La media luna, o lo que ya no será –
Monografias.com
La media luna, o lo que ya no
será
Claro que había oído rumores, pero eso
siempre pasaba. Aunque en los últimos meses,
Ibrahim-Ebn-Abu había notado un movimiento inusual de
gente extraña, de vehículos extraños, con
prisas, con nerviosismo de sus ocupantes, algunos de los cuales
proferían órdenes a gritos, que los otros se
apresuraban a ejecutar.
Esto rompía la dulce monotonía en la que
él y toda su aldea habían vivido. Que él
recordara, sólo cuando era muy niño, unos 12
años atrás, había visto algo parecido, pero
en aquel tiempo fue menos acentuado, y como pasó tan
rápido, no tuvo tiempo de absorberlo. Desde luego, los
hombres mayores entonces se notaban preocupados, pues hablaban de
"la guerra", término que era incomprensible y
distante.
Ahora, convertido en un joven adulto, Ibrahim-Ebn-Abu,
comprometido con Zorahaida, y por tanto próximo a celebrar
sus nupcias de acuerdo con la milenaria tradición de su
pueblo, era el hombre más feliz: formaría su propia
familia con una de las jóvenes más bellas y
hacendosas de su comunidad, a quien conocía desde que eran
niños, y cuyos padres mantenían una excelente
relación de vecindad y amistad.
Desde siempre, sus padres, sus abuelos, y antes de
éstos por tantas generaciones que el recuerdo se
perdía en la penumbra del tiempo, las costumbres, las
creencias y la forma de vida se habían mantenido casi
inalterables: no eran nómadas, y sus actividades de
pastoreo y del cultivo de la tierra los había mantenido
agrupados y agregados a ésta, como si fueran parte de la
misma; la extensión pensante que, en increíble
armonía y equilibrio, proveía sus necesidades
básicas en la generosidad de la tierra. Nada había
más valioso que ella, y aunque nunca había sido
fácil obtener sus frutos, tampoco nunca les eran negados,
y el esfuerzo de obtenerlos los arraigaba más fuertemente
al terruño.
Para él y los suyos, para toda la aldea, disponer
de un pedazo de tierra que les permitiera cultivar los productos
alimenticios básicos era más que suficiente; tener
los pastos que les permitían alimentar a sus camellos,
cabras, ovejas y asnos, así como a las aves de corral, de
donde obtenían el complemento de su dieta y usualmente
algunos excedentes que intercambiaban por otros bienes como telas
para confeccionar su sencilla vestimenta, sandalias y
herramientas para sus labores, constituía todo lo
deseado.
Lejos de las muchedumbres urbanas que devoran todo, de
los tumultos ruidosos que roban la paz del espíritu y
alejan al hombre de sus orígenes, que le hacen perder
identidad y lo conducen al tenebroso túnel de la
desesperación, la pequeña y apacible aldea de
Ibrahim-Ebn- Abu se había mantenido por siglos haciendo lo
mismo.
Rara vez algún habitante de la aldea había
ido más allá de lo que se puede viajar en cinco
días a lomo de camello, y estos casos se habían
dado cuando ocasionalmente las condiciones naturales eran
adversas, de modo que los hombres del pueblo se organizaban para
salir a conseguir productos que les eran necesarios, sobre todo
para alimentarse: había veces en que, quizá por
capricho de Alá, las fuentes de agua disminuían o
se secaban, y entonces la aldea de Ibrahim-Ebn-Abu sufría
las consecuencias de no producir lo suficiente para suplir sus
necesidades.
Entonces, rectificando, sí hay un elemento tanto
o más valioso que la tierra: el agua. Esto quedaba de
manifiesto por las enormes extensiones del desierto que rodeaba a
la aldea, y que se convertía en una barrera natural que
desalentaba la salida de sus pobladores, así como
dificultaba la llegada de extranjeros. Y de esto existían
relatos estremecedores y dramáticos: Yusef, un antepasado
de Zorahaida, con los ímpetus juveniles de conocer
más allá de su entorno, se había aventurado
a recorrer mundo, y armándose de valor montó en su
camello, se aprovisionó de alimentos y agua y
emprendió la larga marcha hacia lo desconocido. Meses
después, una caravana de comerciantes que pasó por
la aldea llevaba algunos restos encontrados a seis días de
camino: unas gastadas sandalias, una túnica polvorienta y
hecha jirones, y las cuerdas y cueros propios de una montura,
todo ello encontrado junto a un montón de huesos
calcinados y blanqueados por el sol y el viento. Eso fue todo lo
que se rescató de Yusef.
Sólo las caravanas bien equipadas y organizadas,
formadas por hombres curtidos y audaces, eran capaces de recorrer
aquellas vastedades de arena, donde las frecuentes tormentas y
las extremas temperaturas ponían a prueba los nervios
más templados; aún así, no había
garantía de salir indemne, y por ello los viajeros eran
poco frecuentes.
Aunque entonces no lo comprendía del todo,
Ibrahim-Ebn-Abu recordaba sus días de infancia, cuando
junto con sus hermanos, compañeros y amigos, su pasatiempo
favorito era jugar en las mansas aguas del río que daba
vida al pueblo: los juncales y recovecos que la corriente formaba
y alimentaba eran los sitios favoritos para un buen
chapuzón, así como para atrapar ranas y saltamontes
a los que hacían brincar hasta que quedaban exhaustos,
muchachos y animales, luego de lo cual todos volvían, unos
a sus casas y otros al agua.
¿Cómo olvidar aquellos días cuando
el tiempo parecía estar detenido y su paso se medía
sólo por el amanecer y el oscurecer? Entonces, la rutina
diaria era cumplir con las ligeras obligaciones familiares de
cuidar y alimentar a los animales, ayudar a los mayores en la
siembra, cultivo y recolección de las frutas y hortalizas,
así como asistir a la pequeña escuela donde un
maestro de indefinible edad les enseñaba los rudimentos de
la lectura, la escritura y los números, así como de
iniciarlos en el aprendizaje, escrutinio y obediencia de la Ley
Divina, expresada en el libro sagrado del
Corán.
Alá, el siempre bienhechor y misericordioso Dios,
era el centro de su religiosidad, y a través de
múltiples generaciones y testimonios, Él es el que
daba salud, prosperidad y paz a su pueblo, y no necesitaban
más que seguir y cumplir fielmente sus mandamientos para
tener esa comunión de la cual todos estaban tan contentos:
elevar las plegarias a Alá tres veces al día y
reunirse en la pequeña mezquita para escuchar su mensaje
de boca de los eruditos del pueblo, era el complemento obligado
por el cual Ibrahim-Ebn-Abu y los suyos se sentían
agradecidos y felices.
Entre otras cosas, la bendición de Alá se
manifestaba en que ellos eran privilegiados por tener al lado de
su aldea el maravilloso río, corriente perenne, tranquila
y serena, cuyas aguas sagradas se traducían en vida,
expresada por la mancha verde en la vasta extensión del
desierto. Cítricos, dátiles, hortalizas, aceitunas,
uvas, forrajes y todo cuanto pudieran necesitar lo
obtenían de la maravillosa conjunción del agua y la
tierra. Si uno de ellos faltaba, el resultado era el caos.
Ibrahim-Ebn-Abu recordaba que su padre le decía que muchos
años atrás, cuando por razones desconocidas, el
agua que fluía por el río bajó tanto su
nivel que sólo quedó lodo en el lecho, y esto
duró tanto que llegaron y se fueron tres veranos, la
situación de su aldea y de otras muchas se tornó
desesperada: escasearon los alimentos, disminuyeron los hatos y
finalmente el hambre hizo su aparición, cobrándose
con la vida de muchos niños y ancianos.
Decíase que los pecados de los hombres contra
Dios habían provocado la ira de éste y, como
castigo, había secado la fuente del río, y
sólo cuando los hombres se arrepintieron y elevaron sus
plegarias, Alá, que es todo amor, se compadeció de
ellos y los acogió de nuevo en su seno, pero que el
recuerdo de estos tiempos difíciles seguía
vivo.
El río, más que fuente de vida, era la
misma vida. Ibrahim-Ebn-Abu recordaba cómo, en sus
múltiples meandros y en las pozas más profundas, la
abundancia de peces se traducía en las frecuentes y
apetitosas comidas que su madre preparaba basándose en
estos animales. Asados, fritos o en cualquiera otra forma, esta
fuente de alimento que el río ofrecía con
generosidad constituía una variada y nutritiva forma de
complementar su dieta, y por ello, las enfermedades, tanto del
cuerpo como del alma, no eran frecuentes.
"¡Allah Akbar!", exclamaba Abdul-Hagig,
abuelo de Zorahaida, el patriarca más respetado de la
aldea. Elevando sus manos al cielo, dirigía las oraciones
en la mezquita, agradeciendo a Alá por todas las
bendiciones que recibían. Abdul-Hagig era un hombre
centenario, aunque todavía conservaba una impresionante
agilidad mental, y daba cuenta de múltiples penurias,
avatares y aventuras de él y de su pueblo. Recordaba con
fiel claridad los periodos de abundancia, cuando el río
tenía más agua y por más tiempo, y
también se estremecía cuando hacía
alusión a, sesenta años atrás, siendo
él ya un hombre maduro, el paso de jinetes, caminantes y
vehículos nunca antes vistos, que rodaban por sí
solos, echando humos malolientes y ruidos ensordecedores,
así como erizados de púas y espinas que vomitaban
tronidos, humo y rayos, y que destruían todo a su
alrededor, causó gran alarma y espanto entre las sencillas
gentes de la aldea.
Guiaban a estos carros hombres rudos, cuya voz semejaba
gritos altisonantes y que ofendían el oído por su
tono y su timbre; los jinetes, sobre relucientes y nerviosos
corceles, y también los caminantes, portaban indumentarias
desconocidas: fuertes zapatos que les cubrían más
arriba del tobillo, cerrados y con largas cuerdas para sujetarlos
fuertemente alrededor de los pies, ropas de un verde como el de
los olivos, con muchas bolsas en donde llevaban cajitas, tubos,
cuerdas, alimentos, agua y otras cosas inexplicables; cubierta la
cabeza por pesadas cosas, semejantes a una media sandía
vacía, del mismo color que las ropas; además, sobre
el hombro y cruzando el pecho, llevaban una pesada arma de fuego
como las que alguna vez habían visto en los caravaneros,
pero más robustas, y de las que se decía que eran
más mortíferas, pues el fuego que vomitaban era
capaz de matar una vaca instantáneamente, y de despedazar
un hombre hasta dejarlo irreconocible.
Los de a pie, con toda esta indumentaria a cuestas,
visiblemente sufrían al avanzar durante las horas de
calor, tanto por el peso como por lo incómodo de la
indumentaria; el extraño lenguaje que hablaban, y los
gestos que hacían daban a entender que proferían
maldiciones y blasfemias por las severas condiciones de su
marcha.
El paso de estos contingentes fue, afortunadamente,
rápido y sin mayores consecuencias directas para estas
sencillas gentes, pero en el poco tiempo que acamparon a la
orilla del sagrado río, sus desechos causaron tal
daño que fue necesario tiempo y esfuerzo para borrar las
huellas: líquidos densos, pegajosos y malolientes sobre
las aguas, que impedían el crecimiento y desarrollo de
plantas y animales acuáticos; destrucción
instantánea de los bordos y zanjas que durante mucho
tiempo habían servido para encauzar el agua hacia la aldea
y los campos de labor, y que rehacerlos tomó un tiempo tal
que casi se pasa la época de sembrar, y muchos de los
olivos, palmas datileras y viñas se secaron por no tener a
tiempo el vital fluido.
Pero de eso sólo quedaba el triste recuerdo, que
paulatinamente se iba extinguiendo, como la vida de Abdul-Hagig.
Tiempo después, Abdul-Hagig se enteraría de una
"segunda guerra mundial", y haciendo cuentas, dedujo que el paso
de estos hombres y máquinas, coincidía con esa
guerra, pero fue algo tan lejano que casi no quedaban vestigios
ni recuerdos de ello. Lo que no supo fue si los que pasaron eran
vencedores o vencidos; en todo caso, parecían tener prisa
por avanzar y llegar a un lugar determinado. Sólo tomaron
algunos alimentos para ellos y sus caballos, se apertrecharon de
agua y partieron. Ofrecieron pagar por ello, pero dado el temor
que inspiraban, por un lado, y la proverbial hospitalidad de los
aldeanos, por otro, fue rechazado su pago, cosa en la que no
insistieron; además, unos tenían prisa por irse y
otros por que se fueran, así que hubo un arreglo y
entendimiento sin palabras y cuando todo pasó, las cosas
volvieron a su cauce. Como la aldea de Ibrahim-Ebn-Abu estaba
distante de otras, y los ocasionales conflictos que
surgían los arreglaban de manera amistosa y pronta, no
entendieron el porqué de tantas armas, de tanta prisa y de
tanto ruido.
Esto Ibrahim-Ebn-Abu sólo lo conocía de
oídas, por los relatos de Abdul-Hagig y llegaron a
parecerle historias fantásticas, pero ahora que una
situación semejante parecía a punto de ocurrir,
encontraba muchas similitudes y se preguntaba si se
repetiría.
Todos los hombres mayores de la aldea recordaban que
ocasionalmente, pasaban por ahí pequeños grupos de
gentes, extranjeros físicamente semejantes, pero cuya
actitud era muy diferente a los que vio pasar Abdul-Hagig. Estos
eran modestos, humildes, pobremente vestidos, que iban a pie o en
algunos casos en asnos o camellos; además, frecuentemente
incluían mujeres y niños. Se llamaban a sí
mismos "misioneros", y predicaban doctrinas sorprendentemente
semejantes a aquellas que conocía Ibrahim-Ebn-Abu,
contenidas en el Corán.
Entre otras cosas, los misioneros exhortaban a todos a
convertirse al Dios verdadero, con la promesa de toda la
felicidad y toda la dicha después de la muerte,
sólo por creer en Cristo, un mártir hijo de Dios,
quien dio su vida a cambio de perdonar todos los pecados de los
hombres. También hablaban de vaticinios, y de lo que el
porvenir traería para el mundo, y eso lo traían
escrito en un libro tanto o más voluminoso que el
Corán, y que ellos llamaban "Biblia". Hablaban del
"Apocalipsis", como de una profecía ineludible, en que
todo el mundo se convulsionaría, para acabar violentamente
con todo lo malo, no sin antes pasar por todas las penurias y
sufrimientos de la humanidad, pero que era condición para
restaurar el nuevo orden de cosas y el reino del Dios
único y verdadero.
Ibrahim-Ebn-Abu sólo una vez los había
visto, y no le parecieron tan diferentes a él mismo. Pero
sus doctrinas le causaban confusión: ¿acaso
había otro Dios más grande o más poderoso
que Alá? ¿qué o quién podría
ser más que Alá, quien les daba todo lo necesario
en su modesto estilo de vida?
Hablaban los misioneros de las catástrofes que
pasarían en la tierra, cuando los cielos dejaran de ser
esos pozos de meditación e inspiración, y la
inmensidad del universo y de sus estrellas hablaban al
oído de los hombres de la infinitud de Dios. ¿Es
que caso terminarían las dulces fantasías de
Ibrahim-Ebn-Abu y Zorahaida cuando en esas magníficas
noches del desierto contemplaban el cielo, con sus estrellas
fugaces, con su amplia nebulosa cruzándolo de un extremo a
otro?
Ante estos indicios de que las cosas estaban cambiando,
Ibrahim-Ebn-Abu se sentía inquieto. En algunas ocasiones,
últimamente, había visto extraños objetos,
como puntas de lanza, cruzar velozmente el cielo, tanto de
día como de noche, con un tremendo ruido, y a veces a tan
baja altura, que se lograba apreciar que quienes los tripulaban
tenían el mismo aspecto feroz y despiadado que
describía Abdul-Hagig. Además, estos
extraños aparatos hacían que el aire a su alrededor
se estremeciera y sus antes pacíficos animales se
mostraran ariscos, nerviosos y espantados.
Se resistía a creerlo, pero Ibrahim-Ebn-Abu
tenía el extraño y ominoso presentimiento de que lo
que decían los misioneros estaba por convertirse en
realidad. Sin embargo era muy difícil de aceptar: lo que
había durado en paz por tanto tiempo, más del que
nadie podía recordar, gracias a Alá, ¿estaba
por terminarse? ¿hasta qué punto tenían
razón los que predicaban estos tiempos por venir de
confusión, hambre, peste, enfermedad y muerte?
No. Simplemente no era posible que eso sucediera. Era
tanto como esperar que el milenario río se secara por
siempre o fluyera al revés, o que sus aguas,
sinónimo de vida, dejaran de ser saludables, para
convertirse en elemento de muerte. Simplemente eso Alá no
lo permitiría.
El río y sus vivificantes aguas, que durante
tantos siglos había alimentado, transportado, curado y
mantenido a tanta gente en sus fértiles riberas;
ése río, que con sus frescas aguas había
calmado la sed de hombres y bestias, que a decir de Abdul-Hagig,
quien lo escuchó de sus antepasados, y éstos a su
vez de los suyos, hasta el origen de los tiempos, había
sido la cuna de la civilización; ése río,
del que los misioneros decían que era el origen de la
humanidad, de cuyas riberas salió Abraham –que
sorprendentemente también mencionaba el Corán- bajo
promesa para asentarse en otras tierras de donde fluía
leche y miel; en donde estaba el paraíso original dado por
Dios a los hombres; ése río, del que después
alguien dijo que era vital para la región de la Media
Luna, simplemente no podía desaparecer; eso
Alá y el Dios de los misioneros no podían
permitirlo; no debían permitirlo.
Pero si, como decían los misioneros, los primeros
seres humanos habían sido expulsados del paraíso
divino por su maldad, entonces –razonaba Ibrahim-Ebn-Abu-,
también era perfectamente posible que, como parte de los
planes divinos, Dios mismo podía hacer y deshacer todo; a
fin de cuentas, era su obra. Además, sospechaba
Ibrahim-Ebn-Abu, habiendo oído las historias de
Abdul-Hagig, de otros hombres de su aldea y de los misioneros,
cada vez tenía más arraigada la certeza de que
tanto Alá como el Dios de los cristianos eran el mismo: en
su simple razonamiento, sencillamente no podía haber
más de un Dios, igualmente bondadoso y protector de sus
hijos.
También había oído que bajo las
candentes arenas del desierto que rodeaba a su aldea, e incluso
bajo las tierras en las que por siglos sus antepasados
habían cultivado sus alimentos y pastoreado sus animales,
se encontraba un elemento llamado petróleo, que
tenía más valor que el agua. Pero, se preguntaba,
¿cómo puede ser tan valioso y estar oculto?
¿podrá calmar la sed y alimentar plantas y animales
mejor que la dulce agua que fluye por el río? Si esto era
cierto, pensaba Ibrahim-Ebn-Abu, bienvenido el petróleo,
pues entonces tendremos mejores frutos, cosechas y animales. Pero
no lograba entender que algo tan valioso Dios no lo hubiera
puesto a la disposición de los hombres.
Después se enteró que el llamado
petróleo servía para alimentar a las
máquinas y carros de guerra de los hombres extraños
y feroces, quienes lo buscaban con avidez y estaban dispuestos a
cualquier cosa con tal de conseguirlo. Y también supo que
por esta causa, muchos hombres y mujeres sufrían y
morían en las peores condiciones, y que los antes
paraísos que Dios había dado a los hombres, se
degradaban hasta hacerlos inhabitables, dañando por igual
a todos los seres vivos; todo caos y muerte, sólo para
satisfacer la desmedida e insana codicia de unos pocos hombres,
en su afán de acumular riquezas y dominar a los
demás.
Entonces entendió que esto era la guerra. Y que
entre otras cosas, además de degradar a sus más
bajos niveles la dignidad y divinidad humanas, también
degrada y acaba con el agua y con la tierra,
envenenándolos, dañando gravemente estos que son
los dones más apreciados por el hombre sencillo, que vive
de su trabajo, de su contacto constante con la tierra, el agua y
la madre naturaleza, haciendo imposible su sobre
vivencia.
Sólo entonces comprendió que los tiempos
por venir eran de desolación, horror, sufrimiento y
muerte. Que la avaricia y maldad de los hombres al fin
había logrado triunfar sobre la virtud y la santidad.
Ésas eran las premoniciones que los misioneros predicaban,
y que, por todos los indicios, serían
cumplidas.
Ibrahim-Ebn-Abu lloró, por sí mismo, por
su adorada Zorahaida, por su pueblo, por todos los hombres, y lo
salobre de sus lágrimas le recordaron que también
son agua, y que el inicio y el final de todos los hombres y de
todos los seres vivos están indisolublemente ligados a la
tierra y al agua, y que cuando uno o ambos de estos elementos se
contamine, las cosas ya no serán iguales.
Entonces supo también que a su amado río
otros hombres lo llamaban Eúfrates. Extraño nombre
del que él desconocía el significado, pero que le
pareció inapropiado para una bendición tan grande.
Y que la guerra terminaría con todo su mundo, y
sólo quedaría lo incierto del porvenir. Entender la
maldad humana lo hizo sentirse más triste y abatido, pero
la esperanza prometida de un mundo nuevo y mejor le dio consuelo
y fe en Dios, Alá para él y los suyos, Cristo para
los misioneros. Finalmente se preguntó: y quienes hacen la
guerra ¿tendrán también su propio Dios?
¿será un Dios belicoso y malvado? Y si no lo tienen
¿en qué o quién creen o por qué
luchan?
Autor:
Israel Velasco