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Identidad y políticas identitarias (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4

Cuando un sujeto reflexiona y abstrae
características de su propia experiencia histórica
en algún aspecto concreto, por ejemplo como adolescente,
padre, esposo, deportista, bailarín, artista, miembro de
una clase social, inmigrante, católico, etc, etc, y las
confronta con rasgos y características propios de los
estados y condiciones antes señalados y colectivamente
considerados se produce una relación entre ambos
términos similar a la existente entre mi automóvil
usado (con historia propia) y el mismo modelo en O km (que
está en la historia pero sin historia propia vivida). Mi
auto equivale a mi experiencia, en cambio la línea y el
modelo equivalen a la clase o al género como
abstracción basada en las semejanzas entre
ambos.

Uno es la experiencia particular, el caso, los
demás son la experiencia percibida, conocida e
interpretada, la clase, el género.

De hecho todo individuo se mide en su clase y en su
género, lo cual entraña una comparación
conciente o inconciente de uno con la clase o el género.
La forma más frecuente de realizarla es tener presente
cómo se comporta el género y cómo debe
comportarse, o sea conociendo el ser y el deber ser de las cosas
o elementos con los que se hace esa
comparación.

A modo de ejemplo: generalmente cuando se es padre por
primera vez ya se ha internalizado con anterioridad una serie de
comportamientos debidos y deseables acerca de la función
paterna en abstracto, los cuales se convierten de hecho en el
modelo, la regla, la ley. Y cuando uno se siente mal en su
comportamiento paterno y tiene temor o culpa, o cuando comprueba
que el comportamiento de los hijos no es el esperado o deseable,
entonces se acuerda de la ley implícita en el
comportamiento emblemático de la clase o el
género.

De esa clase de comparaciones habrán de resultar
múltiples comprobaciones que aquí señalamos
esquemáticamente: concordancia total o parcial,
diferencias absolutas, aceptación y ratificación
del modelo, o rechazo total o parcial, satisfacción o
preocupación, cuestionamiento del comportamiento propio,
de la clase, del género, etc.

De modo que el accionar de los individuos, de los
ejemplares, produce variaciones y cambios del conjunto, del
colectivo al cual se pertenece y se representa conciente o
inconcientemente y de buena o mala gana. A la inversa, las
modificaciones del conjunto, la clase o el género
también influyen con mayor o menor fuerza sobre el
ejemplar o individuo y provocan modificaciones concientes o
inconcientes en su estado.

Veamos esto con otro ejemplo. Un sujeto cualquiera puede
identificar, conocer y reconocer lo que significa, por caso,
amar. Como hemos viste más arriba puede hacerlo en base a
su propia experiencia de conocimiento real, o en base a
experiencias ajenas que le sean relatadas, o que escuche, mire o
lea como contenidos simbólicos impresos en diversos
soportes, por ejemplo mirando un cuadro, una historieta o una
película, escuchando una melodía o leyendo un
libro, etc.

En suma, viviendo por si o por los otros. Y en todos los
casos, sus certezas y sus incertezas, sus pensamientos, sus
emociones, sus sentimientos, se organizan y expresan mediante
palabras que replican o calcan a los protagonistas reales pero
sin vida propia… de las palabras…
reitero.

Según sea la vía utilizada por un sujeto
para conocer y formarse una idea acerca de la identidad del otro
u otros, a la vez que de si propio, los resultados serán
distintos en cada caso, pudiendo formarse juicios
disímiles y contradictorios acerca de aquellos. Entonces
bien puede uno preguntarse ¿qué vale
más: la experiencia directa del conocimiento o la
indirecta?
Tal vez se crea que la pregunta misma es una
obviedad, pero no es así ya que la respuesta es
complicada.

En principio puede responderse que depende de qué
clase de experiencia se trate, de en qué condiciones se
presente y de qué se busca en cada una de ellas.
También podría decirse que depende de quién
sea el sujeto y qué condiciones personales posea, de modo
que no ha de ser la respuesta de un científico igual a la
de un conocedor superficial. Asimismo, podrá responderse
que según sea la clase y grado de interés y las
expectativas puestas en juego por cada sujeto también los
frutos serán diferentes, y en consecuencia las respuestas
a la pregunta inicial también variarán.

¿Para qué sirve, entonces, esta
digresión a esta altura de nuestro trabajo?

Ya sabemos que los resultados del conocimiento o
reconocimiento efectuado por sujetos múltiples y siempre
diferentes también han de ser diferentes. Si el proceso de
configuración de la identidad de otros -por ende de la
autoidentidad- se halla contaminado, condicionado u
obstaculizado, además de constituir un conocimiento
imperfecto producirá consecuencias que afectarán
las relaciones sociales futuras.

Los obstáculos potenciales pueden existir a
priori o a posteriori de la experiencia, por ejemplo los miedos y
los prejuicios resultantes de una mala experiencia efectivamente
vivida, o los miedos existentes en un sujeto antes de vivir una
experiencia compleja.

Quiere decir, que los procesos identitarios saltan del
ejemplar a la clase y de la clase nuevamente al ejemplar,
extendiendo y proyectando al futuro causas y efectos tanto
positivos como negativos de experiencias reales y virtuales
anteriores.

Entre los negativos se hallan los prejuicios, los
miedos, las fobias, los estereotipos, las generalizaciones
arbitrarias y el tipo de pensamiento polar o maniqueo. Ellos
pueden y suelen estar presentes antes de la experiencia, pero
también suelen confirmarse después de ella, o bien
modificarse.

No cabe duda que una parte importantísima de lo
social la constituyen las diversas formas de existencia y
expresión del poder. Éste atraviesa todas las
relaciones y funciones sociales, incluida la problemática
de la identidad en todos sus alcances. Por lo tanto, se puede
estudiar la problemática de las identidades y sus
relaciones con el poder desde los enfoques individual y
colectivo.

Pero es en éste último donde pueden
detectarse más fácilmente las líneas
maestras de la arquitectura político-social de una
sociedad concreta, y las semejanzas y diferencias entre
múltiples colectivos, por más que no se deba perder
de vista que este reconocimiento siempre depende de conciencias
individuales concretas cuyos sujetos pertenecen
simultáneamente a determinados colectivos
genéricos.

La conciencia individual, formada en base a
estímulos externos y colectivos incardinados
subjetivamente, es decir, particularmente, en contacto con la
voluntad y el deseo de un sujeto particular, se proyecta y
refleja nuevamente en el nivel de lo colectivo, especialmente en
el de los colectivos genéricos, en un pasaje
dialéctico entre el yo y el nosotros, configurando un
punto de vista particular, personal y unilateral, en base al cual
quedan configurados el adentro y el afuera, los incluidos y los
excluidos. El término preciso es discriminación o
distinción de unos y otros, o configuración de los
iguales y los diferentes.

Entretanto, cada sujeto individual y sus
correspondientes colectivos serán puestos en foco desde
otros puntos de observación por otros sujetos que
eventualmente integren los mismos o distintos colectivos
genéricos que se reconocen diferentes a él y a
dichos colectivos.

Tanto el reconocimiento y la aceptación como el
desconocimiento y rechazo de los otros -tanto individuales como
colectivos genéricos- constituyen dos caras de un mismo
fenómeno de producción identitaria, que operan en
dos niveles: uno explícito, conciente y visible, el de las
formas y patrones de interacción práctica, comunes
y cotidianos entre individuos y entre individuos y colectivos, en
suma, el de la acción; el otro nivel es el
implícito, más o menos conciente o inconciente
según los casos, y no visible –o no
fácilmente visible- es el de las afecciones y rechazos, el
plano de las pulsiones profundas de la vida psíquica y la
intimidad afectiva, que por sus características dificultan
el reconocimiento de sus consiguientes formas de
expresión.

Toda sociedad y todo grupo social genérico
producen discursos y teorías, especialmente desde el punto
de vista de los negadores que pretenden explicar sus respectivas
concepciones y legitimarlas para legalizar y reproducir en
consecuencia el orden social en campos concretos o abstractos; y
también en el caso de los negados, cuando tengan
conciencia de la situación, para explicar y legitimar los
consiguientes rechazos y acciones de impugnación de que
son objeto por parte de los primeros.

Tanto la afirmación identitaria como las
múltiples formas de negación de identidades
genéricas son expresiones de sistemas de valores
dominantes vigentes en sectores de una sociedad, o en toda ella,
o en muchas sociedades, y hasta en todo el mundo, los cuales
actúan como legitimadores de determinadas relaciones de
poder. Tal es así, por ejemplo, en las sociedades
machistas, o allí donde no existe democracia, pues en
ambos lugares el valor fundamental de la igualdad no existe, o
existe parcialmente, deviniendo en situaciones crónicas de
injusticia, o sea de ausencia de aquel valor
fundamental.

En consecuencia, la negación de identidades
genéricas se hace presente mediante una vasta gama de
acciones y pensamientos de discriminación de unos sobre
otros, que abarcan desde la dominación y
explotación, en un extremo, a la indiferencia en el otro
extremo; por ejemplo de varones sobre mujeres, de adultos sobre
menores, de ricos sobre pobres, de poderosos sobre
débiles, de nativos sobre extranjeros, de amos sobre
esclavos, de gobernantes sobre gobernados, de gentes de un color
de piel sobre gentes de otro color, de miembros de una
confesión religiosa sobre miembros de otra, de ganadores
sobre perdedores, de lindos sobre feos, etc.

Las negaciones genéricas constituyen formas de
discriminación social. Casi siempre se presentan como
aparentes automatismos de la percepción, cuasi
inconcientes, "naturales", "normales". Sin embargo, toda vez que
ellas tienen lugar se da una relación asimétrica de
poder que remite a uno o más colectivos dominantes (aunque
cuantitativamente pudieran ser menores que los de sus
subordinados) y a uno o más colectivos subordinados o por
lo menos no iguales de hecho o de derecho respecto del primero, o
de los primeros.

Pero los colectivos subordinados no ocupan posiciones
absolutas, es decir, no se ubican sólo en el extremo
opuesto o en las capas inferiores de una pirámide social
sino que un mismo colectivo, cualquiera sea la posición en
que se halle en la pirámide social, encierra su propia
pirámide, en la cual sus integrantes poseen condiciones
relacionales de poder, es decir, sectores o estratos en todos los
niveles suelen negar (en el más amplio sentido
del término) a quienes se hallan más abajo, sin que
aparentemente les importe que también sean negados por
otros colectivos genéricos situados en posiciones
más elevadas que las de ellos.

La negación de la identidad de otros comprende
una panoplia de acciones polares que abarcan no sólo
dominación y explotación, sino además
acciones de supresión física y simbólica de
la identidad de otros, mediante aniquilación o absoluto no
reconocimiento en un extremo, como ha ocurrido con los
judíos y los homosexuales en la Alemania nazi, pasando por
acciones sistemáticas de transformación de la
identidad de ciertos grupos sociales mediante, por ejemplo, el
mestizaje, la deculturación y la ingeniería
genética hasta la consagración privilegiada de
rangos y jerarquías superiores a los reputados como
mejores -aquellos que tienen derechos– en el otro
extremo.

También la negación de identidades se
extiende a la negación del pensamiento y los
símbolos de los negados. En estos casos, parece que unas
ideas se vuelven hegemónicas y sepultan o expulsan a otras
por su propio valor o razón en si, pero esa idea es
engañosa y falaz. Son siempre personas las que niegan y
discriminan. Las ideas no viven fuera de la mente humana, sea en
la conciencia o en el superyo.

Los humanos niegan y discriminan a personas por ideas
que se forman de ellas, una vez naturalizada la inferioridad,
inconveniencia o maldad de ciertas ideas, la lucha pareciera
desplazarse desde las personas a las ideas, pero en realidad la
persecución o negación de éstas es un
combate simbólico contra las personas a ellas
vinculadas.

Por lo tanto, por aquello de que al tratar de los otros
se está tratando de uno, toda negación identitaria
ocurre tanto fuera de un grupo/espacio como dentro de él,
es decir, involucra el afuera y el adentro, y a los
correspondientes protagonistas, de modo que en este nivel tampoco
nadie es inocente respecto de lo que aparentemente sucede fuera
de él.

La negación o discriminación de un
particular concreto implica la de todos los que son como
él, o de aquellos que integran sus mismos colectivos
genéricos, o algunos de éstos. A la inversa, negar
a éstos últimos es negar al individuo de ese
genérico con quien quizá creemos que no tenemos
nada en su contra. Obviamente, quien niega el todo niega la
parte. Por ejemplo, no tiene lógica discriminar a los
judíos como nación de Israel, o como estado de
Israel, o como categoría étnica o religiosa -con la
arbitrariedad que implica semejante generalización- y a la
vez decir "yo no discrimino a los judíos porque tengo un
amigo judío". A la inversa, si niego a mi vecino
judío –por razones étnicas o también
religiosas- niego a todos los judíos, y peor aún
niego a la humanidad. Más grave aún si cabe: me
niego a mi mismo.

En la perspectiva genérica de la identidad, y
tanto en la afirmación como en la negación, es
preciso relevar los conceptos y creencias concientemente asumidas
así como también los supuestos subyacentes,
inconcientes y naturalizados que los explican.

Toda negación de identidad como expresión
de poder es siempre un acto injusto en tanto implica hacer
prevalecer en un espacio concreto una determinada
concepción o estado de situación de alguna o de
todas las variables identitarias vinculadas a las
múltiples dimensiones del hombre por encima de otra u
otras. Por lo tanto, alguien se verá afectado en sus
derechos a ser visto y a estar, y por este camino en su derecho a
ser.

Esa injusticia nace del no reconocimiento del valor de
la igualdad de derechos entre los seres humanos. Y si ésta
no es reconocida tampoco tendrá reconocimiento la
diversidad.

Vale aclarar que lo opuesto a la diversidad no es la
unidad sino la uniformidad. Cuando ésta se halla presente
también está presente una relación real o
simbólica de dominación.

De modo que el fenómeno de las identidades
siempre expresa relaciones de poder y en ciertos casos
también se relaciona con políticas expresas de
identidad. Se verá más fácilmente si tenemos
en cuenta que el poder existe desde mucho antes de la existencia
de la política o de políticas específicas.
Por ejemplo, hay poder en los mitos, en las creencias y en las
tradiciones desde millones de años antes de la
aparición de la autoridad y el estado. De ahí que
las identidades sociales existieran prácticamente desde
los albores de la humanidad, pero las políticas de
identidad -es de suponer- recién después de la
aparición del estado.

CAPÍTULO III

Las
políticas de identidad

Las políticas de identidad de gobiernos,
instituciones y agencias dominantes en una sociedad se presentan
como opciones axiológicas y teleológicas volcadas
en programas de acción política encaminados a su
logro.

Tienen lugar dentro de marcos jurídicos,
económicos, sociales y culturales mediados por
instituciones públicas y privadas, partidos
políticos y grandes corporaciones económicas, entre
las cuales son determinantes las que controlan a los Mass Media,
por lo general al servicio de las políticas identitarias
seculares en América latina.

Ciertamente, las políticas identitarias (no
sólo ellas sino toda clase de políticas) se gestan
y llevan a cabo predominantemente en la esfera pública, en
torno a la centralidad del poder político,
económico, social y cultural. Por consiguiente, estado,
gobierno y administración pública se hallan
regularmente alineados bajo comunes inspiraciones, objetivos y
fines que traducen determinada concepción
hegemónica de identidad.

A pesar de ello, dichas políticas deberían
reflejar modos de pensar y sentir en tiempo presente de una
sociedad en su conjunto, amén de sus deseos para el futuro
colectivo. Por lo menos en sociedades realmente
democráticas. Ocurre que aún es muy grande el peso
real del estado, de los gobiernos, de ciertas instituciones y de
determinados sectores sociales conservadores volcado en la
construcción de sus proyectos políticos
identitarios. Sin embargo, estos proyectos no emanan exclusiva ni
unilateralmente del sector público sino que también
se generan y se afianzan en la órbita privada por obra de
factores que impulsan, refuerzan y reproducen aquellas
concepciones hegemónicas.

Cada vez más aparecen en América latina
organizaciones y colectivos sociales involucrados en procesos
políticos identitarios y que no representan los
tradicionales intereses de los grupos de poder dominantes, sino
los del habitualmente llamado campo popular, habida
cuenta de la complejidad que reviste esta
expresión.

Asimismo, cada vez hay más intelectuales
críticos en espacios académicos y
massmediáticos; más dirigentes y activistas de
partidos políticos populares, especialmente de
oposición y antisistema; además de organizaciones
sociales como las de trabajadores, ciertas comunidades de
género, religiosas y confesionales, junto con una
creciente presencia de grupos étnicos que protagonizan
nuevas luchas políticas en materia de identidades sobre
nuevos ejes de discusión.

Siendo así, las políticas identitarias
oficiales se pueden y deben estudiar enfocando
simultáneamente los comportamientos de individuos y grupos
sociales, y especialmente los de colectivos genéricos,
como respuesta a aquellas acciones y estímulos. No es
aceptable la idea simplificadora de una supuesta pasividad
privada frente a un dinamismo público, sino la de la
complementariedad de ambos campos en un juego continuo en el que
lo público se hace privado y lo privado se hace
público.

De modo que las políticas de identidad involucran
todos los campos de la cultura en sentido amplio. Así,
habrá políticas de identidad con énfasis en
aspectos sociales, culturales stricto sensu, religiosos,
políticos propiamente dichos, etc.

Una clasificación sencilla de políticas
identitarias en general se nos ocurre de la siguiente
forma:

a) Las decisiones e intervenciones en la materia de
agentes formales del poder -o de los poderes dominantes-, y de
los gobiernos y agentes a su servicio.

En ellas suelen predominar los intereses de
reproducción y mantenimiento del statu quo, aunque
también caben aquí acciones reformistas. En
función de las innovaciones introducidas estas
políticas referencian usualmente determinados
períodos presidenciales y coyunturas
políticas.

b) Aquellas políticas e intervenciones
públicas del pasado que con el tiempo se han convertido en
expresión naturalizada de un ordenamiento tan
sólido que sería impensable retrotraerlo al estado
anterior.

Esas líneas se confunden con la idiosincracia de
una sociedad y expresan criterios de normalidad social
sólidamente establecidos cuya reproducción se
efectúa normalmente sin alteraciones sustanciales. Cuando
el ordenamiento consiguiente, implícito y
explícito, corre riesgo de alterarse en ciertos puntos
puede dar lugar a crisis y polémicas identitarios
más o menos graves.

Por ejemplo, poco después del retorno a la vida
política institucional, el gobierno de Raúl
Alfonsín impulsó el divorcio vincular provocando
grandes estremecimientos en amplios sectores religiosos y
sociales de Argentina identificados con una posición
contraria al mismo. Un cuarto de siglo después el divorcio
vincular está tan fuertemente arraigado en nuestro
país como si lo hubiera estado desde los albores de la
nacionalidad.

c) Aquellas políticas identitarias que nacen en
sectores subordinados de la sociedad como lucha y resistencia y a
la vez como construcción política contraria a las
políticas señaladas en los incisos a y b. Un
ejemplo claro es el de la lucha por los derechos de grupos
sociales con opciones sexuales alternativas, llevada a cabo
inicialmente desde las propias bases sociales involucradas, para
ser tomada luego por partidos políticos que la impulsaron
en el Congreso.

En la medida en que las luchas de esta última
clase triunfen y las políticas consiguientes se consoliden
pasarán a integrar finalmente el inciso b.

En líneas generales, para comprender la
importancia de una política identitaria en un contexto
social determinado es necesario conocer sus objetivos, fines,
principios, símbolos, representaciones, modelos,
imaginarios sociales, comportamientos y acciones expresos y
tácitos, amén de los significados y sentidos
históricos que se hallan a su base, tanto en la
centralidad del poder como en la vida civil, y especialmente en
los sectores subordinados.

De modo que los medios, las acciones, los programas de
que ellas se valgan permitirán reconocer las líneas
políticas tanto como los fines y los resultados en esta
materia.

También hay que explorar presupuestos,
concepciones, doctrinas y programas de gobierno, los intereses
opuestos, los grupos de poder y los sectores sociales dominantes
y subordinados que explícita o implícitamente,
conciente o inconcientemente, están orientados a destacar
o mejorar las posiciones de uno o de varios grupos sociales,
económicos, religiosos, étnicos o políticos
y a cuestionar las de otros; por ejemplo, para comprender mejor
la política identitaria oficial que se desarrolla en
Argentina desde fines del siglo XIX en materia étnica y de
nacionalidad.

En estos campos se visibilizan mejor los vínculos
entre la acción política identitaria y la voluntad
política de sus agentes, expresada sobre todo en
instrumentos declarativos, preceptivos y estrictamente
normativos. Por lo mismo podemos reconocer una presencia mayor de
legalidad en las del inciso a, en tanto que en las del inciso
b se ha impuesto la legitimidad sobre la legalidad pero
estando presentes ambas, y en las acciones y aspiraciones del
inciso c aparece una propuesta de nueva legalidad y legitimidad
hecha desde un sector social en busca de su adopción por
toda la sociedad. Esto así en el momento de su
consagración normativa.

Cualquiera sea la perspectiva para analizar una
política identitaria concreta se hallarán siempre a
su base discursos históricos, filosóficos,
religiosos, políticos, ideológicos, etc, obrando
como legalizadores y legitimadores de determinadas formas y
contenidos en que se expresan las identidades cambiantes de los
unos y los otros en la correspondiente sociedad, tanto como sus
anhelos y sus frustraciones, y por lo mismo los moldes en los que
se vierten los conceptos, intuiciones, representaciones y
discursos respecto de ser y parecer, ausencia y presencia,
regularidad y excepcionalidad, normalidad y anormalidad,
ortodoxia y heterodoxia.

Ello constituye el marco ideológico que
fundamenta las políticas identitarias y sus acciones
concretas, coronadas en normativas de declaración y de
ejecución. Con el tiempo, una vez que determinadas
políticas se hayan naturalizado, las normativas a su base
dejarán de ser visibles, tanto para adherir a ellas como
para impugnarlas. Entonces se habrá diluido la idea del
deber de identidad, deber individual y deber social que
implican conciencia de pasaje de un estado a otro, pues ya no
hará falta obligar comportamientos porque
"naturalmente" se habrán de producir de determinada
manera.

Para ese momento, el poder de intervención de
gobernantes y poderosos integrantes de colectivos dominantes que
otrora se expresaban mediante el control del gobierno y del
estado, y que de alguna manera bien podrían ser
calificados de cupulares por más que constituyeran frutos
legales y legítimos de la representación y
delegación políticas del conjunto de la sociedad,
habrá regresado a ésta y se habrá diseminado
por todos sus ámbitos expresando tanto su
aceptación como el triunfo de aquel poder político
y su correspondiente política.

Ciertamente, no todas las políticas identitarias
en curso habrán de llegar a feliz término. No al
menos de una buena vez. Para que así suceda se requiere la
intervención en determinado sentido de muchas variables,
tanto constantes como ocasionales u oportunistas.

Esas variables tienen aspectos cuya lógica y
funcionamiento son visibles, desmontables e inteligibles,
así como en ciertos casos son invisibles, o poco visibles,
y eventualmente abstrusos, pero con peso importante en la
dirección y orientación de las respuestas sociales
coyunturales y estructurales a los designios explícitos e
implícitos del poder en cada lugar y tiempo.

LA IDENTIDAD NACIONAL COMO
CONSTRUCCIÓN POLÍTICA

La construcción del tiempo histórico tiene
lugar mediante un complejo proceso de causas, influencias,
condicionamientos y determinaciones materiales e ideales,
concretas y potenciales, reales y virtuales, que expresan aquello
que los miembros de una sociedad poseen y aquello de lo que
carecen, aquello que sueñan alcanzar y aquello a lo que
han renunciado, aquello que recuerdan y aquello que han olvidado,
aquello que buscan y aquello que todavía ni siquiera
imaginan. La totalidad de esto constituye su cultura, y la
conciencia de su cultura es la conciencia de su
tiempo.

Entonces, construir el tiempo histórico o social
es ni más ni menos que construir su conciencia social, no
al modo de un cerebro colectivo con vida independiente de la de
los individuos que componen esa sociedad, pero si cual un espejo
comprehensivo de las mismas.

De modo que se es y se está siendo humano en
tiempo presente, y para ser plenamente humano hay que vivir
plenamente cada presente. Por ello, si una sociedad sólo
está de paso por su presente no necesariamente
significa que esté de apuro por llegar a una meta en un
futuro concebido. Lo más probable es que, como sucede en
nuestro subcontinente, se halle estancada, anclada en el pasado,
aunque sólo sea para vivir en pasado no ya la
vida material sino la vida moral. Una sociedad que sólo se
mira el ombligo no cuestiona, no revisa, no impugna, no
sueña ni desea. En consecuencia no se mueve por si misma
sino por inercia. Una sociedad así ha perdido el rumbo y
marcha a la deriva.

Pero la vida social es también un hecho moral,
por más que, como en la actualidad, la vida moral se halle
tan separada de la vida material. Por lo tanto, para que una
sociedad pueda construir sanamente el presente (no
patológicamente, quiero decir) ha de estar en paz consigo
misma cada vez que se mire a si misma en el pasado, por
más horribles que hayan sido los sucesivos tiempos
presentes de ese pasado suyo. Sólo entonces podrá
construir un tiempo futuro que no sea escape ni delirio, sino
esfuerzo colectivo amalgamado con voluntad y razón moral
en los sucesivos presentes.

La historia es un relato que lleva al paroxismo el dolor
y los conflictos, y por lo mismo nos recuerda constantemente que
la vida ha de seguir siendo en gran medida dolor y
conflictos.

Pero cuando miramos atrás buscando sentidos a
través de las memorias vemos cómo los sucesivos
conflictos aumentan su gravedad y su capacidad de mortificar,
disciplinar y domesticar para ser temidos y acatados en su poder
ordenador. En consecuencia, por esta vía la historia como
devenir inficiona un constante miedo al porvenir, de modo que
para todo el mundo la búsqueda de la felicidad apenas
suele consistir, de hecho, en algo más que evitar el
dolor. Equivocada enseñanza que nos da la vida -o que
erróneamente le atribuimos-, equivalente a creer que hay
paz cuando no hay guerra.

La utilidad de conocer, por caso la de conocer el tiempo
en que se vive, o sea el presente tan fugaz, es siempre mayor que
si se efectúa con posterioridad, cuando se ha convertido
en pasado. El miedo a conocer, el diferimiento de la tarea y del
deber de conocer para vivir mejor socialmente constituye
evidencia del miedo a los resultados, pero también del
miedo a la libertad real que anida detrás del macaneo
culturoso propio del mundillo intelectual latinoamericano que
formatea el subsistema cultural.

La fugacidad del presente, siempre cargado de
insatisfacciones, frustraciones y desencantos, no es pretexto
válido para atribuirle las culpas por su mala calidad al
pasado que nos constituyó, ni para profetizar acerca de un
futuro que no nos contendrá porque no somos capaces de
cambiar ahora, pues es siempre y únicamente en el ahora
donde se produce el cambio, por más que se visualice mejor
en perspectiva.

Todo presente es lucha entre la necesidad y la libertad,
el deseo y la satisfacción, la esperanza y la
resignación, la realidad y la apariencia, la realidad y la
imaginación, el miedo y el coraje de los hombres.
Posiciones polares siempre presentes en la sociedad, ya sea
expresa o veladamente, que por la diversidad propia de lo humano
no constituyen expresiones homogéneas o uniformes ni
sincrónica ni diacrónicamente, sino tremendamente
diferentes e irreductibles a patrones de uniformidad.

Por lo tanto, la pretensión de captar un
recorte de la sociedad
de un país concreto en un
tiempo preciso supone un recurso de generalización para
poner en foco y en vigencia un cúmulo de elementos
comunes, opacando y debilitando innumerables elementos
particulares disímiles. Es que de ese modo, enfocamos
voluntariamente una supuesta unidad, aunque más no sea a
los efectos de una argumentación ad hoc, sin
importarnos, por lo mismo, la existencia de sus
particularismos.

Lo mismo hacemos cuando nos referimos al supuesto
carácter, voluntad o sueños del pueblo,
entendidos como expresiones homogéneas y
hegemónicas.

Por lo tanto, en la vida real una cosa son los relatos
sobre el pueblo y otra bastante diferente las vidas, las
motivaciones y los sueños que realmente existen al
interior de una sociedad concreta.

Lo colectivo tiene dos grandes vías de
construcción: la vida misma como realización y la
dimensión simbólica como producción y
reproducción conceptual. Y dentro de esta última,
especialmente, los relatos históricos y el patrimonio
icónico.

Desde 1810 se desarrollan en América latina
procesos oficiales de legitimación y legalización
de determinadas versiones de sus tiempos pasados nacionales. Para
ello ha recurrido a la epopeya y al relato histórico, a
los símbolos nacionales, a la figura del héroe, a
las ideas de Patria y de patriotismo, de patrimonio, a las
nociones de Pueblo y de Dios embebidos de catolicismo y
transmitidas continuamente por la escuela en la liturgia y la
iconografía patriótica, todo ello en una amalgama
de mitos e irracionalidades situados por encima de los hombres. A
todo lo cual deben agregarse los procesos colectivos de
construcción de la memoria, es decir, de las
memorias colectivas.[3]

Actualmente -estamos en 2010- tiene lugar en Argentina
una sistemática intervención oficial que puede
parangonarse con una ingeniería ad hoc, consistente en
efectuar mediáticamente apelaciones sentimentales y
emocionales a "rescatar la memoria y recuperar
nuestra identidad". Es decir, a sostener una memoria
única y homogénea correspondiente a un ficto sujeto
colectivo, único y homogéneo: el Pueblo
argentino.

Esta ingeniería política e identitaria
está hoy presente en la mayor parte de América
latina, especialmente en aquellos países con gobiernos que
se presentan y asumen como progresistas de izquierda.
Aun con opuesto sentido ideológico, ella representa hoy el
correlato de la ingeniería política de las viejas
oligarquías decimonónicas tenidas por fundadoras de
nuestra modernidad aparentemente liberal. Precisamente en eso se
parecen, en ser ambas expresiones del paternalismo
político, disfraz habitual del autoritarismo y del
paternalismo de las élites políticas de ayer y de
hoy, en tanto las diferencias que tienen entre si resultan
finalmente muy pocas.

Cuando se considera la posición gubernamental
acerca de la identidad colectiva de las naciones latinoamericanas
se comprueba que los gobiernos y sus agencias recomiendan que
todos debemos adquirir una identidad precisa,
determinada -no una cualquiera-, y que debemos asumirla con
firmeza, con honor, con orgullo, convencidamente, sin remilgos,
etc. Pero, de hecho, y de acuerdo a las particulares
circunstancias político-sociales del momento y a las
necesidades oficiales, esa recomendación apunta a dos
posibilidades identitarias principales.

Una -la más frecuente- ha sido y es en Argentina
la de "rescatar" la famosa "identidad nacional". Rescate
simbólico de un supuesto "tesoro" o acervo cultural y
espiritual indiscutible de la identidad de los argentinos, en
razón de hallarse perdido en el olvido y la
desaprensión colectivos. Olvido que se fundamenta en el
abandono pasivo y negligente de viejas creencias fundacionales
por causa de la vorágine del mundo actual, o de nuestras
miserias morales o sociales, o peor aún de "una escalada
sin precedentes contra el núcleo de valores y tradiciones
que nos representan", etc, etc.

Estas apelaciones emocionales y sensibleras de las que
tanto usan y abusan los politiqueros y los dictadores en
Argentina y América latina a cumplir con unos supuestos e
ineludibles deberes colectivos de naturaleza
profundamente espiritual son, en realidad, exhortaciones
moralizantes, patrioteras y rituales que a pesar de la
irracionalidad que conllevan terminan recibiéndose
masivamente por el peso de su presunta jerarquía
espiritual.

En el fondo expresan formas políticas
conservadoras de una identidad colectiva de carácter
político, territorial y cultural supuestamente justa,
correcta, valiosa y eficaz que poseeríamos desde el
instante mismo de nuestro nacimiento en el país que nos ha
asignado el Destino; o desde aun antes de nacer por imperio de la
mayor calidad de las sangres cuanto mayor añejamiento
posean los linajes en cada suelo nacional.

En ambos casos esa clase de identidad equivaldría
a una suerte de marca indeleble sobre nuestras personas, marca
que deberíamos esforzarnos por asumir orgullosamente todos
los com-patriotas, en lugar de tenerla olvidada en una
muestra flagrante de leso patriotismo.

Detrás de ella se encuentra implícito el
correspondiente discurso legitimador de la élite
conservadora, basado en la construcción
político-ideológica que caracteriza al seudo
liberalismo argentino.

La otra modalidad a la que asistimos en estos
días, pero que igualmente es una vieja cantinela
ideológico-política, se refiere a la
construcción de la identidad que supuestamente nos
corresponde
. No la de factura habitualmente conocida como
demoliberal burguesa y europeizante que la escuela argentina ha
enseñado durante más de un siglo y medio, y que los
argentinos en general hemos creído que nos
correspondía y pertenecía, sino otra que debemos
adoptar pero que se hallaría padeciendo las acechanzas y
los acosos de aquella, la cual busca impedir su
encarnación colectiva para destruir en todos y cada uno de
los argentinos la posibilidad de realización del ser
nacional individual y colectivo -suponiendo que exista un ser
colectivo en el sentido en que se lo utiliza desde el
poder-.

La primera sería una suerte de identidad
vieja
, para algunos no suficientemente honrada por los
argentinos, y la segunda una identidad inédita y
superior
que se halla en peligro por el acoso constante de
los Malos del Universo.

Entre la supuesta identidad vieja y la supuesta
identidad nueva existen otras diferencias más literarias
que reales. La primera equivale a una asignación que se
remonta a los tiempos de los orígenes fundacionales de la
Patria, en tanto la segunda se postula como a construir entre
todos, voluntariamente,
forzando y haciendo estallar en mil
pedazos el supuesto determinismo histórico
tradicionalmente asociado a la primera como
destino.

Patria vieja y Patria nueva, Patria del pasado y Patria
del futuro, Patria del destino y Patria del proyecto, Patria
oligárquica y Patria plebeya. Las escribo con
mayúscula para connotar la condición de sujetos
metafísicos con que antes y hoy han sido y son manipuladas
desde el poder.

El discurso oficial actual corre asociado a esta
supuesta patria popular. Pero pronto se descubre una grave
contradicción. Si aquella Patria vieja, al haber sido
apropiada por la oligarquía vacuna luego de la batalla de
Pavón, con las tremendas consecuencias que trajo en todos
los órdenes, representaba una patria que se había
olvidado de sus orígenes humildes y se había
convertido en madre de hijos ajenos y madrastra de sus propios
hijos, y no siendo representativa de la totalidad de los miembros
del pueblo sino de una escasa porción de éste
(precisamente la oligarquía terrateniente) esta
versión actual también representa los fueros de
una parte del pueblo, precisamente la de quienes apoyan
el pensamiento y la acción que puede ser perfectamente
identificada como progresismo de izquierda, lo cual en
América latina significa realmente seudo
progresismo
.

Y siendo éste una expresión aggiornada del
populismo, paternalismo y clientelismo de viejo cuño
nacionalista autoritario, revela a cada instante sus viejas
mañas de origen. Es decir, su llamado a construir nuestra
nueva identidad nacional con tales y cuales insumos, teniendo en
cuenta esto o aquello y así o asá
demuestra que su principal objetivo no es la construcción
en tanto proceso social democrático, igualitario y
solidario sino el modelo a adoptar, el fruto ya pergeñado
por algunos Adelantados: la concepción ideológico
política que ha estado esperando su turno desde hace
bastante tiempo: el correlato seudo progresista de izquierda de
la histórica seudo derecha oligárquica.

Y como la identidad sólo en apariencia es
cuestión de indumentaria, es decir, cosa que se cumple en
acto, en acción, en tiempo presente, lo más grave
de una mala identidad o de una identidad forzada o impuesta feroz
o sutilmente es siempre el futuro, eso que más allá
de cierto punto es impredecible. Pese a lo que parece suceder en
la realidad, ese tiempo y ese lugar depende cada vez menos de
impulsos colectivos, es decir, de sujetos colectivos
autónomos y sí del poder, de todas las formas del
poder y la fuerza multiplicados en intervenciones cada vez
más sofisticadas cuanto eficaces.

LA INASIBLE "CONCIENCIA
NACIONAL"

En América latina, y especialmente en Argentina,
la expresión conciencia nacional llegó a las
cumbres de su frecuentación y prestigio en los 60´s
y 70´s; luego vino el reflujo de los 80´s y sobre
todo el de los 90´s, hasta el presente amanecer del siglo
XXI que la ve renacer con apariencias distintas en los nuevos
escenarios políticos.

Medio siglo atrás, su éxito descansaba en
la aceptación de la tesis del compromiso ético y
estético entre la Nación y el Pueblo, del cual
surgía el Proyecto, la Causa, etc, etc.

Obviamente, el punto de partida consistía en la
fe en el Proyecto, lo cual hacía de la política una
suerte de mitología, entre el mito y la historia,
iluminada por el faro de la religión nacional
señalando el futuro como Destino previamente asignado.
Aceptado esto, el resto era cuestión de
construcción del relato correspondiente, cargado de
emoción, sentimiento y pensamiento mágico. El
resultado era muy atrayente. Pero fue terrible.

Implícitamente se buscaba, se legitimaba y se
instalaba una determinada concepción de la historia como
la única verdadera y buena. En consecuencia había
que homogeneizar el pensamiento y el sentimiento de los
habitantes de la Nación. En los hechos no se diferenciaba
de "uniformizar", pero este término se filiaba con el
campo "antinacional", es decir, el del "enemigo". Para el campo
popular… ¡no, digámoslo con
precisión!: para el Pueblo, desde el Pueblo, eso se
llamaba "conciencia nacional", una suerte de doctrina de la fe y
las obras para ser un buen patriota.

El origen fascista de este esquema es innegable, y es
tan eficaz para cualquier poder político moderno que hasta
lo han usado -y aún lo continúan usando- las
expresiones políticas socialistas y comunistas
supuestamente antifascistas y supuestamente ateas.

Por lo tanto, la expresión conciencia nacional
postula un principio sociopolítico de carácter
absoluto y fatal. No disculpa ese carácter ni el
autoritarismo implícito que conlleva el hecho de que la
expresión se origine, de hecho, tanto en el campo popular
como en las cimas del gobierno y del poder.

En el primer caso "esa" conciencia nacional quiere
obtener el poder para imponer su concepción de
nacionalidad urbi et orbe, es decir, sin aceptar
disidencias. En el segundo caso es la emblemática
manipulación de dictadores, populistas y totalitarios que
se presentan como representantes del campo popular, envueltos en
la retórica de los mandatos del pueblo para que
éste gobierne a través de ellos. Y es todo
mentira.

Lo que todo eso significa en la realidad lo conocemos
muy bien en América latina. El paternalismo y el
autoritarismo desembozado circulan juntos desde la izquierda a la
derecha y viceversa en las cúpulas correspondientes, y el
pueblo siempre abajo, como un niño de la mano de
papá.

En ambos niveles, el del pueblo por un lado y el del
gobierno y el poder por el otro, lo que en realidad se requiere
para llegar y para mantenerse arriba no es algo cualitativo o
sustantivo, sino cuantitativo. Lo que vale es la magnitud,
¿pero la magnitud de qué? Inicialmente la
mayoría pensará en el número, número
de votantes, de afiliados, de votos en las elecciones, suponiendo
que el número traduce representatividad no sólo de
personas sino fundamentalmente de ideas.

Hasta los años de plomo se creía
generalmente, e ingenuamente por cierto, que el número
legitimaba las ideas que gozaban de mayor aceptación por
mayor número de personas. Hoy, en base a la
reiteración de fracasos, desencantos y frustraciones
colectivos ya se sabe un poco más de la verdad: lo que
vale no es la magnitud del número para legitimar una
concepción o un programa político sino la
magnitud de la fuerza
, la cual no es necesaria ni
directamente proporcional al número de personas, votantes,
afiliados, simpatizantes, seguidores, etc.

En la vida política institucional tormentosa de
América latina, el número, cuando es consagratorio,
no implica ya la fuerza moral de una idea sino un simple
formalismo legal. En cambio, para el déspota y para el
terrorista 1 puede valer mucho más que 1. Es decir, la
fuerza puede valer más que el número de habitantes
o ciudadanos congregados tras una idea o tras una persona, por
eso el revolucionario y el dictador quieren siempre construir un
plus de fuerza para sobreimprimir a los números de que
disponen.

Precisamente la guerra de guerrillas y la técnica
militar del comando demuestran que es posible tener mayor
magnitud de fuerza con menor cantidad de soldados que el
ejército más poderoso, lo cual ha permitido
más de una vez que algún grupo guerrillero,
contando con pocos miembros pero con gran magnitud de fuerza,
pudiera imponer la agenda política al enemigo aun siendo
éste más poderoso. Además, también lo
demuestran las técnicas del rumor, de la propaganda y de
la manipulación política de la información
por parte del poder.

De modo que el sistema opera sobre la base del mito de
la representatividad pero ya no privilegiando el valor formal del
número, o sea el principio de la legitimidad de las
mayorías gobernantes, sino directamente de
quién dice que representa al pueblo –aun
cuando en realidad represente una fracción minoritaria de
éste- y quién puede representarlo con la
mayor magnitud de fuerza a su servicio.

Así es la lógica actual en América
latina, donde ya no existe diferencia entre el terrorista y el
dictador, sobre todo cuando ambos -lo vemos claramente en la
actualidad- se arrogan la representación del pueblo siendo
que de hecho ambos lo subrogan.

De modo que lo que merecería ser una
expresión sustantiva, cualitativa, ética y
estéticamente, no vale por si sino por esa ambigua
"representatividad" que el Poder traduce en magnitud de fuerza y
que hoy se traduce eufemísticamente en el término
"gobernabilidad". Operación ésta que puede
convertir en "pueblo" a una cantidad de hombres que hasta ayer no
lo eran y que quizá mañana dejarán de serlo
a tenor de cuáles sean sus preferencias y sus opciones en
cada momento.

En esa inestable condición cuantitativa de la
"representatividad" del ser y del deber ser políticos
bifurcados
se asientan en muchos países la
"legitimidad" y la "legalidad" consiguientes de sus acciones y
sus dispositivos de mediación política.

Pero esta ecuación necesita de las palabras para
instalarse en las mentes sin desnudarse y así producir un
conocimiento falso. Y también necesita de las
imágenes.

Por lo tanto, la "conciencia nacional" no representa hoy
un supuesto cualitativo superior racionalmente, como
habitualmente daba por sentado cierta literatura político
ideológica transmitida inalterablemente a lo largo del
tiempo, sino un dispositivo de persuasión,
disciplinamiento y control donde importa poco la sustancia, el
contenido político o ideológico, las cuales pueden
variar en relación con las variaciones de la
composición política e ideológica
circunstancial de una comunidad.

Aun así, cuando la razón y la ética
se separan, resulta peligroso aceptar cualquier concepción
sustantiva pero minoritaria, pues ésta puede intentar
legitimarse en función de la convicción de la
posesión de la verdad o de la posesión de una
fuerza, de un mandato o de una misión superiores,
y en consecuencia intentar legitimar el ejercicio de esa fuerza
para ser creídos.

Por esa vía, cualquier posición enfrentada
a otra puede aducir representar la conciencia nacional de una
nación. De hecho, así ha sucedido durante las
etapas de ascenso de las minorías autoritarias al poder,
ya sea desde la izquierda o de la derecha, y sigue
sucediendo.

El camino recorrido va en ambos casos idéntica y
estrechamente enlazado al significado y sentido políticos
que circunstancialmente se atribuya al "pueblo". Éste
siempre se mantiene flotando en zonas brumosas. Unas veces como
mera expresión cuantitativa de población o
pobladores, pero sin el supuesto de ser mayoría sino una
vanguardia (que algún día espera conectarse con el
Pueblo). Otras, precisamente lo contrario: donde está la
mayoría está el Pueblo, y donde está el
Pueblo está la mayoría. En ambos ejemplos, se
corren graves riesgos.

Recuérdese el famoso vox populi, vox
dei
, siempre hay algo metafísico gravitando desde el
poder y sobreimprimiéndose en el conocimiento,
especialmente sobre la razón, y ésta, siempre inane
frente a aquél, se exigirá a fondo para producir
alguno de sus clásicos dictámenes
impactantes.[4]

La única manera de que tal supuesto sea
representativo es que abarque la mayoría, pero no de
personas sino de consensos activos con las ideas involucradas
puesto que el número-masa es la degradación de la
idea republicana de mayoría.

El siglo XX, el de los grandes totalitarismos,
difundió en todas partes una forma autoritaria de
configurar la conciencia nacional como una expresión
ideológica particular, determinada, de carácter
beligerante, inscripta en una dialéctica confrontativa
entre el Bien y el Mal, los buenos y los malos. De ese modo, lo
nacional se convirtió de hecho en una esencia, algo que no
puede comprobarse, una supuesta verdad, una convicción,
una creencia, una fe.

En la historia, tanto los servidores de la esencia como
los propietarios del número mayoritario han basado en
dichos factores los derechos a la guerra contra sus enemigos
obteniendo de allí su legitimación mayor. Da lo
mismo que esos factores se pongan en juego con la excusa de la
defensa de alguna clase de identidad colectiva o nacional por
parte de los enemigos o del nosotros. A su turno, todos hemos
sido y somos, sucesiva o diferidamente, víctimas y
victimarios.

De modo que pretender superioridades, primacías,
centralidades, prioridades, jerarquías, privilegios, etc,
sobre otros hombres u otras ideas en base a la "pertenencia" o
representación de ciertas características
"nacionales", que son en realidad fantasmagorías, es una
soberana "tontería" (siendo indulgentes), tontería
que ha derramado océanos de sangre humana. Por eso le
decimos no acá y ahora.

En consecuencia, son falsos y peligrosos el
número por si mismo y los esencialismos de cualquier clase
pues abren la puerta a la esclavitud de las mentes y los cuerpos
de los clientes. Lo que hace falta es que la representatividad
tenga fundamentos sustantivos, racionales y éticos de
carácter universal.

MEJOR QUE MEMORIAS, LA
HISTORIA

El pasado dejará de acecharnos de la forma en que
estamos habituados a padecerlo sólo cuando saldemos
nuestras cuentas con él, cuando no lo mitifiquemos
más ni por izquierda ni por derecha. Recién
entonces habremos superado un relato que perdura como alma en
pena y que nos asalta constantemente a lo largo del
tiempo.

Mientras la sombra del pasado continúe
proyectándose sobre el presente para prolongar la secular
división de la sociedad en dos bandos irreconciliables, lo
que hoy no se mira ni se dice engendrará nuevamente un
absceso purulento que el día menos pensado
reventará dolorosamente y reiniciará un nuevo ciclo
de formación de abscesos argentinos, y sin que la
ulterior búsqueda de causas y asignación de
responsabilidades sirva para concluir definitivamente con ese
fatalismo mentiroso de sociedad desgarrada y maldita hasta el fin
de los días.

Debido al crecimiento de la conciencia mundial de la
paz, y pese a la persistencia de la conflictividad internacional,
el mundo marcha hacia reequilibrios cada vez más
manejables y menos tensionados que en otras épocas.
Sorprendentemente, en América latina la mayoría de
las agendas públicas nacionales se debaten entre las
pulsiones necrófilas de reinstalación de un pasado
angustioso y pesado, y la lucha contra los obstáculos y
resistencias para concebir y construir democrática y
armónicamente un futuro superador del presente.

Las representaciones sociales sobre los "60´s y
"70´s (fruto de la confrontación dialéctica
entre un pasado no sedimentado ni procesado rigurosamente, y un
presente sesgado por una visión unilateral) no se
ensamblan con los requerimientos que en nombre de nuestros
antepasados, de nosotros todos y de nuestra descendencia nos
reclaman un futuro con inclusión social, con libertad,
igualdad y justicia en un ambiente democrático.

Esas representaciones, opacas cual vieja película
repetida, no despiertan demasiado interés en una gran
parte de la sociedad en la que memorias diversas, contradictorias
y siempre traumáticas necesitan del transcurso reparador
del tiempo sobre la carne, la mente y el alma, que torne a los
humanos de ayer más sencillos y reales en su escala, y
más democráticamente víctimas todos, aun
habiendo sido, reitero, alternada o simultáneamente
victimarios.

La resurrección de un pasado con pretensiones de
restauración, junto con la producción y repique
mediático de una memoria única, fogoneada por
intervenciones oficiales y de colectivos diversos, desparrama sin
pudor la mercantilización del dolor, crónico y
agudo, de una Argentina condenada a la reiteración
constante del corsi e ricorsi de nuestra tragedia
histórica.

Mientras tanto, ese pasado se representa con
pretensiones incuestionables de verdad y representatividad,
instalándose hegemónicamente en el espacio
público con intenciones y efectos formativos sobre una
porción mayoritaria de la sociedad que no vivió ni
tuvo experiencia real y directa de aquellos años
violentos.

Los jóvenes de hoy han tenido una
apropiación intermitente, mediática y escasamente
institucional de testimonios basados en los relatos de
protagonistas que, más allá de iniciales
propósitos reparadores de heridas individuales y sociales
y de justos y necesarios reclamos de justicia con posterioridad
al retorno de la vida democrática, continúan
pendientes de un trabajo crítico no efectuado
posteriormente, relacionado entre otros aspectos con olvidos
inconscientes o deliberados, y de composición sesgada como
toda memoria.

Frente a la pretensión de unilateralidad en la
construcción de la memoria colectiva, otras memorias
particulares tan subjetivas como versión oficial disputan
una porción del imaginario social. Convertidas en
monólogos autoritarios casi todas ellas, comparten por
igual un renovado interés por la exhumación
simbólica de ilustres aunque discutibles muertos bajo cuya
advocación insisten en resituar a sus recambios
generacionales, con la excusa de empujar el carro de la Argentina
hacia adelante cuando en realidad le han colocado la
reversa.

Pero por más que algunos reciclados, viejos,
gordos y pelados conductores tácticos de hoy sueñen
con un último asalto equivalente al postrer combate del
Cid Campeador, sus falanges actuales ya antes de la lidia semejan
grotescas Armadas Brancaleone, y aquéllos los flautistas
de Hamelin que "conducen" (¿a dónde?) a nuevas
camadas de jóvenes aparentemente idealistas que no conocen
historia ninguna y menos aún la de los últimos
cincuenta años, dado que el sistema educativo
argentino ya no enseña historia sino tan sólo
aparenta hacerlo.

Hoy, la vieja imaginería y los discursos
revolucionarios no sólo no convencen sino que, por el
contrario, asustan, y en todo caso disuaden. Pese al discurso
instalado y consagrado, el pasado evocado desde la
memoria
y como memoria en las particulares
condiciones de nuestro conflictivo y desorientado presente no
tiene ya la fuerza germinativa imprescindible para proyectarse
vitalmente a través del diseño y la
construcción de un compartido futuro superior, sino que
por el contrario sólo sirve a su
esterilización.

Por eso está claro que para esos fines negados,
más que contar con memorias necesitamos construir
historia
con renovados procedimientos y recaudos
epistemológicos, a fin de superar el fragmentarismo de las
múltiples memorias, especialmente de las
militantes.

De otro modo, podría pensarse que el persistente
anclaje en las memorias del pasado reciente constituye un refugio
para los argentinos, ya sea porque el pasado es más
fácil de gobernar, o porque el presente nos quema como una
brasa, o porque a quien realmente tememos es al futuro, es decir,
al crecimiento, al desarrollo, a vivir mejor.

Es en esta clase de momentos cuando la historia, como
devenir social en crisis constante, puede dar un
desgraciado salto atrás y parir nuevas camadas de
dictadores y tiranos, ya sea por izquierda o por derecha.
Ojalá que nuestro presente no sea uno de esos momentos.
Ojalá que no y que nunca más.

"ESA" HISTORIA

Muchas otras razones explican las formas de la
producción social actual de la ciencia en general,
más allá de la clásica de que ella no admite
terra incognitae, es decir, que su principal
motivación es la curiosidad potencial y en acción.
Por ejemplo, la que explica su carácter de medio o
instrumento al servicio del poder, aquello de la enseñanza
de la historia como "aparato reproductor de la ideología
del estado", la famosa tesis de Althusser sobre la que existe
amplia aceptación. Pero fuera de ella existen criterios de
veracidad y utilidad como motores de su aplicabilidad a la vida y
las actividades humanas en función de su capacidad
potencial y real de transformarlas según fines
históricos, por lo tanto cambiantes.

En todo caso, la ciencia presupone investigación
y ésta presupone posesión de un sistema de
investigación que llamamos el método
científico. En función de las condiciones concretas
de aplicación de éste último cualquier
investigación científica particular puede ser
evaluada. Pero existe una evaluación estratégica
más compleja y a menudo poco realizada, que es la
evaluación en perspectiva de la calidad y eficacia de la
actividad científica en general o de una ciencia
determinada en un tiempo y lugar concretos. Esquematizando y
simplificando, hay que analizar fines y objetivos
científicos, programas, proyectos y productos de
investigación, efectuar balances en sentido
sincrónico y diacrónico, sacar conclusiones,
configurar tendencias, y luego volver a la acción para
tomar decisiones, corregir errores y continuar hacia
delante.

La evaluación estratégica de las ciencias
puede ser realizada con criterios políticos,
institucionales o industriales, además de los propiamente
académicos. Pero existe una ciencia en la que esa
evaluación se torna muy difícil, por lo menos en la
realidad de América latina. Se trata de la historia, la
única ciencia cuyo objeto de estudio no está
presente sino aludido por otros elementos, por lo cual no se
puede operar con él, no puede ser objeto de
experimentación. Pero si se puede operar con la ciencia de
los objetos históricos.

Ahora bien, las preguntas básicas para la
evaluación estratégica de la ciencia historia, en
un lugar y un tiempo determinados, son naturalmente ¿para
qué existe?, ¿para qué se enseña?,
¿para qué se hace investigación
histórica? Las respuestas son muy complejas.

Podría despejarse un poco la incertidumbre
precisando aquellos interrogantes; por ejemplo,
¿qué aspectos de la historia deberían
evaluarse a nivel estratégico?, ¿cuáles son
las potencialidades transformadoras de la historia
científica?, ¿qué indicadores
deberíamos observar y medir para establecer standards de
"productividad" de esta ciencia?, ¿o acaso la historia
como ciencia está ajena a este tipo de evaluación?,
si la respuesta a esto último fuera afirmativa,
¿qué razones lo justifican?

Si la historia no sirviera para nada,
significaría que da igual hacer ciencia historia que no
hacerla, y que da lo mismo enseñarla en todos los niveles
que no enseñarla. Ciertamente, la historia y la
filosofía de la historia han producido abundantes
respuestas a esta interrogante. A los efectos de su
evaluación estratégica hay que analizar los
resultados de su enseñanza y de su asimilación
pedagógico-cultural. En particular, verificar si provoca
cambios positivos en la sociedad de que se trate.

¿Qué sucede en nuestras
sociedades?

Pues, que la historia escolar, pese a sus
propósitos en contrario, obstruye el autoconocimiento de
la sociedad argentina y latinoamericana, que distorsiona la
percepción de las claves que la explican, que tironea
hacia atrás con la fuerza de los mitos, fantasmas y
fantasías del pasado, que impide calcular la distancia al
porvenir, que paraliza a los habitantes en vez de impulsar para
avanzar, que sabotea la construcción de un presente
compartido y disfrutado colectivamente…, por lo tanto
"esa" historia es historia muerta.

Historia muerta es palabrería
inútil, hojarasca para ser barrida. Todo lo contrario de
la noción de historia a secas, es decir, vida y vitalidad
de una sociedad en tiempo presente, ya que tener historia es
estar vivo y estar vivo es vivir en el presente.

No obstante, desbrozar las rémoras mentales que
nos atrapan en la vorágine del pasado es, en nuestras
condiciones actuales, más un expurgo de nuestra mala
conciencia colectiva que una nueva construcción del
presente. Es tan sólo una expresión de rechazo de
aquello que sentimos que ya no nos sirve; y sin embargo, es
igualmente un punto de partida, una pequeña luz de
esperanza.

Sucede que en dos siglos no hemos logrado construir
definitivamente una república democrática y
próspera para todos, en tanto la historia que nos explica
y constituye mentalmente como argentinos, desde la
antítesis liberal/revisionista, refuerza constantemente
nuestros desencuentros del pasado.

Ese pasado construido está en crisis, afectado
tanto en el relato en que se desplaza como en las
representaciones colectivas consiguientes, dotadas de cargas
emocionales complejas y tormentosas, atiborradas de
pasión, cuando no de odios y hasta de
indiferencia.

Ambos paradigmas han fracasado, no como relatos sino
como lecturas legitimadoras de la realidad ya que sus
análisis polares no permiten explicar nuestros constantes
fracasos y desencuentros societales, nuestra imposible
construcción de la nación más allá
del folclore nacionalista que ambas comparten con ligeros
matices. Sobre todo en la actualidad, cuando las tendencias
sociales centrífugas y anómicas son cada vez
más evidentes y abundantes.

La historia argentina cada vez nos contiene menos como
comunidad de afecciones, de identidades, de orgullo colectivo,
menos aún de solidaridad sustantiva.

Se ha roto el simbolismo de la patria oligárquica
que, pese a las críticas a que es legítima
merecedora, nos daba cierta cohesión simbólica.
También se ha roto el sentido de identidad, de
pertenencia, de eslabonamiento intergeneracional. Nos pesa
demasiado nuestra atroz herencia de fracasos y amarguras, al
punto que cada vez más los argentinos piden beneficio de
inventario para adir la renovada herencia de la tan mentada
identidad nacional. Esto así no por causa de convicciones
derivadas de un supuesto crecimiento y liberación de
fantasmas de nuestra conciencia política, no, sino para
poder redimirnos del dolor.

No se puede culpar de este estado a la crisis de la
enseñanza de historia. No es cuestión de más
o de menos historia argentina, y menos aún de seguir a
Mitre y la Academia Nacional de la Historia, o a José
María Rosa y otros revisionistas, sean afines, o
pertenecientes a otras líneas revisionistas. Precisamente,
no se trata de eso, porque de lo que estamos agotados es de de
transmitir constantemente anticuerpos político
ideológicos a los niños y adolescentes en el
sistema educativo, especialmente a través de la
enseñanza de la historia argentina.

Cuando lo aprendido está sesgado por argumentos a
la moda, o políticamente correctos según el
gobierno de turno, o por tradiciones de partido o secta, se trata
de indoctrinamiento, de transmisión de
estereotipos y obsesiones particulares de determinados
profesores, pecado que hemos cometido todos los profesores de
historia mediante el antipedagógico recurso de transmitir
nuestras particulares percepciones de las antinomias argentinas.
Por supuesto, las campañas de concientización
escolar dirigidas desde el Estado constituyen el abuso mayor de
todos los abusos pedagógicos posibles.

Ciertamente, ninguna reforma pedagógica oficial
ha de mejorar el interés escolar por la historia, ni
logrará producir hoy efectos revulsivos de ningún
tipo. Además, vale preguntarse para
qué
… siendo que esa historia que se compra y
se vende no nos permite hacer pie ni por un segundo en el
presente, ese fugaz instante que da comienzo al futuro; en este
caso, a un futuro imposible de pensar colectivamente. Siendo
así, ¿para qué inficionar de odios y
resentimientos las mentes incontaminadas de niños y
adolescentes que por serlo desconocen las disensiones y los
agravios que separan a sus mayores?

Lo dicho no significa desconocer que la historia
bicéfala argentina ha tenido días esplendorosos en
el pasado, sin importar a mis propósitos aquí
cuán vital haya sido, ni tampoco implica soslayar
importantes aportes de rigurosa erudición, aunque de
discutibles méritos, en ambos campos de la batalla por la
construcción de nuestra identidad y de sus
proyecciones.

Menos aún se trata de restaurar el universal
debate entre la verdad y la mentira históricas, cuando
todas son construcciones militantes, teológicas,
dogmáticas, tal como ocurre desde el 25 de mayo de
1810.

En todo caso, la responsabilidad consiguiente por tales
resultados alcanza tanto a los arquitectos como a los millones de
albañiles que participaron en la construcción de
Argentina. Unos fueron los diseñadores, las clases
dirigentes, los hombres públicos, los respectivos
historiadores y sus respectivas cofradías y academias, los
de arriba, las minorías ligadas al poder; otros, los
más, fueron los incluidos y los excluidos mayoritarios de
la sociedad que terminaron siendo funcionales al sistema, incluso
aquellos que se creen libres de culpa y cargo.

Unos y otros se construyeron mutuamente por
oposición, y al hacerlo quedaron congelados
intelectualmente en antagonismos y polarizaciones
irreconciliables, y en crispaciones estéticas
decididamente absurdas; es decir, en aquellos rasgos que nos
configuran emblemáticamente pero que no nos sirven para
salir juntos y unidos del pozo en que nos hallamos. Por el
contrario, continuamos heredando los correspondientes "nobles
odios" de nuestros mayores, y construyendo nuestras
subjetividades en torno a ellos, sin reparar que no existe
irracionalidad más grande que heredar los odios
ajenos.

A todo esto, el Bicentenario de Mayo desafía a la
inteligencia local a revisar las causas de nuestros
desencuentros, frustraciones y fracasos en la construcción
de la Argentina y de la supuesta argentinidad incardinada en un
relato histórico antinómico y divisionista hasta el
fin de los tiempos.

También es hora de revisar el régimen de
causas y efectos que desde ambas miradas sobre el pasado ha
construido la corporación de los historiadores, muchas
veces sofismas y falacias devenidos en axiomas a fuerza de
machaque y propaganda al servicio de intereses de facción;
de ambos lados, digo.

Por cierto, ni la verdad ni la mentira son exclusivas de
los liberales ni de los nacionalistas (incluyendo el matiz
nacional), por más que ambos se adjudiquen el
monopolio de la verdad para si mismos y el de la mentira al
adversario, de modo que la configuración de los buenos y
los malos de la película según sea el punto de
observación es siempre un acto teñido de
"impurezas" de toda clase.

De ahí las dificultades para integrarnos, para
sentirnos prójimos y amarnos como tales en reemplazo de
otra clase de afecciones ya pertenecientes al pasado.

Sin embargo, admitir nuestro fracaso bicentenial no
significa negar la existencia de logros y avances positivos,
sobre todo de aquellos que suelen obviarse o minimizarse. No
obstante, muchos han sido fruto de las mudanzas inerciales del
tiempo, de los cambios de épocas, de aprendizajes a los
golpes, de la falta de alternativas o del aprender de afuera, de
lo que sucede en el mundo más que de nuestras propias
decisiones y prácticas usualmente poco exitosas. Aunque
hayan durado lo que dura un suspiro, y seguramente por esas
razones.

Tanto lo bueno como lo malo conseguido lo debemos
más a la fuerza de las circunstancias, al miedo a los
demonios que buscamos exorcizar y al cansancio colectivo que a
nuestro escaso principismo y a nuestra endeble
voluntad.

Eso se vio con el regreso a la vida política
institucional, en 1983. Por entonces la gran mayoría de
los argentinos nos sentimos responsables y avergonzados del
desastre al que habíamos contribuido, ya fuera por
acción u omisión y con mayor o menor
responsabilidad en cada caso. Pero la vergüenza duró
muy poco: sin el menor propósito de enmienda la sepultamos
rápidamente en el fondo colectivo de nuestras conciencias
culposas.

Salvo los niños y los adolescentes, todos
habíamos perdido la inocencia. De ahí en más
pareció que habíamos recuperado la
autocrítica… pero era la autocrítica de los
otros… Enseguida nos llenamos de sofisticadas
explicaciones y volvimos a enmarañarnos en las palabras
hasta llegar a hoy, a ese estado espiritual que comencé
describiendo al comienzo de este título.

¡Cuantas culpas generaron ciertos pecados viejos y
cuántos pecados nuevos han generado ciertas culpas
viejas!

De todos modos, algo positivo ha quedado, y es que ya no
nos podemos autoengañar, por más que regularmente
nos hagamos los sorprendidos. No obstante, una pregunta que se
resiste a ser formulada con claridad resuena desde entonces en
nuestras conciencias sin darnos paz: ¡¿Por
qué… por qué… por
qué…?!

POLÍTICA EN LA GUERRA Y GUERRA
EN LA POLÍTICA

Toda conciencia identitaria, sea que esté basada
en factores étnicos, históricos, territoriales,
políticos o religiosos, sea dominante o de resistencia,
implica inexorablemente discriminación de los otros, los
que están más allá del nosotros, cualquiera
sea el criterio en que se base la diferenciación. Y como
casi siempre "el otro" representa una expectativa negativa (por
la inseguridad que implica lo distinto y desconocido de uno)
constituye potencialmente un peligro; en consecuencia, el otro
admite la condición de enemigo bajo ciertas
circunstancias.

Puede tratarse de supuestos enemigos de adentro o de
afuera de la nación, del territorio, del partido
político, del grupo religioso o de la etnia en
cuestión. Generalmente la condición de enemigos
atribuida a otras personas representa una contradicción de
resolución suspendida, es decir, pasible de
resolución pero sin fecha probable.

Si en tiempos de paz la política regula la
convivencia entre las partes (los múltiples unos y los
múltiples otros) la guerra ocupa todos los espacios cuando
la política cede a la violencia totalizante. De modo que
la guerra, en la más amplia variedad de formas y grados,
equivale tanto al camino a transitar como a la meta final de
supresión de la identidad del enemigo. Apropiarse del
otro, quitarle su identidad para liquidarlo o para convertirlo en
uno es convertir lo diferente en parte de uno para no
verlo.

Por lo tanto, el momento anterior a la guerra, el de la
fase política en que se resalta la diferencia con los
otros y no cabe el diálogo ni la negociación,
cuando las posiciones se absolutizan y se autovictimizan respecto
del contrario, necesariamente es el momento unidireccional del
monólogo.

En consecuencia, para la concepción de
política implícita en este esquema, que es el que
existe en la realidad, la guerra existe en potencia desde antes
de desencadenarse. Por lo tanto, en la política existe una
contradicción entre sus máximos fines y principios
de diálogo, negociación, democracia e
inclusión de los otros y sus posibilidades máximas
de ruptura con sus propios límites. Se trata de una
falsedad naturalizada que permite una insegura convivencia entre
diferentes, pues si hay enemigos hay conflictos y esto supone que
es del interés de cada uno de ellos su resolución.
De hecho, la lógica política implica una
suspensión de la guerra, y en el mejor de los casos una
desviación de ella. No es que yo lo postule o propugne; al
contrario, es la evidencia de la realidad la que me lleva a
descreer de las teorías optimistas.

Para la lógica del poder todo enemigo debe ser
derrotado, superado, o en el mejor de los casos neutralizado. Ni
por asomo pasa por las mentes gubernamentales el acuerdo, la
negociación, o la aplicación de la ley. Obviamente,
me refiero a que se lo desee y practique en la realidad del mundo
político sin hacerse trampas mutuamente. De hecho, en ese
ámbito son constantes las declaraciones y discursos
promisorios mientras se trabaja para producir lo contrario de lo
que se dice, como cuando los partidos comunistas postulaban
frentes nacionales para la coyuntura con partidos
socialdemócratas, siendo que íntimamente estaba en
aquellos la convicción absoluta de la inexorable
resolución futura de sus antagonismos por la
liquidación de sus enemigos provisoriamente en
suspenso.

Estado, gobierno y partido gobernante, cualquiera sea su
concepción ideológica, se autorreferencian con el
Bien, la Patria y el Pueblo como si fueran entes
metafísicos de gravitación real en la
vida.

Se trata de proyecciones que recorren la historia desde
los tiempos de la horda, el clan y la tribu hasta la
nación y el estado y producen finalmente, desde la
Modernidad para acá, esa contradicción
simultánea que desemboca en el nacionalismo y el
universalismo, con la necesaria salvedad que con esta
última concepción -tan atrayente como inicialmente
asociada a la libertad y la felicidad humanas- también
suelen maquillarse ambas expresiones ideológico
políticas totalitarias: el nacionalismo y el comunismo,
habitual y equivocadamente tenidos como absolutamente
diferentes.

POPULISMO, IDENTIDAD Y
POLÍTICAS DEL TIEMPO

La larga permanencia en el poder de las
oligarquías latinoamericanas debe mucho a la eficacia de
sus políticas del tiempo, comenzando por las
políticas de la historia que consagraron las
historias nacionales decimonónicas y regimentaron las
liturgias patrióticas, buscando consensos disciplinados
reproducidos mediante la educación pública y la
cultura.

En las condiciones del mundo actual, globalizado y
posmoderno, agotados los grandes relatos de la Modernidad y las
historias nacionales, menguada y subrogada la hegemonía
oligárquica por nuevos factores de poder mundial, incluido
el omnipresente populismo latinoamericano, aquellas
políticas han sido reemplazadas por políticas
de la memoria
, versiones degradadas pero muy eficaces para
la inducción oficial de comportamientos sociales acordes a
la manipulación clientelar en la mayoría de las
sociedades latinoamericanas.

Pero como historia y memoria son dos tipos diferentes de
relatos sobre la sociedad no da lo mismo promover una que
otra.

La historia, como ciencia, es una construcción
problemática e incompleta del pasado mediante
procedimientos rigurosos de investigación, tanto como
pueden serlo -a proporción- los de cualquier otra ciencia.
Nunca será reproducción exacta, calco o
resurrección, sino una representación subjetiva que
continuará subjetivándose posteriormente en nuevas
encarnaciones, creaciones y recreaciones, siempre desde cada
presente y bajo supuestos propios de la cultura, la época
y las preocupaciones intelectuales de cada
historiador.

Por lo tanto sus formulaciones no son intangibles ni
cristalizadas, como enseñó la historia positivista
hasta su desplazamiento por nuevas corrientes filosóficas
e historiográficas. Con todo, la historia es mucho
más estable que las memorias, y debería ser,
también, mucho más segura, pero esto último
constituye otro problema.

Como conocimiento o saber la historia se encarna en
actos de conciencia, de pensamiento, creencia o referencia,
configurando representaciones sobre el pasado que no tienen vida
propia ni poderes de ningún tipo. Por lo tanto, como ya ha
sido dicho, la historia no es un agente, no hace cosas,
no es siquiera motor ni tampoco tiene un motor, lo que sí
cabe atribuir a la vida social, causa y consecuencia de si
misma.

La historia, pues, no mueve al mundo ni los hombres la
escriben colectivamente: "los pueblos, o las masas, o los
trabajadores, escriben la historia a través de sus luchas
en el libro de la vida", diría hoy cualquier
retórica trasnochada de romanticismo. Lo que los seres
humanos hacen es vivir en la historia, en el sentido
-aquí sí- de coordenada temporal, lo cual no es
poca cosa pero tampoco es "la historia".

Al menos no es a esa versión conceptual del
término historia a la que aquí me refiero. La
historia es un modo de conocer y reflexionar sobre el pasado, y
es el fruto de ese conocer cuando se corporiza en el relato
histórico.

Para la izquierda tradicional la Revolución de
Octubre fue hecha por las masas, dicho a trazo grueso, lo cual es
en buena medida correcto. Pero no la escribieron esas masas en
gran medida analfabetas y terriblemente dominadas siempre. En los
70 años posteriores que duró el régimen la
historia tampoco fue una versión de los testigos,
es decir basada en las memorias recientes de aquella tragedia,
que no por ello debía ser inexcusablemente correcta,
perfecta, buena o verdadera, pues por ser memorias siempre
habrían de ser parciales, tendrían errores de
percepción, de evocación, de interpretación
y de comprensión de los hechos al atenerse a experiencias
y vivencias directas e inmediatas de protagonistas o testigos de
primero o segundo grado, o más alejados
aún.

Por otra parte, la carencia de una sistemática
investigativa convierte a las memorias en evocaciones de corto
alcance temporal. Una perspectiva profunda, sólida y
amplia sólo puede proporcionarla la tarea
científica de historiadores libres. No era el caso de la
URSS, donde el discurso histórico "oficial" fue construido
y retocado constantemente, sometiendo el método
histórico a los requerimientos del Comité Central
del Partido Comunista de la URSS.

Para el caso da lo mismo la URSS que la
Revolución Cubana, la Alemania nazi, la Indonesia de Pol
Pot o las dictaduras y populismos de toda clase. Ciertamente, en
países sin dictaduras ni totalitarismos la historia
científica también resulta sesgada, pero por
variables menos intensas si se quiere, menos absolutistas; y
cuando existe realmente libertad de pensamiento, de
expresión y de prensa todo puede ser revisado si sus
historiadores no son mercenarios ni estrellas del
mercado.

Las memorias, en cambio, no tienen posibilidades de
revisión, de enmienda, de filtrado para perfeccionar sus
explicaciones. Siendo un fenómeno colectivo no se expanden
pues no dialogan entre si, están ancladas en las
representaciones individuales porque psicológicamente son
vividas individualmente. En consecuencia son netamente
subjetivas, afectivas, emotivas, vulnerables a toda
manipulación, inconscientes de sus transformaciones y
siempre crispadas sobre si mismas.

Formadas con dosis variables de deseo y de olvido, de
amor, de odio, de resentimientos y de miedos, de certezas y
dudas, de cálculo y de imaginación, de
razonamientos correctos y de irracionalidad, serán
fatalmente fragmentarias, parciales y no democráticas. Con
esas características serán comunicadas,
modificadas, perdurarán en el tiempo, serán
olvidadas, permanecerán latentes o
desaparecerán.

Partes: 1, 2, 3, 4
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