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Tradicional polémica entre los impugnadores y los partidarios del divorcio (página 2)



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En el régimen anterior a la Revolución
Francesa, cuando el matrimonio se regía por el derecho
canónico, la Iglesia autorizaba el divorcio quoad
thorum et cohabitationem
, que dejaba abierta la posibilidad
de reanudar la vida matrimonial. En 1801, Francia concordó
con la Santa Sede la ley enteramente laica de 1782 a que estaba
sometido el régimen del matrimonio; y en 1804 en que fue
promulgado el Código de Napoleón, el poder
eclesiástico tampoco formuló protesta alguna contra
sus disposiciones completamente liberales en esta materia. El
concordato de Austria, celebrado en 1856, admitía y
legalizaba canónicamente el doble régimen del
divorcio y de la separación de cuerpos. Estos antecedentes
históricos demuestran que la Iglesia no procedía ni
procede con lógica ni con justicia, al hacer tenaz
oposición al establecimiento del matrimonio civil y del
divorcio en los países -como los latinoamericanos- que
quieren sacudirse de las instituciones anacrónicas que les
legara el coloniaje.

Ergo, si el matrimonio no fuera para los
católicos un contrato, sino únicamente un
sacramento, que solo se disuelve con la muerte, no tendría
ningún valor para ellos las disposiciones de la ley civil
sobre el divorcio que pone fin al vínculo matrimonial; y
si la necesidad les obligara a separarse de su cónyuge
tendrían que permanecer en el celibato, o unirse en un
concubinato que uniría el adulterio al
escándalo.

¿El
divorcio ataca la institución del
matrimonio?

Los impugnadores consideran que el divorcio ataca al
matrimonio en sus dos fases fundamentales: la indisolubilidad y
la necesidad. Si el matrimonio es una unión indisoluble,
las obligaciones que comporta son de necesidad ineludible. En los
cónyuges que no disfrutan de felicidad, la posibilidad de
sustraerse a dichas obligaciones disminuye la resignación
a los sinsabores de la unión poco afortunada y produce
naturalmente la rebeldía contra el deber: la ley que puede
quebrantarse, no es una ley de necesidad; el deber que puede
eludirse no es absoluto imperativo. La coexistencia del
sometimiento y la posibilidad de liberación quitan
eficacia y privan la sanción de los preceptos.

El divorcio quoad vinculum después de
desunir a los consortes los autoriza para una nueva unión
legítima, y no puede negarse que esta sola expectativa,
constituye tentación poderosa por la que pueden disolverse
los matrimonios mejor constituidos. Como decía Carlos
Nisas: "Si sufrir es la más grande fuerza del hombre, si
ser perdonado es su más fuerte necesidad, perdonar es su
deber y su gloria". La nueva unión que autoriza el
divorcio, constituye una valla infranqueable al arrepentimiento y
al perdón: después de haber sido cómplice en
el deterioro de los buenos espíritus, cierra la puerta a
la reconciliación.

Es verdad que el adulterio conspira constantemente
contra la paz y felicidad de los hogares, y la sevicia se hace
huésped importuno de no escaso número de familias;
pero la cuestión no está en presentar el doloroso
cuadro de los infortunios domésticos; la cuestión
no se reduce a purificar el divorcio en el bautismo de las
lágrimas que aniegan los hogares ensombrecidos por graves
disecciones conyugales, pues es indiscutible que el divorcio
ataca la institución del matrimonio y que sin remediar los
infortunios de una unión desgraciada, relaja los
vínculos de la familia y desmoraliza las
costumbres.

Los partidarios de la institución contestan estos
argumentos manifestando que el divorcio es el remedio y no la
simiente de dichos males, que es capaz de curarlos y no
susceptible de engendrarlos, o por lo menos de agravarlos o
exacerbarlos; que lejos de conspirar contra el matrimonio,
contribuye a moralizarlo, haciendo que no se acepten las graves
obligaciones que comporta, sin una seria preparación y sin
meditar hondamente acerca de las consecuencias del nuevo estado.
No todos los matrimonios nacen sobre buenos auspicios; y en no
pocos casos el infortunio de las uniones conyugales se debe a la
ligereza de los contrayentes, o a que proceden por
convencionalismos o imposiciones sociales. Y es de suponer que si
los jóvenes desposados supieran que la unión que
van a celebrar, que el hogar que van a constituir, que ese bello
porvenir que forma el ensueño de sus cándidas
almas, pueden escollar y aniquilarse con el divorcio,
procederán con mayor circunspección,
madurarán sus propósitos y buscarán la
inspiración de los buenos consejeros, antes de emprender
un ignoto camino de la vida conyugal, que puede ser triste y
súbitamente interrumpida.

El divorcio no es un estado envidiable. Ciertamente no
es sino un remedio; y por lo tanto solo debe emplearse para la
interrupción de la enfermedad. Lo ideal sería
ignorar la enfermedad para no precisar de tan fuerte remedio;
pero entonces dejaríamos que el mal nos corroa y aniquile.
Pero si el mal es inevitable, si está en las raíces
mismas de la naturaleza, si nos amenaza, se debe buscar el
remedio. El cáncer hace necesario el cauterio, y no porque
el cauterio sea cruel puede decirse que es germen del
cáncer. No hay pues más que escoger entre dos
males, o el divorcio perfecto, o la simple separación de
cuerpos para la cura de los cónyuges mal avenidos, para la
cesación de los infortunios de la vida conyugal a la que
faltan la recíproca estimación de los esposos y la
comprensión íntegra en su auténtica
dimensión.

El matrimonio es, con razón, santificado por
todas las religiones. Sobran motivos para que los legisladores lo
consideren como una institución fundamental, que forma la
base de la vida social. Los filósofos lo miran como el
estado perfecto del hombre; pero si en lugar de la
recíproca estimación, del mutuo afecto y de la
perfecta unión de los casados, que son la esencia de la
vida marital, surgen el desprecio justificado por la infidelidad,
o la indignidad de uno de los cónyuges; si en vez del
respeto germina la odiosidad; si la traición y el
quebrantamiento de la fe reemplazan a la fidelidad; y si la
antipatía y el horror invencibles repelen a los
cónyuges; su convivencia se torna insoportable, y el
vínculo sagrado es reemplazado por el dogal inhumano; la
unión queda irreparablemente rota, y no se puede sin
violencia, mantener unidos en la sociedad y consorcio
íntimo del hogar, a dos seres que están separados
por fuerzas invencibles.

Si se admitiera lo contrario, entenderíamos que
subsiste de derecho una unión que ha fracasado
absolutamente, y que aun así, deja subsistentes los
deberes del matrimonio y los efectos que le dieron origen. El
derecho no es una simple entelequia del entendimiento, que vive
fuera del mundo, sino es una realidad viva que hunde sus
raíces en la tierra, que brota de la humana naturaleza y
participa de sus limitaciones e imperfecciones. Las mismas
escuelas jurídicas que se inspiran en el cristianismo,
reconocen que el derecho es un medio para que el hombre cumpla su
destino. No es posible admitir las aberrantes consecuencias de la
doctrina, que impone la abstención absoluta de uno de los
más escasos goces de la vida, haciendo al hombre
víctima de los delitos ajenos, imponiéndole una
expiación infinitamente desproporcionada y castigando el
error o el infortunio como un crimen abominable; hay que convenir
que es imposible que el divorcio, poniendo fin a una
situación insoportable, y borrando los estragos de las
contiendas intestinas que llenan los hogares de los
escándalos de la sevicia y de los horrores del crimen,
constituya ultraje a la moral, o ataque a la institución
del matrimonio.

Cuando la justicia interviene para romper los lazos de
un matrimonio ya aniquilado por los mismos cónyuges;
cuando después de serio examen de su situación y
con absoluta imparcialidad, declara el divorcio, o autoriza la
separación de cuerpos, no produce la desunión de
los casados, se limita a constatarla; no es la mano de la ley la
que rompe el matrimonio, es la justicia la que sanciona una
ruptura consumada; sustituye la realidad a la ficción;
declara la verdad para evitar el engaño.2 No hay
pues para qué comparar el estado de matrimonio con el
estado de divorcio, solo hay que elegir el divorcio o la
separación de cuerpos.

La separación de cuerpos, tal como hoy existe,
dice José D"Aguano, produce inconvenientes que solo el
divorcio puede evitar, porque cuando hay de por medio ofensas
graves a la honra, es muy raro que los cónyuges separados
por sentencia de un juzgado o tribunal, puedan volver a
unirse.3 Lo que sí ocurre la mayor parte de las
veces, es que formen uniones extramatrimoniales, menoscabando el
vínculo del matrimonio y desmoralizando a la prole. Es
evidente que, la separación de cuerpos solo puede
sostenerse con argumentos teológicos. Es una ley hecha
para los ascetas del desierto, no para los hombres normales; es
una ley eclesiástica y no una ley humana que reemplaza el
purgatorio con el infierno. Encierra al cónyuge inocente
en este dilema de muerte: o se resigna a la ignominia perpetua en
el hogar infamado, o se condena a las tristezas y peligros del
celibato forzoso. En todo caso, queda fuera de las leyes de la
vida, privado de los afectos íntimos, sin sus consuelos y
sin sus estímulos. La juventud le será como un
cilicio; la belleza, si es mujer, le servirá de estigma; y
en el crepúsculo de la vida no tendrá más
compañía que su vergüenza o su abandono. Esto
no es ni humano ni prudente; la vida del hombre vale más
que las abstracciones y no puede sacrificársele a los
rigores de una moral tiránica.4

¿Es el
divorcio contrario al
interés de los
hijos?

El argumento fundado en el interés de los hijos
es, tal vez, el que se esgrime con mayor eficacia contra el
divorcio.

Pero se puede argüir, con Leon Reanult y Hayes de
Marcère, que no es menor la calamidad que sobre la prole
acarrea la separación de cuerpos; y a no ser que se admita
como natural el celibato de los cónyuges separados, hay
que convenir que las segundas nupcias, consecuencia de la
disolución del vínculo, son menos peligrosas y
fatales, que los escándalos que preceden a las relaciones
concubinarias que frecuentemente acompañan a la
separación de los esposos. El argumento no resulta pues
tan concluyente como lo suponen los impugnadores del divorcio. La
suerte de los hijos cuyos padres se divorcian y contraen nuevas
nupcias, es igual a la de aquellos cuyo padre o madre viuda
vuelven a casarse.

En las grandes ciudades y entre las clases acomodadas,
es fácil disimular las irregularidades y cubrir las
apariencias de las relaciones ilícitas; pero no ocurre
cosa igual en las pequeñas ciudades, en los poblados y
entre las clases burguesas y proletarias. Si el obrero ebrio
consuetudinario y libertino, abandona a su mujer, ésta
queda en la miseria y es más duro su infortunio. Su
trabajo personal no le basta para subsistir y menos es capaz de
subvenir a las necesidades de la prole; la mujer se ve en la
urgencia de buscar un modesto empleo, y no puede atender al
cuidado de los hijos; y no es justo privarla de un nuevo hogar,
donde pueda educarlos, dándoles ejemplo de trabajo,
haciéndole conocer la dulzura de los afectos paternales,
si tuviese la fortuna de encontrar un hombre honesto que le
ofrezca su nombre.

En la hipótesis contraria, si un buen obrero
fuese abandonado por la esposa, resulta una impiedad condenarlo a
la soledad y a la tristeza de su hogar abandonado. Tanto
él como su sus hijos, sentirán la nostalgia y la
necesidad absoluta de la presencia femenina. Nada podrá
llenar en el hogar el vacío que dejó la esposa
infiel; no hay quien sustituya aquella mano diligente que
cumplía solícita las delicadas tareas
domésticas y prodigaba auxilios y consuelos, como una
verdadera providencia. La miseria no le permitirá servirse
de manos mercenarias y la necesidad lo llevará
inevitablemente, a unirse a una concubina, a la que
entregará su casa y sus hijos. No es posible sostener que
es mejor la situación de los hijos de esta unión
ilícita, que dentro de un segundo matrimonio
legítimo. No hay norma que condene al cónyuge
viudo, por el interés de los hijos, al celibato
perpetuo.

Los padres se deben a su prole, pero no hasta el punto
de aniquilar su personalidad y de hacer renuncia de su destino
personal. El argumento no es, pues, definitivo, y está
rebatido con fundamento por los partidarios del
divorcio.5

¿Es el
divorcio contrario al interés de los
esposos?

Queda demostrado que el divorcio en cualquiera de sus
formas, quoad vinculum, o quoad thorum et
cohabitationem
, reconoce un estado que de hecho existe,
sancionando las consecuencias que se derivan de la
desunión de los cónyuges. En uno u otro caso, cesan
las obligaciones de los casados; pero la simple separación
de cuerpos se empeña en mantener la ficción de la
subsistencia del vínculo, cuyo efecto es la
prohibición de las segundas nupcias. Ahora bien, no se
debe condenar a ambos, al culpable y al inocente, a la
víctima y al verdugo a la viudedad perpetua, contrariando
la naturaleza. No debe ponérseles en la dura realidad de
formar uniones clandestinas, que muchas veces ultrajan la
santidad de otros matrimonios, y ante las cuales la sociedad
permanece atónita, sin atreverse a condenarlas y sin poder
absolverlas; no se debe fomentar esas uniones ilegítimas
que voluntariamente estériles, o irregularmente fecundas,
conspiran contra el aumento de la población, o multiplican
en la sociedad el número de los hijos
adulterinos.

No debemos dar por existente la ficción de la
subsistencia del matrimonio, si ella envuelve en el mismo manto
de infamia al inocente y al culpable. No debe permitirse que la
adúltera contra quien se ha pronunciado el divorcio y que
cae en la torpeza y el vicio, conserve el nombre del esposo que
ha sumido en la deshonra; y que la mujer virtuosa que se separa
del marido por su incontinencia pública o por una condena
infamante, tenga que sobrellevar un nombre que se estime de
deshonor y de ignominia. Ninguna conciencia moral y ningún
sentimiento de verdadera religiosidad se satisfacen con este
estéril sacrificio del cónyuge inocente a la par
que la del culpable. Resulta además, irrisorio que el
marido o la mujer causantes del divorcio pueda acusar de
adulterio a su esposo inocente, por un hecho posterior a la
separación, si obedeciendo a una inclinación
natural busca consuelo a su desamparo en una unión
ilegítima.

Estas son las consecuencias inevitables y humanamente
posibles del divorcio incompleto; y no hay apasionamiento en
calificarlo como un remedio deficiente, como una
institución falta de sinceridad, cuyo fundamento es una
ficción absurda, como si de lo falso pudiera derivarse
otra cosa que no fuera el mal. El objeto del matrimonio es la
vida común de los casados, y si esta se destruye, el
matrimonio queda totalmente aniquilado. Los sexos se
reúnen no solo para la procreación, sino para el
auxilio recíproco y son el afecto y la comprensión
los verdaderos vínculos que establecen la armonía y
la felicidad entre los casados. Si el afecto, la
comprensión, el respeto y el interés
económico desaparecen, no hay vínculo
posible.

La verdad y la lógica, la razón y la vida,
más fuertes que todos los cánones y que todos los
Concilios, proclaman el derecho de los cónyuges
divorciados a disponer de su suerte, y el divorcio que les
devuelve la libertad -que es de derecho natural– no puede atacar
sus intereses.

¿Es el
divorcio contrario al interés social?

Los impugnadores sostienen que el interés social
se afecta por el divorcio de las siguientes maneras:

1º Al relajar los intereses
domésticos, desmoraliza las costumbres;

2º Al dificultar las uniones conyugales
-por el azar que rodea la estabilidad de los hogares- conspira
contra el incremento de la población;

3º Facilita y multiplica la
separación de los casados, entregando al arbitrio
judicial, no siempre imparcial y probo, la disolución del
vínculo conyugal, que afecta no solo el interés de
los esposos sino el de los hijos y el de la sociedad;

4º Hace imposible la
reconciliación; y,

5º Produce trastornos económicos y
desastrosos litigios por la disolución de la sociedad
legal de gananciales.

Estos argumentos, no son sino la reproducción de
los que se alegan refiriendo los efectos del divorcio al
interés de los cónyuges, o al de los hijos. Su
refutación queda ya hecha en los párrafos que
preceden.

El divorcio no relaja el vínculo conyugal,
porque, como ya hemos comentado, la ley se limita a sancionar la
ruptura del vínculo producida por los mismos
cónyuges, y no hace sino remediar lo que no puede evitar.
El relajamiento de las costumbres -fuente inmediata del
adulterio- es el que hace necesario el divorcio; y no éste
el que causa desmedro en la moral pública. Además,
no siempre el divorcio es causado por la infracción de los
deberes conyugales; se debe también a hechos fatales, como
la condenación a una pena infamante o, el riesgo de
transmisión de alguna enfermedad contagiosa; y en este
caso es el interés social el que lo impone como necesario
-basado en los principios de la eugenesia- para evitar la
propagación de males físicos o morales, que
dañan no solo al cónyuge sano e inocente, sino a la
prole y a la salud del pueblo.

Si el divorcio destruyese los matrimonios, lo que no
está probado, en cambio evita las uniones clandestinas y
la multiplicación de los hijos adulterinos.

Los demás efectos que se señalan como
inconvenientes del divorcio, son comunes a esta
institución y a la separación de cuerpos, y si se
reconoce que esta es necesaria, no puede condenarse el divorcio
por las consecuencias que ni le son exclusivas, ni se evitan con
suprimirlo.

En casi todos los países católicos, la
Constitución declara la religión de Jesucristo como
la creencia oficial del Estado; pero la fe más que en la
conciencia del pueblo, existe en las pompas del culto. Si se
exceptúan las familias conservadoras de las capitales, en
las que predomina la influencia clerical, la masa de la
población cumple por inercia, por simple hábito,
los preceptos religiosos y los practica sin discernimiento, sin
convicción y sin fe. Las naciones de ahora, no son tan
obsecuentes con el credos dogmáticos, ni las espantan las
instituciones laicas, ni se dejan sumir en el pavor por los
anatemas de los pastores de la Iglesia; al contrario son como
toda democracia, sociedades que llevan en su espíritu los
dinamismos de la libertad, a las que les son necesarias las
instituciones liberales.

El divorcio no es ahora, como en el siglo pasado,
contrario al voto de los pueblos y es recibido con
satisfacción. Lo demuestra el hecho de no haberse
producido sino protestas aisladas y artificiosas a la
promulgación de los nuevos ordenamientos civiles en todas
las latitudes.

Bibliografía

1. REVISTA JURÍDICA DEL
PERÚ
: Ed. Julio Ayasta González. Lima.
Año XXIX – Número I. Págs.
3-11

2. CRUZADO BALCÁZAR, Alejandro:

1978 Aspectos socio-jurídicos del
divorcio
. Ed. Cruzado Editores E.I.R.L.
Chiclayo-Perú, págs. 15-24.

3. D" AGUANO, José: Génesis y
evolución del Derecho Civil
. MadridEspaña.
Ed. La 1943 España Moderna, pág. 240.

La ley, dice el profesor D"Aguano, no puede
suponer vivo, valiéndose de una ficción
jurídica lo que ya no existe. El tiempo de las ficciones
es ya pretérito.

4. Enciclopedia Jurídica OMEBA:
Ed. Driskill S.A. Buenos Aires, Argentina, 1973 Tomo IX,
págs. 25-139; in pássim.

5. LAURENT, Francisco: Principios de Derecho
Civil
. Ed. J. B. Gutiérrez. Puebla- 1912
México, pág. 86.

En definitiva, escribe Francisco Laurent,
la separación de cuerpos no es sino un sacrificio en aras
de una creencia religiosa. Respetamos esta creencia, porque no
aceptamos con sincera fe, que la perpetuidad e indisolubilidad
del vínculo conyugal,

son un voto de la naturaleza. Pero no admitimos que
el legislador tenga el derecho de elevar una creencia religiosa a
la categoría de una ley, es decir, imponer el dogma a
todos los ciudadanos con la misma coerción con que
sanciona las obligaciones jurídicas. La indisolubilidad
del matrimonio es, en nuestro concepto, del fuero interno; y es
por el progreso de las costumbres que debe realizarse este ideal
en cuanto sea posible que los hombres lleguen a la
perfección.

 

 

Autor:

Dr. Alejandro Cruzado Balcázar

Partes: 1, 2
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