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Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) (página 3)



Partes: 1, 2, 3

  • Sí; pero me permitirá usted decirle
    que es un patriotismo indiscreto. De todo lo que usted me ha
    dicho, y de todo que sé, deduzco lo siguiente. Ustedes
    están perdidos, la República acabó ya;
    don Benito Juárez va retirándose a la frontera,
    y se dará de santos con no caer en manos de los
    franceses; las tropas de ustedes están desmoralizadas,
    mientras que las francesas y las auxiliares de aquí
    están orgullosas con sus triunfos. Usted ve que
    recibimiento les hacen los pueblos; los señores
    regentes se manejan con prudencia; y el monarca elegido, ese
    príncipe heredero de cien reyes, y que, según
    sabemos, es amable y de grandes talentos, es esperado con
    ansia. Yo creo que la monarquía está ya fundada
    en México; y vea usted: yo tengo la convicción
    de que ella hará la felicidad de nuestra patria, que
    se acabarán las revoluciones, y sobre todo,
    imperará otra vez con toda su grandeza nuestra santa
    religión!… porque, convenga usted…, amigo
    mío, convenga en que ustedes los liberales han atacado
    las tradiciones, han querido minar el edificio religioso, han
    lastimado la piedad de los fieles, han herido a la santa
    iglesia católica, la han despojado de sus sagrados
    bienes (que el emperador, estoy seguro, sabrá
    devolver), y, en fin, han establecido la tolerancia de cultos
    en este país donde sólo había dominado
    la fe católica, apostólica, romana. De modo que
    ustedes lucharán; pero en primer lugar, nada
    podrán hacer contra los franceses, que son los
    primeros soldados del mundo, los que no tienen rival y
    están acostumbrados a presentarse y vencer. En segundo
    lugar, los Estados Unidos, que podían ayudar a
    ustedes, están acabando también y
    ¡ojalá se los lleve Satanás! Esa guerra
    civil que hoy los devora, va a acabar con su mentida riqueza
    que no es más que mentira y farsa, como todo aquello
    que no se funda en la verdadera religión. No tienen
    ustedes remedio; y si usted quisiera escuchar un consejo
    porque me ha simpatizado usted, le diré que no se meta
    en nada, que se vuelva para su tierra, y que no se exponga.
    Mire usted – continuo sacando una cartera -; yo en nada
    me mezclo, y me limito a mis funciones de pastor de las
    almas; pero tengo cartas de México, de prelados
    respetables y que no se engañan nunca. Ellos me
    aseguran que dentro de un mes todo esto se hallará en
    poder de los franceses, y esperan en la bondad divina que la
    paz se establecerá, cuando menos, a mediados del
    año entrante, época en que llegará el
    monarca.

  • Yo no pude seguir escuchando con calma, y
    después de decir al cura que esos prelados eran unos
    traidores infames, y que aquella manera de hablar no
    parecía digna de un mexicano, manifesté al cura
    que había contenido mi cólera al estar
    oyéndole, pero que sentía agotada mi paciencia
    y que me retiraba sintiendo sólo haber estado algunos
    instantes en compañía de un hombre sin
    patriotismo y sin virtudes.

  • El cura me contestó entre confuso y
    alarmado.

  • Señor, yo no soy más que un cura, no
    debo mezclarme en cuestiones políticas, sino
    sólo en el cuidado de las almas. Mi soberano
    está en Roma, y mi patria está en el cielo.
    Así, pues, yo no hago más que echar una leve
    ojeada sobre este mundo de miserias.

  • Adiós, señor cura – le dije
    tomando mi sombrero -; no debo estar un momento más
    aquí; salude usted a las señoritas, y
    guárdese usted de predicar a su pueblo esas doctrinas
    criminales, porque no siempre ha de tener usted la fortuna de
    ser escuchado pacientemente.

  • Patriotismo de los maestros.

    Me retiré a mi alojamiento profundamente
    disgustado. En el camino observé, a pesar de la oscuridad,
    que un hombre me seguía.

    Era el pobre maestro de escuela.

    Lo esperé, y luego que estuvimos juntos me
    dijo:

    • Señor diputado, comprendo la
      indignación de usted. No se puede oír hablar de
      tal modo sin que el corazón se subleve. Pero
      así son todos los curas. Figúrese usted
      cuánto tendré que sufrir aquí con un
      hombre semejante.

    • Yo soy un pobre maestro de escuela; como usted
      supondrá, no soy de aquí; pero la necesidad y
      el haber adoptado la profesión de mi bueno y pobre
      padre, que también era preceptor, me han obligado a
      buscar mi subsistencia enseñando muchachos.

    • No crea usted que sea yo bastante atrasado para
      merecer mi posición de hoy. Tengo algunos
      conocimientos mayores de los que se necesitan para estar
      aquí; pero en las ciudades, los destinos están
      ocupados, y además, cuando ví la convocatoria
      para llenar la plaza de preceptor de este pueblo cuyo censo
      conocía ya, creí que era un buen destino, que
      sería yo pagado regularmente, para poder mantener a mi
      madre, a mi esposa y mis hijos.

    • Me equivoqué, y hace dos años que
      sufro aquí tormentos indecibles. Jamás me pagan
      con puntualidad, me deben ya cuatro meses, y usted lo ve, me
      muero de hambre, mi familia no puede salir a la calle porque
      está desnuda, mi madre se muere, y mis hijos no tienen
      fuerzas ni para estudiar.

    • Aquí todo lo que los pobres indígenas
      pueden dar, es para el cura y para las funciones de iglesia.
      Yo no culpo a los indígenas, cuya ignorancia no ha
      podido remediarse. Yo culpo a los curas que los mantienen en
      ella para sacar provecho. Ya usted ve qué vida pasa el
      cura con sus queridas e hijos. Vive en una casa amplia y
      moda, mientras que la escuela es de paja y se
      está cayendo. Tiene una servidumbre numerosa que el
      pueblo le da, turnándose en la cocina y en los
      quehaceres de la casa las mozas más robustas y los
      mancebos más trabajadores, que los alcaldes
      envían por semanas. No contento con eso es inflexible
      en el cobro de los derechos parroquiales, de las misas,
      etcétera, etcétera, y el milagroso señor
      que tenemos en la iglesia, es una casa de moneda para el
      insaciable sacerdote.

    • He querido enseñar a los niños a leer
      por un sistema económico y que ahorra el gasto de
      libros; pero él se opone, como usted ve, alegando la
      rudeza de los indios. Los alcaldes lo respetan, le temen, y
      no se atreven a contrariarlo. Resultado: que usted me ve
      humillado siempre, obligado a acompañar con la
      guitarra a las picaruelas compañeras de sus
      alegrías y a sujetarme siempre a sus caprichos, so
      pena de morir apedreado aquí por los indios azuzados
      por él. Y no lo dude usted, señor, así
      están todos los pueblos.

    • Pero ahora si, no quiero sufrir más. Ya hace
      días que el cura está predicando contra la
      República y su gobierno, y diciendo a los indios que
      el rey que va a venir, es el enviado de Dios, que será
      el padre y el protector del pueblo, y que los liberales son
      unos herejes, unos hijos del diablo, enemigos del
      señor milagroso y tiranos de los indios. De este modo,
      no espere usted que la invasión sea rechazada
      aquí, ni que la patria cuente con ninguno de estos
      feligreses fanatizados por el cura. Pero yo, me declaro a
      usted que soy patriota exaltado, yo, que a pesar de mi
      miseria deseo tomar un fusil y batirme con el invasor, yo
      ruego a usted señor, que hoy que tiene que pasar por
      la cabecera de distrito a la que llegará usted
      mañana, se digne conseguir que me paguen por
      allá, no mis cuatro, sino dos meses de sueldo para
      sacar a mi familia de aquí, ver como la dejo con un
      tio que tengo acomodado, y que me está llamando hace
      días y marcharme a ofrecer mis servicios a la
      patria.

    • Abracé conmovido a aquel noble hombre, le
      ofrecí lo que necesitaba para trasladarse, que era
      bien poco, y le prometí hacer por él cuanto
      fuera posible.

    • El pobre maestro lloraba, y no sabía que
      hacer para manifestarme su agradecimiento.

    • Lo único que siento –
      añadió -, es dejar a mis discípulos, a
      mis pobres inditos, tan buenos, tan hábiles, tan
      aplicados, y que lloran al verme hambriento y roto.
      ¡Oh! Usted no sabe cuán bueno es el
      corazón de estos niños indígenas, y
      cuán bella su alma, y cuán dispuesta para
      recibir las santas semillas de la instrucción. Si la
      República triunfa, señor, como lo espero, es
      necesario pensar en mejorar la condición de la escuela
      y la suerte de los maestros. Yo volveré a serlo
      entonces, porque yo ejerzo el profesorado como un sacerdocio,
      y no como un oficio supletorio; yo amo la enseñanza, y
      yo lo espero todo de ella. ¡Que triunfe la
      República, y la escuela popular eclipsará a la
      parroquia, el maestro eclipsará al cura!

    Lo que ha hecho la República

    Pero la República triunfó, y ¡triste
    es decirlo! La condición de la escuela no ha mejorado como
    era de esperarse.

    Verdad es: que algunos gobernadores generosos y
    sinceramente demócratas, han emprendido el apostolado de
    la enseñanza popular con verdadero entusiasmo. Son pocos
    ¡ay! Muy pocos, y sus nombres cabrían en una de
    estas líneas.

    A la cabeza de estos dignos republicanos, debe la
    justicia histórica colocar al joven y esclarecido general
    Corona, que sin ostentación, sin ruido y sin más
    mira que la de probar con hechos su amor acendrado al pueblo, se
    ha declarado el protector de la instrucción pública
    en occidente, ha abierto escuelas, las ha dotado, ha comprado
    libros de texto liberales y ha echado los cimientos de una
    sólida enseñanza en aquellos apartados pueblos.
    También son dignos de mención, el general Arce,
    gobernador de Guerrero, que procuró antes que verse
    envuelto en las complicaciones que han surgido allí por
    desgracia, establecer en los pueblos desgraciados del sur, la
    instrucción popular, como nunca se había visto. El
    modesto ciudadano Lira y Ortega, gobernador de Tlaxcala, ha hecho
    también, en su pequeño y pacífico estado,
    grandes esfuerzos. El general Félix Díaz se ha
    mostrado igualmente activo en Oaxaca respecto de la
    instrucción pública.

    Pero hay gobernadores que tienen manía de
    construir edificios de lujo, y que son inútiles si falta
    la instrucción popular, a estos gobernadores hay que
    recordarles aquellas palabras de Víctor Hugo hablando del
    libro y del edificio: esto matará aquello, es
    decir: la instrucción será la fuerza; no el
    palacio.

    Otros gobernadores, no comprendiendo el espíritu
    eminentemente civil de nuestras instituciones, quieren convertir
    su estado en cuartel, y sólo piensan en organizar tropita,
    en vestir oficiales y en crear pretorianos holgazanes, que no
    pueden ser más que tiranos en los pueblos
    agrícolas, mineros e industriales.

    Otros, en fin, se sumergen en las ondas de arena del
    marasmo, de la dejadez, y para nada se acuerdan del pueblo
    infeliz. Pero los más culpables son los que hacen
    transacciones con las ideas antiguas, los que tienen miedo a la
    escuela laica, los que rebeldes a las leyes de Reforma, no
    quieren comprender que el estado no tiene religión, ni
    debe tenerla: que por lo mismo, no deben permitir la
    enseñanza de ella en sus escuelas, porque esto
    sería hacer imposible la libertad de cultos. Estos
    gobernadores, transigiendo con escrúpulos de vieja, y
    sobre todo, con exigencias de nuestros eternos enemigos,
    previenen la enseñanza del catecismo de Ripalda, o al
    menos no vigilan que se prescriba, no procuran la independencia
    del maestro de escuela respecto del cura, y no introducen las
    reformas indicadas en la ley; pero cuyo desarrollo pertenece al
    legislador local.

    Los profesores de la ciudad.

    En México, por ejemplo, los profesores son
    buenos, y además de reunir un buen caudal de
    conocimientos, se muestran laboriosos en sus tareas, y resignados
    con la triste posición en que se les tiene. Porque,
    confesémoslo, están pagados mal, muy
    mal.

    Hay además aquí una cosa notable, y es:
    que las señoritas que se dedican al profesorado, se han
    distinguido en los últimos años por su capacidad
    para tan importante magisterio. Eso explica el por qué en
    los Estados Unidos, en la Suiza y en Alemania, los tres pueblos
    modelos respecto de enseñanza, son preferidas las mujeres
    para ocuparlas en el profesorado.

    La sociedad Lancasteriana es un seminario de buenos
    profesores. El municipio, particularmente, en los dos
    últimos años en que los regidores de
    instrucción pública han sido los ciudadanos Baranda
    y Bustamante, ha autorizado también a numerosos
    profesores, estimulándolos con menciones
    honrosas.

    Pero falta algo: falta la Escuela Normal y con una
    organización como la tiene en los países citados
    antes, moderna, ilustrada; que sea un modelo y no una
    copia.

    Las hermanas de la caridad – los
    Jesuitas.

    Todavía hay quienes crean que los Jesuitas son
    aptos para dirigir las escuelas republicanas: todavía hay
    quienes las confíen a las Hermanas de la Caridad,
    instrumentos del Jesuitismo y del retroceso.
    ¡Válganos Dios!

    La escuela confiada al clero, es propia sólo de
    las monarquías absolutas. En una República, tal
    instrucción es un contrasentido y un peligro constante. La
    educación dirigida por el sacerdote, es una añeja
    monstruosidad heredada de los chinos y de los egipcios, y
    aprovechada por la teocracia hasta el siglo XVI en algunos
    países de Europa, hasta el siglo XIX en México:
    ¡qué vergüenza!

    Si: la tolerancia de cultos establecida ya, no puede
    permitir eso, la República y la Reforma no pueden confiar
    a sus hijos, a sus soldados de mañana, a las manos de sus
    eternos enemigos. Sería entregarse maniatado el vencedor
    al vencido. Sería obligar al pueblo, que tanto ha luchado,
    ha emprender cada diez años un trabajo de Sísifo
    desesperante. ¡No más transacciones!

    Desde el momento en que el estado interviene en una
    escuela, la religión y el sacerdote o sacerdotisa deben
    salir por la otra puerta. De otra manera, borremos con mano
    indignada los santos principios conquistados por la Reforma, y
    marchemos a las tumbas de nuestros mártires para llorar
    por la inutilidad de su sacrificio.

    ¡Las hermanas de la caridad! Dejemos a los
    conservadores y a los clérigos que ensalcen su utilidad, y
    encojámonos de hombros. Nosotros no debemos hacer coro a
    semejantes doctrinas.

    Para nosotros, la hermana de la caridad es una infeliz
    mujer llena de ignorancia y de preocupaciones, manejadas por un
    jesuita ambicioso, y que es absolutamente inútil para la
    enseñanza. Apelamos a las pruebas de bulto. Que sostenga,
    no digo una escuela de provincia dirigida por hermanas de la
    caridad, sino la casa central de México, una
    oposición con la última de las escuelas municipales
    o Lancasterianas, y nos daremos por vencidos, si la escuela
    religiosa vence.

    Pero, ¡qué van a enseñar esas pobres
    mujeres alucinadas e histéricas! Lo que ellas
    enseñan es una devoción tan inútil como
    estúpida; lo que ellas enseñan, es la esclavitud
    mujeril, la abyección, el odio a la libertad que va
    perpetuando la generación de mujeres sin patriotismo, la
    indiferencia a la libertad, todas esas doctrinas malsanas,
    oscuras, innobles, que nacen en el claustro, en las frías
    naves de la capilla, en los extravíos del misticismo
    corruptor, en las peligrosas intimidades del confesionario, y en
    las lecturas banales de los librillos que vienen de la casa
    central de París.

    En esos conventos, que tenemos la tolerancia de sufrir,
    aun cuando han invocado la protección del ex emperador de
    los franceses; hay, como en los pantanos, algas dañosas
    para el espíritu de las niñas, y un foco de
    aversión a las ideas de patria y libertad.

    Y no hay aquí exageración ni
    espíritu de partido. Jamás había yo escrito
    contra las hermanas de la caridad; pero yo las estudiaba, las
    seguía de mil maneras, he interrogado a sus alumnas, he
    recibido la confidencia de algunas familias, y sobre todo, he
    analizado la institución, su objeto, su organismo, sus
    medios: y no vacilo en creerlas peligrosas, mucho más hoy,
    que se les ha concedido ciertas preeminencias en la
    instrucción pública.

    ¡Por Dios! ¿Hay tan pocas mujeres dignas en
    México, que tengamos que acudir para la dirección
    de nuestra juventud, a estas misioneras de los jesuitas franceses
    y españoles?

    Acépteselas, si se quiere, en los hospitales; yo,
    aun allí les disputaría su utilidad, y conmigo
    estarían casi todos los profesores de México, es
    decir, aquellos que no ocultan sus convicciones tras de una
    máscara hipócrita, con la cual se captan el
    cariño de una clientela aristocrática y devota.
    Acépteselas allí para que disputen con los
    médicos, ellas que han salido muchas veces de la cocina de
    España o de la granja de Francia, para vestir el
    hábito; acépteselas para que mortifiquen a la
    infeliz mujer, cuyas faltas la hacen más digna de
    indulgencia que de severidad; para que recen el rosario a los
    pobres enfermos, deseosos de paz y de silencio; para que so
    pretexto de consagración a la humanidad doliente, sean
    alcancías ambulantes de un directorio que está en
    el extranjero… sí, aceptémoslas; pero
    cerrarles la puerta de la escuela republicana, de la escuela del
    estado, no sólo es conveniente; es un deber
    sagrado.

    Que me perdone mi respetable amigo el señor don
    Mariano Riva Palacio, gobernador del Estado de México, si
    he podido ofenderle en las anteriores palabras. No ha sido tal mi
    intención, y lo respeto y lo estimo mucho para atreverme a
    ello. Yo establezco en tesis general mis ideas, y guardián
    celoso del espíritu de la Reforma, la defiendo con todas
    las nobles armas del escritor.

    Por lo demás, el señor Riva Palacio no ha
    hecho, al confiar la dirección de un colegio de
    señoritas a las Hermanas de la Caridad, más que
    ceder a las insinuaciones que le hicieron personas que
    habían dado sus fondos.

    Está bueno: sólo es de sentirse que el
    gobernante republicano no haya podido separar su carácter
    público de su carácter privado al autorizar
    semejante acto, y también es de sentirse que el colegio se
    haya levantado en un edificio de la Nación, como es el ex
    convento del Carmen.

    Cómo debe ser el maestro de escuela
    popular.

    Elevar al profesor, es evidentemente engrandecer la
    escuela. En vano se dotaría a ésta
    espléndidamente, si había de dejarse al preceptor
    en la posición azarosa que ha tenido hasta
    aquí.

    Y puesto que se reconoce que el magisterio de la
    enseñanza pública es de una importancia vital para
    el progreso de las naciones, es preciso levantarlo al rango de
    las profesiones más ilustres, y eso se hace de dos
    maneras: exigiendo en el maestro una suma de conocimientos digna
    de su misión, y dando atractivo a ésta con el
    estímulo de grandes recompensas y honores.

    Cuando el maestro de escuela sepa que va a ser pagado
    como el juez de letras, como el prefecto de distrito, como el
    ingeniero o como el general, y que el estado lo ha de condecorar
    como a los ciudadanos más distinguidos, entonces veremos
    precipitarse a la juventud en la carrera del profesorado, y
    brillar el talento en la escuela; como brilla en la academia y en
    el parlamento, con la nueva y poderosa luz de la
    gloria.

    ¿Y por qué no ha de ser así?
    ¡Es tan sublime la misión de enseñar a los
    niños!

    Martín Lucero, el gran reformador de la
    educación en Alemania, decía las siguientes
    palabras:

    "Todo el oro del mundo no sería suficiente
    para pagar los cuidados de un buen profesor". Tal es el parecer
    de Aristóteles, y sin embargo, entre nosotros que nos
    llamamos cristianos, el preceptor es desdeñado. En cuanto
    a mí, si Dios me alejase de las funciones pastorales, no
    hay empleo sobre tierra que yo ejerciese con más gusto,
    que el de preceptor; porque después de la obra del pastor,
    no hay ninguna más bella, ni más importante que la
    del preceptor. Y todavía vacilo en dar la preferencia a la
    primera; porque, ¿No es cierto que se logra convertir a
    viejos pecadores, más difícilmente que hacer entrar
    a los niños en el buen camino?

    Es necesario independizar al preceptor de toda tutela,
    particularmente en el campo, y sólo ejercer sobre
    él la inspección conveniente, como es natural, cuyo
    encargo debe cometerse al municipio o al visitador de
    escuelas.

    De esta manera se logrará darle dignidad, y
    hacerlo más respetable todavía en los pueblos,
    porque esta respetabilidad le viene más que de sus
    conocimientos, de su independencia. Así dice con
    razón Edgar Quinet:

    "¡Cuántas veces me ha sucedido, admirar
    el sentimiento de respeto que en la más humilde
    cabaña se tiene al maestro de escuela, porque no es ni el
    servidor del sacerdote, ni su rival; es su colega, su
    socio".

    Sobre todo, es indispensable más que nada,
    hacerle comprender que su misión no es religiosa, que sus
    ideas morales no deben fundarse en la estrecha base de una
    religión cualquiera, sino que tienen que abrazar una
    esfera amplísima. Él va a enseñar el dogma
    del ciudadano; no cultos, no liturgias, no preceptos
    sacerdotales. "El preceptor tiene un dogma más universal;
    porque habla a un tiempo al católico, al protestante, al
    judío, y los hace entrar en una misma comunión
    civil". Estas palabras del sabio Quinet, son justamente
    aplicables a nuestro modo de ser actual.

    Si se hubiesen tenido presentes por los gobiernos o los
    ayuntamientos, no tendríamos ya que lamentar, como
    lamentamos todos los días, los conflictos a que da lugar,
    a veces, la preocupación de un pueblo ignorante, y otras
    la indiscreta oficiosidad de un preceptor antiliberal.

    Que conozca a fondo la historia patria, que comprenda el
    espíritu de las instituciones democráticas: esto es
    claro que debe pedírsele con rigurosa exigencia. Lo
    contrario ha hecho que los maestros hasta aquí hayan
    educado cuando más, buenos lectores, buenos escribientes,
    buenos tenedores de libros o gramáticos: pero
    ningún ciudadano, ningún patriota.

    De manera que, recapitulando y sirviéndonos de
    norma las disposiciones que rigen en Suiza, en Alemania y en los
    Estados Unidos, nos atrevemos a indicar a los legisladores y a
    los ayuntamientos, el siguiente programa de estudios de la
    Escuela Normal de Profesores:

    Lectura, escritura, aritmética,
    gramática elemental, moral, historia política de
    México, derecho constitucional, geografía
    elemental, nociones de botánica y zoología, dibujo
    y música. Los idiomas constituyen un adorno, y se
    considerarán de preferencia al inglés y el
    alemán al francés.

    […]

    Bibliografía.

    • Concepción Jiménez Alarcón
      (comp.), Obras completas XV. Escritos sobre educación,
      t. I, México, CNCA, 1989, pp. 60-78. [publicado por
      primera vez en "Bosquejos", columna escrita por Altamirano
      para el Federalista, 30 de enero de 1871; las cursivas son
      del original. N. del ed.]

    • Michelet, "Nuestros hijos", lib. V, cap. V, de la
      escuela como propaganda civica.

    • Concepción Jiménez Alarcón
      (comp.), Obras completas XV. Escritos sobre educación,
      t. I, México CNCA, 1989, pp. 94-114. [publicado por
      primera vez en "Bosquejos", columna escrita por Altamirano
      para el Federalista, 20 de febrero de 1871. texto republicado
      por vez primera en la Revista de la Universidad, UNAM,
      diciembre 1969; las cursivas son del original. N. del
      ed.]

    • Schaeffer, De la influencia de Lucero sobre la
      educación del pueblo, cap. II; a Bretschneider, Lutter
      an uniere, Zeit, p. 104.

    • Edgar Quinet, La enseñanza del pueblo,
      cap.XIII, "Catolicismo y Protestantismo en la
      enseñanza".

     

     

    Autor:

    Adolfo Zúñiga
    García

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