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Medios de comunicación, secuestro extorsivo y agenda pública




Enviado por Marcelo



Partes: 1, 2, 3

  1. Construcción de la seguridad
    social
  2. Sociedad y
    comunicación
  3. Tratamiento del caso Blumberg por parte de la
    prensa escrita
  4. Leyes
  5. Reflexiones y conclusiones
  6. Bibliografía

CAPITULO I

Construcción
de la
seguridad social

Habitamos una época signada por y la
sensación de inseguridad permanente. Un clima que estrecha
los vínculos entre la construcción de la seguridad
como problema social, las demandas ciudadanas y la agenda de
políticas públicas en materia criminal.

Argentina no escapa a ello y gran parte de los
contenidos que asumen las percepciones locales sobre el orden
social han sido colonizados por el discurso de la seguridad y sus
sensaciones. La construcción de la problemática en
torno a la inseguridad ha sufrido dos grandes procesos: por un
lado, al abarcar más dominios de la vida social, han
pasado a ocupar un lugar cada vez más importante en la
agenda pública; por otro, su sentido se ha centralizado en
la inseguridad frente al delito.

La temporalidad de la sensación de inseguridad
tiene sus comienzos en la década del noventa y se
expresó sistemáticamente a fines de ese
período. La construcción de la seguridad como
problema fue transformándose: en la Argentina de mediados
de siglo XX, el término seguridad representaba la
integración en los colectivos de protección; desde
hace poco más de diez años la seguridad se
convierte en un sinónimo de seguridad urbana frente al
delito; específicamente, frente a los callejeros o
predatorios. A la vez, este tipo de "inseguridad" comienza a
ocupar un lugar cada vez más preponderante en las
representaciones sociales acerca del riesgo y, consecuentemente,
en las agendas de gobierno (Niszt Acosta, 2006). Una
exploración de la seguridad durante este siglo evidencia
su difusión en diversos terrenos como el económico
y el laboral. Sin embargo, específicamente durante 2002 y
2003 se desplazó hacia la protesta social, y los
movimientos de trabajadores desocupados ("piqueteros"), se
convirtieron en la personificación de la amenaza. En los
últimos años, la preocupación por el delito
retoma una trayectoria ascendente, en la cual la inseguridad se
manifiesta como la mayor preocupación de la época,
produciendo pedidos de soluciones extremas, profundizando el
control social informal y naturalizando un estado de alerta sobre
cualquier expresión de diversidad. En estos escenarios
signados por la profundización de discursos de orden,
seguridad y control social, nos preguntamos sobre los factores
que intervienen en la conformación de las percepciones de
riesgo, y las formas y contenidos que asumen las demandas de
seguridad de las denominadas "mayorías silenciosas". Estas
indagaciones nos conducen a examinar los procesos de
construcción identitaria basados en la noción de
víctima y la relación que, desde este
posicionamiento, los actores entablan con la agenda de
política criminal.

1.1. RIESGO Y PERCEPCION.

La consideración sobre las percepciones de riesgo
requiere de una perspectiva que las enmarque en contextos
específicos y logre captar su particularidad. Pensar el
riesgo desde una perspectiva culturalista (en la cual su
percepción pública y sus niveles de aceptabilidad
son construcciones socio-históricas cambiantes), implica
postular un fuerte vínculo entre la selección y
jerarquización de peligros, por un lado, y la
elección de determinada organización social y los
valores que la sustentan, por otro (Douglas y Wildavsky, 1983).
En este sentido, las sensaciones de amenaza frente a diversos
tipos de eventualidades han recorrido la historia de la
humanidad. La religión, la astrología, las
profecías fueron utilizadas históricamente, en
tanto estrategias anticontingencia, como maniobras para dar
sentido a la opacidad de la realidad, para explicar el azar, el
destino (Grecia Antigua), la divina providencia (Cristianismo), o
la fortuna (Renacimiento, Barroco) (Francescutti, 2003). En estos
marcos, la sensación de peligro se caracteriza por ser
general y difusa; las posibilidades de sufrir un daño son
imponderables e imprevisibles. De este modo, la contraparte de
este sentimiento reside en la impotencia generalizada ante la
existencia efectiva de potenciales daños y peligros, sin
que se disponga de los medios adecuados para prevenirlos,
medirlos, asumirlos.

No fue hasta fines del medioevo que estas percepciones
del peligro pudieron entrar en la lógica del riesgo, es
decir, en la expectativa calculable de sufrir un daño: un
acontecimiento previsible, estimable y, por lo tanto, asegurable.
La posibilidad de controlar, dominar, prevenir o -al menos-
limitar las consecuencias del daño implicaron
también la inclusión de la responsabilidad como un
nuevo elemento a considerar.

La secularización de la fortuna, el conocimiento
científico -con ellos, el desarrollo de la industria del
seguro– y la filosofía del progreso coadyuvaron al avance
del capitalismo. El XIX, fue el siglo de proliferación de
riesgos y de oportunidades. De este modo, algunos riesgos se
percibieron domesticados, mientras otros se minimizaron, negaron
o fueron tomados como oportunidades positivas para el cambio y el
progreso social e individual.

La actitud liberal frente a los riesgos, propia del
siglo XIX, dio paso a su gestión Estatal entre fines de
ese siglo y la primera mitad del siguiente; el Estado de
Bienestar se caracterizó por la progresiva
incorporación de áreas administrables. Su
agotamiento supuso no sólo la crisis fiscal del Estado y
un vuelco en la forma de gestionar las contingencias sino que
también implicó cuestionamientos más
generales en el plano social, político y cultural que
transformaron nuevamente las percepciones sobre el riesgo. La
idea de progreso, el determinismo científico, la
noción de causalidad lineal fueron las más
cuestionadas. En las ciencias sociales las concepciones de
reflexividad y de consecuencias no deseadas de la acción,
ocupan el primer plano. En el terreno del control social, ello no
sólo debilita la posibilidad de planificación sino
que a la vez derrota la confianza y el optimismo que
imperó hacia mediados del siglo pasado sobre el control y
la planificación segmentada y focalizada, la cual
demostró prontamente señales de fracaso.

Así, el agotamiento del "estado de bienestar",
signa en varios aspectos la subjetividad contemporánea.
Los discursos actuales de orden y las percepciones de riesgo
forman parte de la crisis del sistema de ideas que
estructuró al control social formal e informal hasta hace
pocas décadas (Garland, 2005). Estos discursos y
percepciones echan luz sobre los vínculos entre los
cambios efectuados en las racionalidades políticas, las
funciones y responsabilidades asumidas por el Estado y la
configuración de nuevas subjetividades. En este contexto,
una característica primordial de la subjetividad
contemporánea es su atravesamiento por el miedo. Entre los
factores culturales que intervienen en esta configuración,
la caída de la idea de futuro como motor de la sociedad
burguesa tiene un papel protagónico. En el ámbito
de los riesgos, la promesa de futuro como progreso
funcionó como ideología, facilitando la
aceptación de un cambio social cada vez más
arriesgado y tendiendo a negar o minimizar posibles contingencias
adversas. El cambio de signo en esta relación produce su
reverso, el temor y el cálculo infinito de cada riesgo,
entendido éste en su cara negativa, ante un presente que
se percibe como inseguro. Pero, de modo general, la caída
de la idea de futuro y de los sistemas que la apoyaban,
desmoronan las certezas (reales o imaginadas) que apuntalaba el
Estado de Bienestar y colaboran con el surgimiento de nuevas
incertidumbres respecto a instituciones nodales de la
dinámica social, incluido el propio porvenir colectivo e
individual (Beck, 1998; Castel, 2004). Esto apareja fuertes
consecuencias en la experiencia sobre el orden social y en las
percepciones, los discursos y las prácticas locales. Como
se adelanto, en el ámbito de las responsabilidades
asumidas por el Estado, la mutación en la forma de
administrar los riesgos supuso cambios sobre las áreas que
la gestión benefactora había sumado y, en varios
aspectos, el debilitamiento y la caducidad de estos sistemas de
protección clásicos.

Estas transformaciones implican, por un lado, el regreso
de riesgos sociales clásicos que, vinculados a la
desigualdad, se percibían como controlados desde
hacía décadas. Por otro, emergen nuevos peligros,
que por su carácter, distan de poder ser anticipados y
prevenidos (peligros devenidos del desarrollo científico y
tecnológico). A su vez, ambos tipos de riesgos se
presentan en un contexto de caducidad de las redes de
protección clásicas de modo que la cuestión
de fondo de estos temas es la percepción de
desprotección y vulnerabilidad (Beck, 1989; Castel, 2004).
Haciendo un juego de complementariedad con este rol del Estado
Neoliberal, se configura una nueva racionalidad política
que asume la gestión individual de los riesgos sociales y
que, por ello, necesita y construye (en tanto tecnología
del yo) individuos "prudentes" en todos los planos, responsables
de su seguridad laboral, educacional, de salud, y también
de su seguridad civil –mediante la prevención
situacional del delito y el consumo del mercado de seguridad
privada (O´Malley, 2006; Hener, 2008). En esta trayectoria
de la gestión y de las percepciones de los riesgos,
parecería volverse a la lógica de peligro
impredecible e incalculable propio de períodos
históricos previos. Justamente, los teóricos de la
modernidad tardía, reflexiva o líquida han
delineado la subjetividad contemporánea centrándose
en las categorías de riesgo (Beck, 2000), de
"pérdida de seguridad ontológica" -a partir de la
distancia entablada con la tradición- y de "cultura del
riesgo" (Giddens, 1993). En estas conceptualizaciones, el riesgo
cobra un importante lugar: la subjetividad atemorizada,
vulnerable, en la cual el orden se vive como precario, es el
espacio en el cual la distinción entre riesgos
clásicos y nuevos riesgos, por un lado, y entre riesgos
civiles y sociales, por otro; cualquiera puede ser víctima
de cualquier cosa, sin posibilidad de control ni gestión.
Es la subjetividad cada vez más susceptible a advertir la
posibilidad de peligro, sea real o no, en cualquier
situación. Castel (2004) procura un avance sobre la
"cultura del riesgo" planteada por los teóricos de la
sociedad del riesgo global. La subjetividad contemporánea
está atravesada por el temor, pero ello no debe
naturalizarse
. Castel facilita una distinción ausente
en las nuevas teorías del riesgo: Si es evidente la
caducidad de los sistemas de protección, es necesario
captar la naturaleza de sus obstáculos para realizar un
programa de seguridad con estrategias diferenciadas. En este
sentido, distingue entre protecciones civiles y sociales -y su
reverso, las inseguridades- concretando y acotando la
noción de riesgo. Éstas proceden de diferentes
procesos (la constitución del Estado de derecho y la
constitución del Estado social), necesitan diferentes
condiciones y se encuentran cuestionadas por diferentes
limitaciones. Sobre esta distinción, el diagnóstico
de Castel se acerca a los casos latinoamericanos. Para el autor,
la complejidad del problema de las protecciones reside, como se
adelantó, en la conjunta aparición de lo que
denomina una "nueva generación de riesgos" vinculados al
desarrollo de las ciencias y las tecnologías y la
erosión de los sistemas de protección
clásicos.

Lo importante de esta combinación es que produce
un estado de incertidumbre frente al porvenir que también
alimenta la inseguridad civil. En este sentido, Castel retoma el
aumento del temor y la sensación de inseguridad analizados
por Beck, procura señalar su conexión con el
debilitamiento de las estrategias clásicas de
gestión de riesgos sociales y denunciar la
confusión que suponen.

Por eso, es necesario distinguir las contingencias que
pueden dominarse colectivamente, de las que no. En esta
dirección que el sociólogo francés
crítica la noción de riesgo de Beck, considerando
que se basa en una confusión entre riesgo y peligro: el
riesgo puede preverse, estimarse y asegurarse mientras que, el
peligro se caracteriza por dicha imposibilidad. Esta
extrapolación de la noción de riesgo, mediante su
vaciamiento e inflación, deriva en el "mito de la
seguridad total" que coloca a la incertidumbre y el miedo en el
centro de la existencia social, incrementando la demanda de
seguridad hasta el infinito y disolviendo la posibilidad efectiva
de estar protegidos (Castel, 1986 y 2004). Castel, propone hacer
del riesgo un reductor de incertidumbre. De este modo, combatir
la inseguridad implica disminuir el pánico generalizado y
erradicar ese mito. Si la lógica de control ha colapsado,
se debe despejar y rescatar la dimensión social y
política de los nuevos factores de incertidumbre e
interrogarse sobre las condiciones en que pueden ser enfrentados
y manejados colectivamente. Esta propuesta entraña
más beneficios para sociedades como la Argentina, en las
que simultáneamente han proliferado y se han naturalizado
riesgos clásicamente vinculados a la desigualdad social,
que pueden ser neutralizados mediante la construcción de
nuevas redes de protección.

1.2 SUBJETIVIDADES.

Mientras el riesgo opera como catalizador de las
incertidumbres y la lógica del control sigue siendo el
modo legítimo de conjurar el miedo, las subjetividades
adoptan rasgos propios de estos escenarios. Las formas y
contenidos que asumen las demandas en contextos de riesgo se
definen a través de una subjetividad marcada: todos
somos víctimas
o, al menos, lo somos potencialmente.
En el marco de los procesos de transformación
socioeconómica, la dislocación entre la estructura
objetiva y la constitución de las identidades sociales
(Laclau, 1993) intenta acortarse a través de la
apelación a dimensiones culturales y morales. De este
modo, las referencias identitarias en los escenarios de
inseguridad parecen guarecerse bajo un manto moral que delinea
visiones y posiciones sobre el orden y el control social. Las
percepciones de riesgos definen la constitución de
colectivos a partir de la victimización. Con la
desilusión generalizada respecto de la
representación política mediante, la sociedad civil
se organiza en grupos de ciudadanos que demandan al Estado por
problemas concretos (Murillo, 2008). La articulación de
estos reclamos -en gran medida, diversos- se centra en los
anhelos de una comunidad ideal y la ausencia de parámetros
de previsibilidad absoluta, es leída en clave de
inseguridad. Estas narrativas se definen desde lo moral, nunca se
presenta como política, ya que se trata de la comunidad de
sujetos decentes enfrentados a los políticos corruptos y a
los delincuentes (protegidos por los primeros). La sociedad civil
victimizada adquiere un tono apolítico desde el cual se
constituye como sujeto de reclamo; como un "todos" conjura
imaginariamente las diferencias y desigualdades, y promete una
comunidad armónica que eliminará todos los
padecimientos.

En estos escenarios, emerge el denominado paradigma
victimizante (Pitch, 2003). El declive de las viejas identidades
políticas convierte al campo penal en un espacio propicio
para la reconstrucción de actores políticos. Esto
no significa que estemos sólo ante un cambio en el objeto
de interés, sino que revela una compleja mutación
semántica que conduce desde el paradigma de la
opresión hacia el de la victimización.

El posicionamiento en tanto víctimas comporta
ventajas, pues tiene la capacidad de transformar miedos difusos
en una serie de actitudes focalizadas al identificar culpables,
definir problemas y establecer chivos expiatorios. La principal
fortaleza de estos recursos de identidad radica en delimitar una
comunidad moralmente superior que hace posible la performace del
grupo, como un cuerpo con intereses y valores similares desde el
cual articularse. Así, se refuerzan los límites
frágiles de su identidad social y se otorgan sentidos
concretos a la alteridad.

Estas conformaciones requieren estrategias
teóricas que ayuden a construir el concepto de
víctima de la inseguridad y a desnaturalizarlo desde la
pregunta por el modo de constitución del sujeto. Este
novedoso tipo de establecimiento de los individuos en la arena
pública permite indagar si estamos ante la existencia de
una práctica social donde se puede localizar la emergencia
de una nueva forma de subjetividad. La identidad de
víctima, socialmente legitimada (ya que cualquiera puede
ser el próximo), define el surgimiento de un individuo
constituido políticamente que reclama al Estado cambios en
las políticas públicas y en las normas penales. El
"locus del dolor" (Pita, 2005) ayuda a estructurar los reclamos y
a producir la identificación inmediata con la
víctima, con su sufrimiento. La identidad se produce en la
relación del hombre con su entorno y el saber es la
consecuencia de las relaciones de fuerza en una estructura social
determinada. El conocimiento de sí, las reglas del relato
de la experiencia, el tipo de narrativas de la vivencia, la
construcción de la idea de que cualquiera es una potencial
víctima, define la importancia de reflexionar desde el
establecimiento de identidades al interior de las relaciones
políticas. Las condiciones históricas y sociales
donde se forma el sujeto son la base sobre la cual existen
subjetividades y dominios de verdad. Por eso, la caída de
la idea de futuro, las incertidumbres respecto de las
instituciones políticas, la caducidad de las redes de
protección social, generan una identidad basada en la
percepción del riesgo, en las vivencias subjetivas del
miedo. Así, tanto la vivencia individual
traumática, como el miedo difuso de ser el próximo,
se fundan como verdad común y definen una subjetividad en
el riesgoso devenir cotidiano: víctimas.

El conflicto se transmite, se narra, se unifica en el
discurso y en las prácticas políticas. La
experiencia del miedo se ordena a través de
categorizaciones que permiten que la percepción individual
se convierta en definición colectiva. El concepto se
convierte en tal cuando desaparece la experiencia individual,
cuando la unicidad del acto se ajusta a otros casos similares. La
vivencia personal se iguala, desde la palabra, a una experiencia
colectiva, hasta masiva, entendida por el temor. Se olvida la
diferencia de cada caso y la subjetividad se constituye desde una
conceptualización común.

Ante la crisis, el temor al devenir, el trauma o la
imposibilidad de hallar políticas públicas que
aplaquen el dolor, es necesaria la seguridad del orden subjetivo:
juntarse con pares del miedo o del sufrimiento, reclamar cambios
para que otros "no pasen por lo mismo" o para que "nuestros
hijos" no sigan habitando en un mundo hostil, imprevisible,
violento; en fin, un mundo inseguro. Este es el re-nacimiento de
la comunidad.

1.3 DEMANDAS AL ESTADO.

El devenir se reconstituye en el modo en que
históricamente cada sociedad, cada grupo social, genera la
repulsión del otro. El miedo estabiliza la
identificación con la noción de víctima, la
noción de víctima se desborda a partir de su
carácter despreciable. El miedo al otro, al violento, al
desconocido. El pánico frente al sucio, al pobre, al de
más allá, adquiere una forma corporal materializada
en la noción de víctimas. Lo anormal nos ataca, nos
victimiza. Si, por un lado, el orden es concebido en tanto
seguridad y éste último se define por su ausencia,
y si, por otro, la constitución de lo despreciable, en
términos amplios, genera una subjetividad política
que gira alrededor de la sensación de
desprotección, la demanda que se establece como
prioritaria (y frecuentemente como única) es la del
endurecimiento del control social punitivo, más
restrictivo de los derechos individuales y excluyente de los
elementos conflictivos del orden.

En este terreno, los actores que motorizan demandas se
configuran a partir de su práctica política como
víctimas. Esta misma constitución
transforma sus experiencias y delimita una idea de una comunidad
de valores que posibilita la performance del grupo. Las
comunidades de víctimas, muchas veces definidas
mediáticamente como "mayorías silenciosas", se
constituyen como personas colectivizadas por el único
elemento que parece común, el miedo. Son individuos
representados como miembros de la mayoría de los
ciudadanos que no poseen filiaciones políticas ni tienen
hábitos de manifestarse. Son los sujetos que salen de sus
espacios privados, de su silencio público, para reclamar
protección al Estado. Desde una retórica
apolítica, las víctimas legitiman un
posicionamiento público "transparente" a favor del
reforzamiento punitivo.

En momentos de sutura de las diferencias internas de las
comunidades de víctimas y en escenarios de
reconstitución del otro, es posible que se generen
campañas de Ley y orden. Desarrolladas en contextos
sociales conflictivos, estas campañas buscan resoluciones
morales, punitivas, caracterizándose por poseer discursos
plurales e, incluso, antagónicos (Zaffaroni, 1993). En
ellas, el orden se instaura desde el conflicto procurando
establecer formaciones hegemónicas desde construcciones
significantes en torno al castigo. Los cambios en la subjetividad
contemporánea, los nuevos colectivos de víctimas y
sus demandas se complementan, en varios aspectos, con las
responsabilidades asumidas por el Estado. La gestión de
riesgos se define desde un recurso que para el Estado se presenta
casi como el elemento exclusivo de relegitimación
política: el endurecimiento de políticas de
Seguridad. Esto remarca la mutación del Estado social
hacia un Estado de la seguridad, desde el que se enfatizan las
propuestas de "Ley y el orden" y el ejercicio de la autoridad
punitiva. Pero, a la vez, sus políticas se basan sobre
promesas falsas que supone pensar a la seguridad social y la
seguridad civil como esferas separadas. En este punto, no caben
dudas que la seguridad civil debe estar garantizada por el
Estado. Pero, el combate a la inseguridad civil no puede
efectuarse por cualquier medio, ni ignorando la
interrelación y retroalimentación entre seguridades
civiles y sociales. Aún más, si la inseguridad
civil debe combatirse debe hacerse, en gran medida, a
través de la lucha contra la inseguridad social. Ello
implica desarrollar y reconfigurar protecciones sociales, por un
lado, y denunciar la inflación del sentimiento de
inseguridad, propio de la época, por el otro.

El sentimiento de comunidad victimológico no
puede sino devenir excluyente; los propios riesgos nos excluyen
de pensarnos con otros, a través de otros, desde otros.
Reconfigurar identidades colectivas capaces de demandar
políticas sociales inclusivas define parte de la
constitución de ciudadanías que puedan volver a
pensar un porvenir. Es un proceso en el que, en paralelo, las
propuestas estatales deben tender (al menos) a establecer
oportunidades más igualitarias que permitan reconfigurar
un nosotros más amplio. Democracias peligrosas o
democracias inclusivas. Una de las dicotomías centrales
del tránsito democrático latinoamericano de los
próximos años.

CAPITULO
II

Sociedad y
comunicación

2.1 PENSAMIENTOS DESCRIPTIVOS SOBRE LA
COMUNICACION.

GENERALIDADES.

A partir de los años noventa la inseguridad ha
sido tan debatida en los espacios públicos de
discusión, -y no tan públicos-, desde donde se
construye la sociabilidad y, al mismo tiempo, tan hondamente
sentida desde la intimidad familiar subjetiva, que ha llegado a
formar parte de la cotidianidad de los Argentinos.

Cierto es que se cometieron más delitos que en
décadas anteriores; en consecuencia, la magnitud del
fenómeno es mucho mayor. Además, han aparecido
formas emergentes de violencia -secuestros, homicidios,
extorsión, robos con lesiones, etc.- que le agregan
dramatismo y espectacularidad. En la medida en que estas
manifestaciones de la violencia son representadas desde la
visión mediática, tienen repercusiones
significativas en el ánimo de la población que se
siente temerosa, indefensa, en riesgo de ser víctima de un
hecho delictivo.

Aunque existe una base estadística que muestra un
aumento de los actos delictivos violentos, de acuerdo con
investigaciones socio-criminológicas, la
apreciación de la población sobre el aumento de la
inseguridad está más asociado al imaginario
colectivo que a la objetividad del fenómeno.
Científicos sociales se han dedicado a estudiar y explicar
este fenómeno de la inseguridad como un elemento subjetivo
o emocional a partir de categorías como sentimiento,
percepción, sensación de inseguridad y, más
recientemente, construcción social del miedo.

Buena parte de estas investigaciones están
centradas en la forma como los medios de comunicación
modelan el comportamiento que las personas tienen de la realidad,
considerando a "… la comunicación de masas como un
proceso de mediación social en la creación de
significados" (Barata, 2000:260). Como señala Pegoraro
(2000:17), "… el miedo al delito se nutre de las
representaciones imaginarias que tenemos tanto del delito como de
los delincuentes, que generalmente son producidos por los medios
de comunicación en cuanto seleccionan y amplifican casos
paradigmáticos". Como ha ocurrido claramente con el
secuestro y posterior homicidio de Axel Blumberg.

La alarma social y los ribetes dramáticos
presentes en las informaciones periodísticas sobre hechos
violentos, hacen que se acrecienten los miedos e inseguridades
presentes en el ánimo colectivo. En este sentido, se ha
responsabilizado a los medios, del clima de terror o
pánico urbano expresado en la sensación de
vulnerabilidad de la población: "… los medios causan una
visión errónea de la distribución y efectos
del delito violento, una distorsión de la imagen social
del delincuente, una difusión irracional del miedo al
delito y, en consecuencia, dificultan la resolución del
problema real de la delincuencia violenta" (Pérez Perdomo,
1997: 3).

Investigaciones más recientes señalan que
los medios no sólo construyen la imagen estigmatizada del
victimario; además, contribuyen a la creación de un
tipo social de víctima, "… favorecen la creación
de una única víctima: "la clase social media o
alta". (….) Se construye la idea de que la violencia es
sólo padecida por los sectores medios y, por otro lado, se
crea un sentido de "desechabilidad" de todo un sector de la
población, es decir, un sector que no es indispensable
para la sociedad" (Zubillaga y Cisneros, 2002:78).

Pero no sólo inciden los medios sobre la
construcción social del miedo -identificando al
victimario, su modus operandi, las situaciones, los lugares
peligrosos y a la víctima-. La dinámica que generan
mediante los discursos construidos provocan efectos y
consecuencias inmediatas sobre la estructura del control
social.

"Más que tener una función de drenaje de
la energía agresiva, la violencia en los medios
tendería a instigar el comportamiento violento produciendo
un "efecto de imitación" en la audiencia" (Aronson, citado
por Arraigada y Godoy, 1999:10).

Así mismo, los medios son acusados de
manipulación con fines ideológicos. En este
sentido, afirma Barata (1994:3) que la prensa "… elabora su
propio discurso de la realidad, lo difunde y esa nueva
visión se convierte en punto de referencia para la
opinión pública y la clase política. Pero
ocurre que no siempre la realidad construida por los medios es un
reflejo de lo social".

En la construcción que los medios hacen de la
realidad, se privilegian ciertas visiones del mundo, con su carga
de intereses, sobre otras; se fabrica un discurso cargado de
presencias -lo socialmente posible- y ausencias -lo que se
encuentra fuera del ámbito de lo posible- "… donde lo
"presente" y lo "ausente" tienen por objeto eliminar, borrar, de
la conciencia colectiva y de la existencia social, las realidades
no mencionadas; destruir las categorías, los conceptos,
las imágenes que nos permiten pensarlas y actuar sobre
ellas; generar el olvido social" (Rodríguez, 1997:410).
"Lo que fabrican y distribuyen no son ya bienes, sino opiniones,
juicios y prejuicios, contenidos de conciencia de todo
género", sentenciaba H.M. Enzensberger

La "presencia" en la construcción social del
miedo viene expresada por la cobertura, relevancia y tratamiento
que los medios le otorgan a la criminalidad violenta, por encima
de otros asuntos públicos de mayor significación e
importancia. Esto es lo que Baratta (1989) llama función
de management de los medios masivos, cuya intención al
colocar el problema delictivo por encima de otros problemas es la
de conservación y mantenimiento del orden social. De esta
forma,

"… en ausencia de información controlada de la
realidad criminal por parte del Estado, que oriente las
políticas públicas de seguridad, los aparatos de
representación no sólo colonizan el discurso
producido por el sentido común al respecto, sino
también el ámbito del control formal, privatizando
de facto las polís". "penetrar profundamente en la
complejidad de muchos fenómenos y procesos particulares de
grupos más o menos determinados en extensión y que
pueden ser abarcados intensivamente" (Romero Salazar, 1997:
29-30),

"Un nuevo y temible Cuarto Poder de los Medios, no
existe como tal simplemente porque el de los Medios, no es un
poder independiente; el verdadero Cuarto Poder salido de la Post
Guerra Fría, es la Plutocracia como forma degenerada del
capitalismo y la democracia". (Pasquali)

En la producción del discurso periodístico
ocurren operaciones de selección, resumen,
combinación y reformulación estilística,
realizadas a partir de los mensajes iniciales provenientes de las
fuentes de información. En esta transformación de
los discursos de fuente intervienen, entre otros factores, los
procesos cognitivos e ideológicos de los periodistas, los
intereses corporativos, las rutinas institucionales y los
formatos esquemáticos de los textos
periodísticos.

Además del consenso profesional sobre lo que se
considera noticiable, existe también un componente
ideológico que determina la relevancia de los textos
periodísticos sobre instituciones Estatales y otros grupos
de elite. Por lo general, la rutina periodística se centra
en las instituciones y grupos que ostentan el poder. Esto
significa, por ejemplo, que a las versiones policiales de un
suceso como puede ser una manifestación, un crimen o una
huelga, se les concede mayor importancia que a la versión
dada por un manifestante, o que a la opinión del
sospechoso, o a la del huelguista. Este sesgo también se
manifiesta en las diversas estructuras textuales.

Los miembros de los grupos poderosos son, a menudo, los
protagonistas de las noticias, a ellos se les cita más a
menudo, aparecen con mayor frecuencia en los titulares y sus
declaraciones se presentan como más dignas de
crédito. Por el contrario, los menos poderosos suelen
tener escasa prominencia en los textos periodísticos; sus
versiones de un hecho particular suelen marginarse o ignorarse y
no aparecen como fuentes de información confiable o como
protagonistas de los hechos, a menos que ejecuten acciones
violentas o causen algún tipo de "problema".

Por otra parte, los medios de comunicación
establecen cuáles temas son importantes, dignos de captar
el interés del público, y cuáles temas han
de ignorarse. De esta manera, por exceso o por defecto la
realidad se desvirtúa, se deforma hasta perder su esencia
y convertirse en otra realidad construida y mediatizada por los
flujos informativos. Sólo parece real lo que se legitima
mediáticamente; el resto de la realidad no lo
es.

Sunkel (1985) explica que el lenguaje y la
estética son dos elementos centrales que caracterizan la
prensa sensacionalista. De acuerdo con este autor, los diarios
populares han tenido dos líneas de desarrollo vinculadas a
corrientes de pensamiento diferentes: una racional-iluminista y
otra simbólico-dramática. La segunda vertiente es
la que ha marcado al sensacionalismo y lo ha imbuido de una
concepción mítico-religiosa que representa al mundo
en términos dicotómicos (el bien y el mal, el
paraíso y el infierno…) y, al mismo tiempo, lo ha
provisto de una estética cuyo fin es impresionar al
espectador mediante la representación teatral de los
sentimientos y las pasiones.

Según Ferri de Barros (2001), el periodismo
sensacionalista cumple la función social de establecer una
perfecta delimitación entre el bien y el mal. Al
atribuírsele la maldad extrema a los "otros", a los
criminales, los restantes miembros de la sociedad reafirman los
valores contrarios.

La sociedad de nuestros días es esencialmente
mediática; de allí que sean los medios y no las
instituciones públicas quienes la dotan de estructura
interna. La representación mediática se convierte
en un nuevo proyecto de vertebración social. (Castells,
2000; Bisbal, 2004).

Se puede entender por medios de comunicación
cualquier objeto que hace las veces de vía para conducir
información de un sujeto a otro.

La democracia, de acuerdo con la definición ya
clásica de O'Donell y Schmitter, "se entiende como un
proceso histórico con fases de transición,
consolidación y persistencia analíticamente
distintas, aún si empíricamente son
superpuestas".

Por lo tanto, la relación entre medios y la
democracia, como ya varios autores han afirmado, consiste en que
la información es la base de todo proceso
democrático, o dicho en términos de Diego
Valadés, "todo proceso democrático es un proceso
comunicativo", de ahí que existan intereses diversos en la
posesión y ejecución de los medios, entre ellos el
Estado, los mismos empresarios de los medios y, en ocasiones, la
sociedad organizada. Y es que la democracia es el resultado de
procesos deliberativos y toda deliberación "supone la
modificación endógena de las preferencias a
través de la comunicación".

En concreto, los medios de comunicación en una
sociedad democrática se asume que cumplen con las
siguientes funciones:

a) producir información, cultura,
educación y entretenimiento que contribuya a la
formación de una cultura cívica; b)
supervisar y vigilar la gestión y organización del
poder público; c) servir al interés
público de los ciudadanos; d) difundir dicha
información y convertirla atractiva para la
audiencia.

En este aspecto, una vez que se hayan establecido las
normas jurídicas que den figura a un sistema
democrático, el papel del Estado, en palabras de J. R.
Cossío, "se reduce a velar por el cumplimiento de las
modalidades de los derechos, sea para impedir los abusos, o sea
para anular los actos contrarios a las normas".

Los medios en la democracia se basan en el modelo de
"espacio público", donde se pondera el interés
público
, y este último ha tenido diferentes
acepciones. Siguiendo la definición de Croteau y Hoynes,
cuando hablamos de interés público, se identifica
al sistema de medios como una de las áreas clave, en la
que los ciudadanos se constituyen, se informan y tienen la
posibilidad de deliberación. Desde este enfoque, la
evaluación y análisis que de los medios se pueda
hacer a la luz de la democracia, definitivamente debe pasar por
la prensa, radio, televisión, cine, internet, libros,
etcétera, es decir, por todos los productos
mediáticos.

En la realidad, el interés público tiene
mucho menos atención en los medios, que las ganancias
económicas generadas por el sensacionalismo, las historias
triviales y el amarillismo. A principios del siglo XXI, el
equilibrio entre el interés público y las ganancias
económicas de las industrias, es lo que dibuja el dilema
de los medios en una democracia; pero estos dos aspectos no lo
son todo, ya que la cultura cívica de las sociedades
conserva sus propias paradojas y contradicciones que fortalecen
la industria comercial mediática.

José Manuel de Pablos Coello, advierte que este
tipo de intervenciones que atentan contra la prensa, se encuadran
dentro de la llamada prensa amarilla, la cual reconocemos como la
antítesis del Periodismo serio, riguroso, objetivo y
transportador de la verdad. "Prensa capaz de provocar la noticia
aún cuando no existe y de deformar la información
con el fin de hacerla más atractiva y comercial, para el
crédulo lector".

La apelación a la ética, tiene, pues, una
explicación pragmática, de eficacia. Exige
salvaguardar permanentemente estos principios de cualquier
intento de restricción o coacción procedente de
toda forma de poder, así como de su posible
degradación, producida por su eventual inobservancia o
adulteración por los propios medios o de quienes trabajan
en ellos; es decir antes de emitir o de publicar un mensaje, debe
ser consciente del poder del instrumento que usa y de los efectos
que puede provocar.

La responsabilidad ética, es la que han
contraído con la opinión pública y la
sociedad en su conjunto. La complementan una responsabilidad para
con la comunidad internacional, que tiene que ver con el respeto
a los valores universales. Subordinadas a estas dos se reconocen
la responsabilidad contractual para con la empresa a la que
presta su servicio profesional, y una cuarta responsabilidad
derivada del respeto a la Ley civil y penal.

Así bien, Gabriel Almond y Sidney Verba, dieron
origen a la idea de cultura cívica, intentando analizar la
relación entre actitudes políticas de un pueblo y
la naturaleza de su sistema político. En cuanto a que las
actitudes políticas de los individuos son influenciadas
por los medios de comunicación, éstos deben
promover cierto tipo de posturas que den razón de un
sistema político democrático o no
democrático. La cultura cívica se basa forzosamente
en "una estructura social muy diferenciada y articulada, como
clases sociales, sectores étnicos y ocupacionales, y
grupos religiosos o regionales relativamente autónomos", y
particularmente, se caracteriza porque tiene la capacidad de
organización y coacción.

Por esta razón, la cultura cívica en una
sociedad democrática necesita de un sentimiento popular
democrático, producido por la asimilación
consciente de los principios democráticos básicos
tolerancia, pluralismo, respeto a los derechos humanos,
publicidad de los actos del poder público, responsabilidad
de los funcionarios, inexistencia de inmunidades del poder,
etc.-.

Sin alejarnos de la cuestión, es obligatorio
volver la vista a lo que realmente los medios de
comunicación ofrecen y ponderan en un esquema de
conglomerados que concentran la información. Recordando
que una de las características o estrategia de negocios de
las empresas mediáticas es el sensacionalismo o dramatismo
en las historias, se crea, pues, un sistema de valores falsos que
son sostenidos por estudios de mercado y lanzados como "lo que
interesa al público", que no es lo mismo que "el
interés público".

El hecho es que si los medios de comunicación no
fomentan los valores democráticos y enriquecen la cultura
cívica, resulta que el negocio que los medios representan
no es compatible con los propósitos democráticos -o
útil siquiera al Estado de derecho-. Es más: el
sensacionalismo ha probado ser mitigante de los valores
democráticos.

"el poder económico se traduce en poder
político, que a su vez puede utilizarse para reforzar el
poder económico, y así sucesivamente".

"el paso decisivo hacia la democracia es la
transferencia del poder de un grupo de personas a un conjunto de
normas".

De acuerdo con David Eeaston, políticas
es definido como "the authoritative allocation of values for a
society", ("La asignación autorizada de valores para una
sociedad"), sin embargo, algunos argumentan que no es adecuado
hablar de los valores sociales en general, más bien,
consiste en individuos que interactúan, maniobran, crean
estrategias, cooperan y, mucho más que eso, mientras
buscan un objetivo -cualquiera que éste sea- en un grupo
social.

Las políticas públicas son implementadas
por servidores públicos y su "valor" y credibilidad
dependen de la representatividad y legitimidad del gobierno
electo, así como de la técnica y preparación
de la burocracia.

El valor no existe en sí; es la "propiedad" que
adquiere una cosa. O bien los parámetros morales que
adquiere una realización humana; la que debe ajustarse a
dos grandes limitaciones, no debe perjudicar la libertad de
nadie, (si quieren ser respetuosos con los derechos
básicos de cada cual), y debe utilizarse para bien y no
para mal. Conocer estos valores y cultivarlos, es una forma de
integrarse a la familia humana.

En un sistema democrático liberal, para que el
gobierno intervenga en un asunto público es necesario que
el valor del producto exceda el valor de los recursos invertidos.
Además, conciben al ciudadano como consumidor, por tanto,
los esfuerzos del sector público deben ser evaluados en
función del mercado político de los ciudadanos y de
las decisiones colectivas de las instituciones
democráticas representativas.

A principios del siglo XX, Robert Dahl consideró
dos instituciones básicas de un sistema
democrático:

Libertad de expresión. Los ciudadanos
tienen el derecho a expresarse, sin correr peligro de sufrir
castigos severos, en cuestiones políticas definidas con
amplitud, incluida la crítica a los funcionarios
públicos, el gobierno, el régimen, el sistema
socioeconómico y la ideología
prevaleciente.

Partes: 1, 2, 3

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