Monografias.com > Historia
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Alemania y la posguerra europea de 1648-1688



Partes: 1, 2

  1. Europa en
    1648
  2. El imperio
    alemán
  3. El Reichstag de
    1653
  4. La cuestión
    religiosa
  5. Notas
  6. Bibliografía

La Europa de 1648 ejercía con su iniciativa
una presión muy fuerte para relacionar las relaciones de
los estados europeos con los territorios ultramarinos. Sin
embargo, el imperio español en América enviaba
menos plata y absorbía menos emigrantes europeos, en la
segunda mitad del siglo XVII, que en la etapa de referencia de
por aquel entonces: la segunda mitad del siglo XVI; las
migraciones internas en Europa cobraban cada vez mayor
importancia. La atención al hemisferio americano
adquiría lentamente una influencia creciente en la
política general europea, pero estadistas tan poderosos
como Louis XIV de Francia o Willem III de las Provincias Unidas
de los Países Bajos sabían poco de él, y le
prestaban poca atención. Los intelectuales más
brillantes comprobaban sobre datos recientes que en China
existía una civilización altamente desarrollada;
tomaban nota de la existencia de pueblos primitivos; y
redefinían las bases del pensamiento filosófico,
político y religioso, a la sombra de los terribles cambios
traídos por la recién acabada Guerra de los Treinta
Años (1618-1648). De los que dejarían hitos
perdurables a la posteridad se sabía poco en su
época, como suele ser frecuente: eran figuras aisladas,
consideradas como extrañas o excesivamente
visionarias.

En 1648 un espléndido y nuevo mapamundi, que
incluía los descubrimientos geográficos de los
últimos cincuenta años, fue presentado por un
impresor de Amsterdam a los embajadores de la ciudad-estado
alemana de Münster, enfrascados en las negociaciones de la
Paz de Westfalia. Europa hacia 1648 ejercía con su
iniciativa una presión muy fuerte para obligar a los
autores de los tratados de paz a relacionar seriamente las
relaciones de los estados europeos con los amplios territorios
ultramarinos. Y éstos debían responder a esa
presión, pero con una gran cautela. El imperio
español en América enviaba menos plata y
absorbía menos emigrantes europeos en la segunda mitad del
siglo XVII que en la etapa de referencia en aquel entonces, la
segunda mitad del siglo XVI; las migraciones internas en Europa
cobraban cada vez mayor importancia. Las
Compañías Neerlandesa y Británica de las
Indias Orientales
, aunque prósperas y poderosas,
resultaban en conjunto menos importantes para el crecimiento
comercial de sus respectivos estados que los comercios sostenidos
por multitud de oscuros mercaderes privados con los demás
países europeos. La atención al hemisferio
americano adquiría lentamente una influencia creciente en
la política general europea, pero estadistas tan poderosos
como Louis XIV de Francia o Willem III de las
Provincias Unidas de los Países Bajos
sabían poco de él, y le prestaban poca
atención. Los intelectuales más brillantes
comprobaban sobre datos recientes que en China existía una
civilización altamente desarrollada; tomaban nota de la
existencia de pueblos primitivos; y redefinían las bases
del pensamiento filosófico, político y religioso, a
la sombra de los terribles cambios traídos por la
recién acabada Guerra de los Treinta Años
(1618-1648). De los que dejarían hitos perdurables a la
posteridad se sabía poco en su época, como suele
ser frecuente: eran figuras aisladas, consideradas como
extrañas o excesivamente visionarias.

Poco antes de 1648 los barcos neerlandeses
circunnavegaban Australia por primera vez. El Imperio Ruso puso
bajo su control la inmensidad de las planicies siberianas y sus
exploradores y soldados vieron por primera vez la costa del
Océano Pacífico en Vladivostok. Los franceses
surcaban los Grandes Lagos de América del Norte. Sin
embargo los pueblos de Europa, por lo general, tenían unos
conceptos de vida parroquiales, locales, y sus intereses
más importantes se limitaban a Europa, a pesar de los
grandes y primeros esfuerzos dedicados a la exploración de
un mundo nuevo y mucho más amplio que el Viejo Continente.
Con pensar en él tenían bastante. Durante 1648 se
tuvieron noticias de graves desórdenes en Moscú. En
Ucrania estalló la rebelión entre los
señores polacos y sus vasallos ucranianos. Los
jenízaros otomanos se amotinaron y descuartizaron al
sultán en Konstantiniye. [1] Una
sublevación en París obligó a la reina
regente y al cardenal Giulio Mazarino a introducir lo
que parecían profundos cambios constitucionales, mientras,
unos pocos meses después, el rey Charles I de
Inglaterra era condenado por un tribunal revolucionario y
ejecutado. Por otra parte, las tropas y los barcos
españoles aplastaban una insurrección en
Nápoles. En la monarquía electiva de Polonia, el
rey Ladislaw IV había muerto sin hijos en mayo de
1648, pero la Dieta pareció favorecer el
principio hereditario, eligiendo como nuevo rey, en noviembre, a
su hermano Jan Kaszmierz.

Todos estos acontecimientos pusieron al descubierto las
múltiples tensiones existentes en Europa. Algunas gentes
llegaron a creer en un espíritu de insubordinación
general, como resultado de una corrupción que se
extendía de un lugar a otro. A pesar de lo que aquellas
gentes pensasen acerca de ello, la noticia más importante
de 1648 fue probablemente la de la firma sucesiva de tres
tratados de paz europeos. Tomados en conjunto, ponían fin
a la Guerra de los Ochenta Años (1578-1648) entre
los neerlandeses y Felipe IV; a la Guerra de los Treinta
Años
en Alemania y Bohemia, que había
enfrentado al Kaiser Ferdinand III de Alemania con las
potencias aliadas de Suecia y Francia, y a los estados
satélites de ambas partes. La lucha franco-española
continuaba, pero el Tratado de Westfalia, obra de todo
un congreso de diplomáticos reunido en las ciudades
alemanas de Münster y Osnabrück,
transformó la estructura política de Europa. Esto
concedió a las regiones centrales del continente una nueva
estabilidad, que finalmente tuvo más importancia que los
peligrosos estremecimientos de otras partes. Se trató de
una larga postguerra, con todo su cortejo de amargas lecciones.
Por eso, uno de sus resultados fue medio siglo de rivalidad entre
Estados, más que un trastorno social o intelectual.
Podríamos decir que, en muchos aspectos, fue un
período con más continuidad que cambios.

Así pues, dada su situación central, el
Reich alemán [2] sería el gran
amortiguador de choques en el interior de Europa. Sus poblaciones
carecían de la fuerza coordinada necesaria para presionar
hacia el este o hacia el oeste, hasta que, con posterioridad a
1683, encontraron el impulso suficiente para penetrar en
Hungría, ocupada por los Turcos Otomanos.
[3] Carecían del empuje y por lo tanto de la
oportunidad de competir con los comerciantes y con los gobiernos
occidentales -neerlandeses, ingleses y franceses- en la lucha por
el imperio comercial de ultramar. Y no lograron encender el
fervor intelectual que anteriormente había animado la
reforma protestante, no sólo en Alemania, sino
también en zonas alejadas de sus límites más
externos. Después de 1648, las oportunidades de un cambio
radical eran mucho mayores en la Europa del este: fuerzas y
credos opuestos, islámicos y ortodoxos, así como
protestantes y católicos, forcejearían, agresiva o
defensivamente, en áreas muy extensas. De modo que si
atendemos en primer lugar al centro estable, parece indicado
tener en cuenta después a los pueblos orientales, antes de
dirigirnos a ese borde oceánico de Europa que los autores
anglosajones están demasiado inclinados a considerar como
el ombligo del mundo. En lugar de una visión
histórica que preste su máxima atención a
las riberas atlánticas de Europa, el centro
neurálgico del Viejo Continente se encuentra en 1648 en el
antiguo I Reich, con radios que llegan al Mar
Báltico, los Montes Cárpatos, el Estrecho del
Bósforo y Kiev, así como a París, Londres y
Madrid.

Puede hacerse también otra elección, entre
las fuerzas que tienden a un cambio y las fuerzas que se oponen a
él. En el pensamiento y en las costumbres de las
minorías europeas educadas académicamente y
prósperas económicamente surgen, sin duda, muchos
cambios en el oeste, entre 1650 y 1700. Los hombres
prósperos y cultos trabajan sentados en sus "bureaux" (de
nuevo diseño) para escribir sobre todo. Tienen un reloj en
su habitación de trabajo que les dice la hora mucho
más exctamente que los relojes antiguos. Han desechado las
viejas arcas que se abrían por arriba, adoptando las
cómodas de cajones y puertas. Tienen más mesas
plegables, toman café, chocolate y té, y consumen
cada vez más azúcar y tabaco. Sentados en sus mesas
o en sus escritorios, aquellos empelucados caballeros
escribían versos en pareados, con desprecio de otras
formas de poesía, y también una prosa mucho
más sencilla y pulcra que sus padres. Respecto al
contenido de lo que escribían, estaban cada vez menos
convencidos de que el mundo antiguo produjese mejores artistas y
científicos que los "modernos" y, con toda la
consideración al cristianismo revelado, eran más
conscientes del elemento matemático dentro del universo
físico. De todos modos, seguían constituyendo una
débil minoría en comparación con los
campesinos, los pastores, los guardias rurales, los artesanos y
los curas de aldea, los ciudadanos de la plebe y los criados
domésticos que tenían que ganarse la vida en
aquella enorme extensión situada entre el Atlántico
y los Montes Urales.

Esta mayoría experimentaba vivamente las
consecuencias de la buena o de la mala suerte, pero no
concebía ningún cambio en la vida de una
generación respecto a la de otra generación situada
inmediatamente antes o después. No era el suyo un universo
de principios teológicos o matemáticos sino
sencillamente una existencia dominada por cosechas impredecibles,
y por la irregular pero constante visita de hambrunas y
epidemias. En los años malos, sus métodos de
labranza, prácticamente inalterados, y su mezcla de viejas
curas y ensalmos eran igualmente inútiles. En cuanto a las
potencias humanas, tenían una clarísima conciencia
del señor local y del señor más distante,
que era el rey o el príncipe, y que, tanto el uno como el
otro, exigían prestaciones de servicios, rentas e
impuestos, y -con sus adversarios- acaudillaban las tropas que
entraban o providencialmente se desviaban por una determinada
zona del país. Reyes y señores además
nombraban y sustituían a los clérigos, y los
clérigos se ocupaban de las bodas y de los entierros, y
daban a los parroquianos una simple información acerca de
las Primeras y de las Últimas Cosas.
[4] En tales condiciones, es posible tener una
visión más acertada de la población como
conjunto si consideramos los estremecimientos políticos
superficiales sobre una amplia extensión, que si atendemos
exclusivamente a la minoría que podía estar
explorando ideas, artes o invenciones para la generación
siguiente. En este período es más importante
mantener un enfoque relativamente estático del escenario,
mientras los años pasan, que buscar los orígenes
del cambio futuro.

La firma de los Tratados de Westfalia no fue
más que una etapa en el proceso de pacificación del
Reich. La lucha terminó justo al cerrarse sus
cláusulas al este del río Rhin, pero
España y Lorena se habían
mantenido al margen de la negociación final en
Münster, de modo que al oeste del gran río
fuerzas españolas, francesas y lorenesas continuaron
combatiendo, saqueando y matando. Sobre todo, los andrajosos
soldados del Duque de Lorena hacían incursiones
por todas partes, saqueándolo todo, e incendiando todo lo
que no era posible llevarse consigo. Contribuyeron a reducir a
cenizas, por unos cuantos años, el Franco Condado
y partes de La Champagne, a la vez que sembraban el
terror en unos cuantos puntos al este del río Rhin. Ellos
fueron los responsables de los primeros esfuerzos llevados a
cabo, con posterioridad a 1648, por los inquietos
príncipes alemanes, con el fin de agruparse para la
defensa común; alianzas de este género fueron
frecuentes en la política alemana después de 1648,
prefigurando el famoso Rheinbund -en alemán,
Unión del Rhin- de 1658, y otros acuerdos
posteriores. La dificultad consistía siempre en fijar las
aportaciones económicas y el número de las fuerzas
que debían suministrar los Estados miembros. Por ello, las
alianzas solían tener como base los antiguos
Reichskreise, grupos de Estados con privilegio de
participación en una asamblea periódica de
príncipes o delegados monárquicos, y al uso de
cédulas de impuestos imperiales. Esta arcaica
organización de origen medieval desempeñó
tareas curiosamente complejas, con políticos
conferenciando constantemente en muchas cortes o ciudades
modestas, y con sus agendas multiplicándose sin cesar en
una densa atmósfera de protocolos. Esto condujo a
interminables luchas burocráticas, así como a
fricciones graves.

En los Tratados de 1648 se omitió deliberadamente
un buen número de cuestiones constitucionales, que
habían de ser reguladas por la próxima
reunión del Reichstag, la Dieta o parlamento
imperial alemán de origen y constitución
medievales. Estas omisiones revelan la subyacente solidez de la
posición del Kaiser Ferdinand III, a pesar de sus
derrotas durante la Guerra de los Treinta Años.
Francia y los más fanáticos príncipes
calvinistas alemanes habían exigido una cláusula
que privase a este káiser [5] de
garantizar en vida la elección de un sucesor:
sabían que en el pasado la dinastía
Habsburg había ostentado muchas veces la
Kaiserkrone [6] porque el propio
káiser reinante disponía y supervisaba la
elección de un Rey de Romanos -que
automática le sucedía como káiser en debida
regla-. [7] Si el káiser moría
antes de que fuese establecida la sucesión, los candidatos
Habsburg estarían mucho peor situados para
coparla. Los protestantes fanáticos veían en esto
una oportunidad para romper los lazos entre los Habsburg
-acérrimos defensores de la Iglesia católica- y el
Reich alemán -en el que convivían una
mayoría de Estados católicos y luteranos con una
minoría de calvinistas marginados-, lo que
constituyó el punto de conflicto fundamental en la
política europea entre 1530 y 1800. [8] A ello
arrimaron las "Capitulaciones", conjunto de contratos a
modo de carta constitucional que todo nuevo
káiser debía acatar y respetar en el
momento y ceremonia en que le era conferido el título de
emperador.

Los Estados calvinistas alemanes exigieron la
inclusión en los Tratados de Westfalia de una
carta constitucional revisada, destinada a recortar aún
más la autoridad imperial. [9] Pero Ferdinand
III
se salió con la suya: aquellas cuestiones fueron
dejadas para el Reichstag. Algunos Fürsten
(príncipes) también trataron en
Münster de abolir las diversas prerrogativas de los
Kurfürsten (príncipes electores).
¿Por qué habían de elegir ellos solamente al
Rey de Romanos o al káiser? ¿Por
qué había de ser su Comisión Permanente
de Delegados
en Ratisbona la que rigiese los
asuntos concernientes a otros gobernantes del Reich? Al
plantear tan delicadas cuestiones, el partido reformista
convenció a los Kurfürsten del
interés que ellos compartían con el propio
káiser. Aquella alianza era ciertamente fundamental a
pesar de algunos desacuerdos. Esto explica por qué
cambió tan poco en 1648 la estructura del Reich,
y por qué cambió tan lentamente
después.

En los Tratados de Westfalia había sido
aceptada una importante novedad: la creación de un nuevo
puesto en el Kurfürstenkollegium para Karl
Ludwig
, el hijo mayor superviviente del Pfälzische
Kurfürst
(Elector Palatino), que perdió la
Batalla de la Montaña Blanca en 1620 y fue por
ello privado de su dignidad electoral. Regresó de su
exilio en Inglaterra, gracias a presiones de Suecia y Francia,
para gobernar desde el arruinado Schloß -palacio-
de Heidelberg su patrimonio restituido gracias a las
negociaciones finales de paz, patrimonio que se extendía a
lo largo del Rhin y del Neckar; pero Maximilian von
Bayern
, el victorioso adversario de su padre,
conservó el Oberpfalz (Alto Palatinado) -con la
unión de Bohemia- y el antiguo título electoral que
había pertenecido a los antepasados Nassau de
Karl Ludwig. La nueva creación y la
antigüedad de los Kurfürsten fueron temas
intensamente debatidos entonces, puesto que los protagonistas de
las discusiones eran los mismos príncipes que se
habían levantado en armas contra el káiser en 1618,
y habían dado lugar a la Guerra de los Treinta
Años.

En el cierre negociado del conflicto hubo pues un
profundo programa de premios y castigos: la evolución de
la guerra había desbancado a algunos de los protagonistas
más conspicuos de los primeros años de la
contienda, como el citado Karl Ludwig von Nassau,
príncipe elector del Ducado de Pfalz, que sumaba
a su condición de Kurfürst el hecho de
profesar el credo protestante calvinista. En un principio
dirigió una revuelta política -que no fue ni
democrática, ni popular ni social- contra el káiser
y la Iglesia católica, rebelándose en armas contra
las leyes vigentes, que llevaban garantizando la paz en Alemania
desde 1555. Cayó derrotado en la antes citada
Montaña Blanca en 1620, y fue despojado de todos
sus títulos y propiedades en el territorio imperial
alemán, en castigo por su intento de golpe de estado y
rebelión armada contra la legalidad vigente. Luego, el
káiser Ferdinand II que lo había derrotado
y proscrito, se excedió en sus edictos de reforma legal,
cuando estaba a punto de vencer en 1629, quedando tan
deslegitimado como el Kurfürst del Pfalz,
por entonces exiliado en Inglaterra. Finalmente, como los
partidarios de que el káiser fuera débil negociaron
en 1648 desde posiciones sólidas, pero no de clara
victoria sobre el káiser Ferdinand III, lograron
imponer el regreso de Karl Ludwig, pero no la causa por
la cual éste había prendido la mecha de la guerra:
la reducción del káiser a un gobernante decorativo
sin poder efectivo, y la concentración de éste en
los diversos Kurfürsten y Fürsten,
elevados en la práctica al rango de monarcas absolutistas
dentro de sus países regionales pertenecientes al
Reich.

En 1652 Ferdinand III convocó a
sesión al Reichstag. [10] Cuando lo
declaró inaugurado en junio de 1653 en aquel
histórico Rathaus -la casa sede de la
corporación municipal, que traducido literalmente
sería casa del consejo– de Ratisbona, que ya
había visto el ir y venir de tantas Dietas
-término equivalente al de parlamentos-, se
encontró con una asamblea de la mayor antigüedad. A
su lado se sentaban siete Kurfürsten o sus
delegados: los tres gobernadores protestantes de Sachsen
(Sajonia), Brandenburg (Brandeburgo) y Pfalz
(Palatinado), y los cuatro católicos de Bayern
(Baviera), Mainz (Maguncia), Köln
(Colonia) y Trier (Tréveris). Al fondo de la sala
de sesiones, frente a Ferdinand III, estaban los
representantes de las Reichsstädte (ciudades
imperiales). Una cláusula de los Westfälische
Abkommen
(Tratados de Westfalia) les había prometido
vagamente más poder, y el derecho a un voto que
debería ser tenido en cuenta antes de que los otros
Kollegia (Colegios, o grupos de parlamentarios que
contaban con voto colectivo) presentasen una resolución
del Reichstag al káiser; pero esta promesa no se
vio cumplida ni confirmada.

Entre los Kurfürsten y los humildes
delegados de las ciudades se sentaban los
Reichsfürsten (príncipes imperiales), que
formaban un estamento intermedio en poder y rango. Estaban
presentes unos setenta, y constituían evidentemente el
elemento más numeroso y heterogéneo de todo el
Reichstag. Al igual que el
Kurfürstenkollegium (Colegio de los Electores), el
Reichsfürstenkollegium (Colegio de los
Príncipes Imperiales) estaba compuesto por miembros
religiosos y laicos. De él formaban parte poderosos
soberanos cuyos títulos les habían sido conferidos
poco tiempo atrás, como la reina Christine I de
Suecia
, y los gobernadores de los Ducados de
Braunschweig
(Brunswick), juntamente con los diputados
(portavoces) totalmente insignificantes de diversas
Ligas o asociaciones parlamentarias de
Reichsfürsten. Un nuevo elemento estaba formado por
Fürsten (duques, príncipes) cuyos
títulos habían sido conferidos recientemente por el
káiser. Casi todos eran austríacos, y algunos de
ellos no poseían dignidad territorial alguna en el
Reich. La discusión sobre este punto de los
advenedizos austríacos era inevitable, una vez que el
Reichstag comenzase a deliberar. Un buen número
de políticos en Ratisbona estaba decidido a no
permitir que las mayorías se impusieran a las
minorías, de modo que la estrategia de Ferdinand
III
de crear nuevos votantes mediante aquel sistema
parecía altamente discutible.

Los Reichsstaaten (Estados o
estamentos del Imperio) se encontraban entonces
intactos. Por consiguiente, en la sociedad alemana se
mantenían las viejas distinciones de rango que
habían sido establecidas en la Edad Media. De todas las
regiones de Alemania acudían al Reichstag los
señores de rango local (Herren, Ritter) con sus
damas, y en las fiestas en que se reunían se les daban
muchas oportunidades para resaltar una y otra vez su
posición social. Los problemas de precedencia en los
estamentos privilegiados de la sociedad del Reich, como
la cuestión religiosa, eran pasiones dominantes en aquella
época. La precedencia era la medida del valor y de la
reputación, el nervio mismo del poder, su fuente de
satisfacción para los individuos que gozaban de
él.

Las maniobras políticas no tardaron en poner de
manifiesto la fuerza de los continuistas. La apertura del
Reichstag había sido aplazada de 1652 a 1653 en
parte porque Ferdinand III invitó a los
Kurfürsten a que se reuniesen con él
previamente en Praga, con el fin de encomendarles que eligieran a
su primogénito, Ferdinand IV, como Rey de
Romanos
. Francia, mucho más débil que en 1648,
no tenía fuerza para intervenir contra Viena; los cuatro
Kurfürsten católicos eran proclives a
obedecer al káiser. Sachsen (Sajonia), como
siempre, seguía siendo leal a los Habsburg. El
Pfälzischer Kurfürst (Elector Palatino)
Karl Ludwig von Nassau se conformó con una
halagadora bienvenida, después de los duros años de
exilio. Sobre todo, Ferdinand III supo ganarse la
confianza de Friedrich Wilhelm von Brandenburg (Federico
Guillermo de Brandeburgo), al apoyarlo frente a Suecia, que
había decidido no devolverle sus territorios en Prusia y
el nordeste de Alemania (Brandenburg), desde los que había
operado militarmente contra el káiser y los
católicos hasta 1648. Se negó a reconocer
formalmente el reciente derecho de la reina de Suecia a sus
nuevas posesiones dentro del Reich, hasta que el
gobierno sueco accediese a retirarse de las zonas de
Pommern (Pomerania) reivindicadas por Brandenburg. Los
ministros de Christine I acabaron cediendo, y los
Kurfürsten prometieron votar a Ferdinand
IV
como Rey de Romanos. La elección tuvo
lugar en Augsburg (Augsburgo); la coronación, en
Ratisbona, y sólo después los funcionarios
de los Habsburg desbloquearon la convocatoria del
Reichstag. Los reformadores que habían tratado de
aplazar la elección del próximo káiser hasta
después de la muerte de Ferdinand III y de
reelaborar las Capitulaciones de la constitución
imperial antes de elegirlo, habían quedado
derrotados.

El desarrollo del Reichstag favoreció
también a los que no deseaban que nada cambiase con
respecto a la época anterior a la Guerra de los
Treinta Años
. Los Tratados de Westfalen
(Westfalia) habían estipulado que se introdujesen reformas
legales y judiciales en la constitución del Reich
y sus instituciones. El Reichstag formuló
propuestas destinadas a mejorar la actuación judicial de
los Reichsgerichte (Tribunales Imperiales), pero
aquellas propuestas no llegaron a concretarse ni a finalmente a
considerarse por nadie con poder para imponerlas. La justificable
esperanza de las Reichstädte (ciudades imperiales)
de disponer de un voto efectivo en los procedimientos decisorios
del Reichstag se desvaneció muy pronto. Los
Reichsfürsten, que pretendían socavar los
privilegios y la preeminencia de los Kurfürsten,
fueron derrotados también, tras enconados debates. En la
cuestión de los impuestos en cambio fue el gobierno de los
Habsburg el que salió derrotado por el peso de
una oposición coaligada de nobles, príncipes
imperiales y ciudades imperiales. Ésta oposición
conjunta se negó a aceptar que los votos de una
mayoría favorable a la exacción de impuestos
imperiales (Reichssteuer) pudiera maniatar a una
minoría que se oponía a ella.

Los Tratados de 1648 habían decidido que una
mayoría en el Reichstag -o en el
Kurfürstenkollegium– no podría imponerse a
una minoría en cuestiones de religión. Afirmaban
sencillamente los soberanos derechos de todos los gobernantes
alemanes del Reich en cuestiones religiosas. Y el
Reichstag de 1653 suprimía ahora hasta la menor
oportunidad de crear un sistema de impuestos operativo para el
Reich en su conjunto. La constitución
(Reichsverfassung) por lo tanto impedía un libre
ejercicio de una autoridad imperial soberana, tanto por parte del
káiser como por parte del propio Reichstag. Por
otra parte, los gobernantes, grandes y pequeños,
habían conquistado al fin cierto margen de
autonomía política. Sentían
veneración por el Sacro Imperio Romano
Germánico
(Römisches Reich Deutscher
Nation
), porque hacía improbable una autocracia del
káiser, ya que la autocracia, la monarquía
absolutista, era la pesadilla que con tanto ahínco
habían combatido desde las aterradoras -para ellos, no
para otros- victorias del káiser Ferdinand II en
la década de 1620.

A partir de 1648 influyó en sus posturas
políticas el ominoso recuerdo de la Guerra de los
Treinta Años
, recién terminada. Pero los
pensadores políticos que consideraban que la
Reichsverfassung (constitución del imperio
alemán) era inoperante, y los muchos agitadores
irresponsables que se lamentaban de que el Reich
careciese de potencial militar como ente político
unificado, perdían el tiempo y la tinta. Nadie les
hacía caso. Era cierto que los peligros de una
intervención extranjera aumentaban, porque el
Reich carecía de un gobierno central operativo,
sólo existente sobre el papel, pero la autonomía
territorial bien valía aquel inconveniente. Esto
constituye un difícil problema histórico. La
destrucción de las garantías autonómicas
dentro de los Estados alemanes, a medida que sus
Fürsten (príncipes gobernantes)
sometían a las Asambleas locales de las clases
privilegiadas bajo su jurisdicción era, en realidad, una
victoria para la tendencia general hacia las monarquías
absolutistas, que frecuentemente ha sido considerada como el tema
por excelencia de la política europea en el siglo XVII.
Pero en algunos aspectos este movimiento en pro del absolutismo
monárquico era minoritario. Era eficazmente contrarrestado
por la defensa de los privilegios autonómicos
territoriales, principescos y municipales en el marco de las
constituciones federales, en una amplísima zona de la
Europa Central que incluía el Reich
alemán, la Eidgenossenschaft Helvética
(Comunidad del Juramento o Confederación
Helvética,
es decir, Suiza), las Provincias
Unidas
(la República Federal de las Provincias
Neerlandesas,
de credo protestante calvinista) y Polonia. El
afortunado golpe constitucional de Ferdinand III, que
tuvo como resultado la coronación de su hijo Ferdinand
IV
, no tardó en ser neutralizado en términos
de creación de un Reich alemán unificado y
absolutista. Ferdinand IV murió inesperadamente
en diciembre de 1654. Para entonces el gobierno de los
Habsburg no se atrevió a proponer la
elección del segundogénito del káiser,
Luitpold (Leopoldo). Las circunstancias de 1655 eran
mucho menos favorables a Viena que las de 1648.

El La Paz Religiosa de Augsburg, firmada en
1555 entre el káiser Karl V y los
príncipes luteranos del Reich, había roto
con el pasado medieval del Imperio alemán, al conferir a
los Estados luteranos una autoridad legal de la que anteriormente
sólo gozaban los gobernantes católicos; pero por la
llamada "reserva eclesiástica" esto les
impedía al mismo tiempo continuar anexionándose
tierras de la Iglesia católica alemana. Según los
luteranos, los gobernantes católicos tampoco podían
hostilizar dentro de sus dominios a Estados de rango regional o
local que se hubieran convertido ya al luteranismo; ésta
era una interpretación luterana de la llamada
"Declaración Fernandina", una garantía
dada por el káiser Ferdinand I, sucesor de
Karl V en el trono imperial alemán, y
coetáneo del rey Felipe II, su sobrino, en el
trono católico de España. Otros credos,
como el calvinismo y el resto de las sectas protestantes,
habían quedado abandonados a su suerte y sin ningún
tipo de garantía legal de ninguna clase. Pero en el curso
de un siglo (1555-1655) dos grandes dinastías electorales,
la de Brandenburg y la de Pfalz (Palatinado), y
algunos otros Fürsten titulares de estados menos
extensos y poblados, abrazaron la doctrina calvinista. Las
limitaciones impuestas a los gobernantes en 1555 para actuar
según sus deseos, apropiándose de tierras de la
Iglesia o sojuzgando a Estados que no compartían su credo
religioso, habían sido borradas de un plumazo. Entre 1618
y 1648, católicos, luteranos y calvinistas, en diversos
momentos de la Guerra de los Treinta Años, se
crearon ilusiones desmesuradas de ganancias territoriales y
venganzas confesionales, ganancias que finalmente no se
materializaron para nadie, porque la guerra esterilizó
todos los esfuerzos bélicos y terminó con un
baño de sangre, la devastación del Reich,
y escasos cambios territoriales y políticos.

[1] Los turcos otomanos daban ese nombre a la
capital de su imperio, la antigua Constantinopla, desde
que la conquistaran en 1453. El actual nombre de
Estambul aún no había hecho fortuna. Sobre
el Imperio Otomano, véase la nota nº.
3.

[2] A lo largo de su Historia, Alemania ha vivido
tres épocas imperiales: el I Imperio o I Reich
(1356-1806), que fue fundado en la Edad Media y disuelto por
Napoleón Bonaparte en 1806, tras su victoria sobre las
potencias legitimistas de Alemania en la Batalla de
Austerlitz
(1804); el II Reich (1871-1918),
dominado por la política del canciller Otto von Bismarck y
el Kaiser Wilhelm II, responsable de la I Guerra
Mundial, derrotado y disuelto por imperativo de los Aliados
Occidentales vencedores en dicha guerra, con los Estados Unidos a
la cabeza, en noviembre de 1918; y por último el III
Reich
nazi de Adolf Hitler (1933-1945), de infausta memoria,
responsable de la II Guerra Mundial, derrotado, desmembrado y
disuelto por los Aliados Occidentales (Estados Unidos, Gran
Bretaña y Francia) más la Unión
Soviética, tras la toma de Berlín por el
Ejército Rojo soviético en mayo de
1945.

[3] El apelativo de otomanos les viene a
los turcos de su primer gran sultán de credo
islámico, Osmán I (1281-1368), fundador de
la llamada Dinastía Osmanlí. Convertido en
una gran potencia a partir del reinado del sultán
Mehmet I
(1413-1421), el imperio musulmán de los
sultanes turcos descendientes de Osmán I
-pronunciado "Ottmán", por una adaptación
dialectal de su nombre- comenzó a actuar con voz propia en
las relaciones internacionales del Viejo Mundo tras conquistar y
disolver el antiguo Imperio Griego Bizantino,
víctima de una milenaria decadencia iniciada en el lejano
siglo VII. Los grandes beneficiados de la debilidad
greco-bizantina fueron primero los Califatos
iraquí de Bagdad y egipcio de El Cairo; a comienzos del
siglo XV, tanto éstos como su víctima
greco-bizantina fueron demolidos por el creciente empuje militar
de los turcos otomanos, los descendientes de
Ottmán. La época de apogeo
otomano tendría lugar en las décadas
centrales del siglo XVI, sobre todo con el sultán
Süleymán I el Magnífico
(1523-1586), que
supuso el mayor rival en el Viejo Mundo de la por entonces mayor
potencia de la Cristiandad Latina: el Reich
alemán de Karl V (1519-1555), que aunó a
la dignidad imperial germánica la unión
dinástica de cuatro Coronas europeas: Castilla y
Aragón, en España -con posesiones en
América, el norte de África e Italia-,
Borgoña -con territorios patrimoniales en los
Países Bajos, Bélgica y el este de Francia- y
Austria -con ducados situados en la propia Austria, el sudeste de
Alemania, el norte de Italia y Bohemia-.

[4] Expresiones traducidas de los términos
latinos "Prima" (lo que sucedió al comienzo de
los tiempos) y Ultima o Extrema (lo que sucederá
al final de los tiempos), equivalentes respectivamente a el
origen del mundo y la justicia de Dios que determinó su
organización (lo primero), y el Juicio Final,
también determinado por Dios, y que ha de cerrar la
existencia del mundo (lo último). El concepto de
"Extrema", lo último, también hace
referencia a la muerte, el fin de la existencia vital de las
personas, que en todas las épocas y lugares ha constituido
siempre el principal problema existencial de los hombres
sencillos.

[5] El término alemán
Kaiser (emperador), procede de la adaptación del
vocablo latino "Caesar" a la pronunciación del
alemán. La adaptación del término
alemán Kaiser al español produce el
vocáblo "káiser", con minúscula y
tilde en la primera [a] fuerte. Aunque fuera de Alemania, y sobre
todo en América y España se emplea ese
término para hacer referencia a los emperadores alemanes
-incluso con un cierto acompañamiento de tópicos
feroces sobre su carácter guerrero y asesino, surgido de
las tesis propagandistas sobre "militarismo
alemán
", puestos de moda por la prensa
anglo-americana durante y después de la I Guerra Mundial-
en Alemania, todos los emperadores de la Historia sin
distinción de época o nación son denominados
como Kaiser.

[6] En alemán, corona imperial,
es decir, el título de soberano del Reich o
imperio alemán.

[7] El título de Rey de Romanos
servía para designar al heredero imperial alemán,
como en la monarquía española se denominaba
Príncipe de Asturias al heredero real (y
aún sigue haciéndose); o en la britanica, como
también sigue vigente el uso de dar al heredero real, el
hijo primogénito del rey y su sustituto en caso de que
muriese de manera imprevista, el título de Prince of
Wales
(Príncipe de Gales). Este tipo de
denominaciones particulares tiene su origen en tradiciones de
origen medieval vinculadas al desarrollo histórico
particular de la monarquía en Alemania, España,
Gran Bretaña y en los demás países en los
que se producen fenómenos de análogo
tipo.

[8] En la Guerra de los Treinta
Años
, recién terminada en el momento que
estamos tratando, hubo dos líneas principales de
enfrentamiento: una religiosa, que enfrentó a
católicos, luteranos y calvinistas a tres bandas, con
sucesión de alianzas cambiantes, determinadas por motivos
políticos no religiosos; otra política, en la que
se enfrentaron los partidarios de convertir el Reich en
una monarquía absolutista con un solo Estado -dirigido
jerárquicamente por el Kaiser al modo de las
monarquías dinásticas patrimoniales de Francia,
España o Inglaterra, que eran las que poseían los
Estados más operativos y notorios de Europa en el siglo
XVII- frente a los que querían hacer de su propio Estado
particular -Sajonia, Palatinado, Baviera etc., es decir, los
pequeños países alemanes que coexistían en
el seno del Reich- un pequeño reino absolutista,
anulando para ello todo el poder del Kaiser como rey
de reyes
en Alemania. Aunque los partidarios del absolutismo
imperial estuvieron a punto de conseguir una victoria aplastante
en 1629, en tiempos del káiser Ferdinand II, el
temor al surgimiento de una Alemania unida y poderosa bajo un
solo cetro monárquico impulsó a entrar en la guerra
a Francia (católica, no alemana), a Dinamarca (luterana,
no alemana) y a Suecia (luterana, no alemana), aliadas contra
Ferdinand II (alemán y católico). La
entrada de estos países impidió la
imposición de las tesis absolutistas imperiales, y
prolongó la guerra durante casi dos décadas
más; Ferdinand II murió derrotado, pese a
haber estado a punto de vencer, y fue sustituido por su hijo,
Ferdinand III, que alternando presión militar con
habilidad negociadora, pudo poner fin a la guerra en unas
condiciones bastante satisfactorias, aunque viendo restringidas
sus atribuciones como monarca imperial absolutista. El
desquiciamiento confesional, político y humano que trajo
consigo esta última y más destructiva fase de la
Guerra de los Treinta Años acabó por poner
en cuestión las causas mismas por las cuales las partes
implicadas seguían guerreando, y la utilidad misma de
luchar. El horror y el sufrimiento de millones de personas (por
primera vez en la Historia de Europa), muchas veces causado por
intereses banales, hizo necesario un replanteamiento profundo de
las ideas políticas europeas, y colaboró
poderosamente en la promoción del constitucionalismo
político
frente al absolutismo dominante
-ejemplificado en el pensamiento político del
británico Hobbes-. Dicho constitucionalismo
triunfaría de forma embrionaria pero significativa en Gran
Bretaña en 1688 -dando carta de naturaleza jurídica
a las ideas políticas del británico John Locke-, y
en las Provincias Unidas de los Países Bajos en 1697. En
el resto de Europa quedaría en suspenso, considerada como
ideología subversiva y contraria al absolutismo dominante,
hasta la época de las revoluciones, entre 1789 y
1848.

Partes: 1, 2

Página siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter