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La cuestionada autorregulación de los medios de comunicación en España



Partes: 1, 2

  1. Introducción
  2. Derecho a la información y protección de la juventud y de la infancia
  3. La protección de la juventud y de la infancia dentro del ámbito televisivo: la eterna cuestión sin resolver
  4. El fenómeno terrorista: cuando el derecho a la información se convierte en polémica
  5. Bibliografía

Introducción

Nadie sería capaz de poner en cuestión en la actualidad la influencia que los medios de comunicación ejercen en nuestras sociedades[1]La civilización moderna, tal y como la conocemos, se ha convertido en lo que se ha venido llamando "aldea global", un ente constituido por un ingente número de personas que tienen a su disposición inmensas cantidades de información. Pese a que el ámbito de las telecomunicaciones se halla en un continuo proceso de cambio e innovación, no es osado afirmar que la televisión sigue siendo el medio que más asentamiento posee en las actuales sociedades, cuya influencia a través de generaciones se torna más que evidente. Los tradicionales agentes de sociabilización palidecen ante la poderosa influencia que ejerce el medio televisivo en particular.

Abanderados de la libertad de expresión e información, los medios de comunicación, cuyo grueso en cuanto a la oferta informativa ha ido a converger mayoritariamente en la televisión, se han convertido en un consistente poder que goza de una gran libertad, con una llamativa ausencia de los controles que sí vemos en cambio en otras actividades e instituciones tan poderosas para la sociedad. Pero, en la medida en que constituyen un poder objetivo, pueden ser adecuadamente empleados generando consecuencias positivas para la sociedad, o contrariamente, pueden ser objeto de un mal empleo, cuyos perjuicios serían más elevados que los beneficios. Si durante muchos años se ha insistido en la necesidad de otorgar libertad a los medios, su enorme influencia actual exige que esa libertad no se limite, pero sí que se ejerza de una manera responsable, y es precisamente ahí donde de debe poner el acento[2]

Hay que dejar muy patente desde el principio, que los medios de comunicación televisivos no son precisamente agrupaciones altruistas de profesionales, sino empresas con ánimo de lucro que deben responder al objetivo prioritario de maximizar sus beneficios[3]como política prioritaria. Es más, actualmente es frecuente hablar de "empresas de comunicación" y no de "medios de comunicación". Es evidente que la estructura propia de los medios exige actualmente unas pautas de funcionamiento derivadas de su configuración empresarial, lo que en opinión de algunos autores no debería ser incompatible con la correcta función de informar y entretener que tienen asignada, habida cuenta de que hoy en día sería complicado hallar alguna actividad social que de alguna manera no estuviera influenciada por las exigencias del mercado y de la cultura capitalista. De hecho, no faltan posturas que señalan ventajas en esta configuración, relacionadas con la independencia del poder político o influencias que pretendan imponer condiciones, o la obligación de producir mejores formatos ante a búsqueda de beneficio en un sistema competitivo, impulsando a las empresas a invertir en su mejora[4]traduciéndose en diversidad.

No podemos estar de acuerdo con esta afirmación. Es cierto que la competencia televisiva en el ámbito del libre mercado impulsa al esfuerzo de los operadores a mejorar la calidad de sus productos, pero precisamente en lo que se refiere a la industria de la televisión se ha producido el efecto contrario. La competitividad desvirtuado los valores propios de la comunicación social, obligando a las televisiones a intentar satisfacer a un mayor número de consumidores, lo que ha provocado una homogeneización de los contenidos generando una oferta por encima de lo que los espectadores pueden producir[5]generando una pérdida y no un incremento en la diversidad de oferta[6]Concretamente en nuestro país, el ánimo por parte de las diferentes televisiones de acaparar más cuota de pantalla ha provocado una evidente degradación de los contenidos que ha recibido diferentes calificativos como "telebasura" o "analfabetización televisiva", lo que ha generado un acalorado debate social sobre los efectos de los mismos, particularmente en la población más joven, y de conveniencia de establecer determinadas limitaciones.

Se hace necesario que el discurso tradicional sobre la libertad de los medios de comunicación televisivos deba ser completado con el de su uso de forma responsable. Pero responsabilidad es una palabra que muchos pronuncian y pocos definen[7]especialmente en el ámbito televisivo. No hay que olvidar que en una sociedad democrática, y aun más en la sociedad del bienestar, la información ejerce una función clave de servicio público. Y en esta vorágine informativa y competitiva, la responsabilidad debe venir necesariamente de la mano de la ética. La profesionalidad informativa no es puramente técnica o política, sino cultural y ética[8]La libertad de información y expresión adquiere su validez solo cuando está plasmada en una actitud ético – profesional del informador[9]es decir, la libertad siempre va unida a la responsabilidad moral. El profesional que utiliza los medios de comunicación social ha de tener claros y seguros los principios éticos, no solo por su propio bien sino por el de los demás[10]La labor de comunicador o periodista implica responsabilidades profesionales[11]probablemente más que en otros ámbitos laborales. Por suerte, ya no hay marcha atrás en la conquista de la libertad de información y expresión, pero sí camino por recorrer en cuanto al uso cuidadoso y responsable de esta libertad, que siempre ha de estar guiada por los valores de servicio a la sociedad. En este sentido, la ética de la información consistiría en una ética especial interpersonal que regularía la conciencia profesional, fundamentalmente en la obligación de servir a la sociedad una información de calidad y con unos contenidos de ocio adecuados.

Lo cierto es que aun está por construir la ética de las propias organizaciones, la ética de las empresas informativas, la ética integradora del beneficio y de la información[12]No son pocas las voces que alarman que nos hallamos actualmente ante una grave crisis de la ética en numerosos aspectos de la vida social. Se habla mucho de la ética en los tiempos que corren, pero la opinión generalizada es que ésta se utiliza como justificación de determinados comportamientos en los que la ética no está presente, especialmente en la concepción del ocio y la toma de posición ante importantes temas sociales y políticos por parte de los medios. Si pretendemos estudiar los medios de comunicación en relación con los problemas éticos, no podemos referirnos de manera exclusiva al comportamiento ético de los periodistas, sino que habría que analizar las implicaciones éticas de las estructuras comunicativas. La solución que propondremos sería la de una ética de la información que tenga como objetivo principal un adecuado servicio al hombre y a la sociedad en su conjunto[13]Si la libertad de palabra es un derecho de todos, lo es más propiamente de quienes, por oficio, tienen el uso de la palabra, como son los profesionales de los medios. Un uso de la palabra no tiene más remedio que ajustarse a dos limitaciones si se pretender ser respetuoso con los derechos de cada cual: no debe perjudicar a la libertad de nadie, y debe utilizarse para el bien y no para el mal[14]Estamos hablando de una ética representada por el conjunto de valores, normas y modelos de comportamiento, basados en el reconocimiento de la primacía de la dignidad de la persona y la prioridad del bien común[15]Se precisa una ética en la información que vele realmente por el Interés General, y que ello implique la asunción propia de eventuales limitaciones para su efectiva protección. Realizada esta labor de forma adecuada, jamás se podría hablar de vulneración de la libertad de expresión o información en sentido pleno. La responsabilidad ética no es incompatible con la libertad de información, sino todo lo contrario, ésta no podría desarrollarse de no conocer las consecuencias e influencia de la comunicación en la sociedad. Si hay una praxis ética generalizada, resultará innecesario dictar nuevas normas jurídicas y ampliar el campo de la responsabilidad legal[16]

Esta anhelada ética informativa ha de sistematizarse de alguna forma para llegar a ser aplicable y efectiva. Aquí es donde entra en juego la figura de la deontología profesional, íntimamente relacionada con la ética al concebirse, de alguna forma, como una derivación de los principios generales de la ética[17]normas de conducta de una profesión. Estas actúan sobre el profesional imponiendo una serie de deberes concretos, resaltando la necesidad de que sus tareas específicas se guíen por los principios de honestidad y responsabilidad[18]Podemos decir que la ética profesional constituye el contenido básico de la deontología, y que ésta tiene sus propios principios en cada profesión[19]

Conocemos los beneficios de que la libertad de expresión e información constituyan actualmente un espacio vedado a la interferencia del poder. No pueden ser ni el Ejecutivo ni la Ley los que determinen la forma de materializar ese uso responsable que se demanda a los medios. Sabemos, por otro lado, que cualquier regulación estatal, pudiendo utilizar el término "heterocontrol", no sirve para mejorar los medios, tampoco es deseable a todas luces, como no es éticamente justificable aunque estuviera jurídicamente legitimado[20]El papel del derecho en este ámbito en la actualidad consiste en respetar y cumplir un cuerpo legislativo mínimo por parte de los medios y sus profesionales. La libertad jurídica de la libertad de expresión e información se limita al aspecto negativo de esta libertad, por lo que las normas legales marcan la frontera entre el ejercicio del derecho humano a la información y el abuso de este derecho. Estos niveles mínimos deben garantizar una auténtica libertad de expresión[21]Pero al margen de esto, existe un amplio espacio, tan solo guiado por los citados valores éticos o deontología, en los que no existe acción reguladora pero sí asunción de responsabilidad. En este sentido, la mayoría de las posturas defienden como deseable la existencia de un máximo ético y de un mínimo jurídico[22]Este terreno sobrante lo ocupa la llamada "autorregulación". El citado mecanismo supone un desplazamiento del ajuste normativo del funcionamiento de los medios desde el Estado. Recibe este término porque la iniciativa en la actividad social de la comunicación no proviene del Estado sino de los propios agentes sociales[23]

Hemos de aclarar que la "autorregulación" o "autocontrol" coincide en gran parte con lo que se conoce como deontología profesional, pero no constituyen términos sinónimos. La deontología se refiere primordial y específicamente a los "deberes éticos" del profesional, que entre otros consisten en las realización de las prestaciones, resultantes de ese trabajo, en favor del bien común y al servicio de la sociedad[24]En otras palabras, la deontología establece los deberes y las obligaciones, y formula un conjunto de normas exigibles para todos los que ejercen una misma profesión[25]En este sentido, reflexiona acerca de la dimensión moral de una determinada actividad proporcionado las normas éticas que deben guiarla; por otro lado, la "autorregulación" consiste en un conjunto de acuerdos u organismos forjados con el objetivo de hacer efectiva la deontología de una actividad concreta, estando creada o promocionada por los mismos agentes que llevan a cabo dicha actividad. En cualquier caso, ambas figuras son parejas, pues las diferentes formas de autorregulación periodística tienen su origen en la deontología profesional. Incluso podemos afirmar que la "autorregulación" no es más que consecuencia última de la deontología profesional, de hecho, que una profesión quiera autorregularse significa que constituye un cuerpo vivo y lleno de dinamismo[26]

Llamamos "autocontrol" o "autorregulación" a aquellos instrumentos o instituciones creados por y para la prensa, mediante los cuales los profesionales de la información adoptan libremente sus decisiones, siendo responsables únicamente ante su propia conciencia, cooperando a fin de preservar la existencia de relaciones equilibradas y leales entre la prensa, de un lado, y el Estado y sociedad de otro, por medio del mantenimiento, en el interior de la prensa, de una alta moralidad personal y por la defensa en el exterior de ella de la libertad de prensa[27]La "autorregulación" nace del compromiso voluntario de los agentes que participan en el proceso de comunicación y se dirige a complementar la libertad de los medios de comunicación mediante un uso responsable de la misma. Bajo este concepto se agrupan toda una serie de mecanismos e instrumentos relacionados con la actividad de los medios, con el objetivo de garantizar que su actividad se ajuste a determinados valores o normas. Su finalidad principal consiste en establecer un marco ético adecuado para llevar a cabo una comunicación responsable[28]Nos hallamos ante una figura que nada tiene en común con la censura. No se pretende limitar en sentido estricto la libertad de expresión e información, sino forjar los cauces para que esta se transmita mediante parámetros éticos con el fin de que sea de mayor calidad[29]y guiada por el interés común de la sociedad. La "autorregulación" suele carecer de otra capacidad coactiva que no sea la de su eco en la opinión pública, lo que debería constituir una prueba de madurez de una sociedad cuyos miembros son capaces de asumir libremente responsabilidades y compromisos más allá de sus intereses particulares.

Finalmente, para que la "autorregulación" en el ámbito informativo pueda ser factible se precisa de la existencia de códigos deontológicos, que son sencillamente aquellos documentos que recogen un conjunto más o menos amplio de criterios, normas y valores que formulan y asumen quienes llevan a cabo una actividad profesional[30]La "autorregulación" posee como herramienta necesaria el código, entendido como aquel conjunto más o menos escueto o exhaustivo de normas morales establecidas por un colectivo profesional para autodisciplina o autocontrol de sus miembros en el ejercicio de su profesión[31]Podríamos describirlos como actas que recogen los principios derechos y deberes, en este caso de la actividad informativa[32]Nos hallaríamos ante el corpus ideológico del autocontrol[33]y constituyen el último peldaño de la deontología profesional:

Los códigos deontológicos poseen un valor simbólico y son el resultado de la autoconciencia profesional, marcando pautas para diferenciar los deberes del profesional de aquellas conductas contrarias a la función social de la actividad, y su eficacia dependería de la interiorización por parte de los sujetos llamados a aplicarlos. A diferencia de los reglamentos, que regulan los aspectos más superficiales de la actividad laboral, como pueden ser los horarios o la indumentaria, los códigos deontológicos tienen como finalidad ocuparse de aspectos más sustanciales de la actividad profesional, protegiendo y acentuando los compromisos éticos de cualquier actividad social[34]y en el ámbito de las empresas de comunicación, fijando explícitamente las pautas morales e ideológicas de funcionamiento del medio. Al margen de que ningún código pueda considerarse definitivo o estático[35]constituyen, ante todo, una herramienta recopiladora mediante la acumulación contenidos, facilitando así la argumentación ética y generando una base desde la que llevar adelante un debate sobre una práctica comunicativa específica[36]Esto no ha sido obstáculo para que algunos autores hayan percibido que detrás de estos documentos subyace un gran fondo común de grandes principios deontológicos que son universales y de derecho natural[37]como la defensa de la verdad, objetividad o la búsqueda del bien común en el uso de la información.

Si hablamos de autorregulación en España, es de obligada mención la Federación de Asociaciones de Prensa (F.A.P.E.), órgano de representación, coordinación, gestión y defensa de la profesión periodística española[38]Podemos decir que mencionarla es necesariamente hablar de la historia del periodismo en nuestro país. Entre los múltiples cometidos de la F.A.P.E. está precisamente el de velar por el cumplimiento de los principios deontológicos en el ejercicio de la actividad periodística e informativa, y dispone asimismo de un Código[39]que de alguna forma pretende ser la referencia moral para los profesionales de la comunicación en España[40]Todo ello se completó mediante la incorporación de un Consejo Deontológico creado con posterioridad[41]y compuesto por un total de nueve personas cuya misión será la de velar por el cumplimiento de los pilares éticos básicos en el ejercicio del periodismo. El Código Deontológico de la F.A.P.E. establece determinados principios generales y de actuación en los que destaca el compromiso social que implica el ejercicio profesional del periodista, al que le corresponde mantener colectiva e individualmente una intachable conducta ética mediante el respeto a la verdad y el compromiso con determinados valores relacionados íntimamente con el interés colectivo de la sociedad[42]Hay que matizar que el código promulgado por la F.A.P.E. no constituye un hecho novedoso ni aislado en cuando a iniciativas de autorregulación para la actividad periodista. En este sentido, numerosas regulaciones extranjeras y supranacionales, conscientes del importante compromiso social que supone la labor habitual del periodista, han abordado la cuestión del "autocontrol" de manera muy similar, concibiéndola como una necesaria herramienta del comunicador. Podemos afirmar que la F.A.P.E. ha dado los pasos democráticos y de modernidad indispensables en el planteamiento riguroso del autocontrol del periodismo[43]

Este capítulo examinará la manera en que el medio televisivo afronta dos problemas endémicos que asolan el mensaje comunicativo desde hace décadas. El primero es la continua degradación a la que están sometidos los contenidos de la televisión actual en nombre de la libertad, y los posibles efectos negativos que esto puede acarrear para los menores. El medio televisivo ha constatado que tiene en el público infantil al telespectador más incondicional. Si existe una declaración de los derechos de la infancia, a todos compete el respeto a estos derechos, y el medio televisivo no tiene excusa para evadir su parte de responsabilidad. Asimismo, el art. 20.4 C.E. establece como claro límite en el derecho a recibir información veraz, la protección de la juventud y de la infancia. En cuanto al segundo problema atiende al lugar que deben ocupar los medios de comunicación en la lucha contra el terrorismo. Una sociedad democrática no puede permitir que los medios de comunicación sean cómplices, aun involuntarios, de la finalidad propagandística de los actos terroristas. Si no existe un acuerdo en la sociedad sobre cómo tratar informativamente los actos terroristas mal se puede sugerir medidas concretas que resuelvan enteramente los problemas[44]

En resumidas cuentas, hemos de tener en cuenta que la calidad de la información o del entretenimiento ha de consistir en el respeto a los mínimos requeridos por una sociedad democrática. No es lícito informar de cualquier modo, como tampoco lo es entretener de cualquier manera[45]La "autorregulación" tiene mucho que ver en cuanto a la consecución efectiva de tales fines. En ambos casos, creemos en la necesidad de límites razonables ante los que de forma eventual debería detenerse el ejercicio de la libertad de expresión, de investigación y de divulgación de hechos y opiniones[46]No se trata de una forma consciente de autocensura, sino una adecuación de la labor informativa al sentido de la responsabilidad, asumiendo la máxima democrática de que no existen derechos y libertades absolutos. La "autorregulación" es fiel reflejo de esta sistemática.

Al hablar de protección de la infancia o lucha contra el terrorismo, estamos haciendo necesaria referencia a un principio programático de nuestra constitución, por un lado, y a un deber social de cualquier ciudadano en un sistema democrático, por el otro. La "autorregulación" del medio televisivo mantiene en ambos casos un destacado papel en la medida en que su correcto uso puede proporcionar beneficios objetivos a ambas causas. En este sentido, para hallar una meta factible, se debe rechazar la visión puramente economicista e instrumental de la empresa informativa, decantándose por otra en la que la empresa constituya una institución socioeconómica que tenga una responsabilidad moral con la sociedad[47]aportando parte de la solución a los dos problemas expuestos.

Podemos adelantar que la "autorregulación" representa una fórmula que, en principio, podría proporcionar notables resultados, pero que a falta de un serio compromiso por parte de los agentes de comunicación, posee un altísimo riesgo de que quede en papel mojado, especialmente en cuando a la protección de determinados valores sociales y constitucionales como la protección de la juventud y de la infancia, la cual ha sufrido un notable desamparo originado precisamente por las pretensiones económicas de los medios de comunicación. La situación actual en este sentido, es poco menos que evidente. En cuanto al fenómeno terrorista, no podremos exponer mejores resultados, pero sí en cambio percibimos que el "autocontrol" en este concreto ámbito se perfila como un arma notablemente poderosa cuyos beneficios a corto y medio plazo serían más apreciables y duraderos, siempre y cuando existiera un compromiso real y serio en su aplicación por parte de los medios de comunicación en general y de la televisión en particular.

Derecho a la información y protección de la juventud y de la infancia

La protección de la juventud y de infancia puede tener sus primeros ecos legislativos a partir del siglo XX, pero lo cierto es que no se trata de un bien jurídico nuevo. No hay que olvidar que la Revolución Francesa desencadenó una serie de cambios en la construcción social de los derechos de la ciudadanía, y es en esta misma época en la que comienza a crearse una conciencia de protección del niño, incrementando la sensibilidad ante este colectivo, postura que hasta entonces tan solo podía ser observada en las altas esferas. La infancia se entiende como un periodo de inocencia en la vida de la persona[48]en la que se posee la capacidad suficiente para buscar elementos como la virtud, la verdad o la belleza. Esta imagen del niño general en los adultos el deseo de protegerlos de la violencia del mundo.

Actualmente, la protección de la juventud y de la infancia es considerada un valor esencial en nuestro ordenamiento jurídico. Si bien entendemos por "juventud e infancia" que se está haciendo referencia al menor de edad, no debemos dejar de prestar atención al hecho de que nos hallamos ante otro concepto jurídico indeterminado, lo que en ocasiones supone un serio obstáculo en cuanto al establecimiento de eventuales o permanentes medidas de protección. De cualquier forma, la Constitución mantiene una especial sensibilidad en el respeto a la persona, que debe extenderse con mayor protección a la etapa de formación del ser humano. En este sentido, la infancia tiene importante trascendencia al considerarse un delicado proceso de creación de la persona en la que se forman la conciencia y personalidad. Es precisamente la infancia aquella etapa en la que la personalidad del individuo se halla más claramente en un proceso de formación, resultando notablemente más vulnerable ante injerencias externas, por lo que nuestro sistema constitucional no termina de reconocer positivamente aquellas experiencias que se impongan dentro de ese proceso de formación y educativo por medios ajenos al proceso educativo socialmente reconocido como tal[49]Esta visión evolutiva encuentra una referencia necesaria en el art. 10[50]CE cuando menciona el "libre desarrollo de la personalidad". Padres o educadores tienen la misión de orientar la personalidad del niño durante la delicada etapa de su formación, siempre y cuando su educación no se desvíe de lo debe entenderse como "educación del niño". Si un individuo, fuera de este círculo, pretendiera alterar ese proceso, puede entenderse ya en el ámbito de la violación del derecho al libre desarrollo de la personalidad. En estos casos, podría hablarse de un derecho fundamental del niño, que pese a que no se formule en nuestra prima lex, su art. 10.2 permite la interpretación del texto constitucional de acuerdo con los pactos supranacionales suscritos por nuestro país en esta materia[51]entre ellos los relativos a los derechos de la infancia.

No obstante, la consideración de la protección de la juventud y de la infancia como límite a las libertades de expresión e información, al mismo nivel que el honor, intimidad y propia imagen, en virtud del conocido art. 20.4 CE, no puede hacernos pensar que, en caso de conflicto con el derecho a la información, se puedan aplicar las mismas reglas que en estos últimos[52]Si bien podría ser legítimo entender que la protección de la juventud y de la infancia pudiera fácilmente ser subsumida en el derecho a la intimidad, lo cierto es que la aplicación de las mismas soluciones en ambos se torna complicada. Hay que dejar bien claro el hecho de que la protección de la juventud y de la infancia no constituye ningún derecho fundamental constitucionalmente reconocido, ni posee suficientemente entidad normativa como para oponerse a las libertades de expresión e información, y es precisamente aquí donde residen los principales problemas. Por otro lado, las normas de protección de menores[53]tienen una sustantividad propia muy diferenciada de los que regulan los derechos de la personalidad, y una finalidad y formas de protección también diferentes. Si bien valores como la dignidad humana están igualmente presentes en la protección del colectivo de los menores, el objetivo primordial de las regulaciones protectoras de estos tiende a evitar las perturbaciones que el ejercicio de la libertad de expresión e información pueda causar en el desarrollo de la personalidad, concretándose en normas preventivas y de fomento de valores humanos[54]Hemos de tener en cuenta que la Constitución, salvo el genérico límite impuesto en el art. 20. 4, solo menciona al colectivo de los niños y de la juventud en al Capítulo III del Título Primero[55]es decir, en los principios rectores de la política social y económica, de lo que deducimos que es materia relegada o dependiente de mandatos dirigidos a los poderes públicos que deben marcar los rasgos generales de sus políticas. Ello provoca que, si bien el concepto de la juventud y de la infancia no se agota en la participación de jóvenes y niños en la sociedad desde la perspectiva de las buenas costumbres y de la sexualidad[56]haciendo partícipe a la Administración en su promoción, en realidad su inclusión en ese bloque normativo provoca que queden relegados a valores poco delimitados y genéricos, careciendo de medios sólidos para constituirse en un límite objetivo a la libertad de información y circunscribiéndose en al indeterminado ámbito de la moral pública.

En cualquier caso, no hay que desatender el hecho de que el ámbito normativo de la protección de la juventud y de la infancia comienza a hacerse notorio en la realidad jurídica contemporánea. Pese a la gran variedad de disposiciones normativas nacionales y supranacionales, su principal reflejo actual lo hallamos en la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor[57]En su misma Exposición de Motivos[58]el legislador se hace eco del actual estatus social del niño, como consecuencia de los profundos cambios sociales acaecidos en las sociedades occidentales, y que han originado la progresiva asunción de derechos por parte de los menores de edad y su capacidad para ejercerlos.

Las actuales regulaciones en esta materia ponen de manifiesto la necesidad de asegurar la salud física, mental y moral de los menores, y la protección del libre desarrollo de su personalidad o libre formación de la conciencia[59]estableciendo, entre otras medidas, las limitaciones pertinentes en los contenidos informativos que promulguen valores considerados negativos en el Estado de Derecho, y asumiendo como objetivo la eliminación de aquellos que puedan obstaculizar la libre y total participación del menor, asegurando su formación integral como sujeto de derecho en una sociedad democrática, plural y tolerante[60]Ello permitiría que la conciencia del menor se formara en un contexto idóneo, que de alguna forma garantizara su posterior capacidad para participar e intervenir en la sociedad, por lo que en último término se está velando por la garantía de futuro de las sociedades democráticas y participativas, factor de vital importancia e interés general para la comunidad.

Especial atención merecen los derechos del menor en el campo de la información y de la comunicación[61]La preocupación por la calidad y temática de los actuales contenidos televisivos, incluso los espacios informativos, ha llevado a considerar este medio como un creciente peligro, que de alguna forma pone en contacto al menor con las diferentes realidades, algunas de ellas consideradas poco adecuadas. Como expondremos más adelante, la solución no pasa necesariamente por limitar sino por regular, sin olvidar que la mejor protección que se le puede brindar al menor es el acceso al nuevo mundo cultural y tecnológico[62]pero con las oportunas modulaciones que garanticen que ese acceso no es lesivo.

Como vemos, la cuestión principal se reduce al mero enfrentamiento de derechos, entre la libertad de expresión e información y la garantía de formación y educación del próximo relevo generacional, controversia resultante de la notable importancia que el ejercicio de estas libertades posee para la formación de la opinión y particularmente sobre conciencia. Cualquiera de ambas posturas mantiene argumentos válidos en los que sustentarse[63]

El derecho social suele prevalecer sobre el bien individual, si bien en este particular caso la mayoría de los autores tienden a reconocer que ostenta mayor importancia el derecho individual frente al social, al hallarnos en el marco de protección de un colectivo tan vulnerable como la niñez y juventud. La doctrina no ha conseguido en este campo aunar posturas. En este sentido, podemos encontrar autores que niegan la capacidad de la libertad de información para transgredir los límites que marcan los derechos fundamentales, especialmente los relativos a la protección de la juventud e infancia[64]junto con otras posturas encabezadas originariamente por el profesor Desantes en las que se tiende a dar primacía a las libertades de expresión e información, como categoría de derecho fundamental otorgada por la Constitución, sin perjuicio de que la protección de menor implique un especial régimen de publicación diferente al de los adultos, pero en ningún caso hablar de límites[65]La postura idónea sería aquella intermedia o equidistante, fundamentada por la creación de un régimen específico de publicación que, sin alterar el derecho fundamental a la libertad de expresión e información, asumiera cierta capacidad limitadora en términos generales, y siempre complementada por el compromiso por parte de los comunicadores sociales del uso responsable de determinados contenidos informativos, tarea abocada al fracaso por la influencia de sustanciales intereses económicos por parte de las empresas informativas.

La protección de la juventud y de la infancia dentro del ámbito televisivo: la eterna cuestión sin resolver

Desde que el hombre occidental ha concentrado su pensamiento en torno al fenómeno de la comunicación, ha comprendido que es éste, sin duda, uno de los elementos más dramáticos en la dialéctica de su existencia[66]El fenómeno de la comunicación camina de la mano de la propia esencia del hombre. Y en este sentido, la permeabilidad de los medios de comunicación en la población es un fenómeno que ha experimentando una evolución pareja a la misma que han sufrido los procesos de transmisión de la información. Hasta el siglo XIX tan solo una ínfima parte de la sociedad tenía la posibilidad de recepcionar los mensajes que se originaban en los escasos medios escritos. Resulta evidente que se trataba de clases con el elevado status social, a tenor de una masa poblacional en su mayoría analfabeta. Es a partir de este siglo cuando la multiplicación de las revueltas sociales por todo occidente se sirve de la imprenta para captar lectores, y adeptos a una causa. El siglo XX supone el nacimiento de la sociedad de la información y del concepto de audiencia, todo ello bajo un planteamiento radicalmente evolucionado respecto de los anteriores, en el que los destinatarios de los mensajes son asimismo receptores de la publicidad insertada en ellos, y que se realiza mediante un revolucionario soporte eléctrico que marcaría un claro antes y después en el fenómeno de la comunicación: la televisión. Este nuevo medio, afín a la radiodifusión en sus aspectos técnicos y en su estructura organizativa, podría considerarse en realidad como su perfeccionamiento técnico.

El concepto de "audiencia", tal y como se conoce en la actualidad, nace a partir de los años ochenta. Previamente a esta época, el concepto en sí apenas era considerado un factor cultural significativo[67]aplicándose el término a cualquier sujeto que hiciera uso de los medios de comunicación. Los profundos cambios que se generan durante las dos últimas décadas del siglo XX en el ámbito de las comunicaciones, fruto de las nuevas posibilidades tecnológicas, conllevan una fragmentación de su uso y un papel más activo de la audiencia[68]entendida como aquel conjunto de personas que interactúan en un proceso comunicativo, proporcionando una nueva significación a los mensajes. Este conjunto, que no es sinónimo de masa salvo cuando se cuantifica[69]constituye un conglomerado social, netamente heterogéneo, de diferentes clases sociales, desorganizado y anónimo.

Desde la década de los años sesenta la televisión se ha convertido en el medio más importante para la transmisión de representaciones sociales o información sobre el acontecer diario. La televisión tradicional ha ocupado siempre un lugar privilegiado en la sociedad y el primer puesto como medio de consumo de información. Conjugando contenidos educativos, informativos y lúdicos ha satisfecho muchas de las necesidades de los usuarios, y constituye el instrumento de telecomunicación más vulgarizado y extendido en la sociedad contemporánea, siendo su influencia de tal calibre, que hablar de efectos beneficiosos o negativos sería simplificar demasiado su complejidad. Pese a que no todos los autores coinciden en afirmar la notable influencia de la televisión, son numerosos aquellos que opinan que el papel que desarrolla en la actualidad la televisión, como mecanismo de influencia socializadora, resulta más que evidente. Se puede decir, sin tapujos, que en la actualidad dependemos en buena medida de la información.

No son pocas las voces que afirman que sigue siendo todavía incontrolable el alcance de los impactos que en el proceso sociocultural ha de producir la televisión[70]Pese a que el desarrollo e implantación de la actual era de las comunicaciones resulta tan sorprendente como imparable, lejos relegar a una segunda fila a la televisión, esta sigue constituyendo un elemento esencial dentro del proceso socializador, y en especial de la infancia, redefiniendo las tradicionales actividades lúdicas y educativas[71]y afectando en general la forma de vida, tanto de los pequeños como de la población general. El estrechamiento y cohesión de los vínculos sociales que proporcionan las técnicas nuevas de expresión, colaboran de hecho en la elaboración y difusión de un cuerpo común de creencias, preferencias, modos de expresión y módulos de conducta. Puede hablarse de una nueva civilización, de un cambio de época, en cuanto que el predominio concedido a la imagen en nuestros días está condicionando no solo las áreas de los tiempos libres, sino modificando actitudes y hábitos en todos los sectores de la vida humana[72]El enorme poder que han alcanzado los medios de comunicación en nuestra época alerta de su poder educador. Pero no hay que olvidar que los niños son parte de ese numeroso público o audiencia expuesto a la incesante información televisiva, y probablemente el más vulnerable ante sus mensajes, dada su incompleta formación ideológica, social, cultural y de valores, desde la que son interpretados y asimilados los mensajes del medio televisivo, constituyendo asimismo un importante agente de socialización del niño, cuantitativa y cualitativamente[73]La situación ha comenzado a ser tan evidente, que incluso varias décadas atrás ya se empezó a afirmar que una buena parte de los conocimientos adquiridos por los menores provienen de los diferentes medios de comunicación social, y en particular de la televisión[74]La pequeña pantalla tiende a convertirse en el lugar geométrico de los modelos socioculturales de nuestra sociedad[75]Los medios de comunicación, con especial referencia a la televisión, suministran una verdadera educación constante que transmite valores como la importancia económica, la competición obligatoria, la prevención obsesiva, la necesidad de autodefensa frente al enemigo, etcétera. Todos ellos son aspectos que se enfrentan con los valores que más promueve la escuela.

En oposición a la cultura humanística, es más conveniente hablar en la actualidad de "cultura mosaico", caracterizada por la dispersión y el caos aleatorio. Son los signos de los tiempos, algunos de los rasgos característicos de la denominada sociedad postmoderna[76]Esta situación, tan propia de nuestra época, no es ajena en absoluto al proceso educativo del colectivo infantil. Precisamente la edad es una de las características sociodemográficas que más puede repercutir en la percepción de los mensajes televisivos[77]Las preferencias y formas de percepción de los niños varían de enorme manera en función del estadio de su desarrollo cognitivo. En este sentido la audiencia infantil constituye un modelo especial al estar los niños en un proceso interno de desarrollo, y por ello se trata de un segmento de la audiencia más vulnerable en sus interacciones con el medio televisivo[78]De un lado, comparte con la pantalla gran parte de su tiempo de ocio y, por otro lado, los contenidos proporcionados por el medio representan una fuente importante de aprendizaje en las que se gestan muchos de los conocimientos y valores presentes en la realidad social, tanto es así que supone a día de hoy un pilar básico en el desarrollo infantil, al mismo nivel que entidades de primer orden como la familia o la escuela. En este sentido, no es descabellado pensar que actualmente el medio televisivo es una fuente potencial de aprendizaje para el público infantil, con influencia poderosa tanto en el desarrollo de un sistema de valores, como en la formación del comportamiento de los menores. Pero el principal motivo de preocupación radica en el hecho de que, a diferencia de la familia u otras realidades más tangibles e inmediatas, la televisión supone por sí mismo un medio generador de realidades deformadas o manipuladas, con los riesgos que esto supone para el desarrollo de la libre personalidad del menor.

Sabemos que la Administración tiene la obligación de velar por el bien de los menores. De igual manera que se actúa interfiriendo en la dinámica familiar si es por el bien del menor, y que se debe garantizar la formación educativa del menor en la escuela, también se debe comprobar que otra de las fuentes de socialización del menor, la televisión, actúe promoviendo su bien[79]Es precisamente este el motivo por el que desde el ámbito legislativo se está intentando, no con el éxito deseado, poner cerco a todos aquellos espacios o, en definitiva, a contenidos en general, que puedan perjudicar la sensibilidad del menor o su desarrollo mental, a tenor de su estimulada capacidad receptiva. Cada vez más son las voces que reclaman la necesidad de interponer filtros ante la audiencia infantil con la finalidad para que pueda ser educada hacia un consumo responsable. Los ciudadanos vienen clamando desde hace tiempo un control más estricto, primordialmente en lo que se refiere al horario de protección infantil. La idea se fundamenta en poder compaginar el mejor interés del menor y el respeto a su crecimiento y maduración personal, con la libertad de expresión. Es deber primordial de la Administración reside en la defensa del menor, no solo ante las televisiones, sino ante los anunciantes o ante cualquier motivo político. El bien y el interés del menor han de considerarse superiores, interés general, siempre por encima. Nadie permite a un niño ingerir un producto en mal estado, y sin embargo la salud emocional de los jóvenes es tan sencilla como la física y los controles que deben existir para asegurar esa salud emocional deben también ser estrictos[80]

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