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Hitler Victorioso




Enviado por Maira Bordon



Partes: 1, 2

    Prefacio

    IMAGINEN EL ABISMO

    Gregory Benford

    ¿Qué significa pensar en nuestro mundo
    como surgiendo de una enorme serie de posibilidades del pasado?
    ¿Es decir, alentar la noción de que nuestra
    situación es en principio precaria…, sensible a sucesos
    en apariencia arbitrarios, aunque actualmente sellados por la
    historia con una aparente inevitabilidad?

    Esta visión ha intrigado a gran número de
    escritores de nuestro siglo, muchos de ellos fuera del campo de
    la ciencia ficción. J. C. Squire publicó en 1931
    una recopilación, titulada Si; o la historia
    reescrita
    , que contenía ensayos de
    personalidades tan notables como Winston Churchill, G. K.
    Chesterton, André Maurois e Hilaire Belloc.
    Examinaban lo que podría haber ocurrido si, por ejemplo,
    ciertos asesinatos hubieran fracasado, o si (un tema común
    en obras posteriores) el Sur hubiera ganado la guerra civil
    norteamericana. Muchas novelas generales de éxito se han
    basado en las posibilidades de los «mundos
    alternativos», como, por ejemplo, The Alteration,
    de Kingley Amis, que nos muestra un mundo donde fracasó la
    Reforma.

    Imaginar senderos no tomados es un método de
    pensar en el impacto de la historia en el presente y de la gente
    en la historia. Inherente a los incontables esquemas posibles se
    halla la batalla entre dos modos de ver la historia. Hay aquellos
    que contemplan los grandes acontecimientos como algo inevitable,
    con las actuaciones del azar a escala humana finalmente barridas
    si se sitúan en contra de la marea del tiempo. Otros
    prefieren una visión más inquieta, en la cual un
    fallo de la mano de un asesino puede salvar una nación.
    Este tipo de historias y artículos pueden convertirse en
    experimentos de Gedanken que iluminen uno u otro
    lado.

    La primera utilización de los mundos alternativos
    apareció como ciencia ficción en la novela de Guy
    Dent Emperor of the If (1926). Se trataba de una
    narración inmersa de lleno en el sentido de la maravilla,
    cuyo poder derivaba de la sorpresa de la propia idea de los
    mundos alternativos. Más tarde, los escritores de ciencia
    ficción consiguieron mucho más ocupándose de
    una posibilidad concreta y confiando en los métodos de la
    novela realista. Entre las obras más importantes del
    género se halla la novela de Keith Roberts Pavana
    (Pavane, 1968), en la cual la reina Isabel I fue
    asesinada. A partir de ahí, los acontecimientos cayeron
    como fichas de dominó: la Armada venció, la Reforma
    fracasó, y la Inglaterra de nuestros días es un
    país tecnológicamente atrasado, postrado bajo una
    Iglesia católica militante. La novela de Ward Moore Lo
    que el tiempo se llevó
    (Bring the Jubilee,
    1953) sigue siendo el más conseguido tratamiento del Sur
    triunfante en la guerra civil norteamericana. Incluso las novelas
    de fantasía, como The Dragón Waiting
    (1983) de John Ford, han utilizado ese motivo.

    Hasta ahora, sin embargo, el tema más popular de
    todos ellos es el impacto de una victoria nazi en la
    Segunda Guerra Mundial. Es interesante destacar que la
    primera de tales novelas apareció antes de la guerra.
    Swastika Night, de Katherine Burdekin, reflejaba una
    Gran Bretaña derrotada; fue publicada bajo el
    seudónimo de Murray Constantin por el editor Gollancz en
    1937. (Para un examen más detallado, véase
    Women's Studies International Forum, vol. 1, 1984,
    págs. 85-95.) La guerra en sí produjo varias
    novelas, que eran en su mayor parte propaganda, con
    títulos como When Adolf Came, When the Bells
    Rang
    y Loss of Eden. El tema demostró ser
    especialmente popular entre los escritores británicos
    después de la guerra, como en El cuerno de caza
    (The Sound of His Horn, 1952), de Sarban,
    seudónimo de John W. Wall, donde se mostraba a los nazis
    cazando a los británicos por deporte. Un deprimente filme
    de estilo documental, It Happened Here, apareció
    en 1963. Para muchos la idea, en la actualidad, parece
    sólo marginalmente relacionada con la ciencia
    ficción, de modo que cuando en la década de 1980
    apareció SS-GB, de Len Deighton, las
    críticas apenas hicieron mención de su
    carácter especulativo. De hecho, casi al mismo tiempo
    apareció una descripción «no de
    ficción» de un asalto alemán contra
    Inglaterra coronado por la victoria germana en el libro
    ¡Invasión! de Kenneth Macksey, dirigido a los
    entusiastas de la historia militar.

    Los dos ejemplos más sobresalientes de este
    subtema son El hombre en él castillo (The Man
    in the High
    Castle, 1962), de Philip
    K. Dick, quizá su mejor novela, y El sueño de
    hierro
    (The Iron Dream, 1972), de
    Norman Spinrad. Spinrad utiliza la idea con una
    hábil e incisiva variación. Su Hitler emigró
    a los Estados Unidos y se convirtió en un escritor de
    pulps especializado en relatos de espada y brujería. La
    obra cumbre de Hitler es una visión teñida en
    ciencia ficción del triunfo nazi. El texto de la novela es
    este melodrama fascista, lleno de sorprendentes paralelismos con
    nuestra realidad. Spinrad culmina todo esto con un epílogo
    satírico firmado por el crítico literario
    «Homer Whipple», que remacha el significado de Hitler
    el innovador con una insistente estrechez de miras. El libro es
    un auténtico tour de forcé.

    Muchas de las mejores obras de este tipo, sin embargo,
    son cortas. Algunas se centran en la Inglaterra bajo el
    tacón nazi («Weihnachtsabend», de Keith
    Roberts y «La caída de Frenchy Steiner», de
    Hilary Bailey). Muchas ocurren en una cultura
    expandida de orientación alemana que cubre varios
    continentes.

    «Dos destinos» de Cyril Kornbluth, por
    ejemplo, refleja unos Estados Unidos repartidos entre Alemania y
    Japón. (Aunque algunos no estén de acuerdo, es una
    de las mejores obras de Kornbluth, aunque su autor murió
    antes de poder dar los últimos retoques al borrador final.
    A ello pueden achacárseles ciertos lapsus; por ejemplo, no
    hay reservas hopi cerca de Los Álamos, ni siquiera en
    Nuevo México.)

    Cuando empezamos a trabajar en esta recopilación,
    tuvimos la impresión de que el abanico de posibilidades no
    había sido adecuadamente explorado. Encargamos varias
    obras, sugiriendo líneas de ataque alternativas. Con gran
    alegría por nuestra parte, estas historias no se limitaron
    a repetir temas anteriores, sino que se alinearon desde el
    más sorprendente cómic surrealista («Thor se
    enfrenta al Capitán América», de Davin Brin)
    hasta la fantasía de horror («¿Oís
    llorar a los niños?», de Howard Goldsmith). Brad
    Linaweaver rehizo casi por completo «Luna de hielo»
    para realzar algunos efectos. Sheila Finch escribió
    «La paz del Reich» después de que le
    sugiriéramos explorar un mundo en el cual algunas cosas
    fueran mejores que en nuestra realidad actual. El profesor Tom
    Shippey escribió su primera obra de ficción,
    «Transmisiones enemigas», después de que le
    pidiéramos que expusiera sus extensos conocimientos sobre
    la literatura alemana.

    Los años de Hitler seguirán siendo
    probablemente fascinantes durante muchos siglos. En ellos vemos
    la más espeluznante encarnación del mal en el mundo
    moderno. Como señala Norman Spinrad en su
    introducción, los nazis fueron maestros del simbolismo, y
    hablaban a una retorcida sexualidad que puede hallarse inculcada
    en la sociedad durante mucho tiempo.

    Aunque es posible que algunos de ustedes encuentren
    estas historias demasiado penosas de leer, les pedimos que las
    vean como exploraciones que arrojan una luz oblicua sobre los
    tiempos modernos, sobre nuestro propio presente y sobre las
    incontables posibilidades del alma humana.

    Introducción

    HITLER VICTORIOSO

    Norman Spinrad

    ¿Por qué la memoria de Adolf Hitler se
    niega a ser exorcizada? ¿Por qué, cuarenta
    años después de su muerte y del fin de la Segunda
    Guerra Mundial, tenemos aquí Hitler victorioso,
    una antología de once historias situadas en diversos
    mundos alternativos en los que el, ejem, Sueño de Hierro
    de la Alemania nazi no acabó en las ruinas del
    Führerbunker en Berlín?

    Esta recopilación no agota en absoluto la
    literatura sobre el tema. Hay al menos tres novelas muy conocidas
    que exploran mundos nazis alternativos: El hombre en el
    castillo
    de Philip K. Dick, El cuerno de caza de
    Sarban, y mi propia El sueño de hierro.
    Más aún, Hitler victorioso y este ensayo
    debe limitarse a lo que se ha publicado en inglés, y
    puesto que los nazis infligieron directamente su realidad no en
    el mundo de habla inglesa sino en el enorme tablero de ajedrez de
    pueblos y culturas entre los Pirineos y los Urales, uno debe
    suponer que existe también una literatura semejante en
    otros idiomas europeos.

    Y, naturalmente, la mística profundiza más
    que eso. Hace veinte años vi una tienda que vendía
    parafernalia nazi nada menos que en Ciudad de México. Y,
    más o menos en la época en que se publicó
    El sueño de hierro, Ballantine Books estaba
    teniendo un buen éxito con una serie de libros de bolsillo
    profusamente ilustrados sobre temas tales como uniformes de las
    SS y aeroplanos nazis de la Segunda Guerra Mundial. Mel Brooks es
    casi incapaz de hacer una película que no incluya alguna
    personificación de Hitler. Las pandillas de motoristas
    fuera de la ley llevan tiempo adornándose con atuendos
    pseudonazis. Tanto las chaquetas negras de cuero de la
    década de 1950 como muchos estilos punk actuales deben su
    inspiración a la moda de las SS.

    Incluso el rostro del propio Hitler se halla grabado
    más profundamente en la consciencia (o inconsciencia) del
    público que el de cualquier otro ser humano que haya
    vivido a lo largo de toda la historia. Un óvalo
    vacío, la curva de un flequillo en cualquiera de los dos
    cuadrantes superiores, un bigote a lo Charles Chaplin, y todos
    sabemos quién es, ¿no?

    Lo que no sabemos es cómo y por
    qué.

    De acuerdo, Adolf Hitler fue uno de los más
    grandes asesinos de masas de la historia, pero Josef Stalin no se
    quedó a la zaga en lo que respecta a la policía
    secreta, campos de concentración y exterminios en
    masa. Como tampoco Torquemada, Atila el huno o Pol Pot se
    quedan mucho más abajo en la galería de
    monstruos históricos cuando los medimos por el
    número de víctimas.

    Pero Adolf Hitler, de alguna manera elusiva, se halla a
    la cabeza de todos como el arquetipo del mal humano, y
    quizá como algo más incluso, puesto que hay una
    extraña cualidad ambigua en parte de su literatura, una
    complicada fascinación con, me atrevería a decir,
    algunas virtudes nazis.

    ¿Virtudes nazis?

    Durante la crisis de los rehenes en Beirut, un
    negociador profesional llamado Herb Cohén destacó
    un hecho revelador: «Nadie está loco para sí
    mismo, no importa lo loco que pueda parecerle a
    usted». No parece probable que Hitler
    hiciera el mal a conciencia, o que el pueblo alemán le
    siguiera de una forma tan fanática porque estuviera
    consumido por el ansia autoconsciente de ser malvado. Hitler
    llegó al poder en una nación derrotada y humillada
    cuya economía se había colapsado en el desempleo
    masivo y una inflación desbocada. Al cabo de cinco
    años la moneda estaba estabilizada, la economía
    crecía vertiginosamente, Alemania era un líder
    mundial en tecnología, y el orgullo y la autoconfianza
    nacionales habían alcanzado el punto de la absoluta
    manía.

    ¿Cómo consiguieron esto
    Hitler y los nazis?

    Leni Riefenstahl lo expresó de una manera
    perfecta en el título de un filme de propaganda que
    formó parte del proceso en sí y que constituye una
    auténtica obra maestra. Me refiero, naturalmente, a El
    triunfo de la voluntad
    .

    Adolf Hitler, al parecer, fue un hombre que jamás
    tuvo la menor duda, y un hombre capaz de proyectar esta
    certidumbre tanto a sus subordinados como a las masas. A mediados
    de la década de 1930, por ejemplo, ordenó al doctor
    Ferdinand Porsche que diseñara lo que iba a convertirse en
    el Volkswagen, con motor trasero refrigerado por aire porque,
    proclamó, deseaba un coche para las masas que pudiera
    resistir el invierno en las grandes autopistas que planeaba
    construir en Rusia después de conquistarla. Incluso en las
    postrimerías en el bunker, con los complots como los de
    Himmler, Goering, Goebeels y compañía
    arremolinándose alrededor, ninguno de los conspiradores
    planeó en algún momento el derribo de der
    Führer
    ; todos seguían planeando conseguir sus
    favores.

    Éste era el corazón de la
    «ideología» nazi, el
    Führerprincip: una obediencia y una lealtad
    totales, y una confianza total en un líder heroico, de
    hecho divino, que era la mística Voluntad de la
    Nación encarnada.

    «Deutschland ist Hitler, Hitler ist
    eutschland

    Dada esta identificación del Führer y del
    Reich, proezas que parecen desafiar política y
    económicamente los límites de lo posible pueden
    realizarse sin problemas con una eficiencia absolutamente
    despiadada. La inflación puede ser dominada fijando un
    valor arbitrario a la moneda y reforzándolo con el poder
    de la policía del Estado totalitario. Un desarrollo masivo
    de las fuerzas armadas engulle todo el desempleo. Se halla un
    chivo expiatorio, se arrojan sobre él los problemas de la
    nación, y luego se le ejecuta ritualmente en las
    cámaras de gas.

    Estamos tratando aquí con una especie de magia,
    no con una ideología. Hitler se envolvió
    deliberadamente con el manto de Fausto, de Siegfried, de
    Carlomango (aka Karl der Grö e), y lo hizo todo con
    música de Wagner. En alemán, la svástica es
    la Hakenkreuz, la «Cruz retorcida», emblema
    del Anticristo no como la némesis del Bien sino como la
    antítesis del degenerado culto cristiano del Santo Pobre
    Hombre, el antiguo héroe guerrero germano, el
    Mesías del Heldesleben de Sangre y
    Hierro.

    En privado, e incluso indirectamente en
    público, Hitler y el círculo interior nazi eran
    profundamente anticristianos, bárbaros
    paganos que consideraban la piedad, el perdón y la
    humildad como vicios que minaban la voluntad de la gente. La
    única tierra que se suponía que heredarían
    los mansos era una fosa común.

    Quizás el antisemitismo de los nazis fuera un
    compromiso frustrado con las realidades políticas, porque
    ni siquiera Hitler fue tan lejos como hasta atacar frontal-mente
    la religión de la Alemania profundamente cristiana,
    excepto a través de sus progenitores subrogados, es decir,
    los judíos.

    Pero, en el corazón de sus corazones, los nazis
    aspiraban ciegamente a extirpar este extraño y afeminado
    culto no germano a la paz y reemplazarlo con una versión
    germánica del bushido, el Código del Honor
    del Guerrero, la narcisista autoadoración de una Raza
    Superior autocreada que se alzaría por sí misma a
    la divinidad a través de su voluntad de hierro, de una
    Herrenvolk de superhombres faustianos, destinados por
    genes y sangre no sólo a gobernar, sino a trascender de la
    propia evolución humana.

    ¿Quién puede negar honestamente que hay un
    poco del sueño nazi en cada uno de nosotros? Porque, muy
    profundamente enterrado bajo las capas civilizadas de nuestros
    espíritus, ¿no hay acaso un ego desencadenado?
    ¿Acaso no todos nosotros, a algún nivel, nos
    consideramos como el héroe secreto de la historia?
    ¿Acaso nuestra especie no busca trascender de la
    evolución natural a través de la ciencia y la
    tecnología? De hecho, tras romper las cadenas del planeta,
    conseguir el acceso a los fuegos secretos del átomo, y
    empezar a jugar con el propio código de la vida,
    ¿no nos hallamos ya a más de medio camino? El
    superego puede mirarse la punta de la nariz ante las presuntuosas
    ambiciones de Fausto, pero el ego se ve a sí mismo como un
    héroe. Consideremos que Satán, el arquetipo del ego
    orgulloso y maligno, es conocido también como Lucifer, el
    Conductor de la Luz, o, en un avatar anterior, Prometeo, que
    robó el fuego sagrado de los dioses y puso su destino en
    manos de los hombres.

    Hitler, el místico pagano profundamente
    anticristiano, aficionado a la astrología, fan de Wagner,
    y pretendido superhéroe fáustico, sabía
    ciertamente todo esto a algún nivel, sino en esos
    términos. Y Hitler, el manipulador maestro de los medios
    de comunicación de su época, gastó
    ciertamente mucho tiempo, energías, dinero y
    atención elaborando sistemas de símbolos,
    ceremonias, esquemas de color, arquitectura, e incluso uniformes,
    que encajaran y capturaran la carga libidinosa encerrada en este
    interior nazi del ego.

    Si el cristianismo es esencialmente un culto que
    refuerza las virtudes del superego de la humildad, la
    contención, la empatía y la caridad, entonces, en
    términos cristianos, el nazismo puede calificarse
    ciertamente como un culto satánico, que celebra
    virtudes (y pecados cristianos) tan egoístas como el
    orgullo, el poder, la venganza, la crueldad, la voluntad y,
    finalmente, el pecado central de Lucifer, el anhelo de trascender
    a la creación de Dios y conseguir para sí mismo la
    divinidad.

    Resulta interesante constatar que tanto el
    cristianismo como el nazismo suprimen las expresiones
    naturales del impulso sexual con la finalidad de capturar
    sus energías para servir a sus propios fines. El
    cristianismo canaliza este impulso libidinoso embotellado hacia
    la liberación orgásmica y lo enfoca hacia sí
    mismo como el único camino hacia el auténtico
    éxtasis trascendente. El nazismo lo canaliza en un
    militarismo fetichista sexualmente cargado y en una violencia al
    servicio del Estado expansionista.

    Así el francamente fálico saludo nazi, los
    ajustados uniformes negros de las SS, las calaveras plateadas,
    los dos rayos gemelos, el bárbaro esplendor de las
    antorchas, la incitante música marcial, la
    «División Licántropo» de las SS, el
    absolutamente obsesivo y retorcido satanismo de los sistemas de
    símbolos nazis, mientras los superhombres en sus atuendos
    negros y cromados alzan rígidamente sus brazos derechos y,
    con los culos prietos y el fuego ardiendo en sus ojos, avanzan a
    sodomizar al mundo.

    Lo cual explica por qué, cuarenta años
    después de la muerte del nazismo como fuerza
    política o ideología coherente, personas sin una
    percepción histórica o sin la menor conexión
    con la cultura o las teorías del Tercer Reich, incluso
    judías, se sientan aún atraídas por el
    sistema de símbolos nazi, se sienten aún fascinadas
    por su difunto sumo sacerdote, Adolf Hitler.

    Pero, ¿por qué esta
    antología de relatos de ciencia ficción que
    exploran futuros en los que Hitler y su Sueño
    de Hierro triunfaron? ¿Por qué El cuerno de
    caza
    y El hombre en el castillo y El
    sueño de hierro
    ?

    Aunque ha habido ciertamente una gran cantidad de
    ciencia ficción y fantasía inconscientemente nazi
    (en el sentido psíquico) publicada desde que el space
    opera
    y el Tercer Reich nacieron más o menos
    simultáneamente en la década de 1930, ninguna de
    las historias de este libro, y ninguna de las novelas antes
    mencionadas, son pornografía nazi inconsciente. Todas esas
    obras, en sus diversos estilos, exploran las consecuencias de un
    Hitler victorioso antes que complacerse en las interioridades
    secretas nazis. Teniendo en cuenta que existen unas
    interioridades secretas nazis, buscan formar parte de la
    solución antes que exacerbar el problema.

    Esta fascinación intelectual, como opuesta a la
    psicosexual, hacia el tema surge, creo, de la percepción
    de que la Segunda Guerra Mundial fue el nexo más
    importante hasta ahora de la historia humana, de que el
    Armagedón se ha librado ya, en la forma de una guerra
    total entre modernas civilizaciones humanísticas y la
    encarnación del más profundo mal dentro del
    espíritu humano que jamás se haya manifestado por
    sí mismo en la Tierra.

    Si alguna vez puede decirse que sólo ha existido
    una guerra, una guerra inevitable, y una guerra en la que las
    fuerzas de la Luz triunfaron clara y completamente sobre las
    fuerzas de la Oscuridad, ésa es la Segunda Guerra Mundial.
    Y, sin embargo…

    Y, sin embargo, cuarenta años
    después del Armagedón, ¿nos hallamos en el
    Milenio?

    Difícilmente. Una vez más, vemos al mundo
    polarizado entre dos campos armados, dos ideologías, dos
    sistemas de moralidad, y cada uno se considera el depositario de
    la virtud y la vanguardia de la evolución humana, y cada
    uno considera al otro «El Imperio del Mal».
    Irónicamente, estos dos campos fueron aliados contra los
    nazis, aunque fue el occidental el que, en un determinado
    momento, vio a la Alemania nazi como una fuerza que esgrimir
    contra la Unión Soviética, y aunque la Segunda
    Guerra Mundial empezó esencialmente con un pacto entre
    Hitler y Stalin para apoderarse de Polonia.

    Además, ambos lados poseen ahora este poder
    fáustico definitivo en el que Adolf Hitler sólo
    pudo soñar, el poder de la vida y la muerte sobre la
    civilización, la raza humana, de hecho quizás
    incluso sobre la propia biosfera del planeta.

    La Segunda Guerra Mundial fue una confrontación
    que a muchos de nosotros nos gustaría ahora contemplar. Si
    Hitler hubiera invadido Inglaterra en 1940, cuando estaba sola,
    en vez de atacar la Unión Soviética y
    abrir un Frente Oriental, si Japón no hubiera atacado
    Pearl Harbor, y arrastrado así a los Estados Unidos a la
    guerra, si el Tercer Reich hubiera resistido un par de
    años más, hasta disponer de ojivas de combate
    nucleares para los proyectiles balísticos
    intercontinentales que estaba desarrollando al final de la
    guerra…

    ¿Dónde estaríamos
    todos nosotros ahora?

    ¿Nos habríamos extinguido como
    civilización o incluso como especie, tras haber
    precipitado un invierno nuclear?

    ¿Hubiera evolucionado una Europa
    nazi o incluso un mundo nazi hacia un barbarismo
    neomedieval?

    ¿Hubiera evolucionado a una Pax
    Germánica
    que habría acarreado una paz forzada
    al mundo? ¿Ondearía ahora la bandera con la
    svástica en la Luna y Marte? ¿Se habrían
    apoderado Alemania y Japón de los Estados
    Unidos a lo largo del Mississippi? ¿Serían ahora
    Japón y los Estados Unidos islas aisladas en medio de un
    mar mundial nazi? O, décadas o siglos después de
    una victoria nazi, ¿volveríamos a estar
    empeñados como siempre en el juego de las
    naciones-Estado?

    Así que aquí tienen un libro formado por
    historias que exploran no uno, sino toda una serie de caminos no
    tomados en esa encrucijada vital de la historia humana, una
    diversidad de futuros que avanzan en todas direcciones a partir
    de una sola, simple pero importante premisa: Hitler
    victorioso.

    Estuvo a punto de conseguirlo. Habría podido
    hacerlo. Y, en un sentido psíquico al menos, podría
    ocurrir aún. Porque, cuarenta años después
    de su muerte, no puede decirse que la sombra de Adolf Hitler haya
    sido exorcizada de las más oscuras profundidades del
    corazón humano.

    Dos
    destinos

    C. M. Kornbluth

    Era mayo, todavía faltaban cinco semanas para el
    verano, pero el calor de la tarde era cada día más
    insoportable bajo los techos de chapa ondulada de las
    instalaciones del Distrito Manhattan de Ingeniería del
    Laboratorio de Los Álamos. En los nueve meses que llevaba
    en aquel desierto, el joven doctor Edward Royland había
    perdido casi siete kilos. Y nunca había sido lo que se
    dice gordo. Cada tarde, mientras contemplaba la columna de
    mercurio del termómetro subir lenta e inexorablemente
    hasta su máximo de las 5:45, se preguntaba si
    no habría cometido un error que lamentaría el resto
    de su vida aceptando trabajar en aquel Laboratorio en vez de
    dejar que la oficina de reclutamiento dispusiera libremente de
    sus huesos. Desde Saipan hasta Bruselas, sus compañeros de
    clase de la Universidad de Chicago cosechaban medallas y
    prestigiosas heridas; uno de ellos, un matemático de
    primera línea llamado Hatfield, ya nunca más se
    ocuparía de las matemáticas de primera
    línea: había caído envuelto en llamas con su
    bombardero Mitchell en una incursión de la Octava Fuerza
    Aérea sobre Lille.

    -Y tú, papá,
    ¿qué hiciste en la guerra?

    -Bueno, es algo difícil de explicar, chicos.
    Tenían aquel absurdo proyecto de bomba atómica que
    nunca llegó a ningún lado, y enviaron a un
    montón de tipos a aquel horrible lugar perdido de la mano
    de Dios en Nuevo México. Elaborábamos
    hipótesis y hacíamos cálculos y
    trasteábamos con el uranio, y algunos de nosotros
    recibimos quemaduras radiactivas, y luego la guerra
    terminó y nos enviaron a casa.

    Royland no se sentía divertido ante esta
    perspectiva. El calor irritaba sus sobacos mientras esperaba con
    impaciencia a que la Sección de Cálculos le diera
    sus cifras sobre la Fase 56c, que era el (malditamente infantil)
    código designado para el Tiempo de Ensamblaje de
    Elementos. Estaba a las órdenes de Rotschmidt, supervisor
    del PROGRAMA III DE DISEÑO DE ARMAS, y Rotschmidt estaba a
    las órdenes de Oppenheimer, que era el jefe de los
    trabajos. A veces se presentaba por allí un tal general
    Groves, un hombre de espléndida figura, y en una
    ocasión, desde una ventana, Royland había visto al
    venerable Henry L. Stimson, secretario de Guerra, bajando
    lentamente la polvorienta calle, apoyado en un bastón y
    rodeado por una cohorte de jóvenes oficiales de Estado
    Mayor. Eso era todo lo que Royland veía de la
    guerra.

    ¡El Laboratorio! Aquella palabra había
    provocado en él en un principio la prometedora y
    refrescante idea de un trabajo indudablemente intenso, pero
    tranquilo. Sin embargo, cada mañana, exactamente a las
    siete, el «silbato de Oppie» lo hacía saltar
    de la cama que ocupaba en un cubículo de los dormitorios;
    debía luchar para tomar una ducha y afeitarse en medio de
    la barahúnda de otros treinta y siete científicos
    solteros que hablaban ocho idiomas distintos; engullía
    rápidamente un nauseabundo desayuno en la
    cafetería, y cruzaba la alambrada de espinos de la
    Línea Restringida hasta su «oficina»…, otro
    cubículo de paredes de machihembrado, más
    pequeño, más caluroso y más ruidoso, donde
    las conversaciones y las máquinas de escribir y las
    calculadoras resonaban todo el día a su
    alrededor.

    En aquellas condiciones hacía un buen trabajo,
    suponía. No se sentía feliz de verse restringido a
    un solo problema menor, la Fase 56c, pero no dudaba que se
    sentía mucho más feliz de lo que se debía
    haber sentido Hatfield cuando su Mitchell se
    incendió.

    En aquellas condiciones… Éstas incluían
    un extraño arreglo para los cálculos. En vez de
    disponer de una máquina analítica diferencial
    decente, tenían un mar humano de chicas oficinistas con
    calculadoras de sobremesa Burroughs; las chicas gritaban
    «¡Banzai!», y cargaban contra las ecuaciones
    diferenciales, y las vencían por puro número;
    golpeteaban hasta la muerte con sus pequeñas
    máquinas de sumar. Royland pensaba con hambrienta envidia
    en el enorme y hermoso diferenciador analógico de Conant
    en el MIT; probablemente era empleado en lo que fuera que el
    misterioso «Laboratorio de Radiación» estaba
    haciendo allí. Royland sospechaba que el
    «Laboratorio de Radiación» tenía tanto
    que ver con la radiación como su propio «Distrito
    Manhattan de Ingeniería» tenía que ver con la
    ingeniería en el distrito de Manhattan. Y se
    suponía que el mundo se echaría a temblar sobre sus
    cimientos cuando entrara en funcionamiento un Nuevo Dispensador
    de Cálculos que volvería obsoleta incluso la
    máquina del MIT: tubos, relés y aritmética
    binaria, y una velocidad cegadora en vez de las suaves ruedas
    dentadas y lisas palancas y elegantes curvas externas de la obra
    maestra de Conant. Decidió que no iba a gustarle aquello;
    le gustaría menos aún de lo que le gustaban las
    pequeñas oficinistas con su constante golpeteo,
    apartándose mechones de lacio pelo de sus sudadas frentes
    con manos maquinales.

    Se secó su propia frente con un empapado
    pañuelo y se permitió echar una mirada a su reloj y
    al termómetro: 17:15 horas y 39 grados.

    Pensó vagamente en abandonarlo todo, en cometer
    los errores suficientes para ser separado del proyecto y
    alistado. No; había que pensar en la carrera de posguerra.
    Pero uno de los tipos listos, Teller, no había dudado;
    había divagado tanto y tan concienzudamente en la
    misión que le había sido asignada que el propio
    Oppenheimer había terminado por dejarlo ir, y en ese
    momento Teller estaba trabajando con Lawrence en Berkeley en algo
    que se decía que se había ido a pique tras gastar
    doscientos cincuenta millones de dólares…

    Una muchacha vestida de caqui llamó
    a su puerta y entró.

    -Su material de la Sección de Cálculo,
    doctor Royland. Compruébelo y firme aquí, por
    favor. -Royland contó las doce hojas, firmó el
    formulario que ella le tendía sujeto a una tablilla, y se
    sumergió en el material durante treinta
    minutos.

    Cuando se echó hacia atrás en su silla, el
    sudor goteaba sobre sus ojos sin que se diera cuenta de
    él. Sus manos temblaban ligeramente, aunque tampoco se
    daba cuenta de eso. La Fase 56c del PROGRAMA III DE
    DISEÑO DE ARMAS estaba terminada, rematada, cumplida
    con éxito. La respuesta a la pregunta:

    «¿Pueden los lingotes de U235 ser
    ensamblados en una masa crítica dentro de un tiempo
    físicamente factible?» estaba allí. Y era:
    «Sí».

    Royland era un teórico, no un Wheatstone o un
    Kelvin; le gustaban los números por sí mismos, y no
    sentía ninguna pasión especial hacia los cables, la
    mica y los trozos de grafito que materializarían los
    números para convertirlos en un maravilloso y nuevo
    artilugio. Sin embargo, podía visualizar de inmediato el
    ensamblaje de una bomba atómica operativa dentro del marco
    de la Fase 56c. Tienes tantos microsegundos para ensamblar tu
    masa crítica sin que se convierta en vapor; los utilizas
    para reunir los subensamblajes haciéndolos estallar con
    cargas controladas; se ahorran montones de microsegundos con este
    método; prácticamente es a prueba de idiotas. Y,
    entonces, se produce el Gran Bang.

    Sonó el silbato de Oppie; era hora de irse.
    Royland siguió sentado inmóvil en su
    cubículo. Por supuesto, debía ir a Rotschmidt y
    decírselo; probablemente Rotschmidt le daría una
    palmada en la espalda y le serviría un vaso de ginebra
    Bols de la alta botella de barro que guardaba en su caja fuerte.
    Luego, Rotschmidt iría a Oppenheimer. ¡Antes del
    anochecer, el proyecto sería rediseñado! Los
    PROGRAMA I, PROGRAMA II, PROGRAMA IV y PROGRAMA V serían
    cancelados, y la gente que trabajaba en ellos metida con calzador
    en el PROGRAMA III, el que había dado resultado. Una nueva
    excitación ardería en todo el proyecto;
    hacía tres meses que los ánimos estaban bajos. La
    Fase 56c era la primera buena noticia al menos en este tiempo;
    hasta entonces todo había sido un maldito callejón
    sin salida tras otro. El general Groves se había mostrado
    hosco y dubitativo la última vez que había estado
    allí.

    Los cajones de los escritorios chasqueaban por todo el
    edificio de chapa ondulada sobrecalentado por el sol; las puertas
    de los cubículos se cerraban; al final del corredor se
    oyó una risa estrepitosa, una risa tensa. Cuando pasaba
    por delante de la puerta de Royland, alguien gritó
    impaciente:

    -…aber was kan Man
    tun?

    -Maldito estúpido, ¿en
    qué estás pensando tú? -murmuró
    Royland para sí mismo.

    Pero lo sabía…, estaba pensando en el Gran
    Bang, el Gran y Sucio Bang, y en la tortura. La tortura judicial
    de los viejos días, increíblemente cruel a la luz
    de hoy, que tensaba todo el cuerpo, o lo aplastaba, o lo quemaba,
    o destrozaba dedos y piernas. Pero incluso esa vieja tortura
    judicial evitaba cuidadosamente las partes más sensibles
    del cuerpo, los órganos genitales, pese a que el
    daño en ellos, o una auténtica amenaza de
    daño en ellos, hubiera producido rápidas y copiosas
    confesiones. Uno tiene que estar más o menos loco para
    torturar a alguien de ese modo; el hombre cuerdo ni siquiera
    piensa en ello como posibilidad.

    Un PM con galones de cabo abrió la
    puerta de Royland y miró dentro.

    -Es hora de irse, profesor
    -dijo.

    -Sí, de acuerdo -respondió Royland.
    Cerró mecánicamente los cajones de su escritorio y
    sus archivos, aseguró el cierre de su ventana y
    sacó su papelera al corredor. La puerta se cerró
    tras él con un clic; otro día, otro
    dólar.

    Quizás el proyecto estaba a punto de ser
    eliminado. Lo hacían de tanto en tanto. El enorme fiasco
    de Berkeley lo demostraba. Y en el dormitorio de Royland faltaban
    dos físicos; sus cubículos permanecían
    vacíos desde que habían sido trasladados al MIT
    para algo antisubmarino. Groves no parecía contento la
    última vez que estuvo por allí; ¿y
    cómo tomaba sus decisiones un general? ¿Daba tres
    meses de margen, y luego cogía el hacha? Quizás a
    Stimson se le acabara la paciencia y cortara de raíz las
    pérdidas, cerrara totalmente el Distrito. Quizá
    F.D.R. dijera en una reunión del Gabinete: «Por
    cierto, Henry, ¿qué demonios ocurre con…?»,
    y ése sería el fin si el viejo Henry sólo
    podía decir que los científicos parecían
    optimistas acerca de un éxito final, señor
    presidente, pero hasta ahora parece que no hay nada
    concreto

    Cruzó la alambrada de espinos de la Línea
    bajo la atenta mirada de un teniente de la PM, y recorrió
    la calle flanqueada de barracones de las tropas de mantenimiento
    hasta el aparcamiento de vehículos. Deseaba un jeep y un
    billete de viaje; deseaba conducir largo rato por el desierto al
    anochecer; deseaba una cena de fríjoles y berenjenas con
    su viejo amigo Charles Miller Nahataspe, el curandero de la
    cercana reserva hopi. El hobby de Royland era la
    antropología; deseaba emborracharse un poco con ella…,
    esperaba que aclarara su mente.

    Nahataspe le dio alegremente la bienvenida a su choza;
    su millón de arrugas se convirtieron en otras tantas
    sonrisas.

    -¿Deseas que hagamos intercambio de
    información por un rato? -rió. Había estado
    en Carlisle en la década de 1880, y desde
    entonces no había dejado de reírse del hombre
    blanco; admitía que la física era divertida, pero
    para un auténtico chiste que le dieran la
    antropología cultural-. ¿Quieres alguna buena
    historia escandalosa acerca de nuestra homosexualidad
    institucionalizada? ¿Quieres asado de perro para cenar?
    Siéntate en la manta, Edward.

    -¿Qué les ha pasado a tus sillas?
    ¿Y al divertido cuadro de McKinley? ¿Y… y a todo
    lo demás? -La choza estaba desnuda excepto los cacharros
    de cocinar que hervían suavemente sobre el fuego central
    de piedras.

    -Me desprendí de todo -dijo
    Nahataspe intrascendentemente-. Uno termina por cansarse de las
    cosas. Royland creyó comprender lo que el otro
    quería decir. Nahataspe estaba seguro de que iba a morir
    muy pronto; esos indios en particular no creían en morir
    abrumados por las posesiones. La cortesía, sin embargo,
    prohibía hablar de la muerte.

    El indio observó su rostro y
    finalmente dijo:

    -Oh, puedes hablar de
    ello, si quieres. No te avergüences.

    -¿No estás bien?
    -preguntó Royland nerviosamente.

    -Estoy terrible. Tengo una serpiente devorándome
    el hígado. Hace un agujero y come. Tú tampoco
    tienes muy buen aspecto, ¿no crees?

    La duramente aprendida costumbre de la
    seguridad hizo que Royland eludiera la pregunta.

    -Supongo que no hablarás
    literalmente acerca de la serpiente, ¿no,
    Charles?

    -Por supuesto que sí -insistió Miller.
    Metió una escudilla en el pote y la sacó llena del
    humeante guisado, y sopló-. ¿Qué quieres que
    sepa un ignorante hijo de la naturaleza acerca de bacterias,
    virus, toxinas y neoplasmas? ¿Qué quieres que sepa
    yo de la medicina rompecielos?

    Royland alzó bruscamente la vista;
    el indio se puso a comer despacio.

    -¿Has oído hablar algo acerca
    de esa medicina rompecielos? -preguntó Royland.

    -No he oído hablar nada, Edward. Pero he tenido
    unos cuantos sueños al respecto. -Señaló con
    la barbilla en dirección al distante Laboratorio-. Tus
    amigos de allí no deberían soñar tan fuerte;
    trasciende.

    Royland se sirvió un poco del guiso,
    sin responder. Era bueno, mucho mejor que lo que daban en
    la cafetería, y no tenía que
    preguntar el origen de la carne que contenía.

    Miller dijo, consoladoramente:

    -Todo eso no es más que historias de
    niños, Edward. No te preocupes demasiado por ello.
    Nosotros tenemos una larga y triste historia acerca de un sapo
    cornudo que comió astrágalo y se creyó el
    Dios de los Cielos. Se puso furioso e intentó romper el
    cielo, pero no pudo, así que se hundió en su
    agujero, avergonzado de enfrentarse a los demás animales,
    y murió. Pero ellos nunca llegaron a saber que
    había intentado romper el cielo.

    Pese a sí mismo, Royland
    preguntó:

    -¿Tenéis alguna historia acerca de alguien
    que realmente rompió el cielo? -Sus manos temblaban de
    nuevo, y su voz era casi histérica. Oppie y los
    demás iban a romper el cielo, patear a la humanidad
    directamente en las ingles, liberar un monstruo acechante que
    iría arriba y abajo día y noche mirando por todas
    las ventanas de todas las casas del mundo, haciendo que todo
    hombre cuerdo se aterrorizara por su vida y por las de sus
    semejantes. Con la Fase 56c, todo había quedado
    malditamente orquestado, estaba seguro de ello. ¡Bien
    hecho, Royland; hoy te has ganado tu dólar!

    El viejo indio depositó decidido su
    escudilla a un lado Y dijo:

    -Tenemos un proverbio que explica que el
    único rostro pálido bueno es el rostro
    pálido muerto, pero haré una excepción
    contigo, Edward. Tengo algo fuerte procedente de México
    que te hará sentir mejor. No me gusta ver a mis amigos
    torturarse de este modo.

    -¿Peyote? Ya lo he probado. Ver unas cuantas
    luces de colores no hará que me sienta mejor, pero
    gracias.

    -No se trata de peyote. Es el Alimento de
    los Dioses. Yo no me atrevería a tomarlo sin un mes
    de preparación; de otro modo, los Dioses
    podrían recogerme en sus redes.

    Eso se debe a que mi gente ve con claridad, mientras que
    tus ojos están nublados. -Mientras hablaba, rebuscó
    en un cajón de mimbre trenzado cuyas rendijas estaban
    cubiertas con arcilla; extrajo un plato tapado-. Tu gente
    sólo ve su visión algo aclarada con el Alimento de
    los Dioses, así que para ti es seguro.

    Royland creyó comprender de lo que estaba
    hablando el viejo. Uno de los chistes clásicos de
    Nahataspe era que los niños hopi comprendían la
    relatividad de Einstein apenas aprendían a hablar…, y
    había algo de verdad en ello. El lenguaje -y el
    pensamiento– hopi no poseía tiempos verbales, de modo que
    no poseía tampoco el concepto del tiempo como una entidad;
    no tenía nada parecido a los sujetos y predicados del
    habla indoeuropea, y en consecuencia ninguna metafísica
    innata de causa y efecto. En el lenguaje y en la mente hopi,
    todas las cosas estaban congeladas juntas para siempre en una
    gran relación, una estructura cristalina de
    acontecimientos espaciotemporales que simplemente existían
    porque existían. Aquello era lo que la gente de Nahataspe
    llamaba «ver con claridad». Pero Royland creía
    que tanto él como los demás físicos
    compañeros suyos veían tan claramente como eso
    cuando estaban elaborando un problema tetradimensional en las
    variables X Y Z del espacio y la variable T del
    tiempo.

    Hubiera podido estropear el chiste del viejo indicando
    esto, pero por supuesto no lo hizo. No, no; aceptaría un
    dolor de cabeza e incluso quizás un cólico
    producidos por las hierbas medicinales de Nahataspe, y luego
    volvería a su cubículo con su problema sin
    resolver: ¿patear o no patear?

    Partes: 1, 2

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