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Adolf Hitler – Mi Lucha




Enviado por Maira Bordon



Partes: 1, 2

    INTRODUCCIÓN

    "MI LUCHA" ("Mein Kampf"), de Adolfo Hitler, es un libro
    de palpitante actualidad y sin duda una de las obras de
    política más sensacionales que se conoce en la
    postguerra. Circula por el mundo traducido a ocho idiomas
    diferentes y hace tiempo que la edición alemana ha
    alcanzado una cifra de millones.

    Si hasta antes del 30 de enero de 1933, fecha en que
    Hitler asumió el gobierno del Reich, se consideraba a
    "Mein Kampf" como el catecismo del movimiento nacionalsocialista,
    en la larga lucha que éste sostuviera para llegar a
    imponerse, ahora que Alemania está saturada de la
    ideología hitleriana, bien se podría afirmar que
    "Mein Kampf" constituye la carta magna por excelencia de este
    poderoso Estado que, en el corazón de Europa, rige hoy el
    conjunto armónico de la vida de un gran pueblo de 67
    millones de habitantes.

    El carácter de autobiografía que tiene la
    obra, aumenta su interés, perfilando, a través de
    hechos realmente vividos, la recia personalidad del hombre a
    quién sus conciudadanos han consagrado con el nombre
    único de FÜHRER.

    En las páginas de "Mi Lucha", el lector
    encontrará enunciados todos los problemas fundamentales
    que afectan a la Nación Alemana y cuya solución
    viene abordando sistemáticamente el gobierno
    nacionalsocialista. Quien juzgue sin ofuscamientos doctrinarios
    la obra renovadora del Tercer Reich, habrá de convenir en
    que Hitler fue dueño de la verdad de su causa al impulsar
    un vigoroso movimiento de exaltación nacional llamado a
    aniquilar el marxismo que estaba devorando el alma popular de
    Alemania. El nacionalsocialismo llegó al gobierno por
    medios legales, fiel a la norma que Hitler proclamara desde la
    oposición: "El camino del Poder nos lo señala
    la ley
    ". Bien ganado tiene por eso el galardón de
    haber batido en trece años de lucha a sus adversarios
    políticos en el campo de las lides
    democráticas.

    El socialismo nacional que practica el actual
    régimen en Alemania, revela, en hechos tangibles, la
    acción del Estado a favor de las clases desvalidas; es un
    socialismo realista y humano, fundado en la moral del trabajo,
    que nada tiene en común con la vonciglería del
    marxismo internacional que explota en el mundo la miseria de las
    masas. Hitler, que nación en esfera modesta y forjó
    su personalidad en la experiencia de una vida de lucha y de
    privaciones, sabe que dentro de la estructura de un pueblo y de
    su economía no caben preferencias odiosas, sino un
    espíritu de mutua comprensión y de justa
    valoración del rol de cada uno y de su esfuerzo en el
    conjunto de la nacionalidad. La ideología hitleriana, en
    este orden, es una elevada ética, porque busca en el
    individuo la ponderación del mérito por el trabajo.
    El campesino y el obrero, así como el trabajador mental,
    todos tienen su lugar y ni a uno ni a otro puede
    menospreciárseles, como factores eficientes de la
    colectividad que integran. El Estado nacionalsocialista no es
    dictadura del proletariado ni puede serlo, puesto que repudia los
    privilegios.

    Uno de los órganos representativos de la prensa
    inglesa – el "Daily Mail" – editorializaba hace poco
    sobre la situación de la nueva Alemania en los siguientes
    términos: "El gobierno de Hitler promete ser el
    más duradero de cuantos haya visto Alemania y Europa
    mismo. En él nada hay inestable como ocurre en el gobierno
    de los países de régimen parlamentario, donde un
    partido intriga contra el otro y donde el Premier no representa
    sino una parte de la nación dividida. Hitler ha probado no
    ser un demagogo, sino un estadista y un verdadero reformador.
    Europa no deberá olvidar que gracias a él fue
    rechazado de una vez para todas el comunismo, que con su horda
    sangrienta amenazaba en 1932 avasallar a todo el Continente. Que
    los críticos digan lo que quieran, pero no podrán
    negar que el gobierno nacionalsocialista ha llevado a la
    práctica muchas de las ideas de Platón y que lo
    anima una pasión altruista al servicio de miras elevadas:
    la
    grandeza de la patria, el
    establecimiento de la justicia social y una lealtad inmutable en
    el cumplimiento del deber, además del enorme progreso
    material que Alemania ha logrado en los dos últimos
    años. El número de desocupados que en 1933 llegaba
    a 6.014.000 ha quedado reducido a

    2.604.000".

    La ideología del nacionalsocialismo alemán
    –opuestamente a lo que propagan sus detractores- es
    constructiva y, por tanto, pacifista, pero no pacifista en el
    sentido de aceptar la imposición de violencias
    internacionales contrarias a la dignidad y al honor de un pueblo
    soberano. ¿Habrá nación alguna que, desde su
    propio punto de vista, sea capaz de admitir condiciones de vida
    diferentes a las que le corresponden en el plano general de la
    igualdad jurídica de los Estados, dentro del concierto
    internacional? El pacifismo nacionalsocialista se inspira, pues,
    en principios elementales del Derecho y descansa sobre la unidad
    moral del pueblo alemán.

    En una interview publicada en "Le Matín"
    decía Hitler en noviembre de 1933 a propósito del
    espíritu bélico que se le atribuía:
    "Tengo la convicción de que cuando el problema del
    territorio del Sarre –que es suelo Alemán- haya sido
    resuelto, nada habrá ya que pueda ser motivo de discordia
    entre Alemania y Francia. Alsacia y Lorena no constituyen una
    causa de disputa
    ". Y añadía: "En Europa no
    existe un solo caso de conflicto que justifique una guerra. Todo
    es susceptible de arreglo entre los gobiernos, si es que
    éstos tienen conciencia de su honor y de su
    responsabilidad. Me ofenden los que propalan que quiero la
    guerra. ¿Soy loco acaso? ¿Guerra? Una nueva guerra
    nada solucionaría y no haría más que
    empeorar la situación mundial: significaría el fin
    de las razas europeas y, en el transcurso del tiempo, el
    predominio del Asia en nuestro Continente y el triunfo del
    bolchevismo. Por otra parte, ¿cómo podría yo
    desear la guerra cuando sobre nosotros pesan aún las
    consecuencias de la última, las cuales se dejarán
    sentir todavía durante 30 ó 40 años
    más? No pienso sólo en el presente, ¡pienso
    en el porvenir! Tengo una inmensa labor de política
    interior a realizar. Ahora estamos afrontando la miseria. Ya
    hemos conseguido detener el aumento del numero de desocupados;
    pero aspiro a hacer todavía mucho más. Y para
    lograr esto, necesito largos años de trabajo arduo.
    ¿Cómo ha de creerse, entonces, que yo mismo quiera
    destruir mi obra mediante una guerra?.

    El problema del Sarre acaba de ser solucionado
    pacíficamente con la reincorporación de este
    territorio a la soberanía alemana, y el Führer del
    Reich, volviendo a sus declaraciones de 1933, ha expresado, en su
    discurso del 1º de marzo de 1935 en Sarrebruck, estas
    memorables palabras: "El día de hoy, en que el Sarre
    vuelve a Alemania, no es un día de felicidad sólo
    para nosotros; creo que lo es también para toda Europa.
    Confiamos que con este hecho mejorarán definitivamente las
    relaciones entre Alemania y Francia. Tiene que ser posible que
    dos grandes pueblos se den la mano para afrontar en común
    esfuerzo las calamidades que amenazan aplastar a
    Europa".

    Estos antecedentes son de singular trascendencia en los
    anales de la historia europea de la postguerra, porque provienen
    de la figura contemporánea más discutida de Europa
    en cuanto a los verdaderos fines de su política, que
    significa la creación de una nueva forma de Estado y el
    triunfo de una nueva concepción de gobierno; aspectos por
    cierto, de enorme interés para la ciencia de la
    Política y para las enseñanzas que de ellos
    deduzcan, adaptándolos a sus propias necesidades, los
    pueblos amantes de su nacionalidad y ávidos de progreso y
    de renovaciones sociales.

    El libro "Mi Lucha" comprende dos partes. Para la mejor
    comprensión de la obra, conviene tener en cuenta que la
    primera parte fue escrita en 1924 y la segunda en
    1926.

    EL TRADUCTOR

    PROLOGO DEL AUTOR

    En cumplimiento del fallo dictado por el Tribunal
    Popular de Munich el 1º de abril de 1924, debía
    comenzar aquel día mi reclusión en el presidio de
    Landsberg, sobre el Lech.

    Así se me presentaba por primera vez,
    después de muchos años de ininterrumpida labor la
    oportunidad de iniciar una obra reclamada por muchos y que yo
    mismo consideraba útil a la causa nacionalsocialista. En
    consecuencia, me había decidido a exponer, no sólo
    los fines de nuestro movimiento, sino a delinear también
    un cuadro de su desarrollo, del cual será posible aprender
    más que de cualquier otro estudio puramente
    doctrinario.

    He querido asimismo dar a estas páginas un relato
    de mi propia evolución en la medida necesaria a la mejor
    comprensión del libro y también destruir al mismo
    tiempo las tendenciosas leyendas sobre mi persona propagadas por
    la prensa judía.

    Al escribir esta obra no me dirijo a los
    extraños, sino a aquellos que adheridos de corazón
    al movimiento, ansían penetrar más hondamente la
    ideología nacionalsocialista.

    Bien sé que la viva voz gana más
    fácilmente las voluntades que la palabra escrita y que
    asimismo el progreso de todo movimiento trascendental
    debióse generalmente en el mundo más a grandes
    oradores que a grandes escritores.

    Sin embargo, es indispensable que de una vez para
    siempre quede expuesta, en su parte esencial, una doctrina, para
    poder después sostenerla y propagarla uniforme y
    homogéneamente. Partiendo de esta consideración, el
    presente libro constituye la piedra fundamental que aporto a la
    obra común.

    EL AUTOR

    Escrito en el presidio de Landsberg
    Am Lech, el 16 de octubre de 1924

    CAPÍTULO PRIMERO

    En el hogar paterno

    Considero una predestinación feliz haber nacido
    en la pequeña ciudad de Braunau sobre el Inn; Braunau,
    situada precisamente en la frontera de esos dos Estados alemanes,
    cuya fusión se nos presenta – por lo menos a
    nosotros los jóvenes – como un cometido vital que
    bién merece realizarse a todo trance.

    La Austria germana debe volver al acervo común de
    la patria alemana, y no por razón alguna de índole
    económica. No, de ningún modo, pues, aun en el caso
    de que esa unión considerada económicamente fuese
    indiferente o resultase incluso perjudicial, debería
    llevarse a cabo, a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre
    corresponden a una patria común
    . Mientras el pueblo
    alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado,
    carecerá de un derecho, moralmente justificado, para
    aspirar a una acción de política colonial.
    Sólo cuando el Reich abarcando la vida del último
    alemán no tenga ya la posibilidad de asegurar a
    éste la subsistencia, surgirá de la necesidad del
    propio pueblo, la justificación moral de adquirir
    posesión sobre tierras en el extranjero. El arado se
    convertirá entonces en espada y de las lágrimas de
    la guerra brotará para la posteridad el pan
    cotidiano.

    La pequeña población fronteriza de Braunau
    me parece constituir el símbolo de una gran obra. Aun en
    otro sentido se yergue también hoy ese lugar como una
    advertencia al porvenir. Cuando esta insignificante
    población fue –hace más de cien años-
    escenario de un trágico suceso que conmovió a toda
    la nación alemana, su nombre quedó inmortalizado
    por los menos en los anales de la historia de Alemania. En la
    época de la más terrible humillación
    impuesta a nuestra patria rindió allá su vida por
    su adorada Alemania el librero de Nüremberg, Johannes
    Philipp Palm, obstinado "nacionalista" y enemigo de los
    franceses1. Se había negado rotundamente a delatar a sus
    cómplices, jejor dicho a los verdaderos culpables.
    Murió, igual que Leo Schlagetter, y como
    éste, Johannes Philip Palm fue también
    denunciado a Francia por un funcionario. Un director de la
    policía de Augsburgo cobró la triste fama de la
    denuncia y creó con ello el tipo que las nuevas
    autoridades alemanas adoptaron bajo la égida del
    señor Severing2.

    En esa pequeña ciudad sobre el Inn, bávara
    de origen, austríaca políticamente y ennoblecida
    por el martirologio alemán vivieron mis padres allá
    por el año 1890. Mi padre era un leal y honrado
    funcionario, mi madre, ocupada en los quehaceres del hogar, tuvo
    siempre para sus hijos invariable y cariñosa solicitud.
    Poco retiene mi memoria de aquel tiempo, pues, pronto mi padre
    tuvo que abandonar ese pueblo que había ganado su afecto,
    para ir a ocupar un nuevo puesto en Passau, es decir, en
    Alemania.

    En aquellos tiempos la suerte del aduanero
    austríaco era "peregrinar" a menudo; de ahí que mi
    padre tuviera que pasar a Linz, donde acabó por jubilarse.
    Ciertamente que esto no debió significar un descanso para
    el anciano. Mi padre, hijo de un simple y pobre campesino, no
    había podido resignarse en su juventud a quedar en la casa
    paterna. No tenía todavía trece años, cuando
    lió su morral y se marchó del terruño. Iba a
    Viena, desoyendo el consejo de aldeanos de experiencia, para
    aprender allí un oficio. Ocurría esto el año
    50 del pasado siglo. ¡Grave resolución la de
    lanzarse en busca de lo desconocido sólo provisto de tres
    florines! Pero cuando el adolescente cumplía los diez y
    siete años y había realizado ya su examen de
    oficial de taller para llegar a ser "algo mejor". Si cuando
    niño, en la aldea, le parecía el señor cura
    la expresión de lo más alto que
    humanamente podía alcanzarse, ahora –dentro de
    su esfera enormemente ampliada por la gran urbe- lo era el
    funcionario público. Con la tenacidad propia de un hombre,
    ya casi envejecido en la adolescencia por las penalidades de la
    vida, se aferró el muchacho a su resolución de
    llegar a ser funcionario y lo fue. Creo que poco después
    de cumplir los 23 años, consiguió su
    propósito.

    Cuando finalmente a la edad de 56 años se
    jubiló, no habría podido conformarse a vivir como
    un desocupado. Y he ahí que en los alrededores de la
    población austríaca de Lambach, adquirió una
    pequeña propiedad agrícola; la administró
    personalmente y así volvió después de una
    larga y trabajosa vida a la actividad originaria de sus
    mayores.

    Fue sin duda en aquella época cuando forjé
    mis primeros ideales. Mis ajetreos infantiles al aire libre, el
    largo camino a la escuela y la camaradería que
    mantenía con muchachos robustos, que era frecuentemente
    motivo de hondos cuidados para mi madre, pudieron haber hecho de
    mí cualquier cosa menos un poltrón.

    Si bien por entonces no me preocupaba seriamente la idea
    de mi profesión futura, sabía en cambio que mis
    simpatías no se inclinaban en modo alguno a la carrera de
    mi padre. Creo que ya entonces mis dotes oratorias se ejercitaban
    en altercados más o menos violentes con mis
    condiscípulos. Me había hecho un pequeño
    caudillo que aprendía bien y con facilidad en la escuela,
    pero que se dejaba tratar difícilmente.

    En el estante de libros de mi padre encontré
    diversas obras militares, entre ellas una edición popular
    de la guerra franco-prusiana de 1870-71. Se trataba de dos tomos
    de una revista ilustrada de aquella época e hice de ellos
    mi lectura predilecta. Desde entonces me entusiasmó cada
    vez más todo aquello que tenía alguna
    relación con la guerra o con la vida militar.

    Pero también en otro sentido debió esto
    tener significación para mí. Por primera vez
    -aunque en forma poco precisa- surgió en mi mente el
    interrogante de si realmente existía y, caso de existir,
    cuál podría ser, la diferencia entre los alemanes
    que combatieron en la guerra del 70 y los otros alemanes
    –los austríacos-. Me preguntaba ¿por
    qué Austria no tomó también parte en esa
    guerra al lado de Alemania? ¿Acaso no somos todos lo
    mismo?, me decía yo. Este problema comenzó a
    preocupar mi mente juvenil. A mis cautelosas preguntas
    debí oír con íntima emulación la
    respuesta de que no todo alemán tenía la suerte de
    pertenecer al Reich de Bismark.

    Esto era para mi inexplicable

    *

    **

    Se había decidido que
    estudiase.

    Por primera vez en mi vida, cuando apenas contaba once
    años, debí oponerme a mi padre. Si él en su
    propósito de realizar los planes que había
    previsto, era inflexible, no menos implacable y porfiado era su
    hijo para rechazar una idea que nada o poco le
    agradaba.

    ¡ Yo no quería llegar a ser
    funcionario!.

    Aun hoy mismo no me explico como un buen día me
    di cuenta de que tenía vocación para la pintura. Mi
    talento para el dibujo se hallaba tan fuera de duda, que fue uno
    de los motivos que indujeron a mi padre a inscribirme en un
    colegio de enseñanza secundaria; pero jamás con el
    propósito de permitirme una preparación profesional
    en ese sentido.

    Mis certificados escolares de aquella
    época registraban calificaciones extremas, según
    la materia de mi afición. Mis mejores notas
    correspondían al ramo de geografía y aún
    más todavía al de historia universal; en estos
    ramos predilectos era yo el sobresaliente en mi clase.

    Cuando ahora, después de transcurridos tantos
    años, hago un balance retrospectivo de aquella
    época, dos hechos resaltan como los más
    importantes:

    1º ME HICE
    NACIONALISTA.

    2º APRENDÍ A COMPRENDER Y A
    APRECIAR LA HISTORIA EN SU VERDADERO SENTIDO.

    La antigua Austria era un Estado de
    nacionalidades diversas.

    En realidad –por lo menos en aquel tiempo- un
    súbdito alemán del Reich no penetraba la
    significación que este hecho tenía para la vida
    cotidiana del individuo bajo la égida de un Estado
    semejante. Al tratarse del elemento austroalemán,
    solíase confundir con suma facilidad la dinastía
    degenerada de los Habsburgo con el núcleo sano del pueblo
    mismo.

    La generalidad no se daba cuenta de que si en Austria no
    hubiese existido un núcleo alemán de sangre pura,
    jamás habría tenido el germanismo la energía
    suficiente para imprimirle su sello a un Estado de 52 millones de
    habitantes de diverso origen, y esto en un grado de influencia
    tan grande, que en Alemania mismo llegó a formarse el
    errado concepto de que Austria era un Estado Alemán. Un
    absurdo de graves consecuencias, pero al mismo tiempo un
    brillante testimonio para los 10 millones de alemanes que
    habitaban en la Marca del Este. En Alemania, sólo muy
    pocos sabían de la eterna lucha por el idioma, por la
    escuela alemana y por el carácter alemán. Como en
    toda lucha (en todas partes y en todos los tiempos),
    también en la pugna por la lengua que existía en la
    antigua Austria, habían tres sectores; los
    beligerantes, los indiferentes y los traidores
    . Claro
    está que yo entonces no me contaba entre los indiferentes
    y pronto debí convertirme en un fanático
    nacionalista alemán.

    Esta evolución en mi modo de sentir hizo muy
    rápidos progresos, de tal manera que ya a la edad de
    quince años puede comprender la diferencia entre el
    "patriotismo" dinástico y el "nacionalismo"
    popular y desde aquel momento sólo el segundo
    existió para mí.

    ¿Acaso no sabíamos ya desde la
    adolescencia que el Estado austríaco no tenía ni
    podía tener afección hacía nosotros, los
    alemanes? La experiencia diaria confirmaba la realidad
    histórica de la acción de los Habsburgo. En el
    Norte y en el Sur, el veneno de las razas extrañas
    carcomía el organismo de nuestra nacionalidad y hasta la
    misma Viena fue visiblemente convirtiéndose, cada vez
    más, en un centro anti-alemán. La casa de los
    Habsburgo tendía por todos los medios a una
    chequización y fue la mano de la diosa de la Justicia
    eterna y de la ley de compensación inexorable la que hizo
    que el enemigo más encarnizado del germanismo en Austria,
    el Archiduque Francisco Fernando, cayera precisamente bajo el
    plomo que él mismo ayudó a fundir. Francisco
    Fernando era nada menos que el símbolo de la tendencia
    ejercitada desde el mando para lograr la eslavización de
    Austria.

    En la desgraciada alianza del joven Imperio
    alemán con el ilusorio Estado austríaco,
    radicó el germen de la guerra mundial y también de
    la ruina.

    A lo largo de este libro, habré de ocuparme con
    detenimiento del problema, Por ahora, bastará establecer
    que ya en mi primera juventud había llegado a una
    convicción que después jamás deseché
    y que más bien se ahondó con el tiempo: era la
    convicción de que la seguridad inherente a la vida del
    germanismo suponía la destrucción de Austria y que,
    además, el sentir nacional no
    coincidía en nada con el patriotismo
    dinástico, finalmente, que la Casa de los Habsburgo
    estaba predestinada a hacer la desgracia de la
    nación alemana.

    Ya entonces deduje las consecuencias de aquella
    experiencia: amor ardiente para mi patria austro-alemana y odio
    profundo contra el Estado austríaco.

    *

    **

    La cuestión de mi futura
    profesión debió resolverse más pronto de lo
    que yo esperaba.

    A la edad de 13 años perdí repentinamente
    a mi padre. Un ataque de apoplejía tronchó la
    existencia del hombre, todavía vigoroso, dejándonos
    sumidos en el más hondo dolor.

    Al principio nada cambió
    exteriormente.

    Mi madre, siguiendo el deseo de mi difunto padre, se
    sentía obligada a fomentar mi instrucción, es
    decir, mi preparación para la carrera de funcionario. Yo
    personalmente me hallaba decidido, entonces más que nunca,
    a no seguir de ningún modo esa carrera.

    Y he aquí que una enfermedad vino en mi ayuda. Mi
    madre, bajo la impresión de la dolencia que me aquejaba,
    acabó por resolver mi salida del colegio para hacer que
    ingresara en una academia.

    Felices días aquéllos, que me parecieron
    un bello sueño. En efecto, no debieron ser más que
    un sueño, pues dos años después, la muerte
    de mi madre vino a poner un brusco fin a mis acariciados
    planes.

    Este amargo desenlace cerró un largo y doloroso
    período de enfermedad que desde el comienzo había
    ofrecido pocas esperanzas de curación; con todo, el golpe
    me afectó profundamente. A mi padre le veneré, pero
    por mi madre había sentido adoración.

    La miseria y la dura realidad me obligaron a adoptar una
    pronta resolución. Los escasos recursos que dejara mi
    padre fueron agotados en su mayor parte durante la grave
    enfermedad de mi madre y la pensión de huérfano que
    me correspondía no alcanzaba ni para subvenir a mi
    sustento; me hallaba, por tanto, sometido a la necesidad de
    ganarme de cualquier modo el pan cotidiano.

    Con una maleta con ropa en la mano y con una voluntad
    inquebrantable en el corazón, salí rumbo a Viena.
    Tenía la esperanza de obtener del Destino lo que
    hacía 50 años le había sido posible a mi
    padre; también yo quería llegar a ser "algo", pero
    en ningún caso funcionario.

    CAPÍTULO SEGUNDO

    Las experiencias de mi vida en Viena

    Al morir mi madre fui a Viena por tercera
    vez y permanecí allí algunos
    años.

    Quería ser arquitecto, y como las dificultades no
    se dan para capitular ante ellas, sino para ser vencidas, mi
    propósito fue vencerlas, teniendo presente el ejemplo de
    mi padre que, de humilde muchacho aldeano, lograra hacerse un
    día funcionario del Estado. Las circunstancias me eran
    desde luego más propicias y lo que entonces me pareciera
    una rudeza del destino, lo considero hoy una sabiduría de
    la Providencia. En brazos de la "diosa miseria" y amenazado
    más de una vez de verme obligado a claudicar,
    creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó
    esa voluntad. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia y
    también toda mi fortaleza. Pero más que a todos
    eso, doy todavía más valor al hecho de que aquellos
    años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda
    para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde
    debí conocer a aquéllos por los cuales
    lucharía después.

    *

    **

    En aquella época abrí los ojos ante dos
    peligros que antes apenas si conocía de nombre, y que
    nunca pude pensar que llegasen a tener tan espeluznante
    trascendencia para la vida del pueblo alemán: el marxismo
    y el judaísmo.

    Viena, la ciudad que para muchos simboliza la
    alegría y el medio-ambiente de gentes satisfechas, tienen
    sensiblemente para mí solo, el sello del recuerdo vivo de
    la época más amarga de mi vida. Hoy mismo Viena me
    evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de
    calamidad encierra esa ciudad para mí, cinco largos
    años en cuyo transcurso trabajé primero como
    peón y luego como pequeño pintor para ganarme el
    miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca
    alcanzaba a mitigar el hambre; el hambre, mi más fiel
    camarada que casi nunca me abandonaba, compartiendo conmigo
    inexorable, todas las circunstancias de la vida. Si compraba un
    libro, exigía ella su tributo; adquirir un billete para la
    Opera, significaba también días de
    privación. ¡Que constante era la lucha con tan
    despiadada compañera! Y sin embargo en esa época
    aprendí más que en todos los tiempos pasados. Mis
    libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en
    todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años
    cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de
    la cual hoy mismo me sirvo.

    Pero hay algo más que todo esto: En aquellos
    tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que
    constituyó la base granítica de mi proceder de
    aquella época. A mis experiencias y conocimientos
    adquiridos entonces, poco tuve que añadir después;
    nada fue necesario modificar. Por el contrario, hoy estoy
    firmemente convencido de que en general todas las ideas
    constructivas se manifiestan, en principio, ya en la juventud, si
    es que existen realmente.

    Yo establezco diferencia entre la sabiduría de la
    vejez y la genialidad de la juventud; la primera solo puede
    apreciarse por su carácter más minuciosa y
    previsor, como resultado de las experiencias de una larga vida,
    en tanto que la segunda se caracteriza por una inagotable
    fecundidad en pensamientos e ideas, las cuales por su
    cúmulo tumultuoso, no son susceptibles de
    elaboración inmediata. Esas ideas y esos pensamientos
    permiten la concepción de futuros proyectos y dan los
    materiales de construcción, de entre los cuales la sesuda
    vejez toma los elementos y los forja para llevar a
    cabo la obra, siempre que la llamada sabiduría de la vejez
    no haya ahogado la genialidad de la juventud.

    *

    **

    Mi vida en el hogar paterno se diferenció poco o
    nada de la de los demás. Sin preocupaciones podía
    esperar todo nuevo amanecer y no existían para mí
    los problemas sociales. El ambiente que rodeó mi juventud
    era el de los círculos de la pequeña
    burguesía, es decir, un mundo que muy poca conexión
    tenía con la clase netamente obrera, pues, aunque a
    primera vista resulte paradójico, el abismo que separaba a
    estas dos categorías sociales, que de ningún modo
    gozan de una situación económica desahogada, es a
    menudo más profundo de lo que uno pueda imaginarse. El
    origen de esta –llamémosle belicosidad- radica en
    que el grupo social que no hace mucho saliera del seno de la
    clase obrera, siente el temor de descender a su antiguo nivel de
    gente poco apreciada, o que se le considere como perteneciente
    todavía a él. A esto hay que añadir que para
    muchos es agrio el recuerdo de la miseria cultural de la clase
    proletaria y del trato grosero de esas gentes entre sí, lo
    cual, por insignificante que sea su nueva posición social,
    llega a hacerles insoportable todo contacto con gente de un nivel
    cultural ya superado por ellos.

    Así ocurre que, apenas considera posible el
    "parvenu" aquello que es frecuente entre personas de elevada
    situación que, descendiendo de su rango, se acercan hasta
    el último prójimo. No se olvide que "parvenu" es
    todo aquel que por propio esfuerzo sale de la clase social en que
    vive para situarse en un nivel superior. Ese batallar, con
    frecuencia muy rudo, acaba por destruir el sentimiento de
    conmiseración. La propia dolorosa lucha por la existencia
    anula toda comprensión para la miseria de los
    relegados.

    En este orden quiso el destino ser magnánimo
    conmigo, constriñéndome a volver a ese mundo de
    pobreza y de incertidumbre que mi padre abandonara en el curso de
    su vida. El destino apartó de mis ojos el fantasma de una
    educación limitada propia de la pequeña
    burguesía. Empezaba a conocer a los hombres y
    aprendía a distinguir los valores aparentes o los
    caracteres exteriores brutales, de lo que constituía su
    verdadera mentalidad.

    Al finalizar el siglo XIX, Viena se contaba ya entre las
    ciudades de condiciones sociales más desfavorables.
    Riqueza fastuosa y repugnante miseria caracterizaban el cuadro de
    la vida en Viena. En los barrios centrales se sentía
    manifiestamente el pulsar de un pueblo de 52 millones de
    habitantes con toda la dudosa fascinación de un Estado de
    nacionalidades diversas. La vida de la Corte, con su boato
    deslumbrante, obraba como un imán sobre la riqueza y la
    clase del resto del Imperio. A tal estado de cosas se sumaba la
    fuerte centralización de la monarquía de los
    Habsburgo y en ello radicaba la única posibilidad de
    mantener compacta esa promiscuidad de pueblos, resultando, por
    consiguiente, una concentración extraordinaria de
    autoridades y oficinas públicas en la capital y sede del
    Gobierno. Sin embargo, Viena no era sólo el centro
    político e intelectual de la vieja monarquía del
    Danubio, sino que constituía también su centro
    económico. Frente al enorme conjunto de oficiales de alta
    graduación, funcionarios, artistas y científicos,
    había un ejército mucho más numeroso de
    proletarios y frente a la riqueza de la aristocracia y del
    comercio reinaba una sangrante miseria. Delante de los palacios
    de la Ringstrasse, pululaban miles de desocupados y en los
    trasfondos de esa vía triunphalis de la antigua Austria,
    vegetaban vagabundos en la penumbra y entre el barro de los
    canales. En ninguna ciudad alemana podía estudiarse mejor
    que en Viena el problema social. Pero no hay que confundir. Ese
    "estudio" no se deja hacer "desde arriba", porque aquel que no
    haya estado al alcance de la terrible serpiente de la miseria
    jamás llegará a conocer sus fauces
    ponzoñosas. Cualquier otro camino lleva tan sólo a
    una charlatanería banal o a una mentida sentimentalidad.
    Ambas igualmente perjudiciales, una porque nunca logra penetrar
    el problema en su esencia y la otra porque no llega ni a rozarlo.
    No sé qué sea más funesto: si la actitud de
    no querer ver la miseria, como lo hace la mayoría de los
    favorecidos por la suerte o encumbrados por propio
    esfuerzo, o la de aquéllos no menos arrogantes y a menudo
    faltos de tacto, pero dispuestos siempre a dignarse a aparentar
    que comprenden la miseria del pueblo. Esas gentes hacen siempre
    más daño del que puede concebir su
    comprensión desarraigada de instinto humano; de ahí
    que ellas mismas se sorprendan ante el resultado nulo de su
    acción de "sentido social" y hasta sufran la
    decepción de un airado rechazo, que acaban por considerar
    como una prueba de la ingratitud del pueblo.

    NO CABE EN EL CRITERIO DE TALES GENTES COMPRENDER QUE
    UNA ACCIÓN SOCIAL NO PUEDE EXIGIR EL TRIBUTO DE LA
    GRATITUD PORQUE ELLA NO PRODIGA MERCEDES, SINO QUE ESTÁ
    DESTINADA A RESTITUIR DERECHOS.

    Impelido por la s circunstancias al escenario real de la
    vida, no debí conocer el problema social en aquella forma.
    Lejos de prestarse éste a que yo lo "conociese"
    pareció querer más bien experimentar su prueba en
    mí mismo, y si de ella salí airoso, no fue por
    cierto, mérito de la prueba.

    *

    **

    El propósito de reproducir aquí el
    cúmulo de mis impresiones de entonces nunca podrá
    dar, ni aproximadamente, un cuadro completo; junto a las
    experiencias adquiridas en aquella época, he de
    concretarme a exponer en este libro solamente mis impresiones
    más culminantes, es decir, aquéllas que más
    de una vez conmovieron mi espíritu.

    En Viena me di cuenta de que siempre existía la
    posibilidad de encontrar alguna ocupación, pero que esta
    se perdía con la misma facilidad con que era conseguida.
    La inseguridad de ganarse el pan cotidiano me pareció una
    de las más graves dificultades de mi nueva vida. Bien es
    cierto que el obrero perito no es despedido de su trabajo tan
    llanamente como uno que no lo es, más, tampoco está
    libre de correr igual suerte.

    También yo debí en la gran urbe
    experimentar en carne propia los defectos de ese destino y
    saborearlos moralmente. Algo más me fue dado observar
    todavía: la brusca alternativa entre la ocupación y
    la falta de trabajo y la consiguiente eterna fluctuación
    entre las entradas y los gastos, que en muchos destruye, a la
    larga, el sentimiento de economía, así como la
    noción para un sistema razonable de vida. Parece como si
    el organismo humano se acostumbrara paulatinamente a vivir en la
    abundancia en los buenos tiempos y a sufrir hambre en los malos.
    Así se explica que aquél que apenas ha logrado
    conseguir trabajo, olvide toda previsión y viva tan
    desordenadamente que hasta el pequeño presupuesto semanal
    de gastos domésticos resulta alterado; al principio el
    salario alcanza en lugar de para siete, sólo para cinco
    días, después únicamente para tres y por
    último escasamente para un día,
    despilfarrándolo todo en la primera noche.

    A menudo la mujer y los hijos se contaminan de esa vida,
    especialmente si el padre de familia es en el fondo bueno con
    ellos y los quiere a su manera. Resulta entonces que en dos o
    tres días se consume en casa, en común, el salario
    de toda la semana. Se come y se bebe mientras el dinero alcanza,
    para después soportar hambre también conjuntamente
    durante los últimos días. La mujer recurre entonces
    a la vecindad y contrae pequeñas deudas para pasar los
    malos días del resto de la semana. A la hora de la cena se
    reúnen todos en torno a una paupérrima mesa,
    esperan impacientes el pago del nuevo salario y sueñan ya
    con la felicidad futura, mientras el hambre arrecia….
    Así se habitúan los hijos desde su niñez a
    este cuadro de miseria.

    Pero el caso acaba siniestramente cuando el padre de
    familia desde un comienzo sigue su camino solo, dando lugar a que
    la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en contra.
    Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuando
    más se aparta el marido del hogar, más se acerca al
    vicio del alcohol. Se embriaga casi todos los sábados y
    entonces la mujer, por espíritu de propia
    conservación y por la de sus hijos, tiene que arrebatarle
    unos pocos céntimos, y esto muchas veces en
    el trayecto de la fábrica a la taberna; y sí por
    fin el domingo o el lunes llega el marido a casa, ebrio y brutal,
    después de haber gastado el último céntimo,
    se suscitan con frecuencia escenas….. ¡de las que Dios
    nos libre!

    En cientos de casos observé de cerca esa vida,
    viéndola al principio con repugnancia y protesta, para
    después comprender en toda su magnitud la tragedia de
    semejante miseria y sus causas fundamentales.
    ¡Víctimas infelices de las malas condiciones de
    vida!

    Cuánto agradezco hoy a la Providencia haberme
    hecho vivir esa escuela; en ella ya no me fue posible prescindir
    de aquello que no era de mi complacencia. Esa escuela me
    educó pronto y con rigor.

    Para no desesperar de la clase de gentes que por
    entonces me rodeaban fue necesario que aprendiese a diferenciar
    entre su manera de ser y su vida y las causas del proceso de su
    desarrollo. Sólo así se podía soportar ese
    estado de cosas y comprender que el resultado de tanta miseria,
    inmundicia y degeneración no eran ya seres humanos, sino
    el triste producto de unas leyes más tristes
    todavía. En medio de ese ambiente mi propia y dura suerte
    me libró de capitular en quejumbroso sentimentalismo ante
    los resultados de un proceso social semejante.

    Ya en aquellos tiempos llegué a la
    conclusión de que sólo un doble procedimiento
    podía conducir a modificar la situación
    existente:

    ESTABLECER MEJORES CONDICIONES PARA NUESTRO
    DESARROLLO A BASE DE UN PROFUNDO SENTIMIENTO DE RESPONSABILIDAD
    SOCIAL APAREJADO CON LA FERREA DECISIÓN DE ANULAR A LOS
    DEPRAVADOS INCORREGIBLES.

    Del mismo modo que la Naturaleza no concentra su mayor
    energía en el mantenimiento de lo existente, sino
    más bien en la selección de la descendencia como
    conservadora de la especie, así también en la vida
    humana no puede tratarse de mejorar artificialmente lo malo
    subsistente –cosa de suyo imposible en un 99% de casos,
    dada la índole del hombre- sino por el contrario debe
    procurarse asegurar bases más sanas para un ciclo de
    desarrollo venidero.

    Durante mi lucha por la existencia, en Viena, me di
    cuenta de que la obra de acción social jamás puede
    consistir en un ridículo e inútil lirismo de
    beneficencia, sino en la eliminación de aquellas
    deficiencias que son fundamentales en la estructura
    económico-cultural de nuestra vida y que constituyen el
    origen de la degeneración del individuo o por lo menos de
    su mala inclinación.

    El Estado austríaco desconocía
    prácticamente una legislación social humna y de
    ahí su ineptitud patente para reprimir ni las más
    crasas transgresiones.

    *

    **

    No sabría decir lo que más me
    horrorizó en aquel tiempo: si la miseria económica
    de mis compañeros de entonces, su rudeza moral o su
    ínfimo nivel cultural.

    ¡Con qué frecuencia se exalta la
    indignación de nuestra burguesía cuando se oye
    decir a un vagabundo cualquiera que le es lo mismo ser
    alemán a no serlo y que el hombre se siente igualmente
    bien en todas partes con tal de tener para su sustento! Esta
    falta de "orgullo nacional" es lamentada entonces hondamente y se
    vitupera con acritud semejante modo de pensar.

    ¿Reflexionan acaso nuestros estratos
    burgueses en que mínima escala se le dan al
    "pueblo" los elementos inherentes al sentimientos de
    orgullo nacional? Ven tranquilamente cómo en el
    teatro y en el film y mediante literatura obscena y
    prensa inmunda se vacía en el pueblo día por
    día veneno a borbotones. Y sin embargo se sorprenden esos
    ambientes burgueses de la "falta de moral" y de la "indiferencia
    nacional" de la gran masa del pueblo, como si de esa prensa
    inmunda, de esos films disparatados y de otros factores
    semejantes, surgiese para el ciudadano el concepto de la grandeza
    patria. Todo esto sin considerar la educación ya recibida
    por el individuo en su primera juventud.

    EL PROBLEMA DE LA "NACIONALIZACIÓN" DE UN
    PUEBLO CONSISTE, EN PRIMER TÉRMINO, EN CREAR SANAS
    CONDICIONES SOCIALES COMO BASE DE LA EDUCACIÓN INDIVIDUAL.
    PORQUE SOLO AQUEL QUE HAYA APRENDIDO EN EL HOGAR Y EN LA ESCUELA
    A APRECIAR LA GRANDEZA CULTURAL Y ECONÓMICA Y ANTE TODO LA
    GRANDEZA POLÍTICA DE SU PROPIA PATRIA, PODRA SENTIR Y
    SENTIRA EL INTIMO ORGULLO DE SER SUBDITO DE ESA NACIÓN,
    SOLO SE PUEDE LUCHAR POR AQUELLO QUE SE QUIERE – SE QUIERE
    LO QUE SE RESPETA Y SE PUEDE RESPETAR ÚNICAMENTE LO QUE
    POR LO MENOS, SE CONOCE
    .

    Apenas se despertó mi interés por la
    cuestión social me dediqué a estudiar a fondo el
    problema. ¡Se me descubrió un mundo
    nuevo!

    En los años de 1909 y 1910 se había
    producido también un pequeño cambio en mi vida: ya
    no necesitaba ganarme el pan diario actuando como peón.
    Por entonces trabajaba ya independientemente como modesto
    dibujante y acuarelista. Pintaba para ganarme la vida y al mismo
    tiempo aprendía con satisfacción. De este modo me
    fue también posible lograr el complemento teórico
    necesario para mi apreciación íntima del problema
    social. Estudiaba con ahínco casi todo lo que podía
    encontrar en libros sobre esta compleja materia, para
    después engolfarme en mis propias meditaciones.

    Era poco y muy erróneo lo que yo sabía en
    mi juventud acerca de la socialdemocracia. Me entusiasmaba que
    proclamase el derecho de sufragio universal secreto;
    además, mi ingenua concepción de entonces, me
    hacía creer también que era mérito suyo
    empeñarse en mejorar las condiciones de vida del obrero.
    Pero lo que me repugnaba era su actitud hostil en la lucha por la
    conservación del germanismo.

    Hasta la edad de los 17 años la palabra
    "marxismo" no me era familiar, y los términos
    "socialdemocracia" y "socialismo" parecíanme ser
    idénticos. Fue necesario que el destino obrase
    también sobre este concepto aquí abriéndome
    los ojos ante un engaño tan inaudito para la
    humanidad.

    Partes: 1, 2

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