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Monografia mercadotecnia (página 2)




Enviado por Henry Guzman



Partes: 1, 2, 3

Los triunfos de la civilización eotécnica,
no fue solamente el poder, sino una mayor intensificación
de la vida. Esta dilatación a los sentidos, esta respuesta
más aguda a los estímulos externos (como la
relación que significo el papel), fue uno de los primeros
frutos de la cultura

La fase
eotécnica

En la medida en que Mumford relaciona la
evolución de la técnica con la de las
máquinas, su periodización no comienza, como la de
Ortega, con la aparición del ser humano sino que hacia el
año 1000. Antes de esa época no se podría
hablar propiamente de máquinas técnicas, ya que la
fuente energética principal era hasta entonces la propia
fuerza humana y de los animales domésticos y las acciones
técnicas eran muy limitadas. Sin embargo, en el periodo
eotécnico, que se extendería según Mumford
entre el comienzo del segundo milenio y el siglo XVIII, junto a
la fuerza de los propios seres humanos y de los animales de tiro,
comienzan a utilizarse diversos recursos naturales como el viento
y el agua para la producción de la energía que
necesitan las máquinas eotécnicas: los molinos de
viento y de agua y los barcos de vela. La energía propia
de esta fase es la del entorno en el que se ha de asentar la
máquina. La materia prima también estará en
el mismo entorno y será principalmente la madera. Las
construcciones eotécnicas son habitualmente de madera ya
que la producción de metal no deja de ser artesanal y, por
tanto, no está tan extendido su uso como sucederá
en la siguiente fase. También es propia de esta fase la
utilización del vidrio para lentes, ventanas y recipientes
y como innovación mecánica principal estaría
la aparición y uso del reloj.

Las máquinas eotécnicas se asientan en los
entornos naturales en los que están sus fuentes de
energía (principalmente cauces fluviales) y conviven con
esos entornos naturales en una relación que hoy
llamaríamos sostenible y que Mumford valora positivamente
como el mejor momento en la relación entre la
civilización humana y la técnica. "La meta de
la civilización eotécnica en conjunto hasta que
alcanzó la decadencia del siglo XVIII no fue el poder
solamente sino una mayor intensificación de la vida:
color, perfume, imágenes, música, éxtasis
sexual, así como audaces proezas en las armas y el
pensamiento y la exploración. En todas partes había
imágenes preciosas: un campo de tulipanes en flor, el olor
del heno recién segado, la ondulación de la carne
bajo la seda o la redondez de pechos en ciernes, la vigorosa
picadura del viento al correr las nubes de lluvia sobre los
mares, o la azul serenidad del cielo y la nube, reflejados con
claridad cristalina sobre la aterciopelada superficie del canal,
del estanque y del arroyo. Los sentidos se refinaron uno por
uno
".

La fase
paleotécnica

Iniciada a finales del siglo XVIII, la fase
paleotécnica caracteriza principalmente al siglo XIX y
comienza a entrar en crisis en los albores del siglo XX. El
viento y el agua, propios de la fase anterior, van siendo
sustituidos por el carbón como fuente de energía,
mientras que la madera y el cristal dejan paso al hierro como
principal materia prima. La máquina paleotécnica,
la máquina de vapor en el contexto de la industria, da
lugar también a profundos cambios sociales asociados con
el capitalismo del que Mumford tiene la peor imagen. El
equilibrio entre naturaleza y producción humana que
caracterizaba a la máquina eotécnica, se rompe en
la fase paleotécnica que supone una desenfrenada
explotación de los recursos naturales, especialmente de
las minas de hierro y carbón. De una idílica
relación entre los entornos naturales y las
técnicas que se asentaban en ellos, se pasa al despilfarro
por la sobreexplotación de los recursos y a la
degradación del medio ambiente urbano industrial con la
coartada de la idea de progreso.

La civilización en la fase de la máquina
paleotécnica no corre mejor suerte que la naturaleza sino
que se trata a los seres humanos como otros recursos más
(recursos humanos), generándose una
explosión demográfica que conduce a un
empeoramiento de las condiciones de vida. "Con la
organización a gran escala de la fábrica se hizo
necesario que los obreros pudieran por lo menos leer los avisos,
y a partir de 1832 se introdujeron medidas en Inglaterra para
proporcionar educación a los hijos de los trabajadores.
Pero con el fin de unificar todo el sistema, se introdujeron en
la medida de lo posible las limitaciones características
de la
Casa del Terror en la escuela: silencio, ausencia
de movimiento, pasividad completa, respuesta sólo ante un
estímulo externo, aprendizaje rutinario, repetición
como loros, adquisición de conocimientos a destajo, todas
ellas dieron a la escuela los afortunados atributos de la
cárcel y la fábrica combinados. Sólo un
espíritu insigne podía escapar a esta disciplina, o
combatir con éxito contra este ambiente sórdido. Al
hacer más completa la habituación, la posibilidad
de huir hacia otras ocupaciones se hacía más
limitada
".

La fase
neotécnica

La fase neotécnica es la que caracteriza al siglo
XX. La electricidad es la energía dominante y las
aleaciones y los materiales sintéticos las materias primas
de una época que tiene en los automóviles y en las
redes de comunicación sus máquinas o artefactos
más característicos. Del paradigma mecanicista
propio del periodo paleotécnico se vuelve a un paradigma
organicista que parece indicar un cierto retorno a las bondades
del periodo eotécnico. La electricidad como forma de
energía permite distanciar los lugares de
producción energética (con diversas fuentes) de los
lugares en los que se utiliza, con lo que se propicia un nuevo
tipo de vida en el que las grandes fábricas van
desapareciendo de los entornos urbanos. Las formas de producir
electricidad son diversas (el carbón, pero también,
otra vez, los ríos), como también son variadas sus
posibilidades de uso: para alumbrar, para calentar, incluso, para
comunicar (telégrafo, teléfono, radio y
televisión).

La mirada de esta etapa detesta la negra
degradación del paisaje propia del periodo
paleotécnico y supone un cierto retorno a algunos de los
valores estéticos propios de la fase eotécnica y,
en especial, a la importancia de conservar el medio ambiente. Las
nuevas posibilidades de movilidad y de comunicación entre
los seres humanos, la extensión del uso de los
anticonceptivos y una nueva vivencia de las relaciones sexuales
entre los géneros son algunos de los aspectos positivos
que la fase neotécnica supone para la vida
social.

Sin embargo, Mumford también advertirá en
obras posteriores contra el peligro de que en esta etapa puedan
acentuarse algunos de los más perversos efectos de la
máquina paleotécnica. Si la organización de
la producción mantiene la lógica de poder
característica de las técnicas autoritarias, el
desarrollo de máquinas productivas y sociales más
sofisticadas conducirá nuevamente al predominio de lo
técnico sobre lo humano, pero ahora sin la
limitación al espacio de la fábrica a que estaba
obligada la máquina paleotécnica. La máquina
neotécnica puede devenir en megamáquina de
organización social a escala mucho mayor (incluso
planetaria) y recuperar algunos de los perfiles más
siniestros de las megamáquinas sociales
características de los imperios asiáticos de hace
varios miles de años. En cierto modo la perspectiva
crítica de Mumford anticipa algunas de las valoraciones
actuales sobre los efectos del fenómeno de la
globalización.

Fase
paleotécnica

Hasta el siglo XIX hubo cierto equilibro entre las
diversas actividades en el seno de la ciudad. Aunque el trabajo
el comercio siempre fueron importantes, la religión, el
arte y el juego reclamaban su parte cabal de las energías
del hombre de ciudad. Pero la tendencia a concentrarse en las
actividades económicas y a considerar un derroche el
tiempo o el esfuerzo invertidos en otras funciones, por lo menos
fuera del hogar, había progresado ininterrumpidamente
desde el siglo XVI. Si el capitalismo tendía a extender el
dominio del mercado y a convertir todas las partes de la ciudad
en un producto negociable, el paso del artesanado urbano
organizado a la producción fabril en gran escala
transformó las ciudades industriales en oscuras colmenas
que diligentemente resoplaban, rechinaban, chillaban y humeaban
durante doce y catorce horas por día, a veces sin
interrupción el día entero. La rutina esclavizadora
de las minas, el trabajo en las cuales constituía un
castigo intencional para delincuentes, se convirtió en el
medio normal del nuevo trabajador industrial. Ninguna de estas
ciudades prestó atención al viejo dicho: Villa
Carbón se especializaba en la producción de chicos
tontos.

Como testigos de la inmensa productividad de la
máquina, los montones de escoria y los montones de basura
alcanzaban proporciones de montañas, en tanto que los
seres humanos, cuyo trabajo hacían posible estos logros,
eran mutilados y muertos casi con tanta rapidez como lo hubieran
sido en campos de batalla. La nueva ciudad industrial
tenía muchas lecciones que enseñar; pero para el
urbanista su principal lección estaba en lo que
había que evitar. Como reacción contra las
fechorías del industrialismo, los artistas y reformadores
del siglo XIX llegaron finalmente a una mejor concepción
de las necesidades humanas y de las posibilidades urbanas. En
última instancia, la enfermedad estimuló los
anticuerpos necesarios para curarla.

Los agentes generadores de la nueva ciudad fueron la
mina, la fábrica y el ferrocarril. Pero su éxito en
la empresa de desalojar todo concepto tradicional de ciudad se
debió al hecho de que la solidaridad de las clases
superiores se estaba rompiendo visiblemente: la corte se
volvía supernumeraria e incluso la especulación
capitalista pasaba del comercio a la explotación
industrial, a fin de alcanzar las máximas posibilidades de
engrandecimiento financiero. En todos los sectores los principios
anteriores de educación aristocrática y cultura
rural eran reemplazados por una devoción exclusiva al
poder industrial y al éxito pecuniario, disfrazados a
veces de democracia.

El sueño barroco de poder y de lujo tenía,
por lo menos, conductos de salida humanos y objetivos humanos:
los placeres concretos de la cacería, de la mesa y de la
alcoba estaban siempre tentadoramente a la vista. La nueva
concepción el destino humano, tal como la proyectaban los
utilitarios, dejaba poco espacio hasta para los deleites
sensuales; se basaba en una doctrina de esfuerzo productivo,
avaricia consuntiva y negación fisiológica. Y
asumió la forma de un desprecio global de las
alegrías de la vida, análogo al exigido por la
guerra durante un sitio. Los nuevos amos de la sociedad volvieron
despectivamente sus espaldas al pasado y a todas las
acumulaciones de la historia y se dedicaron a crear un futuro
que, conforme con su propia teoría del progreso,
sería igualmente despreciable una vez que, a su turno,
pasara, y fuera entonces descartado en la misma falta de
piedad.

Entre 1820 y 1900 la destrucción y el desorden en
el seno de las grandes ciudades son como los reinantes en un
campo de batalla, proporcionados al alcance mismo de sus equipos
y del poderío de las fuerzas empleadas. En las nuevas
provincias de la construcción urbana hay ahora que
mantener los ojos puestos sobre los banqueros, los industriales y
los inventores mecánicos. Ellos fueron responsables de
casi todo lo que se hizo de bueno y de casi todo lo que se hizo
de malo. A su propia imagen crearon un nuevo tipo de ciudad, el
que Dickens, en Tiempos difíciles, llamó
Coketown, o sea Villa Carbón. En mayor o menor grado, toda
ciudad del mundo occidental quedó grabada con las
características arquetípicas de Villa
Carbón. El industrialismo, la principal fuerza creadora
del siglo XIX, produjo el medio urbano más degradado que
el mundo hubiera visto hasta entonces, pues hasta los barrios
habitados por la clases dominantes estaban ensuciados y
congestionados.

La base política de este nuevo tipo de
colectividad urbana descansaba sobre tres pilares principales: la
abolición de las corporaciones y la creación de un
estado de inseguridad permanente para la clase trabajadora; el
establecimiento de un mercado abierto competitivo para la mano de
obra y para la venta de mercaderías; el mantenimiento de
dependencias extranjeras como fuentes de materias primas,
necesarias para las nuevas industrias y como mercados listos para
absorber los excedentes de la industria mecanizada. Sus
fundamentos económicos fueron la explotación de las
minas de carbón, la producción muy aumentada de
hierro y el uso de una fuente constante y segura —aunque
sumamente ineficaz— de energía mecánica: la
máquina de vapor.

En realidad, estos adelantos técnicos dependieron
socialmente de la invención de nuevas formas de
organización y administración corporativas. La
sociedad por acciones, la sociedad de responsabilidad limitada,
la delegación de la autoridad administrativa bajo
propiedades divididas y el control del proceso mediante
presupuesto y rendición de cuentas, eran todos ellos
aspectos de una técnica política cooperativa cuyo
éxito no se debió al genio de ningún
individuo o grupo de individuos determinado. Esto es
válido, asimismo, para lo que concierne a la
organización mecánica de las fábricas, la
cual aumentó considerablemente la eficacia de la
producción. Pero la base de este sistema, dentro de la
ideología de la época, era, según se
pensaba, el individuo atómico; custodiar su propiedad,
proteger sus derechos, asegurar su libertad de elección y
su libertad de empresa era toda la obligación del
gobierno.

Este mito del individuo sin trabas era, en realidad, la
democratización de la concepción barroca del
príncipe despótico; ahora, todo individuo
emprendedor trataba de ser un déspota por derecho propio:
un déspota emocional como el poeta romántico o bien
un déspota práctico como el hombre de negocios.
Todavía Adam Smith, en La Riqueza de las
naciones
,* partía de una teoría amplia de la
sociedad política: tenía una concepción
acertada de la base económica de la ciudad y una
noción válida de las funciones económicas no
lucrativas. Pero su interés dio lugar, en la
práctica, al deseo agresivo de aumentar la riqueza de los
individuos: este era todo el ser y el único fin de la
nueva lucha por la existencia, afirmada por Malthus.

Tal vez el hecho más colosal en toda la
transición urbana fue el desplazamiento de
población que se produjo en todo el planeta. Y este
movimiento y reasentamiento fue acompañado por otro hecho
de importancia colosal: el portentoso aumento de la
población. Este aumento influyó sobre países
industrialmente atrasados, como Rusia, con una población
predominantemente rural y una tasa elevada de nacimientos y
defunciones, tanto como influyó sobre los países
progresivos principalmente mecanizados y que ya no eran rurales.
El aumento general de la población fue acompañado
por la atracción hacia las ciudad del excedente y una
enorme ampliación de la superficie de los centros mayores.
La urbanización aumentó en proporción casi
directa con la industrialización: en Inglaterra y Nueva
Inglaterra resultó finalmente que más del ochenta
por ciento de toda la población vivía en centros
con más de veinticinco mil habitantes.

A las tierras recién abiertas del planeta,
inicialmente colonizadas mediante campamentos militares, puestos
de factoría, misiones religiosas y pequeñas
poblaciones agrícolas llegó una verdadera
inundación de inmigrantes procedentes de países que
padecían opresión policía y pobreza
económica. Este movimiento de la población y esta
colonización de territorios asumió dos formas: la
representada por los pioneros de la tierra y la representada por
los pioneros de la industria. Los primeros cubrieron las regiones
escasamente pobladas de América, Asia, Australia, Siberia
y, ulteriormente, Manchuria; los segundos trasladaron el
excedente que ellos mismos constituían a las nuevas aldeas
y ciudades industriales. En la mayor parte de los casos llegaron
en oleadas sucesivas.

La migración agrícola extendida
contribuyó, a su vez, a introducir en el sistema europeo
de agricultura los recursos de partes hasta entonces inexploradas
del mundo, en especial toda una serie de nuevos cultivos
vigorizados, como el maíz y la patata, y ese punzante
elemento de descanso y ritual social que es la planta de tabaco.
Además, la colonización de tierras tropicales y
subtropicales agregó otro cultivo vigorizado que, por
primera vez, llegaba a Europa en gran escala: la caña de
azúcar.

Este enorme aumento en la provisión de alimentos
fue lo que hizo posible el aumento de población. Y la
colonización externa en nuevos territorios rurales
contribuyó así a crear ese excedente de hombres,
mujeres y niños que se canalizó hacia la
colonización interna de las nuevas ciudades industriales y
los emporios comerciales. Las aldeas llegaron a ser ciudades; las
ciudades se convirtieron en metrópolis. El número
de centros urbanos se multiplicó; el número de
ciudades con poblaciones de más de quinientos mil
habitantes también aumentó. Extraordinarios cambios
de escala tuvieron lugar en las masas de los edificios y las
superficies que cubrían: vastas estructuras se levantaron
casi de la noche a la mañana. Los hombres
construían con apresuramiento y apenas si tenían
tiempo de arrepentirse de sus errores cuando ya estaban
derribando sus estructuras iniciales para construir nuevamente,
con el mismo descuido. Los recién llegados, niños o
inmigrantes, no podían esperar que se construyeran nuevas
viviendas: se hacinaban en lo primero que se les ofrecía.
Fue un período de vasta improvisación urbana:
pasaban todo el tiempo tapando agujeros.

Obsérvese que el rápido crecimiento de las
ciudades no fue un fenómeno que se limitara al Nuevo
Mundo. A decir verdad, el ritmo de crecimiento urbano fue
más veloz en Alemania después de 1870, cuando la
revolución paleotécnica estaba allí en pleno
desarrollo, que en países nuevos como los Estados Unidos;
y esto pese a que, en esta época, los Estados Unidos
recibían constantemente inmigrantes. Aunque el siglo XIX
fue el primer que rivalizó con los comienzos de la Edad
Media, en materia de colonización en gran escala, las
premisas que regían esta empresa eran mucho más
primitivas que las del siglo XI. La colonización por
comunidades, excepto en el caso de pequeños grupos
idealistas de los cuales el que tuvo más éxito fue
el de los mormones, ya no era la norma. Cada cual miraba por
sí mismo; y se construyeron las ciudades:

Allí, en los nuevos centros industriales, se daba
una oportunidad de construir con base firme y de comenzar de
nuevo; una oportunidad como la que la democracia había
reclamado para sí en el siglo XVIII en materia de gobierno
político. Casi sin excepción se frustró esa
oportunidad. En una época de progreso técnico, la
ciudad, como unidad social y política, quedó fuera
del círculo de las invenciones. Excepto en el caso de
innovaciones como las cañerías maestras de gas o
agua y el equipo sanitario, que fueron a menudo introducidas
tardíamente, a menudo chapuceramente y siempre mal
distribuidas, la ciudad industrial no pudo señalar
ningún adelanto importante en comparación con la
villa del siglo XVII. A decir verdad, las metrópolis
más ricas y se privaban a menudo de requisitos elementales
de la vida, como la luz y el aire, que hasta las aldeas atrasadas
poseían aún. Hasta 1838, ni siquiera Manchester y
Birmingham funcionaban políticamente como corporaciones
municipales: eran amontonamientos de hombres, viveros de
máquinas, y no agentes de asociación humana para
promover una vida mejor.

Mecanización y
Abbau

Antes de proceder a indagar cómo esta enorme
inundación de gente halló cabida en las ciudades,
examinemos los supuestos y las actitudes con que emprendió
la nueva tarea de edificación urbana.

La filosofía de la vida predominante era un
vástago de dos tipos de experiencia absolutamente
diversos. El uno era el concepto riguroso de orden
matemático procedente del renovado estudio de los
movimientos de los cuerpos celestes, o sea, el modelo supremo de
regularidad mecánica. El otro era el proceso físico
de romper, pulverizar, calcinar y fundir, que los alquimistas,
trabajando con los operarios de minas mecánicamente
adelantados de fines de la Edad Media, habían transformado
de un mero proceso mecánico en la rutina de la
investigación científica. En la forma que lo
formularon los nuevos filósofos de la naturaleza, no
había lugar en este nuevo orden para organismos grupos
sociales y menos aún para la personalidad humana. Ni
modelos institucionales ni formas estéticas, ni historia
ni mitos se derivan del análisis exterior del .
Sólo la máquina podía presentar este orden;
y sólo el capital industrial ostentaba una forma
corporativa.

Tan inmersos estamos, todavía ahora, en el medio
residual de las creencias paleotécnicas que no tenemos
suficiente conciencia de su profunda anormalidad. Pocos somos los
que valoramos debidamente la fantasía destructiva que la
mina llevó a todos los campos de actividad, sancionando lo
antivital y lo antiorgánico. Antes del siglo XIX, la mina
sólo había sido, en términos cuantitativos,
una parte subordinada de la vida industrial del hombre. A
mediados de dicho siglo había llegado a estar en la base
de todas sus partes. Y la difusión de la minería
fue acompañada de una pérdida general de la forma a
lo largo de la sociedad, de la degradación del paisaje y
de una anarquización no menos brutal del medio
comunal.

La agricultura crea un equilibrio entre la naturaleza
salvaje y las necesidades sociales del hombre. Repone
deliberadamente lo que el hombre sustrae de la tierra; siendo el
campo arado, el huerto bien cuidado, el viñedo apretado,
los vegetales, los cereales y las flores ejemplos de
propósito disciplinado, de crecimiento ordenado y de
belleza de forma. Por su parte, el proceso de la minería
es destructivo: el producto inmediato de la mina es desorganizado
e inorgánico; y lo que se saca una vez de la cantera o el
pozo no puede ser reemplazado. Agréguese a esto que, en
agricultura, la ocupación continua introduce mejoras
acumulativas en el paisaje y una adaptación más
delicada de éste a las necesidades humanas; en tanto que
las minas, como norma, pasan de la abundancia al agotamiento y
del agotamiento a su abandono, a menudo en unas pocas
generaciones. Así, la minería presenta la imagen
misma de la discontinuidad humana, hoy aquí y
mañana ya no, estando ora febril de lucro, ora agotada y
vacía.

A partir de la década de 1830, el ambiente de la
mina, limitado antes al sitio original, fue universalizado
mediante el ferrocarril. Adonde quiera fueran los rieles, la mina
y sus escorias iban con ellos. En tanto que los canales de la
fase eotécnica, con sus compuertas, puentes y puestos de
peaje, con sus ciudades riberas y sus barcazas que se deslizaba,
habían introducido un nuevo elemento de belleza en el
paisaje rural, los ferrocarriles de la fase paleotécnica
abrieron grandes brechas: los desmontes y terraplenes en su mayor
parte permanecieron durante largo tiempo sin vegetación y
no se curó la herida en la tierra. Las impetuosas
locomotoras llevaron ruido, humo y cascajo al corazón de
las ciudades; y más de un soberbio solar urbano, como
Prince"s Gardens, en Edimburgo, fue profanado por la
invasión del ferrocarril. Y las fábricas que
crecieron a la vera de los desvíos del ferrocarril
reflejaron el ambiente de desaliño del mismo. Si fue en la
población minera donde el proceso característico
del Abbau se vio en su mayor pureza, por medio del
ferrocarril este proceso se extendió, hacia el tercer
cuarto del siglo XIX, a casi todas las comunidades
industriales.

El proceso de des-edificar, como señaló
William Morton Wheeler, no es desconocido en el mundo de los
organismos. Al des-edificar, una forma más avanzada de
vida pierde su carácter complejo, determinando una
evolución descendente, hacia organismos más simples
y menos delicadamente integrados. observaba Wheeler,

Esto es exactamente válido para la sociedad del
siglo XIX, y se evidenció con toda claridad en la
organización de comunidades urbanas. Estaba teniendo lugar
un proceso de edificación, con creciente
diferenciación, integración y ajuste social de cada
una de las partes en relación con el todo: una
articulación en el seno de un medio que se ampliaba
constantemente tenía lugar dentro de la fábrica y,
a decir verdad, dentro del orden económico entero. Cadenas
de alimentación y cadenas de producción complejas
se estaban formando en todo el planeta: el hielo viajaba de
Boston a Calcuta y el té hacía la travesía
de la China a Irlanda, en tanto que máquinas,
artículos de algodón y cuchillería
procedentes de Birmingham y Manchester se abrían paso
hasta los rincones más remotos de la tierra. Un servicio
postal universal, la locomoción veloz y la
comunicación casi instantánea, por el
telégrafo y el cable, sincronizaba las actividades de
vastas masas de hombres que hasta entonces habían carecido
de los medios más rudimentarios para coordinar sus tareas.
Esto fue acompañado por una constante
diferenciación de oficios, sindicatos, organizaciones y
asociaciones, que en su mayor parte constituían organismos
autónomos, a menudo con personería jurídica.
Este significativo desarrollo comunal estaba tapado por la
teoría del individualismo atómico, entonces en
boga, de modo que sólo rara vez alcanzó una
estructura urbana.

Pero al mismo tiempo tenía lugar un proceso de
Abbau o des-edificación, a menudo con un ritmo
aún más rápido en otras partes del ambiente:
se destruían bosques, se minaban los suelos, y fueron
prácticamente aniquiladas las especies animales enteras,
como el castor, el bisonte y la paloma silvestre, en tanto que el
cachalote y la ballena era diezmados en forma alarmante. Con eso
se rompió el equilibro natural de los organismos dentro de
sus correspondientes regiones ecológicas, y un orden
biológico más bajo y más simple —a
veces marcado por la exterminación total de las formas
predominantes de vida— sucedió a la implacable
explotación de la naturaleza por el hombre occidental, en
beneficio de su economía de lucro momentánea y
socialmente limitada.

Como veremos, esta des-edificación tuvo lugar,
sobre todo, en el medio urbano.

Los postulados del
utilitarismo

En la medida en que hubo alguna regulación
política consciente del crecimiento y del desarrollo de
las ciudades durante el período paleotécnico, se la
estableció en armonía con los postulados del
utilitarismo. El más fundamental de estos postulados era
una noción que los utilitarios habían tomado,
aparentemente sin saberlo, de los teólogos: la creencia en
que un divina providencia regía la actividad
económica y aseguraba, siempre que el hombre no
interviniera presuntuosamente, el máximo bien
público, a través de los esfuerzos dispersos y
espontáneos de cada individuo sólo interesado en lo
suyo. El nombre no teológico de esta armonía
preestablecida fue laissez faire.

Para entender el singular desorden de la ciudad
industrial es necesario analizar los curiosos preconceptos
metafísicos que dominaban tanto la vida científica
como la práctica. era una expresión laudatoria de
la época victoriana. Como en el período de la
decadencia griega, el Azar había sido enaltecido a la
condición de divinidad, una divinidad que
—así se pensaba— no sólo tenía
el control del destino humano sino también de todos los
procesos naturales. , escribía el biólogo Ernst
Haeckel, Siguiendo el procedimiento que atribuían a la
naturaleza, el industrial y el funcionario municipal produjeron
la nueva especie de ciudad, un amontonamiento maldito de hombres,
desnaturalizado, que en vez de adaptarse a las necesidades de la
vida se adaptaba a la mítica ; un ambiente cuyo mismo
deterioro era prueba de la feroz intensidad de esa lucha. No
había lugar para el urbanismo en el trazado de esas
ciudades. El caos no necesita un plan.

No hace falta exponer ahora la justificación
histórica de la reacción del laissez
faire
: fue una tentativa de traspasar la red de
añejos privilegios, franquicias y reglamentaciones
comerciales que el Estado absoluto había impuesto a la
decadente estructura económica y a la menguante moralidad
social de la ciudad medieval. Los nuevos empresarios
tenían buenos motivos para desconfiar del espíritu
público de un tribunal venal o de la eficacia social de
las oficinas de circunloquio de la creciente burocracia
impositiva. De aquí que los utilitarios procuraran reducir
las funciones gubernamentales a un mínimo: deseaban tener
libertad de acción al hacer sus inversiones, al levantar
industrias, al comprar tierras y al tomar y despedir
trabajadores. Por desgracia, resultó que la armonía
preestablecida del orden económico era una
superstición: la contienda por el poder seguía
siendo una sórdida contienda y la competencia individual
en pos de ganancias cada vez mayores indujo a los más
afortunados a adoptar la práctica inescrupulosa del
monopolio a expensas del público. Pero el designio no
resultó.

En la práctica, la igualdad política que
lentamente fue introduciéndose en las organizaciones
constitucionales de Occidente, a partir de 1789, y la libertad de
iniciativa que reclamaban los industriales, eran aspiraciones
opuestas. Para alcanzar la igualdad política y la libertad
personal hacían falta poderosas limitaciones
económicas y restricciones políticas. En los
países donde se llevó a cabo el experimento de la
igualdad, sin tratar de rectificar anualmente los efectos de la
ley de la renta, el resultado fue el entorpecimiento del
propósito inicial. Por ejemplo, en los Estados Unidos, el
libre otorgamiento de tierra a los colonos, con parcelas de 65
hectáreas, en virtud de la Ley de Heredad, no echó
las bases de una organización política libre: en el
lapso de una generación las propiedades desiguales de la
tierra y los desiguales talentos de los usuarios dieron lugar a
crasas desigualdades sociales. Sin la eliminación
sistemática de las disparidades fundamentales que
determinan el monopolio privado de la tierra, la herencia de
grandes fortunas y el monopolio de patentes, el único
efecto del liberalismo económico consistía en
complementar las antiguas clases privilegiadas con una
más.

La libertad que reclamaban los utilitarios era, en
realidad, libertad para luchar sin trabas y para el
engrandecimiento privado. Las ganancias y las rentas
estarían limitadas únicamente por lo que el
tráfico aguantara: quedaban fuera de cuestión las
rentas decorosas acostumbradas y el precio justo. Sólo el
hambre, la zozobra y la pobreza —comentó Townsend en
su English Poor Laws al referirse a la
legislación inglesa para pobres— podían
inducir a las clases inferiores a aceptar los horrores del mar y
los campos de batalla; y sólo esos mismos eficaces
estímulos podían a ingresar como operarios en las
fábricas. Los dominadores mantenían, empero, un
frente clasista casi sin grieta cuando se trataba de cualquier
problema que afectara a sus bolsillos, y nunca tuvieron
escrúpulos en actuar colectivamente cuando se trataba de
poner en su lugar a la clase trabajadora.

Esta fe teológica en una armonía
preestablecida tuvo, sin embargo, un resultado importante en
cuanto a la organización de la ciudad paleotécnica.
Creó la convicción natural de que toda empresa
debía ser dirigida por individuos privados, con un
mínimo de intervención por parte de los gobiernos
locales o nacionales. La ubicación de las fábricas,
la construcción de viviendas para los trabajadores e
incluso el abastecimiento de agua y la recolección de
basuras eran tareas que debían estar exclusivamente a
cargo de la empresa privada, en pos de su lucro privado. Se daba
por sentado que la libre competencia escogería la
ubicación adecuada, establecería la
cronología adecuada para el desarrollo y crearía
una pauta social coherente, a partir de mil esfuerzos inconexos.
O, mejor dicho, no se consideraba que ninguna de esas necesidades
mereciera una estimación racional y un logro
deliberado.

Más aún que el absolutismo, el liberalismo
económico destruyó el concepto de comunidad
cooperativa y de plan común. ¿No esperaba acaso el
utilitario que de un diseño racional surgieran del
funcionamiento sin restricciones de fortuitos intereses privados
en conflicto? Dando rienda suelta a la competencia sin
restricciones, surgirían la razón y el orden
cooperativo; a la verdad, el plan racional, al impedir ajustes
automáticos, sólo podía —según
se pensaba— oponerse a las acciones más altas de una
divina providencia económica.

El hecho principal que conviene destacar ahora es que
tales doctrinas minaron la poca autoridad municipal que
subsistía y desacreditaron a la propia ciudad al no
considerarla nada más que un —según la
física de la época concebía
erróneamente al universo— que momentáneamente
permanecían reunidos por motivos egoístas de lucro
individual. Ya en el siglo XVIII, antes de que la
Revolución Francesa o la estuvieran consumadas, estaba de
moda desacreditar a las autoridades municipales y mofarse de los
intereses locales. En los Estados recién organizados,
incluso en aquellos que se fundaban sobre principios
republicanos, únicamente contaban para las esperanzas o
los sueños de los hombres las cuestiones de importancia
nacional, organizadas por partidos políticos.

El período de la Ilustración, según
expresó en forma tajante W. H. Riehl, fue un
período en que la gente suspiraba por la humanidad y no
tenía corazón para su propio pueblo; en que
filosofaban sobre el Estado y se olvidaban de la
comunidad.

A la verdad, el crecimiento urbano había
comenzado, por causas industriales y comerciales, ya antes de que
la revolución paleotécnica estuviera del todo
iniciada. En 1685 Manchester tenía aproximadamente 6.000
habitantes; en 1760, entre 30.000 y 45.000. Para la primera fecha
Birmingham tenía 4.000 y casi 30.000 en 1760. En 1801, la
población de Manchester era de 72.275 y en 1851 era de
303.382. Pero una vez que la concentración de
fábricas promovió el crecimiento de las ciudades,
el aumento de la población se hizo apabullante. Como el
aumento producía extraordinarios oportunidades para
lucrar, no había nada en las tradiciones vigentes de la
sociedad que reprimiera este crecimiento; o, mejor dicho,
había todo lo necesario para fomentarlo.

La técnica de
la aglomeración

El centro industrial especializado se originó
como una espora, escapándose de la ciudad medieval
corporativa, ya en razón de la naturaleza de la industria
—minería o fabricación de vidrio—, ya
en razón de que las prácticas monopolistas de las
corporaciones impedían que un nuevo oficio, como ser el
tejido hecho con máquina, se asentara en ella. Pero ya en
el siglo XVI también la industria manual se estaba
difundiendo por los campos, en particular en Inglaterra, con
objeto de sacar partido de la mano de obra rural, barata y sin
protecciones. A tal punto se había desarrollado esta
práctica que, en 1554, se promulgó una ley
encaminada a poner coto a la decadencia de las ciudades
corporativas, con la cual se prohibía que todo aquel que
viviera en el campo vendiera su trabajo al menudeo, excepto en
las ferias.

En el siglo XVII, aún antes de la
mecanización del hilado y el tejido, las industrias
pañeras inglesas estaban dispersas en Shropshire y
Worcestershire, hallándose empleadores y obreros dispersos
en aldeas y ciudades de mercado. No sólo ocurría
que estas industrias eludían las reglamentaciones de las
ciudades, pues eludían también el pago de las
costosas matrículas de aprendizaje y de las cuotas de
beneficencia de las corporaciones. Sin salario establecido, sin
seguridad social, el trabajador, como lo destacó Adam
Smith, estaba bajo la disciplina del hambre, temeroso de perder
su ocupación, escribe,

El uso creciente de la energía
hidráulica en la producción incitó a
trasladarse a las tierras altas, donde se contaba con fuentes de
agua, representadas por pequeños y rápidos arroyos
o por ríos con cascadas. Por esto la industria textil
tendió a extenderse por los valles de Yorkshire o,
después, a lo largo de Connecticut y el Merrimac, en Nueva
Inglatera; y como el número de sitios favorables en cada
trecho era limitado, conjuntamente con la mecanización
aparecieron plantas relativamente grandes, con fábricas de
cuatro o cinco pisos de altura. Una combinación de tierra
rural barata, una población dócil y disciplinada
por el hambre, y una fuente suficiente de energía
constante cubría las necesidades de las nuevas
industrias.

Pero pasaron casi dos siglos enteros, desde el siglo XVI
hasta el siglo XVIII, ante de que todos los agentes de la
aglomeración industrial estuvieran desarrollados en igual
grado. Antes de esto, las ventajas comerciales de la ciudad
corporativa contrapesaban las ventajas industriales de la
energía y la mano de obra baratas que ofrecía la
aldea fabril. Hasta el siglo XIX la industria permaneció
descentralizada, en pequeños talleres, a la escala de la
agricultura; en comunidades como Sudbury y villas rurales como
Worcester, en Inglaterra.

En términos humanos, algunas de las peores
características del sistema fabril, las horas largas, el
trabajo monótono, los salarios bajos y el abuso
sistemático del trabajo infantil, se habían
establecido bajo la organización eotécnica
descentralizada de la producción. La explotación
empezaba en casa. Pero la energía hidráulica y el
transporte por los canales no causaban mayormente daño al
paisaje; y la minería y la fundición, en tanto que
permanecieron en pequeña escala y esparcidas, causaron
heridas que se curaban fácilmente. Hoy mismo, en el bosque
de Dean, cerca de Severn, donde las antiguas prácticas de
la quema de madera para hacer carbón se mezclan con las de
la minería en pequeña escala, las aldeas mineras
son más decorosas que en zonas más , y tanto las
minas como los montones de escoria quedan fácilmente
ocultos por los árboles o casi borrados por otras formas
de vegetación. Lo que produjo algunos de los más
horrorosos efectos urbanos fue el cambio de escala, el
apiñamiento ilimitado de poblaciones e
industrias.

La utilización de la máquina de vapor de
Walt como generadora de energía cambió todo esto;
en particular, modificó la escala e izo posible una
concentración mucho más densa de industrias
así como de trabajadores, en tanto que apartaba más
al propio trabajador de esa base rural que le daba al habitante
del cottage una fuente complementaria de víveres
y cierto toque de independencia. El nuevo combustible
aumentó la importancia de las minas de carbón y
fomentó la industria allí o en lugares accesibles
por canales o vías férreas.

El vapor trabajaba con más eficacia en grandes
unidades concentradas, al no estar las diversas partes de la
fábrica a más de medio kilómetro del centro
enérgético: cada máquina de hilar o cada
telar tenía que sacar energía de las correas y los
ejes de transmisión accionados por la máquina de
vapor central. Cuanto más unidades había en un
punto determinado, más eficaz resultaba la fuente de
energía y de aquí la tendencia al gigantismo. Las
grandes fábricas, como las que se desarrollaron en
Manchester y New Hampshire a partir de la década de 1820
—reiteradas en New Bedford y Fall River—,
podían utilizar los instrumentos más nuevos para la
producción de energía, en tanto que las
fábricas más pequeñas se hallaban en una
situación de desventaja. Una sola fábrica
podría emplear doscientos cincuenta operarios. Una docena
de fábricas de estas dimensiones, con todos los
instrumentos y servicios necesarios, constituía ya el
núcleo de una población considerable.

En sus intentos por producir artículos hechos a
máquina, a bajos precios para el consumo en el mercado
mundial, los fabricantes reducían los gastos a cada paso,
a fin de aumentar las ganancias. Los salarios de los obreros
representaban el punto más obvio para dar comienzo a esta
poda. En el siglo XVIII, como observó Robert Owen, hasta
los fabricantes más esclarecidos hacían
inhumanamente uso de la mano de obra infantil e indigente; pero
cuando se reglamentó legalmente la edad de los
niños trabajadores y disminuyó su suministro se
hizo necesario recurrir a otras fuentes. A fin de contar con el
excedente necesario de trabajadores que permitiera satisfacer la
mayor demanda, en los períodos más activos, era
importante para la industria establecerse en las proximidades de
un gran centro de población, ya que en una aldea rural el
mantenimiento de los desocupados podía recaer directamente
sobre el propio fabricante, quien, a menudo, era el propietario
de los cottages y bien podría, durante una
paralización de la actividad fabril, perderse sus
alquileres.

El ritmo maníacodepresivo del mercado, con sus
arrebatos e interrupciones, fue el que dio tanta importancia para
la industria al gran centro urbano. Porque al recurrir,
según las necesidades, a un filón de mano de obra
excedente, que se empleaba a intervalos, los nuevos capitalistas
conseguían rebajar los sueldos y satisfacer toda demanda
súbita de mayor producción. En otras palabras, el
tamaño ocupó el lugar de un mercado de mano de obra
eficazmente organizado, con normas sindicales para los jornales y
bolsas públicas de trabajo. La aglomeración
topográfica fue el sustituto de un modo de
producción bien calculado y humanamente regulado, como el
que se viene desarrollando en el último medio
siglo.

Si la fábrica movida por el vapor y productora
para el mercado mundial fue el primer factor que tendía a
aumentar la superficie de congestión urbana,
después de 1830 el nuevo sistema de transporte ferroviario
contribuyó, por otra parte, considerablemente a
ella.

La energía estaba concentrada en las minas de
carbón. Allí donde se podía extraer
carbón u obtenerlo mediante medios baratos de transporte,
la industria estaba en condiciones de producir regularmente
durante todo el año sin paros causados por falta de
energía, debido a la estación. En un sistema de
negocios basado en contratos y pagos a fecha fija, esta
regularidad resultaba sumamente importante. De este modo el
carbón y el hierro ejercían una fuerza de
gravitación sobre muchas industrias auxiliares y
secundarias; primeramente, a través de los canales y,
después de 1830, a través de los nuevos
ferrocarriles. La conexión directa con las zonas mineras
constituía una condición primordial para la
concentración urbana. Hasta nuestros propios días
el principal artículo de consumo transportado por los
ferrocarriles ha sido el carbón para calefacción y
energía.

Los caminos de tierra, los barcos de vela y la
tracción a sangre del sistema eotécnico de
transportes favorecieron la dispersión de la
población: dentro de una región habría
muchos puntos igualmente ventajosos. Pero la relativa debilidad
de la locomotora de vapor, que no podía ascender
fácilmente cuestas con pendientes mayores del dos por
ciento, tendió a concentrar los nuevos centros
industriales en los yacimientos carboníferos y en los
valles de conexión: el distrito de Lille en Francia, los
distritos de Merseburg y Ruhr en Alemania, el Black
Country
de Inglaterra, la región Allegheny-Great
Lakes y la llanura costera del este en los Estados
Unidos.

Así, el crecimiento de la población
presentó dos rasgos característicos durante el
régimen palotécnico: una concentración
general en las regiones carboníferas, donde florecieron
las nuevas industrias pesadas, la minería del hierro y el
carbón, las fundiciones, las cuchillerías, la
producción de ferretería, la fabricación de
vidrio y la construcción de máquinas. Y, por otra
parte, un aumento algo derivativo de la densidad de la
población a lo largo de las nuevas vías
férreas, con una notoria coagulación en los centros
industriales situados a lo largo de las grandes líneas
troncales y una segunda acumulación en las principales
poblaciones de confluencia y terminales de exportación.
Con esto coincidió una disminución de
población y de actividades en el interior del país:
el cierre de minas, canteras y hornos locales y el uso
decreciente de carreteras, canales, fábricas
pequeñas y molinos locales.

La mayor parte de las primeras grandes capitales
políticas y comerciales, por lo menos en los países
del Norte, participaron de este crecimiento. Sucedía que
no sólo ocupaban por lo común posiciones
geográficas estratégicas, sino que también
contaban con recursos especiales de explotación debido a
su intimidad con los agentes del poder político y a
través de los bancos centrales y las bolsas que
controlaban la circulación de las inversiones.
Además, contaban con otra ventaja: durante siglos
habían ido congregando una vasta reserva de miserables en
el margen de subsistencia, o sea lo que, con eufemismo, se
llamaría el mercado de mano de obra. El hecho de que casi
todas las grandes capitales nacionales se convirtieron ipso
facto
en grandes centros industriales contribuyó a
dar más impulso a la política de engrandecimiento y
congestión de la ciudad.

Fábricas,
ferrocarriles y tugurios

Los principales elementos integrantes del nuevo complejo
urbano fueron la fábrica, el ferrocarril y el tugurio. Por
sí solos constituían la ciudad industrial,
expresión esta que simplemente sirve para describir el
hecho de que más de dos mil personas estaban congregadas
en un punto que podía designarse con un nombre propio.
Estos coágulos urbanos podían dilatarse cien veces,
cosa que sucedió, sin adquirir más que una sombra
de las instituciones que caracterizan a la ciudad en el sentido
sociológico maduro, es decir, un lugar donde está
concentrado el legado social y el que las posibilidades de
contacto e interrelación social continua elevan a un
potencial más alto todas las actividades complejas de los
hombres. Excepto en forma disminuidas y residuales, faltaban
allí incluso los órganos característicos de
la ciudad de la Edad de Piedra.

La fábrica se convirtió en el
núcleo del nuevo organismo urbano. Todos los demás
elementos de la vida estaban supeditados a ella. Incluso los
servicios públicos, como, por ejemplo, la provisión
de agua, y el mínimo de oficinas gubernamentales que era
necesario para la existencia de una ciudad, se incorporaron a
menudo tardíamente, a menos que hubieran sido establecidos
por una generación anterior. Así, no sólo el
arte y la religión eran considerados por los utilitarios
como meras decoraciones; durante largo tiempo permaneció
en la misma categoría la administración
política inteligente. En el arrebato inicial de la
explotación no se previó nada en materia de
policía y protección contra incendios,
inspección de servicios de agua y de alimentos, de
atención hospitalaria o enseñanza.

Por lo común, la fábrica reclamaba los
mejores lugares: en el caso de la industria del algodón,
de las industrias químicas y de las industrias del hierro,
generalmente los sitios próximos a una ribera; porque
ahora se requerían grandes cantidades de agua en los
procesos de producción, para abastecer las calderas de
vapor, enfriar las superficies calientes y hacer las soluciones
químicas y los tintes necesarios. Por sobre todo, el
río o el canal desempeñaba aún otra
función importante: constituía basural más
barato y más conveniente para todas las formas de
desperdicios solubles o flotantes. La transformación de
los ríos en cloacas abiertas fue una hazaña
característica de la nueva economía. Resultados:
envenenamiento de la vida acuática, destrucción de
alimentos, contaminación de las aguas en forma tal que no
resultaban aptas para bañarse.

Durante generaciones enteras, los miembros de toda
comunidad urbana se vieron obligados a pagar la sórdida
conveniencia del fabricante, quien a menudo entregaba sus
preciosos subproductos al río, por falta de conocimiento
científico o de la destreza empírica necesaria para
utilizarlos. Si el río era un basural líquido,
grandes montañas de cenizas, escoria, basura, hierro
herrumbrado e incluso desperdicios, bloqueaban el horizonte con
su visión de materia inutilizable, abandonada en lugar
inapropiado. La rapidez del consumo competía en parte con
la rapidez de la producción, y antes de que se tornara
lucrativa una política conservadora de utilización
del metal de desecho, los residuos informes eran arrojados sobre
a superficie del paisaje. En el Black Country de
Inglaterra las enormes montañas de escoria todavía
hoy se levantan como si fueran formaciones geológicas.
Esas acumulaciones de residuos disminuyeron el espacio vital
disponible, echaron una sombra sobre la tierra, y hasta hace poco
presentaban el insoluble problema de su utilización o
traslado.

Los testimonios que fundamentan esta descripción
son abundantes; a decir verdad, todavía se los puede
examinar ocularmente en las ciudades industriales más
antiguas del mundo occidental, pese a los esfuerzos
hercúleos que se han hecho para limpiar sus
cercanías. No obstante, permítaseme citar a un
observador de antaño, Hugh Miller, el autor de Old Red
Sandstone
, hombre en perfecta armonía con su
época, pero que no era insensible a las cualidades reales
del nuevo ambiente. Miller se refiere a Manchester, en
1862:

"arrojan carradas enteras de venenos procedentes de
las tintorerías y blanquerías para que se los
lleve; las calderas de vapor descargan en él su contenido
hirviente y las cloacas y los desagües sus fétidas
impurezas; hasta que al final sigue su curso —aquí
entre altos muros sucios, allá bajo precipicios de arcilla
roja—, siendo ahora mucho menos un río que una
inundación de estiércol
líquido."

Obsérvese el efecto ambiental del de industrias
que el nuevo régimen tendía a universalizar. Una
sola chimenea de fábrica, un solo horno, un solo taller de
tinturas, producían emanaciones que el paisaje circundante
podía absorber fácilmente; en cambio, veinte de
ellos, en una superficie reducida, contaminaban irremediablemente
el aire o el agua. De modo que las industrias inevitablemente
sucias se volvieron, a causa de la concentración urbana,
mucho más temibles que antes, cuando existían en
escala más reducida y estaban más dispersas por los
campos. Al mismo tiempo, las industrias limpias, como ser la
fabricación de mantas, que todavía continúa
en Witney, en Inglaterra, en la que el blanqueamiento y el
encogimiento se efectúan al aire libre, en campos
deliciosos, conforme con los viejos métodos rurales se
hicieron imposibles en los nuevos centros. En éstos el
cloro reemplazó a la luz del sol, y al saludable trabajo
al aire libre que acompañaba, a menudo, los procesos
anteriores de fabricación, con cambios de escenario
así como de procedimientos que podían renovar el
espíritu del obrero, le sucedió la embrutecedora
rutina de un trabajo efectuado dentro de un edificio inmundo,
encerrado entre otros edificios igualmente sucios. No es posible
medir estas pérdidas en meros términos pecuniarios.
No podemos calcular de qué modo las ganancias en materia
de producción compensaron el sacrificio brutal de la vida
y de un ambiente vital.

En tanto que las fábricas estaban, por lo
común, instaladas cerca de los ríos o de las
líneas férreas paralelas a los ríos (excepto
allí donde un terreno llano invitaba a la
dispersión), no se ejerció autoridad alguna para
concentrarlas en una zona determinada, para aislar las industrias
más nocivas o ruidosas que hubieran debido estar situadas
lejos de las viviendas, o para preservar para propósitos
domésticos las zonas contiguas apropiadas. Por sí
sola la determinaba la ubicación, sin que se considerara
la posibilidad de un plan funcional; y el amontonamiento de las
funciones industrial, comercial y doméstica
prosiguió constantemente en las ciudades
industriales.

En las regiones de topografía escabrosa, como ser
los valles de la meseta de los Allegheny, podía
producirse, en cierta medida, una distribución natural en
zonas, ya que sólo los lechos de los ríos dejaban
espacio suficiente para que se extendieran los grandes molinos;
por más que esta distribución aseguraba que la
cantidad máxima de emanaciones nocivas se
desprendería esparciéndose por las viviendas en las
laderas de arriba. En otro caso, las viviendas estaban situadas a
menudo dentro de los espacios sobrantes entre las fábricas
y los cobertizos y las estaciones del ferrocarril. Se consideraba
una delicadeza afeminada prestar atención a problemas como
los de la suciedad, el ruido y las vibraciones. Las casas para
los obreros, y a menudo también las de la clase media,
solían edificarse pegadas a una función de hierro,
un establecimiento de tinturas, una fábrica de gas o un
desmonte de ferrocarril. Bastante a menudo se las levantaba sobre
tierras llenas de cenizas, vidrios rotos y desperdicios, en las
que ni siquiera la hierba conseguía arraigar;
también solían estar al borde de un vaciadero o de
un enorme amontonamiento permanente de carbón y escoria:
noche y día el hedor de los desperdicios, las
lóbregas emanaciones de las chimeneas, el ruido de la
maquinaria martillando o zumbando, acompañaban la rutina
doméstica.

En este nuevo plan, la ciudad propiamente dicha estaba
constituida por fragmentos en añicos de tierra, de
extrañas formas y con calles y avenidas inconexas, que
quedaban entre las fábricas, las vías
férreas, las estaciones de carga y las montañas de
desperdicios. En lugar de alguna clase de reglamentación o
plan municipal, de carácter general, se dejaba a cargo del
ferrocarril la definición del carácter y la
determinación de los límites de la ciudad. Excepto
en ciertas partes de Europa donde anticuadas reglamentaciones
burocráticas mantuvieron por fortuna, las estaciones de
ferrocarril en las afueras de la ciudad histórica, se
permitió o, mejor dicho, se invitó al ferrocarril a
zambullirse en el corazón mismo de la ciudad, creando
así, en las más preciosas porciones centrales de la
ciudad, una espesura de estaciones de carga y de cambio, solo
justificables económicamente en campo abierto. Estas
estaciones cortaron las arterias naturales de la ciudad y crearon
una valla infranqueable entre vastos segmentos urbanos; a veces,
como en el caso de Filadelfia, una auténtica muralla
china.

Así, el ferrocarril no sólo introdujo en
el corazón de la ciudad el ruido y el hollín, sino
también las instalaciones industriales y las viviendas
degradadas que eran las únicas que podían prosperar
en el ambiente por él engendrado. Sólo la hipnosis
ejercida por una nueva invención, en una época
enamorada sin sentido crítico de las nuevas invenciones,
pudo haber causado esta caprichosa inmolación bajo las
ruedas del resoplante Juggernaut**. Todos los errores que
podrían deslizarse en materia de diseño urbano
fueron cometidos por los nuevos ingenieros de ferrocarriles, para
quienes el movimiento de trenes era más importante que los
objetivos humanos a los que estaba dirigido ese movimiento. La
dilapidación de espacio en estaciones ferroviarias
situadas en el corazón de la ciudad sólo
sirvió para promover su más rápido ensanche
exterior; y esto, a su vez, como producía más
tránsito ferroviario, dio la sanción complementaria
del lucro a las fechorías que así se
cometían.

A tal punto se había difundido la
degradación del ambiente, a tal punto se habían
habituado a esto los pobladores de las grandes ciudades en el
curso de un siglo, que hasta las clases más ricas, que
teóricamente podrían proporcionarse lo mejor, hasta
el día de hoy aceptan indiferentemente lo peor. Por lo que
hace a la vivienda, las alternativas eran sencillas. En las
ciudades industriales que se desarrollaron sobre bases más
antiguas, se acomodó a los obreros inicialmente en casas
de familia convertidas en casas de vecindario. En estas casas
reformadas, cada cuarto daría albergue a una familia
entera: desde Dublín y Glasgow hasta Bombay, la norma de
un cuarto por familia se mantuvo durante largo tiempo. El
hacinamiento en los lechos —entre tres y ocho personas de
diferentes edades dormían en un mismo jergón—
agravaba a menudo el hacinamiento en esas pocilgas para seres
humanos. A comienzos del siglo XIX, según cierto doctor
Willan, quien escribió un libro sobre las enfermedades en
Londres, se había producido un increíble estado de
corrupción física entre los pobres. El otro tipo de
vivienda que se brindaba a la clase trabajadora
constituía, en lo fundamental una unificación de
esas condiciones degradadas; pero tenía un defecto
más, a saber, que los planos de las nuevas casas y los
materiales de construcción no tenían por lo
común nada del decoro original de las antiguas casas
burguesas.

Tanto en las viejas como en las nuevas viviendas se
alcanzó un grado tal de inmundicia como no se lo
conoció, puede decirse, ni siquiera en la choza del siervo
más abyecto de la Europa medieval. Resulta casi imposible
enumerar objetivamente los detalles escuetos de este modo de
alojamiento sin que recaiga sobre uno la sospecha de que exagera
por malignidad. Pero quienes hablan con facundia de mejoras
urbanas durante ese período o bien del supuesto ascenso
del nivel de vida, rehuyen los hechos concretos: generosamente
atribuyen a la ciudad, en conjunto, los beneficios que
sólo gozó la minoría más favorecida
de la clase media, y encuentran en las condiciones originales
esas mejoras que tres generaciones de activa legislación y
una ingeniería sanitaria generalizada han creado
finalmente.

En Inglaterra, ante todo, millares de nuevas viviendas
para obreros, en ciudades como Birmingham y Bradford, estaban
edificadas fondo con fondo (muchas de ellas existen
todavía). Por lo tanto, de cada cuatro cuartos, en cada
piso, dos carecían de luz o ventilación directa. No
había espacios abiertos, excepto los escuetos pasajes
entre estas hileras dobles. En tanto que en el siglo XVI
constituía un delito, en muchas ciudades inglesas, arrojar
basura a la calle, en estas primeras ciudades industriales era
éste el método corriente para librarse de ella. La
basura quedaba en la calle, por inmunda que fuera. Naturalmente,
éste no faltaba en los nuevos barrios congestionados de la
ciudad. Los retretes, de una suciedad indescriptible, estaban por
lo común en los sótanos; también era cosa
corriente tener pocilgas de cerdos debajo de las casas y los
cerdos vagaban por las calle nuevamente, como no lo habían
hecho en las ciudades grandes desde hacía siglos.
Había incluso una deplorable escasez de retretes: el
Report on the State of Large Towns and Populous
Districts
(1845) señala que:

Incluso con proyectos de un nivel tan bajo, incluso
con anexos tan inmundos, en muchas ciudades no se edificaba el
número suficiente de casas; y entonces reinaban
condiciones mucho peores. Los sótanos se usaban como
viviendas. En Liverpool, la sexta parte de la población
vivía en y la mayoría de las restantes ciudades
portuarias no se quedaban muy atrás; Londres y Nueva York
rivalizaban de cerca con Liverpool; incluso en la década
de 1930 había en Londres 20.000 viviendas
subterráneas, calificadas, desde el punto de vista
médico, como inadecuadas para ser ocupadas por seres
humanos. Esta suciedad y esta congestión, malas en
sí mismas, acarraeaban otras pestes: las ratas que
transmitían la peste bubónica, las chinches que
infestaban las camas y hacían un tormento del
sueño, las pulgas que difundían el tifus, las
moscas que visitaban por igual la letrina en el sótano y
la comida del bebé. Además, la combinación
de cuartos sombríos y paredes húmedas
constituían un medio casi ideal para el cultivo de
bacterias, sobre todo considerando que los cuartos repletos de
gente proporcionaban las posibilidades máximas de
transmisión a través del aliento y el
tacto.

Si la carencia de cañerías y de obras
sanitarias municipales creaba espantosos hedores en estos nuevos
sectores urbanos, y si la diseminación de excrementos
conjuntamente con la contaminación de los pozos locales,
significaba una difusión correlativa de la tifoidea, la
carencia de agua resultaba aún más siniestra.
Eliminaba la posibilidad misma de limpieza doméstica o de
higiene personal. En las grandes capitales, donde aún
subsistían algunas de las antiguas tradiciones
municipales, en muchas zonas nuevas no se adoptaron las medidas
necesarias para la provisión de agua. En 1809, cuando la
población de Londres era aproximadamente de un
millón de habitantes, sólo se disponía de
agua, en la mayor parte de la ciudad, en los sótanos de
las casas. En algunos barrios sólo se podía abrir
el agua tres veces por semana. Y si bien las
cañerías de hierro hicieron su aparición en
1746, su uso fue limitado hasta que una ley especial
exigió en Inglaterra, en 1817, que todas las nuevas
cañerías maestras fueran de hierro, en el plazo de
diez años.

En las nuevas ciudades industriales brillaban por su
ausencia las tradiciones más elementales de servicio
municipal. A veces barrios enteros carecían hasta de agua
de pozos locales. De vez en cuando los pobres iban de casa en
casa, por los barrios de la clase media, mendigando agua, del
mismo modo que podían mendigar un poco de pan durante una
hambruna. Con semejante falta de agua para beber y para lavarse,
no ha de extrañar que la suciedad se acumulara. A pesar de
su suciedad, los desagües abiertos representaban cierta
abundancia municipal, por comparación. Y si este era el
trato dado a la familias, no es muy necesario recurrir a los
documentos para averiguar cómo lo pasaba el trabajador
ocasional. Casas abandonadas, de títulos inciertos, eran
utilizadas como casas de pensión, en las que en un solo
cuarto se apiñaban entre quince y veinte personas. En
Manchester, según las estadísticas policiales de
1841, había unas 109 casas de pensión, donde
personas de ambos sexos dormían entremezcladas; y
había 91 casas de refugio de mendigos.

Esta degradación de la vivienda era poco menos
que universal entre los trabajadores, una vez que el nuevo
régimen industrial quedó cabalmente establecido en
las nuevas ciudades industriales. A veces, las condiciones
locales permitían evitar la extrema suciedad que acabo de
describir; por ejemplo, las viviendas de los obreros molineros en
Manchester, New Hampshire, eran muy superiores, por sus
características; y en las villas industriales más
rurales de los Estados Unidos, en especial en el medio Oeste,
había por lo menos un poco de holgura en las habitaciones
de los obreros, a quienes les quedaba también algún
espacio para jardines. Pero, en cualquier punto que se considere,
la diferencia sólo era de grado; el había empeorado
categóricamente.

No sólo ocurría que las nuevas ciudades
eran en conjunto tristes y feas, con ambientes hostiles a la vida
humana hasta en su nivel fisiológico más elemental,
sino que también el hacinamiento standard de los
pobres se repetía en las viviendas de la clase media y en
los cuarteles de los soldados, es decir, entre las clases a las
que no se estaba explotando directamente para lucrar. La
señora Peel cita el caso de una suntuosa mansión
del período victoriano medio en la que tanto la cocina
como la despensa, la sala del servicio, el cuarto del ama de
llaves y los dormitorios del mayordomo y los lacayos estaban
situados en el sótano: dos cuartos al frente y dos cuartos
en la parte posterior daban a un profundo sótano al fondo;
todos los demás estaban

A juzgar por la oratoria popular, el margen de estos
defectos fue escaso y, de cualquier modo, se los eliminó
en el transcurso del siglo pasado, a través del avance
incesante de la ciencia y el humanitarismo. Por desgracia, los
oradores populares —e incluso historiadores y economistas
que, teóricamente, se ocupan del mismo conjunto de
hechos— no se han formado el hábito de estudiar
directamente el ambiente; a esto se debe que ignoren la
existencia de coágulos de degradada vivienda
paleotécnica que subsisten hoy casi sin
modificación alguna, en el mundo occidental, incluyendo
casas que están espalda contra espalda, vecindarios con
patios sin ventilación y alojamientos en subsuelos. Entre
estos coágulos no sólo se cuenta la mayor parte de
las viviendas para trabajadores edificada antes de 1900; abarcan
una gran parte de lo que se ha construido después, si bien
la edificación más reciente evidencia mejoras en
materia sanitaria. La masa subsistente de viviendas construidas
entre 1830 y 1910 no representaba ni siquiera las normas
higiénicas de esos días, y estaba muy por debajo de
un nivel establecido con arreglo al actual conocimiento en
materia de salubridad, higiene y cuidado de los niños,
para no hablar de la felicidad doméstica.

Sí, estas mordaces palabras de Patrick Geddes se
aplican inexorablemente al nuevo ambiente. Hasta los
críticos coetáneos más revolucionarios
carecían de normas auténticas en lo tocante a
edificación y vivienda: no tenían noción
alguna de hasta qué punto el ambiente de las mismas clases
superiores se había empobrecido. Así, Friecrich
Engels, con objeto de promover el resentimiento necesario para la
revolución, no sólo se oponía a todas las
medidas destinadas a proporcionar mejores viviendas a los
miembros de la clase obrera; al parecer, Engels consideraba que,
llegado el momento, el proletariado solucionaría el
problema apoderándose de las espaciosas residencias de la
burguesía. Semejante noción era cualitativamente
inadecuada y cuantitativamente ridícula. En
términos sociales, se limitaba a instar, como si se
tratara de una medida revolucionaria, a proseguir el mezquino
proceso que concretamente se había cumplido ya en las
ciudades más antiguas, a medida que las clases más
pudientes dejaban sus moradas originales y las dividían
para que las ocuparan los miembros de la clase obrera. Pero, por
sobre todo, la sugerencia era ingenua porque no advertía
que las normas a la que se ajustaban incluso las residencias
nuevas más pretenciosas estaban a menudo de las que eran
convenientes para la vida humana, en cualquier nivel
económico.

En otras palabras, ni siquiera este crítico
revolucionario tuvo evidentemente conciencia de que las
residencias de las clases altas eran, lo más a menudo,
intolerables supertugurios. La necesidad de aumentar la cantidad
de viviendas, de dilatar el espacio, de multiplicar los equipos y
de establecer instalaciones comunales era mucho más
revolucionaria por sus exigencias, que una trivial
expropiación de las residencias ocupadas por los ricos.
Esta última noción no constituía nada
más que un gesto impotente de venganza, en tanto que la
primera exigía una cabal reconstrucción del medio
social entero; una reconstrucción al borde la cual
parecería estar el mundo actual, si bien incluso
países adelantados, como Inglaterra, Suecia y los
Países Bajos no han discernido todavía todas las
dimensiones de esta transformación urbana.

Casas de mala
reputación

Pasemos a observar más de cerca estas nuevas
casas para la clase trabajadora. Cada país, cada
región, cada grupo de población, tenía su
propio modelo específico: las altas casas de vecindario en
Glasgow, Edimburgo, París, Berlín, Hamburgo y
Génova; edificios de dos pisos, con cuatro, cinco y a
veces seis cuartos en Londres, Brooklyn, Filadelfia y Chicago;
vastas construcciones de madera —sin medios adecuados de
escape en caso de incendio— en Nueva Inglaterra, por
fortuna bendecidas con pórticos abiertos; o bien angostas
casa de ladrillo en hileras, que todavía se aferraban a un
viejo modelo georgiano de casas en hileras, en
Baltimore.

Pero en materia de viviendas para la clase obrera se dan
algunas características comunes. En una manzana tras otra
se repite la misma formación: ahí están las
mismas calles sombrías, las mismas callejuelas repletas de
basura, la misma falta de espacios abiertos para que jueguen los
niños y para cultivar jardines, la misma falta de
coherencia e individualidad para el vecindario local. Las
ventanas son, por lo común, angostas; la luz en el
interior es insuficiente; no se hace esfuerzo alguno por orientar
el trazado de la calle en relación con la luz del sol y
los vientos. La penosa limpieza grisácea de los barrios
más respetables, donde viven los artesanos o empleados de
oficina mejor pagados, tal vez en una hilera, tal vez en casitas
semi-independientes, con un pañuelito sucio de hierba al
frente de ellas o bien un árbol en un estrecho patio al
fondo, es casi tan deprimente esta respetabilidad como el
desaliño declarado de los barrios más pobres; a
decir verdad, más deprimente todavía, pues en estos
últimos hay, al menos, un toque de color y de vida, un
espectáculo de títeres en la calle, la charla de
los puestos de mercado, la ruidosa camaradería de la
taberna o el bistro; en suma, la vida más
pública y amistosa que se vive en las calles más
pobres.

La era de las invenciones y de la producción en
masa apenas si rozó la casa del obrero o sus servicios
hasta fines del siglo XIX. Primero aparecieron las
cañerías de hierro, luego el inodoro perfeccionado,
con el tiempo la luz de gas y la esfufa de gas, la bañera
fija con cañerías de agua instaladas y
desagüe, un sistema colectivo de cloacas. Todos estos
perfeccionamientos se pusieron lentamente al alcance de los
grupos económicos medios y superiores, después de
1830; una generación después de su
introducción, se habían convertido en necesidades
para la clase media. Pero en ningún momento, durante la
fase paleotécnica, llegaron estos perfeccionamientos a la
gran masa de la población. El problema que se le planteaba
al constructor era el de cómo alcanzar un mínimo de
decoro estas nuevas instalaciones que eran costosas.

Este problema siguió siendo soluble
únicamente en términos de un medio rural primitivo.
Así, la división original de Muncie, en Indiana, de
del estudio analítico de Robert Lynd, tenía ocho
casas por manzana, cada una de un lote de dieciocho metros y
medio de ancho por treinta y siete metros y medio de largo. Sin
lugar a dudas, esto representaba mejores condiciones para los
trabajadores más pobres que las que aparecieron
después, cuando el aumento del precio de la tierra
congestionó las casas y redujo el espacio para
jardín así como el espacio para juegos, en tanto
que una de cada cuatro casas carecía todavía de
agua corriente. En general, la congestión de la ciudad
industrial aumentó las dificultades para el logro de
buenas viviendas y aumentó el costo para solucionar esas
dificultades.

En cuanto al mobiliario de los interiores, la
descripción que hace Gaskell de la vivienda de la clase
obrera en Inglaterra se refiere al nivel más bajo; pero la
sordidez continuó, a pesar de mejoras secundarias, en el
siglo siguiente. Los efectos de la pobreza pecuniaria se
agravaban, en realidad, debido a una pérdida general del
gusto, que acentuaba el empobrecimiento del ambiente al brindar
espantosos papeles para empapelar, adornitos prostibularios,
oleografías enmarcadas y muebles derivados de los peores
ejemplos del sofocante gusto de la clase media: la hez de las
heces.

Un amigo mío me cuenta que en una ocasión
vio en la China a un minero, tiznado y encorvado por el trabajo,
que acariciaba tiernamente un trozo de espuela de caballero,
mientras caminaba por la carretera; pero en el mundo occidental,
hasta llegar al siglo XX, cuando el lote de jardín
empezó a tener su efecto benéfico, hasta el
instinto de la forma vital fresca estaba destinado a nutrirse de
las deliberadas monstruosidades que los fabricantes
ofrecían a los miembros de la clase trabajadora so
pretexto de moda y de arte. Incluso las reliquias religiosas, en
las comunidades católicas, llegaron a un nivel
estético tan bajo como para constituir poco menos que una
profanación. Con el tiempo, el gusto por la fealdad
arraigó: el trabajador no estaba dispuesto a trasladarse
de su antigua morada a menos que pudiera llevarse consigo un poco
de la suciedad, la confusión, el ruido y el hacinamiento
con los que estaba familiarizado. Cada medida que se adoptaba
para crear un ambiente mejor tropezaba con esa resistencia, lo
cual constituyó un verdadero obstáculo para la
descentralización.

Unas cuantas casas como éstas, unas cuantas
caídas como éstas en la suciedad y la fealdad,
habría constituido un borrón; pero tal vez todos
los períodos podrían presentar cierto número
de casas con estas características generales. Ahora, en
cambio, barrios y ciudades enteros, hectáreas,
kilómetros cuadrados y provincias estaban repletos de
semejantes viviendas que se burlaban de cada alarde de
éxito material que se atribuía al. En estos nuevos
viveros se creó una raza de seres defectuosos. La pobreza
y el ambiente de pobreza produjeron modificaciones
orgánicas: el raquitismo en los niños, debido a la
falta de luz solar, deformaciones de la estructura ósea y
los órganos, defectuoso funcionamiento de las
glándulas endocrinas debido a una alimentación
detestable, enfermedades de la piel por falta de la higiene
elemental del agua, viruela, tifoidea, escarlatina, amigdalitis,
debidas a la suciedad y los excrementos, tuberculosis, fomentada
por una combinación de mala alimentación, falta de
sol y hacinamiento en la vivienda, para no hablar de las
enfermedades profesionales, también en parte
ambientales.

El cloro, el amoníaco, el monóxido de
carbono, el ácido fosfórico, el flúor y el
metano, para no agregar una larga lista de unos doscientos
productos químicos causantes de cáncer,
invadían la atmósfera y minaban la vitalidad, a
menudo en estancadas concentraciones letales, aumentando la
gravitación de la bronquitis y la neumonía,
causando gran cantidad de muertes. Llegó el momento en que
el sargento reclutador ya no pudo utilizar a los productos de
semejante régimen ni siquiera como carne de
cañón; y el descubrimiento médico del mal
trato dado por Inglaterra a sus obreros, durante la guerra de los
Boers y la primera Guerra Mundial, contribuyó quizá
tanto como cualquier otro factor a promover el mejoramiento de la
vivienda en ese país.

Los resultados escuetos de todas estas condiciones
pueden seguirse en las tablas de mortalidad correspondientes a
los adultos, en las tasas de enfermedad de trabajadores urbanos
en comparación con los trabajadores agrícolas, en
las posibilidades de vida de que gozaban las diversas clases
laborales. Por sobre todo, tal vez el barómetro más
sensible de la eficacia del medio social en relación con
la vida humana está representado por la tasa de mortalidad
infantil.

Siempre que se hacía una comparación entre
campo y ciudad, entre viviendas de clase media y viviendas
pobres, entre distritos de poca densidad y distritos de gran
densidad, la tasa más elevada de enfermedades y muertes
correspondía, por lo común, al segundo grupo. Si
los otros factores hubieran permanecido iguales, la
urbanización por sí sola habría bastado para
reducir, en parte, las ganancias potenciales en vitalidad. Los
trabajadores agrícolas, por más que subsistieron a
todo lo largo del siglo XIX, en Inglaterra, como una clase en
desventaja, evidenciaron —y evidencian aún—
una posibilidad de vida mucho mayor que la de los escalones
más elevados de los trabajadores mecánicos de la
ciudad, incluso después de la introducción de la
salubridad municipal y la atención
médica.

A decir verdad, sólo por la continua afluencia de
nueva vida procedente del campo pudieron sobrevivir las ciudades,
tan hostiles a la vida. Las nuevas ciudades fueron creadas, en
conjunto, por inmigrantes. En 1851, entre 3.336.000 personas de
más de veinte años que residían en Londres y
otras 61 ciudades inglesas y galesas, sólo 1.377.000 eran
nacidas en su ciudad de residencia.

Si se considera la tasa de mortalidad infantil, la
comprobación resulta aún más penosa. En la
ciudad de Nueva York, por ejemplo, la tasa de mortalidad infantil
en 1810 osciló entre 120 y 145 por cada millar de
niños dados a luz con vida; ascendió a 180 por mil
en 1850, a 220 en 1860 y a 240 en 1870. Este proceso fue
acompañado por una constante depresión en las
condiciones de vida, ya que, después de 1835, se
difundió el hacinamiento en las casas de vecindario
recién construidas. Estos cálculos recientes
corroboran lo que ya se sabe sobre la tasa de mortalidad infantil
en Inglaterra, durante el mismo período: allí el
aumento tuvo lugar después de 1820 y correspondió
principalmente a las ciudades. Hay, sin duda, otros factores que
también son responsables de estas tendencias
retrógradas; pero, como expresión del complejo
social íntegro, de la higiene, de la dieta, de las
condiciones de trabajo, de los salarios, del cuidado de los
niños y de la educación, las nuevas ciudades
desempeñaron un papel importante para llegar a estos
resultados.

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