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Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) (página 2)



Partes: 1, 2, 3

¡La escuela antigua!, ¡qué conjunto
de horrores!, ¡qué tortura para la niñez!,
¡qué castigo para la inocencia! En la escuela
antigua el alma de toda una generación se inoculaba con el
virus de una enfermedad destructora, y que no se curaba
después sino merced a una lucha tremenda. A veces
allí mismo se abría, negro y espantoso, el sepulcro
del pensamiento. De modo que la escuela, que debe ser el dorado
vestíbulo alfombrado de rosas por el que la familia humana
tiene que entrar al santuario de la civilización, en los
antiguos tiempos era el pasillo tenebroso y deletéreo, que
recibía a los esclavos futuros, en su paso para la
ergástula de la monarquía.

¡La escuela antigua! Hubiera debido llamarse mejor
El ensayo de la abyección, porque allí se mataba el
sentimiento de la dignidad que espiraba palpitante y aterrada en
medio de mil tormentos ignominiosos, tormentos físicos y
tormentos morales, que martirizaban el cuerpo y que apagaban la
divina chispa de la razón en el hombre acabado de nacer.
Un cuadro palpitante de lo que era aquella escuela, nos
reproducirá mejor que ningún razonamiento, todos
los horrores de la enseñanza antigua, que no era menos
ingrata entonces para los pobres que para los ricos.

Eran las 7 de la mañana: el niño
prolongaba cuanto podía su triste desayuno, con mil medios
que le sugería su agudeza infantil, y no por saborear el
pedacito de pan y la jícara de chocolate o el humilde
atole, sino por diferir lo más que fuese posible la hora
de su sacrificio. Así es que permanecía silencioso,
arrinconado, poniendo una carita doliente y mustia para inspirar
compasión.

Pero la voz ronca del padre recordaba que era hora de ir
a la escuela, y el niño palidecía y temblaba y se
llevaba la mano a los ojos para ocultar o enjugar sus
lágrimas, movimiento que enternecía el
corazón de la madre, siempre pronto a dulcificar ante sus
tiernos hijos los mandatos paternales.

En fin, era preciso obedecer: la buena madre consolaba
al niño, lo arreglaba, le ponía la gran bolsa de
lienzo que contenía la Cartilla, el Catón cristiano
o el papel para planas, el plomo para rayar éste, el
catecismo de Ripalda y la pluma de ánsar, pintada de rojo
o de verde.

Una vez dispuesto el chico, era entregado, si
tenía mediana posición, a un criado para que lo
condujese a la escuela, o se confiaba a un muchacho más
grande que pasaba por él, o se abandonaba a su propia
obediencia, de antemano asegurada con la amenaza de una zurra de
azotes.

La pobre criatura llegaba a la escuela y vacilaba antes
de entrar en ella, recogía sus fuerzas para tamaño
sacrificio, y con el corazón disgustado y miedoso
atravesaba el umbral.

Tenía la escuela un aspecto lúgubre y
aterrador. Una sala ordinariamente larga, estrecha, fría:
en derredor de ella había bancos, ennegrecidos por el uso,
y toscamente labrados: las paredes, de un color impuro y llenas
de grietas, estaban desnudas por todas partes, presentando al ojo
de los niños, que busca instintivamente algo con que
distraer su imaginación viva y ligera, el aspecto de una
superficie monótona sucia y triste.

Allá en el fondo, y trepado sobre una
pequeña plataforma con una barandilla, y a veces sin ella,
se hallaba tras de una mesa cubierta con un paño
fúnebre, el maestro de escuela, pobre hombre de rostro
avinagrado, , de mirada ceñuda, las más veces
viejo, con un traje oscuro, que le daba un aire de
clérigo, y casi siempre grasiento y
raído.

Sobre su cabeza o a uno de sus costados estaba colgada
una gran cruz verde, como la de la inquisición, o bien una
estampa de santo, con una virgen de Guadalupe, un San Luís
Gonzaga o un San Ignacio. Algunas veces el pizarrón negro
adornaba uno de los lados de la plataforma, o bien era la
pequeña mesa de un niño recomendado que veía
habitualmente a sus compañeritos con la más
descarada insolencia.

Nuestro pequeño alumno atravesaba lo largo de la
sala, iba a arrodillarse frente a la gran cruz o la estampa,
rezaba el bendito en voz alta, y luego se dirigía al lugar
del maestro y le pedía la mano.

  • ¡La mano, señor maestro! –
    decía tartamudeando.

El maestro apenas contestaba con una especie de berrido,
y el niño bajaba entonces de la plataforma, iba a colocar
su sombrero en un montón donde yacían los
demás, y ocupaba su banco, donde se ponía a leer en
su cartilla o Catón, después de que un muchacho
grande le había señalado la lección
correspondiente. Entonces permanecía quieto, quieto y
solo, leyendo en voz tan alta, que se le inflamaban las venas del
cuello.

Si aprendía a escribir, lo primero que
hacía era descolgar una pauta, acomodarle el papel que
traía, y rayarlo con el trozo de plomo oblongo de que
venía provisto. Después subía a la
plataforma y dando primero su pluma, humedecida de un modo
inconveniente, al maestro, éste la tajaba, la probaba y le
echaba renglón, es decir, le ponía un modelo, que
el chico trataba de imitar. Si su letra mejoraba era ascendido a
otra regla; porque es de advertir que había muchas reglas;
desde la primera en que se hacían los palotes, especie de
rasgos groseros o rayas verticales con las que los maestros de
aquella época creían ensayar la mano del
niño para la gallarda forma de torio, de palomares o de
cualquiera pendolista de antaño, hasta la octava, que era
una sola raya, en la que se escribía con letra
menuda.

Pero para llegar a la octava necesitábanse
años, paciencia, y sobre todo, sufrir todos los castigos
que el refinamiento clerical había inventado para corregir
a la niñez, educarla honestamente y enderezarla por los
caminos del temor de Dios.

Supongamos que nuestro niño escribía y que
había concluido su plana. Iba a enseñarla al
maestro y esperaba trémulo su fallo.

  • ¡Aquí has hechado un borrón,
    pícaro, malvado!

  • ¡Señor maestro! – exclamaba el
    niño enclavijando las manos.

Pero el implacable dómine empuñaba una
enorme palmeta y mandaba al chico que extendiera las manos.
Éste rogaba, lloraba, pero en vano, y acababa por extender
sus manecitas que temblaban procurando escaparse del golpe. El
maestro alzaba furioso el terrible instrumento de tortura, y lo
descargaba dos y tres veces sobre aquellas manos de siete
años, pequeñas y débiles, produciendo un
chasquido sonora como el de un látigo, después de
lo cual, el dómine arrojaba al suelo la plana.

Como este examen solía hacerse en revista, es
decir, cuando todos los alumnos de escritura presentaban sus
trabajos, la férula no se caía de las manos del
maestro, y resonaba cuarenta, sesenta y hasta cien veces en menos
de una hora.

Pero aún había más: sobre la mesa
del paño lúgubre, se veía tendida
espantosamente otra cosa que hacía estremecer a los
niños y bajar los ojos. Era una larga disciplina de
cáñamo o de alambres. Con ella se castigaban las
grandes culpas, y estas eran: haberse reído sonoramente,
haber corrido en la calle, haber ido a pasear en vez de ir a la
escuela, haber derramado un tintero sobre la mesa, o no saber la
lección de doctrina cristiana.

Entonces, ¡horror! El maestro mandaba desnudar al
niño, cuyo pudor se ultrajaba alzándosele la camisa
para vapulearlo a raíz. Tendíase el pobrecillo en
un banco y poníase el pañuelo o el ceñidor
en la boca para soportar el dolor, y el maestro le aplicaba una
docena o dos de azotes con la horripilante disciplina.

Y a una victima, sucedían otra y otra, de modo
que los llantos y las convulsiones de dolor se sucedían
también, y la furia del maestro se aumentaba, y el
círculo de niños que presenciaba aquello,
palidecía y se agitaba aterrorizado: los pequeños
niños de la lectura se miraban unos a otros debajo de la
plataforma, buscaban instintivamente a la madre, y tornaban a
mirar al maestro que les infundía pavor con los cabellos
grises erizados, con los ojos fuera de las orbitas y con la boca
espumeante como una furia infernal. Sí: entonces
podía decirse muy bien con Montaigne:

¡La escuela es el infierno!

Esto era en lo físico: veamos en lo intelectual.
Seis meses de cartilla, es decir, de estudiar el abecedario, de
deletrear y de decorar. Después seis meses de Catón
cristiano o de Libro segundo, es decir, un conjunto de lecturas
fastidiosas, inútiles, erizadas de ejemplos corruptores y
de cuentos ridículos de viejas, de máximas de
bajeza y de esclavitud, doctrinas frailescas y groseras.
Después lectura En Carta, para lo cual se pendían
las disparatadas copias de dependiente de tienda mestiza, o se
hacía uso de la correspondencia de un clérigo, de
una vieja o del infeliz padre, que no siempre brillaba por su
buena letra u ortografía.

Más tarde las planas, como hemos dicho, de la
primera a la octava regla, y cuando ya se escribía con
falsa se comenzaba el estudio de las cuentas. Con las cuatro
reglas que sepan los niños, les basta, decían las
gentes antiguamente. Así es, que no aprendían
más que a sumar, restar, multiplicar y partir. Tal era el
tecnicismo de la aritmética entonces.

Mientras que estudiaba todo esto, y haciendo el papel
principal en el aprendizaje de las varias materias que se
enseñaban, la doctrina cristiana era el más
temible, el más odioso, el más inicuo tormento para
el niño.

¡El catecismo del padre Ripalda!
¿Quién en México no conoce al padre Ripalda?
Y ¿Quién que tenga en algo a la razón y a la
libertad, no detesta ese monstruoso código de
inmortalidad, de fanatismo, de estupidez, que semejante a una
sierpe venenosa se enreda en el corazón de la juventud
para devorarlo lentamente? Yo no se cómo todavía
las prensas de un pueblo republicano y culto se ocupan de
multiplicar los ejemplares de ese librillo odioso, que siembra en
nuestras clases atrasadas, principios de tiranía y de
superstición, incompatibles con nuestras instituciones y
enemigos de la dignidad humana.

Defiéndanlo en buena hora, hombres bastante
insensatos o bastante interesados para servir a las miras de un
partido de oscurantismo (cortísimo por fortuna), y que
quiere resucitar en pleno siglo XIX las ideas del tiempo
colonial. La civilización, la libertad, la ciencia no
hacen caso de lo que griten falsos apóstoles de una
religión de paz, de humildad y de dulzura, y ellas
reprueban y acabarán por aniquilar las doctrinas
estúpidas que contienen libracos como el de
Ripalda.

Si el cristianismo ha de vivir algo más, no ha de
ser seguramente difundido por el catecismo de ese viejo jesuita,
misionero del papismo y de la remedad española, cuyo bello
ideal era la imbecilidad de los pueblos.

Volvamos a nuestros niños:

Aprendían la doctrina de Ripalda con tedio, con
desesperación, sufriendo horribles castigos a cada
página del repugnante catecismo. Primero aprendían
las oraciones, después las declaraciones, que son
disertaciones pequeñas y áridas en preguntas y
respuestas, y muy propias para hacer concebir un horror profundo
a los ejercicios de la memoria. Cuando un niño
sabía el catecismo de cuerito a cuerito, como se
decía entonces, era tenido en la escuela por un chico de
provecho, y en su casa por un Séneca; aunque no hiciese,
como en efecto no hacía más que repetir, como
papagayo y con una canturria detestable, las susodichas
disertaciones.

Y digo canturria, porque tanto para leer, como para
recitar, los maestros enseñaban una especie de canto llano
que es muy conocido, y que hoy nos hace reír cuando lo
oímos en el teatro; pero que nos fastidió
soberanamente cuando tuvimos que repetirlo en la
escuela.

Los sábados eran días espantosos, y en los
cuales los niños preferían enfermarse a concurrir a
la escuela, porque entonces se les obligaba a hacer el repaso o
recordación de todo lo que habían aprendido del
catecismo de Ripalda, lo cual era un suplicio, pues los maestros
contaban los puntos o faltas de memoria, y castigaban cruelmente
tan horrendo delito, con la consabida zurra de palmetazos o de
azotes.

Algunas veces se obligaba a los niños a ir en
formación a alguna iglesia de barrio para oír la
misa, para saborear el sermón, o lo que era mayor
todavía, a confesarse con algún fraile bilioso y
severo. ¡Confesarse ellos que a los ocho o diez años
apenas tenían oscuras nociones del mal moral! Muy pronto,
abandonados al interrogatorio indiscreto, y a la autoridad
absoluta del coco del confesionario, iban adivinando lo que la
prudencia paternal o el candor de una madre cariñosa
habían creído conveniente ocultarles, y su
conciencia inocente, ya medio achacosa por las doctrinas de
Ripalda y por los castigos acababa por enfermarse.

Tal era la instrucción primaria que se daba a los
niños antiguamente; y entiéndase que estoy hablando
de lo que pasaba hace menos de treinta años, aquí
en México, según me lo han referido todos mis
amigos de colegio, y según lo sé por boca de
testigos fehacientes, entonces como ahora, muy empeñados
en la reforma de la instrucción popular. Y hay sujetos
más jóvenes que yo, que han presenciado escenas
semejantes aún después de ese tiempo, de manera que
puede asegurarse que hace todavía veinte años la
escuela era como acabo de describirla, con muy poca diferencia.
La escuela a principios de este siglo, la anterior a la
independencia, era peor mil veces, y el que quiera conocerla
puede ocurrir a los escritores de aquella época,
particularmente al pensador mexicano, a ese iniciador atrevido a
quien anatematizaron el clero y la tiranía, precisamente
por haber revelado al pueblo, los inmensos males que traía
consigo el absurdo régimen colonial. Fernández de
Lizardi ha dejado en descripciones gráficas y que son
eminentemente populares, una imagen viva de la instrucción
y educación que se daba al pueblo en aquel tiempo de
lúgubre memoria.

No terminaré mi cuadro sin observar que si tal
era el atraso de la enseñanza primaria en la capital de la
República, espantoso debe haber sido el que reinaba en los
pueblos. En éstos, particularmente en los que había
indígenas, que son los más, la escuela se
conservaba como en tiempos de los subdelegados. Dividiánse
los alumnos por castas, y ocupaban dos bancos diferentes. En unos
se sentaban los niños de razón, y en otro los
indios, a quienes no se enseñaba más que la
doctrina en malísimo castellano y de voz viva, pues no se
les permitía leer. Al menos así pasaba en mi
pueblo, entonces perteneciente al Estado de México, que
era uno de los más adelantados en la federación. A
veces, el capricho del maestro, una lisonja al alcalde indio cuyo
hijo iba a la escuela, o singulares disposiciones en que paraba
la atención el dómine cuando no era muy ignorante,
ni muy torpe, hacían que un niño indígena
fuera trasladado del banco de su raza, al banco de la gente de
razón, y de este modo el pobrecillo podía probar
los goces de la lectura, de la escritura, y tal vez los de la
ciencia.

Pero si no tenía en su favor alguno de estos
motivos, quedaba condenado a la excomunión que pesa
todavía sobre la raza infortunada.

Otra observación haré, y es: la de que si
no he hablado de la enseñanza que se daba a la mujer, es
porque en aquella época, la escuela popular
difícilmente abría sus puertas a la hermosa mitad
del género humano, al menos en los pueblos. En
México las "amigas" se habían encargado desde hace
muchos años, de preparar para la patria a cien
generaciones de mujeres infelices, devotas, ignorantes de su
propia capacidad, y resignadas por convicción al papel de
eternas esclavas del hombre, y de ciegas auxiliares del
fanatismo. Si de la amiga pasaban al convento, allí
completaban su educación, es decir, recibían, si no
más luces, al menos un grado superior en la escala de la
gazmoñería y de la servidumbre de la imperiosa
familia que las educaba para su provecho.

La amiga solía ser también la escuela
primaria del niño rico, que no obtenía con ella
sino un cambio en el sexo de su tirano. En vez del maestro
ceñudo, ignorante y feroz, tenía a la maestra,
vieja, de humor agrio y caprichoso, mojigata por vocación,
solterona, con una ignorancia peor que la del dómine, y
tremenda en materia de pellizcos y de disciplina. Pero
regularmente la maestra no enseñaba más que a leer
mal. El niño tenía siempre que perfeccionar su
instrucción primaria en la escuela de
niños.

Al salir de ella, nuestro chico, o se dedicaba a hacer
fortuna en el comercio o las artes, o si tenía
comodidades, era metido en el colegio para abrazar una de las
cuatro carreras, entonces las únicas para ser algo con el
tiempo, a saber: La eclesiástica, la de abogado, la de
médico o la de militar.

El colegio de entonces es también digno de
estudio; pero será asunto de un bosquejo que
escribiré más adelante con aquel título, y
para leer el cual, invito desde hoy a mis lectores, pues
será un cuadro curioso.

Concluyo, pues, el de la escuela antigua, y al
terminarlo, no se extrañará que yo pregunte:
¿Tenían razón los niños para
resistirse a concurrir a ella, y para regar con sus
lágrimas el camino que conducía de su hogar a
semejante infierno? Porque es mentira que el niño
aborrezca instintivamente el trabajo; es una calumnia lanzada por
los ignorantes contra la sabia naturaleza que nos inclina a lo
bello y a lo bueno, y que inspira en nosotros la
propensión irresistible a la actividad y la
indagación.

Lo que hacía huir a los niños, lo que les
causaba una repugnancia irremediable hacia la escuela, era que
veían sobre sus puertas, gravada con caracteres
sangrientos, aquella inscripción tan terrible como la que
vio el Dante sobre las puertas del infierno y que era el odioso
apotegma de la tiranía, preparando el ánimo de los
niños a la abyección: la letra con sangre entra,
viejo oráculo que por desgracia no pierde enteramente su
prestigio.

Los que todavía lo preconizan, podrían ir
a la Alemania del norte o a los Estados Unidos, las dos naciones
más adelantadas en la enseñanza popular, y
allí verían cómo los niños se duermen
por la noche sonriendo, al pensar en sus trabajos escolares del
día siguiente, y despiertan por la mañana
sobresaltados por su pereza, y saltan impacientes de la cama, se
desayunan apresurados y se marchan a la escuela corriendo,
alegres y felices, como si fueran a estrechar el seno de una
madre cariñosa. Y es que en la Alemania del norte y en los
Estados Unidos, la escuela acoge a los niños con la
ternura de la familia, con la sonrisa dulce de la patria, con las
recompensas del trabajo, con las promesas del placer y con los
estímulos de la belleza. ¡En esos dichosos
países, la escuela es el paraíso!
¿Cómo no explicarse con sólo la
enseñanza, el admirable poder de la Prusia y de los
Estados Unidos?

La escuela contemporánea – la escuela
libre.

Veamos ahora la escuela popular, tal como existía
en 1870, y por consiguiente. Tal como existe al comenzar
1871.

En México, desde antes de regir la
constitución de 1857, que consignó el principio de
la libertad de enseñanza, ya que la primaria no se hallaba
toda bajo la inspección del estado. Por consiguiente, los
particulares podían abrir escuelas y educar a los
niños sin la obligación de tomar por norma los
reglamentos del gobierno, ni las disposiciones del municipio, ni
aún tener siquiera sobre sí la mirada de la
autoridad.

Alguna vez se impusieron reglas determinadas a los
establecimientos particulares; pero estas reglas, de un
carácter puramente local, fueron derogadas por el uso, o
por las mismas autoridades, y cada uno siguió
enseñando como quiso; y como los gobiernos pasados han
fijado tan poco su atención en la enseñanza
popular, y más bien la han tiranizado que protegido, las
escuelas continuaron su vida de rutina.

Después de la Constitución de 1857 y de
las Leyes de Reforma, la enseñanza se declaró
libre, la secundaria se reglamentó en parte; pero sobre la
primaria ha habido un absoluto silencio, dejando a los estados y
aún a los municipios que la organicen a su sabor, y
limitándose a proteger más o menos la que se llama
nacional, es decir, la que se sostiene con los fondos
públicos. En esta ejerce cierta vigilancia la autoridad
municipal.

Varias sociedades de carácter privado han tomado
a su cargo la protección de la enseñanza primaria,
como la Compañía Lancasteriana, la Sociedad de
Beneficencia para la Instrucción y amparo de la
niñez desvalida y la Sociedad Católica establecida
recientemente.

De estas, las dos primeras, recibiendo subvenciones del
gobierno, más o menos cuantiosas, le han concedido, como
era justo, ciertos derechos de inspección; la
última que sólo cuenta con sus fondos propios,
permanece libre de la vigilancia del estado. Además,
numerosos profesores mantienen abiertos sus establecimientos
particulares, y muy pocos de ellos, por su condescendencia
patriótica invitan a la autoridad a presidir sus
exámenes y su distribución de premios, ocupando a
veces los edificios nacionales, como una muestra de respeto a las
instituciones. Los más afectan desdeñar la majestad
de las leyes y se reservan el derecho de cerrar sus puertas a la
vigilancia nacional y aun al espíritu de las
instituciones. Esto quiere decir, hablando en términos
más claros, que se reservan el derecho de enseñar
el menosprecio a la República, el odio a la autoridad y
las viejas doctrinas de la escuela antigua, que son, bien
examinadas, muy propias para inclinar el ánimo de los
ciudadanos futuros, a subvertir el orden público, cuando
este se halla bajo el régimen liberal.

Yo dejo a los que se han olvidado de organizar la
instrucción primaria conforme al principio constitucional,
el cuidado de meditar profundamente sobre estas palabras del
sabio demócrata Michelet en su hermosísimo
libro intitulado "Nos fils", cuya lectura recomiendo a
los legisladores, así como otras de que hablaré
después.

Es necesario, dice el venerable anciano, que la patria
se halle presente en la escuela no sólo por medio de la
enseñanza directa o la tradición nacional, sino
como una madre por su justicia exacta y atenta. La libertad local
será cosa excelente con cierta "sobrevigilancia que no
la deje muy libre para ser injusta y desigual en provecho de la
aristocracia".

La escuela es ya la comuna en pequeño. No puede
decirse cuanto pesa en ella la influencia local. La escuela
libre, no pagada por el estado, es justamente la que conviene
más a los padres ricos e importantes. Es un terreno previo
en que comienza la desigualdad. El maestro no es siempre injusto;
sino las más veces débil, demasiado indulgente,
demasiado blando para con los niños de los poderosos del
lugar, de aquellos que podrían perjudicarlo o matarlo de
hambre.

La escuela no será verdaderamente libre, sino en
tanto que el maestro vea cerca de él una asociación
activa y enérgica que se interese en la escuela y en
él mismo, lo sostenga llegado el caso, y le ayude a ser
justo.

Michelet, "Nuestros hijos", lib. V, cap.
V, De la escuela como propaganda cívica.

Es necesario reflexionar maduramente sobre la idea
previsora que encierran estas palabras de uno de los más
esclarecidos apóstoles republicanos

No vayamos, por dar una amplitud desmesurada al grande y
generoso principio de la enseñanza libre, a hacer una
concesión peligrosa al pasado que impida el bienestar del
pueblo y la consolidación de nuestras
instituciones.

No se me podrá tachar de no ser partidario de la
libertad en todo y para todo. En esta parte profeso los mismos
principios de mi ilustre amigo Zarco; pero quiero tamaña
libertad, conforme a las leyes y nunca contra las
leyes.

No creo conveniente el reglamento en todo, y creo
innecesaria y aun perjudicial la inspección de la
autoridad en muchas cosas; pero juzgo indispensable el uno y la
otra en ciertas materias de importancia vital para el porvenir de
la democracia en nuestro país.

Así, es mi ideal la libertad absoluta de la
prensa; pero esta libertad, cuando es peligrosa, tiene su
correctivo eficaz en la contradicción que se le opone, y
las teorías que se publican no son aceptadas sino
después de haberse depurado en el crisol de una ilustrada
discusión. No encierra, pues, peligro.

La enseñanza secundaria tiene un reglamento, y
los discípulos que estudian fuera del recinto de las
escuelas nacionales, se someten a su autoridad legal.

¡Pero la enseñanza primaria!… La
enseñanza primaria que no está sostenida por el
estado, se halla fuera de su vigilancia, y considérese que
en la independencia de la escuela libre, las doctrinas del
maestro pasan sin contradicción, se escuchan como un
oráculo y se apoderan del ánimo del niño sin
que la ley les ponga coto. Así es, que poco a poco y por
medio de un trabajo lento, pero eficaz, un maestro hábil y
pernicioso puede convertir su escuela en un plantel de futuros
conspiradores. Pero dejando esto aparte, y concediendo a la
doctrina toda la libertad posible, aun la que es contraria a la
ley, fijémonos sólo en que un maestro puede, bajo
el pretexto de la beneficencia, aceptar en su escuela un buen
número de niños huérfanos y pobres, y
sujetarlos a indignos tratamientos, o pervertirlos bajo la
influencia de máximas inmorales. Yo pregunto: ¿La
vigilancia de la autoridad, no se necesita allí? La
protección a esas victimas de una falsa caridad ¿De
dónde ha de venir, sino de la ley? Esta se hace
todavía más indispensable cuando se trata de
niñas de cuya inocente debilidad puede aprovecharse la
hipocresía.

En fin, tal asunto da materia para largos
artículos, que con otros estudios sobre puntos
constitucionales, pienso publicar; y por hoy me limitaré
en estos bosquejos que me he propuesto hacer útiles en
algo, a apuntar solamente ideas, cuya meditación
está reservada a los legisladores.

Para hablar de la escuela contemporánea, es
preciso dividirla en escuela de ciudad, bajo cuya
denominación se comprenden las escuelas de las poblaciones
grandes, de las ciudades populosas, y en particular de
México; y escuela de campo, bajo cuyo título
consideraré a las escuelas de los pueblos cortos y de las
aldeas. Unas y otras merecen examinarse.

La escuela de ciudad.

El que haya visto la escuela popular antigua, y la
compare con la escuela contemporánea, no puede menos que
comprender la distancia que se ha establecido ya entre las
dos.

Ella, sin embargo, no es grande, ¡triste es
decirlo! Cuesta mucho desarraigar viejas preocupaciones, y sucede
a veces, que los reformadores mismos, que creían realizar
una innovación, se han dejado alucinar por algunas ideas
rutinarias, creyéndolas el parto de una audaz inventiva.
Así ha sucedido con las escuelas de México. Sea por
las dificultades con que se tropieza, sea por falta de dinero que
el gobierno no da con mayor liberalidad, sea por el poco tiempo
que lleva la instrucción primaria de haber cobrado nuevo
aliento, el hecho es: que ella todavía se resiente de sus
antiguos achaques, y siendo nuevo el vino de las ideas
progresistas, todavía está contenido en las viejas
odres de la forma colonial.

Ahora bien: en la escuela, es preciso entenderlo, la
forma importa mucho.

La escuela municipal y la Lancasteriana, son las mejor
atendidas. Es preciso hacer justicia plena al interés que
han tomado en la enseñanza los ayuntamientos de 1868, 1869
y 1870 y en particular los regidores encargados de ella. Don
José María Baranda, joven e inteligente profesor de
Geografía, Don Felipe López López, profesor
de instrucción primaria; y el Dr. Don Gabino Bustamante,
benemérito de la niñez desvalida.

Los tres han procurado ensanchar la esfera de los
conocimientos primarios y elevar día a día la
escuela popular a un rango distinguido. Pero los
obstáculos han sido superiores a sus fuerzas, y la escuela
dista mucho de la que debe ser, según las ideas modernas,
cuya práctica debe estudiarse a la escuela de Prusia y de
los Estados Unidos.

En cuanto a la escuela lancasteriana, los directores de
esa sociedad han sido muy activos, muy perseverantes, y profesan
ideas avanzadas. El concurso de todos los miembros, y en especial
de las ilustradas señoras que se han consagrado a la noble
tarea de hacer atractiva la enseñanza con el encanto de la
belleza y de la virtud protegiendo la escuela pobre, ha producido
ya magníficos resultados. No hace mucho que el
público mexicano ha podido contemplar el conmovedor
espectáculo que presentaba el gran teatro nacional, donde
se hacía la distribución de premios a centenares de
niños, que habían salido para recibirlos, de todos
los laberintos en que esconde aquí su miseria la clase
menesterosa.

En cuanto a las escuelas que sostiene la sociedad de
beneficencia, fundadas por el ilustre Vidal Alcocer, me es penoso
decirlo, a mi que acabo de ser su vice-presidente; pero se
sostienen con una vida raquítica y miserable, vida que no
puede prolongarse por más tiempo, si la mano protectora de
la filantropía no viene en su auxilio, porque el gobierno
no está obligado a sostenerlas, ni la subvención
que les concede basta para ponerlas bajo buen pie.

Hasta ahora, la enseñanza que se da en esas
escuelas, a causa de la escasez suma de recursos con que se lucha
diariamente, es casi ineficaz.

Se necesita regenerar completamente el sistema
allí adoptado, y cerrar varias escuelas si no logran estar
bien dotadas, en gracia de otras, que aunque pocas, pueden ser
útiles.

La escuela absolutamente miserable en que el niño
no tiene libros, ni papel, ni buenos profesores, ni un sistema
económico para suplir lo primero, ni habitaciones
cómodas, bien ventiladas y sanas, vale más que
cierre sus puertas, porque no será más que un foco
de infección, un pretexto para la pereza, e
impedirá al niño que vaya a una escuela mejor, o
que al menos permanezca en el hogar bajo la tierna vigilancia de
la madre.

Yo abrigo la risueña esperanza de que los nuevos
funcionarios, entre los cuales veo con placer al Sr. Don
José María Iglesias, a quien debe muchísimo
la instrucción pública, logren a fuerza de
actividad y de inteligencia robustecer la sabia de ese
benéfico árbol plantado por la santa mano de
Alcocer y cuya sombra ha dado ya la vida a millares de criaturas
desamparadas e inteligentes.

La escuela del campo.

Si la escuela de la ciudad se hallaba en el estado que
he descrito, puede considerarse el atraso espantoso que
caracterizaba a la escuela del campo, es decir, la escuela de las
poblaciones pequeñas y de las aldeas.

Ahí no había instrucción, ni moral,
ni nada que preparara un porvenir mejor a la juventud.

Es preciso advertir, que una población se
consideraba muy feliz con tener una escuela miserable; y que los
pueblos de indígenas que son los más numerosos en
la república, carecían las más veces de
ella; por consiguiente el indio jamás aprendía a
leer, y eso explica su estado actual de barbarie y
abatimiento.

En algunos pueblos de indígenas solía
haber escuela, es verdad; pero en ella solo se enseñaba la
doctrina cristiana, o para hablar con más propiedad, los
rezos más insignificantes y que se hacían recitar
de memoria a los niños, que los aprendían como
papagayos, y que los olvidaban pronto. Estos rezos eran el
bendito, el padrenuestro, el credo, el ave Maria y los
mandamientos de la santa madre iglesia. Como no se les
enseñaba al mismo tiempo el castellano el aprendizaje de
estos rezos era perfectamente inútil, pues no los
comprendían; y si a esto se añade, que nunca los
curas predicaban sino sermones sobre la obligación que
tenía su rebaño de pagar las obvenciones
parroquiales, los diezmos y primicias, los responsos y la
contribución anual para la fiesta del santo patrón;
se comprenderá el porqué la raza indígena
permanece en la idolatría más
repugnante.

Ni han tenido empeño los sacerdotes
católicos en sacarlos de ella, porque la idolatría
ha sido precisamente una mina riquísima para el clero, que
con los mil santos aparecidos de que sembró la nueva
España, y con las legiones de imágenes groseras con
que sustituyó en los templos cristianos a los
ídolos de los antiguos teocaltin, tuvo con que improvisar
en poco tiempo riquezas fabulosas.

Materia es esta de la idolatría, sobre la que hay
mucho que hablar, y me reservo tratarla en otra parte con la
extensión que merece. Ni se crea que es asunto de poca
importancia para los progresistas; es asunto capital, es nada
menos que un obstáculo enorme que se opone al desarrollo
de la reforma, y que a toda costa es preciso destruir si queremos
que la inmensa mayoría de la nación se ilustre y
sea útil para los trabajos de la
república.

Para mí, la escuela es el único medio de
lograr este objeto esencial.

Yo se muy bien que los primeros misioneros
españoles que vinieron a la colonia recién
conquistada, animados de un espíritu verdaderamente
evangélico, que acababa de inspirar en España la
reforma trabajosa del cardenal Jiménez de Cisneros,
ministro de los Reyes católicos, procuraron con celo
ardiente instruir a los indios, no sólo en las nuevas
doctrinas de la religión, sino también en las artes
liberales. Con tal mira, se dieron a aprender los diversos
idiomas del país, trataron de conocer las costumbres e
inclinaciones de estos pueblos, improvisaban una tribuna en medio
de los tianguis o mercados, como el padre Benavente llamado
Motolinia, o abrían escuelas como la de Tlaltelolco y de
Letrán, en la que el padre Gante enseñaba a los
niños convertidos la lectura, la escritura y la
música.

Conozco demasiado cuantos esfuerzos hicieron estos
sacerdotes para trasmitir a las razas de nuestro país lo
poco que sabían, y muchas veces, al leer las relaciones
que nos dejaron Motolinia, el Padre Durán, el Padre
Torquemada, el Padre Vetancourt, Mota Padilla y otros, así
como las crónicas de varias órdenes religiosas, he
admirado aquél antiguo espíritu de propaganda y
aquella actividad infatigable que mostraban, particularmente los
franciscanos en sus misiones.

Verdad es, que así ayudaban a hacer duradera la
conquista, a hacer olvidar a los conquistados, con su antiguo
culto, sus deberes patrióticos y su amor a la
independencia: verdad es, que por su parte los indios, de natural
dócil y suave y con su fácil comprensión, se
prestaban a la propaganda, como lo comprueban los frecuentes
asertos de los escritores que acabo de mencionar; que son las
más veces entusiastas panegíricos del alma generosa
y de clara inteligencia de los neófitos; pero en fin, al
menos aquellos frailes enseñaban y trabajaban. Más
después en los tiempos del virreinato y particularmente
cuando el clero había enriquecido y nada tenía que
temer, los misioneros desaparecieron, las escuelas se cerraron y
en su lugar se levantaron las ermitas y los santuarios de
imágenes milagrosas, los vastos asilos de frailes
regalones y perezosos, que se encargaron de reproducir
aquí la rica especulación que los sacerdotes
paganos ejercían junto a los templos de los
oráculos antiguos.

El misionero que descuidando los bienes mundanos, y
atento solo a su tarea apostólica, se veía obligado
a deshacer su hábito de tosca lana gris, para volver a
cardarlo, a tejerlo y a teñirlo de azul, so pena de andar
desnudo, no existía ya… en su lugar se presentaba
el cura apoyado por el encomendero y trayendo un arcabuz junto a
los santos oleos, en la silla de su mula. Levantóse el
palacio del obispo, declaróse inútil la escuela, y
en su lugar se colocó en la plaza el bracero de la
inquisición. No había ya necesidad de
enseñar cuando podía quemarse: la convicción
era inútil desde el momento en que el tizón
hacía temblar al indio ignorante y humilde.

De este modo la instrucción de los indios que
comenzaba a producir benéficos resultados, aunque envuelta
en las tinieblas del fanatismo, fue ahogada en germen, y luego la
pérfida protección de las leyes de indias,
acabó de abandonar a las razas conquistadas a la miseria
de la abyección. Los esfuerzos del benemérito padre
las Casas para levantar estas razas desdichadas a una altura que
merecían, fueron inútiles tal fue en compendio la
historia de la instrucción popular, en tiempo de la
conquista y en los posteriores.

De ahí es, que prolongándose semejante
situación, vino la independencia y después la
república, y encontraron a las razas conquistadas en un
estado próximo al idiotismo

Si por acaso, en un pueblecillo, los alcaldes
solían abrir una escuela, era, como lo llevo dicho para
que se enseñaran los rezos de los catecismos, porque el
cura se apresuraba a interponer su veto cuando se enseñaba
algo más, o el subdelegado desterraba o mandaba engrillado
en una mula al maestro de escuela que se atrevía a hacer
vislumbrar a los jóvenes oprimidos el más
pequeño de sus derechos.

El maestro de escuela era regularmente un pobrecillo
mestizo que había aprendido a leer en la ciudad, y a quien
la miseria obligaba a hacer la última trampa al diablo,
como se decía entonces, convirtiéndose en maestro
de escuela. Además, desempeñaba por necesidad el
empleo de sacristán notario del cura, es decir, amanuense,
algunas veces secretario del subdelegado o del alcalde, y no
pocas mandadero. Barría la iglesia, arreglaba los
ornamentos, confeccionaba las ostias, ayudaba la misa, era
cantor, componía el monumento del jueves santo y el
Belén en la noche buena, enseñaba a rezar a las
novias, doctrinaba a los mancebos, y en sus horas de ocio el
infeliz tenía la obligación de divertir al cura, al
vicario y a la ama de llaves. ¡Que dignidad iba a tener un
desdichado semejante, para ejercer el importante magisterio de la
enseñanza! ¡y que tiempo le dejaban tampoco los
quehaceres anexos a su empleo, para consagrarse a éste!
Apenas podía cantar sus rezos delante de sus chicos,
azotar a los que podía, y devorar su pobre y amargo
alimento, conseguido a precio de tantas bajezas.

Una miserable gallina, que por compasión le
regalaba alguna buena madre, algunos huevos o frutas que le
llevaban los chicos cuando tenían lástima de
él, al verlo pálido de hambre, y colérico o
abatido por las insolentes altanerías del cura o de la
autoridad; algunos cuartillos de maíz o de fríjol
que le traía un indio viejo, una chaqueta grasienta y
raída que le regalaba el eclesiástico el jueves
santo, eran los únicos obsequios que endulzaban la amarga
vida del pobre maestro de escuela.

Por lo demás, su sueldo variaba desde 5 pesos al
mes hasta veinte. Nunca fue mayor, y eso pagado de real en real,
y casi mendigado por la familia, porque si el maestro
tenía familia, era un mártir que durante su vida
sufría todas las torturas del hambre, y que moría
regularmente en la flor de su vida, mirando con amargura en
derredor de su lecho de agonía, a su mujer flaca o
enferma, y a sus hijitos haraposos y extenuados por la
consunción.

¿Horroriza este cuadro? Pues bien: sabed de una
vez toda la verdad; eso no pasaba solamente antes; eso pasa ahora
mismo, y tal es la escuela del campo, y tal es el desventurado
maestro que la dirige, y a quien la incuria de nuestros gobiernos
ha lanzado a los pueblos de indígenas como un presidiario
y no como un maestro, como a un paria y no como al apóstol
del progreso, y ni como al sacerdote del porvenir, ni como al
preparador de veinte generaciones.

Pero hagamos justicia a los instintos de la raza
indígena: aunque enervada, aunque oprimida, aunque vista
con desprecio, ella, lejos de rechazar la instrucción, la
busca y la acepta con gusto. En los pueblos, cuando se trata de
levantar o de reparar el miserable edificio de la escuela, todos
los vecinos concurren con gusto a trabajar, aún ahora, en
que están en desuso los trabajos comunes y en que no son
obligatorios, según lo prevenido en la constitución
de 1857. visitad cualquier pueblo de indígenas, hasta
aquellos que se hallan lejos de las grandes ciudades, y que
están como suspendidos en las alturas de la sierra, o en
las faldas de las montañas, y metidos entre los
bosques.

Veréis que se componen de un pobre villorrio de
cabañas de paja o de tejamanil, apenas adornados con
pequeños huertos en que la vegetación es la
única que se encarga de vestir con sus primores y de
alegrar con sus sonrisas aquella desnudez y aquella miseria. Pues
bien, siempre veréis tres edificios, mejor construidos que
los demás, y en los cuales se revela un cuidado constante.
Estos tres edificios son: la iglesia, la casa del cura, y la casa
municipal, que se divide en dos departamentos; uno en que tienen
su despacho las autoridades, y otro en que está la
escuela.

Verdad es que los dos primeros son siempre los mejores,
porque por una parte el interés del clero, y por otra, la
antigua inclinación a la idolatría, han hecho que
los indios den preferencia al nuevo adoratorio en que se guardan
los fetiches de la nueva religión; así como a la
casa del teopixque blanco o moreno, que ha sustituido a
los pontífices de Huitzilopoxtli o de
Centeotl.

Pero aún ocupando el tercer lugar la casa
municipal, la comunidad, como se llama en los citados pueblos, en
que se halla también la escuela, recibe asiduos cuidados y
es objeto de veneración.

El maestro de escuela, con ser un infeliz, criado, como
he dicho, del cura y del alcalde y casi siempre pobrísimo
y haraposo, es respetado, consultado por los viejos, venerado por
los muchachos, y suele ser si reúne a su empleo el de
secretario del juez o alcalde, el oráculo del pueblo,
compartiendo este alto carácter con el cura.

El aspecto de la escuela, sí, es
tristísimo: una sola pieza grande y cuadrada con una o dos
puertas, mal ventilada generalmente; el suelo desnudo, y en los
países de la zona caliente, en las costas, es
húmedo y malsano. Los niños se sientan en largos
bancos, el maestro en una silla de madera tosca, junto a una mesa
de encino que apenas tiene un tintero de plomo o un pedazo de
botella, y algunos pliegos de papel. Por lo demás, como
ahí no se escribe, ni se estudia geografía, ni
gramática, ni aritmética, la biblioteca de la
escuela se reduce al famoso catecismo de Ripalda y a algunos
cuadernos con alabados para que se canten el día
de las funciones religiosas principales.

Ver aquel conjunto, oprime el corazón. Los
niños indígenas, vestidos con su camisa y
calzón de manta gruesa, con los pies desnudos y con el
moreno semblante serio y triste, se sientan unos junto a otros,
cruzan las manos, y se quedan inmóviles, esperando que el
maestro comience a canturrear los rezos, para seguirlo ellos en
coro.

En pueblos más afortunados, el maestro que suele
conocer el idioma del país, les da nociones de castellano,
les enseña el alfabeto, les hace decorar en libro segundo,
y tal vez los inicia en los misterios de la escritura y del
cálculo. En un pueblo de ésos, puede adivinarse
desde luego la mejoría de la instrucción, en las
discretas conversaciones de los alcaldes, en la vivacidad de los
vecinos, en la limpieza y mejor arreglo de los trajes, y en la
mayor importancia de la agricultura y del mercado. El indio
nativo de este pueblo, a quien la partida de tropa que pasa coge
de leva, suele llegar a sargento, y a veces a oficial; se
convierte en guerrillero en tiempo de guerra civil, y no es
difícil que trate de potencia a potencia con el hacendado
de las cercanías o con el prefecto del distrito. Cuando
hace el comercio en las ciudades, no lleva a ellas carbón,
leña, frutas silvestres u otros artículos
miserables; sino hortalizas, lana, tabaco, cacao, pita, maderas
finas, cereales de todas clases, y aún obras de arte que
son muy estimadas. En fin, la instrucción ha mejorado las
condiciones materiales y morales de los pueblos en que ha sido
planteada; y para no citar muchos ejemplos, recordaré
algunos pueblos de Michoacán, en que la mano
benéfica del obispo Vasco de Quiroga derramó los
gérmenes de la civilización, y que hoy tienen fama
por la excelencia de sus artefactos; mencionaré a Zumpango
del Río, en el estado de Guerrero, pueblecillo pobre y
raquítico y enteramente indígena, en que la
permanencia por algunos años de un excelente maestro de
escuela cambió por completo el carácter de los
habitantes, transformándolos de aldeanos cerriles en
ciudadanos inteligentes; a casi todos enseñó a leer
y a escribir, y muy bien; a casi todos hizo vestir mejores
trajes, y engendró en sus almas tales aspiraciones, que
los hizo figurar, así en los puestos más
importantes de los pueblos, como en los elevados del estado. Esto
fue cuando aquella parte del sur pertenecía aún al
Estado de México; pero la escuela de Zumpango quedó
tan bien fundada, que después ella ha sido un seminario de
secretarios de ayuntamiento, de maestros de escuela y de
empleados de hacienda.

Esto prueba que no habría más que mejorar
la escuela de los pueblos indígenas, para levantar
rápidamente a la mayoría de la nación, del
abatimiento en que se encuentra.

La escuela de las poblaciones grandes, en que existen
las razas mezcladas, tiene otro carácter, y voy a
describirlo. Como allí los descendientes de
español, los criollos, han pretendido siempre obtener la
primacía; todo ha conservado el sello de semejante
preferencia con perjuicio de la parte indígena.

Así, las autoridades generalmente se entresacan
de las clases privilegiadas, y la escuela es útil
sólo para la gente de razón.

El edificio es también pobre y descuidado; pero
en el salón se ven ya los pizarrones negros, las muestras
de escritura y de dibujo, y los grandes cartelones para aprender
a leer. El maestro es más culto, tal vez tiene su
título de profesor, conoce el sistema métrico
decimal, traduce al francés y puede enseñar varios
caracteres de letra. Además, sus modales son mejores, su
traje revela al hombre educado, y su sueldo varía desde
veinticinco hasta sesenta pesos.

También es mal pagado, también tiene que
contemporizar con las preocupaciones de los alcaldes de
razón que suelen ser más bárbaros que los
indios; también tiene que llevar amistad con el cura, que
muchas veces es más ignorante que él;
también se ve en la dura necesidad de mimar a los hijos
del dueño de tienda, al pimpollo del alcalde, y que
encompadrar con el secretario del ayuntamiento; también,
en suma, tiene que pasar por durísimas pruebas para
arraigarse en su destino, y que ir cada día primero del
año a hacer sendas reverencias a los regidores y alcaldes,
para que no lo vean con ojeriza y le escatimen su pobre paga;
pero al menos su situación es mejor, y si se lograra
protegerlo eficazmente, se haría de él un hombre
útil.

Por ahora, se ve en la necesidad de ser frecuentemente
el protagonista de escenas enteramente iguales a las que no ha
hecho ver el gran Valero en el precioso cuadro El maestro de
escuela
, que todo México conoce, y que al
través de la risa que ha producido, ha inspirado, estoy
seguro, una sincera compasión hacia el infeliz
dómine, a quien su mala suerte obligó a sufrir las
impertinencias de las viejas, y a mimar a los estúpidos
hijos de los alcaldes.

En todas nuestras escuelas de las poblaciones grandes,
puede el que quiera, distinguir desde luego entre los muchachos,
la imbécil figura de Joaquinito Rodaja, el hijo
del factotum del lugar.

Pero hay que considerar en tales escuelas dos cosas.
Primera: que si en esas poblaciones hay, como es regular, clases
indígenas, éstas no reciben instrucción
igual a la que se da a las que hablan castellano, porque las
autoridades no ponen cuidado en ello, ni tienen empeño en
que vaya desapareciendo la distinción de razas, creada por
la conquista respecto de la instrucción. Y segunda: que la
lengua es una gran dificultad, porque no se exige a los maestros
que conozcan los idiomas del país, y porque los textos
están todos en castellano. Si se quiere, esto es bueno,
porque tiende a la unidad del idioma; pero es preciso entonces
pensar en una cosa importantísima, y es la de
enseñar el castellano a todas las razas, pero con un
empeño tal, que no pueda hallarse un indio que no lo
comprenda. Mientras esto no se verifique, la civilización
de la raza indígena será imposible, y nuestra
instrucción popular quedará inferior a la de otras
naciones que tienen la ventaja de poseer la unidad del idioma,
aunque modificada en parte por los dialectos locales.

Así, la gran superioridad de los Estados Unidos
consiste en que allí todo el mundo habla inglés, y
la instrucción primaria se difunde fácilmente. En
Alemania sucede lo mismo. La modificación de lo que
podríamos llamar provincialismos, es
insignificante. En Francia ya es más difícil por la
diversidad de los dialectos y aun de las lenguas, pues se habla
el vasco en los Pirineos, aunque respecto de la Alsacia,
la circunstancia de que allí se hable alemán es una
ventaja, porque se participa de los beneficios de la exuberante
civilización alemana. En España es difícil
también, por las mismas razones, que con otras emanadas de
la preocupación religiosa y del sistema político,
han contribuido a dejar en un atraso perceptible al pueblo
español.

En la Gran Bretaña, sabido es que las localidades
más atrasadas son aquellas que, como los
higlands, no hablan el idioma de la
generalidad.

Pero ningún país presenta mayores
dificultades que México en esta parte, por el gran
número de idiomas que hablan las razas habitantes de
él. Aquí, en un radio de cincuenta leguas, suele
suceder que se hablen diez idiomas, y no hay, para convencerse de
ello, más que consultar las dos magnificas obras escritas
por los sabios Don Manuel Orozco y Berra y Don Francisco de
Pimentel, intituladas Geografía de las lenguas y
Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas
de México,
para convencerse de ello; o que viajar
como yo, por la mayor parte de los estados, para conocer
prácticamente esta verdad.

¿Cómo remediar esto? Tal es la grande, la
sublime tarea que deben desempeñar los gobiernos de los
estados, porque el federal nada podría hacer sobre el
particular, si no es en su distrito de México. Las leyes
locales son las que deben proveer a tamaña necesidad, y
eso pronto, si queremos hacer adelantar el país un siglo
en veinte años.

Establecer escuelas normales, reglamentar sabiamente la
instrucción popular, abrir concursos para premiar libros
de texto, establecer sistemas rápidos de enseñanza
como en Prusia y los Estados Unidos, dotar liberalmente las
escuelas, aunque se supriman las superfluidades del lujo oficial,
la conservación de tropas, la construcción de
edificios públicos y la existencia de empleados ociosos.
Sobre todo, como base para esa reforma, es preciso, es
indispensable antes que todo, prescribir la enseñanza
general del idioma castellano, para lo cual debe exigirse a los
maestros que sepan los idiomas del país, y pagar bien a
los ciudadanos que se dedican a tan noble profesión,
libertándolos de la tutela de los curas y de la
dependencia de los ayuntamientos, a cuyo fin puede hacerse
compatible la creación de un fondo local de
instrucción pública, pero cuya
administración, como la de rentas, esté a cargo de
los empleados del estado y no del municipio.

Parecerá rara esta idea, y particularmente
emitida por mí, tan partidario de la independencia
municipal; pero reflexiónese que en nuestros pueblos
aún dominan mil preocupaciones populares, de que se hacen
instrumentos los alcaldes, y que influyendo en el ánimo
del preceptor, se perpetúan en la enseñanza.
Ayuntamientos hay, por ejemplo muy cerca, de aquí y que
podía yo designar, que han reprendido a los maestros, o
los han expulsado porque no enseñan la doctrina cristiana,
porque han proscrito la aritmética antigua y porque no
usan la palmeta. Ayuntamientos hay que han prevenido hace pocos
días al maestro, que lleve a sus alumnos a escuchar los
sermones y los alabados de los misioneros, de esos gitanos
españoles de sotana, que en vez de ir a predicar el
evangelio a las tribus de la frontera se han dispersado por los
pueblos centrales, para hacer una enorme colecta de dinero,
ganado, gallinas y semillas para reconstruir el arruinado
edificio de la codicia clerical.

Ayuntamientos hay, por último, que no permiten la
enseñanza de la geografía, ni comprenden la
utilidad de comprar mapas y esferas para dar a los niños
siquiera nociones elementales de una ciencia, que es ahora una
necesidad indispensable de la educación
moderna.

Difícilmente se encuentra un pueblo en que un
alcalde ilustrado haga enseñar en la escuela la historia
del país y conocer a los niños quienes fueron los
padres de la independencia y cuáles son los deberes que se
tienen para con la patria.

En cuanto a los derechos del hombre, ni palabra se
enseña en la escuela primaria, no sólo en la de
pueblo; pero ni en la de ciudad; y cuidado que es una materia de
tal modo indispensable, que sin ella el niño
llegará a la edad de la ciudadanía, y no
será más que el antiguo súbdito del virrey.
Sólo que en vez de humillarse ante el autócrata
subdelegado, se dejará atropellar por el alcalde, por el
comandante, por el alcabalero, por el inspector de cuartel, o por
el diurno.

Repugnándole su derecho electoral porque no lo
comprende, irá a abdicarlo en las manos del intrigante de
su barrio, del dueño de tienda, del hacendado
despótico, o irá a depositar su voto en la urna,
temblando bajo la mirada amenazadora del oficial de
guarnición o del prefecto del distrito.

La iglesia católica, muy hábil en la
propagación de sus doctrinas, y muy activa en esto de
favorecer sus intereses materiales, enseña a los
niños, antes que todo, el catecismo, y en él, como
se sabe, los preceptos en virtud de los cuales se obedece
ciegamente al sacerdote, y se paga sin replicar todo lo que la
codicia eclesiástica quiere. Así es que la iglesia
no hará ciudadanos con su enseñanza, ni patriotas,
ni hombres virtuosos; pero eso sí, hace devotos, hace
fanáticos furiosos, se atrae el corazón de sus
prosélitos desde niños, y cobra sus rentas
tranquilamente sin necesidad de facultad
económico-coactiva ni de disgustos con los
contribuyentes.

Cuando había cofradías, las convocaba, y
todos asistían con respeto y con gusto a la
elección de mayordomos, de topiles y de
fiscales, y abría sus listas de
suscripción para cualquier mitote religioso, y se
llenaban en el acto. Ahora que no hay cofradías, el cura
cuenta siempre con la docilidad de sus feligreses para cuanto
necesita en su iglesia.

Pero mirad una elección popular primaria, y os
dará tristeza considerar la indiferencia con que los
vecinos ejercen los elevados derechos de la soberanía;
convocad una junta para tratar de graves asuntos
políticos, y pocos querrán
comprometerse.

Sólo en las grandes ciudades pueden vivir algunos
días los clubes, sólo las elecciones secundarias
presentan alguna animación, y eso porque los que en ellas
figuran son los que están llamados a desempeñar los
altos puestos de la administración.

Y este tedio y esta indiferencia en las horas más
importantes de la vida de un pueblo republicano, no tienen otro
origen que la ignorancia, que la oscuridad completa en que se
hallan las clases populares acerca de la importancia de sus
derechos y de su grandeza.

Instruid a un pueblo de indios, que comprenda que de su
seno puede salir el diputado que alzará la voz en la
legislatura para favorecer los intereses de su raza, o el
magistrado que la protegerá en el poder ejecutivo, o el
juez que no tratará al indio como bestia condenada a las
torturas del presidio o de la mina, y ya veréis como ese
pueblo, en día de elecciones, se agita, se conmueve,
habla, discute y escoge para representarlo a uno de sus hijos, el
más hábil, el más honrado y el de
espíritu más altivo, para no dejarse subyugar por
los poderosos.

Instruir al proletario, al artesano; que sepan que
pueden empuñar con su mano callosa el bastón de la
autoridad, o que pueden, dejando por algunas horas el mandil, ir
a sentarse en una curul de la Cámara de Diputados, y ya
los veréis, el día de elección, levantarse
muy temprano, aderezarse como para una fiesta, asumir ante su
familia el carácter majestuoso del soberano, y correr a la
casilla a hacerse nombrar escrutador o secretario, o a regentear
su nombramiento de elector. Y por consecuencia precisa, este
artesano, este proletario, este indio, para captarse cuando
llegue el caso la simpatía de sus conciudadanos, tiene que
ser honrado, tiene que huir de los vicios, tiene que ser
filántropo, que dedicarse a la lectura, y que consagrarse
al trabajo para obtener cada día mejor concepto; y sobre
todo, tiene que procurar la educación de sus hijos, que
instruirlos mejor, a fin de que hereden su influjo y le superen
en consideración social. Así es como se levanta un
pueblo; así es como los norteamericanos han logrado hacer
de su nación un país grandioso, que dentro de poco
no tendrá superior en el mundo, que no lo tiene ya tal
vez.

He aquí los prodigios que obra la escuela. Tan
cierto es esto, que todo el mundo hoy conviene en que el
movimiento electoral es inusitado, en que el pueblo va
despertando y tomando interés en las grandes cuestiones
públicas. Pues bien; es cierto, y los demócratas lo
vemos con placer.

Pero si buscamos las causas, las hallaremos en el
progreso notable que ha habido en este cuatrienio en la
enseñanza popular, bajo sus cien formas. Las escuelas
primarias, las de adultos, los colegios, las reuniones de
enseñanza mutua, los periódicos, los
pequeños libros de historia, los jurados, las asociaciones
de artesanos, las fiestas cívicas, hasta ciertas novelas
históricas muy desdeñadas por los rígidos
censores y por la gente de tono, que no han comprendido su
intención, que era la de hacer penetrar por donde quiera,
con las galas del cuento, las doctrinas del patriotismo, todo ha
contribuido a despertar a las masas y a hacerlas tomar
interés en las cuestiones nacionales.

¡Y esto cuando la instrucción popular
presenta el estado que estoy describiendo con todos los colores
de la realidad! ¿Qué sería, pues, si se
hubieran disipado enteramente las tinieblas que aún
envuelven el espíritu de cinco millones de
habitantes?

Imitemos a la iglesia en el sistema de propaganda;
hagamos trabajar a las prensas con la impresión de
millares de libros, de carteles y de folletos,
baratísimos, regalados, atractivos, y que la multitud
devore con ansiedad y con placer; envíen los gobiernos de
los estados numerosos misioneros con el nombre de visitadores de
escuelas, por todas partes; elévese el magisterio
profesional con el incentivo de grandes recompensas;
descuídense las funciones religiosas, y cuídese la
escuela, que éste no es el tiempo de la devoción,
sino el de la ciencia y el del progreso material;
enséñese la religión de la patria y el
catecismo de la libertad; prepárese el terreno con la
enseñanza del idioma castellano; eríjanse altares a
los sabios de la escuela; tribútense oraciones a los que
triunfen de la ignorancia, y la felicidad de México
está hecha.

De este modo la escuela de pueblo no será una
cárcel, sino un arsenal de gloria, y el campo y la ciudad
se darán la mano en los trabajos grandiosos del
patriotismo.

Sin querer he dado a mi bosquejo la escuela del campo
una extensión que no quería. Es que el asunto se
presta a inmensas consideraciones; que ha sido descuidado por
nuestros escritores, y que merece fijar la atención de los
gobiernos como un objeto de importancia vital.
¡Ojalá que con éstas líneas logre yo
hacer que los legisladores de los estados fijen en la escuela
popular, y particularmente en la del campo, su mirada más
reflexiva.

El maestro de escuela.

Lo que son los curas de pueblo.

A fines del año de 1863 me dirigía a la
ciudad de San Luís Potosí, donde estaba a la
sazón el gobierno de la República. La
diputación permanente había convocado al Congreso
de la Unión, y yo en mi calidad de diputado, acudía
al llamamiento desde el fondo del Sur, en que me
hallaba.

Para no tocar puntos ocupados por los invasores, tuve
que dar rodeos larguísimos, y en uno de éstos,
atravesando un estado de cuyo nombre no quiero acordarme,
llegué un día a un pueblo de indígenas,
bastante numeroso.

El alcalde del lugar, deseando proporcionarme un rato de
conversación agradable, vino a buscarme a mi alojamiento,
en unión del cura; y éste me invito a pasar a su
casa para presentarme a su familia, ver sus libros y hablar
conmigo acerca de las cosas políticas.

Era el cura un sujeto parecido en moral a todos los de
su especie; pero en lo físico, era robusto, de mediana
talla, regordete, colorado y de carácter alegre y
decidor.

Llegamos al curato, que era evidentemente la mejor casa
del pueblo, y que ofrecía todas las comodidades
apetecibles, que en vano se habrían buscado en las casas
pobres de los indígenas.

Grandes y decentes departamentos, un gran patio con
jardín y agua, caballerizas, pesebres, en donde el digno
eclesiástico encerraba sus vacas y borregos, que eran
muchos, gran cocina donde trabajaba una crecida servidumbre de
molenderas, cocineras, galopinas y
topiles, la cual servidumbre era dada por el pueblo,
según las costumbres tradicionales. Por último, el
señor cura me enseñó sus piezas que eran
tres: la despensa, donde además de otras cosas,
había un rico surtido de vinos extranjeros y del
país, el oratorio donde tenía una virgencita en un
altar coqueto, y su despacho donde había un estante con
algunos libros vulgares de teología moral, historia
eclesiástica, cánones, y sermones, juntamente con
algunas de las más bonitas novelas de Pablo de Kock, que
él se apresuró a ocultarme cuando iba yo a
examinarlas. Además, allí estaba la mesa con su
carpeta verde, sus tinteros, sus papeles y cuadernos de badana
roja, su crucifijo de metal y su breviario negro. En las paredes
había colgados algunos cuadros de santos y una gran
disciplina de alambre con la cual (suponían los
feligreses) que el buen cura se mortificaba en el silencio de la
noche.

  • He aquí – me dijo -, el lugar donde paso
    algunas horas entregado al estudio, cuando me lo permiten las
    constantes y arduas fatigas de mi penoso ministerio.
    ¡Ay, amigo mío!, ¡Y que rudo es el trabajo
    de un pastor de almas, particularmente en estos pueblos! Y
    sobre todo, ¡Que vida!, ¡Que vida! Pero tome
    usted asiento; que voy a ofrecerle a usted una copita de
    algo; ¿Qué quiere usted? Me veo obligado a
    tener siempre un surtido de algunas cosas indispensables para
    hacer más agradable la vida, y para poder obsequiar a
    los que pasan por aquí. Luego presentaré a
    usted a las únicas personas que me acompañan en
    este destierro, y que me asisten en mis enfermedades y me
    consuelan en mis cuitas.

  • El cura fue a su bodega y volvió con una
    botella de cognac viejo, y otra de rico jerez, que
    se apresuró a destapar. Un momento después se
    presentó una criada joven graciosísima, de ojos
    bailadores y de dientes de perlas, vestida con sus enaguas de
    muselina, su camisa de olanes, y la correspondiente mascada
    de la india cruzada sobre el pecho. Esta criadita
    traía copas, vasos de agua, y un frasco de oloroso
    barro, todo lo cual depositó en la mesa, y
    aguardó con los ojos bajos las órdenes del
    ministro del Señor.

  • Éste le dijo:

  • Oye, Paulinita, deja eso allí y vete a decir
    a doña Lucesita y a doña Teresita, que vengan,
    que voy a presentarles a un señor diputado que ha
    venido por acá de transeúnte, y que desea
    conocerlas: corre, mi alma, vete.

  • La criadita salió, y apenas el cura
    había servido tres copas para él, para el
    alcalde, y para mí, cuando aparecieron dos hermosas
    muchachas morenas, de ojos negros y grandes, lindas como un
    sol, y ligeras como corzas. Una de ellas se hallaba en estado
    interesante. La otra parecía más joven, y
    tenía un semblante tan bonito como
    picaresco.

  • Aquí tiene usted señor diputado
    – me dijo -, a estas caras prendas de mi alma, a estos
    tesoros de virtud que tienen la resignación de hacerme
    compañía en este destierro. Son dos sobrinas
    mías, hijas de una hermana que murió hace
    tiempo.

  • Ésta – añadió,
    señalando a la mayor que tenía preciosos
    lunarcitos en la barba – es casada; pero su marido anda
    en la campaña, la pobrecita no ha tenido más
    refugio que yo que la he recogido con sus dos chiquitos y el
    que está por venir. Vamos, no te ruborices tonta, que
    eso es muy cierto, y no tiene nada de particular.
    ¡Pobre Lucesita! Es un ángel, véala
    usted.

  • Ésta otra, es Teresita su hermana, inocente
    como una paloma, y que comulga todos los días. El
    Señor la ha puesto en mis manos para salvarla de los
    peligros a que su hermosura y su candor la exponían en
    ese mundo pícaro en que iba a quedar
    abandonada.

  • Las muchachas estaban coloradas como amapolas, y
    decían tartamudeando.

  • ¡Ah, qué padre! ¡Jesús!…
    ¡Que vergüenza!

  • Yo, en unión del gravedoso alcalde
    indígena, bebí a su salud, y el curita les paso
    su copa para que probaran el jerez, lo que ellas hicieron
    mortificadas. Pero tranquilizándose a poco,
    sentáronse, y el cura, llamando a un topile,
    le mando que fuera a decir al preceptor que cerrara la
    escuela, y que viniese a acompañar a las niñas
    con la guitarra.

  • Cantan estas niñas, señor, cantan y
    tienen una voz no maleja; sólo que no saben
    acompañarse, y es preciso que el maestro de escuela,
    que es un infeliz que no sabe nada, pero que rasga un poco la
    guitarra, las acompañe.

  • Pero, padre – exclamaron las chicas –
    ¿Qué va a decir el señor de nosotras?
    Él, que ha estado en México, que habrá
    oído cosas tan buenas, y ¡ahora usted quiere que
    le cantemos, y precisamente cuando tenemos catarro!…
    ¡ha hecho un frío!…

  • Yo dije lo que dice cualquier tonto en casos
    semejantes, y ellas, cada vez más animadas, comenzaron
    a hacerme preguntas sobre México, en donde nunca
    habían estado; distinguiéndose por su
    curiosidad la que comulgaba diariamente. Las copitas de jerez
    se menudearon, la conversación se animó, el
    curita, que era bellaquísimo, salpicó la
    platica con algunas chanzonetas dirigidas a sus sobrinas, a
    fin, manifestaba, de que dejaran su timidez y fueran
    aprendiendo a tratar con las gentes civilizadas; y hasta el
    alcalde, que había guardado un respetuoso silencio y
    permanecía encogido en una silla, con la enorme vara
    de la justicia en las manos, se atrevió a decir no
    sé que brutalidad.

  • En esto oímos la gritería de los
    muchachos, que esclamando en coro: ¡ave
    María purísima!
    Salían de la
    escuela, dispersándose a carrera abierta por la
    placita y por las calles.

  • A poco llegó el maestro de escuela, con el
    sombrero quitado y cruzando los brazos
    humildemente.

Lo que son los maestros de pueblo

Al ver a este hombre, se me oprimió el
corazón. Parecía la imagen de la tristeza, y de la
angustia, en medio de aquella reunión alegre.

Era el maestro un hombre como de cuarenta años,
flaco, moreno, de ojos hundidos pero inteligentes, miserablemente
vestido y trémulo.

  • Buenas tardes, señor cura; buenas tardes,
    niñas; buenas tardes, señor alcalde –
    dijo -, y después de este triple saludo, apenas pudo
    dirigirme una mirada de extrañeza.

  • Buenas tardes, don José María –
    respondió el eclesiástico -: vamos, hombre, hoy
    lo libertamos a usted del trabajo, y acompañará
    usted con la vihuela a las niñas, para que las oiga
    cantar este señor, que es un diputado que va a San
    Luís Potosí. Pero tome usted antes esta copita,
    es un vino muy bueno que quizá no habrá usted
    probado nunca.

  • El maestro se negó humildemente.

  • Pero ¿por qué, hombre? Vamos: no sea
    usted tonto.

  • Señor – repuso el infeliz -, tengo
    miedo de que me trastorne la cabeza; no he comido.

  • ¿No ha comido usted? ¿tan tarde? Pero
    habrá usted almorzado…

  • Tampoco señor cura: aquí está
    el señor alcalde que puede decírselo a usted;
    no pudo darme nada, y mi familia tampoco pudo conseguir;
    nadie quiere prestarnos en el pueblo… ¡debemos
    ya tanto… que no nos es posible conseguir ni un grano
    de maíz!

  • Bien, bien, hombre – dijo el cura medio
    corrido -, basta: pero, ¿por qué no me ha dicho
    usted nada, o a las niñas?

  • Señor, estaba usted fuera, y yo me
    atreví a pedir a la niña doña Teresita,
    pero me dijo que no les era posible, ni a doña
    Lucesita, que estaba usted muy pobre, y…

  • ¡Ah que don José María –
    exclamó la comulgadora -, con lo que va
    saliendo… ¿qué dirá el
    señor?

  • Pero, señor alcalde, ¿no es posible
    que este hombre tenga su sueldo pagado cumplidamente? –
    preguntó el cura medio enojado.

  • Siñor cura – respondió el
    alcalde levantándose -, había ya un poquito de
    dinerito del pueblo, pero su mercé mandó que lo
    diéramos para la función del martes, y no
    quedó nada, siñor cura, nada.

  • ¡Bah!, ¡bah! Siempre salen ustedes con
    eso. Es preciso conocer a estos indios, señor diputado
    (el cura se permitía olvidar que yo era indio
    también) para saber a que atenerse. ¡son
    más agarrados!… siempre están
    llorándose pobres, y por una bicoca que dan a la
    iglesia y a sus pobres ministros, ya tienen disculpa para
    faltar a sus otros deberes. A este pobre maestro lo matan de
    hambre verdaderamente, porque figúrese usted: tiene su
    mujer, cuatro hijos, una madre vieja, ¡y no cuenta con
    más sueldo que quince pesos al mes! También es
    una barbaridad meterse así a maestro de escuela; un
    hombre que tiene tanta familia, debe tomar otro oficio, y
    procurarse un modo de vivir mejor. Sobre todo, que dejen a
    estos indios, que ni quieren aprender nada, ni pagar a sus
    preceptores, ni aprovechan tampoco. Vea usted, hace
    más de cuarenta años que están pagando
    una escuela, y ninguno de ellos sabe leer.

  • Y ¿Cuántos habitantes tiene este
    pueblo? – pregunté.

  • Tendrá unos tres mil, con las cuadrillas
    cercanas – contestó el cura.

  • Es grande – dije.

  • Sí, señor, es grande –
    añadió el preceptor -: concurren a la escuela
    regularmente de doscientos a trescientos
    niños.

  • ¡Un número bastante crecido! Y
    ¿aprenden a leer y a escribir?

  • A leer, muy pocos, sólo los que tienen
    Silabarios y catones; a escribir menos, porque como
    no me dan papel, ni tinta, ni plumas, nada puedo hacer; a los
    demás, les enseño sólo el catecismo del
    padre Ripalda.

  • Con eso es más que suficiente –
    interrumpió el cura -. Éstos son unos animales,
    que ni aprenden bien, ni sacarían provecho de la
    lectura, ni la escritura.

  • Sin embargo, señor – dijo el maestro -,
    tienen muy buenas disposiciones, hay algunos niños muy
    vivos, y que aprenden muy pronto; pero como no hay
    libros.

  • En fin, tenga usted, don José María,
    ese peso, vaya usted a dar el gasto y a comer, y luego viene
    usted acá. Señor alcalde, usted me
    pagará después este dinero.

  • El maestro recibió su moneda y se fue
    corriendo a su casa. El cura quedó taciturno y
    colérico, el alcalde lo miraba con temor, y
    tenía ganas de retirarse.

  • Yo puse fin a esa situación embarazosa,
    llamando a uno de mis mozos, muchacho alegre y que tocaba
    bastante bien el arpa y la guitarra, que cantaba
    malagueñas y zambas, con mucho sentido, y
    cuyos talentos musicales dieron asunto a Riva Palacio
    más de una vez para sus romances de
    costumbre.

  • Mi mozo se apresuró a obedecer, templó
    la guitarra y acompañó a Lucesita y a Teresita,
    que olvidando el incidente desagradable del maestro, se
    pusieron a cantar con voz fresca, aunque un poco afectada
    como hacen generalmente las payitas, una multitud de
    canciones cuyos versos se encarga la casa de Murguía
    de refaccionar cada año, y de dispersar por toda la
    República, por conducto de los mercaderes ambulantes
    de mercancía.

  • Así cantando y tomando copas de jerez, nos
    estuvimos, hasta que en el campanario del pueblo sonaron las
    oraciones, que consisten generalmente, primero en siete
    campanadas, y luego en un repique que ensordece.

  • Entonces comenzaron a brillar las luces en todo el
    pueblo. Paulita, la criada, trajo dos velas encendidas que
    puso sobre la mesa, rezando la consabida fórmula:
    alabado sea el santísimo, etcétera,
    los cantos se interrumpieron por un instante, porque el
    señor cura rezó la salutación,
    acompañándolo las muchachas y el alcalde,
    después de lo cual la conversación
    volvió a animarse.

  • A poco llegó la hora de cenar: Lucesita y
    Teresita fueron a disponer la mesa; el cura me invitó,
    yo acepté solamente el dulce, porque había
    comido tarde, y el alcalde fue a dar una vuelta a la cocina,
    para ver en que era útil.

Patriotismo de los curas

Pasamos al comedor y tomamos asiento. El cura se
acomodó junto a Lucesita, yo tuve el gusto de ver a mi
lado a Teresita y al otro al niño más grande de
Lucesita, que se parecía muchísimo al digno
sacerdote, cosa nada extraña, puesto que eran parientes.
En cuanto al niño más chico, Lucesita dijo que
estaba ya durmiendo.

  • ¡Pobres huerfanitos! – dijo el cura
    acariciando al que se hallaba en la mesa – ¿Qué
    sería de ellos sin mí?

Describir la cena, es inútil. Se sabe en
México y en todos los países católicos, lo
que es una comida de cura. Suculentos asados de carnero y de
gallina, estofados, chiles rellenos, pescados de río,
magnificas legumbres, ensaladas, queso olorosísimo, y en
cuanto a frutas, más de las que tomamos en México
en diciembre; jícamas, plátanos, naranjas,
chirimoyas, higos y nueces. Después dos o tres dulces de
leche y de frutas.

El digno alcalde había estado trayendo las
fuentes con los manjares, en unión de los topiles,
así como las tortillas calientes que gustaban mucho al
señor cura.

Se me olvidaba decir que el pobre maestro, que
había llegado al principiarse la cena, se mantenía
acurrucado en un rincón fijando sus ojos tristes en aquel
opulento festín, con que el cura se regalaba diariamente:
mientras que él, sus hijos, su mujer y madre,
enflaquecidos, apenas podían llevar a la boca una tortilla
y un poco de arroz o frijoles.

Luego, cuando el cura después de comer, de
saborear el café con su copa de coñac y de encender
su puro, se puso expansivo y alegre, invitó a tomar dulce
al pobre maestro, el cual rehusó con timidez.

Yo comprendí que entre el eclesiástico y
el preceptor no reinaba la mejor armonía, y lo
atribuí naturalmente a ese dominio tiránico que el
cura quería ejercer y ejercía en efecto, sobre el
pobre diablo.

Las chicas se retiraron por un momento, y entonces
quedamos solos, el cura, el maestro y yo, en la mesa. Entonces el
eclesiástico comenzó a hablar de
política.

  • A todo esto – dijo -, y por el deseo que
    tenía yo de distraer a usted, señor diputado,
    me había olvidado de preguntarle, ¿Qué
    hay de nuevo?

  • Yo respondí entonces lo que sabía;
    díjele cómo el ejército francés,
    según informes, habiendo concluido ya la mala
    estación, comenzaba a moverse para salir del centro a
    los estados; le comuniqué las noticias que
    tenía acerca de nuestras tropas del interior, acerca
    de nuestro gobierno residente en San Luís, le
    hablé indignado acerca de las bajezas que
    cometían los malos mexicanos que ayudaban a los
    franceses en su obra inicua de invasión y
    piratería, dije pestes de los bribones de la regencia,
    sin contenerme porque uno de ellos fuera arzobispo,
    hablé de la resolución incontrastable que
    teníamos los republicanos de luchar sin descanso en
    defensa de la patria, dije, en fin, todo lo que había
    que decir en aquellos instantes y con la fogosidad propia de
    mi carácter. El maestro me escuchaba satisfecho y
    conmovido.

  • Pero el cura, arrojando a bocanadas el humo de su
    puro, sonriendo con incredulidad y moviendo la cabeza, me
    dijo con lentitud y aplomo.

  • Señor diputado, usted parece de genio fogoso:
    es usted joven y no tiene experiencia, ni ve las cosas a
    sangre fría. Usted, además, profesa ideas
    exaltadas, y es natural que sus sentimientos se sobrepongan
    hoy a la voz poderosa de la razón. Yo veo las cosas de
    otro modo. ¿Se incomodará usted si le digo mi
    modo de pensar?

  • De ningún modo, usted puede decir lo que
    guste; pero ya conoce mis ideas respecto de
    patriotismo.

  • Partes: 1, 2, 3
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