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Estado vegetativo persistente (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4

En los sucesivos controles hay que revisar
la situación general del paciente supervisando que se
cumplan los requisitos mínimos del cuidado
adecuado de este tipo de pacientes: alimentación,
respiración, eliminación.

Es conveniente recomendar la
práctica de gastrostomía de alimentación, si
puede retirarse la traqueostomía, control del cuidado de
los esfínteres, etc.

Asimismo controlar las normas
básicas de cuidado de la piel y manejo general del
paciente.

Aunque el médico rehabilitador no es
el responsable del control del estado general del paciente, es
conveniente tener el hábito de supervisar las medidas
generales.

Por supuesto sí le corresponde
valorar los posibles cambios evolutivos y controlar la
aparición de nuevas deformidades
neuroortopédicas que podrían requerir una nueva
indicación terapéutica.

Estado de mínima
conciencia

La actitud terapéutica frente a esta
situación incluirá las mismas medidas citadas para
el EV insistiendo en los criterios de
estimulación sensorial y en la detección de los
cambios evolutivos. En este estadio debería
valorarse la posibilidad de retorno al domicilio.

La transición del EV a EMC definida
por Aspen Consensus Conference Workgroup, 1996, se
consigue cuando se cumplen estas
condiciones:

Vigil, persecución ocular presente,
respuestas emocionales coherentes, indicios de respuesta
motora, emisión verbal simple inteligible,
comunicación verbal o gestual discernible, respuestas
motoras automáticas, suele tener mejor evolución
que el EV.

Cuando estas situaciones se prolongan y no
hay mejoría a un nivel de mayor conciencia, el equipo
terapéutico tiene que asumir la no progresión del
paciente pero deben continuarse aplicando las medidas
de mantenimiento para evitar que si en un futuro pasara a
la fase de conciencia, el paciente no debería presentar
complicaciones secundarias a la inmovilización.

Progresivamente hay que informar a la
familia de las limitaciones y posibilidades de
recuperación, sería conveniente proporcionarles un
soporte psicológico mantenido como ayuda para asimilar
esta situación.

El momento en que hay que plantear el
destino definitivo de estos pacientes es controvertido y
difícil de concretar. En general, no existe
un acuerdo del índice de probabilidad de permanecer en EV
para los de origen traumático pero los
equipos de la MTSV y la conferencia de consenso de la SFMF
sugieren que al año de evolución hay
mínimas posibilidades de recuperación.

En este momento el equipo médico
responsable debe planificar de acuerdo con la familia
cuál será la mejor ubicación
para cada paciente. Desgraciadamente en nuestro país es
difícil encontrar centros de larga estancia
para remitir a este tipo de pacientes, donde puedan recibir el
mantenimiento adecuado en todos los aspectos. Si la
familia decide el retorno debería organizarse y proveerle
de la asistencia domiciliaria adecuada.

La conclusión final de los objetivos
del tratamiento rehabilitador en estas situaciones de
alteración de la conciencia persistente es
que estos pacientes precisan prevención de complicaciones,
suplir sus necesidades básicas y controles
periódicos para valorar su evolución.

La muerte
intervenida

DE LA MUERTE CEREBRAL A LA ABSTENCION O
RETIRO DEL SOPORTE VITAL

El concepto de muerte intervenida comprende
todas aquellas situaciones en que la aplicación de la
suspensión o no aplicación de algún
método de soporte vital se constituye en un límite
en el tratamiento vinculado con la producción de muerte
cardiorrespiratoria tradicional. El informe Harvard de 1968
propuso una nueva definición de la muerte a través
del concepto de la pérdida completa de la función
cerebral y después de más de treinta años
todo este proceso de intervención en su diagnóstico
puede visualizarse como un continuo que se asocia con la
necesidad de procuración de órganos para
transplante y con la necesidad de evitar prolongadas
agonías en pacientes irrecuperables. En la última
década la licitud ética de la interrupción
en la aplicación de los métodos de soporte vital
ordinarios y avanzados en situaciones que no configuran los
supuestos de muerte cerebral -como los estados vegetativos y
otras situaciones clínicas irreversibles- y hasta los
intentos de obtener órganos para transplantes en estas
ocasiones (cuando se contare con el acuerdo explícito del
donante o su representante) hace posible una
interpretación conjunta de estos cuadros a través
de la admisión del establecimiento de un límite en
la asistencia médica. La reflexión sobre la muerte
intervenida como un fenómeno emergente de nuestra cultura
resulta imprescindible para que la sociedad se involucre en un
tema que le incumbe en forma absoluta y exclusiva.

La aplicación del avance
tecnocientífico en la práctica de la medicina
asistencial de alta complejidad condujo a la primer experiencia
de campo en la que se plantea un crucial dilema ético del
fin de la vida: establecer y describir la naturaleza del
vínculo entre el soporte vital básico y la
muerte.

Los hechos que provocaron la
publicación del informe Harvard en 19681 surgieron de una
cuidadosa observación clínica que registró
la necesidad de plantear una conducta especial frente a aquellos
pacientes en coma con daño cerebral irreversible y
normatizar las condiciones en las cuales debía efectuarse
la ablación de órganos del donante para los
trasplantes de riñón, corazón, hígado
y pulmón que ya habían comenzado a practicarse. El
punto central del informe, que enumeró las condiciones del
examen clínico-neurológico por las que se afirmaba
la condición de irreversibilidad, fue la
equiparación de este estado clínico con la muerte,
a partir de la cual se tornaba aceptable y lógica la
interrupción del soporte mecánico respiratorio. La
elaboración de la norma jurídica que proveyó
el status legal a esta condición neurológica como
sinónimo de muerte y la pormenorización de los
exámenes requeridos para tal fin permitieron, con algunas
variantes en cada país, disponer del marco adecuado y
necesario para su implementación.

No obstante, actualmente y después
de tres décadas, no se ha logrado la identificación
de la muerte cerebral o encefálica con la muerte misma a
pesar de la generalizada aplicación de su normativa en la
mayoría de los países del hemisferio occidental y
también en muchos otros del resto del mundo. Esta
disociación ideopragmática merece ser explorada a
la luz de nuevos acontecimientos que, con relación al
tratamiento del paciente crítico y al manejo del soporte
vital, han generado argumentos que enriquecen la reflexión
para una mejor comprensión de este complejo
problema.

Después de más de treinta
años ha sido suficientemente probado que la
concepción primariamente utilitarista que guió el
informe Harvard fue acertada: se redujo la carga asistencial del
número de pacientes que con "coma irreversible"
permanecían internados y respirados mecánicamente
en terapia intensiva, y en quienes era segura su muerte
próxima. Así, la trasplantología se
asentó sobre una base cierta que definió las
condiciones en las cuales era lícito efectuar la
procuración de los órganos para
transplante.

También en este mismo tiempo, el
acelerado desarrollo del cuidado intensivo del paciente grave y
los nuevos procedimientos diagnósticos y
terapéuticos, generaron la aparición de nuevos
cuadros clínicos asociados a esta nueva medicina
crítica como resultado de la aplicación sostenida y
prolongada de los métodos de soporte vital ordinarios y
avanzados. Entre ellos se destacan, el estado vegetativo
persistente, frecuentemente derivado de encefalopatía
hipóxica post-reanimación y la disfunción
orgánica múltiple con trastornos cognitivos
frecuentes, desencadenada por noxas infecciosas o no infecciosas.
Estos cuadros resultan paradigmáticos en este tiempo
porque asocian, vinculan y confunden la terminalidad con el
carácter presuntamente reversible y transitorio del estado
crítico.

La cuidadosa observación de estos
hechos permite encontrar, entre el estado de coma irreversible
que se define como muerte cerebral en 1968 aconsejando el retiro
de la respiración mecánica en estos pacientes
-ahora considerados muertos- y la aceptación progresiva en
las últimas dos décadas (en los años 80 y
90) de disponer la abstención y/o el retiro del soporte
vital en pacientes con evolución irreversible para
permitir su muerte, un punto común a ambas situaciones:
existen casos de pacientes críticos en los que se
visualiza la necesidad de establecer límites en la
asistencia médica.

El tema central presente en ambas
circunstancias es que en estos casos la muerte resulta ligada a
las decisiones (acciones u omisiones) que se toman en el
ámbito asistencial sobre el soporte vital. Estas
decisiones constituyen por sí mismas ese límite y
marca el comienzo de toda una época de "muerte
intervenida" 2 por oposición a la muerte natural hoy casi
desconocida y olvidada por inexistente. Es en virtud de ello que
dentro de la expresión "muerte intervenida", utilizada
primariamente para describir las acciones de abstención y
retiro habituales en terapia intensiva, se incluye también
a la muerte cerebral, dentro de la que -en la tesis defendida en
este trabajo– resulta el hito histórico
fundamental.

Así las cosas, si bien el "progreso
tecnocientífico" aplicado al fin de la vida reserva para
los médicos un rol principal en la praxis de la
atención, se requiere la participación activa de
todos los actores sociales para la toma de decisión sobre
un tema que le concierne exclusiva e integralmente a la sociedad
en su conjunto.

Trataremos de explorar desde diversos
puntos de vista esta situación que ha creado una
importante cantidad de dudas, dilemas y conflictos por el
íntimo vínculo entre la directa intervención
médica y la muerte.

Descripción y características
de los cuadros clínicos involucrados

Muerte cerebral

En la década del cincuenta un grupo
de neurólogos franceses (Mollaret y Goulon) llamaron la
atención sobre ciertas situaciones clínicas que
evolucionaban con coma muy profundo y aparentemente irreversible
que llamaron coma depassé. Se trataba de pacientes
asistidos con respi-rador, con respuesta nula a estímulos,
pérdida total de reflejos incluidos los troncales (tos,
deglución) y falta de actividad electrofisiológica
cerebral (ECG plano). En este contexto, en la siguiente
década y urgido por el acelerado desarrollo de la
trasplantología y el pedido expreso de eminentes
médicos del Massachusetts General Hospital, un
Comité ad-hoc de la Escuela de Medicina de la Universidad
de Harvard dirigido por Henry Beecher -hasta el momento
coordinador de un grupo que estudiaba las cuestiones
éticas referidas a la experimentación en seres
humanos- e integrado por diez médicos con la asistencia de
un abogado, un historiador y un teólogo aconseja
rápidamente en una publicación aparecida en el JAMA
el día 5 de Agosto de 1968, una nueva definición de
muerte basada en la irreversibilidad del daño cerebral
producido1.

Los requerimientos y pruebas
diagnósticas que demostraran la detención en las
funciones del cerebro fueron establecidos taxativamente en el
mismo informe: coma (ausencia completa de conciencia, motilidad y
sensibilidad), apnea (ausencia de respiración
espontánea), ausencia de reflejos que involucren pares
craneanos y tronco cerebral, y trazado
electroencefalográfico plano o isoeléctrico.
Cumplidas estas condiciones durante un tiempo estipulado, y
previo descarte de la existencia de hipotermia o
intoxicación por drogas depresoras del sistema nervioso,
debía diagnosticarse la muerte, ahora "cerebral", y
suspenderse todo método de soporte asistencial, en
especial el respiratorio. Esta propuesta sobre muerte cerebral se
impuso rápidamente por la clara evidencia de
irreversibilidad en aquellos cuadros clínicos en quienes
se verifican las condiciones neurológicas allí
descriptas y en los que, aún manteniendo las medidas de
asistencia respiratoria mecánica y de soporte
circulatorio, el paro cardíaco se produciría en
pocas horas o días.

El trabajo original de sólo cuatro
páginas donde se propuso esta prudente y sabia
decisión exhibe dos fundamentos centrales: (i) la carga o
el peso (burden) que los pacientes con coma irreversible
significan para el propio paciente y/o para otros (familia,
hospitales, falta de camas para pacientes recuperables) y (ii) la
"controversia" existente por no saber claramente cuándo
era razonable efectuar la ablación de órganos para
trasplantes1. Simultáneamente en el informe se
efectúan dos comentarios centrales: la preocupación
de la existencia de una norma legal que, para protección
de los médicos, declarara a la persona muerta antes de
retirarle el respirador y la explícita mención,
apoyada por la única cita bibliográfica del
trabajo, de que la Iglesia Católica, a través del
Papa Pío XII, ya en 1958 había declarado que la
prolongación de la vida por métodos extraordinarios
en este tipo de pacientes críticos y la
verificación del momento de la muerte eran de incumbencia
estrictamente médica.

En años recientes el
Subcomité de calidad de la Academia Americana de
Neurología3 ha confirmado los conocidos criterios de
diagnóstico clínico de la muerte cerebral en
presencia de signos de foco neurológico evidente
(traumatismo de cráneo, hemorragia subarac-noidea por
rotura aneurismática) y otras situaciones derivadas de
lesiones encefálicas isquémicas e hipóxicas,
con especial recomendación de excluir las causas
reversibles (intoxicación, hipotermia, trastornos
metabó-licos). Este informe confirma que la muerte
cerebral es un diagnóstico clínico, sistematiza el
test de apnea que resulta crucial para el diagnóstico,
afirma que la evaluación repetida a las seis horas es
recomendable aunque dicho lapso es arbitrario y finalmente
concluye que los métodos "confirmatorios" son opcionales
para aquellos casos de evaluación clínica dudosa
(por ejemplo severo trauma facial). Adicionalmente, muchos otros
métodos exploratorios del encéfalo como el
ecoDoppler transcra-neal, la perfusión cerebral por
métodos radioisotópicos, la angiografia, el SPECT y
el estudio pormenorizado de potenciales evocados han demostrado
utilidad predictiva en la aproximación de la muerte
cerebral y no la validez cierta de un método confirmatorio
seguro4.

Recientemente, y como un dato más de
la vigencia de este debate, se ha planteado una controversia en
Gran Bretaña entre los médicos de las unidades de
terapia intensiva y los anestesiólogos sobre si debe o no
aplicarse anestesia al donante (muerto cerebral) para efectuar la
ablación de los órganos5.

Estados vegetativos

Desde 1968 y en las siguientes
décadas del setenta y del ochenta se asistió a la
aparición cada vez más frecuente de cuadros
clínicos intermedios constituidos por un coma inicial
resultante de una injuria cerebral con variables grados de
lesión del sistema nervioso como en el estado vegetativo
persistente (EVP), demencias profundas y otros, en que no se
cumplen los criterios aceptados de muerte cerebral (indemnidad
del sistema reticular activador del tronco cerebral y de las
funciones respiratoria y circulatoria), pero que también
tienen daño cerebral irreversible con pérdida
absoluta de las funciones corticocerebrales superiores6. Tienen
permanentemente abolida la conciencia, la afectividad y la
comunicación con conservación de los ciclos
sueño-vigilia, y fuertes estímulos puede provocar
apertura ocular si los ojos permanecen cerrados y también
acelerar la respiración, el pulso y la tensión
arterial. Los reflejos y movimientos oculares están
conservados y también los reflejos protectores del
mito y de la tos. Estos pacientes pueden tener
movimientos espontáneos que incluyen masticación,
rechinar dientes y deglutir. También pueden emitir sonidos
o gestos que sugieren ira, llanto, queja, gemidos o sonrisas. Su
cabeza y ojos pueden inconsistentemente rotar hacia luces o
sonidos no verbales. Todas estas actitudes son consideradas como
de origen subcortical. En los recién nacidos, la
anencefalia es el cuadro homologable al EVP por la carencia de
hemisferios cerebrales y la sola presencia del tronco
cerebral.

El estado vegetativo implica la existencia
del despertar pero con inexistencia de la percepción de
sí mismo y de su entorno. En el caso particular de EVP el
calificativo de persistente corresponde después de un mes
de transcurrido el evento cerebral agudo traumático o no
traumático pero no implica irreversibilidad. En cambio el
calificativo de permanente a este estado vegetativo denota
irreversibilidad tres meses después de una injuria no
traumática y doce meses después de una injuria
traumática. El estado o síndrome apálico es
un término arcaico equivalente hoy a estado vegetativo.
Asimismo, se ha aconsejado abandonar los términos de coma
vigil, alfa coma e inconciencia permanente.

El estado mínimamente consciente
remplazó recientemente al término estado de
mínima respuesta. A pesar de que estos pacientes no son
capaces de comunicarse o seguir instrucciones, revelan actitudes
que evidencian reconocimiento de sí mismos y de su
entorno. Pueden reproducir fijación visual y conductas
emocionales y motoras que muestran respuestas gestuales o
verbalizaciones inteligibles. Este estado, que puede mejorar o
quedar en estado vegetativo, tiene una neuropatología que
se desconoce y debe diferenciarse del EVP. El mutismo
akinético, aunque muy raro, es una subcategoría del
estado mínimamente consciente. Finalmente el
síndrome de enclaustramiento (locked in), que evoluciona
con cuadriplejía y anartria, también debe
diferenciarse del estado vegetativo porque tienen una relativa
preservación de la cognición.

El EVP convertido en permanente puede tener
muchos años de evolución hasta que alguna
complicación propia del estado vegetativo o la
asociación de otra patología lo conduzca a la
muerte. Esta situación comenzó a plantear dos
circunstancias posibles: la decisión de no tratar alguna
de las complicaciones (por ejemplo una infección
respiratoria) u otra patología que se asocie
(cáncer, abdomen agudo), o directamente suspender la
alimentación y la hidratación enteral o parenteral,
lo que provoca la muerte por paro cardiocirculatorio en un lapso
de 15 o 20 días. El conflicto moral que se plantea en
estos casos se refiere a la calificación de la
acción misma y a quién debe tomar la
decisión.

Estados clínicos críticos
irreversibles y/o irrecuperables.

El estado crítico, que
obligatoriamente presupone transitoriedad y reversibilidad,
requiere por definición el uso actual real o potencial de
procedimientos asistenciales (instrumentales o
farmacológicos) llamados de sostén o soporte vital
que implican la sustitución o el apoyo de funciones de
órganos o sistemas cuya afectación pone en peligro
la vida8, 9. En los últimos años el concepto de
soporte vital se extendió desde la primaria
concepción de incluir sólo a los de gran
sofisticación como los respiradores mecánicos,
oxigenación extracorpórea o diálisis hacia
muchos otros como la terapéutica farmacológica
vasopresora, quimioterapia, antibióticos o
nutrición e hidratación parenteral que, aunque
requieren menor instrumentación, participan del mismo
significado intencional de acción terapéutica en el
paciente crítico. Considerar como soporte vital
también a procedimientos más simples
(hidratación y nutrición) pero igualmente
artificiales, privilegia con mayor énfasis las
características del paciente en quien se aplica y su
intencionalidad que a la naturaleza del procedimiento mismo. La
obligatoriedad en la administración de hidratación
y nutrición, que fuera sostenida reiteradamente por
algunos autores, lo ha sido por su gran peso simbólico en
nuestra cultura ("matar de hambre y de sed"), aunque sea ahora
muy difícil argumentar una distinción moral
válida con otros métodos de sostén vital. No
existe hambre ni sed en el estado vegetativo, y el confort debe
ser mantenido por una adecuada humidificación de las
mucosas que impedirán su laceración e
infección8.

La consideración expresa de estos
dos elementos paciente en estado crítico y soporte vital
es necesario para establecer una clara diferencia en la toma de
decisión que ocurre en las salas de terapia intensiva con
las que se opera en el resto de las modalidades de
atención médica9. Lo frecuente es que deba
decidirse sobre la continuidad o la suspensión de
algún procedimiento de sostén vital como la
asistencia respiratoria mecánica, la resucitación
cardiopulmonar o la hidratación y alimentación
enteral y/o parenteral cuando el paciente ya está
previamente en coma o con una perturbación de la
conciencia que no le permite el discernimiento pleno, lo que no
impedirá cumplir acabadamente con el principio de respeto
o de autonomía que debe ser honrado siempre en todos los
casos. La existencia de este conflicto decisional tomó
estado público en Estados Unidos como en ningún
otro país y es en esa sociedad donde se instaló
inicialmente el debate más intenso. La evolución
habida en los fallos de la justicia americana en las
últimas dos décadas ha permitido observar un
desplazamiento de la autorización en el establecimiento de
la futilidad de una acción desde el paciente, si
éste con anterioridad hubo manifestado su preferencia
verbalmente o por escrito (directiva anticipada o living will),
hacia sus familiares o representante en caso de no existir
ninguna expresión previa del enfermo.

Las indicaciones de tratamiento o su
contraindicación proceden siempre de la iniciativa
médica que, aunque contando con todo el respaldo
técnico y profesional, constituyen decisiones que no son
siempre absolutas ni indiscutibles desde el punto de vista
estrictamente científico. La opinabilidad de muchas de
ellas es frecuente y más aún cuando se trata de
evaluar la razonabilidad de la aplicación de
métodos invasivos de sostén vital. El espacio
decisional que queda reservado para el médico, en
relación a la importancia de su juicio y no a una
concepción paternalista, se ha reconocido desde Tomlinson
y Brody en relación a la resucitación y luego en
los documentos de la Asociación Médica Americana
respecto de este mismo tema y en las conductas aconsejadas a los
médicos por las Sociedades Americanas de Cuidado Intensivo
y de Patología Torácica en cuanto a la no
aplicación o retiro de métodos de sostén
vital. También en nuestro país existen pautas y
recomendaciones que el Comité de Bioética de la
Sociedad Argentina de Terapia Intensiva ha efectuado sobre la
Abstención y/o Retiro de los Métodos de Soporte
Vital en el paciente en estado crítico.

Los cuadros clínicos que se incluyen
en este grupo no son los estados vegetativos, algunos de los
cuales cumplen los criterios diagnósticos de EVP, sino un
conjunto de situaciones que pueden ser agrupados en las
siguientes categorías: (i) cuando no existan evidencias de
haber obtenido la efectividad buscada (ausencia de respuesta en
la sustitución del órgano o la función);
(ii) cuando el sufrimiento sea inevitable y desproporcionado al
beneficio médico esperado; (iii) cuando se conozca
fehacientemente el pensamiento del paciente sobre la eventualidad
de una circunstancia como la actual, en el caso de una enfermedad
crónica preexistente (informe personal, del médico
de cabecera si existiere o del familiar); y (iv) cuando la
presencia de irreversibilidad manifiesta del cuadro
clínico, por la sucesiva claudicación de
órganos vitales (disfunción orgánica
múltiple), induzca a estimar que la utilización de
más y mayores procedimientos no atenderán a los
mejores intereses del paciente.

Visualización de cada grupo
clínico a partir de la existencia de un límite en
la asistencia médica

Como ya hemos dicho, el hilo conductor que
reúne y justifica la consideración de estos grupos
como un continuo es la existencia, común a todos ellos, de
la presencia real o potencial del establecimiento de un
límite en la atención representado por el retiro o
eventual no aplicación del soporte vital.

Muerte cerebral

Cuando se propuso una definición de
la muerte cerebral ya se vivían los dilemas que la
tecnología planteaba a la práctica médica
desde la moralidad aunque no existiera formalmente la
bioética como la nueva disciplina conte-nedora del estudio
de estos conflictos. Así fue que la muerte cerebral se
definió por una necesidad fáctica imperiosa surgida
desde la práctica de la medicina, que implicó
esencialmente la interrupción de la asistencia
respiratoria mecánica (límite) en presencia de
determinada situación neurológica y con el debido
resguardo legal. Se necesitaron unas pocas semanas para elaborar
el informe Harvard de 19681 y muchos años para establecer
un marco conceptual.

Desde los trabajos de Bernat y otros
autores y el informe de la Comisión Presidencial (1981) se
ha aceptado primariamente que la muerte cerebral expresa la
pérdida de la función cerebral completa en tanto
significa la cesación de la función integradora del
organismo como un todo14, 15. Esta nueva definición
cambió el concepto de muerte sustentado hasta entonces que
se basaba en la completa interrupción del flujo
sanguíneo (paro cardíaco o asistolia) y la
cesación consecuente de las funciones vitales
(respiración, ruidos cardíacos, pulso, etc.). La
necesidad de establecer una definición de la muerte,
criterios para expresar la afectación de funciones y los
tests para su diagnóstico ordenaron ciertamente todo este
problema. Se aceptó desde entonces que el cese del
funcionamiento del organismo como un todo comprendería (i)
la pérdida permanente del funcionamiento cardiovascular y
(ii) la pérdida total y permanente del funcionamiento del
encéfalo completo. Este último criterio (whole
brain criterion) es el que ha prevalecido en el tema de la muerte
cerebral aunque sigue vigente también, a pesar de la
objeción de algunos filósofos, el criterio que
expresa la pérdida permanente del funcionamiento
cardiopulmonar y así fue expresamente reconocido en el
Acta sobre la Definición de la Muerte.

Si bien el análisis profundo de la
muerte desde el punto de vista filosófico no es
naturalmente materia de análisis de este trabajo, que
sólo intenta explorar un ángulo de
observación médico del problema, no resulta
intuitivamente creíble que se afirme que la muerte
cardiopulmonar no es un criterio válido de muerte porque
el sistema cardiovascular no constituiría un sistema
integrador del organismo como un todo, atendiendo además a
la posibilidad de su reemplazo artificial.

Finalmente los tests serían aquellos
procedimientos que médicamente estarían disponibles
para efectuar el correspondiente diagnóstico, y que con
algunas variantes según los diversos países, son
hoy usados para la muerte cerebral. Los tests para definir la
existencia de muerte comprenden los exámenes y
métodos requeribles por la legislación de cada
país para su certificación. Contrariamente a lo
inicialmente esperable, el avance en el conocimiento
neurofisiológico no ha permitido encontrar un examen que
delimite una frontera nítida entre la vida y la muerte
neurológica (funciones corticales y troncales) por lo que
los tests diagnósticos de muerte cerebral tienden con el
paso de los años a ser más clínicos que
instrumentales6.

Asimismo, actualmente no es
fácilmente sostenible una justificación
biológica plena para argumentar la pérdida
irreversible de la función cerebral completa. La actividad
eléctrica cerebral se ha encontrado presente en el
electroencefalograma en porcentajes que oscilan entre el 15 y el
40% de personas con criterios de muerte cerebral y en algunos
países como Gran Bretaña ya no es requerido este
estudio para su diagnóstico16. Desde el punto de vista
endocrinometabólico se constata indemnidad en la
función hipotálamohipofisaria con normalidad en la
secreción de las diversas hormonas (vasopresina, PRL, GH,
LH y TSH séricas) y respuestas adecuadas del TRH y TSH de
la hipófisis anterior a la estimulación hormonal,
en un porcentaje que va del 30 al 70% de los casos.
También se ha verificado la existencia de respuesta
hemodinámica frente a estímulos externos y la misma
incisión quirúrgica para efectuar la
ablación promueve un aumento de tensión arterial y
taquicardia resultando un dato operativo demostrativo de
interacción con el medio exterior.

Recientemente Shewmon publicó una
serie de 175 casos con diagnóstico cierto de muerte
cerebral que sobrevivieron más de una semana. En un
detallado metaanálisis sobre 56 de ellos, 17 sobrevivieron
más de dos meses, 7 más de seis y 4 más de
un año; el autor se pregunta si se puede seguir
sosteniendo la hipótesis, como base conceptual de la
muerte cerebral, de la presunta desintegración del
organismo como un todo. Más allá de que esta
publicación destruye la presunción habida desde el
informe Harvard respecto de la inminente o próxima
asistolia de estos casos, resulta razonable pensar -aunque nadie
debería obligatoriamente corroborarlo- que la
tecnología de la terapia intensiva de hoy, treinta
años después, explica verosímilmente el
mantenimiento prolongado de la función cardiocirculatoria.
Esta publicación no intenta ni propone un cambio en el
diagnóstico de muerte cerebral aunque sí cuestiona
el criterio de pérdida de la función cerebral
completa como expresión de la pérdida del
funcionamiento del organismo como un todo por la carencia de los
subsistemas integrados del mismo.

En esta misma línea de razonamiento
se encuentra la observación sobre la conservación
intacta de funciones esencialmente homeostáticas como las
endocrino-metabólicas, lo que cuestionaría
también la definición misma de la muerte. Los datos
biológicos acumulados y ya referidos, junto a los
hallazgos de A. Shewmon ponen en duda el concepto inicial de
pérdida irreversible y completa de la función
cerebral, como criterio que fundamenta la nueva definición
de muerte y muestra que sólo un número muy
crítico de neuronas cesan su actividad. Esta realidad,
enfrentada con el criterio de pérdida completa de la
función cerebral, no podría responder la pregunta
crucial que se ha efectuado: ¿qué cualidad tan
esencial y significativa tiene este número crítico
de elementos de una entidad que su pérdida constituye la
muerte de toda la entidad ?

Nos apresuramos a decir que cuestionar el
marco conceptual de la muerte cerebral no significa negar su
validez, necesidad y existencia sino comenzar un proceso
reflexivo y crítico desde una mirada médica
asistencial y pragmática.

Estados vegetativos

Entretanto, aun cuando la muerte cerebral
ya era aceptada en forma generalizada en los Estados Unidos, en
ese mismo país no era posible acceder a la solicitud de
interrupción de la asistencia respiratoria mecánica
efectuada por los padres de una paciente en estado vegetativo (es
el caso de Karen Quinlan, en 1976). Sin embargo y casi
simultáneamente comenzaba el debate social, médico
y jurídico sobre la aplicación o suspensión
de los métodos de soporte vital al mismo tiempo que se
impulsaba, desde diversos foros, el derecho de los pacientes a
decidir sobre su destino. Finalmente en la década pasada
ya se avanzó sobre el retiro de los métodos de
soporte vital en el EVP, cuyos casos paradigmáticos en el
mundo han sido la suspensión de la hidratación y
nutrición de Nancy Cruzan en 1990 en los Estados Unidos y
de Antony Bland en 1994 en Gran Bretaña.

En el estado vegetativo persistente el
problema de su identificación biológica es
aún mayor del que existe en la muerte cerebral desde que
no existe ninguna prueba, test o número biológico
que permita, fuera de las consideraciones evolutivas
neurológicas, establecer un diagnóstico de certeza.
Los estados vegetativos han sido el paradigma de las situaciones
clínicas que han llevado a desarrollar con mucho
énfasis el criterio de muerte neocortical (high brain
criterion) en los que la lesión neurológica
irreversible se asienta en los centros superiores existentes en
la corteza cerebral aunque con indemnidad del tronco cerebral lo
que preserva las funciones respiratoria y circulatoria. Los
argumentos que defienden este criterio ponen todo el
énfasis en que la pérdida absoluta de las funciones
cognoscitivas superiores (conciencia, comunicación,
afectividad, etc.) definiría más absolutamente la
naturaleza y condición humanas que la falla
neurológica que regula la homeostasis de las funciones
vegetativas. Este criterio cerebral superior (high brain
criterion) abandona completamente el sentido puramente
biológico de la vida y prioriza en cambio los aspectos
vinculados a la existencia de la conciencia, afectividad y
comunicación como expresión de la identidad de la
persona.Siguiendo esta línea de pensamiento la
teoría de la identidad personal de Wikler apunta a
defender el high brain criterion considerando asimismo como
razones espurias a la justificación biológica,
pretendidamente inobjetable, de la muerte cerebral. Esta
teoría argumenta que cuando queda abolida totalmente la
conciencia como en el EVP la persona desaparece, quedando en
cambio "vivo" el cuerpo biológico que la
albergó.

A pesar de su natural conflictividad el
desarrollo filosófico de la diferenciación entre el
concepto de persona y organismo también puede enriquecerse
a partir del estudio de la ontogénesis del cerebro humano
desde el embrión hasta el lactante en donde se establece
la existencia de cuatro fases evolutivas secuenciales: organismo,
individuo biológico, ser humano y persona. En el fin de la
vida la distinción entre ser humano y persona desde el
punto de visto ontogenético ayudará a la
comprensión de los fenómenos operados cuando se
producen diversas afectaciones del sistema nervioso
central.

La imposibilidad de establecer un test de
diagnóstico confiable de EVP (como ha sido posible en la
muerte cerebral) ha inducido a algunos autores como Gert a
sostener su oposición a considerar al EVP como muerte
neocortical argumentando que tal situación
exhibiría frente a la sociedad un cuestionamiento en la
confiabilidad médica que sería muy inconveniente.
Esta imposibilidad diagnóstica ha promovido que algunos
autores, como Wikler, aun defendiendo el high brain criterion,
apoyara desde la Comisión Presidencial el criterio de
muerte actualmente vigente y aceptado desde 1981.

Sin embargo, y más allá de
todo este marco de discusión conceptual, en estos cuadros
vegetativos hoy ya está presente la posibilidad de
establecer el límite en la atención, que en estos
estados vegetativos que respiran espontáneamente,
está constituido por la suspensión en la
alimentación e hidratación enteral y/o
paren-teral

Estados clínicos críticos
irreversibles y/o irrecuperables

Ya son muchas las publicaciones que han
descripto la estrecha relación entre la muerte de los
pacientes en las unidades de terapia intensiva y las acciones
médicas ejercidas en las horas previas a la misma. El
retiro o suspensión de maniobras de soporte vital, que
precedieron a la muerte aumentó durante un quinquenio
(1988-1993) en el mismo centro asistencial desde el 51 al 90%, y
en todos los casos se acordó con la familia esta
decisión. Sin embargo, esta situación, que
también ocurre en nuestro país, permanece fuera del
debate formal y abierto sólo por razones
culturales.

Cuando exista una directiva anticipada
(living will o testamento vital), ella debe seguirse fielmente
cualesquiera sea la opinión del equipo médico. Si
no existiera esta información o algún indicio
siquiera, como ocurre muchas veces, la toma de decisión
médica deberá guiarse según alguna de estas
dos posibilidades: el criterio del juicio sustituto o el de los
mejores intereses para el paciente. El juicio sustituto
significaría actuar según los deseos del paciente
si se pudiera conocer cual sería la elección del
mismo ya sea en una situación determinada (por ejemplo, el
mantenimiento del soporte vital en un estado vegetativo
persistente) o el uso de maniobras invasivas en la
reagudización de una enfermedad preexistente
(respiración mecánica en la bronquitis
crónica o en una enfermedad neurológica
degenerativa). Los mejores intereses para el paciente se refiere
en cambio a tener en cuenta lo que se conceptúe que es lo
mejor para la evolución del paciente, prescindiendo de sus
deseos personales si éstos no existieren. Cuando se apela
a "los mejores intereses", más allá de una
evaluación por demás objetiva y técnica, la
decisión que se tome estará siempre impregnada por
la consideración subjetiva que conlleva el significado del
"bien" para cada uno.

Con ambos criterios sigue siempre vigente
el planteo de quién toma realmente la decisión.
Siempre se deberá contar con el necesario consenso
familiar, y en caso de desacuerdo con el equipo médico la
consulta con un comité de ética puede ayudar a
resolver el conflicto.

En estos estados clínicos que,
aunque suelen tener trastornos cognoscitivos de diverso grado
este hecho no constituye su eje distintivo, el límite de
atención generalmente acordado es la abstención o
suspensión de la asistencia hemodinámica
(infusión de vasopresores) y decisiones sobre la
asistencia respiratoria que implican desde la limitación a
la no invasividad hasta el retiro progresivo de la
respiración mecánica precedida generalmente por una
disminución de la ventilación y de las fracciones
inspiradas de oxígeno.

Dilemas actuales en cada grupo
clínico

Desde el informe Harvard hasta nuestros
días todo este proceso se inicia por la posibilidad de
reemplazar con soporte externo la casi totalidad de las funciones
vegetativas en pacientes en coma permanente. Después de la
muerte cerebral el avance en la aplicación del sofisticado
"tronco cerebral artificial" que ofrece la medicina
crítica de hoy permitió la generación de los
cuadros vegetativos y otros que por su complejidad nos
transportan con facilidad al encarnizamiento terapéutico.
En este escenario, el propio reconocimiento médico de la
irreversibilidad de ciertos cuadros clínicos y la lucha
por el ejercicio de la plena autonomía de la personas y el
logro de una muerte digna completan un marco general de
análisis en que el establecimiento de un límite
cierto en la asistencia médica en ciertas circunstancias
resulta el punto fundamental que los relaciona. En todos los
casos este límite implica la producción final de la
muerte tradicional expresada por la detención
cardiocirculatoria.

Sobre la muerte cerebral

Los temas que todavía hoy son
materia de debate en la muerte cerebral no cuestionan su
existencia ni su necesidad, sino su interpretación y
significado a la luz de los nuevas problemas que se han
suscitado, respecto del soporte vital, en los estados vegetativos
y en los cuadros irrecuperables. La presentación en
sociedad de la muerte cerebral como producto de un descubrimiento
por el avance científico no ayudó al conocimiento
pleno de la verdad, y la utilización de la palabra
"muerte" para calificar la nueva situación no
facilitó tampoco el conocimiento total de la
situación por parte de la medicina ni de la sociedad y
quizá por ello no se obtuvo entonces la plena
identificación de la muerte con la muerte
cerebral.

Es importante señalar que a pesar
del consenso operativo existente en la mayoría de los
países del mundo occidental para los casos de
selección del donante de órganos, el acuerdo en
proceder a la ablación en las circunstancias actuales no
ha implicado la íntima creencia de esta identidad ni
siquiera en la mayoría (sólo un 35%) de los
integrantes de un equipo de procuración y trasplante. No
obstante, la rápida aceptación de este criterio
cerebral para definir la muerte y permitir entonces la
interrupción de la asistencia respiratoria mecánica
o el soporte circulatorio se debió justamente a que se
proponía una solución para un problema grave y
cierto.

En una línea conceptual de
pensamiento muy cuestionadora Youngner cita el siguiente ejemplo:
"Los Nuer, una tribu africana, consideraban a los recién
nacidos defectuosos como hipopótamos que eran
equivocadamente concebidos por padres humanos quienes entonces
los colocaban en el borde del río, para devolverlos a lo
que era su hábitat natural". Esta anécdota
histórica, tomada del libro de Bioética de
Beauchamps y Childress (3ra. edición) hace referencia al
artilugio conceptual utilizado por esta tribu para obviar la
prohibición moral de matar recién nacidos no
deseados. La similitud de esta costumbre tribal con la
aceptación de declarar como muertos a aquellos pacientes
con pérdida de la función cerebral completa, en
lugar de plantear la necesidad de la interrupción del
soporte vital o la ablación de órganos para
permitir la llegada de la muerte, sugiere a Younger el tremendo
interrogante sobre si la muerte cerebral no significó una
tergiversación conceptual para toda la
sociedad.

Por estas observaciones el debate ha sido
amplio en todo el mundo y por ejemplo recién en 1990
Suecia y Dinamarca incorporaron a su legislación el
diagnóstico de muerte cerebral, que aún hoy no
resulta aceptada en la mayoría de los países
islámicos. Incluso en algunos países, como en
Japón, en los que existe una disposición
jurídica permisiva y un alto desarrollo
tecnológico, no se ha diseñado una política
clara de trasplantes por razones de índole moral y
cultural. Dinamarca es un país donde actualmente existen
dos estándares de muerte: la cerebral para el caso de
donantes de órganos y la cardiorrespiratoria tradicional
para el resto de las situaciones. Desde hace algunos años,
en los Estados de Nueva Jersey y de Nueva York de los Estados
Unidos de América existe una disposición
legislativa por la cual las personas tienen derecho a no aceptar
el retiro del respirador en caso de muerte cerebral por
objeción de conciencia, lo que significa anteponer el
ejercicio de la autonomía por encima de una norma
(diagnóstico de muerte cerebral) que parece entonces
conceptuarse como meramente convencional y hasta de cumplimiento
voluntario.

Singer también ha manifestado la
inconveniencia de presentar como una realidad médica lo
que en esencia ha sido una opción ética para
resolver el problema de la ablación de órganos para
los trasplantes y la prolongación de los cuadros
neurológicos irreversibles. También Truog cuestiona
muy seriamente el mantenimiento del concepto de muerte cerebral,
considerándolo incoherente en la teoría y confuso
en la práctica a la luz de los cambios operados en la
comprensión de todas estos problemas ya comentados y que
permiten encontrar múltiples contradicciones en la
definición, en el criterio y en los tests
diagnósticos de la muerte. Recientemente también
Shewmon plantea con sus casos de muerte cerebral "crónica"
que el concepto de muerte cerebral no es sostenible con el
fundamento de aceptar el papel integrador del sistema nervioso
central de los diversos sistemas orgánicos por parte del
SNC sino que debe pensarse en la muerte como resultado de una
construcción social.

Sobre los estados vegetativos y otros
cuadros irrecuperables

La generalizada aceptación actual de
la abstención o interrupción de todos los
métodos de soporte vital, incluidos la hidratación
y nutrición, en el paciente crítico y su directa
influencia en la provocación de la muerte, permite ahora
preguntarse sobre la posibilidad de autorizar la obtención
de órganos en otras situaciones clínicas como el
estado vegetativo persistente y la anencefalia

La propuesta esencial de Troug de abandonar
el concepto de muerte cerebral y permitir la donación de
órganos separando este tema de la discusión sobre
la dicotomía vida /muerte, sería aplicable al EVP,
anencefalia y también en otras situaciones con la expresa
obligación de cumplir con el principio de no maleficencia
y el consentimiento expreso del donante y/o su representante.El
avance en la discusión de esta cuestión en el caso
de anencefálicos llegó al punto de ser aprobado por
el Comité de Ética y Asuntos Judiciales de la
Asociación Médica Americana en 1995 aunque fuera
posteriormente rectificado por el mismo Comité al
año siguiente.

También desde la medicina
crítica se debaten hoy las decisiones médicas que
se toman en el fin de la vida en relación con los
límites impuestos en el soporte vital en la muerte
cerebral, los estados vegetativos y las situaciones
irrecuperables. Las situaciones intermedias que se viven
permanentemente en la clínica requieren un debate abierto
que incluya los diferentes contenidos culturales de cada sociedad
y ayude a redefinir la muerte como concepto que va mas
allá de la función cerebral y del paro
cardiocirculatorio.

Es interesante observar que en los
principales estudios prospectivos y retrospectivos que se han
publicado sobre la frecuencia de abstención o
suspensión de métodos de soporte vital y su
relación con la determinación de la muerte, se
incluye también la interrupción de la asistencia
respiratoria mecánica en los casos de muerte cerebral, lo
que en algún sentido homologa ambas situaciones desde el
punto de vista de la práctica médica
operacional.

La vigencia de toda esta
problemática se expresa claramente en la propuesta de
Havely y Brody que propusieron acordar una conducta para cada
situación: (a) cuándo se puede suspender el cuidado
del paciente, (b) cuándo pueden extraerse los
órganos para trasplante y (c) cuándo es posible el
entierro del cuerpo. Para estos autores los médicos
debieran estar autorizados a suspender unilateralmente el
tratamiento ante la pérdida irreversible de la conciencia
-situación discutible porque margina al paciente o a su
representante en la determinación de la futilidad de una
acción médica- y la ablación podría
efectuarse cuando se cumplan los criterios clínicos hoy
vigentes de muerte cerebral, aunque también se haya
propuesto la posibilidad de efectuarla en situaciones como en la
anencefalia. La tercera situación es la que tiene acuerdo
unánime: para enterrar el cuerpo es condición
necesaria el paro cardíaco. Como se puede ver, en
ningún caso se discute cuándo ocurre la
muerte.

Reflexiones desde la concepción
de muerte intervenida

En todos los cuadros clínicos en que
convencionalmente hemos dividido este trabajo está
presente de modo sustantivo la interrupción o no
aplicación de un método de soporte vital, lo que en
términos de asistencia médica implica el
no-tratamiento y consecuentemente el establecimiento de un
límite en la atención médica. Otro hecho es
común a las tres situaciones: la clara irrever-sibilidad
clínica en la evolución de todos los
cuadros.

Sin embargo, los objetivos primarios al
interponer este límite no fueron exactamente los mismos en
los tres grupos. En efecto, en el caso de la muerte cerebral el
propósito inicial fue la normatización de las
condiciones del dador en que era posible extraer los
órganos para el trasplante -que ya se efectuaban desde
hacía varios años- y para ello se propuso, desde la
medicina, declarar previamente como muertos a los pacientes
según un criterio neurológico. En el caso de los
otros dos grupos -estados vegetativos y pacientes irrecuperables-
el límite se propone directamente para permitir
morir.

Pero, finalmente, el límite
propuesto en cada grupo conduce inexorablemente a la
detención circulatoria (asistolia) que constituye el
sustrato real y cierto de la tradicional muerte
cardiorrespiratoria. Esta esencial participación de la
acción médica ejercitando un límite real de
la atención médica, a través del soporte
vital, para conducir formalmente a la muerte, define a la "muerte
intervenida"

Esta descripción, que se
efectúa sin tener en cuenta el marco conceptual de la
significación de la muerte según los criterios
vigentes para la muerte cerebral y los estados vegetativos, tiene
el sentido de no posponer hacia un plano secundario lo que en
verdad fue el objetivo central que condujo al informe Harvard:
establecer un límite convencional en la asistencia
médica que permitiera reglar la procuración de
órganos disponiendo finalmente la interrupción de
la asistencia respiratoria mecánica en un determinado
cuadro neurológico. Pero este mismo objetivo primario de
la muerte cerebral no fue el único porque se dice
claramente en el informe que también se buscaba reducir la
carga asistencial que implicaba la permanencia prolongada de
pacientes irrecuperables.

Y ahora también en los estados
vegetativos se propone como alternativa la posibilidad de
estudiar la extracción de los órganos para
trasplante, circunstancia que tiende un puente de unión en
los objetivos de los primeros dos grupos (muerte cerebral y
estados vege-tativos).

Es posible interpretar que así como
la muerte cerebral fue la respuesta correcta a la
situación histórica de la medicina de la
década de 1960, corresponde examinar ahora cuál es
su sentido en relación con la de este tiempo, más
de treinta años después, en que la muerte en el
paciente crítico es dependiente de un no-tratamiento que
hoy tiende a llamarse "límite de esfuerzo
terapéutico"

La legitimación bioética a
través del concepto muerte cerebral por la
aplicación del criterio de pérdida de
función cerebral completa (whole brain criterion) no ha
bastado para cerrar y comprender el problema. Si bien desde el
comienzo de esta nueva etapa resultó claro que el tema en
cuestión no era simplemente un problema médico y
biológico sino que afectaba a toda la sociedad,
todavía está pendiente la necesidad de una profunda
indagación filosófica, ética, legal y
social, a través de un debate abierto y plural.

En el concepto de muerte intervenida la
consideración conjunta de todos estos pacientes resulta
explicable cuando se examina la toma de decisión desde una
visión pragmática y médico-asistencial que
implica no tratar o dejar de tratar para poner un límite
en el tratamiento. Puede parecer riesgoso y aventurado incluir a
la muerte cerebral en todo este grupo de pacientes pero en la
cuidadosa lectura del informe Harvard se encuentra
explícitamente la búsqueda valiente y
práctica de ese límite (suspensión de la
respiración mecánica) por parte de los miembros del
Comité. En los años posteriores todo el debate se
centró en la nueva definición de la muerte con
todas sus complejas argumentaciones científicas,
filosóficas y morales, no debiendo olvidarse sin embargo
que el establecimiento de un límite en el soporte vital
transformó a la muerte cerebral en el primer
eslabón del proceso de lo que hoy llamamos muerte
intervenida.

Siguiendo un examen minucioso respecto de
la calidad de los pacientes (coma irreversible) que tuvo que
afrontar el informe Harvard, de la necesidad de la época
(obtención de órganos para trasplante y la carga
asistencial) y del límite propuesto (interrupción
de la respiración mecánica) que se impuso en esos
casos, ahora podríamos concluir que los nuevos pacientes
son los estadios neurológicos intermedios que no cumplen
los requisitos de muerte cerebral (estado vegetativo persistente,
anencefalias, pacientes irrecuperables), la nueva necesidad es la
lucha por la muerte digna y el reconocimiento pleno del ejercicio
del principio de autonomía, sin descartar la
obtención de nuevos dadores (por ejemplo en los casos de
anencefalia) y los nuevos límites son no sólo el
retiro de la respiración mecánica sino
también de cualquier otro soporte vital y hasta de la
alimentación y la hidratación
parenteral.

Para sostener la apertura de este debate
hacia las situaciones que hoy son habituales en medicina
crítica es necesario partir del reconocimiento
histórico del diagnóstico de muerte cerebral como
una convención derivada de la observación
clínica, de su frágil y discutible
argumentación biológica, de la controversia vigente
en la discusión bioética y si todo el debate no
queda envuelto únicamente en la compleja metafísica
de la muerte. Si ahora se observa todo este proceso como un
continuo, gracias a los hechos operados en estos últimos
treinta años, resultará difícil aceptar
llanamente que la muerte (la muerte cerebral) existe antes del
establecimiento del límite, o si finalmente puede
debatirse si la muerte (¿la única?) ocurre en
realidad después de establecido el
límite.

Quizá la circunstancia más
grave que actualmente ocurre es que este debate que incluye
separadamente la consideración de la muerte cerebral y la
importancia de la abstención y retiro del soporte vital en
la determinación de la muerte no sea suficientemente
explicado y conocido por nuestra sociedad que es a quien le
compete absoluta y exclusivamente. Es posible que el
reconocimiento de esta muerte intervenida, planteada con la
amplitud que aquí se propone, contribuya a este complejo y
difícil esclarecimiento y que todos los avances y
situaciones que el progreso tecnocientífico genera en el
manejo clínico del soporte vital facilite la apertura de
un debate sin duda más difícil que hace treinta
años.

Siempre la medicina, como actividad
artesanal destinada al cuidado y eventual curación de las
personas, tuvo límites. Pero nunca como ahora se
actúa efectivamente en la construcción y
delimitación de los mismos. Hasta que la medicina tuvo la
posibilidad del manejo de la función vital el
límite provenía de factores externos que llevaban a
la muerte sin nuestra intervención. Ahora, la posibilidad
de sustituir con medios externos las funciones vitales, su no
aplicación o su suspensión por parte del
médico interviene en la determinación del tiempo de
llegada de la muerte en el marco del permitir morir. El dejar
morir y el hacer morir -expresiones que deben abandonarse-
demuestran la omnipotencia de pensar que siempre es posible
evitar la muerte y de creer que la muerte la evitamos o decidimos
nosotros hasta en el momento final porque ahora es posible
sustituir in extremis las funciones cardíaca y
respiratoria (cuya detención es el sustrato de la muerte)
con maniobras de resucitación aun cuando este final sea el
resultado esperable de la enfermedad subyacente.

Así las cosas, esta
intervención en la determinación de la muerte debe
ser conocida por la sociedad, debe integrar su cultura acerca de
la enfermedad y de la muerte y todas las decisiones deben ser
compartidas por el paciente, con su decisión previa o
actual, por su representante o por la familia. Lo que no debe
ocurrir es que toda esta decisión quede en manos de los
médicos. La vigencia del principio de autonomía
exige este esfuerzo por parte de la sociedad porque el derecho de
decidir y de usufructuar del progreso exige también la
obligación y el deber de compartir las consecuencias de la
decisión.

En nuestro criterio sólo el
conocimiento pleno de esta situación por parte de la
sociedad permitirá generar el cambio cultural que implica
el concepto de muerte intervenida. La restricción de estos
hechos al grupo de trabajadores de la salud implicaría no
decir la verdad traicionando todo el andamiaje moral de la
conducta médica en el fin de la vida. Ni se puede dejar en
manos del médico toda la decisión ni los pacientes
y su familia pueden ignorar esta situación en que nos ha
puesto "el progreso". Los beneficios del indudable progreso
tecnocientífico de la medicina de alta complejidad tienen
el costo moral de que toda la sociedad comprenda y participe de
la responsabilidad que significa intervenir con nuestras acciones
y decisiones en la vida y la muerte de las personas.

La abstención y el retiro del
soporte vital constituye el escalón más importante
que se debe transitar para el logro de una muerte digna,
requerimiento surgido frente al uso indiscriminado de acciones
superfluas y perjudiciales para el paciente terminal. Pero en el
otro extremo de esta lucha por el "derecho a morir", la ausencia
de una profunda reflexión puede transformarse en la
"obligación de morir" si este tremendo problema no se
enfrenta con racionalidad y conocimiento pleno por todos los
actores sociales involucrados, dentro de los cuales los
médicos son tan sólo uno.

La participación de la sociedad en
este debate es imprescindible porque los problemas que tienen que
ver con la vida y con muerte no son simplemente dependientes de
un ordenamiento moral, médico ni jurídico sino del
derecho a morir y a vivir de cada uno.

Sin duda que resultará complejo
instrumentar una extensión de este concepto ampliado de
los límites de la atención médica en el
paciente crítico hasta el extremo de permitir una
ablación en un paciente sin diagnóstico de muerte
cerebral y cuestionar asimismo la identificación de la
misma con la muerte misma, pero nada será tan imposible
como ignorar los acontecimientos que han ocurrido durante estos
treinta años.

Finalmente, en el análisis
ético del permitir morir se debe considerar que,
más allá de los métodos que deben
suspenderse, la toma de decisión sobre la muerte se
encuentra en el marco del derecho a morir de cada paciente. El
consenso moral, médico y legal que tiende a producirse
sobre las decisiones del morir debiera cumplir tres principios
fundamentales: el pleno conocimiento de la sociedad sobre la
necesidad del establecimiento de un límite convencional en
la atención médica en determinadas circunstancias;
el respeto por las preferencias del paciente; y que la
aplicación de alguna regla no permita arbitrariamente la
muerte programada de minusválidos mentales o
físicos.

Resulta todavía utópico o
imposible el tiempo en que sea posible encontrar una
solución que ponga fin a la incertidumbre que hoy tenemos
sobre todos los aspectos que se relacionan con la vida y la
muerte. Sólo el pleno debate nos enriquecerá y
ninguna decisión deberá tomarse en cada caso sin el
absoluto respeto por el paciente o su representante. El derecho a
morir y el derecho a vivir sólo le pertenecen a cada
uno.

Mientras tanto, quizá nadie como
Diego Gracia ha resumido magistralmente un concepto que
compartimos totalmente: "La muerte es un hecho cultural, humano.
Tanto el criterio de muerte cardiopulmonar como el de muerte
cerebral y el de muerte cortical son construcciones culturales,
convenciones racionales, pero que no pueden identificarse sin
más con el concepto de muerte natural. No hay muerte
natural. Toda muerte es cultural. Y los criterios de muerte
también lo son. Es el hombre el que dice qué es la
vida y qué es la muerte. Y puede ir cambiando su
definición de estos términos con el transcurso del
tiempo. Dicho de otro modo: el problema de la muerte es un tema
siempre abierto. Es inútil querer cerrarlo de una vez por
todas. Lo único que puede exigírsenos es que demos
razones de las opciones que aceptemos, que actuemos con suma
prudencia. Los criterios de muerte pueden, deben y tienen que ser
racionales y prudentes, pero no pueden aspirar nunca a ser
ciertos"

El diagnóstico de muerte cerebral
sigue siendo conflictivo para la sociedad y para la medicina a
pesar de haber transcurrido casi treinta años desde que
fuera propuesta como una alternativa frente a la clásica y
tradicional muerte cardiorrespiratoria.

El célebre informe del Comité
de la Escuela de Medicina de Harvard publicado en 1968 propone
por primera vez definir el hasta entonces llamado coma
irreversible como un nuevo criterio de muerte, y reconoce como
motivación esencial para esta propuesta la «carga o
el peso (burden)» que significaban los pacientes con
cerebro dañado severa e irreversiblemente y la
«controversia» existente para obtener órganos
para trasplante.

Para la medicina y para la sociedad este
hecho significó la internalización de una nueva
definición que cambió el concepto y el criterio
sustentado hasta entonces y que se basaba en la completa
interrupción del flujo sanguíneo (paro
cardíaco o asistolia) y la cesación consecuente de
las funciones vitales (respiración, ruidos
cardíacos, pulso, etc.).

El corazón ya no podía ser
considerado el órgano central de la vida y la muerte como
sinónimo de ausencia de latido cardíaco. Se
elegía el cerebro como el órgano cuyo daño
debía definir el final de la vida.

Los requerimientos y pruebas
diagnósticas que demostraran la detención en las
funciones del cerebro fueron establecidos taxativamente en el
informe Harvard: coma (ausencia completa de conciencia, motilidad
y sensibilidad), apnea (ausencia de respiración
espontánea), ausencia de reflejos que involucren pares
craneanos y tronco cerebral, y trazado
electroencefalográfico plano o
isoeléctrico.

Cumplidas estas condiciones durante un
tiempo estipulado, y previo descarte de la existencia de
hipotermia o intoxicación por drogas depresoras del
sistema nervioso, debía diagnosticarse la muerte ahora
«cerebral» y suspenderse todo método de
soporte asistencial.

A partir de 1968 y en sucesivos documentos
publicados sobre este tema en la década del 80, se
fundamentó la abolición de la función
cerebral completa (whole brain criterion) como paradigma de la
muerte en tanto significaba la cesación de la
función integradora del organismo como un todo.

La cesación en su actividad de las
neuronas responsables de la organización de los
principales sub-sistemas orgánicos proveyó, en la
hipótesis de Bernat de 1981, el sustento conceptual de una
determinación tomada trece años antes.

A partir de entonces, y a propuesta de la
Comisión Presidencial, en el Acta sobre la
Definición de la Muerte se considera como muerte
a:

1) la irreversible cesación de la
función circulatoria o respiratoria y

2) la irreversible cesación de la
función cerebral completa. Esto último implicaba
tanto las funciones corticales (coma, ausencia de motilidad
voluntaria y sensibilidad) como aquellas dependientes del tronco
cerebral (reflejos que involucran pares craneanos, ausencia de
respiración espontánea). Con este acuerdo la
certificación de la muerte cerebral no requería del
cese de la circulación que sólo ocurre al cabo de
unas horas o días según se retiren inmediatamente
todos los métodos de soporte vital o se mantengan hasta la
ablación de los órganos involucrados.

A partir de entonces el estudio de ciertas
funciones encefálicas ha comprobado la fragilidad
científica del concepto clínico del cese de la
función cerebral total y completa, ya que la
exploración minuciosa en casos de muerte cerebral verifica
un correcto funcionamiento neurohormonal (regulación
hipotalamohipofisaria), se registra actividad cortical a
través del trazado electroencefalográfico, se
evidencian resultados variables en los estudios de potenciales
evocados multimodales y se ha probado la existencia de respuesta
hemodinámica frente a estímulos
externos.

Asimismo otros estudios realizados con
SPECT, RMN, centellografía planar, angiografía,
pruebas de estimulación hormonal, ecografía
transcraneal, consumo de oxígeno cerebral y potenciales
evocados permiten adelantarse en forma predictiva al
establecimiento de la muerte cerebral pero no a precisar su
diagnóstico. Estos hechos han puesto en duda actualmente
el concepto de cese completo e irreversible de la función
cerebral 8 y el criterio inicial sustentado se ha modificado en
el sentido de no ser necesario la abolición de la
función de cada una de las neuronas, y ni siquiera de
muchas de ellas, sino sólo de un número
crítico en la corteza, diencéfalo y tronco que son
responsables de integrar las funciones del organismo como un todo
9.

En nuestro país la ley
21.541/77 y su reglamentación expuso las condiciones
requeridas para el diagnóstico de muerte cerebral,
siguiendo los lineamientos del informe Harvard, pero durante un
largo período esta certificación sólo fue
válida en aquellos pacientes cuyos órganos fueran
requeridos para ser trasplantados. Sólo a partir de una
nueva ley de reformas (Ley No 23.464/87 después ratificada
por la Ley No. 24193/93) se igualó a todos los hombres en
la determinación formal de la muerte, con prescindencia
del destino de sus órganos.

En general en las legislaciones de los
distintos países se tiende a disminuir los requerimientos
que exijan alguna tecnología, aun la necesaria para tomar
un electroencefalograma que explora la actividad cortical, como
en Gran Bretaña donde es suficiente la demostración
clínica de la lesión troncal.Actualmente en
Dinamarca, que fue el último país europeo en
aceptar la muerte cerebral en 1990, todavía existen dos
standard de muerte, la cerebral para la donación de
órganos para trasplante y la cardíaca para toda
otra situación.

La aparición de la muerte cerebral
como un estricto diagnóstico neurológico ante
cuadros claramente irreversibles, permitió la inmediata
creencia de que estábamos en presencia de un nuevo
adelanto médico capaz de descubrir por el método
científico el verdadero sustrato de la muerte.

La irrecuperabilidad e irreversibilidad de
este cuadro prestó absoluta credibilidad a la
interrupción del soporte vital: en efecto, la muerte por
asistolia ocurriría en pocos días
indefectiblemente.

No obstante estos cuerpos no parecen
muertos (look dead), se ha demostrado que la prosecución
del tratamiento de sostén en algunos casos permiten
«sobrevidas» superiores a los doscientos días,
las mujeres embarazadas con fetos no viables al tiempo de la
patología cerebral han permitido —luego de varias
semanas— el nacimiento de recién nacidos normales y
el esperma de varones es apto para la
fertilización.

Desde el comienzo de esta nueva etapa
resultó claro que el tema en cuestión no era
simplemente un problema médico o científico sino
que afectaba a toda la sociedad requiriendo una profunda
reflexión sociológica y moral. Ya R. Morrison
argumentó en 1971 que este fenómeno final no era un
evento sino un proceso continuo, gradual y complejo que
excedía la biología y la medicina y que todo
acuerdo sobre este punto necesitaba, además de una intensa
indagación filosófica, ética, legal y
social, ser asumido y comprendido por la sociedad, quien en
definitiva tendría que delinear y aceptar el nuevo
concepto sobre la misma.

Sin embargo, la circunstancia inicial de
denominar como muerte a la nueva situación y ciertos
desarrollos conceptuales posteriores impidieron quizá un
adecuado conocimiento sobre la naturaleza íntima de los
hechos. S. Youngner se pregunta con razón si al declarar a
estos pacientes muertos, en lugar de plantear la necesidad de la
interrupción del soporte vital o la ablación de
órganos para permitir la llegada de la muerte, no
significó una tergiversación conceptual para toda
la sociedad.

La caracterización
neurológica del estado vegetativo persistente (EVP) y de
la anencefalia —su equivalente lesional en los
niños— identifica un grupo importante de pacientes
en los que se plantea frecuentemente importantes problemas de
decisión médica. En estos casos, en que no se
cumplen los requisitos de la muerte cerebral (idemnidad del
sistema reticular activador del tronco cerebral), se verifica un
deterioro irreversible de las funciones corticocerebrales
superiores: tienen permanentemente abolida la conciencia, la
afectividad y la comunicación con conservación de
los ciclos sueño-vigilia, de los reflejos y movimientos
oculares, de la respiración espontánea y de los
reflejos protectores del vómito y de la tos. La existencia
de este grado de lesión neurológica cerebral
superior ha dado origen al criterio de muerte neocortical (high
brain criterion) sustentado en la pérdida de las funciones
cognoscitivas superiores, que tienen su asiento en la corteza. En
estos casos la suspensión de la hidratación y la
nutrición provoca la muerte por paro cardíaco en un
lapso de 10 a 15 días.

Si se examina reflexivamente el problema
desde el informe Harvard hasta nuestros días se puede ver
como un continuo todo este proceso que se inicia por la
posibilidad de reemplazar con soporte externo la casi totalidad
de las funciones vegetativas en pacientes en coma permanente con
diverso grado de lesión neurológica. La
visualización de la muerte cerebral como el
establecimiento cierto de un límite convencional en la
asistencia médica permitiría una mayor
comprensión de esta situación. La rápida
aceptación de este criterio cerebral para la
interrupción de la asistencia respiratoria mecánica
o el soporte circulatorio se debió justamente a que se
proponía una solución para un problema grave y
cierto. Del mismo texto del informe Harvard surge que ante
determinadas circunstancias hubo una imperiosa necesidad de
establecer un límite en la atención médica.
Por un lado la carga (burden) para el paciente o para otros
(familia, hospitales, falta de camas para pacientes recuperables)
prestó el fundamento lógico para el planteo
efectuado. Por otro el no saber claramente cuando era razonable
efectuar la ablación de órganos para
trasplantes.

Quizá la ausencia de
comprensión y aceptación plenas de la muerte
cerebral por parte de la sociedad ocurra por el desconocimiento
de parte de esta realidad que tratamos de describir. Si la muerte
cerebral se viera como un límite convencional, que exige
la suspensión de acciones fútiles, el temor de
algunos podría ser que fuera considerado como la primer
práctica de eutanasia pasiva que debió aceptar la
sociedad. Si en cambio se la ve como un fenómeno
exclusivamente médico no se plantea la verdad en su
totalidad y se excluye a la sociedad de un debate y un acuerdo en
el que debe participar porque el tema le atañe absoluta y
completamente.

La muerte ya no es más un evento
terminal y ajeno que llega espontáneamente sin nuestra
intervención; no sólo ha cambiado su
definición formal en la mayoría de los
países (y quizá pueda aún cambiar) sino que
además podemos influir en su llegada por la acción
u omisión de nuestros actos médicos, por la
utilización de órganos para los planes de
trasplante y por la política de asignación de
recursos. Considerada como un límite es más
fácil admitir y comprender que la muerte cerebral es una
convención que determina la aproximación de la
muerte más que la muerte misma, y que dada la
irreversibilidad del cuadro puede ser ciertamente aconsejable
aceptar su existencia para evitar sufrimientos y para donar
órganos. Sin duda será más difícil
debatir un problema tan complejo como éste, en el marco
del principio de autonomía que la sociedad rescató
para sí, que imponer autoritariamente una verdad absoluta
que no es tal.

Así las cosas, desde hace varios
años existe un permanente reexamen del problema desde el
punto de vista bioético. Muchos eticistas, médicos
y filósofos, se han preguntado por qué tomar en
cuenta la falla neurológica que regula la homeostasis de
las funciones vegetativas, como el caso de la respiración,
para definir la muerte y no simplemente la pérdida
irreversible de la conciencia que es la que define absolutamente
la naturaleza y condición humanas5, 8. Este criterio
cerebral superior (high brain criterion) da sustento a la
hipótesis de muerte neocortical que abandona completamente
el sentido puramente biológico de la vida y prioriza en
cambio los aspectos vinculados a la existencia de la conciencia,
afectividad y comunicación como expresión de la
identidad de la persona15. Cuando queda abolida totalmente la
conciencia como en el EVP la persona desaparece quedando en
cambio el cuerpo biológico que la albergó. El
desarrollo filosófico de la diferenciación entre el
concepto de persona y organismo también puede enriquecerse
a partir del estudio de la ontogénesis del cerebro humano
desde el embrión hasta el lactante en donde se establece
la existencia de cuatro fases evolutivas secuenciales; organismo,
individuo biológico, ser humano y persona16. La
distinción entre ser humano y persona como conceptos bien
diferenciados desde el punto de vista ontogenético
ayudará a la comprensión de los fenómenos
operados en el fin de la vida cuando se producen diversas
afectaciones del sistema nervioso central.

La definición de la muerte como una
convención acordada nos conduce al problema de las
decisiones sobre el morir o lo que es lo mismo sobre el cese de
la vida. Esta decisión implica siempre el no-tratamiento y
esto ya es así en la muerte cerebral cuando se autoriza el
retiro de un respirador y todo otro tipo de asistencia o a la
ablación de órganos. El no-tratamiento en este caso
se basa en la futilidad de las acciones médicas cuando
están dadas las condiciones que fueron propuestas por el
informe Harvard. En el análisis de la futilidad
médica no interesa la naturaleza de la acción sino
la pertinencia del objetivo terapéutico y en la muerte
cerebral todas las acciones no son conducentes en principio a
ningún objetivo por la irreversibilidad del cuadro. En
cambio el verdadero objetivo de su diagnóstico es permitir
la extracción de órganos o la llegada del paro
cardíaco.

En estos últimos años se ha
planteado el no-tratamiento para pacientes menos afectados
neurológicamente pero con igual pérdida de su
identidad personal como en el EVP aunque en este cuadro no
existan tests diagnósticos seguros ni marco legal
continente17. En EE.UU. se han autorizado judicialmente muchos
casos de no-tratamiento en EVP (retiro de asistencia respiratoria
y de la hidratación y nutrición) atendiendo a las
conocidas preferencias del paciente o por solicitud de los
familiares, para permitir la llegada de la muerte. Asimismo
recientemente se ha examinado la posibilidad de que los
niños anencefálicos fueran donantes de
órganos con el debido consentimiento familiar y pese a no
cumplimentar los requerimientos de la muerte cerebral.A pesar de
ello, en ambos casos no es la situación legal la que
resuelve la situación moral. La ley podrá definir
la condición legal del paciente pero la vida y la muerte
son algo más que problemas legales.

Pero si es difícil considerar como
muertos en la muerte cerebral a pacientes que son capaces de
mantener funciones vegetativas tan importantes como para
viabilizar un feto durante un tiempo a veces prolongado, aunque
con un respirador mecánico, cuánto más
difícil será aceptar en el EVP que no viven cuerpos
que respiran, mantienen los ojos abiertos por momentos y son
capaces de deglutir y toser. Sin embargo, es cierto que ambos
grupos de pacientes han perdido el único atributo que los
identifica como persona: su conciencia, afectividad y capacidad
de comunicación.

Esta misma reflexión puede hacerse
desde el punto de vista estrictamente médico y ya hemos
mencionado las controversias que se han suscitado sobre la misma
muerte cerebral en este periodo de casi treinta años.
Podrá argumentarse, desde un punto de vista formalmente
científico o jurídico, que no es no-tratamiento lo
que se efectúa en la muerte cerebral pero en
términos reales ocurre ciertamente una interrupción
(límite) en la atención médica frente a una
situación clínica claramente convencional. El
debate es ahora mucho mayor en el EVP existiendo casos en que los
propios médicos han solicitado judicialmente en EE.UU. el
no-tratamiento cuando no han tenido el debido consentimiento
familiar. También aquí debemos decir que la vida y
la muerte son algo más que problemas médicos o
científicos.

En todas las situaciones que examinamos,
más allá del debate ético, médico o
legal se debe enfrentar un problema práctico: la
definición existente sobre la muerte cerebral y cualquier
otra basadas en la afectación del cerebro superior no
permite el enterramiento del cuerpo (cadáver) mientras no
se haya producido el paro cardíaco. A la ausencia de
actividad circulatoria (asistolia), que tradicionalmente
definía la muerte y hoy sólo es un requisito para
disponer el enterramiento del cadáver, se llega en la
muerte cerebral por el abandono de todos los métodos de
asistencia en pocas horas o días, mientras que en el
estado vegetativo persistente son necesarios 10 a 15 días
desde la suspensión de la hidratación y
nutrición.

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