Las regulaciones del trabajo de enseñar Vocación, Estado y Mercado en la configuración de la docencia
INTRODUCCIÓN. –
Regulación social y enseñanza
CAPITULO I. La
configuración del trabajo de enseñar: De
profesión libre a profesión de
Estado
2. Funcionario/a
íntegro/a e integrado/a
3. Títulos y
capitales: luchas sociales en torno a la profesión
docente
4. La construcción
de la división sexual del trabajo
docente.
5. Funcionario de Estado y trabajador/a
sindicalizado/a
CAPITULO II. El empleo docente: una mirada desde/hacia
un estado que cambia
1. Las dinámicas del mercado de trabajo y el
Estado en la Argentina de hoy
1.1. Las nuevas condiciones de trabajo y el impacto
del desempleo
1.2. La reforma del Estado y el empleo
público
2. La docencia como empleo
público
2.1. La búsqueda de un empleo
estable
2.2. El salario de los docentes: ¿escaso pero
seguro?
2.3. La intensificación, entre la seguridad y
la precarización del empleo
3. Las mujeres que enseñan: entre el hogar y la
escuela
4. La producción de estrategias frente a la
estabilidad amenazada
Descriptores Temáticos:
educacion; empleo
docente; docentes;
trabajo femenino; profesores; empleados publicos; salario
INTRODUCCION. –
Regulación social y enseñanza
El tema educativo hoy tiene un lugar creciente en las
preocupaciones de los ciudadanos, de los padres, de los
políticos. Parece un acuerdo generalizado que la
escolarización ocupa un lugar central para el desarrollo social
e individual y, simultáneamente, casi no se discute que el
sistema
educativo está en crisis. En la
medida en que se avanza en el debate, uno de
los nudos polémicos se dirige hacia el lugar del docente
en la crisis actual: ¿culpable? ¿mártir?
¿responsable? No se trata de una discusión
inocua.
También es un lugar frecuente afirmar que vivimos
tiempos de grandes cambios, de fuertes mutaciones culturales, en
los que se dibujan nuevos escenarios para la fuerza de
trabajo y donde emerge una "nueva cuestión social" que
tiene rasgos específicos en nuestra modernidad
periférica.
En este trabajo nos proponemos recuperar la complejidad
del trabajo de enseñanza desde la genealogía
moderna de la docencia en
nuestro país e inscribirlo en el nudo de las
transformaciones políticas,
sociales y culturales que hoy vivimos.
Una rápida mirada a las fotos que
ilustran las primeras páginas de este trabajo nos presenta
algunos interrogantes: ¿Qué cambió de esa
matriz
originaria de la docencia hasta ahora? ¿Qué se
mantuvo entre los sueños y deseos de aquellas
jóvenes estudiantes de escuela Normal
con vestidos vaporosos que tapaban sus tobillos y los de los
informales estudiantes de hoy, de jean y zapatillas?
¿Qué continuidades y rupturas encontramos entre las
maestras cuya misión era
la "inclusión" a través de la formación de
los sentimientos patrióticos y las que hoy "incluyen"
porque dan de comer? ¿Qué tramas se tejieron entre
la docencia como un apostolado y la docencia como un trabajo? En
fin, ¿qué pasó entre quienes eran portadores
y transmisores privilegiados de la cultura
letrada a las jóvenes generaciones y los profesores que
compiten hoy con la explosión de relatos y
tecnologías? ¿Cómo impactan los cambios en
el empleo docente, trabajo cuya estructura fue
diseñada en el siglo pasado y que se caracterizaba por ser
un empleo asalariado y estable? ¿Cómo impactan
estos cambios en un trabajo organizado desde la razón y
las respuestas ciertas? ¿Cómo impactan las nuevas
demandas en estos docentes preocupados severamente por su propia
subsistencia? Uno de los rasgos centrales de la modernidad fue la
construcción de nuevas relaciones entre las
prácticas de un nuevo estado (el
Estado-Nación)
y las pautas de comportamiento
de los individuos: se trata de los sistemas sociales
y culturales de regulación. Uno de ellos fue la
escolarización, con desarrollos, estrategias y
tensiones específicas. Tanto la escolarización como
el trabajo
docente tal como los conocemos hoy en día son
construcciones históricas que, justamente, dan cuenta de
modos de gobierno.
La relevancia del concepto de
regulación para el análisis de la historia y la política educativas
ha sido abordada por T. Popkewitz (1994, 1996) y en ese sentido
su trabajo constituye una referencia fundamental en esta tesis (1).
Popkewitz recupera el concepto de regulación social a
partir de los trabajos de Foucault quien,
al abordar la historia de la gubernamentalidad, plantea que el
problema del gobierno (gobernarse y ser gobernado) emerge en
Occidente en el siglo XVI bajo múltiples aspectos: como el
gobierno del alma y la vida
(pastoral católica y protestante), como el gobierno de los
niños
(la pedagogía), como el gobierno de los Estados
(El
Príncipe), en un contexto de entrecruzamiento de
concentración estatal y dispersión y disidencia
religiosa. A partir de allí, el problema de la
gubernamentalidad es un fenómeno que signa la modernidad
(Foucault, 1981).
El concepto de regulación social permite, "en el
complejo entramado social, interrelacionar dos planos: los
modelos
institucionales con el encuadre cognitivo de sensibilidades,
disposiciones y conciencias que gobiernan lo que es permisible en
las prácticas" (Popkewitz, 1995). Ayuda a buscar en "la
conducción de la conducta", la
acción
que actúa sobre las formas de actuar de los individuos
para modificar, guiar, corregir los modos en que se conducen a
sí mismos.
Analizar el trabajo docente como una forma/lugar de la
regulación social, producto de un
desarrollo
histórico específico, implica rastrear su
genealogía. En el s. XIX, se establecieron nuevas
relaciones entre el gobierno de la sociedad y el
gobierno de los individuos. En particular con la profesionalización del saber, se produjeron
nuevas formas de regulación social: se crearon ocupaciones
que comenzaron a controlar la producción y reproducción de conocimientos de
áreas delimitadas. Subyacía la confianza en que el
saber experto, organizado en torno a las
racionalidades de la ciencia y a
cargo de comunidades especializadas, lograría liberar a
las personas de las limitaciones de la naturaleza y
les ofrecería el acceso a un mundo más progresista.
Se construyó desde allí una forma de razonar sobre
los problemas
instrumental, secular y aparentemente objetiva.
Los sistemas educativos constituyeron una tecnología del estado
para la construcción de las naciones y para la
regulación de los procesos
educativos destinados a la infancia.
Analizar la escolarización desde la regulación
social supone reconocer que en la sociedad, en las estructuras de
gobierno se entrecruzan macro y micro problemas. Por un lado, el
Estado comienza a prescribir, supervisar y certificar en forma
directa ciertas enseñanzas. Por el otro, la
organización social y epistemológica de las
escuelas produce la disciplina
moral, social
y cultural de la población (Popkewitz, 1994). Es así
que el desarrollo del sistema escolar
aparece como una mixtura entre dos razones autónomas,
entre dos tradiciones diferentes: por un lado el aparato de
gobierno, por el otro un sistema de disciplina pastoral que
procura la autoreflexión y el autodesarrollo ético,
tanto de docentes como de estudiantes (Hunter, 1994).
La organización de la escolarización y
la pedagogía configuran un campo social en el que toma
forma el gobierno de los individuos. En particular, la
regulación de los procesos escolares también
implica la regulación del grupo social
que tiene a su cargo el trabajo de enseñar; impacta sobre
los sujetos como mecanismo de autodisciplina, produciendo una
estructura cognitiva, esquemas clasificatorios, opciones y
limitaciones acerca de qué es lo bueno, lo normal y lo
posible.
Nos interesa entramar esta perspectiva de la
regulación con la de la producción de los sujetos y
las instituciones
para ocupar creativamente posiciones particulares. Partimos de
considerar que los sujetos desarrollan estrategias que no se
inscriben necesariamente en el uso institucional previsto para
los objetos y bienes
simbólicos pero tampoco giran en el vacío
endogámico. Sin embargo, los objetos disponibles son los
que configuran las posibilidades de acción de los sujetos,
porque con ellos se establecen los límites
del escenario en el cual ellos desarrollan sus experiencias. No
se trata de una generación espontánea de la
experiencia sino de la producción de alternativas
más o menos condicionadas por el poder
simbólico, por las instituciones y por las propias
trayectorias (Sarlo, 1996). En este sentido, las estrategias que
desarrollan los sujetos se encuentran tan lejos de la
creación de una novedad impredecible como de una simple
reproducción mecánica de las condiciones iniciales
(Bourdieu, 1980).
Por todo esto, acordamos con Brennan que no hay una
relación causal y directa entre los nuevos textos
políticos y las prácticas docentes (Brennan, 1996).
Por el contrario, las escuelas funcionan como matrices de
traducción de las políticas
públicas, a las que tamizan por la historia institucional
y los habitus incorporados en arduos procesos de negociación, más o menos
explícitos.
Justamente el trabajo docente se construye en las formas
cotidianas de la micropolitica institucional, en el entramado de
las condiciones materiales y
las relaciones sociales. Por eso, cada escuela singular es el
espacio en el que lo homogéneo toma cuerpo a partir de
formas heterogéneas de existencia institucional (Ezpeleta,
1989). Se trata de procesos de negociación en la red de relaciones (internas
y externas) en las que la escuela se inscribe. Es allí
donde se abre el espacio de las estrategias individuales e
institucionales.
Entendemos aquí por estrategias los
comportamientos que desarrollan los sujetos por medio de los
cuales tienden a producirse y reproducirse, buscando mantener o
mejorar espacios en diferentes escenarios, tales como el mercado
de trabajo, el campo educativo o la institución en la que
trabajan. El principio real de las estrategias que desarrollan
los sujetos es el sentido práctico, que funciona
más acá de la conciencia y el
discurso
explícito (Bourdieu, 1988) (2).
Recurrir a la noción de estrategia para
comprender el funcionamiento de las instituciones
burocráticas, permite superar la oposición ficticia
entre una visión que tiende a buscar el fundamento en las
características morfológicas y estructurales como
mecanismos que plantean sus propios fines y los imponen a los
agentes y una visión interaccionista que considera las
prácticas burocráticas solo como producto de las
estrategias de los agentes, ignorando tanto las condiciones
sociales de producción (dentro y fuera de la
institución) como las condiciones institucionales de
ejercicio de la función
(Bourdieu, 1980).
Nos preocupa abordar el trabajo docente en las escuelas
desde las regulaciones que lo constituyen, entendiendo que con
este concepto abarcamos tanto los modelos y acciones que
desarrolla el estado como la construcción de la
subjetividad de los agentes.
La regulación social y las estrategias toman
cuerpo en instituciones, sujetos e historias concretas.
Allí se construyen las dinámicas sociales que son
las formas de organización social, las estructuras
particulares de procesos más generales. Así, la
sociedad está atravesada por múltiples
dinámicas específicas: del conocimiento,
del sistema
político, de género, de
la organización productiva, de la tecnología, etc.
Muchas de ellas se entrecruzan en el espacio escolar.
Partimos de la hipótesis que, en el contexto del cambio social
de fin de siglo, se están desarrollando nuevos (otros)
modos de regulación social que se construyen
específicamente en diferentes espacios y posiciones
sociales, atravesados por dinámicas también en
fuerte proceso de
mutación. Consideramos que la propia dinámica del sistema educativo se
entrecruza con otras dinámicas sociales que no le son
ajenas; más aún, que la constituyen produciendo una
regulación específica del empleo docente. Sin
subestimar la relevancia de las demás dinámicas
mencionadas, en este trabajo profundizaremos particularmente lo
que sucede con el empleo docente en su entrecruzamiento con las
transformaciones de la dinámica estatal (funciones,
legitimidad, ajuste), la dinámica de empleo
(ocupación, salarización, estabilidad) y la
dinámica de género (producción y
reproducción, trabajos y familias).
Ahora bien, para que el análisis de estos actos
de construcción adquieran todo su sentido, consideramos
necesario recuperar su génesis. Por eso, para interpretar
las rupturas y continuidades que supone la práctica
actual, en el capítulo I proponemos un análisis del
proceso de transformación del trabajo de enseñar de
profesión libre a profesión de estado, entendiendo
que allí se encuentra la matriz de origen de la
regulación del trabajo de enseñar.
En el segundo capítulo abordamos los cambios en
este fin de siglo en la regulación del trabajo de
enseñar en el plano de la reforma del Estado y del empleo,
particularmente implicados por tratarse de un empleo
público mayoritariamente femenino atravesado por el ajuste
estructural y por los cambios en el mercado de trabajo.
También indagamos el impacto de las nuevas pautas y
condiciones del empleo docente en el sentido común a
partir de la producción de estrategias individuales e
institucionales. Proponemos que la reforma social y educativa en
curso construye nuevas
tecnologías de regulación del trabajo docente
que impactan fuertemente sobre las tradiciones del sistema
educativo y sus agentes produciendo rupturas en el imaginario
docente vinculadas con la incorporación de nuevas
lógicas que hoy despliega el estado: la competitividad
y la eficiencia,
atravesadas por la presión
que implica un mercado de trabajo que, a la vez que se achica,
cambia sus reglas de juego
(3).
CAPITULO I. La
configuración del trabajo de enseñar: De
profesión libre a profesión de Estado
(4)
Un debate muy visitado en la actualidad tanto en
ámbitos académicos como
políticotécnicos gira alrededor de la
tipificación de la docencia como profesión y cuales
serían las características por las cuales dicho
trabajo se define como tal. En este capítulo adoptamos una
posición interesada por comprender como se
configuró historicamente la tarea de enseñar en
nuestro país, preocupados por las huellas que esta
historia ha dejado en la constitución del habitus docente más
que por prescribir como debería ser la docencia para
acercarse a parámetros preestablecidos. Por eso, se trata
de una historia del presente, que procura recobrar el surgimiento
de lo contemporáneo mediante la reconstrucción de
lo que la situación actual hereda (Castels,
1996).
No pretendemos aquí construir una historia de la
configuración del trabajo docente desde la práctica
escolar, sino que buscamos recuperar elementos históricos
que permitan analizar las dinámicas que lo conformaron,
sus continuidades y rupturas, las capas superpuestas de discurso
que van conformando el trabajo docente. Seguramente una mirada
desde lo cotidiano y desde las historias de vida de maestras y
maestros y profesores y profesoras (todavía no escrita
para la Argentina) aportaría mucha otra información que podría tornar
nuestro argumento más rico y complejo. Consideramos que el
análisis del trabajo docente puede contribuir a repensar
la docencia como parte de una historia de los funcionarios del
Estado y las dinámicas que los regulan.
Nos preocupa aportar elementos en dos direcciones no muy
exploradas en la investigación: por un lado, en las rupturas
que se producen en el trabajo de enseñar antes y
después de su formalización como empleo
público, con título específico y
misión atribuida desde el estado nacional. Por el otro,
procurar discriminar la tarea de enseñanza para el nivel
primario de la del medio, en la hipótesis que sus matrices
se diferencian significativamente.
El magisterio como grupo social nace con la
creación y desarrollo del sistema de educación primario y
las escuelas normales (Alliaud, 1993). Sin embargo, el trabajo de
enseñar existía previamente, aunque de forma
más heterogénea y menos normada. Los maestros y
maestras laicas desarrollaban un trabajo más
autónomo en la gestión
de la enseñanza y en lo pedagógico, donde lo que se
controlaba tanto desde los cabildos como desde la sociedad misma
era la posesión de una moral recta. Los enseñantes
no laicos respondían a las pautas de la Iglesia.
Con la conformación del magisterio, paralela a la
secularización, se normativiza la tarea de
enseñanza en las escuelas a la vez que se regula la
relación laboral a
través de la asalarización de maestras y maestros.
Los componentes morales tienen continuidad articulándose
fuertemente con elementos vocacionales y redentores así
como con los deberes de lealtad y heteronomía que se
exigían a los funcionarios públicos.
Ahora bien: hay diferencias significativas en la matriz
histórica entre la tarea de enseñar en las escuelas
primarias y en los colegios de enseñanza secundaria. En
particular, los fines atribuidos a la tarea desde el Estado en
tanto funcionariado son bien diferentes: mientras el magisterio
se constituyó alrededor de la delegación de la
función de formación de ciudadanos disciplinados
(Torres, 1995) para lo que las mujeres fueron la mano de obra
más adecuada, el profesorado se constituyó
alrededor de la formación de dirigentes.
Desde estas diferencias en la atribución de
funciones, maestros/as y profesores/as construyeron
vínculos distintos con la política y con los
conocimientos científicos.
Tendencialmente, el magisterio se vanaglorió de
su neutralidad o asepsia política, mientras que por el
contrario, el profesorado se enorgulleció de sus
vínculos con el poder político tanto desde los sentidos
explícitos de su tarea de enseñanza como desde su
pertenencia como miembros del poder político. En cuanto al
vínculo con los conocimientos científicos, para el
magisterio se planteaba la necesidad de "saber lo necesario"
propia del funcionario cuyo saber es el procedimiento, la
aplicación de la norma. En cambio en los orígenes,
los profesores gozaban de una autonomía construida en una
estrecha relación con el campo intelectual, siendo muchos
de ellos, además, productores de textos escolares y
científicos.
En las páginas siguientes ampliaremos los rasgos
de la conformación histórica del campo a partir de
las regulaciones que transformaron el trabajo de enseñar
en una profesión de estado, analizando luego los elementos
que configuraron este funcionariado así como las disputas
por las acreditaciones requeridas para ser miembro de la
profesión y las improntas de género en la
configuración del trabajo de enseñar.
1. Aquí cerca y
hace tiempo…
En un primer tiempo, la enseñanza de las primeras
letras fue una tarea a cargo de la Iglesia o de profesionales
libres, que ejercían por propia cuenta, mediante la
contratación libre de servicios en
espacios urbanos. Luego se transformó en una
profesión "de Estado", a la que se ingresaba
después de recibir y acreditar una formación
específica en escuelas normales creadas para ese fin y
sostenidas por el Estado.
El tiempo de la profesión libre se
caracterizó por una relación contractual directa
entre maestros y familias o comunidades. Hasta el siglo pasado,
la enseñanza en las familias acomodadas se desarrollaba al
interior de los hogares, por medio de tutores, sin necesidad de
agentes específicamente preparados para ello.
También los curas enseñaban las primeras letras en
los conventos o en forma libre, concurriendo a los hogares que
los contrataban. En el caso de las escuelas públicas, la
autorización y control para el
ejercicio de la enseñanza dependía de los cabildos
que, según C. Newland (1993), por largos períodos
no mostraron especial interés en
controlar la educación. Si
operaban exitosamente las restricciones sobre moralidad, el
dominio de
conocimientos básicos religiosos y de lectoescritura
y la limpieza de sangre, quienes
así lo deseaban podían enseñar en cualquier
lugar donde obtuvieran autorización. La
autorización para enseñar funcionó
también en muchos casos como una autorización para
instalar escuelas pequeñas privadas. En muchos casos se
trataba de enseñantes extranjeros (Newland,
1996).
Se desarrolló una "pedagogía
espontánea" en el marco de relaciones sociales primarias,
ejercida por maestros "empíricos", en general dotados de
un saber práctico aprendido por medio de la experiencia
(Tenti, 1988).
En el temprano s.XIX se instaló la coordinación vertical y horizontal de la
oferta
educativa regulada por el Estado a través de la
unificación de contenidos considerados
básicos.
Aunque hubo varios proyectos de
formación
docente y, en particular, de creación de
enseñanza normal, no fructificaron. El que más
trascendió fue el de Rivadavia, que creó la
Universidad de
Buenos Aires
inspirado en el modelo
napoleónico al que incorporó el control y administración de la educación
pública. Una escuela normal anexa funcionó desde
1825 por seis años, con el objetivo de
capacitar a los docentes en el sistema de enseñanza mutua
recién adoptado (Narodowski, 1996).
Después de Caseros, también hubo intentos
frustrados de apertura de escuelas normales en la provincia de
Buenos Aires. Se fundó una escuela Normal de varones, a
cargo de Marcos Sastre, que solo duró unos meses. En 1855
la Sociedad de Beneficiencia creó su propia escuela normal
para mujeres, a cargo del maestro protestante G. Frers que tuvo
más de 20 años de vida.
Estos intentos de organización de la
formación docente fueron paralelos y hasta consecuencia
del proceso de construcción del Estado Argentino, con el
modelo del Estado liberal controlado por la oligarquía y
preocupado por conformar la Nación.
En ese contexto, desde la segunda mitad del s.XIX se
desarrolló un proceso de "estatización" de la
educación popular (Braslavsky, 1985). La escuela se
constituyó en el espacio social privilegiado para la
producción de la homogeneidad requerida para el
funcionamiento del estado nacional. Al decir de algunos autores,
fue la institución que el estado nacional creó para
su propia legitimación (Nuñez,
1985).
La conformación de este espacio público
escolar extendido requirió de una enorme cantidad de
docentes. El Estado se constituyó entonces por un lado en
empleador de numerosos agentes y por el otro definió y se
hizo cargo de su formación.
El Estado reivindicó para sí el monopolio de
la inculcación de un fondo común de verdades a
todos los ciudadanos: definió mínimos culturales,
cuál era el saber educativo legítimo y
cuáles los medios de
inculcación (Tenti, 1988). Se desarrolló entonces
un proceso de institucionalización y centralización creciente de la actividad
sistemática de educar procurando la conformación de
un cuerpo de agentes homogéneos. A partir de allí,
estos agentes fueron producidos por procedimientos e
instituciones especializadas: las escuelas normales, que se
proponían regularizar la formación
de maestros/as (5), así como nuevos dispositivos de
control de la tarea escolar (6). Se homogeneizaron las
calificaciones mediante la uniformidad de los modos de aprendizaje y los
títulos. A la vez, se desarrolló una
tecnología pedagógica apta para esa
homogeneización: la pedagogía científica
surgió en este contexto como la encargada de proponer las
soluciones
adecuadas, las soluciones racionales. El discurso normalista
reescribió en clave educativa la propuesta estatal de
finales del siglo XIX (7).
En el mismo proceso en que creció la
intervención del Estado en la educación, se
desarrolló la tendencia a la transformación del
magisterio en una profesión de Estado en tanto estrategia
que legitimó las pautas construidas desde ese mismo Estado
para el trabajo de enseñar. En particular, en la medida en
que el Estado por un lado se reservó el monopolio de los
títulos y por el otro se convirtió en la principal
fuente de contratación para el empleo, impuso los
criterios de reclutamiento
y se consolidó como institución reguladora del
ingreso a la profesión (Arnaut Salgado, 1993). Así,
la difusión del normalismo y la centralización
educativa fueron de la mano. A la par, el Estado
estableció la obligatoriedad de la educación
básica que se difundió rápidamente, para lo
cual se expandió un grupo ocupacional específico
(8) y se desarrolló su formación. En este proceso
se visualiza la presencia activa del Estado en la
regulación del trabajo docente, pasando de una
posición periférica a una posición de
mediación central (Novoa, 1987).
En un artículo publicado en El Mercurio, en marzo
de 1842 ya sostenía Sarmiento: "La formación de la
Escuela Normal para la instrucción primaria importa, pues,
un primer eslabón en una serie larga de mejoras, que
apoyándose recíprocamente entre si e
impulsándose unas a otras den por resultado final echar en
todas las poblaciones un fecundo germen de civilización y
prodigar a todas las clases de la sociedad aquella
instrucción indispensable para formar la razón de
los que están llamados a influir más tarde, con sus
luces o su ignorancia, en la suerte futura del país.
Formar preceptores para la enseñanza primaria y uniformar
ésta en toda la extensión de la república,
importa tanto como adoptar, después de maduramente
examinados, los sistemas de enseñanza más
ventajosamente concebidos y que en otros países se hallan
en práctica…".
Ahora bien, la creciente demanda de
enseñantes se podría haber resuelto de otro modo;
en Europa, EE.UU. y
también en nuestro país, de la mano del proyecto de
construcción de la Nación, la tecnología
disponible fue un sistema formador del magisterio a partir de las
escuelas normales. La expansión temprana y amplia de estas
escuelas fue un rasgo que diferenció a la Argentina de la
mayoría de los países de la
región.
El magisterio se transformó en una
profesión de Estado signada por la oposición
sarmientina civilización o barbarie, progreso o
tradición como un deber y necesidad del Estado para la
conformación de la nación. Así, se
constituyó una pedagogía basada en el docente como
representante/funcionario del Estado. Se conformó una
mística del servidor
público preocupado por las necesidades del Estado,
debilitando los esfuerzos por legitimar cientificamente la
enseñanza y consolidando el camino hacia la
burocratización. La formación hizo hincapie en la
transmisión de una tecnología formalizada con eje
en la aplicación de métodos
afirmando una relación estandarizada con el
conocimiento, poco reflexiva y contextualizada.
Justamente una interesante discusión que
desarrolla Weber refiere
al combate entre el especialista y el hombre
culto, estrechamente ligado al proceso de desarrollo de la
burocracia
escolar y a la importancia creciente del saber especializado
(Lerena, 1983). Weber hace de los docentes, en tanto
versión de expertos burócratas, simples
instructores de los que exalta su comportamiento neutral y a la
vez su aceptación de su deber específico de
fidelidad a la
administración (en este caso, al proyecto de
construcción de la Nación). Desde aquí, en
la división del trabajo intelectual, la relación de
los docentes/funcionarios con los intelectuales/pedagogos es semejante a la
establecida en la tradición medieval entre el lector que
comenta el discurso ya establecido y el auctor que produce
discurso nuevo. Una de las ilusiones del lector consiste en
olvidar las propias condiciones de posibilidad de su lectura
(Bourdieu, 1988).
En el caso de la docencia, los procesos de
profesionalización y funcionariado eran casi
sinónimos: tornarse docente profesional significaba, en
general, tener un puesto en la administración
pública (Novoa, 1991). Así, ambas
dinámicas se yuxtaponen e impregnan el habitus
docente.
La intervención estatal provocó una
unificación, una ampliación y a la vez una
jerarquización del trabajo de enseñar: desde sus
orígenes en Argentina, lo que constituye a los docentes en
cuerpo profesional es la iniciativa y el control del Estado
(donde la sanción y el control son externos) y no una
concepción corporativa del oficio (Novoa,
1991).
Indudablemente, este elemento tiene un peso muy
significativo en la potencial construcción de la
autonomía de la tarea.
Los intentos reglamentarios del Estado en el nivel
nacional buscan legitimar un tipo particular de aprendizaje y de
saber. Se construyó una administración escolar con fuerte acento
estatista/centralizador como una manifestación particular
del proceso de conformación del Estado (Tedesco, 1988).
Esta centralización permitió la
concentración del manejo de los mecanismos de control (del
nombramiento de docentes en la enseñanza superior, de las
autoridades del Consejo de Educación, entre otros). La
organización centralizada permitió la vigilancia
sobre cada institución educativa: la inspección
escolar fue uno de los instrumentos administrativos para cumplir
esa función, encargado del cumplimiento de las
disposiciones legales y de las orientaciones pedagógicas.
Abundaron las reglamentaciones, los informes
puntuales y minuciosos, los registros
estadísticos, etc.
Así, junto con el rápido crecimiento de
las escuelas normales se desarrollaron formas crecientemente
heterónomas del trabajo de enseñar: el
ámbito, la organización de la tarea, el cómo
se enseña fueron normativizados. El lugar de los
inspectores fue crecientemente más significativo en este
sentido: control controlado, técnicos subordinados a las
decisiones políticas, empiezan a vigilar a los maestros
como los potenciales "desviados" (Dussel, 1995a).
2. Funcionario/a
íntegro/a e integrado/a
Como ya hemos señalado, hasta la
constitución del sistema educativo moderno la
enseñanza de las primeras letras estaba a cargo de la
Iglesia y de otros agentes heterogéneos, articulados a
partir de iniciativas parciales (particulares, comunitarias,
etc). En el proceso de secularización que se
desarrolló con la construcción del Estado, la
escuela sustituyó al templo como institución
inculcadora. Al maestro se le atribuyó una misión
sagrada, vocacional, de entrega, equivalente a la del sacerdote.
Se trataba de una tarea redentora, en la que la escuela era el
templo del saber y trabajar en ella, un apostolado.
En relación con este período, Tenti
sostiene para México (y
se podría extender a la Argentina) que se realizó
una división del trabajo de inculcación moral: la
escuela proporcionaba los fundamentos generales y universales de
la moral para
formar al ciudadano a partir de la enseñanza del
común denominador: la moral laica, que aparecía
como neutral y más allá de las morales particulares
(Tenti, 1988).
Pero moral y religión no se
excluían. Como señala A. Puiggrós (1990), la
derrota de las posiciones católicas antiestatistas
más conservadoras no significó su ausencia del
ámbito público sino que estuvieron presentes en el
discurso escolar a través del discurso
estatista.
También los normalizadores laicos, que
proponían la educación laica y estatal para
controlar la irrupción de inmigrantes, consideraron la
religión como sustento del orden moral para transformar la
barbarie.
El proyecto normalista triunfante tomó las
preocupaciones de Sarmiento y formó egresados que
lucharían contra el enemigo interno: la ignorancia. Para
ello, se debía librar batalla contra el maestro
espontáneo, contra el que no poseía títulos
ni estudios sitemáticos, contra los curas, contra los
educadores con ideas anarquistas. Los normalistas se sintieron
"apóstoles del saber" y conservaron su fe inquebrantable
en las fuerzas espirituales del magisterio normalista
(Puiggrós, 1990).
La mística apostólica constituyó
una ruptura con la constitución anterior del trabajo de
enseñar. Los otros enseñantes (no titulados y no
religiosos) que, con el desarrollo del sistema, fueron
reemplazados progresivamente por los titulados o habilitados,
estaban alejados del apostolado y la entrega: por el contrario,
la enseñanza era un trabajo a veces a tiempo parcial, con
calendario flexible, que se constituía en un medio modesto
de vida, en muchos casos una alternativa de trabajo para
extranjeros. Se trataba de una tarea poco articulada, con bajo
control e iniciativa del Estado, de alcance limitado (no
obligatorio) y, por el contrario, fuerte presencia de la demanda
comunitaria. No tenía pretensiones de universalidad, ni
igualadoras y homogeneizadoras. Carecía de un sentido
atribuido compartido.
En las escuelas no pertenecientes a la Iglesia, de la
posibilidad (de algunos padres) de demandar y hasta secuenciar
contenidos o de la de algunos maestros para diseñar
determinadas propuestas de enseñanza, se pasó a un
plan de
estudios preestablecido, homogéneo para las diferentes
comunidades (9). Se produjo una regulación del trabajo de
enseñar que empezó a incluir fuertes pautas
burocráticas, jerárquicas y de producción
técnica. Con la escolaridad obligatoria, hubo
también un ordenamiento específico de las
relaciones Estado-Familia
(Querrien, 1979) en la que el magisterio (fundamentalmente
femenino) pasó a ser mediador o representante del Estado.
Justamente, el comportamiento de los burócratas se
caracteriza por la subordinación de sus principios al
ethos de la oficina (Hunter,
1994).
Se demandaba entonces a los maestros y maestras a la vez
que el cumplimiento de los deberes del funcionario que implicaba
la profesión, una moralidad íntegra (que ya era
exigida en el trabajo de enseñar las primeras letras) y
una vocación innata. Vocación, abnegación,
servicio.
Ser maestro/a respondía a un llamado interior, a
una predisposición, a una elección vinculada con
las gratificaciones interiores que se recibían. Por eso,
algunos autores sostienen que cuando la formación de
docentes se institucionalizó, los objetivos
religiosos se secularizaron sin perder el fervor moral. El
vínculo pastor-rebaño migró de la Iglesia
hacia la educación elemental moralmente administrada
(Popkewitz, 1990; Hunter, 1994).
La formación normalista que abonó la
tradición triunfante de este grupo de funcionarios no
estaba preocupada por la formación intelectual: el eje de
la instrucción pasó de la repetición
memorística hacia el despliegue de una actitud
pastoral secularizada atravesada por una carrera
burocrática (Popkewitz, 1994). Desde allí se
instala la presencia de lo asistencial que retomaremos más
adelante.
Se dibujó una imagen de
maestro/a como sujeto público, con fuertes prescripciones
morales, expuesto siempre a la mirada y al juicio de la sociedad,
"objeto de rigurosa vigilancia y control" (Martinez Boon,
1986).
En síntesis,
el magisterio se definió en los tiempos de
construcción del Estado-Nación en la
articulación compleja entre lo moral, lo vocacional y la
misión de funcionario de estado.
Estos elementos se condensaron en la construcción
de un lugar redentor para el magisterio: proporcionar la
salvación a los bárbaros y transformarlos en
ciudadanos de esta Nación. La dinámica de
género, como se verá más adelante, tuvo un
lugar central.
Esta hibridación, que se construyó desde
lo históricamente disponible, permite pensar de otro modo
lo que ha sido planteado como oposiciones fijas, en las que queda
oculto que lo opuesto es interdependiente (Scott, 1994).
Alejándonos de lecturas que enfatizan oposiciones binarias
en la matriz de origen (pares vocación/profesión,
moral/conocimiento), aquí proponemos, por el contrario,
poner junto lo que habitualmente se pensaba como
nocoexistente.
Los maestros y maestras asignaron diferentes sentidos a
su tarea de enseñanza y particularmente, a los elementos
vocacionales: mientras para los grupos
mayoritarios la vocación estaba asociada con la entrega
amorosa e incondicional en pos de un fin supremo, para otras
maestras, como H. Brumana, "lo importante es la autonomía
intelectual que la vocación crea a las mujeres"
(1932).
Desde la lealtad (y neutralidad) moderna como
funcionarios, los maestros y maestras adhirieron a finalidades
funcionales e impersonales del Estado del que eran servidores (10).
La capacidad ética del
burócrata consistía justamente en subordinar la
autoreflexión a la expertez impersonal y neutra de las
obligaciones
de su oficio.
Quizás una anécdota narrada por Alice
Houston Luiggi en su libro "Sesenta
y cinco valientes" sirva de muestra: se trata
de una situación vivida por Frances Armstrong, maestra
norteamericana que trabajaba en la Escuela Normal de
Córdoba, en la que había disminuido enormemente la
matrícula porque el obispo cordobés había
resuelto excomulgar a todo niño que concurriese a una
escuela dirigida por protestantes (11). Por ello F. Armstrong
decidió entrevistarse con el Legado Papal y luego
transmitirle sus inquietudes al ministro de Instrucción
Pública, suplicándole que le permita cumplir las
condiciones reclamadas por el obispo. El ministro le
respondió con una reprimenda: "Ella era empleada del
gobierno sólo para enseñar y no para entrometerse
en asuntos de política. Lo que debía hacer era
obedecer las instrucciones del ministro de Instrucción
Pública…" (Houston, 1959).
A la par del ejercicio de subordinación de la
funcionaria a su deber como representante del Estado,
también se observa en esta anécdota la competencia entre
las morales laica y religiosa. De hecho, para Armstrong resultaba
más importante que los chicos concurran a la escuela
pública que el "credo" que se fuera a transmitir. En
este sentido, mientras la autoridad le
demanda obediencia, la maestra sostiene que su mayor obediencia
es "educar": allí es donde la funcionaria aporta su
carácter específico.
Los rasgos del funcionariado que caracterizarían
a la docencia primaria son diferentes en los profesores de
enseñanza media. Estos, en sus orígenes, son
funcionarios activamente articulados al proyecto nacional,
preocupados por formar la elite política local. En muchos
casos se trata de magistrados, profesionales, personal
jerárquico del sistema de educación primaria donde
lo vocacional adquiere otro sentido, más vinculado con el
aporte al desarrollo de la clase
política, de la cual muchos de ellos son
miembros.
Pero para todos ellos, maestros/as y profesores/as, la
condición de funcionario/a de Estado también
conlleva la condición salarial. Aunque su cobro fuera
irregular y su monto escaso (12), el sector docente pasó a
tener un salario fijo, como parte de una escala
preestablecida en la que el Estado tenía una
obligación contractual que cumplir.
3. Títulos y
capitales: luchas sociales en torno a la profesión
docente
En este apartado nos interesa abordar los conflictos en
la constitución de la profesión docente en
relación con la distribución específica del capital
cultural. Estos conflictos se desarrollan alrededor de la
titulación exigida para el ejercicio (capital
institucionalizado) y la intervención del estado para
regular la actividad laboral. Aunque aquí haremos
referencia a las disputas alrededor de la titulación y
acreditación para enseñar, no se trata de un debate
exclusivo de este campo. Por el contrario, con la
profesionalización del saber que se construye en la
modernidad, éste es un conflicto que
atraviesa distintas profesiones y distintas geografías
occidentales.
Así, las profesiones se desarrollan en el
contexto de un proceso de racionalización del conjunto de
las prácticas sociales y del saber, en la búsqueda
de los medios más adecuados para el logro de ciertos
fines. La burocracia sería la forma racional de ejercicio
de la dominación en las sociedades
actuales: se trata de la dominación gracias al saber
especializado (Weber, 1979).
Bourdieu plantea la profesionalización como una
dinámica del mundo del trabajo en que se especializan y
fragmentan el conocimiento y las tareas. Por ello, las
profesiones pueden pensarse como casos del desarrollo de campos
estructurados de producción de bienes simbólicos.
Los campos son "espacios estructurados de posiciones (o de
funciones) donde las propiedades dependen de la posición
en esos espacios y que pueden ser analizados independientemente
de sus ocupantes" (Bourdieu, 1976). La estructura del campo
manifiesta un estado de relación de fuerzas entre los
agentes o instituciones comprometidas en la lucha por la
distribución del capital específico. Los campos no
son espacios homogéneos sino que están organizados
jerárquicamente en estructuras de prestigio y poder. Al
recuperar los aportes de Bourdieu, no ignoramos que requieren ser
traducidos a las constituciones y desarrollo de los campos en
América
Latina, donde la tradición en la relación entre
Estado e intelectuales es muy distinta a la francesa. Como
señalan Altamirano y Sarlo, en sociedades como las
nuestras donde no se consolidaron democracias liberales al estilo
europeo, los campos deben considerarse como "sistemas
intelectuales precarios", dependientes en mayor grado de otras
instancias de legitimación (Altamirano y Sarlo,
1983).
Una de las mayores luchas en la organización de
un campo se libra alrededor de la definición de sus
límites. Implica una delimitación de qué
incluye y qué excluye, así como la defensa de
cualquier forma de intrusión. Las luchas en el campo
tienen como meta la conservación o la subversión de
la estructura de la distribución del capital
específico. Implican monopolización y
reconocimiento externo. Nuevos agentes de producción de
bienes simbólicos desplazarán a los tradicionales,
nuevas reglas, principios, teorías: hay lucha entre agentes
tradicionales y nuevos, entre saber popular y ciencia, entre
saber acreditado y saber práctico, entre profanos y
especialistas, articulaciones
entre lo epistemológico y lo político (Gomez Campo
y Tenti, 1989) Justamente la creación de diplomas o
títulos se halla al servicio de la conformación de
una capa privilegiada que cuenta con el monopolio de los puestos
social y económicamente ventajosos (Weber, 1979). El
conocimiento profesional se sirve de "definiciones" que son
propiedad de
comunidades de expertos; la posesión de una credencial
garantizaría el conocimiento profesional requerido para
una tarea específica. Por eso las disputas se desarrollan
alrededor de la posesión de la credencial y quien las
otorga. Así se construye la legitimidad de los
agentes.
En la conformación del campo de la
enseñanza, se fue diferenciando magisterio de profesorado
y creando una estratificación interna, estrechamente
ligada al vínculo establecido con el conocimiento y con la
masividad (Hoyle, 1992).
Para los funcionarios de Estado, la certificación
institucional/ legal da cuenta de la posesión del saber
legítimo para la tarea de enseñanza y, en el
contexto de constitución del sistema educativo, es uno de
los ejes alrededor de los cuales se organiza la polémica
en el campo. Por eso, junto con la expansión de las
escuelas primarias, los esfuerzos educativos de la época
se concentraron en la creación de las escuelas normales,
siendo éstas 38 a fines del siglo pasado.
En el caso del magisterio, la preocupación por
regular la tarea abarcó por un lado a los futuros y
numerosos nuevos maestros y maestras a través de las
escuelas normales. Por el otro, a los docentes no titulados pero
ya en ejercicio. En Argentina, la disputa entre maestros no
titulados y maestros titulados se resolvió más
rápido que en otros países de América
Latina por un desarrollo masivo y temprano del sistema formador
(13). Quizás éste sea uno de los indicadores de
la peculiaridad del sistema educativo argentino en el marco de
América Latina.
Pero esto no sucedió sin debate: en su
Crónica del Congreso Pedagógico de 1882, R. Cucuzza
da cuenta de las resistencias
que recibió la disertación de J. M. Torres al
sostener que el oficio requería una formación
específica en las escuelas normales. Y esta resistencia tuvo
argumentos ideológicos (la constitución garantiza
la libertad de
enseñar) que ocultaban resistencias gremiales (el Congreso
se divide entre normalistas y preceptores) (Cucuzza,
1986).
La transición de una mayoría de
maestros/as no titulados a titulados adquirió formas
variables. En
principio, los egresados de las normales no alcanzaron para
cubrir los cargos docentes de base sino que ocuparon cargos
jerárquicos (Alliaud, 1993). En la provincia de Buenos
Aires y otras del interior del país, se conformó
paralelamente un sistema de exámenes que otorgaba
títulos habilitantes a quienes dominaban los contenidos
básicos de la escuela primaria. Inicialmente, de las mesas
examinadoras formaban parte los maestros diplomados,
composición que fue variando. En general aprobaba menos
del 50% de los examinados. Las condiciones de contratación
no eran las mismas para los titulados y los no titulados, sus
sueldos eran diferentes (14). Si no eran diplomados, a partir de
1897, no tenían estabilidad en el cargo y podían
ser removidos. Pero se reconocía como equivalentes a los
maestros diplomados a quienes hayan ejercido más de 10
años, y éstos eran los únicos que
podían ascender en el escalafón. Sin embargo, el
Reglamento de Títulos de Maestros (de la Provincia de
Buenos Aires) disponía en su capítulo 1: "art.8: En
la provisión de puestos que se haga en el futuro, si
concurren maestros diplomados por el Consejo General antes, y
diplomados después del 1 de enero de 1895, serán
preferidos estos si sus títulos son de clase igual o
superior y aquellos, si son de clase superior.
Si concurriesen también maestros titulados en
escuelas normales de la Nación o de las provincias,
serán preferidos a todos los demás." 4-12-1894
(extraído de Disposiciones legales y constitucionales de
la Administración escolar de la Provincia de Buenos Aires,
1897).
De esta manera, el Estado provincial programó la
renovación del cuerpo docente por personal formado en las
instituciones que diseñó para tal fin.
La titulación de los maestros/as también
se relacionaba con sus circuitos de
trabajo: en 1915 y para el conjunto del país, el 66,2% de
los que trabajaban en las escuelas fiscales era personal
titulado. En cambio, en las escuelas particulares, donde
trabajaba el 20% de los docentes primarios, la relación se
invertía: el 67,6% era personal no titulado, muchos de
ellos extranjeros. Recuérdese que las escuelas
particulares eran las promovidas por las comunidades de
inmigrantes, los grupos políticos más radicalizados
y la Iglesia Católica (Gandulfo, 1991).
Podría pensarse la no titulación docente
en estos sectores no sólo como una consecuencia de los
criterios de selección
por parte del estado, sino como una resistencia al circuito
normalizado.
El magisterio, entonces, es una actividad en la que el
proceso de profesionalización se confunde con el de
estatización. Pero otra es la situación de quienes
enseñan en los colegios secundarios. Se trata de un debate
más intenso y más tardío (a partir de 1910),
donde desde diferentes capitales incorporados e
institucionalizados se disputan modos de legitimación,
así como una definición profesional respecto del
lugar de la ciencia/disciplina y la pedagogía. Más
adelante, cuando se amplía el mercado de trabajo para la
enseñanza en el nivel medio, lo que está en disputa
es el monopolio ocupacional. Como se verá en el apartado
siguiente, las dinámicas de género tampoco eran
indiferentes en este proceso.
Los colegios nacionales eran los encargados de la
formación de las elites locales. Para la época eran
el paso obligado para el acceso a la universidad, y ésta,
a su vez, la que otorgaba títulos legítimos para el
ejercicio de la política (Canton, 1966). Los profesores de
los colegios nacionales eran naturalmente egresados
universitarios o intelectuales sin título.
Pertenecían al mismo sector social que sus estudiantes y
para él los formaban. Probablemente por eso en principio
no fue una preocupación del estado la regulación
explícita de quienes estaban habilitados para
enseñar en ellos.
Sólo algunos tenían los medios
económicos y culturales para realizar estudios o formarse
más allá del mínimo necesario para la
reproducción de la fuerza de trabajo. La lógica
simbólica de la distinción, que le asegura provecho
a los poseedores de un fuerte capital cultural, recibe un
valor de (por)
escasez,
según la posición de los sujetos en la estructura
de distribución del capital cultural (Bourdieu, 1987).
Allí se ubican, por ejemplo los primeros y escasos
profesores de enseñanza media.
Hombres extranjeros contratados, inmigrantes
perseguidos, políticos reconocidos, de profesión
geógrafos,
ingenieros, astrónomos o abogados tenían, como
parte de su trabajo específico, la enseñanza en los
colegios. Más aún, en las biografías
públicas de intelectuales y políticos prestigiosos
se reivindicaba su pasaje como profesores por los colegios
nacionales. Ser profesor
secundario era una etapa en el "curso de honores" en la
función pública, era un ámbito de prestigio
simbólico para el hombre
público (Gagliano, R., 1997) (15).
El modelo era el del intelectual erudito, al estilo
Amadeo Jacques o Paul Groussac, bien diferente de quienes
sólo enseñaban en las normales. Tanto para docentes
como para directivos, se fueron conformando dos circuitos
diferenciados: en los colegios nacionales predominaban los
titulados universitarios y en las normales trabajaban
prioritariamente los egresados del mismo circuito (maestros y
profesores normales). Más aún, hasta 1916, la
formación para maestro/a era una carrera de
formación profesional, terminal que no habilitaba para el
ingreso a la universidad (Dussel, 1996; Gvirtz, 1991).
CUADRO N° 1:
TITULACION DE DOCENTES DE LOS COLEGIOS NACIONALES Y ESCUELAS
NORMALES EN 1902
(en porcentajes)
Fuente: Elaboración propia en base
a Dussel (1996):
Los debates curriculares en la enseñanza media 1863-1920,
Tesis de Maestría, FLACSO (mimeo).
Pero en las primeras décadas del s. XX, a medida
que se expandió la educación secundaria, el modelo
empezó a resquebrajarse y los colegios perdieron la
función exclusiva de formación de élites
(16). Es en ese contexto en que aparecieron los profesorados para
el nivel secundario que dieron origen a un "profesorado
diplomado" y la disputa se constituyó alrededor de
qué institución tenía la legitimidad para
otorgar el título de profesor. Mientras a la docencia
primaria se le exigían saberes pedagógicos desde su
formación normalista, no había sucedido lo mismo
hasta aquí con quienes trabajaban como profesores: bastaba
su reconocimiento como intelectuales o especialistas en una
disciplina.
Pero en esta etapa se institucionalizó la
formación de profesores para la escuela media
con la creación de un Seminario
Pedagógico (1904) para capacitar a los graduados
universitarios para desempeñarse como profesores (INSP).
Al año siguiente ya se organizó como Instituto
Nacional de Profesorado Secundario. Convivía con otras dos
instituciones de formación de profesores: las escuelas
normales que ofrecían para sus graduados un curso
posterior al magisterio de dos años en el mismo
establecimiento (sin especialización disciplinaria) y las
Universidades de Buenos Aires y La Plata, que desde 1907 y 1902
respectivamente asumieron la función de formar profesores
de Enseñanza Secundaria en Filosofía y
Letras.
A los pocos años se produjeron intentos de
fusión
de INSP con los profesorados universitarios a los que se opuso
terminantemente el primer rector del Instituto (Hillert,
1989).
Finalmente, y a diferencia de lo que ocurre en otros
países, donde la universidad fue desplazando
paulatinamente a los terciarios en la formación de
profesores (Schneider, 1987; Popkewitz, 1994), los Institutos se
mantuvieron y fueron ganando terreno.
Mientras para el magisterio, el capital simbólico
incorporado en las familias de origen (Bourdieu, 1987) no
habilitaba para la enseñanza que demandaba el Estado
Nación, en los colegios secundarios inicialmente pesaba
más el capital incorporado (en tanto proveniente de un
sector social) que el institucionalizado. Por eso, cuando se
inició la disputa con y entre los diplomados, se
trató de un conflicto entre dos sujetos sociales que
detentaban diferentes capitales y que entraron en conflicto por
la hegemonía del campo a través de disputar la
legitimidad del ejercicio de la docencia en el nivel medio
(Pinkasz, 1992).
Como sostiene Pinkasz, en rigor, un determinado capital
incorporado había sido el requisito fundamental para el
cargo de profesor secundario hasta entonces. Lo que se discute es
una nueva legitimidad apoyada en una formación
específica que reemplaza el origen de clase.
Por un lado los profesores diplomados, por el otro los
antiguos profesores universitarios, los "doctores" de la
política nacional (Pinkasz, 1992).
Fue una disputa entre sujetos con capitales culturales
diferentes (17). Pero también fue una disputa alrededor de
la formación específica: qué vínculo
se prescribía entre los docentes y la producción
del conocimiento
científico, entre la didáctica y el conocimiento disciplinar. La
resolución ubicó a los profesores como los
encargados de vulgarizar el conocimiento científico, de
difundirlo. Los circuitos de producción científica
del conocimiento (disciplinar y también pedagógico)
quedarían fuera de los institutos que formaban
docentes.
Las polémicas por la delimitación de un
campo procuran negarle existencia legítima a determinado
grupo. Esta exclusión simbólica es parte del mismo
movimiento por
imponer una definición de práctica legítima
(Bourdieu, 1988). En este caso, los representantes de la
tradición normalista defiendieron su pertenencia al campo
y revalorizaron su capital simbólico específico: la
competencia técnico-didáctica. Este sería el saber
específicamente pedagógico que habilitaría
para la labor docente, punto clave en la construcción del
discurso normalista: la educación muchas veces se redujo a
un problema didáctico (De Miguel, 1996).
Como plantea Dussel, aunque el normalismo perdió
la batalla por el monopolio de los títulos, su influencia
no fue menor. Atravesada por la expansión del nivel y su
ampliación hacia nuevos sectores sociales, cada vez
más el cuerpo docente fue conformado por egresados de las
escuelas normales (18). A la vez, poco a poco los reglamentos y
rituales de los colegios mostraron la adopción
de la "táctica escolar" propuesta por los normalizadores.
Cuestiones tales como la organización de la entrada y
salida de los colegios, los recreos, la disciplina, la
disposición del aula fueron elementos que el colegio
secundario tomó de la cultura normalista y no de los
púlpitos universitarios de los cuales formaba parte en la
estructura tradicional (Dussel, 1996).
Esta brecha se vio más acentuada aún
cuando la lógica universitaria fue radicalmente modificada
por la Reforma Universitaria de 1918 planteando una renovada
gramática institucional, mientras que la
formación de profesores se fue asimilando crecientemente a
la cultura escolarizada. Como veremos más adelante, este
es uno de los elementos que irá acortando la brecha
inicial entre profesorado y magisterio en la configuración
de su trabajo.
4. La construcción de
la división sexual del trabajo docente.
El trabajo de enseñar y las dinámicas de
género se imbricaron de modos particulares desde sus
configuraciones iniciales. A diferencia de otras profesiones, la
presencia de mujeres y hombres se asocia de modo ineludible y a
la vez diferenciado con la configuración del lugar de los
que enseñan.
Justamente para el imaginario social del siglo pasado,
el ideal femenino prevaleciente era la maternidad y la familia y
su ámbito privilegiado, el hogar. Se suponía la
existencia de una diferencia fundante entre varones y mujeres que
no sólo pasaba por lo anatómico o
fisiológico.
Las mujeres madres debían ser "ángeles del
hogar", único lugar simbólico y material de
existencia natural y feliz (Nari, 1995). Así lo
decía J. B. Alberdi en las "Bases" (1974): "En cuanto a
la mujer,
artífice modesto y poderoso, que desde su rincón
hace las costumbres privadas y públicas, organiza la
familia, prepara el ciudadano, echa las bases del Estado. Su
instrucción no debe ser brillante. No debe consistir en
talentos de ornato y lujo exterior, como la música, el baile, la
pintura,
según lo sucedido hasta aquí. Necesitamos
señoras y no artistas. La mujer debe
brillar con el brillo del honor, de la dignidad, de
la modestia de su vida. Sus destinos son serios; no ha venido al
mundo para ornar el salón sino para hermosear la soledad
fecunda del hogar".
La compatibilidad entre femineidad y trabajo asalariado
fue planteada en términos morales. El trabajo asalariado
femenino fuera del hogar era cuestionado porque ponía en
peligro la supuesta naturaleza maternal de las mujeres
(desatención del hogar, baja natalidad, etc.). Las
opciones de salida "decentes" para las mujeres eran pocas y todas
ellas se vinculaban con el cuidado de los "otros": la
beneficencia, la docencia y la atención de enfermos eran consideradas una
prolongación del ámbito doméstico y por lo
tanto estaban permitidas. En particular, en América Latina
en la segunda mitad del siglo XIX no sólo se toleró
sino que se fomentó la salida de algunas mujeres hacia un
trabajo considerado decente y necesario en manos femeninas: la
enseñanza a niños pequeños (Yannoulas,
1996). También hacia la beneficencia,
constituyéndose aquí uno de los sistemas más
desarrollados del mundo (Ciafardo, 1990).
En el caso del magisterio, se trata de un proceso de
incorporación temprana: en 1822 el 75% de la docencia
primaria era femenina, profesión de más alto rango
que podían ejercer las mujeres además de la
religiosa. En dicho período las docentes mujeres en la
enseñanza pública cobraban aproximadamente dos
tercios que los varones por igual función (Newland,
1992).
La presencia femenina también se fue
transformando con los cambios políticos y educativos,
albergando "otras" mujeres. Refiere Newland que durante el
rosismo, período de gran crecimiento de las escuelas
privadas ante el desmantelamiento del sistema público, la
mayoría de los empresarios escolares que instalaron
escuelas propias fueron mujeres: ellas llegaron a administrar
más de las 2/3 partes de los establecimientos (muchas,
además, eran extranjeras) (19).
Con la construcción de un sistema educativo
público masivo y de propuesta homogénea, se regula
el espacio de estas escuelas también ocupado por
iniciativas femeninas: de mujeres que gestionaban su propio
ámbito de trabajo (incluidos los recursos) a
más mujeres que pasan a desarrollar su tarea bajo la
normativa de un sistema centralizado.
Pero pensar la inclusión femenina en el mercado
laboral requiere pensar en las mujeres, en lógicas
contradictorias explicables en función del patrón
dual de moralidad que regulaba las relaciones de los sexos y de
los grupos
sociales (Mesquita Samara, 1991). Las mujeres adineradas y
las de sectores pobres desarrollaron distintos patrones de
moralidad, de vida familiar y de inserción en el mercado
laboral.
Alrededor de 1860 los índices de actividad
laboral femenina eran elevados: las mujeres representaban el 40%
de la población activa, aunque se concentraban en escasas
ocupaciones de bajo nivel de calificación (costureras,
cigarreras, artesanas). Se trataba entonces de mujeres
trabajadoras de sectores sociales bajos que, en gran parte,
desarrollaban una actividad productiva en su hogar.
A fin del siglo pasado y comienzos de éste, se
desarrolló una etapa de gran crecimiento de la economía; se
incrementaron, diversificaron y complejizaron las ocupaciones.
Sin embargo, este cambio tuvo como protagonistas fundamentalmente
a los hombres: en 1914 el peso de las mujeres en la
población activa había disminuido al 21,5% (20).
Esta disminución requiere ser analizada en su diversidad:
por región, por tipo de actividad, por nacionalidad
de las trabajadoras, por su estado civil, por su ciclo vital,
etc.
CUADRO Nº 2:
PRINCIPALES OCUPACIONES FEMENINAS. PORCENTAJE RESPECTO DEL TOTAL
DE LA POBLACION ECONOMICAMENTE ACTIVA.
AÑOS 1869, 1895 Y 1914.
OCUPACIONES 1869 (1) 1895 1914
(1) El censo de 1869 no diferencia las ocupaciones por
sexo. Por ese
motivo, es posible que en algunas ocupaciones identificadas como
predominantemente femeninas haya algunos hombres; en particular
ese puede ser el caso de servicio doméstico (los mucamos)
y cocineras (que en la denominación censal se llama
"cocineros y cocineras"). Por otro lado, ocupaciones que en los
censos siguientes incluyen un número importante de mujeres
(todas las que en el cuadro aparecen después de
planchadoras) se anotaron con la abreviatura "n.d." por
desconocerse la cantidad de ellas en ese año.
(2) Corresponde al Gran Grupo 6 de la CIUO, Rev. 1.
Incluye hacendados y estancieras.
(3) Se refiere al total censal. Incluye ocupaciones no
listadas en el cuadro.
Fuente: Elaboración propia en base
a Kritz, E. (1985): La formación de la fuerza de trabajo
en la Argentina: 1869-1914, CENEP, Cuaderno nro. 30, Buenos
Aires, en base a censos nacionales de 1869, 1895 y
1914..
Nos interesa aquí focalizar la mirada en el tipo
de actividad que desarrollaban las mujeres. La irrupción
del proceso modernizador eliminó la sobrevivencia de las
formas atrasadas de producción (como la tejeduría),
produciendo la caída de las tasas de participación
femenina. Con muy pocas excepciones, las mujeres quedaron
ausentes del proceso de modernización de la estructura
ocupacional, limitándose en su mayoría a los
empleos tradicionales (Kritz, 1985).
Entre las modificaciones producidas por el proceso de
urbanización e industrialización creciente, se
desarrolló la condición salarial. En este
período la fuerza laboral se fue transformando
progresivamente en fuerza asalariada activa, en un proceso
económico y también sociopolítico
sólo posible con políticas estatales que se
proponían incorporar la fuerza de trabajo a un mercado de
trabajo (Offe, 1988). Fue también un período de
organización del aparato del Estado en la Argentina que se
hizo casi exclusivamente en base a hombres: sólo el 1% de
los empleados administrativos que se contrataron fueron mujeres.
Ese tipo de burocracia, pareciera, era patrimonio
masculino.
Pero la docencia constituyó la excepción:
de 1895 a 1914 el número de mujeres en ella se
incrementó 5 veces (Malgesini, 1993). Por un lado, fue la
única ocupación femenina que creció como
parte del proceso de expansión educativa y del
estímulo del Estado (21). Por otro, el magisterio fue una
posibilidad para mujeres de sectores medios que habían
tenido acceso a la educación y hasta entonces
habían estado ausentes del mercado de trabajo. Es decir
que implicó una ampliación del mercado laboral
femenino hacia nuevos sectores sociales así como una
oportunidad de apertura hacia el espacio público. Para las
mujeres de sectores sociales más bajos, se
constituyó en una oportunidad de ascenso social en un
contexto de alternativas escasas.
A la vez, en la medida en que se incrementaron los
requisitos para el ejercicio de la docencia y se
normativizó más la tarea y el sistema de
contratación (horarios, calendario más extendido,
etc.), también los hombres empezaron a abandonar la tarea
de enseñar. Ya en ese entonces el mayor caudal de
matrícula masculina de las escuelas normales estaba en el
interior del país, ante la falta de otras perspectivas
laborales (Tedesco, 1988). En el capítulo siguiente
analizaremos cómo algunas de estas tendencias reaparecen
en el actual contexto.
Se podría señalar entonces desde la
docencia, que la entrada de las mujeres al mercado de trabajo en
la condición de asalariadas fue, en la Argentina,
parcialmente promovida desde el Estado. Pero se estaba
constituyendo entonces un mercado de trabajo sexualmente
segregado que fue considerado como una prueba de la existencia
previa de una división sexual "natural" del trabajo.
Maternidad y domesticidad eran sinónimos de femineidad y
explicaban las oportunidades y los salarios de las
mujeres en el mercado laboral (Scott, 1993). Esta
argumentación fue funcional para un contexto en que el
trabajo de enseñar crecía rápidamente y por
lo tanto demandaba cada vez más fondos públicos
para la cobertura de los cargos no jerárquicos y para un
trabajo que se distinguía por tratar con niños
pequeños.
La expansión de la educación básica
implicó un incremento presupuestario significativo en
tiempos en que el salario femenino era significativamente menor
al masculino. Respecto a este punto, señalaba Sarmiento:
"…Creemos importante (…) estudiar los resultados
económicos que ofrece la introducción de mujeres en la
enseñanza pública… Las proporciones en que
están los salarios de hombres y mujeres, y el
número que se emplea de cada sexo, muestran el partido que
puede sacarse preparando a las mujeres para dedicarse con ventaja
del público a la enseñanza primaria (…) La
educación de las mujeres es un tema favorito de todos los
filántropos; pero la educación de mujeres para la
noble profesión de la enseñanza es cuestión
de industria y
economía. La educación pública se
haría con su auxilio más barata…"(Sarmiento,
1858).
El salario inferior para las mujeres fue una constante
en los diferentes ámbitos laborales que se abrían
para ellas (fábricas, servicios, etc.). Dicha
asimetría se fundamentaba, históricamente, en que
los salarios de varones incluian los costos de
subsistencia y reproducción, mientras que los de las
mujeres eran suplementos familiares. No olvidemos ,
además, que los salarios no solo eran bajos sino que se
pagaban irregularmente, en un trabajo que era inestable y con
alta arbitrariedad en las designaciones y ascensos.
En cuanto a las posiciones en el campo de la
enseñanza, en ese tiempo se inició una
división y estratificación en las actividades a la
que no fueron ajenas las cuestiones de género: quienes
estaban en el nivel superior se preocuparon por la
producción del saber y la administración de las
ocupaciones, mientras que los de los niveles inferiores
(generalmente mujeres) por el saber instrumental de la tarea
(implementación y ejecución de prácticas
pedagógicas).
Esto tuvo manifestaciones concretas: al menos hasta
1930, ninguna mujer había llegado a ocupar un cargo de
inspección ni una banca en el
Consejo General de Educación de la Provincia de Buenos
Aires (Pineau, 1996). En el Consejo Nacional de Educación
se registra entre los 63 nombramientos de inspectores
técnicos para la Capital Federal realizados entre 1884 y
1899 a la primera mujer, Ursula Lapuente, en 1896 (Marengo,
1991). Este tampoco es un rasgo distintivo del sistema escolar,
sino que refiere al conjunto de la dinámica ocupacional:
en el grupo de profesionales relevados por el censo de 1895, el
30% eran mujeres ubicadas en ocupaciones del último
peldaño de la calificación de los profesionales
(maestras, parteras, enfermeras). En los rangos superiores casi
no había mujeres, y de los 10.687 universitarios
registrados, solo 78 eran mujeres.
Ahora bien, la presencia de mujeres en las aulas no
obedeció solo a razones económicas y de
jerarquías. Los discursos
fundadores del sistema escolar enaltecieron la presencia femenina
en la enseñanza de niños pequeños e
intentaron para ello construir justificaciones de carácter
científico: la mujer como "maestra natural" (22) (Tedesco,
1988). En este sentido, podría señalarse que el
concepto de maestra es un concepto generificado, construido desde
la oposición binaria masculino-femenino y esto se tradujo
en políticas concretas (Scott, 1990).
Las mujeres, en su condición de madres, no
sólo eran responsables de sus hijos sino que su responsabilidad también se extendía
a la sociedad a partir de la idea de "maternidad
social".
La femineidad sana se definió por la domesticidad
y la maternidad entendida como prácticas, saberes,
capacidades y cualidades éticas imprescindibles para la
regeneración de la sociedad (Nari, 1995). Así, el
discurso de la época interpelaba estos elementos
redentores que constituyen la identidad de
género desde distintas posiciones: como maestras, como
damas de beneficencia, etc.
Otro lugar interesante para analizar las
dinámicas ocupacionales y de género a fines del
siglo pasado y principios de éste es la asistencia social,
nudo que nos remite nuevamente al magisterio. La caridad, antiguo
deber de las cristianas, también había sacado de
sus casas a las mujeres adineradas: las visitas a pobres y
enfermos eran itinerarios permitidos por la ciudad. En la
filantropía, gestión privada de lo social, estas
mujeres ocuparon un lugar privilegiado (Perrot, 1993) desde la
actividad de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires,
reservada para las damas de la aristocracia.
Es a partir de 1880 que crecen las instituciones
caritativas en todo el país: asilos para niños y
mujeres jóvenes, para menesterosos y enfermos, comedores
gratuitos, orfanatos, etc. Se abrió allí un espacio
de mayor participación de las mujeres que, a través
de la caridad, poco a poco se transformó en una empresa de
moralización e higiene. Fue un
sistema que desarrolló no sólo una tarea
asistencial sino funciones de disciplinamiento social entre los
sectores populares urbanos en aumento (Ciafardo,
1990).
Es así que la beneficencia, espacio de la elite
femenina porteña, se transforma en un lugar para la
participación de mujeres de clase media y capas altas de
los sectores populares a partir de la multiplicación de
las sociedades benéficas. En la lógica del discurso
benéfico, la vida pública quedaba dividida en dos
grandes esferas: la política y la moral; la primera era
coto masculino, la segunda de las mujeres. La enseñanza
normal y la escuela primaria no fueron ajenas a ella.
Señala E. Ciafardo que el ámbito en que se
buscó reclutar y "construir" adherentes a la beneficencia
de forma masiva fue la escuela pública. Para las diversas
asociaciones, las maestras eran el agente ideal para ser captado
por ser mujeres de sectores populares en ascenso que
tenían contacto cotidiano no solo con las alumnas sino con
sus madres. En ese marco se crean las Ligas de la Bondad, que
encuentran en las maestras de escuelas de barrios populares el
vehículo perfecto para llegar a los hogares. Así,
la mujer que ejercita la caridad está presente en los
libros de
lectura de la época y también en las
prácticas escolares tales como la participación en
colectas callejeras multitudinarias (Ciafardo, 1990).
Pero lejos de considerar que se trate de un discurso
monolítico, sería interesante indagar otros
discursos, otras construcciones y experiencias respecto del lugar
de las mujeres, la enseñanza y la caridad.
Quizás una de ellas fue el impacto de las
maestras norteamericanas que trajo Sarmiento para estimular y
fortalecer las escuelas normales. Nos preguntamos aquí por
lo que generaron como mujeres diferentes que, además de
traer su experiencia como enseñantes, mostraban otra
construcción posible de género. Se atrevían
a elegir un proyecto profesional propio para el cual
debían realizar un largo viaje solas, vivir solas, en un
país con una religión diferente. Eran mujeres que
usaban faldas cortas (al tobillo), manejaban varios idiomas,
conocían distintos países y se atrevían a
discusiones como la siguiente: "Clara J. Armstrong y las
profesoras de la escuela normal de La Plata hacía meses
que no cobraban sus sueldos. Al fin, Clara se instaló en
el Ministerio y después de una espera de cinco horas sin
ser atendida, empezó a golpear con su sombrilla sobre el
piso de mosaico con ritmo enérgico e incesante. Cuando un
empleado, nervioso, le aseguró que sería imposible
buscar sus papeles ese día, ella le anunció que
sólo se retiraría si se le pagaba. Al llegar la
hora de cerrar, los porteros se lo hicieron notar haciendo
rechinar el cerrojo, pero ella les dijo con calma: "Prosigan.
Pero me quedaré aquí sentada hasta que me paguen
los sueldos de mi personal y el mío". Impresionado, tal
vez, por su corpulencia y determinación, el pálido
joven realizó las gestiones necesarias…"(Houston,
1959).
Las norteamericanas mostraban otras maneras de ser
mujer, donde la noción de trabajo y servicio
público incorporaba esferas de decisión y poder.
Muchas de estas maestras discutían los patrones de
género vigentes desde las voces del feminismo
doméstico norteamericano (como el de Catherine Beecher),
al que adherían también muchas escritoras
argentinas de la época. Estas escritoras, a partir de la
defensa de la educación de la mujer, reclamaban un lugar
para sí en los proyectos de nación. Pero lejos de
pensarse en posiciones públicas prominentes,
insistían en una mejor educación como modo de
destacar el espíritu del hogar; afirmaban que la
educación femenina no deviene abdicación de los
roles femeninos sino que la obligación principal de la
mujer se encuentra en la formación e instrucción de
los futuros ciudadanos (Masiello, 1989). De allí, su lugar
tanto en el hogar como en la escuela.
También son "otras" maestras y "otras" mujeres
las maestras de la capital que no se retiran del Congreso
Pedagógico de 1882 con los sectores eclesiásticos,
permitiendo con su permanencia el quorum para su funcionamiento.
O las maestras huelguistas de la Escuela Normal de San Luis,
allá por 1881. O las mujeres socialistas y anarquistas
(23) que construían sus propios programas para
integrar el ámbito doméstico y el ámbito
político.
Otros rasgos en las construcciones de género
pueden rastrearse en la literatura de principios de
este siglo. En la maestra como personaje ficcional,
también se manifestaban distintos patrones de
género. A la versión paradigmática de Galvez
en "La maestra Normal" (1914), que posiciona a las mujeres en los
espacios públicos para denunciar su incompetencia y
culpabilizarla, se opone, por ejemplo, la literatura de H.
Brumana (24) que incorporó el rol de la "maestra" como una
plataforma desde la cual convocó a la participación
de las mujeres en el conocimiento y en los debates sobre el
futuro de la Nación. En "Tizas de colores",
respondiendo a una carta de una
maestra normalista que le pide consejos, H. Brumana le
escribe:
"–Ande por la calle y mire viendo (La calle es
fuente de toda vida. Recórrala y aprenderá cosas
que no traen los libros. Vaya al teatro, al
cine, a
oír conferencias, músicas, al circo).
–Coquetee y tenga novio cuando pueda (Una
maestrita con ilusión trabaja con más
gusto).
–Cuide su físico y su manera de vestir (Es
deber de toda maestra ser lo menos fea posible y dar siempre una
nota de buen gusto en su vestir).
–Cultive un arte
(música, pintura) y si no puede, aprenda
idiomas.
–Lea, lea todo lo que pueda, lo que caiga en sus
manos." (Brumana, 1932).
Otra de las manifestaciones de la polémica en la
época se expresa en la postura sostenida en la Conferencia del
Consejo Nacional de Mujeres de 1910 donde se sostuvo que las
mujeres ejercerían mayor influencia en el mundo mediante
la educación de las futuras generaciones hacia la
conciencia cívica que mediante el voto en las elecciones o
el desempeño de cargos públicos, en
fuerte debate con las tendencias del 1er. congreso Feminista
Internacional de Bs. Aires, desarrollado en paralelo (Little,
1985).
Aunque no hemos registrado investigaciones
que trabajen género y profesorado de los colegios
secundarios, pareciera que el vínculo fue muy diferente al
del magisterio. Se podría señalar la
bajísima presencia femenina en los orígenes de la
tarea de enseñar en el nivel medio.
Mientras para los hombres se trataba de un lugar
más en su carrera pública, para las mujeres
podía representar una culminación más que
exitosa a la que pocas llegaban. Se requería alto
prestigio intelectual, o de una carrera más prolongada que
exigía una alta autonomía o transgresión
femenina: había pocas mujeres políticas y pocas
mujeres universitarias.
Los procesos de feminilización y de
feminización (25) de la docencia fueron diferentes en el
caso de maestras y profesoras en su origen: como se observa en el
Cuadro Nro. 3, mientras el magisterio rapidamente se
transformó no sólo en un trabajo para mujeres sino
de mujeres (Morgade, 1992), el profesorado se feminiliza
más tarde y la tarea no tiene rasgos de género
marcados (26)
CUADRO N° 3:
MAESTROS Y PROFESORES VARONES EGRESADOS DE ESCUELAS NORMALES
1876- 1920, SEGUN EL TÍTULO OBTENIDO
Fuente: Elaboración propia en base
a Feldfeber, M. (1990): Génesis de las representaciones
acerca del maestro.
Argentina 1870-1930, Facultad de Filosofía y Letras, UBA,
Buenos Aires (mimeo).
Pero fundamentalmente, si llegaban a trabajar en el
nivel medio, los caminos habilitados para las mujeres que
enseñaban se orientaban hacia la formación
de maestros (cada vez más maestras), no hacia los
bachilleratos.
Aunque fueron pocas, en las carreras de conocidas
feministas socialistas de la época como Elvira Lopez,
Ernestina Noble de Nelson y Elvira Rawson de Dellepiane
había un tiempo dedicado a la enseñanza en una
escuela secundaria, desde donde también incentivaron a las
estudiantes a continuar con los estudios y a engrosar las filas
del feminismo (Little, 1985).
Otras mujeres, como Leonilda Barrancos y Florencia
Fosatti, a la vez que introductoras de las ideas de pedagogos
escolanovistas, encabezaron la actividad sindical docente que fue
creciendo en la primera década del siglo, nacida del
corazón
del mutualismo y vinculada al anarquismo y al socialismo
(Puiggrós, 1996).
CUADRO N° 4:
PROFESORES VARONES DE ENSEÑANZA MEDIA EN BACHILLERATOS Y
NORMALES, PARA LOS AÑOS 1917, 1921, 1926, 1931 Y 1936 (en
porcentajes)
Fuente: Elaboración propia en base
a Pinkasz (1992): "Orígenes del profesorado secundario en
la Argentina: tensiones y conflictos",
en Braslavsky, C. y Birgin, A. (comp.): Formación de
Profesores: Impacto, pasado y presente, Edit. Miño y
Dávila, Buenos Aires.
Ni al interior del magisterio ni en el profesorado se
manifestaron tendencias homogéneas: hubo una
división sexual del trabajo al interior de cada nivel
marcado por la edad de los alumnos que se atendían en
primaria, por las modalidades y asignaturas en secundaria. A la
vez, como señala Apple, hubo una división vertical
del trabajo que privilegió para los cargos de
conducción a los varones (Apple, 1988). Todas estas
tendencias serán recuperadas en el Capítulo II por
su vigencia hoy en el sistema escolar.
El nudo en que el magisterio se entrecruza con la
dinámica de género es particularmente complejo y
admite múltiples perspectivas de lectura. Se trata de un
tiempo en que el Estado, para controlar la moral y los cuerpos,
promovió el trabajo de la mujer de sectores bajos,
regulando qué trabajo: para unas la docencia, para otras
el servicio doméstico (el conchabo). A la vez,
sancionó la legislación que garantizaba el control
(del Estado, de los maridos, de los padres) sobre su vida
familiar, su moral y su conducta (Guy, 1993). El fantasma que
acechaba era el de la prostitución (tanto Galvez como Lugones
azuzan el fantasma de la corrupción
moral en su literatura).
Pero desde la perspectiva de muchas mujeres que se
hicieron maestras, se trataba de la posibilidad de una mayor
inclusión en la esfera pública y, en particular, en
el mundo laboral.
Esas mujeres construyeron a la vez para sí y para
sus alumnos el tránsito entre lo privado y lo
público, en una superposición que las hizo al mismo
tiempo infantiles y adultas (en tanto responsables de otros). Es
desde ahí que en las escuelas conviven la lógica de
lo doméstico con la lógica de lo público.
Por eso, la escuela pudo ser tanto para los niños y
niñas, como para ellas, el "segundo hogar".
Finalmente, el normalismo significó
también una ampliación considerable del campo
intelectual (Dussel, 1996) y a la vez, a través de una
escolaridad más prolongada, una oportunidad de acceso al
mismo para las mujeres (como ya vimos, no para todas). La
beneficencia, la educación o alguno de los escasos
movimientos feministas fueron los ámbitos en que algunos
grupos de mujeres argentinas rompieron con la tradición
hispana de la femineidad protegida y se abrieron camino hacia el
espacio público (Little, 1995). En todos los casos, se
trató de un "acceso señalizado", con límites
claramente marcados por razones de género, que distintas
mujeres y distintos contextos hicieron más o menos
flexibles.
Como veremos en el apartado siguiente, ya avanzado este
siglo las dinámicas de género se entraman con las
del estado y del empleo para dar lugar a otras construcciones del
trabajo docente. Nos referiremos en particular al tránsito
del/la funcionario/a de estado a trabajador/a
sindicalizado/a.
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