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Escuela y Sistema Educativo en España, siglos XVI al XVIII



Partes: 1, 2

  1. La educación
    infantil y primaria
  2. La educación
    secundaria y las escuelas de
    gramática
  3. Los tutores, la
    enseñanza privada y la influencia
    jesuítica
  4. El sistema
    universitario hispánico
  5. El poderío
    de los colegiales y los colegios mayores
  6. Bibliografía

La
educación infantil y primaria

En la España del siglo de oro, la
educación infantil y primaria era muy deficiente. Puede
decirse que hasta los 5 ó 6 años, los niños
vivían en la edad de oro de su infancia, generalmente bien
tratados y alimentados, hasta que tomaban la primera
comunión, momento en que entraban en la llamada "edad de
discreción" (uso de razón) y comenzaba a
exigírseles una mayor disciplina, a modelarse su futuro, y
al mismo tiempo a prepararse para sus futuras responsabilidades
de adultos. Esta etapa acababa con la llegada de la pubertad, que
los españoles del siglo XVII celebraban oficialmente en el
doceavo cumpleaños del joven si era mujer, o en el
catorceavo si era hombre. A partir de esas edades el adolescente
podía salir de la casa paterna y ser confiado al cuidado
de otras personas. Entre los seis y los doce a catorce
años, el niño aprendía a leer y a escribir
en su lengua materna, a hacer operaciones matemáticas
simples y a memorizar el catecismo católico. El medio de
instrucción menos común, pero más
prestigioso, era el del tutor privado, que vivía en la
casa paterna y servía de profesor, compañero e
introductor social del niño. Este medio de
instrucción era típico y casi exclusivo, por
evidentes razones económicas, de las familias
aristocráticas, aunque a veces su rendimiento, por
incompetencia del tutor, dejaba bastante que desear. Una
alternativa al tutor particular era la enseñanza privada
fuera de casa, a cargo de un maestro de primeras letras, cuya
actividad profesional se iría viendo complementada con la
intervención de las órdenes religiosas, que eran
las que solían garantizar la enseñanza religiosa.
Las escuelas privadas, laicas o religiosas, venían a
acoger entre 50 y 150 alumnos, pero debían superar no
pocas dificultades. La atención individual era
mínima (solía haber sólo un maestro y dos
asistentes para un gran grupo de niños), lo que
hacía que hubiera problemas endémicos de
indisciplina, atajados por fuertes castigos físicos, y que
la enseñanza fuese deficiente. Muchos de los maestros que
regentaban una escuela tenían también una
pensión o internado donde alojaban y alimentaban a los
niños, frecuentemente en condiciones penosas, de las que
se hicieron eco varios autores de la literatura picaresca, como
Quevedo en su famoso relato El Buscón. Otro grave
problema de este tipo de enseñanza estaba en los costes:
dos reales al mes por cada alumno de primeras letras (aprendiendo
sólo a leer); cuatro reales si aprendía
también a escribir; seis, si además se le
enseñaba a contar (operaciones aritméticas
básicas). Dado que el curso académico duraba once
meses al año, los padres de los alumnos que
aprendían a leer, escribir y hacer cuentas tenían
que pagar unos seis ducados al año, cantidad fuera del
alcance de la inmensa mayoría de las familias
españolas. Los alumnos aceptados por caridad (denominados
"de limosna") eran los únicos que podían aprender
lectura, escritura y cuentas sin que sus padres debieran pagar
coste alguno, pero eran los que carecían
prácticamente de todo salvo un magro sustento. R. Kagan
(1981) destacó la importancia de las corporaciones
municipales en la creación de un importante número
de escuelas, sobre todo durante el siglo XVI, por causas ligadas
a las modas letradas del Renacimiento y al interés del
clero por expandir la educación religiosa básica a
partir del Concilio de Trento (1538-1562), como medida
profiláctica frente a las herejías protestantes. Un
censo de 1561 registra diez maestros de niños en
Valladolid, seis en Segovia, dos en Medina del Campo, uno en
Plasencia, y uno en Trujillo. Se sabe que en Barcelona
había en 1559 una escuela municipal que impartía
sus clases en el patio del edificio de la universidad, y que en
1597 abrió otra, popularmente conocida como "El Corralet"
(El Cercadillo).

La
educación secundaria y las escuelas de
gramática

La educación secundaria en la España de
los Austrias estaba dominada por las llamadas escuelas de
gramática. Su asignatura troncal era el latín
clásico, cuyas primeras lecciones comenzaban a los ocho o
nueve años, dando por sentado el previo conocimiento del
alumno de la lengua castellana; y sobre la cultura general que
proporcionaba el aprendizaje de los autores latinos se
superponían lecciones de historia, geografía,
filosofía y retórica, además de diversas
clases de matemáticas en rango aparte. La educación
secundaria en la escuela de gramática terminaba hacia los
17 años, y capacitaba al alumno para ingresar en la
universidad, donde debía estudiar primero Artes
(filosofía y humanidades) y luego Leyes y Cánones
(derecho), Teología o Medicina. Las escuelas de
gramática eran el medio de educación más
popular para las familias urbanas, y las había sólo
en las ciudades más pobladas. Los maestros eran elegidos
para dirigirlas a través de un concurso llamado
"oposición", arbitrado y supervisado por los concejales
(llamados "regidores") de la asamblea municipal, encabezados por
el "corregidor" (delegado del rey en la ciudad). Como elemento de
la sociedad urbana, las escuelas de gramática se
difundieron por toda España y tuvieron una larga vida,
pues historiadores como R. Kagan (1981) han hallado evidencias
sobre la existencia de unas 70.000 (no simultáneas, sino
con vidas más o menos prolongadas a lo largo de los siglos
XVI y XVII) en los reinos de Castilla (la mayor parte de
España, exceptuando la fachada oriental
mediterránea, formada por los reinos de Aragón).
Estas escuelas, sin embargo, eran comúnmente criticadas
por los intelectuales de la época, conocidos como
"arbitristas", que ejercían de forma individual una
especie de periodismo de crítica social y política.
En sus tratados, libros impresos de mayor o menor
extensión, presentaban al rey o a alguna alta autoridad
los problemas que veían en su entorno inmediato, de
carácter económico, social, político,
fiscal, cultural o ético, y proponían medidas para
solucionarlos, lo que se conocía como "arbitrios" o
proyectos de reforma social y política. Muchos
"arbitristas" consideraban que las escuelas de gramática
apartaban a los adolescentes de las ocupaciones útiles y
productivas, esto es, los oficios agrícolas y
manufactureros, para los que no existía una
enseñanza organizada. Las críticas sobre el sistema
educativo tradicional fueron recogidas y compiladas en 1623 bajo
los auspicios del rey Felipe IV, e incluidas en un informe
preliminar a una ley que trataba de regularlas. Para asegurar el
control de la Corona sobre las escuelas de gramática, lo
único que dispuso la normativa de aquel año fue su
prohibición en toda ciudad que no contara con un
corregidor. Esta medida restrictiva, en un contexto general de
crisis económica y social, determinó una larga
crisis de la educación primaria y secundaria en
España que no se podría dar por superada hasta bien
entrado el siglo XIX.

Los tutores, la
enseñanza privada y la influencia
jesuítica

El medio de educación preferido por las clases
altas era la figura del tutor privado, al que ya hemos hecho
referencia antes. Su misión era "enseñar las
virtudes y las buenas costumbres, utilizando las doctrinas y los
preceptos de la Moral y la Filosofía Natural"

(según el tratadista y pedagogo español del siglo
XVI Juan Huarte de San Juan, pionero de la orientación
vocacional y profesional). En la segregación
doméstica de los hijos de la aristocracia dominaba el
prejuicio rígidamente clasista de la nobleza, que no
quería que sus vástagos fueran a las escuelas de
niños y de gramática a "mezclarse" con alumnos
plebeyos, a los que consideraban "vulgares". La monarquía
española mostró cierta preocupación por lo
que se consideraba como una educación de la nobleza
castellana que observaban abocarse a la mediocridad intelectual.
No en vano eran los nobles de las principales casas de Castilla
el reservorio al que se recurría para proeveer los
principales puestos de autoridad del Estado, que por mor de la
sangre les correspondían. Pero los sucesivos intentos de
la monarquía por "entrenar" y "educar" a los
jóvenes de la nobleza fracasaron por el terco
particularismo y el exagerado orgullo individualista de sus
miembros. Un claro ejemplo lo constituye el fracaso del proyecto
del llamado Colegio Especial de Reales Estudios de San Isidro, en
el siglo XVII. Debe destacarse que la Iglesia, sobre todo a
través de las órdenes religiosas, vino a llenar el
vacío dejado por las autoridades reales y el sector
privado; la Compañía de Jesús, fundada hacia
1548, se ganó por derecho propio un lugar privilegiado en
el panorama educativo español de los siglos XVI y XVII, y
ello por su firme disciplina y alta exigencia académica,
prácticamente sin punto de comparación. Los
jesuitas fueron poco a poco introduciéndose en los
colegios y universidades de España, y fundando muchos por
su propia iniciativa, en los que impusieron por norma el
mérito individual y corporativo. Los colegios jesuitas
eran conocidos por su buena organización interna y el buen
nivel cultural y académico de sus profesores, elementos
ambos que se echaban en falta con gran frecuencia en las escuelas
municipales y particulares. Los jesuitas hacían una severa
selección entre sus mejores alumnos, becándolos, y
ofreciéndoles puestos en sus internados. En éstos
la disciplina era rigurosa, y la lengua vehicular era el
latín, que era la lengua culta internacional de la
época. La vida en los internados era prácticamente
conventual, pero con una especial dedicación a promover la
formación académica de sus miembros. También
desarrollaron los primeros incentivos a la competitividad
escolar, con concursos y certámenes, implantando una
pedagogía dirigida a estimular todo lo posible la
capacidad de esfuerzo intelectual del alumno. R. Kagan (1981)
censó la cifra de los colegios jesuíticos en torno
a 1600: 118 centros de enseñanza en toda España, 92
de ellos en los reinos de Castilla; entre 1580 y 1610, el
número de egresados de dichos centros pasó de
10.000 a 15.000. Desde sus mismos comienzos, los colegios e
internados de la Compañía de Jesús
concitaron todo tipo de críticas, y aun denuncias falsas
sobre sectarismo y crímenes aún peores; todas
falsas, producidas por maestros o clérigos que se
veían incapaces de rivalizar con ellos. Dichas
críticas fueron arreciando a partir del siglo XVII, e
impregnaron a un sector muy influyente de los ilustrados
racionalistas y anticlericales del siglo XVIII, muchos de los
cuales, sin embargo, fueron educados en colegios de la
Compañía de Jesús, como fue el caso de
Voltaire en Francia, quizá el más significado (y
fanático) antijesuita de la Ilustración francesa.
Si los jesuitas maniobraban en alguna comunidad urbana para
alcanzar la hegemonía en el ámbito educativo, como
era notorio en todas partes, no se dirigían contra nadie
en particular; sin embargo, su estricta disciplina interna los
hacía actuar unidos, y su esmerada preparación y
coordinación de esfuerzos eran una combinación
formidable, a la que pocas instituciones rivales podían
hacer frente. Dentro de la Iglesia, la Compañía de
Jesús también tenía poderosos enemigos; en
casi todos los países católicos existían
lobbies antijesuíticos, formados por
clérigos y políticos que se consideraban
postergados o superados por la Compañía, u opuestos
a la política pontificia. Los historiadores han
pronunciado los más diversos juicios sobre la
educación jesuítica, en su mayor parte negativos, y
ello por herencia de la Ilustración, pero no puede negarse
que su pedagogía apenas tenía rivales serios en los
países católicos del siglo XVII; otra cosa eran las
academias calvinistas en los estados protestantes (Leyden,
Ginebra o Zurich, por ejemplo), que copiaron gran parte de la
metodología pedagógica jesuítica, con
iguales resultados: brillantes, en la mayoría de los
casos. El rigor y la disciplina siempre han sido la piedra de
toque de los debates en torno a la educación
jesuítica; sus defensores reconocen sus ventajas y suelen
tener buena opinión de los jesuitas como pedagogos y
profesores; sus detractores los presentan como hipócritas,
ladinos y hasta sádicos. Sea como fuere, y no es nuestra
intención profundizar en un debate mucho más
emotivo, ideológio, dominado por opiniones y criterios
personales, que racional, el caso es que la
Compañía de Jesús no dejaba indiferente a
casi nadie, lo cual era un signo de su peso social,
político y cultural, y de su monolítico poder. En
la España de la segunda mitad del siglo XVI su influencia
creció con rapidez, y no resultó probadamente
negativa hasta bien entrado el siglo XVIII, en que su opresiva
hegemonía sobre el sistema universitario, y la
formación de lobbies académicos en torno a
ella (como el de los "colegiales mayores"), justificó en
parte los decretos que impusieron la expulsión de la
Compañía de los reinos españoles en 1767;
decretos que obligaron a toda una generación de
intelectuales españoles a exiliarse en Italia, y que
destruyeron todo el proyecto social de las misiones
indígenas en las regiones del Alto Perú, el Valle
del Paraguay y el Río de la Plata.

El sistema
universitario hispánico

Las universidades españolas e hispanoamericanas
anteriores al siglo XIX siempre han tenido mala prensa entre los
historiadores. Los testimonios de los estudiantes que las
conocieron directamente también son poco halagadores:
desde Luis Vives en Valencia hasta Cervantes en Salamanca,
pasando por Mateo Alemán en Alcalá de Henares. El
siglo XVI es, pese a todo, un siglo de patente expansión
en la vida universitaria española. Veinticuatro nuevos
centros universitarios desde 1500 hasta 1626 vinieron a sumarse a
los doce heredados de los siglos bajomedievales. Las
clásicas y antiguas universidades de Salamanca, Valladolid
o Lérida se vieron desbordadas por la proliferación
de nuevas universidades, la mayor parte de las cuales
surgió bajo una forma institucional muy
característica de la España de la Contrarreforma,
la de los colegios universitarios o conventos universitarios,
también conocidos como "universidades menores". Estos
centros, con ciertos rasgos comunes a los colleges del
ámbito anglosajón, nacieron vinculadas a academias
o "Estudios" municipales o particulares, en las que se
impartía al principio enseñanza secundaria y Artes,
o bien como fundaciones de una orden religiosa, que solicitaban
una licencia pontificia para graduar a un número limitado
de sus miembros. De todas las universidades creadas en el siglo
XVI, sólo la de Valencia (1500), Granada (1531), Zaragoza
(1542), Oviedo (1574) y Vic (1599) eran de carácter civil
y de rango "mayor", nacidas al calor de las necesidades
corporativas de profesores y estudiantes, o de una iniciativa
directa de la monarquía o un arzobispo. Lo normal es que
las universidades de nueva creación recibiesen primero una
bula pontificia primero (que señalamos como "b.p.") y
posteriormente un privilegio real ("p.r."), que daba por
concluido su período fundacional, reconocía sus
títulos académicos en todos los reinos de la
Monarquía Hispánica, y consolidaba su continuidad
institucional. Entre 1500 y 1620 aparecieron las siguientes
universidades, de las que indicamos cuáles tuvieron
continuidad hasta el presente (listadas en primer lugar), y la
región y situación aproximada de su sede en el
territorio español peninsular:

1. Universidad Complutense (Alcalá de Henares,
centro), fundada por el cardenal y arzobispo de Toledo Fray
Francisco Jiménez de Cisneros, con una larga fase
fundacional de 1497 (b.p.) a 1508 (p.r.); su sede fue trasladada
a la cercana Madrid en el siglo XIX, donde todavía existe
hoy, y ha desempeñado el papel de Universidad Central, de
ámbito nacional, durante casi todo el siglo XX (sede de un
buen número de titulaciones de alta
especialización, y punto obligado de ingreso,
selección y promoción del profesorado universitario
de toda España hasta al menos 1975). En la década
de 1990 se fundó en Alcalá de Henares una nueva
universidad civil que heredó el patrimonio
histórico de la Complutense, en el que destaca el edificio
del actual rectorado, de estilo renacentista plateresco (1525),
que albergó las primeras aulas.

2. Universidad de Valencia o "Estudi General" (Valencia,
este), fundada entre 1500 (b.p.) y 1502 (p.r.) por el Rey
Fernando el Católico y el papa Alejandro VI (Rodrigo de
Borja, nacido en la ciudad valenciana de Játiva), y
controlada por la municipalidad de Valencia. Hace ahora una
década que cumplió su quinto centenario, siendo una
de las universidades civiles más antiguas de
España.

3. Universidad de Santo Tomás de Sevilla
(Andalucía, suroeste), nacida del Colegio de San Pablo de
los Dominicos, e impulsada por las gestiones del arzobispo de
Sevilla Fray Diego de Deza; 1517 (b.p.) – 1541 (p.r.). Su
continuadora es la actual Universidad de Sevilla, de
carácter civil y estatal, hoy gestionada por la Junta de
Andalucía, gobierno de la comunidad autónoma
andaluza.

4. Universidad de Santiago de Compostela (Galicia,
noroeste), surgida del Colegio Compostelano entre 1526 (b.p.) y
1567 (p.r.) impulsada por la figura del arzobispo de Santiago
Alonso de Fonseca; hoy en día continúa su labor
manteniendo sus señas de identidad originales, pero
integrada en el sistema público estatal universitario
primero, y en el autonómico gallego en las últimas
décadas.

5. Universidad de Granada (Andalucía, sur),
fundada a iniciativa del rey Carlos V para consolidar la
evangelización del reino musulmán de Granada,
conquistado por los Reyes Católicos (sus abuelos maternos)
tras una guerra de once años (1481-1492). Recibió
primero el privilegio real en 1521, y luego la bula pontificia en
1531. Hoy en día sigue existiendo, sin solución de
continuidad desde su fundación.

6. Universidad de Zaragoza (Aragón, nordeste),
surgida de una anterior Facultad de Artes a instancia del
municipio zaragozano: 1542 (p.r.) – 1555 (b.p.). Ha permanecido
abierta sin apenas interrupciones hasta el presente, y sigue
funcionando con el mismo nombre.

7. Universidad de Oviedo, fundada por iniciativa del
obispo de la capital asturiana V. Valdés; 1574 (b.p.) –
1604 (p.r.), siguió funcionando hasta hoy.

8. Universidad de Ávila (Castilla, centro),
emanada del convento dominico de la ciudad, elevado a Colegio; la
iniciativa partió de la provincia castellana de la Orden
de Predicadores (frailes dominicos), 1576 (b.p.) – 1638 (p.r.),
se extinguió; en la década de 2000 se fundó
una Universidad Católica (UCA) que ha retomado en parte su
legado y señas de identidad.

9. Universidad del Burgo de Osma (Castilla,
centro-norte), emanada de un anterior Colegio, por iniciativa del
obispo P. Álvarez de Costa; 1555 (b.p.) – 1562 (p.r.),
extinguida.

10. Universidad de Almagro (Castilla, centro-sur),
emanada de un convento dominico elevado al rango colegial, a
instancias de F. de Córdoba; se extinguió sin haber
obtenido bula ni privilegio.

11. Universidad de Orihuela (Valencia, sudeste), surgida
del convento dominico oriolano, elevado al rango de Colegio, por
mediación del obispo de Orihuela Fernando Loazes; 1569
(b.p.) – 1646 (p.r.); extinguida, hubo diversas gestiones
posteriores para su reapertura, las últimas en la
década de 1990, pero sin éxito hasta el
momento

12. Universidad de Egea de los Caballeros
(Aragón, nordeste), surgida de un anterior Colegio, a
impulsos del municipio; sólo obtuvo la bula pontificia
(1546) y se extinguió sin haber obtenido el privilegio
real.

13. Universidad de Sahagún-Irache (Aragón,
nordeste), surgida del monasterio benedictino de Sahagún,
posteriormente elevado a colegio; recibió la bula
pontificia en 1534, pero no expidió títulos
universitarios fuera de la orden benedictina hasta 1665 (p.r.);
extinguida.

14. Universidad de Baeza (Andalucía, centro-sur),
surgida de un anterior Colegio de Artes, a instancias del
arcediano R. López; 1542 (b.p.) – 1583 (p.r.),
extinguida.

15. Universidad de Gandía (Valencia, este),
impulsada por la Compañía de Jesús, cuyo
convento en la ciudad pasa primero a Colegio y luego a
Universidad; obtuvo la bula pontificia en 1547 gracias a las
gestiones de su fundador, S. Francisco de Borja, duque de
Gandía primero, luego ordenado sacerdote jesuita y valedor
de su orden en los reinos de la Corona de Aragón (tercio
oriental de España); se extinguió sin obtener el
privilegio real.

16. Universidad de Osuna (Castilla, centro), surgida de
un anterior Colegio, e impulsada por el Conde de Ureña, J.
Téllez-Girón, un noble muy influyente; obtuvo la
bula pontificia (1548) pero se extinguió sin haber
obtenido el privilegio real.

17. Universidad de El Escorial (Castilla, centro),
surgida con anterioridad al colosal monasterio jerónimo
creado por Felipe II en su localidad (hoy habitado por regulares
agustinos, tras la extinción de la Orden de S.
Jerónimo en 1835), 1505 (b.p.), se extinguió sin
embargo sin haber obtenido el privilegio real.

18. Universidad de Pamplona (Navarra, norte-nordeste),
emanada del convento de los dominicos de la capital navarra,
elevada al rango de Colegio; 1624 (b.p.) – 1630 (p.r.), impulsada
por el caballero navarro M. Abaurrea, posteriormente extinguida;
actualmente existen dos universidades en Navarra, que han
recogido parcialmente su legado, la Universidad de Navarra
(católica) y la Universidad Pública de Navarra
(civil autonómica).

19. Universidad de Oñate (Vizcaya,
norte-nordeste), impulsada por el obispo de Ávila R. de
Mercado; 1545 (b.p.) – 1549 (p.r.), extinguida. Posteriormente,
la Compañía de Jesús fundó un Colegio
en Deusto, elevado más tarde al rango de Universidad, que
hoy continúa funcionando como centro católico
privado, con un alto prestigio en buena parte de sus
titulaciones.

19. Universidad de Tarragona (Cataluña,
este-nordeste), emanada del seminario diocesano de la capital
tarraconense a instancias de su obispo, el Cardenal Cervantes
(sin relación con el famoso autor del Quijote); 1574
(b.p.) – 1580 (p.r.), su actual continuadora es la Universitat
Pompeu Fabra del sistema autonómico catalán, con
sedes en la propia ciudad de Tarragona y en la cercana de
Reus.

20. Universidad de Vic (Cataluña, este-nordeste),
fundada a solicitud del municipio vicense en 1599 (b.p.),
extinguida sin haber obtenido el privilegio real.

21. Universidad de Tortosa (Cataluña,
este-nordeste), surgida de un convento dominico elevado al rango
de Colegio, bajo la dirección del padre dominico B. Surio;
1600 (b.p.) – 1645 (p.r.), extinguida. Su actual continuadora es
la Universitat Rovira y Virgili del sistema autonómico
catalán.

22. Universidad de Solsona (Cataluña,
este-nordeste), emanada del convento y luego Colegio dominico
local; obtuvo la bula pontificia en 1620, y se extinguió
sin obtener el privilegio real.

La iniciativa eclesiástica fue, como puede verse,
fundamental en la creación y promoción de estos
centros. En su creación influye desde la demanda efectiva
de estudios superiores por parte de la municipalidad, a la idea
de perpetuar su memoria por parte del fundador (caso éste
muy claro en el obispo de Ávila R. de Mercado, fundador de
la universidad o Estudio de Oñate), pasando por la
voluntad municipal de aprovechar los beneficios económicos
derivados de la atracción de la población
estudiantil (ejemplos serían las universidades o Estudios
de Pamplona y Tarragona). Ahora bien, el elemento motriz
quizá primordial en estas universidades fue el crecimiento
de las órdenes religiosas. Diez universidades fueron fruto
del clero regular español, siete de ellas, de la Orden de
Predicadores (dominicos) —Sevilla, Osuna, Ávila,
Tortosa, Orihuela, Pamplona y Solsona—. No hay que olvidar
que el primer requisito legal para que una universidad pudiera
empezar a funcionar era la bula pontificia. La obtención
de dicha "gracia" o licencia se gestionaba con mayores
probabilidades de éxito en el seno mismo de la
Iglesia.

Entre las veinticuatro fundaciones universitarias
citadas sólo cuatro recibieron el privilegio real por
vía prioritaria: Granada y Zaragoza, que lo obtuvieron
antes que la bula pontificia; Vic, que funcionó sin bula;
y el Convento Estudio General del Real Monasterio de El Escorial,
que no llegó a obtener tampoco con posterioridad la bula
papal. De las restantes, quince solicitaron con anterioridad la
bula pontificia, y sólo tras laboriosas gestiones
consiguieron la legitimación por parte de la
monarquía española. Otras cuatro universidades
funcionaron exclusivamente con la autorización de la sede
romana (Egea de los Caballeros, Gandía, Osuna y Solsona) y
sólo una (Almagro) funcionó sin bula ni privilegio,
perseguida por las requisitorias de los tribunales reales. La
actitud inicial ante la demanda de creación de estas
universidades era muy restrictiva, prácticamente limitada
al establecimiento de colegios internados, que poco a poco
irían ampliando sus funciones y atribuciones legales. Las
irregularidades de la conversión de estos colegios en
universidades fueron numerosas. Colegios como los de Almagro y
Solsona actuaron como universidades sin bula papal. Otros, como
los de Orihuela, Irache, Sevilla o Ávila, una vez
concedida la licencia de Roma, no solicitaron la
aprobación real. Se tendió a desarrollar una
política de hechos consumados. Los enfrentamientos entre
universidades fueron frecuentes. La de Salamanca intentó
por todos los medios a su alcance sabotear la creación de
la Complutense de Alcalá de Henares; la de Barcelona hizo
lo mismo con las de Vic y Solsona; la de Valencia intrigó
contra la de Orihuela. La lucha por el mercado estudiantil fue
cruda desde sus comienzos. Fue sin embargo positiva la
aparición de diversas imprentas a la sombra de las nuevas
universidades: tal fue el caso de los impresores que abrieron
talleres en Osuna, Sigüena, Tortosa y Orihuela.

A diferencia de lo ocurrido en Francia y el Imperio
Alemán, que tuvieron un apogeo y un declive de las
universidades en el primer cuarto del siglo XVI, España
tuvo su auge universitario al mismo tiempo que Gran
Bretaña, entre las décadas de 1540 y 1620.
Rivalizando con el protagonismo eclesiástico, el
intervencionismo de la Corona fue en aumento, y cada vez
más visible por las regulares inspecciones de funcionarios
reales a los distintos centros. Las universidades surgidas en la
época de los Reyes Católicos (1480-1515) fueron
concebidas como instituciones capaces de formar los letrados y
juristas que el Estado necesitaba como cuerpo de funcionarios. En
1493 Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón
introdujeron la exigencia de titulación universitaria para
acceder a los distintos cargos de los tribunales reales
(Chancillerías de Castilla y Audiencias de Aragón)
y en los consejos supremos del Estado. La medida, lejos de ser un
hecho excepcional, venía a completar toda una serie de
disposiciones tendentes a no dejar escapar de su control unas
instituciones que, se creía, habían de ponerse al
servicio del Estado. Entre éstas destacaban las
encaminadas a controlar la expedición de grados
académicos (1480), a proteger la venta de libros de
futuras tasas fiscales (1480), a establecer un sistema de censura
previa para las imprentas (1502), a regular las incorporaciones
de grados para evitar fraudes y falsificaciones (1491), a
prohibir bajo duras sanciones los sobornos y "dádivas" que
era costumbre a la hora de conceder cátedras a profesores
(1494) etc. Las universidades españolas en el siglo XVI
fueron viveros de letrados, canteras de burócratas, que
aspiraban a una serie de cargos, considerados el sustitutivo
idóneo de un título de nobleza para los segundones
de las familias aristocráticas y gentes de la baja nobleza
(caballeros e hidalgos) que no podían aspirar a vivir de
rentas territoriales. La tendencia de la monarquía a
controlar ideológica y administrativamente las
universidades se puso de manifiesto en varias medidas: la cada
vez más rigurosa filtración impuesta para su
ingreso en ellas; los frenos a la expansión de los
estudios secundarios, limitando la fundación de escuelas
de gramática a las ciudades que contaran con la presencia
de un corregidor, y permitiendo sólo subsistir a las que
pudieran demostrar legalmente unas rentas anuales de 300 ducados;
en el control sobre la adjudicación de las cátedras
a profesores, imponiendo el llamado "turno colegial", sistema por
el que cada cátedra vacante debía ser confiada,
según un orden previamente acordado, a la elección
de una lista cerrada de Colegios Mayores; todo ello supuso la
creación de un selectivo tamiz social que favorecía
claramente a la nobleza y a las facciones partidarias del rey y
sus consejeros más directos. La práctica del
sistema consistía en asegurar, de cada cinco
cátedras vacantes, cuatro para los Colegios Mayores que
sólo admitían a hijos de familias nobles
emparentadas con los grupos de poder leales a la
monarquía.

La ambigüedad de origen en su fundación fue
la constante en la mayor parte de las universidades. En la
mayoría de los casos, a una primera fundación de
carácter eclesiástico seguía un
reconocimiento legal por parte de la Corona. Ello
condicionó, entre otros factores, una grave dualidad en
las jerarquías universitarias. Tanto en las universidades
castellanas (salvo en la Complutense de Alcalá, donde no
existía el cargo de canciller) como en las aragonesas, las
máximas autoridades académicas estuvieron
compuestas por un rector, máxima autoridad
académica, y un canciller, máxima magistratura
policial y gubernativa, con atribuciones judiciales. Éste,
llamado "maestrescuela" en la universidad de Salamanca, era un
cargo de designación eclesiástica. En Valladolid y
Barcelona el cargo estaba agregado a las atribuciones del obispo
de la ciudad. El rector en las universidades castellanas, salvo
en la Complutense, debía ser un laico. Sus funciones
variaban de una universidad a otra: en las ciudades aragonesas
estaban muy limitadas por las atribuciones de las autoridades
municipales, encabezadas por los Consejeros, el Racional y los
Letrados; en la Universidad Complutense, eran amplias y
autónomas, no supeditadas a ninguna autoridad superior; el
rector complutense ostentaba, en el recinto de su universidad,
todo el poder administrativo, judicial y policial. En el resto de
Castilla, los rectores universitarios eran supervisados
institucionalmente por Consiliarios y Diputados, como en las
universidades de Salamanca y Valladolid. En otras universidades,
el rector mandaba pero no gobernaba de facto. El claustro,
integrado en Salamanca por un 50% de todos los profesores y todos
los estudiantes, tenía en las universidades castellanas un
carácter marcadamente polémico,
políticamente belicoso. Los Consiliarios, Diputados o
Definidores eran cargos de cierta relevancia en universidades
como la de Valladolid o Salamanca. Sin embargo, no
existían en universidades como la de Valencia; en la de
Barcelona fueron introducidos en 1585 los Consiliarios. Los
primeros titulares de estos cargos, un total de ocho
señores insaculados (sorteados) entre dieciséis
nombres propuestos por el rector y la corporación
municipal, tenían como función la
supervisión docente. Los Definidores, en las universidades
en que existían, salían de un sorteo o
insaculación de veinte nombres, constituyendo una lista de
diez, incluidos entre los nobles graduados, propuestos por el
rector, el canciller y un colegio restringido de
catedráticos, realizaban la supervisión de las
cuentas de la universidad, actuando como auditores internos de
tipo económico-administrativo. La elección del
rector en Salamanca, Valladolid o Granada se realizaba
según el procedimiento de la antigua universidad de
Bolonia (Italia), y junto al rector eran votados los cargos de
Consiliarios. En Salamanca, el estatuto universitario de 1422
fijó como preceptivo un total de seis escrutinios, y el de
1538 acabó precisando la designación por
insaculación (sorteo) de una terna previamente elegida por
los Consiliarios. Este sistema fue el que se adoptó
también en Valladolid. En las universidades aragonesas el
rector era elegido por los miembros de la corporación
municipal o ediles (Consellers), bien por medio de
votación directa o por sistemas de voto
indirecto.

Respecto a sus condiciones, en Salamanca, aunque no se
prefijaba su condición de estudiante (efectivamente, el
rector era un estudiante y no un profesor), al prohibirse que
fuera un religioso o un hombre casado, menor de 24 años,
catedrático o colegial (miembro de un Colegio Mayor), en
la práctica fue casi siempre un estudiante, elegido de
entre los Diputados, es decir, de sangre aristocrática.
Rectores famosos en la universidad de Salamanca fueron Pedro
González de Mendoza (1544), Íñigo
López de Mendoza (1564), Diego López de
Zúñiga (1567) y Sancho de Ávila (cuatro
veces rector entre 1568 y 1588). En Valladolid estaban excluidos
de las listas electorales al puesto de rector los religiosos y
los hombres casados, y habitualmente los electos fueron graduados
o doctores. En Alcalá de Henares (U. Complutense) fue
siempre un colegial (noble) elegido por los propios colegiales.
En su elección de los cuatro candidatos que
obtenían más votos, con un mínimo de cuatro,
se sorteaba quién sería el rector, quedando los
otros tres como Comisarios. En Valencia fue hasta 1585 un
catedrático el elegido como rector, y después, un
canónigo de la catedral y profesor de la universidad. En
Barcelona, desde 1567 se estableció una rotación
por gremios o colectivos académicos: el primer año,
salía elegido un jurista; el segundo, un médico; el
tercero, un maestro en artes (humanista); y el cuarto, un
teólogo (clérigo). El sistema rotativo
cambió a comienzos del siglo XVII, cuando el rectorado
pasó a recaer en uno de los ediles (consellers) de la
corporación municipal barcelonesa. Respecto a la
procedencia, se precisó en las universidades castellanas
que los elegibles al rectorado debían ser naturales de los
reinos de Castilla, matizándose en el caso de Salamanca
una alternancia por orígenes geográficos: el primer
año, un castellano; el segundo, un leonés. El cargo
de rector era de obligada aceptación. Su vigencia fue
anual (por un solo curso académico) en la mayor parte de
las universidades españolas; trienal en Valencia; y hubo
casos de rectorados de varios años de duración,
aunque con carácter de excepción. En Alcalá
de Henares el mismo nombre no podía ser reelegido por
espacio de dos años.

Los docentes o catedráticos en las universidades
castellanas eran elegidos por los escolares, según el
procedimiento de Bolonia, que sería progresivamente
relegado en favor del procedimiento de la Sorbona de
París, de nominación a cargo de las autoridades
académicas. La elección más abierta fue la
realizada en Salamanca y Granada, donde se establecieron severas
disposiciones respecto a la pureza de las oposiciones: lectura
pública del tema propuesto por el rector durante una hora
y media; evitación de contacto entre opositores y
electores; condiciones fijas y estables para los electores, que
debían ser siempre estudiantes mayores de 14 años.
A partir de 1623 el Consejo de Castilla (órgano con
funciones de Tribunal Supremo y máximas atribuciones de
policía interior en toda la Corona de Castilla) es el que
provee las cátedras salmantinas, sobre una terna impuesta
por el tribunal que juzga las oposiciones. Desde esta fecha ya no
serán los estudiantes los jueces electores. Los claustros
tenderán a restringirse a los catedráticos
perpetuos (por privilegio especial patentizado) y a los
colegiales (nobles).

En las universidades aragonesas el progresivo
intervencionismo municipal tendió a imponer la
nominación directa de profesores por parte de los ediles
municipales o "consellers". Desde 1567 sólo salen a
oposición en Barcelona las cátedras de
gramática (latina), artes (humanidades) y
filosofía. En Valencia se establecieron oposiciones a
partir del estatuto universitario aprobado en 1609. Hasta 1510,
en la universidad valenciana los catedráticos
habían sido nombrados directamente por los jurados
(ediles) de la corporación municipal. En Lérida se
introdujeron las oposiciones en fecha tan tardía como
1575; hasta ese momento, sólo podían dar clase
aquellos académicos bendecidos por la camarilla
política local.

Las cátedras tenían una duración
variable: cuatrienales en Salamanca, trienales en Barcelona,
anuales en Valencia (hasta 1561) y luego trienales, perpetuas
(vitalicias) en Alcalá de Henares etc. Los sueldos de los
catedráticos fueron tan magros como oscilantes. En
cualquier caso, siempre fueron muy superiores en la Corona de
Castilla que en la de Aragón. Mientras un
catedrático de medicina cobraba en Salamanca entre 300 y
700 ducados al año, en Barcelona sólo
percibía entre 25 y 50 ducados anuales. En Alcalá
de Henares la dotación de cátedras montaba en el
siglo XVI de 27.000 a 51.000 maravedíes anuales, mientras
que en Valencia sólo pasó de 4.000 a 10.000
maravedís en toda la centuria (el "maravedí" era
una unidad de cuenta monetaria que se usaba sobre todo para
establecer comparaciones; en realidad, el sistema monetario era
complejo e irracional en todas partes, y circulaban muchos tipos
de monedas distintos al mismo tiempo en todas partes). En cuanto
a su estructura económica, las universidades castellanas
eran mucho más sólidas y estaban mejor financiadas
que las aragonesas.

La dependencia de las universidades aragonesas de los
cambios políticos y las peripecias de las corporaciones
municipales era un constante quebradero de cabeza para sus cargos
académicos. En Lérida los ingresos de la
universidad dependían de los impuestos municipales sobre
el vino y la carne (que eran altos y universales en la
mayoría de los casos, aunque pueda parecer
contradictorio). En Valencia la aportación
económica de la Iglesia fue decisiva, y salvó a la
universidad en muchas ocasiones de los desfalcos perpetrados en
el ayuntamiento. El sueldo extaordinario que cobró Gabriel
Celaya, un poderoso catedrático de filosofía de
principios del siglo XVI que actuó durante años
como un auténtico señor de vasallos dentro de la
universidad, y que monopolizó el cargo de rector durante
varios años a partir de 1528, fue financiado por las
rentas de una de las canonjías del cabildo de la catedral
de Valencia. De hecho, las constribuciones que hizo el arzobispo
de Valencia Santo Tomás de Villanueva a la universidad de
Valencia fueron decisivas para su supervivencia y
continuidad.

Uno de los factores que contribuían a la
precariedad financiera de estas universidades, era que la mayor
parte de sus ingresos procedían de las propias
contribuciones económicas de los egresados por la
adquisición de sus títulos académicos. En la
universidad de Valencia tales contribuciones (o "tasas de
título") representaban más del 50% de los ingresos
consignados presupuestariamente al año. El presupuesto
institucional creció desde los 18.560 sueldos en 1548 a
los 41.533 sueldos en 1598 (el "sueldo" o "sou" en Valencia era
una unidad de cuenta monetaria con el mismo papel que el
"maravedí" en Castilla). En este caso, las tasas de
admisión (coste de la matrícula) eran de medio
sueldo por alumno y curso; el coste económico total a
satisfacer en Valencia para obtener un grado académico
universitario como el Bachillerato en Artes (grado básico
obligatorio para cursar estudios superiores) costaba unas seis
libras y media (la libra era otra unidad de cuenta); una
licenciatura venía a costar, además del esfuerzo
necesario para aprobar las materias y el examen final
público, unas cuarenta; y un doctorado, que era el
máximo grado académico y facultaba para
desempeñar una cátedra en cualquier caso,
podía ascender a cincuenta libras. En las universidades
castellanas, en cambio, el coste económico de los grados
académicos era mucho menor, aproximadamente un 50% de lo
que costaban en las universidades aragonesas.

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