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Adolf Hitler – Mi Lucha (página 2)




Enviado por Maira Bordon



Partes: 1, 2

Si antes había yo conocido el partido
socialdemócrata sólo como espectador en algunos de
sus mítines, sin penetrar no obstante en la mentalidad de
sus adeptos o en la esencia de sus doctrinas, bruscamente
debía entonces ponerme en contacto con los productos de
aquella "ideología". Y lo que quizás después
de decenios hubiese ocurrido, se realizó en el curso de
pocos meses, permitiéndome comprender que bajo la
apariencia de virtud social y amor al prójimo se
escondía una pobredumbre de la cual ojalá la
humanidad libre a la tierra cuanto antes, porque de lo contrario
posiblemente sería la propia humanidad la que de la tierra
desapareciese.

Fue durante mi trabajo cotidiano en el solar donde tuve
el primer roce con elementos socialdemócratas. Ya desde un
comienzo me fue poco agradable aquello. Mi vestido era aún
decente, mi lenguaje no vulgar y mi actitud reservada. Mucho
tenía que hacer con mi propia suerte para que hubiese
concentrado mi atención en lo que me rodeaba. Buscaba
únicamente trabajo a fin de no perecer de hambre y poder
así, a la vez, procurarme los medios necesarios a la lenta
prosecución de mi instrucción personal.
Probablemente no me habría preocupado de mi nuevo ambiente
a no ser porque al tercero o cuarto día de iniciarme en el
trabajo, se produjo un incidente que me indujo a
asumir una determinada actitud. Se me había propuesto que
ingresase en la organización sindicalista. Por entonces
nada conocía aún acerca de las organizaciones
obreras y me habría sido imposible comprobar la utilidad o
inconveniencia de su razón de ser. Cuando se me dijo que
debía hacerme socio, rechacé de plano la
proposición, expresando que no tenía idea de lo que
se trataba y que por principio no me dejaba imponer
nada.

En el curso de las dos semanas siguientes alcancé
a empaparme mejor del ambiente, de tal suerte que poder alguno en
el mundo me hubiese compelido a ingresar en una agrupación
sindicalista, sobre cuyos dirigentes había llegado a
formarme entre tanto el más desfavorable
concepto.

A mediodía, una parte de los trabajadores
acudía a las fondas de la vecindad y el resto quedaba en
el solar mismo consumiendo su exigua merienda. Yo, ubicado en un
aislado rincón, bebía de mi frasco de leche y
comía mi ración de pan, pero sin dejar de observar
cuidadosamente el ambiente o reflexionando sobre la miseria de mi
suerte. Mientras tanto, mis oídos escuchaban más de
o necesario y a veces me parecía que intencionadamente
aquellas gentes se aproximaban hacia mí como para
inducirme a adoptar una actitud precisa. De todos modos, aquello
que alcanzaba a oír bastaba para irritarme en sumo grado.
Allá se negaba todo: la nación no era otra cosa que
una invención de los "capitalistas"; la patria, un
instrumento de la burguesía destinado a explotar a la
clase obrera; la autoridad de la ley, un medio de subyugar el
proletariado; la escuela, una institución para educar
esclavos y también amos; la religión, un recurso
para idiotizar a la masa predestinada a la explotación; la
moral, signo de estúpida resignación, etc. Nada
había pues, que no fuese arrojado en el lodo más
inmundo.

Al principio traté de callar, pero a la postre me
fue imposible. Comencé a manifestar mi opinión,
comencé por objetar; más, tuve que reconocer que
todo sería inútil mientras yo no poseyese por lo
menos un relativo conocimiento acerca de los puntos en
cuestión. Y fue así como empecé a investigar
en las mismas fuentes de las cuales procedía la pretendida
sabiduría de los adversarios. Leía con
atención libro por libro, folleto por folleto, y
día tras día pude replicar a mis contradictores,
informado como estaba mejor que ellos de su propia doctrina,
hasta que un momento dado debió ponerse en práctica
aquel recurso que ciertamente se impone con más facilidad
a la razón: el terror, la violencia. Algunos de mis
impugnadores me conminaron a abandonar inmediatamente el trabajo
amenazándome con tirarme desde el andamio. Como me hallaba
solo, consideré inútil toda resistencia y
opté por retirarme.

¡Que penosa impresión dominó mi
espíritu al contemplar cierto día las inacabables
columnas de una manifestación proletaria en Viena! Me
detuve casi dos horas observando pasmado aquel enorme
dragón humano que se arrastraba pesadamente. Lleno de
desaliento regresé a casa. En el trayecto vi en una
cigarrería el diario "Arbeiterzeitung" órgano
central de la antigua democracia austríaca. En un
café popular, barato, que solía frecuentar con el
fin de leer periódicos, encontraba también esa
miserable hoja, pero sin que jamás hubiera podido
resolverme a dedicarle más de dos minutos, pues, su
contenido obraba en mi ánimo como si fuese vitriolo. Aquel
día, bajo la depresión que me había causado
la manifestación que acababa de ver, un impulso interior
me indujo a comprar el periódico, para leerlo esta vez
minuciosamente. Por la noche me apliqué a ello,
sobreponiéndome a los ímpetus de cólera que
me provocaba aquella solución concentrada de
mentiras.

A través de la prensa socialdemócrata
diaria, pude, pues, estudiar mejor que en la literatura
teórica el verdadero carácter de esas ideas.
¡Que contraste!¡Por una parte las rimbombantes frases
de libertad, belleza y dignidad, expuestas en esa literatura
locuaz, de moral humana hipócrita, reflejando
trabajosamente una honda sabiduría –todo esto
escrito con profética seguridad– y por el otro lado, la
prensa diaria, brutal, capaz de toda villanía y de una
virtuosidad única en el arte de mentir en pro de la
doctrina salvadora de la nueva humanidad! Lo primero destinado a
los necios de las "esferas intelectuales" medias y superiores y
lo segundo –la prensa- para la masa.

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