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Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 4)




Enviado por Mariano Gonzalez



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

La consecuencia ineludible de esta actitud es la
inmadurez. Si la persona va perdiendo insensiblemente contacto
con sus auténticos sentimientos y legítimas
necesidades, crece físicamente sin una correspondencia en
el plano anímico, y llega a convertirse en un adulto sin
dejar de ser niño, sintiéndose discapacitado para
encarar las responsabilidades que le incumben.

El "padre ausente" produce siempre un vacío que
nunca terminará de cubrirse. Esa carencia de un modelo
apropiado induce, además de la consiguiente fragilidad, a
una desorientación que a su vez incita a la conducta
adictiva. Muchos de los rasgos que examinamos más arriba
comienzan a desarrollarse a partir de aquella carencia. El
niño siente que su presencia no es importante, y aprende
que lo significativo consiste en sostener contra viento y marea
toda la mitología familiar, elucubrada para dar
satisfacción a las necesidades de la imagen. Sus
auténticas necesidades quedan indefinidamente
postergadas.

Algunos padres incluso llegan a intentar satisfacer sus
propias necesidades emocionales a través de sus hijos. El
niño termina por convertirse prácticamente en el
"objeto" de adicción de sus padres, quienes lo utilizan
(muchas veces sin darse cuenta) de la misma forma en que un
alcohólico echa mano del alcohol o un jugador se entrega a
su adicción. Aunque no se trate de una conducta consciente
el resultado es sumamente perjudicial. Casi siempre detrás
de un adicto hay padres dependientes de éste. Por ejemplo,
una madre que no lograba encontrar sentido a su vida, a partir
del nacimiento de su hijo, focaliza todo su interés en el
cuidado del mismo, sobreprotegiéndolo y
sobreinvolucrándose en una relación
tóxica.

Al no ser tenido en cuenta como una persona con sus
legítimas necesidades el hijo experimenta una
sensación de rechazo. Al ser negada su "realidad
emocional" sentirá esa "cosificación".

Durante los primeros años de vida la familia debe
suministrarnos la información necesaria acerca de nosotros
mismos, y los padres obran a manera de un espejo en el que nos
vemos reflejados. Ellos son los que aprueban o desaprueban
nuestra conducta, indicándonos (con gestos o palabras) si
está encuadrada dentro de las reglas de juego o si por lo
contrario, hemos cometido algún exceso inconveniente. Todo
estará bien o mal según nos lo hagan saber con su
aprobación o rechazo. Este proceso se denomina
"retroalimentación". Los padres en una familia adictiva
suelen llevar a cabo un proceso confuso, ya que ellos mismos son
adultos inmaduros y no están en condiciones de sostener al
niño. Preocupados por sus propias necesidades afectivas,
no se hacen cargo de las del hijo y se relacionan con él
como si se tratara de un objeto, "algo" con el exclusivo fin de
entretenerlos y gratificarlos.

Muchas veces por ignorancia y otras por comodidad, el
padre o la madre suponen que este tipo de crianza constituye algo
sumamente saludable para el niño. Para el chico de pocos
años que recibe estas órdenes, el mensaje que
encierran resulta demoledor. Intuye que esa persona tan
fastidiada con él no es ni remotamente quien va a
satisfacer su necesidad de comprensión y ternura. Como
depende totalmente de ese progenitor para mantenerse vivo y
saludable físicamente, ese desamparo psíquico le
suena como una severa amenaza. Por supuesto que el niño no
recibe estas impresiones de manera consciente, pero las registra
en su interior y esa marca se imprime en lo más profundo
del inconsciente. Tratará de amoldarse, asfixiará
sus verdaderas percepciones que le resultan insoportables y
sepultará sus emociones, ya que aparentemente no "sirven".
Empezará a construir así un yo artificial que se
adapte a las exigencias y necesidades ajenas: un ingrediente
fundamental de la personalidad adictiva.

A partir de experimentar este rechazo, el niño
comienza a elaborar el sentimiento de no ser suficiente. Nunca
alcanzará a cubrir las expectativas de sus padres,
mientras ellos no sean capaces de elaborar las propias
pérdidas y el abandono de que fueron a su vez objeto en su
infancia. Al sufrir el rechazo y considerar su falta de valor, el
hijo anhela algo que lo haga sentirse completo, y si considera la
posibilidad de que ese "algo" se encuentre fuera de él, ya
sea otra persona, alguna actividad o sustancia, empezará a
convertirse vulnerable a la adicción. Por medio de una
inversión de roles tuvo que ocuparse de satisfacer las
necesidades emocionales de sus padres y postergar las suyas. No
tuvo la oportunidad de sentir amor y sentirse frágil,
necesitado y protegido, debiendo construir en cambio un yo falso,
una imagen, un ídolo con pies de barro para sostener las
necesidades y expectativas de sus padres.

Muchos hijos en estas condiciones tienden a
independizarse antes de tiempo, fingiendo que su necesidad de
dependencia nunca ha existido. Ellos no precisan la
protección de nadie y así llegan a la adultez sin
haberse permitido jamás cubrir su necesidad de
dependencia, normal en todo ser humano. Con el tiempo
buscarán en algún objeto o persona ese
"paraíso perdido" que se negaron a reconocer.

El hecho de haber sentido el abandono y haber terminado
por abandonarse a sí mismos construyendo ese yo ficticio,
hace que muchos de ellos no puedan concretar relaciones afectivas
sólidas y duraderas. Como si el "juego abandónico"
se repitiera a lo largo del tiempo en un círculo
giratorio.

Hay adictos que provienen de familias "normales", en las
que no parecen haberse desarrollado semejantes relaciones
tortuosas. Lo que ocurre es que dichas familias no ponen de
manifiesto con tanta crudeza sus falencias, amparándose en
un conjunto de reglas de "buena educación" y convivencia
convencional. Pero el hijo puede haber sido igualmente ignorado,
y todo lo que ha recibido fue una caricatura bastante aproximada
al cariño verdadero. En este caso el hijo no tiene a
quién echarle la culpa, siente la indiferencia pero apenas
si tiene alguna prueba de ella; termina entonces por echarse la
culpa encima. Si sus padres son "buenos", concluye que sus
propias exigencias son irrazonables y se siente ingrato y
egoísta por albergar esos sentimientos
rencorosos.

Tanto en las familias ostensiblemente disfuncionales
como en aquellas donde se extiende un manto de benigna
apariencia, el hijo llega a convertirse en adulto sin que su
necesidad de dependencia haya sido cubierta. Se vuelve
"independiente" prematuramente, cubriéndose con una
máscara que no denota ninguna auténtica
emancipación. La dependencia insatisfecha, encubierta o
no, se convierte más tarde en el combustible apropiado
para encender la hoguera de la adicción.

Allá lejos y hace tiempo

La vida empieza desde el momento mismo de la
concepción, y todo lo que ocurre a partir de entonces va
configurando el "mapa" personal. A través de la placenta y
de las propias células, el feto está en condiciones
de registrar toda la información que le concierne.
Así, por ejemplo, pueden percibirse los cambios que
experimenta la madre, ya sean físicos o emotivos, y el
placer y la angustia no son ajenos a la vida
intrauterina.

Asimismo, los primeros años de vida imprimen un
sello imborrable. El hecho de no poder memorizarlos no significa
que no estén allí, marcando las
características y condicionamientos del desarrollo
ulterior. Los hijos no deseados, por ejemplo, alimentan con mayor
énfasis que el común de los niños la
fantasía de ser hijos adoptivos, aunque no se les haya
dicho nada al respecto. Si por otra parte el feto no recibe la
atención requerida, probablemente nazca con un peso menor
al normal y con una predisposición a adquirir determinadas
adicciones orales.

Padres a la deriva

Los criterios para educar a los hijos son muy variados y
en buena medida dependen de la intuición de los padres.
Ante este panorama, son muchos los que experimentan temor y
desorientación.

Quizá el problema central de la educación
de los hijos pase por el tamiz de las emociones de los padres; a
menudo ellos temen la libertad de sus hijos porque tienen sus
emociones reprimidas, y el hecho de que los niños crezcan
emocionalmente los enfrenta con su propia inmadurez
afectiva.

¿Por qué es tan común que se
intente frenar el llanto normal de un bebé? Ahí se
parte de un error, al suponer que sólo debe hacerlo cuando
tiene hambre o necesita que lo cambien. Un "niño bueno" no
llora porque sí; si insiste en su conducta se lo hace
callar con un chupete, o con algo azucarado. No se tiene para
nada en cuenta que el llanto en el bebé equivale a la
palabra, y se procura silenciarlo para que no moleste. Claro que
esto ya empezó a cambiar hace un tiempo, y hoy las cosas
no responden a encuadres tan rígidos.

¿Pero qué sucede con las emociones de los
padres cuando sus hijos lloran? La mayor parte siente rabia,
ansiedad, intolerancia e impotencia. Sólo una
minoría es capaz de tomar las cosas con calma.

Uno de los mayores problemas a solucionar consiste en
que difícilmente los padres se atrevan a mostrarse ante
sus hijos como seres humanos falibles. Como quieren y necesitan
hacerse obedecer, inculcan modelos de conducta que a menudo ellos
mismos son incapaces de cumplir; aun sin darse cuenta
"actúan" ante sus hijos, desplegando un personaje que debe
ser considerado "ideal" por éstos. La contradicción
entre el mensaje ideal y la realidad produce necesariamente en
los hijos un conflicto que se traduce a su vez en actitudes
igualmente contradictorias por parte de estos.

La familia "modelo"

Las pautas sobre la familia ideal son tan diversas que
resulta muy aventurado establecer un modelo al respecto. En todo
este asunto, por otra parte, la hipocresía juega un rol
preponderante. Muchos padres aparentemente impecables tienen a
veces alguna adicción oculta, y sus hijos adquieren
comportamientos adictivos casi sin entender que están
imitando a sus padres; cualquier conducta tiene mucho más
peso que de los discursos morales.

Si los vínculos familiares se ven trabados por
emociones reprimidas o desbordadas, infidelidades o abruptas
rupturas, es casi ineludible que el niño quede perplejo
frente a las reacciones de sus padres, y hasta llegue a sentir
culpa por ese comportamiento extravagante, que se opone sin duda
a los consejos edificantes con que creen educarlo. Semejante
panorama es un excelente semillero de futuras
adicciones.

Los padres tienen en su poder un instrumento de
formidable fuerza, y según como lo utilicen será la
respuesta del hijo. Ante ese libreto impuesto caben diversas
actitudes: o bien se lo cumple escrupulosamente, o bien se
actúa en rebeldía. Pero en ambos casos no puede
negarse la influencia decisoria que tiene en la formación
del carácter. Sólo en etapas posteriores de la vida
adulta, y terapia de por medio, se puede realizar un
análisis crítico de la educación recibida y
aceptar e incorporar lo positivo, desechando lo que uno juzga que
no sirve. Si desde niño se ha recibido el mensaje de que
es inservible, o han debido padecerse malos tratos y hasta abusos
sexuales u otros actos de sadismo, la consecuencia lógica
será un muy pobre nivel de autoestima.

La tan mentada malcrianza suele confundirse con los
estímulos positivos, cuando en realidad consiste en la
falta de límites adecuados. Imponer límites es
indispensable, pero eso no significa desvalorizar al niño,
y se le deben establecer de forma en que no se sienta
injustamente menoscabado en sus pretensiones. Es fundamental el
trato afectuoso, en cualquier circunstancia y por cualquier
motivo.

Tanto la sobreprotección como el abandono pueden
ser actitudes que fomenten una futura adicción. La primera
sofoca y posterga las legítimas aspiraciones y necesidades
de la persona, mientras el segundo provoca un estado de
indefensión propicio para buscar a cualquier precio una
seguridad largamente anhelada y desconocida. Es muy importante en
ese aspecto tener la capacidad de compartir la vida en un marco
de equilibrio, reconociendo las prerrogativas del otro sin
asfixiarlo ni ignorarlo.

Quizá lo que más sirva para estrechar
lazos entre las personas sea el desarrollo de una actividad en
común, ya que ni los mismos lazos familiares tienen tanta
fuerza como para persistir a lo largo del tiempo. Por eso es
importante que los padres sean capaces de compartir los juegos de
sus hijos, y que a medida que pasa el tiempo puedan orientarlos y
respaldarlos en alguna actividad deportiva, laboral o
artística. La indiferencia por lo que los hijos eligen, o
la imposición de ciertas conductas, sólo
servirán para profundizar el alejamiento.

Muchos chicos han experimentado el aburrimiento, que a
fuerza de repetirse puede volverse un estado de ánimo
crónico. Ese "no encontrar qué hacer" puede
convertirse luego en "no tener ganas de hacer nada", y es una
puerta abierta a la adicción. La falta de atención
familiar conduce al aislamiento, al ensimismamiento, y en
semejante trance el niño opta por dejarse estar,
produciendo un vacío o ahondando el ya existente, que se
procurará llenar con alguna "novedad" excitante y
peligrosa.

Los casos de abuso sexual figuran a la cabeza de las
causas que promueven las adicciones. Recientes encuestas
confirman que en un alto porcentaje los delitos de esta clase son
cometidos por los propios familiares o allegados del menor. Y en
cuanto a la prostitución infantil, se halla
íntimamente vinculada al tráfico de drogas. En
cualquiera de estos casos aberrantes, el niño aprende que
para ganarse la consideración ajena debe permitir que
hagan con él lo que quieran; su autoestima ya no
será baja, sino que dejará su lugar a un hondo
sentimiento de menosprecio por sí mismo y el mundo
circundante.

Prácticamente no existe un ámbito familiar
impecable. Dobles mensajes, sobreprotección o abandono,
adicción semioculta de alguno de los padres (o de ambos)
son frecuentes. Es importante saberlo, porque es muy común
creer que la familia propia ha sido la peor de todas, y que lo
que a uno le ha ocurrido no tiene parangón en el mundo
entero.

Es fundamental revisar qué ocurrió
"allá lejos y hace tiempo." Claro que la revisión
tiene algunas dificultades, ya que la memoria es selectiva. Y el
filtro de la memoria es el corazón. Los ingleses y
franceses tienen una expresión muy gráfica al
respecto: "de memoria", en sus respectivos idiomas, se dice "by
heart" y "par coeur", o sea, "aprender algo por el
corazón".

En los grupos de autoayuda, algunos aconsejan a los
recién llegados no preocuparse por el pasado o el futuro.
"El pasado ya pasó, el futuro no llegó" es una
frase que puede escucharse a diario, o también "el pasado
es un cheque cancelado". Son consejos muy útiles cuando el
adicto llega con una gran carga de culpa, y el temor al futuro lo
acorrala. Pero al cabo de un tiempo deberá mirarse a
sí mismo para revisar a fondo lo ocurrido. El ángel
y el demonio que alienta cada hombre, ¿se pondrán
de acuerdo alguna vez?

Los preceptos de la familia adictiva

Los padres deberían equilibrar las necesidades
propias de satisfacción del yo con las de sus hijos, pero
los inconvenientes para realizarlo hacen que la familia vaya
elaborando una serie de preceptos casi siempre sobreentendidos,
cuya finalidad consiste en anteponer la gratificación de
ellos a la de los niños. Hay preceptos cuyo cumplimiento
es esencial para el logro de ese objetivo:

a) Tú debes ser perfecto.

b) Debes atenerte al libreto.

c) Sé siempre generoso

d) Esconde tus sentimientos

Casi todos estos preceptos se desarrollan en un nivel
sub-consciente y están destinados a ejercer una poderosa
influencia sobre los miembros de la familia y a perdurar en el
tiempo, aun cuando los hijos se hayan ido para organizar su
propia vida. Es a partir de estos preceptos que crecen y se
desarrollan la mayoría de las creencias que inducen a la
adicción.

  • a)  Tú debes ser perfecto. Las carencias
    de los padres los llevan a inculcar a los hijos esta idea,
    con el motivo de gratificarse a través de la conducta
    filial. Desde luego, la intención es ayudar al hijo a
    conseguir que su comportamiento sea ejemplar.

El doble mensaje es característico en la
instrumentación de este precepto: por un lado, se estimula
al niño con una serie de alabanzas que pueden llegar a la
adulación, asegurándole que tiene todas las
condiciones para ser perfecto; por el otro, no se pierde
ocasión de señalarle, a veces con dureza, sus
falencias y errores, (con la finalidad inmediata de que los
corrija). La finalidad subyacente, por supuesto, es gratificar el
desvalido yo de sus padres.

En estas condiciones, el hijo percibe que no se lo ama y
respeta por lo que es sino por lo que hace o deja de hacer, lo
que incrementa su profunda necesidad de sentirse respetado y
querido. Ya en ese momento, al aprender a actuar
mecánicamente, está echando las bases de una
conducta adictiva.

Estos hijos por lo general adquieren el hábito de
ser complacientes, buscando afanosamente la aprobación que
no obtuvieron en el hogar. Necesitan ser aceptados por lo que son
realmente, pero como esto les resulta utópico se conforman
con obtener una mera aprobación de sus acciones. Por lo
tanto despliegan una considerable autocensura, con el fin de no
incurrir en actitudes y comportamientos capaces de generar el
más mínimo rechazo o la insufrible censura, frente
a los que responden desde una hipersusceptibilidad. Este precepto
fomenta una severa autocrítica en la
personalidad.

En muchos otros casos (padre jugador, madre
alcohólica, por ejemplo,) no parece necesario sostener una
fachada que de todas formas no resultaría creíble
para los demás. Cuando hay un desprestigio público
y notorio, la necesidad de "producir" hijos perfectos resulta
completamente inoperante. En este caso el hijo pasa a convertirse
automáticamente en el "chivo emisario" del grupo familiar.
Si trae, por ejemplo, un boletín con malas calificaciones
de la escuela, sobre ese hecho se proyectarán todas las
frustraciones y calamidades imaginables que acosan a la familia.
Se localizará exageradamente su "mal comportamiento", como
un recurso hábil para soslayar la verdadera raíz
del malestar en la familia.

En cualquiera de los dos casos (familia "normal" o
conflictiva) el resultado será prácticamente
idéntico: el hijo vivirá de frustración en
frustración.

En un ámbito familiar donde el error no se
soporta y la mala conducta se castiga, el hijo carga sobre sus
hombros todo un paquete de culpas, equivocaciones y
malentendidos. Ni más ni menos que una puerta abierta al
desconsuelo.

  • b)  Debes atenerte al libreto. Este es uno de
    los mitos favoritos de la familia adictiva. Es una
    versión casera, doméstica de la
    negación, uno de los principales síntomas de la
    adicción. Ver la realidad tal cual es significa un
    serio riesgo para la familia adictiva. Reconocer la verdad de
    lo que sucede en ella pondría en peligro toda la
    estantería familiar cuidadosamente armada; incluso se
    perdería el control y el mando.

Como en una suerte de comedia (o tragedia) se
distribuyen los roles para los diversos actores: alguien
hará de payaso para entretener a la familia de sus penas;
otro será algo así como maestro de ceremonias, el
que mejor represente a la familia por sus modales impecables y su
extraordinario sentido común; alguno más
podrá servir de chivo expiatorio y seguramente no
faltará Pulgarcito, un niño perdido en el bosque,
abandonado, y que ni siquiera osa molestar a nadie.

Estas máscaras teatrales, que en casos extremos
pueden llegar a convertirse en títeres, a la larga padecen
por su actuación consecuencias perniciosas. Al anteponer
el personaje a la persona, se ven sometidos a la
distorsión de no ser ellos mismos, y su verdadera
personalidad se esfuma en medio de un sinfín de gestos,
palabras y comportamientos ficticios. Aunque en lo inmediato
puedan recibir algunas gratificaciones (el payaso es aplaudido,
Pulgarcito quizá desarrolle una rica imaginación) a
largo plazo se deberá pagar un alto precio.

Por otra parte, estos roles son paralizadores, porque
deben repetirse una y otra vez sin la posibilidad de introducir
ningún tipo de cambio: las mismas controversias,
idénticas respuestas, previsibles reconciliaciones. Y
cuando el círculo se cierra se vuelve a
comenzar.

Las personas sometidas a este juego no tienen
intención de cambiar. Cuando a veces intentan hacerlo, se
encuentran expuestas a un sinnúmero de críticas por
parte de uno o varios miembros de la familia, llegando en algunos
casos a sentir que sus esfuerzos son saboteados, ya que su
actitud desestabiliza el andamiaje familiar, cuyo equilibrio de
por sí es altamente inestable. Se le infunde la idea de
que su actitud significa, por lo menos, un acto
desleal.

  • c)  Sé generoso. Este precepto cumple la
    expresa finalidad de satisfacer las necesidades emocionales
    de los padres, para quienes la menor iniciativa propia del
    hijo implica la posibilidad de romper el encuadre familiar.
    Se expresa con frases que en el fondo siempre dicen lo mismo:
    "debes pensar en los demás", "no seas egoísta".
    Lo que se trata de transmitir es la idea de que la persona no
    debe escuchar su propia voz interior, pues de ese modo
    pretendería actuar como un sujeto independiente y no
    como una simple prolongación de sus padres. Actuar
    conforme a las propias apetencias y necesidades pone
    también en peligro a la familia adictiva como
    conjunto, ya que le impide manejar a voluntad a ese miembro
    "díscolo". Con el agravante de que alguien más
    podría intentar lo mismo, produciendo un peligroso
    desfasaje de aquellos roles tan prolijamente adjudicados. El
    hijo, entonces, postergará sus auténticas
    necesidades y tratará de satisfacerlas de manera
    indirecta, a través de necesidades de terceros, que le
    son básicamente ajenas.

Este mensaje promueve, acaso sin proponérselo,
una paradoja: el hijo acostumbrado desde su infancia a pensar
siempre en los demás, termina efectivamente por
convertirse en un egoísta. Ya que no pudo obtener una
gratificación legítima en su familia,
buscará que otros se la proporcionen a cambio de nada, ya
que será muy poco lo que esté en condiciones de
ofrecer.

La satisfacción de las propias necesidades
resulta así una especie de rompecabezas, y entonces se
tiende a satisfacerlas de manera indirecta. Se aprende así
a estar pendiente de los deseos ajenos, y la satisfacción
llega a través del aplauso o la aprobación que se
obtiene por haberlos cumplido como se esperaba. Este tipo de
persona, lejos de actuar desde su propio centro, se mueve
alrededor de algún otro, convirtiéndose así
en un eficaz satélite que sirve a fines ajenos. El
hábito de gratificarse de este modo induce en forma
directa a la adicción.

  • d)  Esconde tus sentimientos. Los padres de una
    familia adictiva no se permiten ser espontáneos y
    actuar libremente: reprimen sus sentimientos. En
    consecuencia, es imposible que induzcan a sus hijos a
    manifestarlos. Este tipo de familia necesita ejercer un
    férreo control no sobre lo que se siente sino
    sobre lo que se expresa. Cualquier
    manifestación fuera de contexto es interpretada poco
    menos que como un acto subversivo.

Hay un miedo inconsciente de que algún componente
de la familia pueda llegar a "sacarle la máscara al
sistema", ya sea porque deje de cumplir el papel asignado o ponga
de manifiesto sentimientos que atentan contra la "unidad
familiar".

En la familia adictiva existe el prejuicio de considerar
fuerte o débil a cualquiera de sus miembros según
encubra su debilidad o la ponga de manifiesto. Cualquier
expresión de temor, duda, ansiedad o dolor es mal
recibida. La confesión abierta de cualquier sentimiento
"negativo" puede llevar a quien la realiza a ponerse en contacto
con su verdadero yo. Por eso la creatividad espontánea se
desalienta por todos los medios posibles. Muchas personas con
temperamento artístico, por ejemplo, se han visto
obligadas a sofocarlo. En realidad, los padres se sienten
amenazados por no poder controlar al hijo que se dedique a
cualquier actividad que no encaje en sus rígidos esquemas.
Toda expresión artística requiere un grado de
libertad y espontaneidad que les resulta altamente
desaconsejable.

Partiendo de estos rígidos preceptos, la familia
adictiva adquiere algunos rasgos típicos, así como
formas de actuación de sus componentes. Esto no significa
que todos los miembros de la familia vayan a desplegar
una adicción o conductas totalmente descontroladas. Por
otro lado, algunos adictos han nacido en familias que no poseen
estas características, si bien constituyen la
excepción.

  • 1)  La falta de auténtica
    comunicación es uno de los rasgos más
    evidentes. Las personas de estas familias tienen serias
    dificultades para manifestar lo que realmente quieren. La
    comunicación fluye a través de sobreentendidos,
    amenazas veladas o circunvalaciones interminables. La falta
    de identidad, en primer lugar, hace imposible que se
    establezca un diálogo transparente y honesto, pues la
    persona no sabe quién es en realidad, y no
    está en contacto con sus verdaderos sentimientos y
    pensamientos. Mal puede transmitir o enseñar a otro lo
    que todavía no aprendió. En segundo
    término, la demarcación de límites no
    existe, y las relaciones se establecen sobre una
    maraña donde no es claro el territorio que pertenece a
    cada uno de los miembros. Así, los hijos no aprenden a
    sentirse seguros de sí mismos; por lo contrario se los
    induce a someterse o a agredir por medio de la amenaza. Por
    último, en la familia nadie se hace responsable en
    definitiva, porque el código de convenciones y
    conformismo no es algo que cualquiera esté dispuesto a
    admitir haber quebrantado; nadie quiere cargar ser
    considerado un infractor.

Como consecuencia de estas falencias, el trato familiar
se desenvuelve adoptando modalidades inadecuadas. Quizá la
más destacada consista en crear un clima de violencia
latente
, que se consigue por medio de actitudes solapadas:
mal humor, respuestas cortantes ("sí", "no", "no
sé") ironías y gestos ambiguos. Se trata de hacer
saber al hijo que existe un malestar, pero sin decirlo
abiertamente; así se consigue infundir una culpa sin
hacerlo de frente, para no hacerse responsable por ello. Algo
así como "tirar la piedra y esconder la mano". Otra forma
contraproducente de comunicarse consiste en atemorizar
por medio de bromas con doble intención, comentarios
intimidatorios, habladurías a espaldas de alguno (para que
el locutor pueda suponer que lo mismo se hará con
él) y a veces directamente por amenazas. Esto contribuye a
crear un clima tenso, que obliga al miembro de la familia
adictiva a no bajar la guardia en ningún momento. La
persona educada en esta "atmósfera" cargada
difícilmente podrá establecer más adelante
relaciones genuinas con los demás, ya que concluye por
volverse extremadamente desconfiada y suspicaz. También es
característica la llamada triangulación,
término muy usado en la terapia familiar sistémica
consistente en "mandar a decir" las cosas en lugar de hacerlo
cara a cara; esto fomenta la ilusión de que no existe un
problema real entre dos personas, ya que se elige a un tercero
como "red" para recibir los pelotazos.

  • 2)  Otro rasgo típico consiste en la
    negación de conflictos. Todos los problemas
    íntimos que anidan en la familia son
    sistemáticamente negados, se trate de la
    adicción de uno de los padres, los traumas o
    disfunciones de uno de los miembros o el abuso sexual,
    físico o emocional, por poner sólo algunos
    ejemplos. Si los hijos aprenden a negar los conflictos en
    lugar de afrontarlos, no se puede pretender que encuentren en
    ese ámbito alguna clase de modelo capaz de
    orientarlos. Lo habitual será que cuando crezcan
    tengan la tendencia a evadirse ante cualquier conflicto, pues
    no tienen la habilidad necesaria para encararlo o resolverlo,
    si ni siquiera han tenido la oportunidad de referirse a
    él. Si tropieza en su camino con alcohol, droga, juego
    o cualquier otro modificador del estado de ánimo,
    encontrará el talismán "ideal" para esquivar el
    conflicto y seguir adelante.

  • 3)  La falta de alegría y
    distensión es otra característica sobresaliente
    de la familia adictiva. Generalmente abundan en ella los
    simulacros de diversión y alegría ficticia;
    reuniones familiares donde se ejercen determinados ritos cuya
    función es sostener a toda costa el mito de la
    unión familiar, la prosperidad de todo el grupo. En
    realidad, los pasatiempos de estas familias giran
    exclusivamente en torno a las ambiciones de prestigio de los
    mayores, postergando el interés de los hijos a un
    segundo plano irrelevante. Muchos adictos recuerdan que en su
    infancia se sintieron obligados a participar en estas
    festividades donde su presencia era un complemento como si
    fueran un objeto más de aquellas "puestas en escena"
    destinadas a consolidar el poder de alguna figura consular de
    la familia.

  • 4)  En las familias adictivas, frecuentemente
    los hijos han tenido que pasar por alguna experiencia
    traumática.
    La más común de ellas
    es la de soportar la adicción de alguno de los padres,
    y en casos extremos la de ambos. En este caso el niño
    no alcanza a comprender un comportamiento por demás
    extraño (por ejemplo, padre alcohólico que
    habla con la lengua trabada, se lleva por delante los muebles
    y amenaza con gritos) y lo peor es que nadie osa explicarle
    los verdaderos motivos de semejante actitud.

Otras experiencias no menos dolorosas pasan por abusos
sexuales, a veces solapados, palizas o castigos de refinado
sadismo.

La gente no desarrolla una adicción porque
sí. Todos los elementos que hemos analizado hasta ahora
son causantes de adicción. Es imperativo frenar este
círculo repetido, poner un palo en la rueda que se va
transmitiendo de generación en generación. Mientras
los hijos se vean sometidos a la idea de no servir para nada, o
para poco y nada, será inútil transmitirles por
otro lado el peligro que entrañan las adicciones, o
pretender inculcarles sólidos principios morales sin
ofrecerles un ejemplo coherente con aquellos.

Si el adicto es influido por la familia, a su vez
ésta recibe mensajes negativos por parte de la sociedad.
Es útil indagar en las pautas sociales que estimulan y
perpetúan esta especie de "feria de las adicciones" a que
nos encontramos cada vez más expuestos.

La adolescencia: Luz roja

Los rasgos y características de las familias
adictivas toman mayor relevancia y se ponen claramente de
manifiesto cuando los hijos llegan a la adolescencia.

Aun en familias no adictivas, la relación entre
padres e hijos adolescentes suele ser motivo de conflicto en
muchos hogares. Los jóvenes desean experimentar su
independencia y viven como si fuera una intromisión el
control que los padres pretenden ejercer. Por lo general, esa
confrontación los remite a medir fuerzas a diario y exige
a los mayores un esfuerzo que pone a prueba la paciencia y el
equilibrio. Así como los niños especulan con las
rabietas para quebrar la resistencia de los padres, los
adolescentes libran una suerte de pulseada que determinará
hasta dónde se puede llegar sin lesionar la autoridad
paterna ni la propia individualidad. El equilibrio es
difícil de lograr y no existen fórmulas precisas.
Cada grupo familiar va elaborando sus modelos y los integrantes
se acomodan a ellos.

Los padres suelen tener actitudes contradictorias y, en
ocasiones, se desbordan. En general estas actitudes son
finalmente encauzadas y forman parte del aprendizaje de padres e
hijos. El antagonismo entre ambas generaciones es común en
esta etapa aunque no debería llegar a ser un elemento
perturbador constante. Muchos padres se esfuerzan por entender a
los hijos, se interiorizan de los proyectos de éstos sin
inmiscuirse en las decisiones, se emocionan por los sentimientos
altruistas y viven la adolescencia como una bendición y no
como una carga insoportable. Al mismo tiempo, se ha comprobado
que la mayor parte de los jóvenes sienten un gran afecto y
respeto por los progenitores, buscan los aspectos sobresalientes
para comentarlos con los amigos, y se enorgullecen ante un
ascenso laboral, logro profesional o cualquier mérito.
Esto ocurre aunque existan tensiones ocasionales que hacen al
normal desenvolvimiento de la transición que padece la
familia.

Las proclamas de libertad e independencia se suceden con
reclamos de protección y amparo. Las opiniones de los
padres, que son rechazadas de plano por antiguas y fuera de
lugar, son requeridas cuando la inseguridad se apodera del joven.
Esa ambivalencia forma parte del acto de crecer. Mark Twain
decía: "Cuando yo tenía 14 años mi padre no
sabía nada, pero cuando cumplí 22 me
sorprendió cuánto había aprendido el viejo
durante esos siete años".

Una pequeña proporción de padres
sólo sabe educar ejerciendo el autoritarismo y no acepta
el disenso. En el otro extremo, están los que no saben
poner ningún tipo de límites y ofrecen una
pálida paternidad, llegando casi a la indiferencia. Esas
actitudes promueven que los hijos adopten comportamientos en
extremo rebeldes, agresivos y antisociales. Los jóvenes
que se sienten asfixiados e inseguros o abandonados a su suerte
afirman que los padres son perfectos desconocidos y les echan en
cara el fracaso e insatisfacción actual.

La idealización que se tiene de niño con
respecto a la perfección, sabiduría, fuerza y poder
que los padres poseen se derrumba durante la adolescencia. El
joven devalúa entonces la imagen de los padres y los
despoja de todas las virtudes. Esa toma de conciencia de las
limitaciones humanas lleva a un descubrimiento en principio
doloroso, pero que sirve al adolescente para comprender que su
padre no es Superhombre ni su madre la Mujer Maravilla. Cuando
este hecho es aceptado deriva en un acercamiento que permite una
relación madura.

En las relaciones normales entre padres e hijos, el
punto de choque se da cuando el joven quiere hacer algo que sus
padres juzgan impropio para su edad.

Esto suele derivar en una sobreprotección que
limita el deseo de experimentar, natural en el joven. De esta
manera el aprendizaje se vuelve lento y trabado porque siempre
habrá una excusa o una prohibición que le impida
tener una adecuada inserción en la sociedad.

El adolescente quiere libertad para pensar y sacar sus
propias conclusiones, que lo escuchen con respeto y
atención, que lo aconsejen cuando lo solicita y que lo
tengan en cuenta. Le fastidia ser eternamente "el futuro" de la
sociedad y nunca "el presente". Ya no cuenta con las ventajas de
los niños ni alcanza las atribuciones de los grandes. Eso
crea una suerte de marginación que alimenta la
rebeldía de sentirse diferentes y excluidos de un mundo en
el que sólo cuentan los demás.

Adicción: El adolescente y su
familia.

En la mayoría de los casos la personalidad
adictiva emerge de un contexto familiar en el cual predomina una
estructura denominada "existencia tóxica". El adicto
comunica a la familia que trata de ser lo contrario de lo que son
los padres. En realidad, aunque usa distintos elementos, la
estructura es la misma. Quiere diferenciarse para separarse
(proceso natural que todo adolescente realiza) pero lo
paradójico es que se diferencia de una manera – la
adicción – con la cual debe seguir unido a los padres.
Esto revela que, a pesar de que intenta separarse de la familia,
el adicto sigue ligado a ella por lazos muy fuertes.

Darse cuenta de la adicción del hijo lleva, casi
siempre, a desatar un síndrome de alarma en el grupo. La
respuesta ante un pedido de ayuda del hijo puede ir desde la
actitud de denunciarlo hasta la más franca
complicidad.

Hay familias que estrechan filas alrededor de la
víctima para protegerla y protegerse, para que no emerjan
a la luz problemáticas preexistentes y para que no les
quiten el objeto de unión. En otras, cunde el
pánico o la dispersión de esfuerzos y en algunas,
la indiferencia.

El descubrimiento de una adicción de uno de los
hijos surge por lo general a través de la
revelación de un tercero que lo detecta o por algún
acto fallido. En el hogar, la negación es una
condición compartida, ya que al silencio del adicto se
suma la ceguera de la familia. Para los padres ningún
hecho es un indicio cierto de que el hijo presenta cambios
inusuales en la conducta. Esto sucede, entre otros motivos,
porque son pocas las personas que soportan la herida narcisista
de considerarse cogestores de semejante "oveja negra".

Cada miembro de la familia juega un rol importante
dentro de la dinámica del grupo y además,
desarrolla en forma paralela su vida individual. Cuando el
sistema familiar atraviesa un proceso crítico del cual no
puede emerger, el problema es asimilado por uno de los miembros,
que se convierte en receptor de los conflictos enmascarados. Es
decir, cuando la familia se encuentra ante una crisis
-matrimonial, económica, afectiva, etc.- y no puede
superarla, el integrante más débil se hace cargo y
se convierte en el chivo expiatorio de la
situación.

Un grupo familiar enfermo, en una de sus
tipologías, acusa una acentuada dependencia
recíproca y es imposible para sus miembros actuar
separadamente. La simbiosis les da protección y les
permite depositar la angustia en el adicto. El miembro
problemático es el que ayuda a equilibrar al grupo, ya que
le da motivo de unión, un objetivo por el cual luchar.
Esto permite olvidar el conflicto originario.

La angustia de un hijo puede manifestarse como
depresión, trastornos sexuales, homosexualidad, un
problema alimentario –obesidad, bulimia, anorexia– u otro tipo de
adicciones. Es sabido que en la familia del adicto existe siempre
una modalidad adictiva aunque por lo general se trata de formas
socialmente aceptadas y, en consecuencia, no son pasibles de
rotulación clínica. Generalmente, los padres suelen
tomar unas copas de más en las comidas, o consumir
psicofármacos para controlar la ansiedad o el insomnio, o
anfetaminas para adelgazar. Algunos son jugadores compulsivos y
otros son adictos al trabajo.

Cada grupo familiar tiene su propia historia y sus
códigos particulares. Existen, no obstante,
inequívocos puntos en común entre los padres de
todos los adolescentes problemáticos.

Los hijos necesitan estructuras firmes, sentido de
pertenencia, valoración, refuerzo de la autoestima, reglas
claras y límites precisos. Nada más perjudicial en
la educación que un comportamiento errático por
parte de los padres. Tiene efectos negativos: la debilidad de
carácter o su opuesto, la excesiva rigidez, la
incoherencia en las reglas, la indecisión, la
indiferencia, la sobreprotección obsesiva, la ausencia de
valores y los modelos diluidos o pesimistas. Todos éstos
son elementos que contribuyen para convertir al adolescente en un
buscador de sustitutos que cubran las carencias del
hogar.

El aumento del índice de divorcios en los
últimos años y la reincidencia matrimonial ha
provocado que muchas personas -en especial, hombres- se hayan
transformado en padres múltiples, cabeza de dos o
más familias. Esto causa un sentimiento de
desprotección y retraimiento en muchos jóvenes, que
se ven obligados a compartir a sus padres con los hijos de la
nueva pareja. Cuanto menor sería el problema si se
mantuviera intacta una comunicación abierta y sincera.
Pero muchos padres sucumben ante las contingencias de la vida de
relación y las presiones laborales y ambientales, y
terminan encerrándose en un individualismo alienante en el
cual no pueden incluir ni siquiera a los propios
hijos.

Aun cuando los compromisos laborales y a veces sociales
sean muy exigentes, lo más importante no es la cantidad
sino la calidad del tiempo que se pasa con los hijos. El secreto
está en una interrelación fluida y armónica
que permita conocerse y confiar mutuamente, en que las
necesidades sean resueltas con el soporte y amor del grupo
familiar. Enseñar a pensar, a optar, a tomar decisiones, a
expresar los sentimientos y las dudas ofrece el reaseguro de que
cuando el joven se encuentre en una encrucijada acudirá al
ámbito hogareño en busca de sostén y
consejo.

El cambio que se opera en los adolescentes los hace
diferentes cada día. Hasta que logran hallar su identidad
definitiva, los adolescentes pasan por diferentes etapas que los
vuelven impredecibles y disconformes. En el hogar deben
construirse las herramientas para que el estrés, la
desvalorización, las presiones del medio y el pesimismo no
sean el detonante que los impulse a escapar a través de
cualquier adicción.

Antes de cuestionar el comportamiento rebelde de los
jóvenes, es necesario hacer un examen de conciencia y
analizar con honradez y sinceridad las actitudes del grupo
familiar. El acercamiento a un adolescente problemático
sólo puede producirse en un marco de confianza y
empatía que demuestre el auténtico interés
de lograr el reconocimiento mutuo. Esta actitud debe basarse en
el respeto y la valoración de las opiniones y sentimientos
del hijo. De nada sirve forzar la comunicación para luego
querer imponer puntos de vista rígidos que no tienen en
cuenta el conflicto que atraviesa el joven.

Es importante que los padres dediquen tiempo a conocer y
dialogar con los padres de los amigos de sus hijos (acerca de las
salidas, horarios permitidos, riesgos e incluso de los valores y
principios que rigen cada familia).

Para evitar que los jóvenes se vuelvan adictos es
necesaria la intervención de múltiples elementos.
No obstante, cuando el grupo familiar trabaja a conciencia con
ese fin es muy difícil que el problema se
presente.

No es sencillo mantener una actitud serena y controlada
cuando se toma conocimiento de la adicción de un hijo. Lo
común es la fluctuación de sentimientos que van
desde la traición, la estafa, la vergüenza y la
furia, hasta la depresión, la culpa, el fracaso personal y
la desesperación. La experiencia de quienes nos ocupamos a
diario de tratar casos semejantes recomienda, como primera
medida, no entrar en pánico. Ocuparse en vez de
"pre-ocuparse".

La serenidad permite evitar situaciones violentas,
discusiones inútiles, actitudes condenatorias y
acusaciones humillantes que perjudican aún más la
relación, de por sí endeble. Esas actitudes pueden
cerrar la pequeña brecha que aún permanece abierta
y por la cual se puede intentar llegar al mundo interior del
adicto para establecer las causas y los efectos de su
adicción. ¿Por qué? ¿Desde
cuándo? ¿Con quién? ¿Cuánto?
¿Cómo? Todos estos interrogantes son vitales para
iniciar un plan de recuperación efectivo o para prevenir a
tiempo el inicio de una adicción.

Marcelo, un estudiante de 19 años dedica sus
fines de semana a jugar poker con un grupo de amigos.
Había comenzado realizando apuestas a través de una
quiniela clandestina, a través de la cual se
vinculó con otros jugadores compulsivos. A su padre le
extrañaba que a Marcelo nunca le alcanzaba el sueldo.
Además, le pedía dinero argumentando que lo
necesitaba para salir chicas. Sus sospechas crecieron cuando
comprobó que el radio grabador y la video casetera de
Marcelo habían desaparecido. Su mujer trataba de
encubrirlo. Ella lo había visto jugando en su casa con
otros amigos y no comentó nada a su marido "para no
preocuparlo". El problema se hizo evidente cuando un
sábado recibieron un llamado de la policía y
tuvieron que sacarlo de la comisaría. Hasta ese momento
ignoraban que Marcelo padecía de una
ludopatía
. A partir de ese hecho los padres tomaron
el toro por las astas: comenzaron una psicoterapia familiar
complementándola con un grupo de autoayuda para
Marcelo.

Para actuar con eficacia es necesario rechazar el
impulso de mantener en secreto el problema. Es recomendable
compartirlo, en primer término, con alguna persona de
confianza. En segundo lugar, es deseable integrarse a grupos de
autoayuda de programas de rehabilitación. Allí se
puede tomar contacto con personas que tienen las mismas
dificultades, compartir preocupaciones y experiencias, y
encontrar apoyo afectivo. Paralelamente, se debe recurrir al
apoyo especializado y profesional dentro del mismo
programa.

Tipología de los grupos
familiares

El alcohol, el tabaco y los psicofármacos son las
dependencias más frecuentes en las familias de los
adictos. También suelen manifestarse conductas adictivas
al trabajo, la televisión, la comida, la limpieza, o el
juego.

A fuerza de convivir a diario con ellas, estas actitudes
terminan siendo tomadas como ejemplo por los hijos, que las
reciben como una herencia familiar. Al mismo tiempo, la sociedad
de consumo, con sus pautas compulsivas, dará sustento a
las conductas que llevan a la dependencia.

Las características pre-adictivas de un grupo
familiar delimitan un entorno enfermo que, generalmente, se
establece de la siguiente manera:

Madre. Débil, insatisfecha, con baja autoestima,
depresiva, con un vacío interior que la impulsa a
adherirse a alguien a través del cual gratificarse o a
depender de alguna sustancia que sustituya la ausencia de
plenitud y valoración personal. Generalmente suelen ser
hijas de madres con la misma patología. Su comportamiento
presenta alteraciones emocionales, ansiedad, confusión,
melancolía y, a veces, serios problemas para atender al
hijo, a quien interiormente rechazan. La maternidad recrea y
exacerba los propios conflictos, que no le permiten madurar.
Así surge una relación ambivalente con el hijo,
quien percibe la dualidad del mensaje.

El hijo pasa a ser motivo de adicción para la
madre, que se obliga a sí misma a atenderlo y exterioriza,
en demasía, un cariño que no siente. En él
deposita todas las esperanzas de realización personal.
Para lograr ser atendido, el hijo hace un acuerdo
implícito con la madre que lo transforma en un objeto de
adicción y al llegar a la adolescencia busca su propia
dependencia -droga u otra- para calmar la ansiedad de ambos. De
la misma manera que el joven establece una relación de
dependencia con la adicción, la madre la establece con el
hijo. La "adicción" de la madre es el hijo.

Cuando la adicta es una hija, se produce una feroz
competencia con la madre, a quien desautoriza y desprecia
abiertamente. Los intentos vanos de prohibiciones o
imposición de reglas son sistemáticamente ignorados
y se convierten, para desesperación de la madre, en objeto
de burla. La hija apunta hacia la desvalorización de la
madre, de por sí en descenso, y la acusa de
ridícula, anticuada y frustradora. Esto provoca
interminables y desgastantes discusiones.

Padre. Ausente, desapegado, indiferente, distante, que
acepta y aun aprueba la desvalorización de la madre porque
eso marca una diferencia que, por comparación, eleva su
propia imagen. Se hace el distraído ante una
situación que lo supera y por propia conveniencia se
convierte en entregador del hijo. El padre explota esta
situación para librarse de los reclamos y exigencias de la
mujer, cuyo déficit de autoestima la lleva a elevar
desmedidamente la figura del marido, mientras busca su
autovaloración a través del hijo. Este
triángulo siniestro permite que el padre aparezca como el
"gran jefe del hogar", quien está por encima de todos,
pero cuya figura permanece ausente y lejana como si no formara
parte del conflicto.

La actitud del padre cambia radicalmente cuando la
adicta es una hija. Se vuelve indulgente y permisivo y ante los
reclamos de la madre con respecto a la imposición de
límites, interviene de manera débil y poco
efectiva. En cambio, con el hijo varón alterna la
indiferencia con medidas represivas y aun violentas, y de un
día para otro pretende representar el papel de padre, que
hasta entonces no había asumido. Esto empeora la
situación.

Hermanos. Suele observarse que el padre intenta marcar
sus diferencias con el hijo adicto elegido por la madre. Poniendo
las expectativas en otro de los hijos, con quien comparte
aficiones o trabajo y, de manera explícita o
implícita, lo muestra como ejemplo. Esto hace que el
adicto se sienta devaluado y viva comparándose
permanentemente con ese hermano modelo. A pesar de esto, la
relación entre hermanos no es tan mala como podría
pensarse dado que la patología de los padres los une,
más allá de las diferencias. Los hermanos modelo
suelen funcionar como "padres intermediarios" en los que el
adicto fluctúa en una ambivalencia en la que por momentos
suele quererlos y apoyarse o bien rechazarlos y tener
sentimientos de odio.

Desde una perspectiva teórica, la
tipología de las familias se divide en dos formas puras.
Aunque muchas veces vemos formas impuras, es decir mezclas de
estas, en distintas proporciones. El primer tipo -y el más
común entre los latinos- lo constituyen las familias
eliptoides. Son familias simbióticas y aglutinadas, donde
no hay roles bien definidos y donde todos se entrometen en la
vida de todos. Son familias que parecieran tener un apego
excesivo entre todos los miembros y que todos dependieran de los
demás. A modo de ejemplo imaginemos el estereotipo de una
familia latina exacerbada. El otro tipo de familia es la
ezquizoide donde los roles están bien diferenciados pero
no hay amor ni comunicación. Son familias excesivamente
frías, donde cada uno de sus miembros pareciera ser un
objeto. Los hijos no son tenidos en cuenta por las
múltiples obligaciones sociales y laborales de los padres.
Generalmente estos hijos están al cuidado de un tercero.
Para que sea mas claro, imagínese el estereotipo de una
familia anglosajona. Esta última tipología siempre
tiene un peor pronóstico para el tratamiento que el primer
tipo.

Cuando la adicción "sostiene"a la
familia

Todos reconocemos el valor de la familia en la vida de
los individuos y de la sociedad, pero quizá no es tan
evidente el por qué de esa importancia. La familia es un
sistema y como tal tiene funciones y roles, que asumen los
miembros. Al cambiar uno de los miembros de la familia, se genera
un reordenamiento en los demás integrantes y una
modificación estructural. Este proceso se da a lo largo de
toda la vida sin que esto implique nada grave. Se hacen
necesarios los cambios en la familia a cuando su estructura no
permite crecer a los integrantes ni los hace felices.

Lo anterior es válido aun cuando sólo uno
de sus miembros presente una disfunción. En el caso de las
adicciones es inútil trabajar con la persona perturbada y
dejar fuera al resto, ya que de esta manera se afrontaría
una parte muy subjetiva de la problemática. Al trabajar
con la pareja o con toda la familia tenemos más
información y más recursos para ayudar a los
pacientes. Además, se mejora el contexto que llevó
al paciente a sentirse mal y esto es beneficioso para
todos.

Cuando uno observa a un adicto, se da cuenta de que
refleja una serie de disfunciones familiares, es decir, que el
adicto es un "síntoma" de las disfunciones por las que
está pasando toda la familia. Tales mecanismos sorprenden
muchas veces a los padres y hermanos del adicto, a quienes les
resulta difícil comprender que ellos también tienen
problemas.

Como la carga de la enfermedad familiar suele caer sobre
un solo miembro, la tendencia del grupo es entorpecer la
curación -siempre en forma inconsciente- ya que la familia
no puede funcionar bajo otros parámetros. Por esa causa se
"protege de la contaminación" al resto de los hermanos.
Por lo general, cuando el adicto logra curarse o tomar distancia
del grupo familiar, otro hermano ocupa inmediatamente el lugar
vacante y pasa a ser quien sostiene la adicción de la
familia.

Cuando el adicto hace ante sus amigos alarde de su
independencia, en realidad está actuando para evitar el
sufrimiento de reconocer que la falta de comunicación y
amor de la familia le produce ansiedad y dolor. La mayoría
de los adictos mantiene estrechos lazos familiares. Aun entre
quienes no viven con los padres, la frecuencia del contacto es
notablemente superior a la que mantienen los no-adictos. Esto no
habla, necesariamente, de calidad en la
relación.

El apego excesivo por lo general delata una
disfunción que se manifiesta en la necesidad del adicto de
recurrir una y otra vez a la familia. Ésta a su vez lo
necesita para hacerlo objeto de su dependencia. De esta manera
todos calman la ansiedad: los padres, reteniendo al hijo adicto
para no derrumbarse ante la pérdida del objeto que los
mantiene unidos; el hijo, sintiéndose valioso y apreciado
objeto de unión a causa de su enfermedad, la cual debe
mantener para no perder ese lugar de privilegio.

Cuando el adicto comienza una relación
sentimental, consigue un trabajo importante o empieza un
tratamiento para deshabituarse de la adicción, el grupo
familiar entra en crisis: los padres amenazan con separarse, otro
hijo se vuelve adicto, o se produce algún desequilibrio a
causa de la ausencia del factor aglutinante. La adicción
se convierte así en un elemento de "estabilización
familiar", lo que se denomina en psicología clínica
homeostasis familiar.

En los casos en los que el conflicto conyugal hace
eclosión, el hijo adicto crea una situación
dramática y concentra la atención sobre él,
con lo cual aplaza la crisis.

Salvo casos patológicos, todos los padres quieren
que los hijos estén sanos, pero hay una poderosa fuerza
inconsciente que los lleva a desear que los hijos sigan siendo
los pequeños de siempre. Cuando el hijo comienza a crecer,
a salir, a tener novia o a conseguir un trabajo, puede suceder,
como expresáramos, que sienta la presión de los
padres y busque una manera de perpetuar la estadía en la
casa. En estos casos aparecen síntomas, como una
adicción o algún otro tipo de
enfermedad.

A menudo esto ocurre cuando la comunicación entre
los integrantes de la familia es deficiente. Por ejemplo, si el
matrimonio está pasando por un trance de ruptura, o guarda
cosas que nunca se dijeron, o uno de los padres tiene traumas no
resueltos, encuentra una solución más sencilla que
confrontar y resolver los propios problemas: consiste en volcar
toda la atención y las energías en lo que le
está pasando a unos de los hijos.

Este tipo de mecanismo se da también en
geopolítica. Si todos los argentinos estuviéramos
enfrentados y de pronto se produjera una agresión de parte
de otro país, nos olvidaríamos de inmediato de
nuestras diferencias y nos uniríamos en un frente
común. Otro ejemplo se da cuando un adulto interviene para
reprender a dos chiquitos de tres años que estaban
peleándose; automáticamente los chicos olvidan la
pelea para unirse en contra del mayor. Otro caso es el de las
hinchadas de fútbol, que se odian entre sí y tienen
verdaderas batallas campales durante los partidos y fuera de
ellos, pero cuando juega el seleccionado nacional alientan al
equipo con el mismo fervor y olvidan los enfrentamientos. Es lo
que se denomina hipótesis de conflicto del tercero en
discordia.

Como ya vimos, en una familia en la que aparece un
adicto, todos se ocupan de atender al chico-problema. Esto va
creando un equilibrio familiar que sirve para mantener al grupo
unido. Si el hijo mejora y abandona la casa, aparece en los
padres la pregunta inconsciente: "¿y ahora cómo
vamos a hacer para vivir, si después de tantos años
somos dos perfectos desconocidos?" o "¿cómo voy a
hacer para enfrentar mis problemas?" Sin advertirlo, la familia
se "droga" con el hijo, es decir, se evade de su propia realidad
para atender al que está mal. Cuantos más problemas
causa esta tercera persona, más atención va a
requerir. Es así como vemos chicos brillantes que se
malogran a través de la adicción y nunca pueden
salir de la casa.

También se da el caso, por ejemplo, del hombre
soltero de más de cuarenta años que sigue viviendo
con los padres porque se resignó a obedecer el mandato
familiar que se traduce en mensajes del tipo: "esa mujer no es
para vos" o "ese trabajo no te conviene". En este contexto todos
los mensajes que llegan al hijo son para decirle que no
está capacitado para vivir sin la tutela de los padres. La
fuerza del mandato es tal que el hijo termina actuando
inconscientemente con torpeza y todo le sale mal. Así se
cumple la profecía que confirma que depende de los padres.
El hijo está atrapado en un laberinto en el cual el
equilibrio familiar se logra a costa de un "chivo emisario", o
sea, alguien que lleva los signos de la disfunción del
grupo y se convierte en un individuo
problemático.

Los padres realizan una selección inconsciente
entre los hijos y proyectan en el que han elegido los conflictos
personales. La relación de estas familias de adictos suele
ser muy tormentosa. A pesar de todo, el hijo adicto, en su
desesperada búsqueda de amor y contención, se
mantiene permanentemente en contacto con los padres aunque se
halle lejos, más aún que un hijo sin
problemas.

Síndrome del nido vacío

Conviene reiterar que cuando el adicto se somete a un
tratamiento para alejarse de la adicción y comienza a
obtener resultados – y eso podría llevarlo a la
curación y por ende, al abandono de la familia – suele
desencadenarse algún tipo de conflicto que lo retrotrae a
la situación anterior. El padre se enferma, otro hermano
empieza a tener problemas, o el matrimonio pelea y amenaza con
divorciarse. Entonces el adicto retoma la conducta del fracaso,
abandona el tratamiento y así logra que el problema
familiar se disipe. El fracaso del hijo – en la terapia, en el
trabajo, en una relación afectiva – sirve como
función protectora para mantener la cercanía
familiar.

Existen muchos miedos inconscientes que hacen desear que
ese hijo no abandone el hogar. El síndrome del nido
vacío que hace perder el sentido de la vida cuando el hijo
ya no depende más de los padres, y el temor a envejecer
que supone el crecimiento de los chicos son los más
importantes. Estos sentimientos se dan en casi todas las
familias, pero se resuelven con normalidad cuando la pareja tiene
proyectos en común para llevar a cabo luego de que los
hijos se alejen de la casa. Ése es el proceso natural. Lo
patológico es que la obsesión de retener a los
hijos se perpetúe en el tiempo y se convierta en un
patrón de conducta permanente.

Hay familias en las que se produce el fenómeno
del "gatopardismo". Esto significa que el síntoma cambia
para que todo continúe igual. Dado que la
problemática del hijo es tan evidente que ya no se la
puede ocultar, el hijo deja la adicción y adopta una
conducta negativa aunque más discreta y aceptable
(pánico a salir a la calle, depresiones, bulimia, fobias,
fracasos laborales reiterados, etcétera). De esa manera
continúa la relación patológica, pero pasa
más desapercibida.

Lejos de asumir las propias responsabilidades, la
familia protege al adicto y culpa a los agentes externos del
fracaso. Este verdadero círculo vicioso demuestra la
necesidad de que todo el grupo familiar se someta a un programa
terapéutico adecuado, que los ayudará a encontrar
una salida para el problema.

Actitudes negativas de los padres

Existe una enorme diferencia cultural entre los padres y
los hijos actuales. Los métodos educativos y de crianza a
que fueron sometidos los progenitores, y los modelos que
recibieron, no pueden ser trasladados, como siempre se hizo, a
los hijos sin una previa actualización que permita un
acercamiento y una comprensión entre las partes para que
no se agrande la distancia generacional que los
separa.

Una educación severa, "a la antigua", en la que
no se discuten las órdenes, ni se permite exteriorizar los
sentimientos ("los hombres no lloran"), es impensable en la
actualidad. Pero tampoco se debe caer en el facilismo de "no
quiero que mi hijo sufra como yo", porque ello predispone a una
educación débil, errática y carente de
límites y normas de convivencia.

La permisividad total daña al adolescente, quien
necesita un modelo firme para usarlo como trampolín antes
de lanzarse a elaborar su propio proyecto de vida. La
imposición de límites justos va modelando la futura
personalidad y le permitirá aceptar las negativas que
frecuentemente encontrará en la vida, sin que ello
constituya una frustración.

Un niño que sólo conoció el
ante sus caprichos, al crecer se
enfrentará con un medio que no está dispuesto a
hacer concesiones. Cada no que reciba – en la escuela, con
sus amigos, en su vida afectiva, en el trabajo – le
provocará una ansiedad insuperable que necesitará
calmar de inmediato con algún sustituto: la
adicción.

Algunos padres concentran sus conflictos personales en
los hijos y realizan una selección inconsciente para
depositar, en el miembro más débil, el rol activo
que los mantendrá unidos.

Estas familias suelen tener grandes dificultades para
poner límites a causa de: miedo a ser anticuados,
dependencia excesiva a las manifestaciones de los hijos,
comodidad e irresponsabilidad, inmadurez para ejercer la
paternidad, descalificación del padre o madre, pactos
secretos entre la madre y el hijo, complicidad de los abuelos en
el quebrantamiento de reglas, confusión de roles, entre
otras.

Normas para criar hijos adictos

Los consejos que transcribimos se basan en los que
elaborados por el Departamento de Policía de Houston,
Texas, en los Estados Unidos. Con lenguaje irónico se
intenta mostrar cómo actúan los padres que
crían hijos adictos.

1) Déle al niño todo lo que quiera desde
pequeño. De esa manera, crecerá creyendo que el
mundo le debe la vida.

2) Cuando diga malas palabras, ríase. Eso le
hará pensar que es gracioso. Además, lo
alentará a aprender otras frases que más adelante
lo harán enojar.

3) No le dé ningún tipo de
formación espiritual. Espere a que cumpla 21 años y
pueda decidir por sí mismo.

4) Evite usar la palabra "equivocado" porque puede
crearle un complejo de culpa. Más tarde, cuando lo
arresten por robar un automóvil, creerá que la
sociedad está en contra de él y que lo
persiguen.

5) Recoja todo lo que él deje desparramado
(libros, zapatos, ropa, etcétera) para que aprenda a
descargar todas sus responsabilidades en los
demás.

6) Permítale leer cualquier tipo de
publicación. Cerciórese de que los vasos y
cubiertos estén esterilizados, pero deje que se alimente
de basura.

7) Discuta con frecuencia delante de su hijo. De esa
manera, no se sentirá tan sorprendido cuando más
adelante el hogar se disuelva.

8) Dele a su hijo todo el dinero que quiera. No deje que
se lo gane. ¿Por qué las cosas tienen que ser para
él tan duras como fueron para usted?

9) Satisfaga todos sus deseos de comida, bebida y
comodidades.

10) Defiéndalo contra los vecinos, los maestros y
la policía. Todos están contra su hijo. La culpa
nunca la tiene el sino los demás.

11) Cuando se vea envuelto en problemas serios,
discúlpese diciendo: "nunca pude con
él".

12) Prepárese para una vida llena de pesares. Es
muy probable que la tenga.

Familias funcionales

Los innumerables estudios que demuestran la incidencia
de los padres en las adicciones de los hijos adolescentes
permitieron identificar las conductas negativas en este contexto.
Cuando se observó el comportamiento de los grupos
familiares de bajo riesgo, es decir, que no tienen adictos entre
sus miembros, se obtuvieron datos vitales para encauzar las
instancias de prevención y terapéutica.

Las características de la familia con bajo riesgo
de contraer adicción se resumen en los cinco puntos que
pasamos a detallar:

1) Una sensación de unidad familiar no
simbiótica.

2) Desarrollo de recursos para resolver problemas y
comunicarse entre sí.

3) Principios morales o religiosos firmes.

4) Menor grado de incompatibilidad
caracterológica, social o cultural entre los
padres.

5) Un marco en el que la autoexpresión, las
convicciones y los proyectos personales pueden ser
desarrollados.

Estos padres hacen un manejo equilibrado de la
protección y dosifican el paso de la dependencia a la
autonomía a medida que el hijo fortalece su personalidad,
son conscientes de que la permisividad es tan perjudicial como el
autoritarismo, aseguran la firmeza en el carácter de los
adolescentes mediante el ejemplo y la transmisión de
pautas, ejercen la paternidad de manera responsable, fijan
límites razonables y los hacen cumplir, persuaden
más que obligan, permiten el desarrollo de la
opinión personal, tienen respeto y consideración
hacia los sentimientos del hijo, elogian permanentemente lo
positivo en vez de centrarse en lo negativo, aunque lo marcan
cuando es necesario, evitan la manipulación, ya que
ésta es un chantaje emocional que se aprovecha de los
deseos y sentimientos del hijo para inducirlo a hacer lo que
ellos quieren.

La sociedad
adictiva

En la época victoriana, en respuesta a la
excesiva represión y control, predominaba la neurosis como
patología social. En la actualidad, en respuesta a la
falta de límites, proliferan las adicciones

La cultura adictiva

Antes de introducirnos de lleno en un análisis de
nuestra cultura y sociedad, es propicio recordar que la
visión que adoptaremos en el contexto de las adicciones
atenderá solamente a los factores negativos, dado que son
los vinculados con el fenómeno de la adicción. No
haremos un desarrollo de los aspectos positivos de nuestra
sociedad, ya que éstos no atañen directamente al
estudio de la problemática que aquí nos ocupa.
Nuestra época nos plantea el desafío de conservar
nuestros valores y de adaptarnos a los cambios constantes.
Gracias a que tenemos la libertad de elegir es que podemos
criticar la actual situación y buscar los medios para
contribuir al desarrollo de nuestra cultura.

La nuestra es una sociedad hedonista. Algunos pensadores
prefieren llamarla la "cultura de la aspirina", dado que todo
dolor es vivido como algo negativo. El hombre se
acostumbró a no soportar el dolor sin darse cuenta de que
éste, en la medida en que tenga sentido, implicará
un crecimiento.

Hoy el hombre se encuentra lanzado a una carrera de
obtención constante de bienes materiales y depende de
ellos para ser "feliz", más allá de los valores y
principios esenciales. Esta tendencia tiene en el adicto a su
máximo exponente.

Cambio de valores

La actual crisis de valores nos obliga a fortalecer al
individuo para que la influencia cultural no lo perjudique. Los
principios éticos y morales que regían hasta no
hace mucho el comportamiento de las personas están
desapareciendo; y a la decadencia moral se suma el incremento
desaforado del consumismo.

Se juzga al hombre por lo que posee. Quien más
tiene es más respetado, muchas veces sin cuestionar el
origen de esa riqueza. Existe una sobrevaloración de lo
material y a menudo para obtenerlo el hombre se ve obligado a
emplear todo su tiempo y sus energías.

El capitalismo radicalizado de algunos sectores sociales
ha provocado que el consumo sea la única manera de
concebir la realidad. En este contexto, el hombre pasa a ser un
objeto más cuya voluntad se puede comprar. Quien acepta
esta visión del mundo ha dejado de lado los impulsos
solidarios que hermanan a los hombres y se ha condenado, acaso
sin saberlo, a vivir una vida desprovista de sentido.

Una de las manifestaciones más alarmantes de
nuestra cultura es la compulsión a la compra de bienes de
todo tipo que se promueve a través de los medios de
comunicación. Los mensajes están construidos de tal
manera que provocan en quien no puede comprar la sensación
de que se está perdiendo algo maravilloso e
imprescindible. Lo paradójico es que las personas que
sí pueden acceder a estos bienes materiales muchas veces
experimentan un sentimiento de desilusión y vacuidad que
las hace desear al instante un objeto más novedoso. Es un
círculo de desencanto, vértigo,
insatisfacción, estrés, fugacidad y
frustraciones.

La humanidad vive en una constante crisis provocada por
la dinámica de la vida. El miedo al cambio paraliza y deja
en el camino a quien se niega a "aggiornarse". Pero la
búsqueda de elementos que contribuyan a la
evolución y a nuestra inserción en el mundo no se
puede llevar a cabo sin tener en cuenta los sentimientos y los
valores éticos que dan sentido a la vida y
satisfacción al espíritu del ser humano.

El hombre, economía de mercado y
sociedad

El macro-Estado benefactor, ya sea en su versión
más extrema de tipo socialista o en su variante
capitalista, manejaba su parcela de poder de puertas adentro. Los
vaivenes económicos dependían exclusivamente de
derroches o ajustes domésticos relativamente
fáciles de encauzar. Una industria mecanizada colmaba las
aspiraciones laborales de casi todos los componentes de la
sociedad y la iniciativa individual estaba fuertemente
condicionada. Ahora ese modelo está en vías de
extinción.

Que ese sistema cayera tan estrepitosamente se debe a un
conjunto de causas. La globalización de los mercados y el
superlativo desarrollo de la tecnología, entre otras, son
las más espectaculares. En un lapso muy breve millones de
personas se encontraron con la necesidad de adaptarse velozmente
a las nuevas reglas de juego para no quedar fuera del sistema.
Esto provocó situaciones de desprotección y de
inseguridad en personas que hasta ese momento habían sido
eficaces en su trabajo.

Cuando esta encrucijada se manifiesta de manera
irreversible se produce en los damnificados un sentimiento de
culpa por saberse inadecuados, sentimiento que genera deseos de
evasión y hasta tendencias autodestructivas. Conciente o
inconcientemente, el individuo capta la disociación que se
ha producido con su entorno, siente que es suprimido por el medio
y se considera socialmente rechazado y moralmente
destruido.

A menudo esta situación acorrala a un jefe de
familia, que de pronto pierde la capacidad de hacer frente a los
requerimientos más elementales de los miembros de su hogar
y, lo que es peor, no advierte una salida. En estos casos es
probable que esa persona se hunda en la desesperación y
recurra al consuelo del alcohol o de los antidepresivos para
poder soportar la vergüenza que le provocan sus
limitaciones.

El modelo social de competitividad, el anonimato de las
masas urbanas, el cambio de roles en el hogar, donde ante la
"debacle" económica y la pérdida de empleo del
padre el ama de casa debe insertarse en el mercado laboral y a
veces pasa a ser la sostenedora del grupo familiar, la
información manipulada, la publicidad acuciante, son todos
fenómenos que promueven el individualismo y la falta de
sentido comunitario.

La tecnificación ha ido alejando la posibilidad
de las relaciones personales. El achicamiento o
desaparición de la gran casa familiar, las mutaciones en
la estructura barrial, la pérdida del club social como
elemento aglutinante y la televisión han acotado la
posibilidad de sostener una relación frente a frente en la
que dos individuos asumen el compromiso de cultivarla. Esta clase
de sociedad tecnológica impide que las personas se
conecten entre sí y promueve la comunicación a
través de los objetos que poseen. Si analizamos el
contenido de la gran mayoría de los mensajes publicitarios
nos damos cuenta que las apelaciones que se usan son del tipo:
"si no tomás tal bebida, no podés estar en el mejor
grupo", "si no comprás tal auto, no podés entrar en
este lugar exclusivo", "si no tenés teléfono
celular estás fuera del mundo". Esto crea sentimientos de
inferioridad y vergüenza en quienes no pueden comprar los
objetos que se promocionan.

Las imágenes de un mundo ideal en el que todo es
bello, sereno, exitoso y feliz atraen con una fuerza
irresistible, y quien no puede acceder a eso -y la gran
mayoría no puede- se siente frustrado, inútil y
desanimado. Esa persona pierde interés por vivir la vida
supuestamente mediocre que le tocó en suerte o intenta
lograr el "éxito" a toda costa, sin reparar en los
métodos que pone en práctica.

La inseguridad económica condiciona los proyectos
individuales y familiares. A su vez, esa falta de proyectos puede
provocar adicciones que son un mero intento de salir de una
situación frustrante.

Complementando lo dicho es interesante transcribir un
párrafo del libro Triunfo de Michel Quoist "Por
sus realizaciones extraordinarias, el mundo moderno es
prodigiosamente bello y grande. El hombre, orgulloso de sus
conquistas y de su poder sobre la materia y sobre la vida, parece
dominarlo cada día más. Ahora bien, a medida que el
hombre domina el universo con la ciencia y la técnica,
pierde el dominio de su universo interior. Penetra el misterio de
los mundos, el de los infinitamente pequeños y el de los
infinitamente grandes, y se pierde en su propio misterio. Quiere
dominar el universo y ya no sabe dominarse a sí mismo.
Domestica la materia, pero ahora que -libre de su tiranía-
debería vivir más con el espíritu, la
materia perfeccionada se vuelve en su contra, lo esclaviza y el
espíritu muere…"

Necesidades del
hombre

Riesgos del
contexto

Identidad

Masificación, aculturación,
universalización, desarraigo.

Interioridad

Materialismo, vacío existencial,
desacralización de la vida.

Creatividad

Mecanización,
robotización.

Pleno desarrollo

Educación fragmentadora,
racionalismo.

Conocer e interpretar

Subjetivismo, propaganda, evasión de lo
real.

Conocerse a sí mismo

Cosificación, hedonismo, "no a la
frustración". Cultura de la aspirina.

Seguridad y confianza

Desintegración familiar, aceleración
tecnológica, cambios, agresividad social.

Apertura y comunicación

Desamor, egoísmo, ruptura del
diálogo, aislamiento,
margi-nación.

Autonomía

Consumismo, conformismo, autoritarismo,
irresponsa-bilidad, dependencia.

Escala de valores

Relativismo de los valores, anemia social, falta
de modelos.

Las adicciones son un síntoma de que algo en el
plano social no funciona.

La esencia de la condición humana aparece
enfrentada a las características sociales y familiares de
"nuestros tiempos". Nos muestra así, una situación
de contradicción y de riesgo que se puede esquematizar
como en el cuadro anterior.

Resulta impensable el poder desarrollarse en nuestra
cultura y quedar completamente inmunes frente a alguna clase de
adicción. Los hijos de padres adictos al alcohol o a las
drogas corren desde luego un riesgo mucho mayor que aquellos de
quienes no ponen de manifiesto una conducta ostensiblemente
adictiva. De una u otra manera, es necesario tomar conciencia de
que todos corremos el riesgo de incurrir en una o varias
adicciones.

Muchos rasgos de la personalidad adictiva se reflejan
cada vez con mayor intensidad en las tendencias, modas y
conductas sociales. La negación, por ejemplo, propende a
disfrazar o a ocultar directamente realidades que se juzga
indeseables. La falta de honestidad es moneda corriente en el
mundo de los negocios y el deporte, donde además impera
con fuerza arrolladora el culto a la imagen. En un mundo
altamente tecnificado y globalizado, donde las comunicaciones
adquieren una velocidad inusitada, ese contagio se propaga a
pasos agigantados.

Si es verdad que en muchos casos una persona se vuelve
adicta por características personales y familiares, no es
menos cierto que todos nosotros nos vemos de alguna manera
impulsados a cumplir las exigencias de una sociedad que ha
distorsionado los valores esenciales, suplantándolos por
un conjunto de metas intrascendentes y objetivos superficiales.
El escritor irlandés Oscar Wilde, a fines del siglo XIX,
definió a un cínico como el individuo que ignora la
diferencia que existe entre valor y precio. Un siglo más
tarde, no resulta demasiado complicado identificar con la misma
definición a una sociedad profundamente
cínica.

Ya hemos visto que la inmensa mayoría de la gente
que se vuelve adicta lo hace porque intenta suplantar
equivocadamente sus necesidades insatisfechas por algo exterior a
ellas que supuestamente les suministrará lo que les falta
y buscan con tanto afán. Quienes por ejemplo, sienten el
impulso de controlarlo todo incurren a menudo en la
adicción a objetos que en sí carecen de voluntad
para oponérseles. La ropa en la vidriera "está
siempre allí" para satisfacer la demanda del adicto a las
compras. Basta pedirla y pagarlo para que sea "entregada" sin
oponer la menor resistencia.

Los avisos publicitarios cumplen un papel primordial en
la instigación a contraer adicciones. Nuestras
preferencias se encuentran muchas veces condicionadas por una
publicidad que no ignora nuestras falencias y se dispone a
usarlas en su beneficio. Una de sus tácticas predilectas
consiste en la repetición hasta el cansancio, "machacando"
con la misma imagen y las mismas palabras hasta obtener de
nuestra parte un consentimiento del cuál no somos
plenamente conscientes. Es más: en ciertos casos somos
capaces de detectar la manipulación de que se nos hace
objeto, lo cuál no nos impide adherir a la propuesta. La
tentación es demasiado fuerte cuando la promesa de
"salvación" no ahorra argumentos y nos estimula con la
idea de arreglar nuestra vida de manera eficaz y
veloz.

El costo social de la adicción es demasiado alto.
Las reiteradas ausencias al trabajo implican millones de horas,
sin contar los bajos rendimientos y las enormes sumas que deben
invertirse para atender los problemas de salud que originan
muchas adicciones. En última instancia son los individuos
quienes padecen las consecuencias, pagando un precio que no puede
medirse solamente en términos de dinero.

Pero la plaga de adicciones tiene una implacable
lógica interna. Mientras la gente sea incitada a sentir
que no vale demasiado y que ha perdido un control, que se lo
invita a reconquistar (por medio de productos o actividades que
alteran el ánimo y embotan la conciencia), será
difícil revertir la situación a nivel
social.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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