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Diario trágico de una joven maestra



Partes: 1, 2

  1. Domingo 16 de enero. Llegada a "La
    Esperanza"
  2. Lunes
    17 de enero. Mi primer día en "La
    Esperanza"
  3. Martes
    18 de enero. La rutina diaria
  4. Domingo 23 de enero. Monotonía,
    melancolía y miedo
  5. Miércoles 26 de enero. La promesa de las
    mariposas
  6. Viernes 28 de enero. El odio de
    Matilde
  7. Domingo 6 de febrero. Un botón por una
    flor
  8. Alegría por una ausencia y tristeza por
    otra
  9. Miércoles 9 de febrero. Historia de
    Matilde
  10. Jueves 10 de febrero. La familia de la Hoz y
    Sánchez

Domingo 16 de enero a jueves 10 de
febrero

Del libro FLOR DE FANGO de José
María Vargas Vila

José María Vargas Vila
(1860-1933) Nació en Bogotá, periodista,
crítico y novelista.

Domingo 16 de
enero. Llegada a "La Esperanza"

En esta tarde dominical de enero, me despedí de
mi madre y emprendí mi primer viaje, llena de emociones y
esperanzas. Descendí en un carruaje por el ancho camino
que de Bogotá sale hacia los pueblos del occidente. De vez
en cuando sacaba la cabeza ensombrerada y una mano enguantada
para decir algún adiós. El resto del tiempo, con la
quijada apoyada en una de mis manos, dejaba vagar mi mirada
sorprendida por aquel inmenso horizonte. Como normalista
recién graduada hacia mi primer viaje de lucha por la
vida, de marcha hacia lo desconocido, de cumplimiento con mi
destino. Por primera vez salía de Bogotá y la
belleza de los campos y la brisa del paisaje me encantaban y me
hacían sonreír placenteramente. Sin paradas,
hicimos un largo trayecto aquella tarde y con la última
luz del día, el carruaje después de entrar a un
sendero bordeado por arbustos florecidos se detuvo ante un ancho
portal de piedra.

Entre enredaderas olorosas, se leía en la parte
superior del portal: "La Esperanza". Satisfecha y
temerosa, respiré profundamente, había llegado a mi
destinación. Una casa vieja solariega con anchos
corredores, se alzaba ante mí, como una mole blanca de
aspecto conventual. Un empleado vino a entrar mi equipaje. En la
entrada a la casa me esperaba una familia. El anciano
dueño, ceremonioso y amable, bajó a recibirme y me
ofreció su mano para subir la escalera. Al ver aquel
señor, un recuerdo brumoso afloró a mi mente. Lo
había visto antes en una de las casas a donde
acompañaba a mi madre a planchar, pero no lo
distinguía bien.

Juan Crisóstomo de la Hoz se presentó,
luego presentó a su esposa Mercedes, sus dos hijas
Sofía y Matilde y a su hijo Arturo. Pasamos luego a la
sala y doña Mercedes inició un interrogatorio
torturante sobre el origen de mi familia y mis primeros
años. Al ver don Crisóstomo mi incomodidad y
sufrimiento, ante tantas preguntas innecesarias, me
señaló el que iba a ser mi cuarto y me pidió
que me arreglara para pasar a cenar al comedor. Me retiré
con un saludo ceremonioso.

La comida fue triste porque hubo mucha
prevención. Había en el ambiente la estorbosa
frialdad que reina entre personas que se conocen por primera vez
y se miran y se observan entre sí. Regresamos a la sala.
Don Crisóstomo que ya sabía de mis dotes musicales
me pidió que cantara algo, y a Arturo que me
acompañara con el piano. Después de un corto ensayo
interpretamos algo. Doña Mercedes estaba preocupada,
Sofía parecía estar absorta, Matilde jugaba con su
gato y don Crisóstomo silencioso y pensativo apenas
balbuceó algunas palabras: "que bien canta
Usted!".

Cuando llegué a mi habitación
encendí la lámpara y recordé los dos
compromisos, conmigo misma, de escribir en mi diario las
impresiones de cada día, y el compromiso de escribirle una
carta a mi madre. Rendida por la fatiga y a pesar del frío
de la noche, abrí la ventana que daba a un jardín,
me recliné sobre el umbral y traté de recordar las
impresiones causadas por el viaje y por cada una de las personas
que acababa de conocer: Don Crisóstomo me inspiraba miedo,
su mirada tenía algo de siniestra como la del cocodrilo y
algo de inquietante como la del tigre, animales que había
conocido en el zoológico. Recordé entonces con
tanta nitidez que este anciano era el mismo señor que
había conocido cuando niña, en una de las casas de
Bogotá, cuando acompañaba a mi madre a planchar. Me
perseguía, me hacía caricias sospechosas y
decía palabras obscenas. A mi madre a veces la abrazaba y
le hacía propuestas lujuriosas.

Doña Mercedes me trataba con sospecha y me
inspiraba recelo. Había hablado con desprecio del oficio y
la pobreza de mi madre. En su voz había algo del silbido
de una serpiente. Matilde me miraba y me trataba con desprecio,
la soberbia en sus ojos parecía a veces convertirse en
resplandores de odio. De Sofía me pareció que
buscaba protección en mí.

Arturo desde el primer momento me miró con
ternura infinita. Nuestras almas se comprenden y aunque
todavía es un niño, presiento que en alguna forma
va a ser mi protector.

Partes: 1, 2

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