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Jesús Eucaristía (página 2)




Enviado por Guadalupe



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

El trabajo del P. Ángel Peña es una
síntesis doctrinal, de iluminadas reflexiones, de ejemplos
prácticos que estimulan a las almas a redescubrir el
inmenso don de la presencia de .Jesucristo en la
Eucaristía, del encuentro personal con El, sea n la
celebración de la Santa Misa sea en la adoración
personal o comunitaria.

Las almas encontrarán en estas páginas
una segura orientación y un sólido alimento
espiritual.

PRIMERA PARTE

Misa, sacerdocio
y comunión

Este libro, dirigido, en primer lugar, a todos los
consagrados, quiere llevar un mensaje a todos los
católicos: Jesús los espera en todo momento en la
Eucaristía. Ahí está el amigo del alma, el
amigo que nunca falla, el amigo fiel, que es Rey de Reyes y
Señor de los Señores. Esta verdad no la
deberíamos olvidar nunca. En la misa se hace palpable el
amor infinito de Jesús a los hombres y sigue actualizando
el gran milagro de la Encarnación. En la
consagración de la misa se renueva el gran prodigio del
Emmanuel, «Dios con nosotros». Y en la
comunión nos unimos al Dios Omnipotente, hecho pan por
nosotros. ¿Qué más podemos pedir?
Jesús nos está esperando en el sagrario para
fortalecer nuestra amistad con El, porque quiere bendecimos mucho
más de lo que podemos pedir o imaginar
(Cf[1]Ef 3,20). «En El están
escondidos todos los tesoros de la sabiduría
y de
la ciencia»
(Col 2,3).

Si al final de la lectura, sientes un poco más de
amor a Jesús Eucaristía, no te lo guardes para ti
solo. Es un tesoro para compartirlo con los demás y que
aumentará en ti en la medida en que lo comuniques a otros.
Conviértete en apóstol, en amigo, en un enamorado
de Jesús. El te ama y te espera en la
Eucaristía.

En esta primera parte, vamos a profundizar un poco sobre
la Eucaristía a través de textos de la Biblia y del
Magisterio de la Iglesia. Veremos la importancia de la misa como
sacrificio del altar y la necesidad de unirnos a Jesús en
la comunión y con nuestro ofrecimiento personal, para
formar con El un solo corazón y una sola alma. De todo
ello, podremos apreciar la grandeza del sacerdocio ministerial…
Pero comencemos primero por conocer y amar al amigo Jesús
de Nazareth.

EL AMIGO JESUS DE NAZAREI

  • a) Nuestro Amigo

Jesús es el amigo que nunca falla. El amigo,
especialmente de los pobres y necesitados, de los enfermos y de
los despreciados en una palabra, de todos los que buscan un
consuelo y una razón para vivir. El aprendió en
carne propia a sufrir por la incomprensión de los
poderosos. Siendo niño tuvo que huir de su país.
Más tarde, fue perseguido y encarcelado. Hasta lo
consideraron como un blasfemo y profanador del sábado y de
las leyes judías establecidas. Algunos lo querían
de verdad y lo aclamaban como al Mesías, pero cuatro
días antes de su muerte todos lo abandonaron, hasta sus
más íntimos amigos. Y se quedó solo ante la
cruz. Solamente su madre y el discípulo amado y algunas
pocas mujeres lo acompañaron hasta el final.

Sin embargo, después de veinte siglos, cada
año hay miles y miles de hombres y mujeres que lo dejan
todo, familia, patria, bienes… para seguirle sin condiciones,
como aquéllos sus doce primeros amigos. El nos
enseñó con su vida la más grande y hermosa
verdad que el hombre pudo conocer: DIOS ES AMOR. Jesús es
Amor, porque es Dios, y te ama a ti y a mí y a todo ser
humano que existe, ha existido y existirá desde el
principio del mundo hasta el final.

Jesús te conoce por tu nombre y apellidos y te
ama tal como eres. No necesitas cambiar para que te ame. Por eso,
si nadie te quiere, si todos te rechazan, si eres demasiado
anciano o enfermo o pobre o ignorante o pecador… El te ama y te
dice: «Hijo mío, tus pecados te son
perdonados»
(Mc 2,5). «No tengas miedo,
porque tú eres a mis ojos de gran precio, de gran estima y
yo te amo mucho»
(Is 43,4-5). El vino a sanar
a los enfermos, a perdonar a los pecadores, a dar libertad a los
oprimidos, a dar amor y paz a los que tienen destrozado el
corazón (Cf Lc 4,18; Is 61,1).

Por eso, en este momento, respira hondo y sonríe:
Jesús te ama. Tu vida está llena de sentido, vale
la pena vivir y morir por El. Vale la pena apostarlo todo por El,
que espera tanto de ti y cuenta contigo para la gran tarea de la
salvación de tus hermanos. Jesús te abre sus brazos
con su infinito amor y te dice: Ven a Mí, si estás
agobiado y sobrecargado; Yo te aliviaré y daré
descanso a tu alma (Cf Mt 11,28). «No tengas miedo,
solamente confía en Mí»
(Mc
5,36). Tú eres mi amigo, si haces lo que yo te
mando (Cf Jn 15,14).

¡Qué alegría ser amigo de
Jesús! El es «el más bello de los hijos
de los hombres»
(Sal 45,3). Según la
sábana santa de Turín, medía 1,83 m de
estatura, musculoso, con rasgos claramente semitas, cabello
abundante, que le caía sobre la espalda, con raya al
medio, barba corta, ojos grandes y nariz más bien larga y
aguileña. Ciertamente que es la belleza personificada y
«en sus labios se derrama la gracia» (Sal
45,3). Por ello, podemos decir que es hermoso,
infinitamente hermoso, más que el sol, cuando brilla en
todo su esplendor (Cf Ap 1,16). Con su porte sen-. cillo, que
inspira confianza y, a la vez, majestuoso. Con una voz poderosa
y, a la vez, melodiosa, que infunde terror a los fariseos, pero
que atrae a los humildes. Con una sonrisa que cautiva a los
niños, que irradia ternura a los enfermos,
compasión a los pecadores y para todos un inmenso
amor.

Así es nuestro amigo Jesús, que nos espera
en la Eucaristía. En cada hostia consagrada está
realmente presente. Por eso, la Eucaristía es el
sacramento inefable de la presencia amorosa de Jesús entre
nosotros. El está ahí y te espera. Vete a la misa a
encontrarte con Jesús, vete a sellar tu amistad con El en
el momento de la comunión y, todos los días, vete a
visitarlo y a adorarlo, porque es tu amigo y es tu
Dios.

  • b) El- Rey del Universo

Jesús es tu Dios. El es el Rey del Universo y con
El vivimos en el centro mismo del Corazón del Dios. El
Corazón de Jesús es un Corazón
eucarístico y también cósmico, pues a El y
en El converge todo lo que existe en un flujo y reflujo
constante. Por El nos viene la salvación y la
santificación. «En El fueron hechas todas las
cosas, las del cielo y las de la tierra… Todo fue hecho por El
y para El… Por El quiso reconciliar todo lo que existe y por El
Dios estableció la paz en el cielo y en la
tierra»
(Col 1,15-20).

«Sus ojos son como llamas de fuego, lleva en
su cabeza muchas diademas y tiene un nombre escrito, que nadie
conoce, sino El mismo, y viste un manto empapado en sangre y
tiene por nombre Verbo de Dios. Le siguen los ejércitos
celestes sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco, puro.
De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las
naciones y El las regirá con vara de hierro… Tiene sobre
su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de Reyes y
Señor de los Señores»
(Ap 19,12-16).
«Es semejante a un hijo de hombre, vestido con una
Túnica talar y ceñidos los lomos con un
cinturón de oro. Su cabeza y sus cabellos, blancos como la
lana blanca, como la nieve… Su voz, como la voz de muchas
aguas. Su aspecto, como el sol, cuando resplandece en toda su
fuerza»
(Ap 1,12-16).

A El se le dio «el señorío, la
gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirvieron y su dominio es dominio eterno, que no acabará,
y su imperio es imperio que nunca desaparecerá»

(Dan 7,14). Y el Padre «lo exaltó y le
otorgó un Nombre sobre todo Nombre, de ,nodo que, al
Nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo y en la
tierra y en el abismo y toda lengua confiese que Jesucristo es
Señor para gloria de Dios Padre»
(Fil 2,9-11).
Si lo viéramos en todo su poder divino, como los
apóstoles el día de la transfiguración,
sentiríamos miedo ante la grandeza de su
divinidad.

S. Juan en el Apocalipsis nos Cuenta que
«así que lo vi, caía sus pies como
muerto; pero El puso su diestra sobre mí y me dijo: No
temas, yo soy el primero y el último, el viviente que fui
muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las
llaves de la muerte y del infierno»

(1,17-18).

Y, sin embargo, a pesar de su inmensidad y majestad
divina, no quiere que le tengamos miedo. Y se ha acercado a
nosotros pequeño, sencillo y escondido bajo la humilde
apariencia de pan, porque es «manso y humilde de
corazón»
(Mt 11 ,29). Cuenta Sta. Angela de
Foligno que ante la visión de la humanidad gloriosa de
Cristo recibió: «una alegría inmensa, una
luz sublime, un deleite indecible y deslumbrante que sobrepasa
todo entendimiento».

  • c) La humanidad de Jesús

Jesús es el hombre Dios. Como Dios, Verbo de
Dios, Hijo de Dios, segunda persona de la Trinidad, ya estaba en
el mundo desde toda la eternidad y no necesitaba venir a la
tierra, pero quiso venir también como hombre para hacerse
amigo nuestro, y ahora está como hombre y Dios en lugares
concretos: en el cielo con su cuerpo glorificado y en cada hostia
consagrada en la Eucaristía. Porque «en Cristo
habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente»

(Col 2,9).

Ya la misma palabra «Cristo», que quiere
decir ungido, o Jesús, que quiere decir Salvador, nos
está hablando de su humanidad; pues para salvar y ser
ungido tuvo que hacerse hombre y tomar nuestra naturaleza humana.
El quería ser amigo de los hombres para que
pudiéramos sentir el calor de su mano, la dulzura de su
VOZ, el amor de su corazón… Para que pudiéramos
sentirlo cercano y no le tuviéramos miedo. Por eso, ahora
esconde su divinidad bajo las apariencias de un poco de pan. El
es el «Emmanuel», que quiere decir, Dios con
nosotros (Mt 1,23; Is 7,14). El es «el mediador de la
nueva alianza»
(Heb 12,24), es decir, el puente entre
la humanidad y la divinidad. Pero sólo es mediador en
cuanto hombre, como dice 5. Agustín (C. de Dios 11,2). Por
esto, 5. Pablo nos dice con toda claridad: «Uno es Dios
y uno también es el mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Cristo Jesús»
(1 Tim 2,5).
Aquí recalca Pablo la palabra el hombre Cristo
Jesús para que no prescindamos de su humanidad y no
busquemos solamente a un Cristo divino y espiritual. El es el
único mediador necesario entre Dios y los hombres.
María y los santos son colaboradores, intercesores o
mediadores secundarios para llegar por Cristo al
Padre.

Sobre este punto de la importancia de la humanidad de
Jesucristo, nos habla mucho y profundamente la gran doctora de la
Iglesia Sta. Teresa de Jesús: «Una vez, acabando
de comulgar se me dio a entender cómo este
sacratísimo cuerpo de Cristo lo recibe su Padre dentro de
nuestra alma y cuán agradable le es esta ofrenda de su
Hijo.., porque su humanidad no está con nosotros en el
alma, sino la divinidad, y así le es tan acepto y
agradable y nos hace tan grandes mercedes (en la
comunión)»
(CC 43). «Y veo claro y he
visto después que, para contentar a Dios y que nos haga
grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta humanidad
sacratísima en quien su Majestad se deleita. Muy, muchas
veces lo he visto por experiencia y me lo ha dicho el
Señor He visto claro que por esta puerta hemos de entrar
si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes
secretos»
(V 22,6). Y «yo comencé a
tomar amor a la sacratísima humanidad de
Jesús»
(V 24,3).

Ella misma nos dice que podemos dejar a un lado las
imágenes de Jesús, cuando estemos delante de El,
vivo y presente en la Eucaristía. Dice así:
«No veis que es bobería dejar en aquel tiempo la
imagen viva y la misma persona para mirar al dibujo? ¿No
lo sería, si tuvieseis un retrato de una persona que
quisiereis mucho y la misma persona os viniese a ver dejar de
hablar con ella y tener toda la conversación con el
retrato? ¿Sabéis para cuándo es bueno y
santísimo y cosa en que yo me deleito mucho (tener
imágenes)? Para cuando está ausente la misma
persona, entonces es un gran regalo ver una imagen de N.
Señora o de algún santo, a quien tenemos
devoción, cuánto más la de Cristo…
Desventurados estos herejes que carecen de esta
consolación… Pero, acabando de recibir al Señor
teniendo la misma persona delante, procurad cerrar los ojos del
cuerpo y abrir los del alma y miraos al
corazón»
(CP 61,8).

Y, sin embargo, ¡cuántos católicos
prescinden fácilmente de las bendiciones de Cristo
Eucaristía! Entran a una Iglesia y se van directamente a
su santo favorito y se olvidan del jefe de casa, de Jesús
sacramentado, y salen de la Iglesia sin haberlo saludado
siquiera. ¿Por qué? Porque no conocen a
Jesús y su fe en El, presente en el sagrario, es tan
pequeña que no le dan importancia y prefieren sus
imágenes a su persona viva y real entre nosotros. Un
lamentable error, que debemos corregir en nosotros y en los que
son ignorantes de tan gran realidad.

Una vez, alguien le dijo a Sta. Teresa: Si yo hubiera
podido vivir en tiempo de Jesús y hubiera podido hablar
con El y tocarlo y verlo… mi vida hubiera sido diferente. Y
ella respondió: ¿Pero es que no tenemos en la
Eucaristía al mismo Jesús? ¿Para qué
buscar más? Por eso, S. Pedro Eymard decía:
«Ahí está Jesús. Por tanto, todos
debemos ir a visitarlo diariamente».

Muchas veces, me he preguntado qué sería
del mundo sin la Eucaristía, sin el amigo, Dios y hombre,
Cristo Jesús. Yo, personalmente, después de haber
podido disfrutar de su presencia gloriosa en este sacramento,
sentiría que me faltaba algo, nuestras iglesias me
parecerían vacías sin esa presencia sublime de
Jesús Eucaristía. Nadie me podría llenar ese
vacío ni con toda su oratoria ni con toda su
oración.

Unas tres o cuatro veces he visitado iglesias
protestantes, ¡ qué frío se siente en
ellas!… Son solamente salones llenos de sillas, como los hay en
cualquier hotel, colegio o institución. Allí
está Dios como en cualquier lugar del Universo,
allí se puede orar como en cualquier lugar del mundo,
pero… Cristo, el amigo humano divino, no está
allí. ¿Acaso Cristo vino solamente para quedarse
con nosotros treinta y tres años? El nos prometió:
«Yo estaré con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo»
(Mt 28,20). Y lo está
cumpliendo no sólo como Dios, como cuando dice:
«donde están dos o tres reunidos en mi nombre
allí estoy yo en medio de ellos»
(Mt 18,20); lo
está cumpliendo verdaderamente como hombre también,
al quedarse en la Eucaristía para siempre.

Por eso, ¿qué podemos decir a quienes no
aceptan a Cristo Eucaristía? Ellos son como aquellos
esposos que sólo quisieran amarse por teléfono por
creer que no necesitan de su presencia física. Así
son todos los que creen no necesitar la presencia física
de Jesús eucarístico para amarlo en plenitud.
¿Acaso no nos hubiera gustado vivir en tiempos de Cristo y
haberlo conocido y ser sus amigos?

Supongamos que un buen día se apareciera
Jesús de nuevo en la tierra y fuera predicando y haciendo
milagros por pueblos y ciudades. ¿No sería soberbia
de nuestra parte decir: yo ya tengo a Cristo en mi corazón
y no necesito nada más? Una cosa es decir «creo
en Cristo»
y «amo a Cristo» y
otra cosa es la plenitud de vida con El, que se logra con
más facilidad e intensidad a través de la
unión con El en la comunión eucarística. Y,
sin embargo, nuestros hermanos separados hablan mucho de Cristo,
pero no tienen a Cristo completo, pues les falta esta
dimensión humana de Jesús; ya que, en nuestra alma,
está sólo Cristo como Dios y no como hombre, y
debemos ir a la Eucaristía para poder unir nuestra
humanidad con la suya y por ella unirnos a la
Trinidad.

La Vble. María Celeste Crostarosa, afirmaba:
«La humanidad de Cristo es siempre la puerta para
entrar a Dios… Nadie puede olvidarse de ella por muy sublime
que sea el grado de unión con Dios que haya
alcanzado».
Y le daba tanta importancia a la humanidad
eucarística de Jesús que indicaba «como
punto de llegada de todo camino espiritual, la plena
transformación eucarística»
(Juan Pablo
II a las redentoristas, 31-10-96).

Por esto, estoy plenamente convencido de que, quienes
prescinden de la Eucaristía, no pueden alcanzar las
más elevadas cumbres de la santidad, a las que han llegado
tantos y tantos santos católicos, que han centrado su vida
y su amor en el Cristo del sagrario. Podemos decir con seguridad
y firmeza que la Eucaristía es el lugar privilegiado de
nuestro encuentro con Dios, es el lugar más importante,
más deslumbrante y emocionante para encontrarnos con El.
No puede haber en el mundo presencia más importante de
Dios que la que tiene lugar a través de Jesús
Eucaristía. Este es el lugar de máxima
cercanía con Dios. Allí lo encontramos más
cercano y amigo de los hombres. Por ello, la Eucaristía es
el mayor medio de santificación que pueda existir para el
hombre, que quiere amar a Dios con sinceridad de corazón.
Jesús desde el sagrario te está diciendo:
«Te he amado desde toda la eternidad» (Jer
31,3). «Tú eres precioso a mis ojos, muy querido
y YO TE AMO… No tengas miedo, porque yo estoy
contigo»
(Is 43,4-5). Pero ¿crees
tú en la presencia real de Jesús en la
Eucaristía? ¿Eres amigo de Jesús?
¿Estarías dispuesto a dar tu vida por
El?

En la guerra civil española (1936-39), los
marxistas sorprendieron a un niño de 11 años,
llevando la comunión a los enfermos. Y, por no dejarse
arrebatar las hostias ni renegar de su fe, lo mataron. El
pequeño mártir murió, besando y adorando a
Jesús, apretándolo contra su corazón. El, al
igual que S. Tarsicio en los primeros tiempos del cristianismo,
murió antes de dejar profanar la Eucaristía. Pero
ya había logrado distribuir en los últimos meses
más de mil quinientas comuniones.

Un Jueves Santo de 1939, cerca del Polo Norte, cuenta el
P. Llorente, jesuita de Alaska: «Había una
tormenta de nieve fiera de lo común con más de 40
grados bajo cero. Me preparé para celebrar la misa yo solo
en nuestra pequeña capilla. De pronto, oigo un toque a la
puerta. Era una mujer esquimal de cincuenta años
totalmente cubierta de nieve, pues venía de lejos, que me
dice: Padre, no podía resistir y me eché a la
calle, confiando en Jesús. No quería perderme la
comunión en este día. Me he extraviado varias veces
por el camino y creí que iba a morir en algún
ventisquero; pero me encomendé a Dios y luego torcí
por el camino y no sé cómo, de repente, me
encontré a la puerta de la Iglesia. Todo lo hice por
comulgar».
¿Estarías tú dispuesto
a exponer tu vida por amor a Jesús
Eucaristía?

UN REGALO DE AMOR

La Eucaristía es un regalo de amor de Dios a los
hombres, es el tesoro de los tesoros. Es el regalo de los
regalos. Es Dios mismo que se da como don y alimento a los
hombres. ¿Podríamos haber imaginado mayor muestra
de amor? La Eucaristía es el sacramento de la presencia de
Jesús, del amigo divino, que viene a nosotros a ofrecernos
su amistad y a pedirnos un poco de amor. La Eucaristía
(misa, comunión, adoración) es la mejor manera de
encontramos con Dios, de renovar nuestra amistad con
Jesús… Es el mejor alimento espiritual, es la mejor
oración. Y, sin embargo, cuánta falta de fe en
dejar abandonado al Dios escondido. Precisamente, no pensar en la
Eucaristía, no vivir la Eucaristía, es el mayor
pecado o deficiencia de nuestro catolicismo. La mayor parte de
las iglesias están cerradas casi todo el día,
escondiendo así al mayor tesoro del Universo y al mejor
medio de santificación: Jesús
Eucaristía.

Debemos tener bien claro que la Eucaristía no es
algo, sino Alguien. Alguien que te ama y te espera. Su nombre es
JESUS. Por eso, toda tu vida cristiana debe ser una vida de
amistad con Jesús, lo que significa que debe ser una vida
eucaristizada, con una relación personal con Jesús
Eucaristía,

Sin embargo, la mayor parte de la gente, cuando tiene
problemas, busca solamente la salud en médicos, siquiatras
o curanderos de cualquier clase. Se van a cualquier grupo o
religión para buscarla.., y dejan solitario al
médico de los cuerpos y de los corazones, Cristo
Jesús. ¿No es esto como para llorar de pena? Se
busca la felicidad en tantas cosas, a veces costosas, cuando
tenemos tan cerca al Dios de la felicidad. ¿Por
qué? ¿Por qué no creemos un poco más?
¿Por qué no comemos el «pan de los
fuertes»?

¡Qué pena la de Jesús, viendo tantas
almas que se debaten bajo sus ruinas y que ya no sienten el calor
del sol ni oyen el trino de los pájaros ni perciben el
perfume de las flores!… ¡Tantas almas frías y
egoístas para quienes ya no existe la paz ni la
alegría y casi no tienen fe! ¡ Con lo fácil
que les sería acercarse al sagrario para pedir ayuda!
¡ Cuánto amor y cuánta paz
encontrarían para superar las dificultades de cada
día!

En 1937 varios exploradores rusos lograron pasar unos
meses en las proximidades del Polo Norte, en el reino del hielo
eterno, o, como solía decirse, de la «muerte
eterna». Hasta entonces, se creía realmente que
allí no podía crecer ninguna planta. Por eso, la
sorpresa de los, exploradores fue enorme al encontrar en el mismo
Polo Norte una flor… Era una especie de alga diminuta, del
tamaño de la cabeza de un alfiler, de color azul.
Quisieron descubrir su raíz y empezaron a cavar. Cavaron
nueve metros de profundidad y todavía no dieron con el
final de la raíz… Ciertamente, esa flor es un ejemplo
para nosotros. Por todas partes, le rodeaban el hielo y la muerte
y no se asustaba ni retrocedía. Iba taladrando el suelo y
se lanzó, en el reino de la oscuridad y de las tinieblas,
hacia arriba en busca de la luz… hasta que la encontró.
No le importó, si tuvo que subir veinte metros.
Valió la pena llegar a la luz y poder alegrar la vida de
unos exploradores y alabar a Dios en las solitarias y heladas
regiones del Polo Norte. Por eso, tú no te desanimes, no
importa cuántos metros estés bajo el peso de tus
pecados. Jesús te espera en la confesión y en la
luz del sagrario, sigue subiendo, El es la luz del mundo y te
está esperando para darte una nueva vida.

Allí, en el sagrario, vela Jesús todas las
noches en silencio, esperando la llegada del alba y de algunas
personas que lo amen para repartirles sus tesoros de gracia
escondidos, en su Corazón, Porque el sagrario contiene
todos los tesoros de Dios, ahí están los almacenes
llenos y son inagotables. ¿Por qué no vas a misa?
¿Por qué no comulgas? ¿Por qué no te
arrodillas ahora mismo, en el lugar donde te encuentras, y te
diriges al Jesús del sagrario? Mira hacia la iglesia y
dile así:

Jesús mío, ¿qué haces
ahí todo el día en la Santa Eucaristía?
¿Qué haces en las noches silenciosas, solitario en
la blanca hostia? ¿Esperándome? ¿Por
qué? ¿Tanto me amas? ¿Y por qué yo me
siento tan angustiado por los problemas y creo que Tú te
has olvidado de mí? ¿En qué pienso?
¿En qué me ocupo? ¿Por qué me siento
tan solo, si tú eres mi compañero de camino? Ahora,
he comprendido que tú me amas y me esperas y
seguirás esperándome sin cansarte jamás,
porque tienes todo tu tiempo exclusivamente para mí.
Señor, aumenta mi fe en tu presencia eucarística.
Lléname de tu amor ven a mi corazón. Yo te adoro y
yo te amo. Yo sé que tú estás siempre
conmigo y que contigo ningún vendaval y ninguna tempestad
podrá destruirme. Dame fuerza, Jesús, YO TE AMO,
perdóname mis pecados. Yo sé que, si estoy contigo,
tengo conmigo la fuerza del Universo, porque tú eres mi
Dios.

¡Oh misterio bendito, prodigio de amor
sacramento admirable, fuente de vida… Jesús
Eucaristía! ¡Qué vacía estaba mi vida
sin Ti! Ahora he comprendido que tú eres mi amigo y
quieres abrazarme todos los días en la comunión.
Por eso, yo te prometo ir a visitarte todos los días y
asistir al gran misterio de amor de la Eucaristía. Quiero
ser tu amigo. ¡AMIGO DE JESUS
EUCARISTÍA!

LA EUCARISTIA ES VIDA

Dice Jesús: «Yo soy el camino, la
verdad y la vida»
(Jn 14,6). Y la Eucaristía es
el mismo Jesús de Nazareth, que viene a traernos vida y
«vida en abundancia» (Jn 10,10).

¿Estás vacío, triste, angustiado,
desesperado? Ahí está Jesús que te espera.
No le tengas miedo. Acude a El con confianza. El es tu Dios y te
dice: «No tengas miedo, solamente confía en
Mí»
(Mc 5,36).

La Eucaristía es la fuente de la vida, de la
verdadera vida, de la vida eterna. ¿Estás sediento
de amor, de paz, de alegría, de comprensión?
Ahí está Jesús que te saciará tu
hambre y tu sed. El te dice: «Yo soy el pan de vida, el
que viene a mí ya no tendrá más hambre, el
que cree en m1 jamás tendrá sed»
(Jn
6,35). «Yo soy el pan vivo bajado del cielo, si alguno
come de este pan, vivirá para siempre y e/pan que yo le
daré es mi carne, vida del mundo»
(Jn
6,51). «Si no coméis la carne del Hijo del
Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en
vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna
y yo lo resucitaré en el último día. Porque
mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El
que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo
en El… el que me come vivirá por mí. El que me
come vivirá para siempre»
(Jn
6,53-59). Jesús es fuente de vida y quiere, a
través de nosotros, serlo también para los
demás. Por eso, nos dice: «El que cree en
mí, ríos de agua viva correrán de su
seno»
(Jn 7,38). Asistamos, pues a la
celebración eucarística a colmarnos de vida divina
para que podamos después compartirla con nuestros
hermanos. Recordemos a todos lo que dice Jesús:
«El que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis
el agua de la vida»
(Ap 22,17). «Yo soy el
alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, le
daré gratis de la fuente de agua de vida.., y seré
su Dios y El será mi hijo»
(Ap 21,6-7).
«Si alguno tiene sed, que venga a Mí y
beba»
(Jn 7,37).

Sí, Jesús es la vida de nuestras almas,
pero ¿cuántos creen en El? ¿Cuántos
lo reciben con amor? Y Cristo sigue gritando a los cuatro
vientos: «Esto es mi Cuerpo, que es entregado por
vosotros, haced esto en memoria mía… Este cáliz
es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por
vosotros»
(Lc 22,19-20). Y S. Pablo insiste:
«Sed vosotros jueces de lo que os digo: el cáliz
de bendición que bendecimos, ¿ no es acaso la
comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos,
¿no es acaso la comunión con el Cuerpo de
Cristo?»
(1 Co 10,16).

«Yo he recibido del Señor lo que os he
transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que
fue entregado tomó pan y después de dar gracias lo
partió y dijo: Esto es mi Cuerpo, que se da por vosotros,
haced esto en memoria mía. Y asimismo después de
cenar tomó el cáliz, diciendo: Este es el
cáliz de la nueva alianza en mi sangre, cuantas veces lo
bebáis, haced esto en memoria mía… Así
pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor
indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del
Señor Examínese, pues, cada uno a sí mismo y
coma del pan y beba del cáliz, pues el que come y bebe sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propia
condenación»
(1 Co 11,23-26).

La Eucaristía es «el manjar de los
ángeles»
(Sab 16,20), «el pan de los
fuertes»
(Sal 78,25), «e/pan de los
cielos»
(Sal 105,40), «el pan vivo bajado
del cielo»
(Jn 6,51). Es por esto que el que
comulga con frecuencia, sentirá en su alma una fortaleza
extraordinaria para afrontar los problemas de la vida diaria y se
conservará fuerte y joven espiritualmente, porque
estará recibiendo vigor del Dios eternamente joven, que
nunca envejece y que es fuerte sobre todas las cosas.

El año 1901 se cerraron en Francia todos los
conventos y expulsaron a los religiosos, pero se permitió
que continuasen en el hospital de Reims las religiosas
enfermeras. Un día llegó allá la
comisión inspectora del Concejo municipal y le
invitó a la Superiora a enseñarles todas las salas.
Abrió la primera sala: todos eran enfermos de
cáncer, ellos pasaron de largo… Abrió la segunda,
la tercera, la cuarta.., todos eran enfermos de gravedad. Los
miembros de la comisión no se detuvieron en ninguna sala.
Uno de ellos, al despedirse, le preguntó a la

Superiora: -Usted ¿cuánto tiempo lleva
aquí?

-Cuarenta años.

-Y ¿de dónde sacó fuerzas para
aguantar?

-Comulgo todos los días. Si no estuviese
conmigo Jesús sacramentado, no habría podido
resistir.

Sí, allí en la hostia santa, está
el poder infinito de un Dios, que no ha querido escoger el rayo
para manifestar su poder, ni el diamante con todo su brillo
cautivador. No escogió el rocío, tan dulce y
agradable para acercarse a los hombres. Tampoco escogió la
rosa tan hermosa. Quiso escoger, para esconderse y acercarse a
nosotros, un pedazo de pan. Y nosotros ¿por qué
estamos tan hambrientos y sedientos, cuando hay tanto alimento en
la Eucaristía? Por qué helarnos de frío
espiritual, cuando hay tanto fuego ante el altar? ¿Por
qué perdernos en las tinieblas del pecado, cuando hay
tanta luz y tanta vida en Jesús
Eucaristía?

Que no te pase a ti como a aquellos pasajeros de un
barco averiado en alta mar. Iban a la deriva y llegaron a las
costas del Brasil, pero se estaban muriendo de sed… Cuando
llegó el barco salvador, todos a una exclamaron:
¡Agua! Agua! ¡Dadnos agua, que morimos de sed! Y los
del barco les dijeron: ¿por qué no beben el agua
del mar? Están rodea a dos por todas partes de agua y esta
agua es buena, porque es del río Amazonas, que hace
potable el agua del mar varios kilómetros después
de la desembocadura. ¡Bebed, bebed y quedaréis
saciados! Se estaban muriendo de sed, como tantos
católicos, que tienen la fuente de la vida a su
disposición, y no saben o no quieren beber del agua de la
verdadera vida, que es Cristo Jesús.

Te puede pasar también como a aquel hombre que
tenía una finca, donde había un salto de agua muy
grande. Durante muchos años, sus amigos le decían
que pusiera una turbina para generar corriente eléctrica,
y El no hacía caso. Cuando ya fue viejo, un día se
le ocurrió seguir los consejos de sus amigos y se
admiró del tesoro que había tenido tanto tiempo
olvidado. Pudo obtener electricidad para todos los ueb1os
cercanos e, incluso, para varias fábricas que se
establecieron en el lugar. Y entonces pudo decir: Cuánta
energía perdida! Sí, cuánta energía
espiritual perdida por desidia, por ignorancia o por comodidad.
Acude a la Eucaristía. La comunión te dará
fuerza y alegría al alma. Te llenará de una nueva
vida y te rejuvenecerá el espíritu.

¡Ven Jesús. Ven, a mi corazón
Dame tu vida y lléname de amor! Tú eres fuente
inagotable de aguas vivas. Tú eres la vida de mi vida.
Tú eres mi Señor y mi Dios.

EUCARISTIA. DON DE DIOS A LA
IGLESIA

Juan Pablo II decía que «la
Eucaristía es el más grande don que Cristo ha
ofrecido y ofrece permanentemente a la iglesia»
(3
1-10-82). Es el «tesoro más precioso»
(MF 1). En la celebración eucarística,
«por la consagración de/pan y del vino, se opera
el cambio de toda la sustancia de/pan en la sustancia del Cuerpo
de Cristo Nuestro Señor y de toda la sustancia de vino en
la sustancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado
justa y apropiadamente a este cambio
transustanciación»
(Cat 1376). De ahí
que, en la Eucaristía, bajo las apariencias de pan y vino
se hace presente una nueva realidad: Jesús, vivo y
resucitado. «Esto quiere decir que, después de
la consagración, no queda ya nada del pan y del vino, sino
solas las especies; bajo las cuales está presente, todo e
íntegro, Cristo en su realidad física, aun
corporalmente presente, aunque no del mismo ¡nodo como
están los cuerpos en un lugar»
(MF
5).

«La Iglesia enseña y confiesa
claramente y sin rodeos que en el venerable sacramento de la
santa Eucaristía, después de la consagración
del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente
Nuestro Señor Jesucristo, bajo la apariencia de esas cosas
sensibles»
(Trento, Denz 1636). En este sacramento
está «Cristo mismo, vivo y glorioso.., con su
Cuerpo, sangre, alma y divinidad»
(Cat 1413). Esta
presencia real de Cristo en la Eucaristía «se
llama real, no por exclusión, como si las otras presencias
no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es sustancial,
pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre,
entero e íntegro»
(MF 5). Y
está presente «no de una manera transitoria,
sino que permanece en las hostias, que se conservan
después de la consagración, como pan bajado del
cielo, absolutamente digno, bajo el velo del sacramento, de
honores divinos y de adoración»
(Pablo VI en
Burdeos 12-4-66).

Por eso, el sagrario, donde está Jesús,
«debe estar colocado en un lugar particularmente digno
de la Iglesia y debe estar construido de tal forma que subraye y
manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santo
sacramento»
(Cat 1379).

«La Eucaristía es la fuente y cima de
toda la vida cristiana… La sagrada Eucaristía, en
efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decii
Cristo mismo»
(Cat 1324). Por eso, «para que
la Iglesia pueda desarrollarse, es preciso poner de relieve el
carácter central de la Eucaristía, en virtud de la
cual y alrededor de la cual, la comunidad se forma, vive y llega
a su madurez»
(carta aprobada por Juan Pablo II,
1-10-89). Según el ritual de la Eucaristía fuera de
la misa: «La celebración de la Eucaristía
es el centro de toda la vida cristiana y el manantial y la meta
del culto que se brinda a Dios»
(Nº 1 y
2).

«La Eucaristía es el centro de la
comunidad parroquial. Permaneciendo en silencio ante el
Santísimo Sacramento es a Cristo, total y realmente
presente, a quien encontramos, a quien adoramos y con quien
estamos en relación. La fe y el amor nos llevan a
reconocerlo bajo las especies de pan y de vino al Señor
Jesús… Es importante conversar con Cristo. El misterio
eucarístico es la fuente, el centro y la cumbre de la
actividad espiritual de la Iglesia. Por eso, exhorto a todos a
visitar regularmente a Cristo presente en el Santísimo
Sacramento del altar pues todos estamos llamados a permanecer de
manera continua en su presencia. La Eucaristía está
en el centro de la vida cristiana… Recomiendo a los sacerdotes,
religiosos y religiosas, al igual que a los laicos, que prosigan
e intensifiquen sus esfuerzos para enseñar a las
generaciones jóvenes el sentido y el valor de la
adoración y el amor a Cristo Eucaristía»

(Juan Pablo II, 28-5-96).

La Eucaristía debe ser también el centro,
especialmente, de cada casa de religiosos. Dice el canon 608:
«Cada casa ha de tener al menos un oratorio, en el que
se celebre y esté reservada la Eucaristía y sea
verdaderamente el centro de la Comunidad». «1 en la
medida de lo posible, sus miembros participarán cada
día en el sacrificio eucarístico, recibirán
el Cuerpo Santísimo de Cristo y adorarán al
Señor presente en este sacramento»
(Canon 663).
La Eucaristía es la perla preciosa, el tesoro escondido de
que habla el Evangelio.

¿Qué más podemos decir, si tenemos
entre nosotros tan cerquita al propio Dios en persona, al mismo
Jesús de Nazareth? Por eso, en la plegaria Nº 1 de la
misa, pedimos que «cuantos recibimos el cuerpo y la
sangre de tu Hijo, seamos colmados de gracia y
bendición».

Hagamos de nuestra vida, una vida eucarística, es
decir, agradecida, pues Eucaristía significa acción
de gracias. Allí está Jesús, irradiando
rayos luminosos de amor, que, aunque invisibles, no por ello son
menos reales y eficaces.

La Eucaristía no es un trozo del árbol de
la cruz, donde clavaron a Jesús, sino Cristo mismo. No son
sus escritos personales, sino su misma persona, no es su
fotografía o su imagen, sino El mismo, vivo y resucitado
con su corazón palpitante. En la Eucaristía no
tenemos sólo el recuerdo, las ropas o la corona de
espinas, sino su propio Corazón traspasado, su propia
cabeza, su propio cuerpo. Es Jesús, nuestro amigo y
Salvador.

Por eso, la Eucaristía es el punto de apoyo que
mueve el mundo, como diría Arquímedes. Y nosotros
necesitamos de este punto de apoyo para mover nuestras almas a la
santidad. La Eucaristía es el centro de energía
espiritual del catolicismo, es como una central eléctrica
o atómica del espíritu. ¿Por qué no
aprovechar tanta energía que tenemos a disposición?
Decía un hermano separado: yo no creo en la presencia real
de Cristo en la Eucaristía, pero, si creyera, me
pasaría la vida de rodillas. Y tú
¿qué haces? ¿Qué importancia tiene la
Eucaristía en tu vida? Se necesitaría toda una vida
para prepararse a recibir la comunión y toda una vida para
dar gracias. Y, sin embargo, comulgamos Con tanta tranquilidad
que parece indiferencia.

«La Iglesia y el mundo tienen una gran
necesidad del culto eucarístico, Jesús nos espera
en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a
encontrarlo en la adoración… No cese nunca nuestra
adoración»
(Cat 1380).

¡Oh Jesús, gracias por la misa de todos
los días! ¡Gracias por el regalo inmerecido de ser
católico y poder conocerte y amarte en este sacramento del
amor!

LA MISA

«La misa es una acción que tributa a
Dios el más grande honor que puede tributársele; es
la obra que más abate las fuerzas del infierno; la que
más apacigua la encendida cólera de Dios contra los
pecadores y la que procura a los hombres en la tierra, el mayor
cúmulo de bienes»
(S. Alfonso Mª de
Ligorio). «Todas las buenas obras, tomadas juntas, no
pueden tener el valor de una santa misa, porque aquéllas
son obras de los hombres, mientras que la misa QS obra de
Dios»
(Cura de Ars). Por tanto, «hay que
confesar que el hombre no puede hacer obra más santa que
celebrar una misa»
(Trento SS 22).

«La misa es el acto más sagrado. No se
puede hacer otra cosa mejor, para glorificar a Dios ni para mayor
provecho del alma, que asistir a la misa tan a menudo como sea
posible» (S.
Pedro Eymard). «Sin la santa
misa ¿qué sería de nosotros? Todos
aquí abajo pereceríamos, ya que únicamente
eso puede detener el brazo de Dios. Sin ella, ciertamente, la
Iglesia no duraría y el mundo estaría perdido y sin
remedio»
(Sta. Teresa de Jesús). «Yo
creo que, sí no existiera la misa, el mundo ya se hubiera
hundido en el abismo, por el peso de su iniquidad. La misa es el
soporte que lo sostiene» (S.
Leonardo (le Pto
Mauricio). «Sería más fácil que el
mundo sobreviviera sin el sol que sin la misa»
(P.
Pío de Pietrelcina).

¡Vale tanto la misa! Un santo obispo decía:
«¡Qué gozo siente mi alma al celebrar la
misa! Por muy ofendido, despreciado, blasfemado e injustamente
tratado que sea Dios de parte de "muchos hombres… tengo la
dicha de dar a Dios infinitamente más gloria que ofensas
puede recibir de los pecados de los hombres. ¿Nos
explicamos ahora, por qué no se ha roto en mil pedazos al
golpe de la ira divina esta tierra pecadora? ¿Nos
explicamos por qué hay sol en los días y luna en
las noches y lluvias en el tiempo oportuno y comunicación
de Dios con los hijos de los hombres ? HAY MISAS ENLA TIERRA y en
todos los minutos del día y de la noche se está
repitiendo a lo largo del mundo: Por Cristo, con El y en El…
todo honor y toda gloria».
(Mons. Manuel
González).

«Si supiéramos el valor de una misa,
nos esforzaríamos más por asistir a
ella»
(Cura de Ars). «Uno obtiene más
mérito asistiendo a una misa con devoción que,
repartiendo todos sus bienes a los pobres y viajando por todo el
mundo en peregrinación» (S.
Bernardo).
«Sí comprendiésemos el valor de una misa,
andaríamos hasta el fin del mundo para asistir a
ella»
(Sta. Magdalena Postel). Por eso, «el
ángel de la guarda se siente muy feliz cuando
acompaña a un alma a la santa misa»
(Cura de
Ars).

Así piensan los santos ¿y tú?
¿Crees todo esto? La misa es la Suma de la
Encarnación y de la Redención. Es el acto
más grande, más sublime y más santo que se
celebra todos los días en la tierra. La misa es el acto
que mayor gloria y honor puede dar a Dios. Todos los actos de
amor de todos los hombres que han existido, existen y
existirán, no son nada en su comparación. Porque la
misa es la misa de Jesús y, según Sto. Tomás
de Aquino, vale tanto como la muerte de Jesús en el
Calvario, ya que la misa es la renovación y
actualización del sacrificio de la cruz. «Es el
memorial de la muerte y resurrección de
Jesús»
(Vat II, SC 47). Memorial es hacer vivo
y real ahora entre nosotros, un acontecimiento salvífico
que tuvo lugar en tiempos pasados.

Supongamos que hubieran tenido estudios de cine y TV en
aquellos tiempos de Jesús y hubieran filmado su
pasión, muerte y resurrección. ¡ Qué
emoción sería para nosotros ahora poder contemplar
con nuestros ojos lo que sucedió hace dos mil años
y poder ver a Jesús resucitado! Pues bien, la misa es algo
más que una película, por muy bonita que sea, es un
memorial, es decir, es la misma realidad actual y palpitante,
aunque expresada de otra manera, de modo sacramental, sin
derramamiento de sangre. Por eso, decimos también que la
misa es el memorial de la Pascua de Cristo, el memorial de la
Redención o de su Pasión, muerte y
resurrección. En una palabra diríamos que es el
memorial de su infinito amor, pues en cada misa el amor infinito
y eterno de Jesús se hace palpable y se sigue ofreciendo
por nuestra salvación. Este amor de Jesús se hace
presente al entregarse a cada uno en la comunión y al
encamarse de nuevo entre nosotros, como en una nueva Navidad, en
el momento de la consagración.

La consagración es el corazón de la misa,
sin ella no habría adoración ni sagrarios ni
comunión. Por eso, cuando en otros tiempos no se
acostumbraba a comulgar todos los días, los fieles estaban
bien atentos y miraban a la hostia en la elevación, con
deseos de comulgar, para hacer así una comunión
espiritual.

Cuando tú asistas a la misa, procura estar atento
a este momento cumbre del gran prodigio de amor. Toda la misa
converge en este momento sublime, en que todo un Dios se acerca a
nosotros como en una nueva Navidad. Para este momento supremo
viven todos los sacerdotes, para esto se celebra la misa. Sin la
consagración, la misa no sería misa. "Vive
conscientemente este gran acontecimiento y agradece a Dios por
este gran milagro que sucede cada día. Piensa en lo que
sucede: unas breves palabras pronunciadas sobre la hostia y, en
el mismo instante, esta hostia viene a contener un tesoro mayor
que todos los tesoros de la tierra.

Dice S. Agustín: «Recítense las
preces para que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y
sangre de Cristo. Suprimidas las palabras no hay más que
pan y vino. Lo repito, antes de pronunciar las palabras (de la
consagración) sólo hay pan y vino; al pronunciarlas
se convierten en el sacramento»
(Sermón
6,3). El autor de esto es el Espíritu Santo, que
también lo es de la consagración sacerdotal.
«Lo que Cristo realizó sobre el altar de la cruz
y que, precedentemente estableció como sacramento en el
Cenáculo, el sacerdote lo renueva con la fuerza del
Espíritu Santo. El sacerdote se halla corno envuelto por
el poder del Espíritu Santo y las palabras que dice
adquieren la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo
durante la última Cena»
(DM 8).
¡Qué admirable misterio! ¡Oh, si
pudiésemos ver lo invisible del mundo
espiritual!

Jesús baja a la tierra, obedeciendo las palabras
de un humilde sacerdote. Y lo mismo sucede esto en las grandes
catedrales de los países ricos como en las humildes
casitas de esteras de los pobres de África o de
América Latina.

Un sacerdote, amigo mío, me manifestaba lo que le
había pasado un día en el momento de la
consagración del vino. En ese momento, ante sus ojos
asombrados, vio cómo el vino del cáliz
empezó a burbujear y miles de burbujas se movían,
mientras decía las palabras: Éste es el
cáliz de mi sangre… Así Dios le hizo entender, de
un modo extraordinario, la maravillosa realidad de la
conversión del vino en su sangre divina. A partir de ese
momento, su fe en la Eucaristía se reafirmó para
siempre. No dudemos, digamos como Sto. Tomás:
«Señor mío y Dios mío».
Y procuremos, en esos momentos, estar ile rodillas ante nuestro
Dios. No seamos meros espectadores, indiferentes a lo que se
celebra. ¿Acaso estamos de pie para que no se manche
nuestra ropa? Alguien ha dicho que nunca es el hombre más
grande que cuando está de rodillas. No te avergüences
de estar de rodillas ante tu Dios.

Sta. Margarita María de Alacoque cuenta en su
Autobiografía que su ángel de la guarda:
«no soportaba la menor falta de modestia o de respeto
ante Jesús sacramentado, delante del cual lo veía
postrado en tierra y deseaba que yo hiciese lo mismo". Y
tú ¿le negarás el respeto y
amor que se
merece? ¿Le negarás hospedaje en tu corazón?
¿Le negarás obediencia a su deseo de que vengas a
la misa los domingos?

La misa ha sido siempre la devoción de los santos
por excelencia. Nuestra Madre María nos decía en
Medjugorje el 25-4-88: «Haced que la misa sea parte
esencial de vuestras vidas».
Por eso, no digas que no
tienes tiempo. Cuando le decían esto a S. José de
Cotolengo, El respondía: «malos manejos, mala
economía del tiempo».
Tú, asiste a la
misa para unirte a Jesús y alegrarte en la
celebración de los grandes misterios de la humanidad, y
para orar por tus familiares vivos y difuntos. A este respecto,
decía 5. Alfonso María de Ligorio que la misa
«es el más poderoso sufragio para las almas del
Purgatorio».
Ya desde los primeros tiempos del
cristianismo se celebraban misas por los difuntos. Tertuliano, en
el siglo II, nos habla de la costumbre de celebrar la misa en el
aniversario de la muerte. Ahora, existe la buena costumbre, en
algunos lugares, de la misa a los ocho días, al mes y al
año. Orar por nuestros familiares difuntos es una
obligación, no sólo de caridad, sino también
de justicia. Debemos ayudarlos, pues según Sta. Catalina
de Génova, llamada la doctora del Purgatorio, allí
se sufre mucho más de lo que podemos sufrir en este
mundo.

S. Agustín, en varias de sus obras, nos habla de
esta costumbre antigua en la Iglesia y afirma que su madre Sta.
Mónica, antes de morir, le manifestó el deseo de
que se acordara de ella en la santa misa (Cf Conf. IX,36). Porque
«es bueno y piadoso orar por los difuntos… para que
sean liberados del pecado»
(2 Mac 12,46). Y la mejor
oración es la santa misa. Por eso, si algún
día tienes algo especial que pedir o agradecer a
Jesús, ofrécele el regalo de la misa y
comunión, donde renovarás tu amistad con
El.

Jesús, Tú eres mi amigo más
querido, el Amado de mi alma, lo más grande de mi vida.
Gracias Jesús, por tu amistad y por la misa de cada
día.

EL SACRIFICIO DEL ALTAR

Sacrificio, en sentido etimológico, es hacer
sagrada una cosa. Para que haya sacrificio se requieren tres
cosas: una cosa ofrecida (víctima), alguien que la ofrece
(sacerdote) y Dios a quien ofrecerlo. Pues bien, la misa es
verdadero sacrificio, porque en ella Cristo es, al mismo tiempo,
víctima y sacerdote, y se ofrece al Padre.

Lo esencial de la misa es el ofrecimiento que Cristo
hace de Sí mismo al Padre. Así lo dice Pío
XII en la encíclica Mediator Dei con estas palabras:
«el sacrificio eucarístico, por su misma
naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina
víctima».
Aquí inmolación
incruenta hay que entenderla como ofrecimiento de Sí mismo
sin derramamiento de sangre, porque es un sacrificio sacramental.
Por eso, «las especies eucarísticas simbolizan
la cruenta separación del cuerpo y de la
sangre»
(MI) 2,1).

Ahora bien, este ofrecimiento de Sí mismo al
Padre lo hizo Jesús desde el primer instante de su
existencia y lo seguirá haciendo por la eternidad, porque
es sacerdote eterno. Este ofrecimiento, que se hizo palpable el
día de Navidad al aparecer entre nosotros, siguió
siendo realidad durante toda su vida, especialmente en el momento
de la última Cena, al hacer partícipes a sus
discípulos de su destino y unirlos en su misma ofrenda,
pues quiere que su ofrenda sea compartida con toda la Iglesia. De
ahí que la misa sea también un banquete
sacrificial, en el que hay que unirse a Cristo en la
comunión. Esta comunión «atañe a
la integridad del sacrificio y es enteramente necesaria para el
ministro que sacrifica, pero para los fieles es tan sólo
vivamente recomendada»
(MD 2,3).

Según esto, Cristo, sacerdote eterno, sigue
ofreciéndose y, en cierto modo, celebrando una misa
místicamente en cada hostia consagrada en la que se
encuentra y dentro de nosotros, en el altar de nuestra alma, en
el momento en que lo recibimos en comunión. Sin embargo,
hablar de esta misa mística es hablar del sacrificio
eucarístico en sentido muy general. Estrictamente
hablando, la misa es renovación y actualización del
sacrificio de la cruz, pues ése fue el momento supremo, el
momento cumbre en el que Cristo se ofreció totalmente a
Sí mismo al Padre.

Y no sólo se ofreció a Sí mismo,
sino que unió a su ofrenda a toda la Iglesia. Por eso, la
misa es también un sacrificio eclesial, pues se ofrece con
su Cuerpo, que es la Iglesia. Es el Cristo total, Cabeza y
Cuerpo, quien celebra la misa. Ya decía S. Agustín
que «la plenitud de Cristo es la Cabeza y los miembros:
el Cristo total»
(In Jo Ev. 21,8).

«La Iglesia entera, ejerciendo juntamente con
Cristo la función de sacerdote y víctima, ofrece el
sacrificio de la misa y en El se ofrece a sí
misma»
(MF). Por eso, «los fieles deben
tomar parte activa en la misa, ofreciendo la divina
víctima a Dios Padre y uniendo la ofrenda de su propia
existencia»
(Carta de Juan Pablo II, 1-10-89). Pues
como dice S. Agustín: «es también nuestro
misterio el que se celebra en el altar»
(Sermo
272).

Ahora bien, ¿por qué, si Cristo
murió una sola vez, podemos celebrar diariamente el
sacrificio eucarístico? Cristo es sacerdote eterno y se
ofrece sin cesar al Padre, su voluntad no cambia. Sigue
entregando en cada momento su cuerpo (persona) y su sangre (su
vida) como ofrenda permanente que hizo de una vez para siempre.
Por eso, el sacrificio de la cruz es propiamente el único
y eterno sacrificio. En realidad, no hay muchas misas, sino la
única misa de Cristo. Las misas no se repiten, aunque haya
concelebración, sólo hay participación
repetida en el único sacrificio de Cristo, que sigue vivo
y actual. La misa, como el sacrificio de Cristo, tiene valor
infinito.

«Los méritos del sacrificio de la misa
son infinitos e inmensos, se extienden a todos los hombres de
todo lugar y de todo tiempo. Porque el sacerdote y la
víctima es el hombre-Dios»
(MD 2,1). Sin
embargo, la aplicación de los méritos infinitos de
Jesús a los hombres concretos depende de su receptividad y
disponibilidad. No podemos decir: Cristo pagó por nuestros
pecados, ya estoy perdonado y ya todo está perdonado para
siempre. Eso sería como decir que todos estarían,
por adelantado, ya salvados independientemente de sus obras y que
no importaría ser buenos o malos. Lo cual va en contra de
toda sana Teología. «Para que la
redención y salvación de todos se haga efectiva, es
necesario que todos establezcan contacto vital con el sacrificio
de la cruz y, de esta forma, los méritos que de El se
derivan les serán transmitidos y aplicados. Se puede decir
que Cristo ha construido en el Calvario un estanque de
purificación y de salvación que llenó con la
sangre vertida por El; pero, silos hombres no se bañan en
sus ondas y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no
pueden ciertamente ser purificados y salvados»
(MD
2,2).

Cristo ha querido dejamos el sacrificio
eucarístico como renovación constante de su
infinito amor y como remedio de nuestra debilidad. El nos ha
concedido la gracia inmensa de hacer diariamente nuestro, el gran
acontecimiento de la salvación. Pero tengamos presente que
la salvación más que un acontecimiento
histórico es una persona: Cristo. El es la
salvación. El es sacerdote, víctima y altar
(Prefacio pascual y). Su existencia es una misa perpetua, una
misa viviente, una misa sin fin. Todas las misas, celebradas por
los sacerdotes, son participaciones de la única misa de
Jesús. Para que ello ocurra es necesario que el sacerdote
sea «arrebatado» por el Espíritu Santo y sea
transformado en Jesús y se identifique con El y sea, en
algún sentido, transportado al Corazón de
Jesús, para vivir la misa de Jesús en El, con El y
por El.

Estamos acostumbrados a decir que, en la misa, el
sacerdote hace presente o actualiza «aquí y
ahora»
el sacrificio de Jesús, pero
quizás sería más exacto decir que el
sacerdote, al ser Jesús e identificarse con El en la misa,
se hace presente a la misa eterna de Jesús. Para
comprenderlo mejor pongamos el ejemplo del sol. Decimos que el
sol «sale» todos los días, pero el
sol no «sale», está ahí, es la
tierra la que va a su encuentro y se hace presente a El. Eso
mismo pasa en la misa.

Vayamos también nosotros con el sacerdote cada
día a metemos en el Corazón de Jesús,
ofreciéndonos con El al Padre, para vivir la misa de
Jesús. De este modo, seremos otros cristos en la tierra y
El podrá vivir en nosotros, de nuevo, su pasión,
muerte y resurrección. Digamos con S. Pascual
Bailón: «Soy feliz al unir el pobre sacrificio
de mi vida al sacrificio de Jesús».
Si somos
amigos, debemos estar unidos en las alegrías y en las
penas, llevar juntos el peso de la salvación de los
hombres y formar así una sola alma y un solo
corazón. Vivamos la misa de Jesús y hagamos de
nuestra vida una misa viviente, una misa sin fin.

LA MISA VIVIENTE

Cada uno debe vivir su propia misa por su ofrecimiento
continuo con Jesús al Padre. El concilio Vaticano II nos
recomienda: «Aprendan los fieles a ofrecerse a
sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada, no sólo
por manos del sacerdote, sino juntamente con El»
(SC
48).

De esta manera, «nuestra humilde ofrenda,
insignificante en sí, como el aceite de la viuda, se
hará aceptable a los ojos de Dios por su unión a la
oblación de Jesús»
(Juan Pablo II,
7-11-82). Un buen momento para ello es cuando el sacerdote dice:
«Por Cristo, con El y en El a 7Y Dios Padre
Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y
toda gloria por los siglos de los siglos.
Amén».
Mejor aún, si lo hacemos en el
momento central de la consagración y repetimos en privado
con Jesús y el sacerdote: ESTO ES MI CUERPQ, que
será entregado por vosotros… ESTE ES EL CALIZ DE MI
SANGRE… que será derramada por vosotros. Y, al decir
esto, nos ponemos en total disponibilidad a los planes de Dios y
decimos de verdad: este cuerpo mío, con todo lo que soy y
tengo, mi vida, mis trabajos y dolores.., los entrego por la
salvación de mis hermanos. Ofrezco también mi
sangre gota a gota, o a raudales, día a día, con
mis sudores y lágrimas, con los sufrimientos y
humillaciones, incomprensiones y calumnias… TODO lo entrego con
Jesús al Padre. Otro momento importantísimo para
renovar este ofrecimiento de nosotros mismos es el momento de la
comunión y de nuestra íntima unión con
Jesús; en ese momento, se unen nuestras vidas y nuestros
corazones y debemos tener1os mismos sentimientos de entrega total
al Padre por los demás.

Haz como aquella religiosa que me escribía:
«La misa es el centro de mi vida entera. En el momento
de la consagración, Jesús me sumerge en El, y con
El me ofrece al Padre corno víctima de amor Cuando el
sacerdote dice ESTO ES MI CUERPO Y ESTA ES MI SANGRE, es como si
me lo hiciera repetir con El, pues todo lo pongo en sus manos.
Estoy en permanente comunión con El y pienso en las misas
que se celebran a lo largo y ancho del mundo y renuevo mi entrega
en unión con cada misa que se
celebra».

Y otra me aseguraba: «Cuando asisto a la misa,
me pongo con todo mi ser en la patena con Jesús, en total
disponibilidad para dejarme transformar por El y dar la vida,
como El, por la salvación del mundo. Entonces, le digo:
Haz de mí lo que tú quieras, sea lo que sea te doy
las gracias, porque te amo y confió en
7, porque
Tú eres mi Padre, mi Señor y mi Dios».

Vivir la misa de nuestra vida es ofrecerlo todo por la
salvación de los demás.

Reflexiona en el cuento de aquel hombre pobre, que iba
muy triste por los senderos de la vida. Un buen día,
pasó por su camino la carroza real y el rey, al verlo, se
bajó a saludarlo y le dijo: qué puedes darme? Aquel
pobre hombre, asombrado, sólo atinó a darle un
granito de trigo. Por la noche, al ir a descansar, se dio cuenta
de que tenía en su alforja un granito de oro. Y entonces,
lo comprendió todo. Si El hubiera sido generoso y le
hubiera dado todo su trigo, ahora sería inmensamente rico.
Y si se hubiera ofrecido a sí mismo para servir al rey?
¿No hubiera cambiado su vida errante por una vida
más feliz? Pues bien, Dios no se deja ganar en
generosidad. ¿Por qué te contentas con darle
pequeñas cosas, cuando El quiere todo tu corazón?
«Dame, hijo mío, tu corazón»
(Prov 23,26). «El que da (siembra) poco, poco
recibirá; el que da en abundancia, en abundancia
recibirá… Dios ama al que da con alegría y es
poderoso para llenaros de todo género de gracias, para que
teniendo siempre y en todo lo bastante, abundéis en todo
lo bueno»
(2 Co 9,6-8). ¿Estás dispuesto
a darle todo… a darte TODO, sin condiciones?

Una religiosa contemplativa, víctima de amor, me
contaba un caso concreto de cómo vive su entrega total:
«Un día supe que iba a venir a nuestra ciudad un
grupo rockero de mucha fama y que fomentaba cosas
diabólicas. Yo sentí mucho dolor interior y,
pensando en cómo ofenderían a Jesús y en
cuántos pecados se iban a cometer sentí dentro de
mí una gran necesidad de consolar a Jesús y
acompañarle en su dolor y renovar el ofrecimiento de mi
vida para evitar tanto pecado. Era en el momento de la
comunión, cuando me ofrecí para consolarlo y le
dije que me diera lo que quisiera, que lo aceptaba todo por su
amor En ese momento, nos amábamos mucho los
dos.

A las dos horas, más o menos, de
pedírselo, empecé a sentirme muy mal, con mucho
frío, me subieron a mi cama y ardía en fiebre.
Parecía como si me mordiesen por dentro, pero al mismo
tiempo, sentía una alegría interior y una paz
inmensa. Me sabían los dolores a amor no sé
describir lo que me pasaba, pero mi alma estaba envuelta en un
amor tan grande que parecía fuego. Me sentí muy
feliz de haberme ofrecido para consolar a Jesús… Otro
día, estaba sola en el coro, y me sentía abrumada
ante el amor desbordante de un Dios, que se ha entregado por
nosotros y no ha regateado ningún sacrificio para
salvarnos. Me perdí en su amor y, en ese momento sublime,
sentí con qué ternura infinita el Padre
acogía el sacrificio de su Hijo. Mira, yo no sé
expresarlo con palabras. Era un amor tan grande… y en ese amor
del Padre al Hijo, también me amaba a mí y aceptaba
mi victimación en Cristo. ¡Qué sublime es
esto! El Padre nos ama en Cristo y quiere que vivamos nuestra
misa con El».

Y es que vivir la misa es un morir a nosotros mismos en
cada momento y ponernos sin condiciones en las manos de
Jesús. Pero esto solamente lo llegan a comprender las
almas víctimas y, sin embargo, debería ser normal
en la vida de todo auténtico cristiano y, sobre todo, de
los religiosos. Deberíamos ser todos hostias, que se dejan
consagrar y transformar con Jesús en cada misa,
Deberíamos decir en cada misa como Sto. Tomás:
«Vayamos también nosotros para morir con
El»
(Jn 11,16). Pero hay almas que nunca serán
hostias, que no se dejarán consagrar jamás, aunque
sean oficialmente «consagradas». Y es que
hay almas que se contentan con la mediocridad y no quieren
verdaderamente ser santas y prefieren seguir una vida cristiana
moda y sin compromisos. Jesús te dice en la
Imitación de Cristo: «Si buscas pertenecerte a
ti mismo y no te ofreces espontáneamente a mi voluntad,
entonces, no serás una ofrenda completa ni se podrá
dar una perfecta unión entre nosotros… Tú
también debes ofrecerte a Mí cada día en la
misa en ofrenda pura y santa»
(IV, 9).

Cuando no puedas asistir personalmente a la misa
«adora a Jesús con los ojos del espíritu
y envía allí tu corazón para asistir
espiritualmente y renovar así tu ofrecimiento»
(S.
Francisco de Sales).

A fin de cuentas, tu sacrificio y el de Jesús son
UNO. Tu misa y la de Jesús son UNA. Une tu misa a la de
Jesús, pues la misa que se celebra ante el trono de Dios,
donde está Cristo con su cuerpo glorificado, la que se
celebra en nuestras Iglesias y la misa de tu vida es una sola. Y
esta misa debes celebrarla a lo largo de todo el día por
tu ofrecimiento permanente, siendo una misa viviente. Por eso,
decía Orígenes que el alma cristiana «es
un altar donde se ofrece un sacrificio de alabanza a Dios
día y noche».
Piensa y medita que
«nuestra entrega personal, como la de Cristo y en
cuanto unida a ella, no será inútil, sino
ciertamente fecunda para la salvación del
mundo»
(Juan Pablo II, Sol. rei Socialis N° 48).
Abre las puertas de tu corazón a Jesucristo. No tengas
miedo de lanzarte a sus brazos divinos y dejarte llevar.
Confía en El. Es tu amigo y tu Dios, tu Dios
amigo.

LA CENA DEL SEÑOR

Un aspecto importante de la misa es que Jesús la
instituyó en el marco de una cena familiar para indicar
así que todos formamos una sola gran familia en El.
«El pan es uno, somos muchos, pero un solo cuerpo,
porque todos participamos del único pan»
(1 Co
10.17). Y 5. Gregorio Magno afirma «todos estamos
incorporados al mismo y único Cuerpo de
Cristo».
Por eso, el valor de la misa desborda el
circulo de participantes a la celebración y se extiende a
todos los hombres de todos los tiempos. Desde el primer hombre
hasta el último, desde la primera partícula creada
hasta la última, desde este lugar en que me encuentro
hasta el más remoto lugar del universo. Es una misa
cósmica y universal.

En cada misa y comunión unimos nuestras vidas y
nuestros destinos con Cristo y con todos los hombres, que son
también nuestros hermanos. Precisamente, cuando Cristo
celebró la última Cena, les partió un
único pan y les dio a beber de un único
cáliz para significar que todos estaban unidos en el mismo
destino y en la misma ofrenda. Lo mismo ocurre ahora al
participar todos del mismo «banquete pascual del
amor»,
llegando a ser por la comunión
«cuerpo de Cristo y sangre de Cristo». Por
eso, asistir a la misa y no comulgar es como asistir a un
banquete y no querer comer.

En la comunión es donde mejor se realiza el deseo
de Jesús de que todos sean UNO. «Yo en ellos y
Tú en Mí, para que sean perfectamente
UNO»
(Jn 17,23). «Para que el amor con que
Tú me has amado esté en ellos y Yo en
ellos»
(Jn 17,26). Todos formamos una UNIDAD en
Jesús y, por eso, debemos amar a los hermanos con el amor
de Jesús. Y esto debe manifestarse en el respeto,
comprensión, perdón, compasión, caridad…
Jesús nos dice: «Lo que hiciereis a uno de estos
mis hermanos más pequeños, a Mí me lo
hacéis»
(Mt 25,40). Sería una
contradicción amar a Cristo Eucaristía y no amar a
los hermanos. «Si alguno dice amo a Dios, pero aborrece
a su hermano, miente»
(1 Jn 4,20). «El que
ama a su hermano está en la luz, pero el que lo aborrece
está en tinieblas»
(1 Jn 2,10).

Al comulgar, dejamos que los demás entren
también en nuestra vida junto con Cristo. Esto quiere
decir que debemos asumir y hacer nuestras, de alguna manera, sus
alegrías, penas, sufrimientos y necesidades. Ser de Cristo
es también ser de los demás y para los
demás. Por eso, necesitamos llenar nuestro corazón
del amor de Cristo para compartirlo con los demás. Debemos
demostrar en nuestra vida diaria que amamos a Jesús con
todo nuestro corazón, amando sin excepción a todos
como hermanos. Para mejor hacerlo esto realidad, necesitamos e
alimento diario de la Eucaristía.

En la misa decimos: «Te pedimos que el
Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos
participamos del cuerpo y sangre de Cristo».
Esta
unión era una verdadera realidad entre los primeros
cristianos que hasta ponían todos sus bienes en
común y, en determinados días, hacían mesa
en común, poniendo los ricos los manjares y siendo
invitados los pobres, que carecían de todo.
Después, esta costumbre se fue perdiendo y quedó la
colecta de las ofrendas en la misa para repartirlas a los
pobres.

Ya en el año 155 S. Justino afirma que en la misa
«los que poseen bienes dan espontáneamente lo
que quieren y lo recogido es consignado al sacerdote que preside,
el cual ayuda a los huérfanos, a las viudas, a los
necesitados, a los enfermos, a los prisioneros, a los forasteros,
en una palabra a los que están en dificultad»

(Apología 5,67).

Nosotros no podemos comulgar con Cristo y despreciar a
los demás, pues «todos somos un mismo cuerpo de
Cristo y una misma sangre por participar todos del mismo pan y
ser concorpóreos de Cristo».
(S. Juan
Damasceno, De fide Ort 4,13). El mismo S. Agustín llama a
la Eucaristía «signo de unidad y vínculo
de caridad».
Por esto, S. Juan Crisóstomo, ya
en su tiempo, ataca a quienes quieren ser cristianos y no tienen
caridad con el prójimo y les dice: «Cristo dio a
todos por igual su Cuerpo y tú ¿ni siquiera das
tupan? ¿Qué dices? ¿No temes hacer el
memorial de Cristo y desprecias a los pobres? ¿No les das
a los pobres participación alguna en tu mesa?»

(In 1 Co hom 27,4). También S. Agustín afirmaba:
«come indignamente el Cuerpo y Sangre de Cristo quien
no vive el amor la unidad y la paz, exigidos por el Cuerpo de
Cristo… En ese caso, no recibe un misterio que le aprovecha,
sino más bien un sacramento que lo condena»

(Sermo 227).

Todos formamos una sola y gran familia en Cristo. Todos
estamos unidos al mismo Jesucristo. El es el anfitrión que
nos invita a su mesa. El está sentado a la mesa con
nosotros, como un amigo, en cada Eucaristía, que es el
«banquete pascual del amor». La
Eucaristía es una fiesta de familia, donde todos comemos
juntos como hermanos, sin exclusivismos ni marginaciones, y donde
se crean lazos de amistad. Por eso, la Eucaristía es
fuente de solidaridad y fraternidad. Jesús quiso que todos
los hijos del Padre estuvieran sentados a la misma mesa,
judíos y no judíos, amos y esclavos, hombres y
mujeres… Eso significa que hay que superar las diferencias
raciales, sociales, culturales o nacionales para unimos en la
misma mesa y crear unidad. En los primeros tiempos, hasta
ponían todos sus bienes en común (Cf Hech 2,44;
4,34). Y se llamaban «hermanos» (Cf Hech 6,3;
11,1.29; 15,32).

La misa es una fiesta familiar con Cristo y los
hermanos. Vayamos bien vestidos a esta fiesta con Jesús,
con la mayor limpieza posible de cuerpo y alma. Nuestro Padre
Dios nos espera, al menos todos los domingos. ¿No seremos
capaces de obedecerle? ¿Le diremos que tenemos cosas
más importantes que El?

Si en cada misa repartieran mil dólares,
seguramente que se llenarían las iglesias y no
habría sitios vacíos, pero no creemos que las
bendiciones que recibimos valen muchísimo más,
inmensamente más. que todos los dólares del mundo.
Si no vemos, no creemos, porque nos falta fe. Y nos pasa como a
los habitantes de Nazareth, que no recibían milagros de
Jesús, por su falta de fe. Tú, cuando vayas a misa,
no vayas como si fueras a la playa o al mercado o a un
espectáculo público. Se debe notar hasta en tu
porte exterior.

Decía el Bto. Escriba de Balaguer:
«Deberíamos ir a la misa y comunión con
el alma limpia, pero también con el cuerpo limpio, con el
mejor traje, la cabeza bien peinada, un poco de perfume.., porque
vamos a una fiesta y debemos tener delicadezas de enamorados con
Jesús, sabiendo pagar amor con amor Todo lo que hagamos
para demostrarle nuestro amor será poco… No escatimemos
tiempo para prepararnos para la comunión y para darle
gracias. Jesús nos va a bendecir mucho más de lo
que podemos imaginar… Amad la misa, hijos míos, y
comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la
emotividad no responda. Comulgad con fe, con esperanza, con
encendida caridad… No ama a Cristo, quien no ama la santa misa,
quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con
devoción, con cariño».

¡Qué grande es la misa y la
comunión! «Y el Verbo se hizo hombre y
habitó entre nosotros»
(Jn 1,14). Y sigue
repitiéndose el milagro de la Encarnación. Y
Jesús se hace el Emmanuel, el Dios con nosotros, y se
queda para siempre entre nosotros. Y sigue celebrando su cena de
amistad todos los días con nosotros. ¿Por
qué no le damos más importancia?

Si el hombre llegara a pisar Marte, sería una
noticia mundial, que recorrería todos los rincones del
mundo a través de los medios de comunicación
social. Pero el que todos los días Jesús venga a la
tierra en cada misa, no es noticia y ni siquiera se cree en ella.
Si se apareciera en algún lugar del planeta, aunque
sólo fuera a través de una imagen milagrosa, todo
el mundo iría a verlo y a buscar milagros, pero nos falta
fe para creer que El está muy cerca, demasiado cerca, para
que lo podamos ver con los ojos del cuerpo, pues sólo es
posible verlo con los ojos del alma.

Supongamos que un solo hombre, el Papa por ejemplo,
pudiera celebrar misa solamente una vez al año. ¿No
nos gustaría poder asistir alguna vez a este gran milagro
del amor? Y ahora que se celebran misas a todas las horas y en
todas las partes del mundo ¿Por qué somos tan
indiferentes? Cuando asistas a la Iglesia, piensa que ahí
está Jesús, habla con El y renueva tu ofrecimiento.
En cuanto de ti dependa, procura que haya silencio y, sobre todo,
mucha limpieza en el templo, en los ornamentos, manteles y vasos
sagrados. Ayuda en esto a los sacerdotes. Y, si te es posible,
lleva muchas flores, porque a Jesús le gusta la
alegría y la sonrisa de nuestras almas. En tiempos de 5.
Agustín, los fieles cogían las flores, que
habían adornado el altar, y las conservaban como
reliquias, pues habían estado junto a Jesús.
Jesús te recompensará todo lo que hagas por El. Y
El te dice cada día a ti y a los tuyos para que asistas en
familia:

«Venid y comed» (Jn 21,12).
Sé agradecido y dile con S. Pablo: «Gracias sean
dadas a Dios por este inefable don»
(2 Co 9,15).
«Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que en Cristo nos ha bendecido con toda clase de
bienes espirituales y celestiales»
(Ef 1,3).
«Venid y veréis» (Jn
1,39).

FORJADORA DE MARTIRES

La Eucaristía es el sacramento de la santidad o,
como decían en los primeros siglos, el sacramento que hace
a los mártires. 5. Agustín decía que
«el misterio de la última Cena recibe su
más plena eficacia, cuando derramamos nuestra sangre por
Aquél, del que hemos bebido su sangre»
(Sermo
304,1). Por eso, los primeros cristianos les llevaban la
comunión a los prisioneros, listos para el martirio, para
que recibieran la sangre de Cristo y tuvieran valor para
derramarla por El.

El martirio es una misa vivida en plenitud, una ofrenda
total. Hay que vivir el martirio de cada día, derramando
nuestra sangre gota a gota, para prepararnos para la gran
ofrenda, si es que Cristo nos pide la ofrenda total de nuestra
vida por el martirio. Una religiosa me decía:

«He entendido que todos mis dolores, fatigas,
penas y humillaciones… son ritos de la gran misa que tengo el
honor de celebrar cada día».
Viviendo
así, la muerte será como la última
celebración de nuestra misa terrena. Y entraremos en la
etapa del banquete celestial, de la misa celeste, en la que
seguiremos ofreciéndonos por los demás y
amándolos con todo nuestro ser. Por ello, decía
Sta. Teresita: «Siento que mi misión va a
comenzar.. Derramaré sobre el mundo una lluvia de
rosas».

Cuando el P. Niel Pinault, fue llevado al cadalso en
tiempo de la Revolución francesa, pidió llevar los
ornamentos litúrgicos de celebrar misa y comenzó
sus oraciones como en la misa, antes de ser guillotinado. El
martirio para El era una celebración eucarística.
Vivamos nuestra misa y digamos con Jesús: «Yo
por ellos me consagro para que ellos sean santos de
verdad».
(Jn 17,19). Ofreced «vuestros
cuerpos como hostia viva, santa y agradable a Dios».

(Rom 12,1). Ser santo significa ser amigo íntimo de
Jesús y amarlo con todas sus consecuencias, en la vida y
en la muerte, con salud o enfermedad, sin
condiciones…

¿Estás dispuesto a dar tu vida por El"?
Así 1 hizo el alemán Karl Leisner, que amaba a
Cristo con todo su corazón. En su diario de juventud
había escrito: «Cristo, Tú eres mi
pasión».
Se integró en el movimiento de
jóvenes católicos alemanes y empezó a
descubrir el amor a María y el tesoro de su amigo
Jesús Eucaristía. A la hora de decidir su futuro,
tuvo fuertes luchas vocacionales hasta el punto de escribir:
«Ha sido una lucha entre la vida y la muerte. Pero mi
vocación es el sacerdocio ypor esta vocación lo
entrego todo».
Se ordenó de diácono el
25-03-1939. Siendo diácono, se le declaró
inesperadamente una tuberculosis pulmonar, teniendo que
internarse en un sanatorio. Así se iba preparando para la
entrega total. La Gestapo lo arrestó como persona
peligrosa para el Estado. Lo internaron en diferentes
cárceles hasta que en Diciembre de 1940 fue trasladado al
campo de concentración de Dachau como prisionero con el
N° 22356.

La mala alimentación y los trabajos forzados
hicieron avanzar su enfermedad, que se manifestó en
frecuentes vómitos de sangre. Lo internaron en la
enfermería, donde había 150 moribundos. El joven
diácono se aferró en aquellos difíciles
momentos al amor de María, la Madre amorosa, en quien
encontraba refugio en su debilidad; pero, sobre todo, se
aferró a Jesús Eucaristía, a quien llevaba
siempre consigo, lo escondía debajo de su almohada y lo
repartía a los moribundos en comunión.

El 17 de Diciembre de 1944, el obispo francés
Gabriel Piguet lo ordenó de sacerdote, con peligro de
muerte, en la barraca 26, participando 300 sacerdotes, que
estaban también prisioneros. Allí Dios
manifestó su poder sobre los orgullosos del mundo y
reafirmó la fe de aquellos sacerdotes, que estaban siendo
vejados y humillados. Cristo, de nuevo, manifestó su
victoria sobre el mal y se identificó con un pobre
moribundo, a quien elevó a la dignidad del sacerdocio. El
día 26, Karl celebró su primera y única
misa, pues estaba demasiado débil. El 29 de Abril de 1945
llegó la liberación, pero tuvieron que internarlo
de inmediato en un sanatorio, donde murió el 12 de Agosto,
ofreciendo su vida por la salvación del mundo.

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