A su fondo estaban, el terminal de acceso y las
exclusas. Estas bocas de intercambio, como grandes chimeneas,
salpicaban el cielo de la estación, asegurando al
pequeño mundo un transporte protegido y limpio.

Anduvieron por cualquier lugar; hicieron práctica
de algún deporte nuevo y hubo espectáculos de todo
tipo. Y sobre todo el museo. Fantásticos pabellones con
las obras más diversas. Desde miniaturas a colosales
estatuas. Máquinas antiguas y modernas.
Curiosidades.

— ¿Tú sabes qué es lo
mejor?

—Para tu gusto…

—Para mí, lo mejor es que no tenemos
obligaciones. Puedes hacer lo que te venga en gana. Y todo
pagado.

—Por supuesto. Si no, difícilmente
podríamos estar aquí.

Al principio, el grupo se mantenía unido. Una vez
que se habituaron con el lugar, aquel atajo de advenedizos se
desmembró. Cada cual se hizo de su propia
compañía y su itinerario.

Los dos amigos salieron de la ciudad, o mejor decir, que
se apartaron entre urbanizaciones, pues en realidad todo el
anillo aparecía sembrado de ellas. Se sentaron al borde de
un camino, cara a las montañas, y se les fue la mirada por
aquella perspectiva corva, que parecía fuera a derrumbarse
con el sesgo que cogía.

—Mira, Paclás, esas montañas.
Dónde has visto algo como eso.

—Claro, porque no son naturales.

—No eran… naturales. Ahora están tan
meteorizadas y vivas como las de la Tierra, o quizá
más.

—No compares, hombre, que salimos de un
encerramiento para metemos en otro.

—A esta inmensidad la llamas tú
encerramiento… La Tierra entonces, será otro
encerramiento…

—Pero qué hablas… La Tierra no tiene
paredes. Allí estás libre.

—Podría ser…, si no la
conociésemos ya como la conocemos. Si no nos
trasladásemos por ella con tanta facilidad y en tan poco
tiempo. Entonces sí. ¿Dónde queda ya la
aventura?

—No te entiendo.

—Puede que otras veces no tuviera límite,
pero sí ahora. En la actualidad, la Tierra es tan limitada
como este pequeño mundo en el que estamos. Creemos que el
horizonte continúa sin fin, porque no vemos más
allá. Pero basta partir hacia adelante, para volver bien
pronto al punto de partida.

VI

En el territorio de las minas, la mayor parte de los
empleados procede de la Comunidad. Los puestos que requieren de
más preparación sin embargo, están cubiertos
por el propio complejo.

Para eso las minas le pertenecen.

Las ahusadas máquinas, como serpientes, excavan
agujeros, uno tras otro, y van escupiendo arriba el mineral, que
comen bajo la tierra, como lombrices. Nadie las pilota. Un grueso
de cables sale de su parte posterior, hasta los generadores de
superficie y el módulo de mando.

Muy cerca está la refinería.

Un muchacho se había situado junto a una
máquina en la rampa de acceso. Calíguenes, desde su
puesto de controlador de aquella parte, asomó la cabeza
por la ventana y le gritó:

— ¡Eh, muchacho! ¡Sal de ahí!
¡Esa máquina puede caerte encima!

El otro lo miró con cara de pocos
amigos.

— ¡Vaya con el estudiante sarnoso!
¡¿Tú me vas a dar órdenes a
mí?!

— ¡No te estoy dando órdenes!
¡Sólo estoy aconsejándote por tu bien que te
quites!

El minero subió a una cinta transportadora, y se
desplazó con ella hasta quedar frente a los controles.
Saltó a tierra y le dijo:

— ¡No necesito los consejos de un
niñato como tú!

Aquello a Calíguenes no le sentó nada
bien, pero no dijo nada. El otro volvió a
gritarle:

— ¡Los señoritingos como tú,
sólo me dan asco!

— ¡¿Entonces, por qué no
estás lejos de aquí?! ¡Donde no puedas
olerlos!

Las palabras de Calíguenes irritaron al minero,
que subió a la plataforma y se acercó a las
ventanas.

— ¡Sal de ahí, o rompo el
cristal!

Él salió, pese al temblor de piernas que
se le había cogido.

—Bueno, a ver… Qué es lo que quieres
—le dijo.

El otro sacó un estilete de su
zamarra.

—Pídeme perdón, o te dejo como un
colador. Calíguenes palideció.

—No te pongas nervioso amigo, que no es para
tanto. Nada tienes que perdonarme.

Y fue a tocar el hombro del muchacho.

Éste, sin más, descargó su brazo
contra el de él, y le clavó el estilete a la altura
del codo.

Quizá por el dolor, o por lo que lo que aquello
le significaba, Calíguenes no se
amilanó.

— ¡Tú lo has querido! —le
dijo.

No tuvo ya reparos, y soltó al sujeto una fuerte
patada en el estómago. El chico dejó caer el
estilete y se dobló hacia adelante con las manos en el
abdomen.

— ¡Te voy a matar, maldita sea!

—Eso será si puedes —dijo
Calíguenes.

Y dicho esto, le soltó un puñetazo en
plena boca, que cayó paga atrás desde lo alto hasta
la cinta transportadora. También Calíguenes
saltó, y tuvo tiempo apenas de sacarlo de allí,
antes de que la máquina se lo tragara.

En el suelo permanecería, en tanto él
regresaba al puesto control, y nada más entrar, el
desarmado se incorporó para salir con premura de la
galería.

— ¿Calíguenes, estás bien?
—Era la chica que trabajaba con él. Presenció
todo el incidente, y ya tenía sobre la mesa un
botiquín.

—No es nada —dijo él.

—A ver que te vea… ¿Qué no es
nada…? Pues hijo, la herida traspasa, y bien.

La muchacha se la estuvo curando y se la
vendó.

— Irás a dar parte, claro.

—Para qué. Tampoco es mucho. Mejor dejarlo
como está.

— ¿Y si vuelve?

—No creo. Estos bravucones, en el fondo son unos
cobardes. Sólo actúan cuando creen que van a
ganar.

—Yo no estaría tan segura.

Los vigilantes también los mandaba la Comunidad.
Poco le iban a resolver, si eran de la misma
calaña.

Calíguenes salió para comer, mientras su
compañera quedó al cuidado de los controles. No
transcurrió mucho cuando el minero apareció y fue
hasta las ventanas. Todavía le sangraba la boca y se le
había hinchado. La chica se puso blanca como la pared nada
más verlo. El joven le señalaba la puerta para que
abriese, haciéndole a la vez gestos obscenos. Ella
comenzó a temblar, y apenas si acertó a meter la
mano en la cazadora y pulsar el intercomunicador. Así lo
había convenido con Calíguenes, que acudiría
al momento. Confiaba que eso ocurriera antes de que el desalmado
pudiese entrar. Le siguió la corriente mientras pudo,
hasta que el muchacho golpeó el cristal y lo
rompió. Justo en ese momento, Calíguenes que
asomaba por la puerta de los comedores.

— ¡¡Eh, malnacido, fuera de
ahí!! —gritó con fuerza sobre el ruido de las
máquinas.

El minero, sorprendido, se volvió, y de un salto
se dejó caer al suelo de la galería, desapareciendo
apresurado por la entrada de la nave.

Calíguenes llegó hasta la sala, todo
nervios. Ella lo abrazó.

—Qué mal que me he sentido.

—Pero no ha llegado a entrar, no.

—Si llega a hacerlo, me hunde para toda la
vida.

—No creo que se atreviera a tanto. La muchacha se
desprendió de él.

—Y tú qué sabes.

Al final, el minero resultó ser un pobre
resentido. Era analfabeto y no podía soportarlo. Seguro
que ni tuvo la oportunidad de dejar de serlo. Por eso,
arremetía contra aquellos privilegiados, según
él, que gozaban de formación.

Calíguenes, al cabo, llegaría a ganarse su
amistad. En poco tiempo logró que aprendiera a leer y
escribir, y el joven cambió de una manera rotunda. Si
acaso se cruzaba con él, lo elogiaba con mil
zalamerías, a falta sólo de besarle las
manos.

—Yo siempre he querido ser piloto —le
confesaba—. Pero tú me dirás… El que no
sabe es lo mismo que el que no ve.

—Aún no desesperes, hombre, nunca es tarde.
Y ya lo sabes, lo que esté en mi mano…

VII

Cuando Calíguenes entró en el
salón, con quien menos esperaba encontrarse era con
Paclás. A esa hora no debería de estar allí.
Estaba solo, de espaldas a la entrada, sentado junto a una
mesa.

Nada más verlo, Calíguenes se fue hacia
él.

— ¡Amigo Paclás! ¡Dichosos los
ojos…!

El otro se volvió. Sujetaba con las manos una
fina barra de pan, que mordía con fruición por el
extremo. Más que comer parecía que estuviese
tocando la flauta.

— ¿Cómo tú por aquí?
—dijo con la boca llena.

Calíguenes se sentó a su lado.
Paclás reposaba en una butaca mientras comía el
largo bocadillo. Todavía llevaba puesto el uniforme, y se
le notaba que aún ni se había lavado.

—Hace mucho que no me quedo de noche, prefiero
irme a casa.

Por la cristalera, se veían a lo lejos los
cúmulos de mineral de color rojo. También
había algunos color arena, y más allá eran
blancos. Un descomunal transporte, llevaba sobre él una
máquina lombriz. El enorme conjunto, tapó por un
momento el sol del horizonte, y abrió al pasar, un abanico
de rayos rojos por los entrehierros de su estructura. Muchos
hombres, protegidos de pies a cabeza, se afanaban aún con
pequeñas máquinas pala, en abrir paso a las
grúas que cargarían el material.

El bar estaba en bote. Unas muchachas, vestidas de
fiesta, e impecables, estaban sentadas en un banco adosado a la
pared.

Departían con animación, muertas de risa
con las ocurrencias de una de ellas, que no paraba de
gesticular.

— ¿Y qué tal tus
proyectos?

Calíguenes que miraba a las chicas, ni se
volvió para contestarle.

—A cuáles te refieres.

—A las chicas no, eso por descontado. Ya sé
tu opinión al respecto.

Calíguenes sonrió.

—Me parece… que tú sabes más de la
cuenta…

—Hombre yo…

Quedó atorado por momentos, y dejó de
masticar.

—Y a qué proyectos te refieres.

—A los de siempre. Los que siempre me
dices.

—Mis proyectos están aparcados.

— ¿Y eso?

— ¿De dónde saco el
tiempo?

Paclás había empezado su segundo bocadillo
y no parecía que se fuera a contentar con eso.

—Como siempre te vas a casa, suponía que
allí…

Si Calíguenes no lo hubiera conocido, se
diría que Paclás trataba de tomarle el
pelo.

—Todo llegará
—contestó.

—Pues ya lo sabes, puedes contar conmigo. Aunque
yo no sea muy intelectual, me interesa mucho… ¿Oye…?
¿Pero qué te ha pasado?

Calíguenes elevó el brazo
apenas.

—Nada. Un accidente.

El amigo meneó la cabeza mientras le palpaba el
vendaje.

— ¿Fortuito o provocado?

— ¿Qué quieres decir con
eso?

Paclás pensó por momentos lo que iba a
decirle.

—Que si ha sido por culpa de alguien.

—No, de nadie. Un golpe.

—No habrá sido tu compañera, eh
—Le empujó por el hombro.

—Puede.

—Pues no eres tú nadie.

Y se aplicó mordiendo el bocadillo. Luego
dijo:

—Cuando descubras algo que valga la pena, porque
estoy seguro de que lo harás, no te perdonaría que
no me lo comunicases. Calíguenes palmeó su
hombro.

—Quédate tranquilo, muchacho, y no me
supravalores. Hasta que no vuelva al complejo definitivamente, no
tendrás ese problema. Va para largo.

— ¿Y eso?

—Pues que hasta entonces, no me ocuparé en
otra cosa que no sea este trabajo.

—Eso no te lo crees ni tú.

—La verdad, que mi sueño siempre lo tengo
presente.

—La nave ultraveloz…

—No sólo es eso. Ese es el medio. Mi
verdadero sueño sería, el descubrimiento de un
nuevo mundo.

— ¿Y no te basta con
éste?

—Éste tiene ya demasiados
achaques.

Calíguenes quedó mirando al exterior tras
los cristales, la vista perdida, y a los pocos minutos
dejó al amigo y abandonó el local.

Las luces parpadeaban al azar sobre la mesa,
recorriéndola, hasta que sólo una quedó
palpitando. La máquina confirmaba al descubridor
definitivamente.

—Bueno, chico, te ha tocado —dijo
alguien.

Paclás era el dueño del misterio. No se
dilató para reclamarlo.

—Bien, según el misterio, habrás de
cederme a tu chica toda la noche —dijo al
desafortunado.

Éste quedó sorprendido. No esperó
más explicaciones, agachó la cabeza y negó
con rotundidad.

—Ni hablar. De eso nada. Por mucho misterio que
sea. Además, va contra las reglas.

Paclás se encogió de hombros.

— ¿Las reglas? Puedes comprobarlo si
quieres, nada dice al respecto.

Ante aquello, el chico se echó por
tierra.

—Bueno… Pregúntale a ella. Si
quiere…

Ni corto ni perezoso Paclás la
llamó.

La chica, que alternaba en otro grupo, hizo un
mohín de fastidio, habló algo entre dientes y se
acercó con los brazos en jarras. Paclás le
dijo:

—Según el juego, tienes que olvidarte de tu
chico por esta noche y estar conmigo.

Ella quedó parada un momento, que no daba
crédito a sus oídos.

—Mira tú oye. ¿Y para eso me has
llamado? ¿Qué tengo yo que ver con vuestro
juego?

Paclás dudó. Pero luego dijo:

—Si tú eres de él, y él y
todo lo vuestro es de ambos, también tú tienes que
responder por él.

Noralda no lo veía muy claro.
Titubeó:

—De todas formas, él habría de
contar conmigo, o no… ¿Y entonces… según dices,
yo tendré que irme contigo con todas las
consecuencias?

Mujer, tampoco es eso. No seas mal pensada. Pero
por otra parte, yo tampoco estoy tan mal.

Se puso de perfil y se atusó el pelo.

—Bueno, si no hay otra
solución…

Noralda se fue hacia él y lo besó en la
mejilla.

Al ver aquello, su chico no pudo sustraerse. La
agarró y tiró de ella. Acto seguido dio un guantazo
a Paclás.

Éste se quedó estupefacto. Al momento
levantó el puño amenazante.

— ¡Desgraciado…!

— ¡Desgraciado tú! —le
devolvió el otro. Noralda se zafó de
él.

— ¡Claro que sí lo eres!

Y fue a refugiarse con los demás.

El chico se marchó. Ya no volvería aquella
noche.

Ni que decir tiene que el juego se llevó a cabo.
Noralda así lo quiso.

A la mañana siguiente, la muchacha
apareció dormida en un sofá junto a la sala de
juegos. Había acabado borracha, y por más que
hicieron sus amigos, no lograron que se moviese de
allí.

A partir de entonces, Noralda y Paclás entablaron
una sólida relación, que llegó a incluir un
corto romance.

Al final, él terminó agobiado, y ella hubo
de volver de nuevo con el grupo de muchachas, pues Paclás
acabó desentendiéndose.

VIII

Por fin se decidió. A lo mejor, en aquel humilde
establecimiento, cuyo rótulo sólo expresaba:
LIBROS, encontraba lo que iba buscando.

Franqueó la entrada, y estuvo de lleno en un
amplio local, con más libros que una biblioteca. No
transcurrió mucho, cuando apareció una mujer,
acartonada y flaca, con el pelo desgreñado, y cuyo
principal atractivo eran sus ojos. Calíguenes quedó
perplejo. No por lo que la mujer hacía o decía,
sino por aquellos ojos agraciados, que parecían estar
ausentes, como si no estuviesen atentos a su discurso. Luego lo
miraron con una calidez, que más parecieron los de una
madre.

— ¿Y dice usted, que necesita un libro
sobre navegación antigua? ¿Y cómo se
llama… o de qué fecha?

—No, si no busco ninguno en concreto, sino
más bien, algo que trate sobre la forma de
impulsión de las primeras astronaves.

—Ah, bueno.

La bibliófila comenzó a cojear ligeramente
en dirección a los estantes, y lo llamó atrayendo
con la mano.

—Venga aquí.

Calíguenes se acercó.

—Mire, todo esto, hasta esa esquina, trata de casi
todas las astronaves que han llegado a construirse.

— ¡Ahí va!

—Estos estantes de aquí…

La mujer señaló dos largas filas de
libros, de los más variados formatos y en los más
diversos estados de conservación, desde nuevos flamantes a
los que tenían cada hoja por su sitio.

—…son los libros que hablan de
navegación. Estos, técnicas y datos en la
fabricación. Aquellos de allí…

—No, no. No se moleste. Con los primeros me es
bastante.

Calíguenes se enfrascó en la
estantería, a la búsqueda de proyectos de
ultraveloces. Debería de intentar medio leerlos por
encima, antes de adquirir alguno. Trasladó varios hasta un
banco y comenzó a hojearlos.

La anticuaria se sentó a una mesa, que
presidía la estancia, se puso unas lentes, y
comenzó a hojear un libro. De cuando en cuando, alzaba la
vista en dirección a Calíguenes, como una profesora
vigilando a sus alumnos.

— ¡Perdone, joven! ¿Dónde
estudia usted?

Calíguenes miró a la mujer, sorprendido.
¿Se ocuparía siempre en hablar con sus
clientes?

—No estudio en ningún sitio, ya
terminé.

—O sea, que esto lo haces por tu
cuenta.

—Sí, estos temas me interesan.

—No es frecuente. Esas materias rara vez las
consulta nadie. Vaya. Ni que él fuera un bicho
raro.

—Me viene de familia. Mi padre es
navegante.

— ¿Pero… del espacio? —La mujer
arrugó la frente.

—Sí. Desde hace mucho tiempo.

—A lo mejor lo conozco.

¿Y de qué podría conocer a su padre
aquella mujer? Cómo no fuera de antes del complejo, cuando
él ni existía aún… La anciana
insistió:

—Yo he trabajado, hasta hace poco, en
Investigaciones del Espacio.

Calíguenes pensó, que aquello no era
más que un cuento que la mujer se inventaba. Cómo
él no la había visto nunca. Con la de veces que
había estado con su padre en las
instalaciones…

— ¿Aquí? ¿En el complejo?
—le preguntó.

—No, aquí no. En el primer complejo que se
estableció. Queda muy lejos.

—Por eso…

La bibliófila estuvo callada unos instantes.
Luego dijo:

— ¿Y cuál es el nombre de tu padre?
Si no es indiscreción.

Por lo visto, la anciana no pararía hasta hacerle
la ficha completa.

—Aldés Zarela. Aldés Zarela
Wintes.

— ¡Vaya por Dios! —La mujer
alegró su cara, y dejó caer sus brazos sobre la
mesa

— De modo, que eres hijo del mayor
Zarela…

— ¿Cómo ha dicho? El
mayor…

—Claro es el titulo honorífico. Aunque ya
no se utilice mucho. Se le suele dar a los superiores o a
máximas autoridades.

—Pues no lo sabía. Él nunca
comentó tal cosa.

—A lo mejor no te has fijado. Yo lo conocí
en el primer complejo. Entonces era muy joven, y muy apuesto.
Después se marchó. Yo llevo aquí sólo
tres semanas.

— ¿Sólo eso…? Cómo ha
podido reunir tanto libro en ese tiempo.

La mujer rió de buena gana.

—No son míos, los míos sólo
son una parte mínima. Mucho gusto en conocerte,
muchacho.

—Lo mismo digo, señora.

La mujer continuó con su lectura, y él
siguió también, reemprendiendo de nuevo su tarea,
que la anciana había cortado en seco.

Era ya muy tarde. Calíguenes se despidió
de la mujer y salió del establecimiento, cargado con tres
gruesos libros.

IX

La comida finalizaba. Alimentos aparte, no se cruzaron
en la mesa más de cuatro palabras, pues no eran
más, sino cuatro, los que comían. Cada cual en lo
suyo, casi daban la impresión de ser unos
invitados.

— ¡Papá! —gritó
Calíguenes de pronto.

El padre, que andaba perdido en sus pensamientos, no
descuidaba no obstante, su tarea sobre la mesa. Bajó de
las alturas y miró al muchacho. Éste le
dijo:

— ¿A que no sabes, por qué algunos
vehículos ovni son tan veloces, y tan rápidos de
maniobra?

El padre terminó de tragar lo que tenía en
la boca, y se limpió con la servilleta.

—Tú sabrás. Lo que sí te
puedo decir es, que deben de ser muy incómodos.

Calíguenes se extrañó.

— ¿Por qué dices eso?

—Si maniobran rápido, y van rápidos,
no habrá nadie capaz de soportar las sacudidas. A no ser
que vayan vacíos, o que los viajeros no sean de carne y
hueso.

—Pues no había reparado en tal cosa. Pero
lo que quería decir es lo que he dicho.

El padre acumuló las sobras con los cubiertos
sobre el plato, y dobló la servilleta.

—Lo mismo da. Nunca vamos a pisar ninguno…
¿Qué me decías?

—Pero si acabo de decírtelo. Seguro que no
sabes, que se mueven por electromagnetismo.

Aldés ni se sorprendió.

—Ni tú. Quién te lo ha
dicho.

—Es mi teoría.

Llegado a aquel punto, Noyndia se levantó de la
mesa, con el propósito de no volver, salvo que los dos
acabaran por dormirse, uno de ellos se fuera, o si ambos
terminaban en el sofá, cada cual por su lado, rojos por el
berrinche.

Nanda fue más estoica. Soportaría
resignada hasta acabar de comer.

— ¿Sabes lo que quiero decir?
—insistió Calíguenes.

—Claro. Energía electromagnética.
Electricidad y magnetismo, lo uno va con lo otro.

—Justamente. Pero no me refiero a electricidad y
magnetismo así como así.

—Entonces… Cómo no te
aclares…—Torció la boca el progenitor.

Se había repantigado en su asiento, con
indiferencia, las manos entrelazadas sobre el vientre.

—Te estoy hablando más bien de
ondas.

Aldés enarcó las cejas, abriendo mucho los
ojos.

— ¿Quieres decir, que se mueven por ondas?
—Calíguenes movió la cabeza
afirmativamente—. ¿Y cómo has llegado a esa
conclusión?

—Después de estudiarlo detenidamente,
así lo creo.

— ¿Y porque tú lo creas tiene que
ser así?

Calíguenes entonces, se perdió en un
laberinto de teorías ondulatorias y de interacción
de campos, que lograron despertar el interés del padre,
que no su comprensión, pues lo más que
entendía era, que su hijo estaba al tanto de lo que
hablaba.

La tarde se eternizó entre los dos hombres que
hablaban y hablaban, mientras que las mujeres, en el otro
ambiente, se creían a salvo de la disertación por
la fina mampara. Sólo se las veía moverse al
trasluz, salvo los pies, que se advertían tal cual, de un
lado a otro, por la parte de abajo.

—… Y después de todo este embrollo,
qué. O es que pretendes calentarme la cabeza, más
que la tienes tú ya.

Calíguenes meditó un momento.

—Yo había pensado, en la posibilidad de
confirmar mis conclusiones.

Zarela se llevó la mano a la frente.

—Tú estás loco… ¿Sabes lo
que acabas de decir? Te imaginas siquiera… cuántos
cálculos previos, cuántas pruebas, cuánto
personal especializado, han de conjugarse, para llevar a cabo el
más liviano experimento. O es que tú te sientes
capaz de esa tarea.

—No papá, no. No se trata de eso. Lo que te
estoy sugiriendo es, que seas tú, desde tu estatus en el
complejo, quien lo procure.

— ¿Yo? ¿Y cómo podría
hacerlo? Si tienes paciencia, puede que tú mismo, con tu
esfuerzo, llegues a conseguir eso y más.

—Pero yo no aspiro a tanto. Lo mío es
conducir vehículos, no construirlos.

— ¿Entonces?

—Mis aspiraciones van por otro camino. Tú
sin embargo, posees la autoridad suficiente para que otros hagan
lo que les pides.

—Ni hablar. Quién me haría caso. Yo
sólo represento cierta autoridad. En esencia soy un
navegante.

Calíguenes pensó, que el mayor
inconveniente que el "mayor" no podía superar, era su amor
propio, y su semblante se oscureció.

A Zarela no le pasó inadvertido. Se le
quedó mirando, y al cabo, reconsideró.

—Y cómo quieres que lo haga. Tú
sabes que no podría responder ni a la primera
cuestión que me planteasen. Y tampoco puedo soltar un
discurso porque no soy orador.

Calíguenes, dolido, le
respondió:

—No tendrías que hacer tanto.

—Pues tú me dirás.

—Me bastaría con que hablaras con el
profesor.

—De qué profesor estás
hablando.

—Del que tú sabes que te va a escuchar. El
jefe de estudios espaciales.

El padre golpeteó con la mano el brazo de
Calíguenes.

—No te compliques, chiquillo, que no hace falta.
Allí ya se trabaja en eso y más.

—No lo niego. Ni tampoco, que anden perdidos en un
sin fin de proyectos, que se eternizan año tras año
—Hubo una pausa—. Aún te pido menos,
sólo tendrías que hacerme un favor… darle esto.
—Calíguenes puso su mano sobre una carpeta que
estaba encima del sofá. Su padre se removió en el
asiento y la cogió.

—Claro. Y se la llevo como un presente,
no.

—No. Es más fácil todavía.
Bastará con que la dejes entre sus apuntes, o en cualquier
otro sitio del estudio. Seguro que está tan atestado que
no sabrá ni por donde le ha venido.

El padre entornó los ojos, y lo miró
insolente.

— ¿Si sabes todo eso, por qué no lo
haces tú mismo?

—Yo no podría, no estoy autorizado. Seguro
que ni me permiten acceder al edificio.

—Eso sí, ves tú, eso sí. En
cambio yo… —se burló Aldés.

X

Un año después.

— ¡Diga!

—Seguro que todavía estás
durmiendo.

—Hola Paclás. Qué hay… Pues
sí, has acertado, aún estoy en la cama. De ti no
podría decir lo mismo. Por lo que oigo.

—Pon el manos libres.

— ¿Tantas cosas vas a decirme?

—Y son importantes.

Calíguenes se sentó en la cama, y se puso
cómodo. Conectó el aparato y
habló.

— ¿Todavía sigues en el territorio?
¿Es que no vienes nunca o qué?

—O qué… Yo no sirvo para estar
ahí, me aburro.

Paclás lo llamaba desde la cabina de su
máquina. Atenuaba los ruidos del motor cubriendo el
micrófono con un pañuelo enrollado al
aparato.

—Pero esto es más sano.

—Qué más da. Si no te mata la bala
te mata el proyectil.

Paclás ahora paró la máquina, y
abrió una revista sobre los mandos.

—Escucha: "Se prueba con éxito, un sistema
de impulsión a base de ondas". Qué me
dices.

—Que no me tomes el pelo.

—Yo no te tomo nada. En todo caso te lo
tomará la publicación.

— ¿En serio…? ¿Y de cuál se
trata?

—Pues nada menos que de ESPACIO.

—Y cómo es que yo no he leído tal
cosa.

—Porque es la última. Traída
directamente del Costa I. Al Costa II todavía no
habrá llegado.

Calíguenes se irguió aún más
sobre la cama.

—Bendito seas Paclás. Acabas de darme la
mejor noticia de toda mi vida.

El amigo siguió leyendo.

—"Aunque ya existen ensayos sobre este sistema,
nunca llegarían a ningún resultado práctico.
Ha sido ahora, el doctor Marlox, responsable de los estudios que
se llevan a cabo en el Costa Interior II, quien ha confirmado su
viabilidad…". ¿Qué te parece?

— ¡Fantástico, amigo!

Calíguenes, que no cabía en sí,
apremió a Paclás:

—Sigue, sigue. ¿No dice nada
más?

—"…Los resultados obtenidos por un
vehículo sin tripulación, son fabulosos. La
velocidad final alcanzada, aunque no se expresa en concreto, es
cifrada en términos luz. Marlox no explica tampoco,
qué nuevos descubrimientos han completado la
teoría. Se pondrá en marcha un proyecto, que la
sociedad Libre de los Complejos ha acogido con entusiasmo. La
colaboración mutua será decisiva, para el
desarrollo de un transporte interestelar". Y eso es todo…
¿Calíguenes estás ahí…?
¿Qué te pasa?

—Espera un poco, hombre. No puedo
hablar.

—Pero… si estás llorando.

—Es lo que tú querías,
no.

Calíguenes tardó en
contestarle.

—Es más que eso.

— ¿Tú conoces al doctor
Marlox?

—No mucho. Pero ha respondido.

—Que me maten si lo entiendo —Hizo una
pausa—. Y cambiando de tema… ¿qué tal
aquella chica del acantilado?

— ¿A qué chica te
refieres?

—A la rubita. Aquella tan
problemática…

—De lo que dices hace ya mucho tiempo.
Éramos unos críos entonces. No he vuelto a verla
desde el día antes de la Rueda.

—Ya… Pues yo sí que la he visto. Y ya no
es una rubita, sino toda una rubiaza.

— ¿Cómo es que yo no me he vuelto a
topar con ella? ¿No está en el complejo?

—No exactamente. Me la encontré en uno de
los transbordadores de la línea de los hábitats. De
tripulante.

Calíguenes se encogió de
hombros.

—No me extraña, siempre soñaba con
escapar como un pájaro. —Pues entonces, lo mismo que
yo… ¿Tú llegaste a amarla?

—No digas tonterías. De esa manera es
difícil amar, todo es como un juego. O casi.

—Pues yo me he prendado de ella. Y como pueda la
consigo. Hubo una pausa.

—Qué tengo yo que ver con eso.

—Hombre tú eres mi amigo. Quería
asegurarme.

—Por mí puedes estar tranquilo, los dos
sois muy libres.

—Pero qué extraño que eres. A veces,
parece que no estás en la tierra.

El motor de la máquina volvió a escucharse
y su ruido llegó hasta Calíguenes.

—Bueno Paclás, gracias. Y que no te pase
nada.

—Lo mismo te digo.

XI

Calíguenes estaba en el pequeño
jardín, echado sobre una hamaca. A su lado había
una mesita, y sobre ella, un libro, unas gafas y un
pequeño ordenador. La casa se aislaba de las demás,
por un sucinto seto que la rodeaba. Sólo el espacio frente
a ella, le proporcionaba el desahogo que su interior no
permitía. El ordenador tenía la apariencia de un
pequeño bloc entreabierto, y en su tapa pantalla
aparecía un diseño tridimensional
inconcluso.

El joven paseaba la vista por la
bóveda del hábitat. Se preguntaba, aturdido,
cómo habrían levantado una estructura tan alta y
tan extensa. Tomando referencia en los edificios, según
sus cálculos, la altura de la semiesfera, habría de
rebasar los dos kilómetros. Ello equivaldría a seis
kilómetros de diámetro en la base como
mínimo, pues el encerramiento, unas tres veces más
ancho que alto, era en realidad achatado.

¿La construirían
quizá, soplando el plástico como una pompa de
jabón? Demasiado laborioso e inconcreto. Grúas de
dos kilómetros no creía que existieran. Y con una
estructura de andamios peor todavía.

Sus ojos descubrieron entonces, al hilo del
sol, una finísima cicatriz dorada que se alargaba por el
plástico. Aguzó la vista, y fue percibiendo
multitud de hilos en otras direcciones, que parecían
distribuirse por toda la burbuja. Por lo que él
advirtió, formaban una retícula, como las
confluencias de bloques geométricos, semejantes a los que
componen un balón de fútbol.

¿Cómo no se habría fijado antes?
Aquellos hilos eran tan imperceptibles como un cabello en un alto
techo. Y había tanta distancia entre estas juntas, que en
la parte de abajo, no era posible ver dos a la vez.

¡Habían construido la protección
desde el aire!

Debieron ir bajando los módulos hasta encajarlos.
¿Qué vehículos aéreos serían
capaces de una cosa así, y con tanta precisión?
Él jamás los había visto. Y mira que en el
territorio de las minas había máquinas
exageradas… Seguro que las abandonarían cuando no las
precisaron.

Soñó entonces, con tripular una astronave
que a la vez fuera un hábitat. Todo un ecosistema volante.
Un pequeño mundo en movimiento, donde el sol, de que no
pudieran disponer, viajase envasado como una conserva, y donde
los ciclos vitales se desenvolviesen, sin el aporte
periódico del exterior. Llegar a las estrellas así,
sólo sería cuestión de tiempo.

Él ya se había fijado su propio rumbo. Su
opción requería todo el tiempo, y la
investigación tampoco era su fuerte. Sin embargo,
tenía una concepción clara de los medios, y unas
ideas lúcidas. Por más que otros opinasen distinto
a él, aunque fuera más acertado, eran sus
proyectos. Los mejores por tanto. Todo no era nada, si él
no daba su aprobación. ¿Acaso no era él,
como cualquiera, quien constataba el Universo, y quien lo
validaba bajo su punto de vista?

Para no entrarse en camisa de once varas, se
limitaría, en ejercicio de su libertad, a esbozar sus
proyectos. Eso sí, sin demostrar nada. Como otras veces,
pensaba dirigirse, a la publicación de prestigio en la que
había colaborado. Quizá tuviese que esperar, pero
al cabo, sus reflexiones verían la luz.

—Chico, parece que estés inmerso en una
experiencia mística.

Calíguenes se sobresaltó y miró
para atrás. Noyndia se le acercó,

y lo abrazó por el cuello, pegando su cara a la
del hijo.

—Qué mamá… Es muy tarde, no
—La cogió por las manos.

—No, no es tarde. Contigo el tiempo no
importa.

—Vaya… Gracias.

— ¿Y qué? ¿Has pensado ya lo
que vas a hacer?

Calíguenes titubeó.

— ¿Hacer, de qué?

—Te viniste del territorio, porque querías
trabajar aquí.

—Bueno, tampoco hay que precipitarse.

—No, si a mí no me importa. Eres piloto, y
de los buenos.

También te gustan los estudios.

—Es lo que hago. Estudio y hago planes, por mi
cuenta, que también cuenta.

Noyndia rió.

—Lo que yo quisiera es, que no estés tan
aislado en casa, eso no es bueno.

—Sí. Pero no quiero, que si me aceptan para
un transporte, el que sea, todos piensen que papá me ha
echado un cable.

—No digas eso, suena muy mal.

—Pero es la verdad. Prefiero no precipitarme. De
todas formas estoy ocupado.

—Como tú quieras.

Calíguenes cerró el ordenador. Se puso las
gafas y miró hacia arriba.

—Todavía es temprano… ¿Y Nanda,
qué te cuenta?

— ¿A mí…? Bien poco me
dice.

—Claro, nunca está contigo.

El trabajo le absorbe. El diseño y la moda
tienen eso, lo mismo está aquí que en el
último complejo.

Noyndia calló, mientras contemplaba a lo lejos a
un grupo de muchachas que jugaban al baloncesto. Ahora
volvió rápida la mirada.

—Después no te vayas. Tienes que cenar con
nosotros, eh.

—De acuerdo, mamá.

Abrió de nuevo el ordenador y comenzó a
escribir. El sol se había ocultado, cuando cerró el
estuche. Alzó la mesita con el contenido, y la
llevó hasta la vivienda. Las luces de la calle ya estaban
encendidas y aminoraban los transportes. Voces de chicos por el
camino, se confundieron con la trepidante música del
parque de deportes.

XII

El pequeño aerostahélice bajó en
vertical y se posó ante el Centro de Estudios. Un ancho
prado se extendía pegado al edificio, y pese a la hora,
sobre él se alineaban ya muchos otros
vehículos.

—Buenos días, señor.

Aldés Zarela pasó ante el vigilante.
Subió las escaleras y anduvo un largo pasillo. A su final
llamó a una puerta. Esta se abrió.

—Pase, señor, el profesor le
espera.

El doctor Marlox, sentado a una mesa, escribía y
hacía números, agitándose y
removiéndose en la silla, como si lo que urdiera en el
papel fuera a escapársele.

—Ah, es usted… Siéntese por
favor.

El Centro de Estudios del Espacio, no era nada del otro
mundo. Sus instalaciones no diferían en apariencia de las
de un centro de enseñanza. Sin embargo, en su parte baja y
en los sótanos, se agolpaban uno contra otro, cantidad de
laboratorios y salas de experimentación. Todo ello en unas
dimensiones tan pequeñas, que parecían de juguete
si se las comparaba con las que había a las afueras del
complejo.

El silencio en aquel lugar era absoluto. Sólo de
vez en cuando, se dejaba oír el ruido de alguna
máquina. Allí no había aglomeraciones de
alumnos ni de personal. Sin embargo, trabajaban en él gran
cantidad de personas. Todas ellas estarían refugiadas por
lo visto, en el interior de sus departamentos.

—Y qué doctor… ¿dará
resultado el proyecto?

El profesor no levantó la cabeza de sus papeles,
cuando dijo: —En teoría nada debe impedirlo. A no
ser, que haya algo que se nos pase, algún factor que
desconozcamos.

—Qué quiere decir, ¿del
espacio?

—No, no, eso vendrá después. Todo a
su debido tiempo. Ahora sólo nos ocuparemos de lo que
será el transporte en sí.

El mayor Zarela recabó las explicaciones del
profesor, quien las daba una y otra vez, sin asomo de fastidio o
de cansancio. Muy al contrario, su semblante resplandecía
con los datos técnicos, que intercalaba con
hipótesis y parabienes para el proyecto.

—Como es lógico, la tarea se
repartirá entre todos los centros, no. —El
investigador asintió—. En tal caso,
¿cuál nos tocará a nosotros?

Marlox agitó manos y cabeza.

—Yo no sé nada, yo no sé nada.
Supongo, que el reparto se hará en función de las
condiciones de cada complejo.

— ¿Se refiere a las condiciones
económicas, o de otro tipo?

—Me refiero más bien, a las de
infraestructura base.

—Ya.

El comandante se arrellanó en el
asiento.

—Lo que no comprendo es, como una onda puede
impulsar un vehículo tan pesado. Ni siquiera en la
ingravidez. El doctor puntualizó:

—Ondas. En plural. En realidad, la astronave se
beneficiará de cualquier onda que este presente en su
posición. Su sistema informático y su
hipercircuitos las adecuarán, en provecho de su
avance.

—Pero ya existe un sistema de impulsión por
radiación solar, que también es una
onda.

Marlox elevó sus manos a ambos lados de la
cabeza, y las agitó en vertical.

—No, no, no. El sistema es muy diferente. Nuestro
vehículo se comporta como un elemento activo frente a la
onda. La sintoniza y la transforma, creando un campo propio, que
en conjunción, se enfrenta a ella. Tal acción
combinada, da como resultado el impulso de avance.

—Lo que viene a ser lo mismo, o no.

—Ni mucho menos. Acérquese por aquí,
por favor.

Zarela se levantó, y siguió a Marlox hasta
una mesa adosada a la pared. En el centro había una
pequeña parabólica dirigida hacia arriba. El
profesor asió un artilugio con la forma de un sombrero y
lo puso sobre ella. Luego accionó un pequeño mando
que llevaba en la mano, y el aparato se elevó a media
altura.

— ¡Vaya! ¿Qué es? Parece un
juguete.

— ¿Un juguete…? A ver donde encuentra
usted un juguete así. El investigador pulsó otra
tecla. El pequeño vehículo subía y bajaba
entre el techo y la parabólica. De nuevo cambió de
pulsador, y desapareció.

Zarela se hizo para atrás, alarmado.

— ¡Demonios! ¿Cómo lo ha
hecho? ¡Lo ha volatilizado!

—No señor, ni mucho menos. Yo no he hecho
nada. Mire hacia arriba. Está ahí.

El comandante elevó la mirada, y efectivamente,
el pequeño vehículo permanecía
inmóvil pegado al techo.

—Pero cómo ha ido a parar ahí…
¿Por dónde ha subido? Marlox hizo un gesto de
suficiencia.

—Por delante mismo de nuestras narices.
Sólo que a una velocidad que el ojo no ha captado.
Mayorzarela no salía de su asombro. Marlox
sonrió.

—Fíjese ahora.

El investigador puso en marcha otra parabólica
sujeta a la pared. El mágico objeto se desplazó por
el aire a lo largo y ancho de la estancia, apareciendo y
desapareciendo de igual forma, en cualquier
posición.

—Curioso. Muy curioso —dijo
Zarela.

—Pues si en su lugar colocamos cualquier otro
objeto, que no dispone del sistema, observará que ni se
mueve.

Marlox hizo la prueba con lo que el comandante le
indicó, una hoja de papel. Ésta no se movió
en absoluto, pero sí que se quemó al
instante.

— ¡Demasiado fuerte, no!

—Claro. Ni más ni menos se trata, de lo que
llamamos una superonda. Hay que manejarla con cuidado. Todo tiene
sus inconvenientes.

— ¿Y no puede resultar
dañina?

—Sólo si pone delante. Es totalmente
direccional. Su alcance puede llegar a muchos millones de
kilómetros en línea recta.

Pese a todas las explicaciones, había algo que no
cuadraba al comandante.

—Y si la emisión de onda se interrumpiera,
¿qué ocurriría con el
vehículo?

—Según donde —Levantó el
índice—. Cuando la gravedad no exista, quiero decir
que sea despreciable, su propia inercia hará que la nave
continúe sin grandes problemas. Y en su medio,
vagará, quieras que no, alguna onda espontánea. En
otro caso, se valdría del sistema convencional de
impulsión y la energía acumulada. Sólo el
escape del sistema donde se halle, precisará, propiamente
hablando, de la emisión artificial de onda.

— ¿Y para el regreso?

—Lo mismo. En cualquier situación, la
astronave dispondrá de un emisor allá donde lo
necesite, pues irá equipada con varios de estos sistemas
prefabricados.

—Muy fácil…

Mayorzarela, echado en el sillón, los brazos
caídos entre los muslos, escuchaba inmóvil, como no
fueran los ojos, buscando al parecer entre los objetos del
estudio, la confirmación de lo que Marlox
decía.

Así se les fue la mañana a conductor y
constructor, en un sin fin de circunloquios, que más
parecían enzarzados en una pelea
dialéctica.

XIII

Cuatro años después.

El trasiego de transbordadores y grandes cargueros
parecía no tener fin. Día a día ocuparon los
aires durante diez largos meses. La máquina estelar iba
emergiendo del campo de ensamblaje como una edificación.
El tráfico aéreo normal se había resentido,
y el libre tránsito entre los hábitat se redujo a
las horas nocturnas.

Calíguenes trabajó sin descanso como el
supervisor de la flota especial. Su aporte al proyecto fue tan
decisivo, que todos lo reconocieron. El tácito
título de comandante lo tenía ganado.

Nadie se extrañaría, de que el tiempo de
ejecución de aquella empresa fuese tan breve. Casi
doscientas fueron en realidad, las agencias participantes, y cada
uno de los complejos cumplió su cometido como lo que eran,
los mejores centros tecnológicos que ahora
existían, con un bagaje experimental más que
consolidado.

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