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Las regulaciones del trabajo de enseñar Vocación, Estado y Mercado en la configuración de la docencia


Partes: 1, 2, 3, 4

    INTRODUCCIÓN. –
    Regulación social y enseñanza

    CAPITULO I. La
    configuración del trabajo de enseñar: De
    profesión libre a profesión de
    Estado

    1. Aquí cerca y
    hace tiempo…

    2. Funcionario/a
    íntegro/a e integrado/a

    3. Títulos y
    capitales: luchas sociales en torno a la profesión
    docente

    4. La construcción
    de la división sexual del trabajo
    docente.


    5. Funcionario de Estado y trabajador/a
    sindicalizado/a


    CAPITULO II. El empleo docente: una mirada desde/hacia
    un estado que cambia


    1. Las dinámicas del mercado de trabajo y el
    Estado en la Argentina de hoy


    1.1. Las nuevas condiciones de trabajo y el impacto
    del desempleo


    1.2. La reforma del Estado y el empleo
    público


    2. La docencia como empleo
    público


    2.1. La búsqueda de un empleo
    estable


    2.2. El salario de los docentes: ¿escaso pero
    seguro?


    2.3. La intensificación, entre la seguridad y
    la precarización del empleo


    3. Las mujeres que enseñan: entre el hogar y la
    escuela


    4. La producción de estrategias frente a la
    estabilidad amenazada


    4.2. Proyectos se escriben


    CONCLUSIONES


    NOTA


    BIBLIOGRAFIA


    ANEXO

    Descriptores Temáticos:
    educacion; empleo
    docente; docentes;
    trabajo femenino; profesores; empleados publicos; salario

    INTRODUCCION. –
    Regulación social y enseñanza

    El tema educativo hoy tiene un lugar creciente en las
    preocupaciones de los ciudadanos, de los padres, de los
    políticos. Parece un acuerdo generalizado que la
    escolarización ocupa un lugar central para el desarrollo social
    e individual y, simultáneamente, casi no se discute que el
    sistema
    educativo está en crisis. En la
    medida en que se avanza en el debate, uno de
    los nudos polémicos se dirige hacia el lugar del docente
    en la crisis actual: ¿culpable? ¿mártir?
    ¿responsable? No se trata de una discusión
    inocua.

    También es un lugar frecuente afirmar que vivimos
    tiempos de grandes cambios, de fuertes mutaciones culturales, en
    los que se dibujan nuevos escenarios para la fuerza de
    trabajo y donde emerge una "nueva cuestión social" que
    tiene rasgos específicos en nuestra modernidad
    periférica.

    En este trabajo nos proponemos recuperar la complejidad
    del trabajo de enseñanza desde la genealogía
    moderna de la docencia en
    nuestro país e inscribirlo en el nudo de las
    transformaciones políticas,
    sociales y culturales que hoy vivimos.

    Una rápida mirada a las fotos que
    ilustran las primeras páginas de este trabajo nos presenta
    algunos interrogantes: ¿Qué cambió de esa
    matriz
    originaria de la docencia hasta ahora? ¿Qué se
    mantuvo entre los sueños y deseos de aquellas
    jóvenes estudiantes de escuela Normal
    con vestidos vaporosos que tapaban sus tobillos y los de los
    informales estudiantes de hoy, de jean y zapatillas?
    ¿Qué continuidades y rupturas encontramos entre las
    maestras cuya misión era
    la "inclusión" a través de la formación de
    los sentimientos patrióticos y las que hoy "incluyen"
    porque dan de comer? ¿Qué tramas se tejieron entre
    la docencia como un apostolado y la docencia como un trabajo? En
    fin, ¿qué pasó entre quienes eran portadores
    y transmisores privilegiados de la cultura
    letrada a las jóvenes generaciones y los profesores que
    compiten hoy con la explosión de relatos y
    tecnologías? ¿Cómo impactan los cambios en
    el empleo docente, trabajo cuya estructura fue
    diseñada en el siglo pasado y que se caracterizaba por ser
    un empleo asalariado y estable? ¿Cómo impactan
    estos cambios en un trabajo organizado desde la razón y
    las respuestas ciertas? ¿Cómo impactan las nuevas
    demandas en estos docentes preocupados severamente por su propia
    subsistencia? Uno de los rasgos centrales de la modernidad fue la
    construcción de nuevas relaciones entre las
    prácticas de un nuevo estado (el
    Estado-Nación)
    y las pautas de comportamiento
    de los individuos: se trata de los sistemas sociales
    y culturales de regulación. Uno de ellos fue la
    escolarización, con desarrollos, estrategias y
    tensiones específicas. Tanto la escolarización como
    el trabajo
    docente tal como los conocemos hoy en día son
    construcciones históricas que, justamente, dan cuenta de
    modos de gobierno.

    La relevancia del concepto de
    regulación para el análisis de la historia y la política educativas
    ha sido abordada por T. Popkewitz (1994, 1996) y en ese sentido
    su trabajo constituye una referencia fundamental en esta tesis (1).
    Popkewitz recupera el concepto de regulación social a
    partir de los trabajos de Foucault quien,
    al abordar la historia de la gubernamentalidad, plantea que el
    problema del gobierno (gobernarse y ser gobernado) emerge en
    Occidente en el siglo XVI bajo múltiples aspectos: como el
    gobierno del alma y la vida
    (pastoral católica y protestante), como el gobierno de los
    niños
    (la pedagogía), como el gobierno de los Estados
    (El
    Príncipe), en un contexto de entrecruzamiento de
    concentración estatal y dispersión y disidencia
    religiosa. A partir de allí, el problema de la
    gubernamentalidad es un fenómeno que signa la modernidad
    (Foucault, 1981).

    El concepto de regulación social permite, "en el
    complejo entramado social, interrelacionar dos planos: los
    modelos
    institucionales con el encuadre cognitivo de sensibilidades,
    disposiciones y conciencias que gobiernan lo que es permisible en
    las prácticas" (Popkewitz, 1995). Ayuda a buscar en "la
    conducción de la conducta", la
    acción
    que actúa sobre las formas de actuar de los individuos
    para modificar, guiar, corregir los modos en que se conducen a
    sí mismos.

    Analizar el trabajo docente como una forma/lugar de la
    regulación social, producto de un
    desarrollo
    histórico específico, implica rastrear su
    genealogía. En el s. XIX, se establecieron nuevas
    relaciones entre el gobierno de la sociedad y el
    gobierno de los individuos. En particular con la profesionalización del saber, se produjeron
    nuevas formas de regulación social: se crearon ocupaciones
    que comenzaron a controlar la producción y reproducción de conocimientos de
    áreas delimitadas. Subyacía la confianza en que el
    saber experto, organizado en torno a las
    racionalidades de la ciencia y a
    cargo de comunidades especializadas, lograría liberar a
    las personas de las limitaciones de la naturaleza y
    les ofrecería el acceso a un mundo más progresista.
    Se construyó desde allí una forma de razonar sobre
    los problemas
    instrumental, secular y aparentemente objetiva.

    Los sistemas educativos constituyeron una tecnología del estado
    para la construcción de las naciones y para la
    regulación de los procesos
    educativos destinados a la infancia.
    Analizar la escolarización desde la regulación
    social supone reconocer que en la sociedad, en las estructuras de
    gobierno se entrecruzan macro y micro problemas. Por un lado, el
    Estado comienza a prescribir, supervisar y certificar en forma
    directa ciertas enseñanzas. Por el otro, la
    organización social y epistemológica de las
    escuelas produce la disciplina
    moral, social
    y cultural de la población (Popkewitz, 1994). Es así
    que el desarrollo del sistema escolar
    aparece como una mixtura entre dos razones autónomas,
    entre dos tradiciones diferentes: por un lado el aparato de
    gobierno, por el otro un sistema de disciplina pastoral que
    procura la autoreflexión y el autodesarrollo ético,
    tanto de docentes como de estudiantes (Hunter, 1994).

    La organización de la escolarización y
    la pedagogía configuran un campo social en el que toma
    forma el gobierno de los individuos. En particular, la
    regulación de los procesos escolares también
    implica la regulación del grupo social
    que tiene a su cargo el trabajo de enseñar; impacta sobre
    los sujetos como mecanismo de autodisciplina, produciendo una
    estructura cognitiva, esquemas clasificatorios, opciones y
    limitaciones acerca de qué es lo bueno, lo normal y lo
    posible.

    Nos interesa entramar esta perspectiva de la
    regulación con la de la producción de los sujetos y
    las instituciones
    para ocupar creativamente posiciones particulares. Partimos de
    considerar que los sujetos desarrollan estrategias que no se
    inscriben necesariamente en el uso institucional previsto para
    los objetos y bienes
    simbólicos pero tampoco giran en el vacío
    endogámico. Sin embargo, los objetos disponibles son los
    que configuran las posibilidades de acción de los sujetos,
    porque con ellos se establecen los límites
    del escenario en el cual ellos desarrollan sus experiencias. No
    se trata de una generación espontánea de la
    experiencia sino de la producción de alternativas
    más o menos condicionadas por el poder
    simbólico, por las instituciones y por las propias
    trayectorias (Sarlo, 1996). En este sentido, las estrategias que
    desarrollan los sujetos se encuentran tan lejos de la
    creación de una novedad impredecible como de una simple
    reproducción mecánica de las condiciones iniciales
    (Bourdieu, 1980).

    Por todo esto, acordamos con Brennan que no hay una
    relación causal y directa entre los nuevos textos
    políticos y las prácticas docentes (Brennan, 1996).
    Por el contrario, las escuelas funcionan como matrices de
    traducción de las políticas
    públicas, a las que tamizan por la historia institucional
    y los habitus incorporados en arduos procesos de negociación, más o menos
    explícitos.

    Justamente el trabajo docente se construye en las formas
    cotidianas de la micropolitica institucional, en el entramado de
    las condiciones materiales y
    las relaciones sociales. Por eso, cada escuela singular es el
    espacio en el que lo homogéneo toma cuerpo a partir de
    formas heterogéneas de existencia institucional (Ezpeleta,
    1989). Se trata de procesos de negociación en la red de relaciones (internas
    y externas) en las que la escuela se inscribe. Es allí
    donde se abre el espacio de las estrategias individuales e
    institucionales.

    Entendemos aquí por estrategias los
    comportamientos que desarrollan los sujetos por medio de los
    cuales tienden a producirse y reproducirse, buscando mantener o
    mejorar espacios en diferentes escenarios, tales como el mercado
    de trabajo, el campo educativo o la institución en la que
    trabajan. El principio real de las estrategias que desarrollan
    los sujetos es el sentido práctico, que funciona
    más acá de la conciencia y el
    discurso
    explícito (Bourdieu, 1988) (2).

    Recurrir a la noción de estrategia para
    comprender el funcionamiento de las instituciones
    burocráticas, permite superar la oposición ficticia
    entre una visión que tiende a buscar el fundamento en las
    características morfológicas y estructurales como
    mecanismos que plantean sus propios fines y los imponen a los
    agentes y una visión interaccionista que considera las
    prácticas burocráticas solo como producto de las
    estrategias de los agentes, ignorando tanto las condiciones
    sociales de producción (dentro y fuera de la
    institución) como las condiciones institucionales de
    ejercicio de la función
    (Bourdieu, 1980).

    Nos preocupa abordar el trabajo docente en las escuelas
    desde las regulaciones que lo constituyen, entendiendo que con
    este concepto abarcamos tanto los modelos y acciones que
    desarrolla el estado como la construcción de la
    subjetividad de los agentes.

    La regulación social y las estrategias toman
    cuerpo en instituciones, sujetos e historias concretas.
    Allí se construyen las dinámicas sociales que son
    las formas de organización social, las estructuras
    particulares de procesos más generales. Así, la
    sociedad está atravesada por múltiples
    dinámicas específicas: del conocimiento,
    del sistema
    político, de género, de
    la organización productiva, de la tecnología, etc.
    Muchas de ellas se entrecruzan en el espacio escolar.

    Partimos de la hipótesis que, en el contexto del cambio social
    de fin de siglo, se están desarrollando nuevos (otros)
    modos de regulación social que se construyen
    específicamente en diferentes espacios y posiciones
    sociales, atravesados por dinámicas también en
    fuerte proceso de
    mutación. Consideramos que la propia dinámica del sistema educativo se
    entrecruza con otras dinámicas sociales que no le son
    ajenas; más aún, que la constituyen produciendo una
    regulación específica del empleo docente. Sin
    subestimar la relevancia de las demás dinámicas
    mencionadas, en este trabajo profundizaremos particularmente lo
    que sucede con el empleo docente en su entrecruzamiento con las
    transformaciones de la dinámica estatal (funciones,
    legitimidad, ajuste), la dinámica de empleo
    (ocupación, salarización, estabilidad) y la
    dinámica de género (producción y
    reproducción, trabajos y familias).

    Ahora bien, para que el análisis de estos actos
    de construcción adquieran todo su sentido, consideramos
    necesario recuperar su génesis. Por eso, para interpretar
    las rupturas y continuidades que supone la práctica
    actual, en el capítulo I proponemos un análisis del
    proceso de transformación del trabajo de enseñar de
    profesión libre a profesión de estado, entendiendo
    que allí se encuentra la matriz de origen de la
    regulación del trabajo de enseñar.

    En el segundo capítulo abordamos los cambios en
    este fin de siglo en la regulación del trabajo de
    enseñar en el plano de la reforma del Estado y del empleo,
    particularmente implicados por tratarse de un empleo
    público mayoritariamente femenino atravesado por el ajuste
    estructural y por los cambios en el mercado de trabajo.
    También indagamos el impacto de las nuevas pautas y
    condiciones del empleo docente en el sentido común a
    partir de la producción de estrategias individuales e
    institucionales. Proponemos que la reforma social y educativa en
    curso construye nuevas
    tecnologías de regulación del trabajo docente
    que impactan fuertemente sobre las tradiciones del sistema
    educativo y sus agentes produciendo rupturas en el imaginario
    docente vinculadas con la incorporación de nuevas
    lógicas que hoy despliega el estado: la competitividad
    y la eficiencia,
    atravesadas por la presión
    que implica un mercado de trabajo que, a la vez que se achica,
    cambia sus reglas de juego
    (3).

    CAPITULO I. La
    configuración del trabajo de enseñar: De
    profesión libre a profesión de Estado

    (4)

    Un debate muy visitado en la actualidad tanto en
    ámbitos académicos como
    políticotécnicos gira alrededor de la
    tipificación de la docencia como profesión y cuales
    serían las características por las cuales dicho
    trabajo se define como tal. En este capítulo adoptamos una
    posición interesada por comprender como se
    configuró historicamente la tarea de enseñar en
    nuestro país, preocupados por las huellas que esta
    historia ha dejado en la constitución del habitus docente más
    que por prescribir como debería ser la docencia para
    acercarse a parámetros preestablecidos. Por eso, se trata
    de una historia del presente, que procura recobrar el surgimiento
    de lo contemporáneo mediante la reconstrucción de
    lo que la situación actual hereda (Castels,
    1996).

    No pretendemos aquí construir una historia de la
    configuración del trabajo docente desde la práctica
    escolar, sino que buscamos recuperar elementos históricos
    que permitan analizar las dinámicas que lo conformaron,
    sus continuidades y rupturas, las capas superpuestas de discurso
    que van conformando el trabajo docente. Seguramente una mirada
    desde lo cotidiano y desde las historias de vida de maestras y
    maestros y profesores y profesoras (todavía no escrita
    para la Argentina) aportaría mucha otra información que podría tornar
    nuestro argumento más rico y complejo. Consideramos que el
    análisis del trabajo docente puede contribuir a repensar
    la docencia como parte de una historia de los funcionarios del
    Estado y las dinámicas que los regulan.

    Nos preocupa aportar elementos en dos direcciones no muy
    exploradas en la investigación: por un lado, en las rupturas
    que se producen en el trabajo de enseñar antes y
    después de su formalización como empleo
    público, con título específico y
    misión atribuida desde el estado nacional. Por el otro,
    procurar discriminar la tarea de enseñanza para el nivel
    primario de la del medio, en la hipótesis que sus matrices
    se diferencian significativamente.

    El magisterio como grupo social nace con la
    creación y desarrollo del sistema de educación primario y
    las escuelas normales (Alliaud, 1993). Sin embargo, el trabajo de
    enseñar existía previamente, aunque de forma
    más heterogénea y menos normada. Los maestros y
    maestras laicas desarrollaban un trabajo más
    autónomo en la gestión
    de la enseñanza y en lo pedagógico, donde lo que se
    controlaba tanto desde los cabildos como desde la sociedad misma
    era la posesión de una moral recta. Los enseñantes
    no laicos respondían a las pautas de la Iglesia.

    Con la conformación del magisterio, paralela a la
    secularización, se normativiza la tarea de
    enseñanza en las escuelas a la vez que se regula la
    relación laboral a
    través de la asalarización de maestras y maestros.
    Los componentes morales tienen continuidad articulándose
    fuertemente con elementos vocacionales y redentores así
    como con los deberes de lealtad y heteronomía que se
    exigían a los funcionarios públicos.

    Ahora bien: hay diferencias significativas en la matriz
    histórica entre la tarea de enseñar en las escuelas
    primarias y en los colegios de enseñanza secundaria. En
    particular, los fines atribuidos a la tarea desde el Estado en
    tanto funcionariado son bien diferentes: mientras el magisterio
    se constituyó alrededor de la delegación de la
    función de formación de ciudadanos disciplinados
    (Torres, 1995) para lo que las mujeres fueron la mano de obra
    más adecuada, el profesorado se constituyó
    alrededor de la formación de dirigentes.

    Desde estas diferencias en la atribución de
    funciones, maestros/as y profesores/as construyeron
    vínculos distintos con la política y con los
    conocimientos científicos.

    Tendencialmente, el magisterio se vanaglorió de
    su neutralidad o asepsia política, mientras que por el
    contrario, el profesorado se enorgulleció de sus
    vínculos con el poder político tanto desde los sentidos
    explícitos de su tarea de enseñanza como desde su
    pertenencia como miembros del poder político. En cuanto al
    vínculo con los conocimientos científicos, para el
    magisterio se planteaba la necesidad de "saber lo necesario"
    propia del funcionario cuyo saber es el procedimiento, la
    aplicación de la norma. En cambio en los orígenes,
    los profesores gozaban de una autonomía construida en una
    estrecha relación con el campo intelectual, siendo muchos
    de ellos, además, productores de textos escolares y
    científicos.

    En las páginas siguientes ampliaremos los rasgos
    de la conformación histórica del campo a partir de
    las regulaciones que transformaron el trabajo de enseñar
    en una profesión de estado, analizando luego los elementos
    que configuraron este funcionariado así como las disputas
    por las acreditaciones requeridas para ser miembro de la
    profesión y las improntas de género en la
    configuración del trabajo de enseñar.

    1. Aquí cerca y
    hace
    tiempo…

    En un primer tiempo, la enseñanza de las primeras
    letras fue una tarea a cargo de la Iglesia o de profesionales
    libres, que ejercían por propia cuenta, mediante la
    contratación libre de servicios en
    espacios urbanos. Luego se transformó en una
    profesión "de Estado", a la que se ingresaba
    después de recibir y acreditar una formación
    específica en escuelas normales creadas para ese fin y
    sostenidas por el Estado.

    El tiempo de la profesión libre se
    caracterizó por una relación contractual directa
    entre maestros y familias o comunidades. Hasta el siglo pasado,
    la enseñanza en las familias acomodadas se desarrollaba al
    interior de los hogares, por medio de tutores, sin necesidad de
    agentes específicamente preparados para ello.
    También los curas enseñaban las primeras letras en
    los conventos o en forma libre, concurriendo a los hogares que
    los contrataban. En el caso de las escuelas públicas, la
    autorización y control para el
    ejercicio de la enseñanza dependía de los cabildos
    que, según C. Newland (1993), por largos períodos
    no mostraron especial interés en
    controlar la educación. Si
    operaban exitosamente las restricciones sobre moralidad, el
    dominio de
    conocimientos básicos religiosos y de lectoescritura
    y la limpieza de sangre, quienes
    así lo deseaban podían enseñar en cualquier
    lugar donde obtuvieran autorización. La
    autorización para enseñar funcionó
    también en muchos casos como una autorización para
    instalar escuelas pequeñas privadas. En muchos casos se
    trataba de enseñantes extranjeros (Newland,
    1996).

    Se desarrolló una "pedagogía
    espontánea" en el marco de relaciones sociales primarias,
    ejercida por maestros "empíricos", en general dotados de
    un saber práctico aprendido por medio de la experiencia
    (Tenti, 1988).

    En el temprano s.XIX se instaló la coordinación vertical y horizontal de la
    oferta
    educativa regulada por el Estado a través de la
    unificación de contenidos considerados
    básicos.

    Aunque hubo varios proyectos de
    formación
    docente y, en particular, de creación de
    enseñanza normal, no fructificaron. El que más
    trascendió fue el de Rivadavia, que creó la
    Universidad de
    Buenos Aires
    inspirado en el modelo
    napoleónico al que incorporó el control y administración de la educación
    pública. Una escuela normal anexa funcionó desde
    1825 por seis años, con el objetivo de
    capacitar a los docentes en el sistema de enseñanza mutua
    recién adoptado (Narodowski, 1996).

    Después de Caseros, también hubo intentos
    frustrados de apertura de escuelas normales en la provincia de
    Buenos Aires. Se fundó una escuela Normal de varones, a
    cargo de Marcos Sastre, que solo duró unos meses. En 1855
    la Sociedad de Beneficiencia creó su propia escuela normal
    para mujeres, a cargo del maestro protestante G. Frers que tuvo
    más de 20 años de vida.

    Estos intentos de organización de la
    formación docente fueron paralelos y hasta consecuencia
    del proceso de construcción del Estado Argentino, con el
    modelo del Estado liberal controlado por la oligarquía y
    preocupado por conformar la Nación.
    En ese contexto, desde la segunda mitad del s.XIX se
    desarrolló un proceso de "estatización" de la
    educación popular (Braslavsky, 1985). La escuela se
    constituyó en el espacio social privilegiado para la
    producción de la homogeneidad requerida para el
    funcionamiento del estado nacional. Al decir de algunos autores,
    fue la institución que el estado nacional creó para
    su propia legitimación (Nuñez,
    1985).

    La conformación de este espacio público
    escolar extendido requirió de una enorme cantidad de
    docentes. El Estado se constituyó entonces por un lado en
    empleador de numerosos agentes y por el otro definió y se
    hizo cargo de su formación.

    El Estado reivindicó para sí el monopolio de
    la inculcación de un fondo común de verdades a
    todos los ciudadanos: definió mínimos culturales,
    cuál era el saber educativo legítimo y
    cuáles los medios de
    inculcación (Tenti, 1988). Se desarrolló entonces
    un proceso de institucionalización y centralización creciente de la actividad
    sistemática de educar procurando la conformación de
    un cuerpo de agentes homogéneos. A partir de allí,
    estos agentes fueron producidos por procedimientos e
    instituciones especializadas: las escuelas normales, que se
    proponían regularizar la formación
    de maestros/as (5), así como nuevos dispositivos de
    control de la tarea escolar (6). Se homogeneizaron las
    calificaciones mediante la uniformidad de los modos de aprendizaje y los
    títulos. A la vez, se desarrolló una
    tecnología pedagógica apta para esa
    homogeneización: la pedagogía científica
    surgió en este contexto como la encargada de proponer las
    soluciones
    adecuadas, las soluciones racionales. El discurso normalista
    reescribió en clave educativa la propuesta estatal de
    finales del siglo XIX (7).

    En el mismo proceso en que creció la
    intervención del Estado en la educación, se
    desarrolló la tendencia a la transformación del
    magisterio en una profesión de Estado en tanto estrategia
    que legitimó las pautas construidas desde ese mismo Estado
    para el trabajo de enseñar. En particular, en la medida en
    que el Estado por un lado se reservó el monopolio de los
    títulos y por el otro se convirtió en la principal
    fuente de contratación para el empleo, impuso los
    criterios de reclutamiento
    y se consolidó como institución reguladora del
    ingreso a la profesión (Arnaut Salgado, 1993). Así,
    la difusión del normalismo y la centralización
    educativa fueron de la mano. A la par, el Estado
    estableció la obligatoriedad de la educación
    básica que se difundió rápidamente, para lo
    cual se expandió un grupo ocupacional específico
    (8) y se desarrolló su formación. En este proceso
    se visualiza la presencia activa del Estado en la
    regulación del trabajo docente, pasando de una
    posición periférica a una posición de
    mediación central (Novoa, 1987).

    En un artículo publicado en El Mercurio, en marzo
    de 1842 ya sostenía Sarmiento: "La formación de la
    Escuela Normal para la instrucción primaria importa, pues,
    un primer eslabón en una serie larga de mejoras, que
    apoyándose recíprocamente entre si e
    impulsándose unas a otras den por resultado final echar en
    todas las poblaciones un fecundo germen de civilización y
    prodigar a todas las clases de la sociedad aquella
    instrucción indispensable para formar la razón de
    los que están llamados a influir más tarde, con sus
    luces o su ignorancia, en la suerte futura del país.
    Formar preceptores para la enseñanza primaria y uniformar
    ésta en toda la extensión de la república,
    importa tanto como adoptar, después de maduramente
    examinados, los sistemas de enseñanza más
    ventajosamente concebidos y que en otros países se hallan
    en práctica…".

    Ahora bien, la creciente demanda de
    enseñantes se podría haber resuelto de otro modo;
    en Europa, EE.UU. y
    también en nuestro país, de la mano del proyecto de
    construcción de la Nación, la tecnología
    disponible fue un sistema formador del magisterio a partir de las
    escuelas normales. La expansión temprana y amplia de estas
    escuelas fue un rasgo que diferenció a la Argentina de la
    mayoría de los países de la
    región.

    El magisterio se transformó en una
    profesión de Estado signada por la oposición
    sarmientina civilización o barbarie, progreso o
    tradición como un deber y necesidad del Estado para la
    conformación de la nación. Así, se
    constituyó una pedagogía basada en el docente como
    representante/funcionario del Estado. Se conformó una
    mística del servidor
    público preocupado por las necesidades del Estado,
    debilitando los esfuerzos por legitimar cientificamente la
    enseñanza y consolidando el camino hacia la
    burocratización. La formación hizo hincapie en la
    transmisión de una tecnología formalizada con eje
    en la aplicación de métodos
    afirmando una relación estandarizada con el
    conocimiento, poco reflexiva y contextualizada.

    Justamente una interesante discusión que
    desarrolla Weber refiere
    al combate entre el especialista y el hombre
    culto, estrechamente ligado al proceso de desarrollo de la
    burocracia
    escolar y a la importancia creciente del saber especializado
    (Lerena, 1983). Weber hace de los docentes, en tanto
    versión de expertos burócratas, simples
    instructores de los que exalta su comportamiento neutral y a la
    vez su aceptación de su deber específico de
    fidelidad a la
    administración (en este caso, al proyecto de
    construcción de la Nación). Desde aquí, en
    la división del trabajo intelectual, la relación de
    los docentes/funcionarios con los intelectuales/pedagogos es semejante a la
    establecida en la tradición medieval entre el lector que
    comenta el discurso ya establecido y el auctor que produce
    discurso nuevo. Una de las ilusiones del lector consiste en
    olvidar las propias condiciones de posibilidad de su lectura
    (Bourdieu, 1988).

    En el caso de la docencia, los procesos de
    profesionalización y funcionariado eran casi
    sinónimos: tornarse docente profesional significaba, en
    general, tener un puesto en la administración
    pública (Novoa, 1991). Así, ambas
    dinámicas se yuxtaponen e impregnan el habitus
    docente.

    La intervención estatal provocó una
    unificación, una ampliación y a la vez una
    jerarquización del trabajo de enseñar: desde sus
    orígenes en Argentina, lo que constituye a los docentes en
    cuerpo profesional es la iniciativa y el control del Estado
    (donde la sanción y el control son externos) y no una
    concepción corporativa del oficio (Novoa,
    1991).

    Indudablemente, este elemento tiene un peso muy
    significativo en la potencial construcción de la
    autonomía de la tarea.

    Los intentos reglamentarios del Estado en el nivel
    nacional buscan legitimar un tipo particular de aprendizaje y de
    saber. Se construyó una administración escolar con fuerte acento
    estatista/centralizador como una manifestación particular
    del proceso de conformación del Estado (Tedesco, 1988).
    Esta centralización permitió la
    concentración del manejo de los mecanismos de control (del
    nombramiento de docentes en la enseñanza superior, de las
    autoridades del Consejo de Educación, entre otros). La
    organización centralizada permitió la vigilancia
    sobre cada institución educativa: la inspección
    escolar fue uno de los instrumentos administrativos para cumplir
    esa función, encargado del cumplimiento de las
    disposiciones legales y de las orientaciones pedagógicas.
    Abundaron las reglamentaciones, los informes
    puntuales y minuciosos, los registros
    estadísticos, etc.

    Así, junto con el rápido crecimiento de
    las escuelas normales se desarrollaron formas crecientemente
    heterónomas del trabajo de enseñar: el
    ámbito, la organización de la tarea, el cómo
    se enseña fueron normativizados. El lugar de los
    inspectores fue crecientemente más significativo en este
    sentido: control controlado, técnicos subordinados a las
    decisiones políticas, empiezan a vigilar a los maestros
    como los potenciales "desviados" (Dussel, 1995a).

    2. Funcionario/a
    íntegro/a e integrado/a

    Como ya hemos señalado, hasta la
    constitución del sistema educativo moderno la
    enseñanza de las primeras letras estaba a cargo de la
    Iglesia y de otros agentes heterogéneos, articulados a
    partir de iniciativas parciales (particulares, comunitarias,
    etc). En el proceso de secularización que se
    desarrolló con la construcción del Estado, la
    escuela sustituyó al templo como institución
    inculcadora. Al maestro se le atribuyó una misión
    sagrada, vocacional, de entrega, equivalente a la del sacerdote.
    Se trataba de una tarea redentora, en la que la escuela era el
    templo del saber y trabajar en ella, un apostolado.

    En relación con este período, Tenti
    sostiene para México (y
    se podría extender a la Argentina) que se realizó
    una división del trabajo de inculcación moral: la
    escuela proporcionaba los fundamentos generales y universales de
    la moral para
    formar al ciudadano a partir de la enseñanza del
    común denominador: la moral laica, que aparecía
    como neutral y más allá de las morales particulares
    (Tenti, 1988).

    Pero moral y religión no se
    excluían. Como señala A. Puiggrós (1990), la
    derrota de las posiciones católicas antiestatistas
    más conservadoras no significó su ausencia del
    ámbito público sino que estuvieron presentes en el
    discurso escolar a través del discurso
    estatista.

    También los normalizadores laicos, que
    proponían la educación laica y estatal para
    controlar la irrupción de inmigrantes, consideraron la
    religión como sustento del orden moral para transformar la
    barbarie.

    El proyecto normalista triunfante tomó las
    preocupaciones de Sarmiento y formó egresados que
    lucharían contra el enemigo interno: la ignorancia. Para
    ello, se debía librar batalla contra el maestro
    espontáneo, contra el que no poseía títulos
    ni estudios sitemáticos, contra los curas, contra los
    educadores con ideas anarquistas. Los normalistas se sintieron
    "apóstoles del saber" y conservaron su fe inquebrantable
    en las fuerzas espirituales del magisterio normalista
    (Puiggrós, 1990).

    La mística apostólica constituyó
    una ruptura con la constitución anterior del trabajo de
    enseñar. Los otros enseñantes (no titulados y no
    religiosos) que, con el desarrollo del sistema, fueron
    reemplazados progresivamente por los titulados o habilitados,
    estaban alejados del apostolado y la entrega: por el contrario,
    la enseñanza era un trabajo a veces a tiempo parcial, con
    calendario flexible, que se constituía en un medio modesto
    de vida, en muchos casos una alternativa de trabajo para
    extranjeros. Se trataba de una tarea poco articulada, con bajo
    control e iniciativa del Estado, de alcance limitado (no
    obligatorio) y, por el contrario, fuerte presencia de la demanda
    comunitaria. No tenía pretensiones de universalidad, ni
    igualadoras y homogeneizadoras. Carecía de un sentido
    atribuido compartido.

    En las escuelas no pertenecientes a la Iglesia, de la
    posibilidad (de algunos padres) de demandar y hasta secuenciar
    contenidos o de la de algunos maestros para diseñar
    determinadas propuestas de enseñanza, se pasó a un
    plan de
    estudios preestablecido, homogéneo para las diferentes
    comunidades (9). Se produjo una regulación del trabajo de
    enseñar que empezó a incluir fuertes pautas
    burocráticas, jerárquicas y de producción
    técnica. Con la escolaridad obligatoria, hubo
    también un ordenamiento específico de las
    relaciones Estado-Familia
    (Querrien, 1979) en la que el magisterio (fundamentalmente
    femenino) pasó a ser mediador o representante del Estado.
    Justamente, el comportamiento de los burócratas se
    caracteriza por la subordinación de sus principios al
    ethos de la oficina (Hunter,
    1994).

    Se demandaba entonces a los maestros y maestras a la vez
    que el cumplimiento de los deberes del funcionario que implicaba
    la profesión, una moralidad íntegra (que ya era
    exigida en el trabajo de enseñar las primeras letras) y
    una vocación innata. Vocación, abnegación,
    servicio.

    Ser maestro/a respondía a un llamado interior, a
    una predisposición, a una elección vinculada con
    las gratificaciones interiores que se recibían. Por eso,
    algunos autores sostienen que cuando la formación de
    docentes se institucionalizó, los objetivos
    religiosos se secularizaron sin perder el fervor moral. El
    vínculo pastor-rebaño migró de la Iglesia
    hacia la educación elemental moralmente administrada
    (Popkewitz, 1990; Hunter, 1994).

    La formación normalista que abonó la
    tradición triunfante de este grupo de funcionarios no
    estaba preocupada por la formación intelectual: el eje de
    la instrucción pasó de la repetición
    memorística hacia el despliegue de una actitud
    pastoral secularizada atravesada por una carrera
    burocrática (Popkewitz, 1994). Desde allí se
    instala la presencia de lo asistencial que retomaremos más
    adelante.

    Se dibujó una imagen de
    maestro/a como sujeto público, con fuertes prescripciones
    morales, expuesto siempre a la mirada y al juicio de la sociedad,
    "objeto de rigurosa vigilancia y control" (Martinez Boon,
    1986).

    En síntesis,
    el magisterio se definió en los tiempos de
    construcción del Estado-Nación en la
    articulación compleja entre lo moral, lo vocacional y la
    misión de funcionario de estado.

    Estos elementos se condensaron en la construcción
    de un lugar redentor para el magisterio: proporcionar la
    salvación a los bárbaros y transformarlos en
    ciudadanos de esta Nación. La dinámica de
    género, como se verá más adelante, tuvo un
    lugar central.

    Esta hibridación, que se construyó desde
    lo históricamente disponible, permite pensar de otro modo
    lo que ha sido planteado como oposiciones fijas, en las que queda
    oculto que lo opuesto es interdependiente (Scott, 1994).
    Alejándonos de lecturas que enfatizan oposiciones binarias
    en la matriz de origen (pares vocación/profesión,
    moral/conocimiento), aquí proponemos, por el contrario,
    poner junto lo que habitualmente se pensaba como
    nocoexistente.

    Los maestros y maestras asignaron diferentes sentidos a
    su tarea de enseñanza y particularmente, a los elementos
    vocacionales: mientras para los grupos
    mayoritarios la vocación estaba asociada con la entrega
    amorosa e incondicional en pos de un fin supremo, para otras
    maestras, como H. Brumana, "lo importante es la autonomía
    intelectual que la vocación crea a las mujeres"
    (1932).

    Desde la lealtad (y neutralidad) moderna como
    funcionarios, los maestros y maestras adhirieron a finalidades
    funcionales e impersonales del Estado del que eran servidores (10).
    La capacidad ética del
    burócrata consistía justamente en subordinar la
    autoreflexión a la expertez impersonal y neutra de las
    obligaciones
    de su oficio.

    Quizás una anécdota narrada por Alice
    Houston Luiggi en su libro "Sesenta
    y cinco valientes" sirva de muestra: se trata
    de una situación vivida por Frances Armstrong, maestra
    norteamericana que trabajaba en la Escuela Normal de
    Córdoba, en la que había disminuido enormemente la
    matrícula porque el obispo cordobés había
    resuelto excomulgar a todo niño que concurriese a una
    escuela dirigida por protestantes (11). Por ello F. Armstrong
    decidió entrevistarse con el Legado Papal y luego
    transmitirle sus inquietudes al ministro de Instrucción
    Pública, suplicándole que le permita cumplir las
    condiciones reclamadas por el obispo. El ministro le
    respondió con una reprimenda: "Ella era empleada del
    gobierno sólo para enseñar y no para entrometerse
    en asuntos de política. Lo que debía hacer era
    obedecer las instrucciones del ministro de Instrucción
    Pública…" (Houston, 1959).

    A la par del ejercicio de subordinación de la
    funcionaria a su deber como representante del Estado,
    también se observa en esta anécdota la competencia entre
    las morales laica y religiosa. De hecho, para Armstrong resultaba
    más importante que los chicos concurran a la escuela
    pública que el "credo" que se fuera a transmitir. En
    este sentido, mientras la autoridad le
    demanda obediencia, la maestra sostiene que su mayor obediencia
    es "educar": allí es donde la funcionaria aporta su
    carácter específico.

    Los rasgos del funcionariado que caracterizarían
    a la docencia primaria son diferentes en los profesores de
    enseñanza media. Estos, en sus orígenes, son
    funcionarios activamente articulados al proyecto nacional,
    preocupados por formar la elite política local. En muchos
    casos se trata de magistrados, profesionales, personal
    jerárquico del sistema de educación primaria donde
    lo vocacional adquiere otro sentido, más vinculado con el
    aporte al desarrollo de la clase
    política, de la cual muchos de ellos son
    miembros.

    Pero para todos ellos, maestros/as y profesores/as, la
    condición de funcionario/a de Estado también
    conlleva la condición salarial. Aunque su cobro fuera
    irregular y su monto escaso (12), el sector docente pasó a
    tener un salario fijo, como parte de una escala
    preestablecida en la que el Estado tenía una
    obligación contractual que cumplir.

    3. Títulos y
    capitales: luchas sociales en torno a la profesión
    docente

    En este apartado nos interesa abordar los conflictos en
    la constitución de la profesión docente en
    relación con la distribución específica del capital
    cultural. Estos conflictos se desarrollan alrededor de la
    titulación exigida para el ejercicio (capital
    institucionalizado) y la intervención del estado para
    regular la actividad laboral. Aunque aquí haremos
    referencia a las disputas alrededor de la titulación y
    acreditación para enseñar, no se trata de un debate
    exclusivo de este campo. Por el contrario, con la
    profesionalización del saber que se construye en la
    modernidad, éste es un conflicto que
    atraviesa distintas profesiones y distintas geografías
    occidentales.

    Así, las profesiones se desarrollan en el
    contexto de un proceso de racionalización del conjunto de
    las prácticas sociales y del saber, en la búsqueda
    de los medios más adecuados para el logro de ciertos
    fines. La burocracia sería la forma racional de ejercicio
    de la dominación en las sociedades
    actuales: se trata de la dominación gracias al saber
    especializado (Weber, 1979).

    Bourdieu plantea la profesionalización como una
    dinámica del mundo del trabajo en que se especializan y
    fragmentan el conocimiento y las tareas. Por ello, las
    profesiones pueden pensarse como casos del desarrollo de campos
    estructurados de producción de bienes simbólicos.
    Los campos son "espacios estructurados de posiciones (o de
    funciones) donde las propiedades dependen de la posición
    en esos espacios y que pueden ser analizados independientemente
    de sus ocupantes" (Bourdieu, 1976). La estructura del campo
    manifiesta un estado de relación de fuerzas entre los
    agentes o instituciones comprometidas en la lucha por la
    distribución del capital específico. Los campos no
    son espacios homogéneos sino que están organizados
    jerárquicamente en estructuras de prestigio y poder. Al
    recuperar los aportes de Bourdieu, no ignoramos que requieren ser
    traducidos a las constituciones y desarrollo de los campos en
    América
    Latina, donde la tradición en la relación entre
    Estado e intelectuales es muy distinta a la francesa. Como
    señalan Altamirano y Sarlo, en sociedades como las
    nuestras donde no se consolidaron democracias liberales al estilo
    europeo, los campos deben considerarse como "sistemas
    intelectuales precarios", dependientes en mayor grado de otras
    instancias de legitimación (Altamirano y Sarlo,
    1983).

    Una de las mayores luchas en la organización de
    un campo se libra alrededor de la definición de sus
    límites. Implica una delimitación de qué
    incluye y qué excluye, así como la defensa de
    cualquier forma de intrusión. Las luchas en el campo
    tienen como meta la conservación o la subversión de
    la estructura de la distribución del capital
    específico. Implican monopolización y
    reconocimiento externo. Nuevos agentes de producción de
    bienes simbólicos desplazarán a los tradicionales,
    nuevas reglas, principios, teorías: hay lucha entre agentes
    tradicionales y nuevos, entre saber popular y ciencia, entre
    saber acreditado y saber práctico, entre profanos y
    especialistas, articulaciones
    entre lo epistemológico y lo político (Gomez Campo
    y Tenti, 1989) Justamente la creación de diplomas o
    títulos se halla al servicio de la conformación de
    una capa privilegiada que cuenta con el monopolio de los puestos
    social y económicamente ventajosos (Weber, 1979). El
    conocimiento profesional se sirve de "definiciones" que son
    propiedad de
    comunidades de expertos; la posesión de una credencial
    garantizaría el conocimiento profesional requerido para
    una tarea específica. Por eso las disputas se desarrollan
    alrededor de la posesión de la credencial y quien las
    otorga. Así se construye la legitimidad de los
    agentes.

    En la conformación del campo de la
    enseñanza, se fue diferenciando magisterio de profesorado
    y creando una estratificación interna, estrechamente
    ligada al vínculo establecido con el conocimiento y con la
    masividad (Hoyle, 1992).

    Para los funcionarios de Estado, la certificación
    institucional/ legal da cuenta de la posesión del saber
    legítimo para la tarea de enseñanza y, en el
    contexto de constitución del sistema educativo, es uno de
    los ejes alrededor de los cuales se organiza la polémica
    en el campo. Por eso, junto con la expansión de las
    escuelas primarias, los esfuerzos educativos de la época
    se concentraron en la creación de las escuelas normales,
    siendo éstas 38 a fines del siglo pasado.

    En el caso del magisterio, la preocupación por
    regular la tarea abarcó por un lado a los futuros y
    numerosos nuevos maestros y maestras a través de las
    escuelas normales. Por el otro, a los docentes no titulados pero
    ya en ejercicio. En Argentina, la disputa entre maestros no
    titulados y maestros titulados se resolvió más
    rápido que en otros países de América
    Latina por un desarrollo masivo y temprano del sistema formador
    (13). Quizás éste sea uno de los indicadores de
    la peculiaridad del sistema educativo argentino en el marco de
    América Latina.

    Pero esto no sucedió sin debate: en su
    Crónica del Congreso Pedagógico de 1882, R. Cucuzza
    da cuenta de las resistencias
    que recibió la disertación de J. M. Torres al
    sostener que el oficio requería una formación
    específica en las escuelas normales. Y esta resistencia tuvo
    argumentos ideológicos (la constitución garantiza
    la libertad de
    enseñar) que ocultaban resistencias gremiales (el Congreso
    se divide entre normalistas y preceptores) (Cucuzza,
    1986).

    La transición de una mayoría de
    maestros/as no titulados a titulados adquirió formas
    variables. En
    principio, los egresados de las normales no alcanzaron para
    cubrir los cargos docentes de base sino que ocuparon cargos
    jerárquicos (Alliaud, 1993). En la provincia de Buenos
    Aires y otras del interior del país, se conformó
    paralelamente un sistema de exámenes que otorgaba
    títulos habilitantes a quienes dominaban los contenidos
    básicos de la escuela primaria. Inicialmente, de las mesas
    examinadoras formaban parte los maestros diplomados,
    composición que fue variando. En general aprobaba menos
    del 50% de los examinados. Las condiciones de contratación
    no eran las mismas para los titulados y los no titulados, sus
    sueldos eran diferentes (14). Si no eran diplomados, a partir de
    1897, no tenían estabilidad en el cargo y podían
    ser removidos. Pero se reconocía como equivalentes a los
    maestros diplomados a quienes hayan ejercido más de 10
    años, y éstos eran los únicos que
    podían ascender en el escalafón. Sin embargo, el
    Reglamento de Títulos de Maestros (de la Provincia de
    Buenos Aires) disponía en su capítulo 1: "art.8: En
    la provisión de puestos que se haga en el futuro, si
    concurren maestros diplomados por el Consejo General antes, y
    diplomados después del 1 de enero de 1895, serán
    preferidos estos si sus títulos son de clase igual o
    superior y aquellos, si son de clase superior.

    Si concurriesen también maestros titulados en
    escuelas normales de la Nación o de las provincias,
    serán preferidos a todos los demás." 4-12-1894
    (extraído de Disposiciones legales y constitucionales de
    la Administración escolar de la Provincia de Buenos Aires,
    1897).

    De esta manera, el Estado provincial programó la
    renovación del cuerpo docente por personal formado en las
    instituciones que diseñó para tal fin.

    La titulación de los maestros/as también
    se relacionaba con sus circuitos de
    trabajo: en 1915 y para el conjunto del país, el 66,2% de
    los que trabajaban en las escuelas fiscales era personal
    titulado. En cambio, en las escuelas particulares, donde
    trabajaba el 20% de los docentes primarios, la relación se
    invertía: el 67,6% era personal no titulado, muchos de
    ellos extranjeros. Recuérdese que las escuelas
    particulares eran las promovidas por las comunidades de
    inmigrantes, los grupos políticos más radicalizados
    y la Iglesia Católica (Gandulfo, 1991).

    Podría pensarse la no titulación docente
    en estos sectores no sólo como una consecuencia de los
    criterios de selección
    por parte del estado, sino como una resistencia al circuito
    normalizado.

    El magisterio, entonces, es una actividad en la que el
    proceso de profesionalización se confunde con el de
    estatización. Pero otra es la situación de quienes
    enseñan en los colegios secundarios. Se trata de un debate
    más intenso y más tardío (a partir de 1910),
    donde desde diferentes capitales incorporados e
    institucionalizados se disputan modos de legitimación,
    así como una definición profesional respecto del
    lugar de la ciencia/disciplina y la pedagogía. Más
    adelante, cuando se amplía el mercado de trabajo para la
    enseñanza en el nivel medio, lo que está en disputa
    es el monopolio ocupacional. Como se verá en el apartado
    siguiente, las dinámicas de género tampoco eran
    indiferentes en este proceso.

    Los colegios nacionales eran los encargados de la
    formación de las elites locales. Para la época eran
    el paso obligado para el acceso a la universidad, y ésta,
    a su vez, la que otorgaba títulos legítimos para el
    ejercicio de la política (Canton, 1966). Los profesores de
    los colegios nacionales eran naturalmente egresados
    universitarios o intelectuales sin título.
    Pertenecían al mismo sector social que sus estudiantes y
    para él los formaban. Probablemente por eso en principio
    no fue una preocupación del estado la regulación
    explícita de quienes estaban habilitados para
    enseñar en ellos.

    Sólo algunos tenían los medios
    económicos y culturales para realizar estudios o formarse
    más allá del mínimo necesario para la
    reproducción de la fuerza de trabajo. La lógica
    simbólica de la distinción, que le asegura provecho
    a los poseedores de un fuerte capital cultural, recibe un
    valor de (por)
    escasez,
    según la posición de los sujetos en la estructura
    de distribución del capital cultural (Bourdieu, 1987).
    Allí se ubican, por ejemplo los primeros y escasos
    profesores de enseñanza media.

    Hombres extranjeros contratados, inmigrantes
    perseguidos, políticos reconocidos, de profesión
    geógrafos,
    ingenieros, astrónomos o abogados tenían, como
    parte de su trabajo específico, la enseñanza en los
    colegios. Más aún, en las biografías
    públicas de intelectuales y políticos prestigiosos
    se reivindicaba su pasaje como profesores por los colegios
    nacionales. Ser profesor
    secundario era una etapa en el "curso de honores" en la
    función pública, era un ámbito de prestigio
    simbólico para el hombre
    público (Gagliano, R., 1997) (15).

    El modelo era el del intelectual erudito, al estilo
    Amadeo Jacques o Paul Groussac, bien diferente de quienes
    sólo enseñaban en las normales. Tanto para docentes
    como para directivos, se fueron conformando dos circuitos
    diferenciados: en los colegios nacionales predominaban los
    titulados universitarios y en las normales trabajaban
    prioritariamente los egresados del mismo circuito (maestros y
    profesores normales). Más aún, hasta 1916, la
    formación para maestro/a era una carrera de
    formación profesional, terminal que no habilitaba para el
    ingreso a la universidad (Dussel, 1996; Gvirtz, 1991).

    CUADRO N° 1:
    TITULACION DE DOCENTES DE LOS COLEGIOS NACIONALES Y ESCUELAS
    NORMALES EN 1902
    (en porcentajes)

    Fuente: Elaboración propia en base
    a Dussel (1996):
    Los debates curriculares en la enseñanza media 1863-1920,
    Tesis de Maestría, FLACSO (mimeo).

    Pero en las primeras décadas del s. XX, a medida
    que se expandió la educación secundaria, el modelo
    empezó a resquebrajarse y los colegios perdieron la
    función exclusiva de formación de élites
    (16). Es en ese contexto en que aparecieron los profesorados para
    el nivel secundario que dieron origen a un "profesorado
    diplomado" y la disputa se constituyó alrededor de
    qué institución tenía la legitimidad para
    otorgar el título de profesor. Mientras a la docencia
    primaria se le exigían saberes pedagógicos desde su
    formación normalista, no había sucedido lo mismo
    hasta aquí con quienes trabajaban como profesores: bastaba
    su reconocimiento como intelectuales o especialistas en una
    disciplina.

    Pero en esta etapa se institucionalizó la
    formación de profesores para la escuela media
    con la creación de un Seminario
    Pedagógico (1904) para capacitar a los graduados
    universitarios para desempeñarse como profesores (INSP).
    Al año siguiente ya se organizó como Instituto
    Nacional de Profesorado Secundario. Convivía con otras dos
    instituciones de formación de profesores: las escuelas
    normales que ofrecían para sus graduados un curso
    posterior al magisterio de dos años en el mismo
    establecimiento (sin especialización disciplinaria) y las
    Universidades de Buenos Aires y La Plata, que desde 1907 y 1902
    respectivamente asumieron la función de formar profesores
    de Enseñanza Secundaria en Filosofía y
    Letras.

    A los pocos años se produjeron intentos de
    fusión
    de INSP con los profesorados universitarios a los que se opuso
    terminantemente el primer rector del Instituto (Hillert,
    1989).

    Finalmente, y a diferencia de lo que ocurre en otros
    países, donde la universidad fue desplazando
    paulatinamente a los terciarios en la formación de
    profesores (Schneider, 1987; Popkewitz, 1994), los Institutos se
    mantuvieron y fueron ganando terreno.

    Mientras para el magisterio, el capital simbólico
    incorporado en las familias de origen (Bourdieu, 1987) no
    habilitaba para la enseñanza que demandaba el Estado
    Nación, en los colegios secundarios inicialmente pesaba
    más el capital incorporado (en tanto proveniente de un
    sector social) que el institucionalizado. Por eso, cuando se
    inició la disputa con y entre los diplomados, se
    trató de un conflicto entre dos sujetos sociales que
    detentaban diferentes capitales y que entraron en conflicto por
    la hegemonía del campo a través de disputar la
    legitimidad del ejercicio de la docencia en el nivel medio
    (Pinkasz, 1992).

    Como sostiene Pinkasz, en rigor, un determinado capital
    incorporado había sido el requisito fundamental para el
    cargo de profesor secundario hasta entonces. Lo que se discute es
    una nueva legitimidad apoyada en una formación
    específica que reemplaza el origen de clase.

    Por un lado los profesores diplomados, por el otro los
    antiguos profesores universitarios, los "doctores" de la
    política nacional (Pinkasz, 1992).

    Fue una disputa entre sujetos con capitales culturales
    diferentes (17). Pero también fue una disputa alrededor de
    la formación específica: qué vínculo
    se prescribía entre los docentes y la producción
    del conocimiento
    científico, entre la didáctica y el conocimiento disciplinar. La
    resolución ubicó a los profesores como los
    encargados de vulgarizar el conocimiento científico, de
    difundirlo. Los circuitos de producción científica
    del conocimiento (disciplinar y también pedagógico)
    quedarían fuera de los institutos que formaban
    docentes.

    Las polémicas por la delimitación de un
    campo procuran negarle existencia legítima a determinado
    grupo. Esta exclusión simbólica es parte del mismo
    movimiento por
    imponer una definición de práctica legítima
    (Bourdieu, 1988). En este caso, los representantes de la
    tradición normalista defiendieron su pertenencia al campo
    y revalorizaron su capital simbólico específico: la
    competencia técnico-didáctica. Este sería el saber
    específicamente pedagógico que habilitaría
    para la labor docente, punto clave en la construcción del
    discurso normalista: la educación muchas veces se redujo a
    un problema didáctico (De Miguel, 1996).

    Como plantea Dussel, aunque el normalismo perdió
    la batalla por el monopolio de los títulos, su influencia
    no fue menor. Atravesada por la expansión del nivel y su
    ampliación hacia nuevos sectores sociales, cada vez
    más el cuerpo docente fue conformado por egresados de las
    escuelas normales (18). A la vez, poco a poco los reglamentos y
    rituales de los colegios mostraron la adopción
    de la "táctica escolar" propuesta por los normalizadores.
    Cuestiones tales como la organización de la entrada y
    salida de los colegios, los recreos, la disciplina, la
    disposición del aula fueron elementos que el colegio
    secundario tomó de la cultura normalista y no de los
    púlpitos universitarios de los cuales formaba parte en la
    estructura tradicional (Dussel, 1996).

    Esta brecha se vio más acentuada aún
    cuando la lógica universitaria fue radicalmente modificada
    por la Reforma Universitaria de 1918 planteando una renovada
    gramática institucional, mientras que la
    formación de profesores se fue asimilando crecientemente a
    la cultura escolarizada. Como veremos más adelante, este
    es uno de los elementos que irá acortando la brecha
    inicial entre profesorado y magisterio en la configuración
    de su trabajo.

    4. La construcción de
    la división sexual del trabajo docente.

    El trabajo de enseñar y las dinámicas de
    género se imbricaron de modos particulares desde sus
    configuraciones iniciales. A diferencia de otras profesiones, la
    presencia de mujeres y hombres se asocia de modo ineludible y a
    la vez diferenciado con la configuración del lugar de los
    que enseñan.

    Justamente para el imaginario social del siglo pasado,
    el ideal femenino prevaleciente era la maternidad y la familia y
    su ámbito privilegiado, el hogar. Se suponía la
    existencia de una diferencia fundante entre varones y mujeres que
    no sólo pasaba por lo anatómico o
    fisiológico.

    Las mujeres madres debían ser "ángeles del
    hogar", único lugar simbólico y material de
    existencia natural y feliz (Nari, 1995). Así lo
    decía J. B. Alberdi en las "Bases" (1974): "En cuanto a
    la mujer,
    artífice modesto y poderoso, que desde su rincón
    hace las costumbres privadas y públicas, organiza la
    familia, prepara el ciudadano, echa las bases del Estado. Su
    instrucción no debe ser brillante. No debe consistir en
    talentos de ornato y lujo exterior, como la música, el baile, la
    pintura,
    según lo sucedido hasta aquí. Necesitamos
    señoras y no artistas. La mujer debe
    brillar con el brillo del honor, de la dignidad, de
    la modestia de su vida. Sus destinos son serios; no ha venido al
    mundo para ornar el salón sino para hermosear la soledad
    fecunda del hogar".

    La compatibilidad entre femineidad y trabajo asalariado
    fue planteada en términos morales. El trabajo asalariado
    femenino fuera del hogar era cuestionado porque ponía en
    peligro la supuesta naturaleza maternal de las mujeres
    (desatención del hogar, baja natalidad, etc.). Las
    opciones de salida "decentes" para las mujeres eran pocas y todas
    ellas se vinculaban con el cuidado de los "otros": la
    beneficencia, la docencia y la atención de enfermos eran consideradas una
    prolongación del ámbito doméstico y por lo
    tanto estaban permitidas. En particular, en América Latina
    en la segunda mitad del siglo XIX no sólo se toleró
    sino que se fomentó la salida de algunas mujeres hacia un
    trabajo considerado decente y necesario en manos femeninas: la
    enseñanza a niños pequeños (Yannoulas,
    1996). También hacia la beneficencia,
    constituyéndose aquí uno de los sistemas más
    desarrollados del mundo (Ciafardo, 1990).

    En el caso del magisterio, se trata de un proceso de
    incorporación temprana: en 1822 el 75% de la docencia
    primaria era femenina, profesión de más alto rango
    que podían ejercer las mujeres además de la
    religiosa. En dicho período las docentes mujeres en la
    enseñanza pública cobraban aproximadamente dos
    tercios que los varones por igual función (Newland,
    1992).

    La presencia femenina también se fue
    transformando con los cambios políticos y educativos,
    albergando "otras" mujeres. Refiere Newland que durante el
    rosismo, período de gran crecimiento de las escuelas
    privadas ante el desmantelamiento del sistema público, la
    mayoría de los empresarios escolares que instalaron
    escuelas propias fueron mujeres: ellas llegaron a administrar
    más de las 2/3 partes de los establecimientos (muchas,
    además, eran extranjeras) (19).

    Con la construcción de un sistema educativo
    público masivo y de propuesta homogénea, se regula
    el espacio de estas escuelas también ocupado por
    iniciativas femeninas: de mujeres que gestionaban su propio
    ámbito de trabajo (incluidos los recursos) a
    más mujeres que pasan a desarrollar su tarea bajo la
    normativa de un sistema centralizado.

    Pero pensar la inclusión femenina en el mercado
    laboral requiere pensar en las mujeres, en lógicas
    contradictorias explicables en función del patrón
    dual de moralidad que regulaba las relaciones de los sexos y de
    los grupos
    sociales (Mesquita Samara, 1991). Las mujeres adineradas y
    las de sectores pobres desarrollaron distintos patrones de
    moralidad, de vida familiar y de inserción en el mercado
    laboral.

    Alrededor de 1860 los índices de actividad
    laboral femenina eran elevados: las mujeres representaban el 40%
    de la población activa, aunque se concentraban en escasas
    ocupaciones de bajo nivel de calificación (costureras,
    cigarreras, artesanas). Se trataba entonces de mujeres
    trabajadoras de sectores sociales bajos que, en gran parte,
    desarrollaban una actividad productiva en su hogar.

    A fin del siglo pasado y comienzos de éste, se
    desarrolló una etapa de gran crecimiento de la economía; se
    incrementaron, diversificaron y complejizaron las ocupaciones.
    Sin embargo, este cambio tuvo como protagonistas fundamentalmente
    a los hombres: en 1914 el peso de las mujeres en la
    población activa había disminuido al 21,5% (20).
    Esta disminución requiere ser analizada en su diversidad:
    por región, por tipo de actividad, por nacionalidad
    de las trabajadoras, por su estado civil, por su ciclo vital,
    etc.

    CUADRO Nº 2:
    PRINCIPALES OCUPACIONES FEMENINAS. PORCENTAJE RESPECTO DEL TOTAL
    DE LA POBLACION ECONOMICAMENTE ACTIVA.
    AÑOS 1869, 1895 Y 1914.

    OCUPACIONES 1869 (1) 1895 1914

    (1) El censo de 1869 no diferencia las ocupaciones por
    sexo. Por ese
    motivo, es posible que en algunas ocupaciones identificadas como
    predominantemente femeninas haya algunos hombres; en particular
    ese puede ser el caso de servicio doméstico (los mucamos)
    y cocineras (que en la denominación censal se llama
    "cocineros y cocineras"). Por otro lado, ocupaciones que en los
    censos siguientes incluyen un número importante de mujeres
    (todas las que en el cuadro aparecen después de
    planchadoras) se anotaron con la abreviatura "n.d." por
    desconocerse la cantidad de ellas en ese año.

    (2) Corresponde al Gran Grupo 6 de la CIUO, Rev. 1.
    Incluye hacendados y estancieras.

    (3) Se refiere al total censal. Incluye ocupaciones no
    listadas en el cuadro.

    Fuente: Elaboración propia en base
    a Kritz, E. (1985): La formación de la fuerza de trabajo
    en la Argentina: 1869-1914, CENEP, Cuaderno nro. 30, Buenos
    Aires, en base a censos nacionales de 1869, 1895 y
    1914..

    Nos interesa aquí focalizar la mirada en el tipo
    de actividad que desarrollaban las mujeres. La irrupción
    del proceso modernizador eliminó la sobrevivencia de las
    formas atrasadas de producción (como la tejeduría),
    produciendo la caída de las tasas de participación
    femenina. Con muy pocas excepciones, las mujeres quedaron
    ausentes del proceso de modernización de la estructura
    ocupacional, limitándose en su mayoría a los
    empleos tradicionales (Kritz, 1985).

    Entre las modificaciones producidas por el proceso de
    urbanización e industrialización creciente, se
    desarrolló la condición salarial. En este
    período la fuerza laboral se fue transformando
    progresivamente en fuerza asalariada activa, en un proceso
    económico y también sociopolítico
    sólo posible con políticas estatales que se
    proponían incorporar la fuerza de trabajo a un mercado de
    trabajo (Offe, 1988). Fue también un período de
    organización del aparato del Estado en la Argentina que se
    hizo casi exclusivamente en base a hombres: sólo el 1% de
    los empleados administrativos que se contrataron fueron mujeres.
    Ese tipo de burocracia, pareciera, era patrimonio
    masculino.

    Pero la docencia constituyó la excepción:
    de 1895 a 1914 el número de mujeres en ella se
    incrementó 5 veces (Malgesini, 1993). Por un lado, fue la
    única ocupación femenina que creció como
    parte del proceso de expansión educativa y del
    estímulo del Estado (21). Por otro, el magisterio fue una
    posibilidad para mujeres de sectores medios que habían
    tenido acceso a la educación y hasta entonces
    habían estado ausentes del mercado de trabajo. Es decir
    que implicó una ampliación del mercado laboral
    femenino hacia nuevos sectores sociales así como una
    oportunidad de apertura hacia el espacio público. Para las
    mujeres de sectores sociales más bajos, se
    constituyó en una oportunidad de ascenso social en un
    contexto de alternativas escasas.

    A la vez, en la medida en que se incrementaron los
    requisitos para el ejercicio de la docencia y se
    normativizó más la tarea y el sistema de
    contratación (horarios, calendario más extendido,
    etc.), también los hombres empezaron a abandonar la tarea
    de enseñar. Ya en ese entonces el mayor caudal de
    matrícula masculina de las escuelas normales estaba en el
    interior del país, ante la falta de otras perspectivas
    laborales (Tedesco, 1988). En el capítulo siguiente
    analizaremos cómo algunas de estas tendencias reaparecen
    en el actual contexto.

    Se podría señalar entonces desde la
    docencia, que la entrada de las mujeres al mercado de trabajo en
    la condición de asalariadas fue, en la Argentina,
    parcialmente promovida desde el Estado. Pero se estaba
    constituyendo entonces un mercado de trabajo sexualmente
    segregado que fue considerado como una prueba de la existencia
    previa de una división sexual "natural" del trabajo.
    Maternidad y domesticidad eran sinónimos de femineidad y
    explicaban las oportunidades y los salarios de las
    mujeres en el mercado laboral (Scott, 1993). Esta
    argumentación fue funcional para un contexto en que el
    trabajo de enseñar crecía rápidamente y por
    lo tanto demandaba cada vez más fondos públicos
    para la cobertura de los cargos no jerárquicos y para un
    trabajo que se distinguía por tratar con niños
    pequeños.

    La expansión de la educación básica
    implicó un incremento presupuestario significativo en
    tiempos en que el salario femenino era significativamente menor
    al masculino. Respecto a este punto, señalaba Sarmiento:
    "…Creemos importante (…) estudiar los resultados
    económicos que ofrece la introducción de mujeres en la
    enseñanza pública… Las proporciones en que
    están los salarios de hombres y mujeres, y el
    número que se emplea de cada sexo, muestran el partido que
    puede sacarse preparando a las mujeres para dedicarse con ventaja
    del público a la enseñanza primaria (…) La
    educación de las mujeres es un tema favorito de todos los
    filántropos; pero la educación de mujeres para la
    noble profesión de la enseñanza es cuestión
    de industria y
    economía. La educación pública se
    haría con su auxilio más barata…"(Sarmiento,
    1858).

    El salario inferior para las mujeres fue una constante
    en los diferentes ámbitos laborales que se abrían
    para ellas (fábricas, servicios, etc.). Dicha
    asimetría se fundamentaba, históricamente, en que
    los salarios de varones incluian los costos de
    subsistencia y reproducción, mientras que los de las
    mujeres eran suplementos familiares. No olvidemos ,
    además, que los salarios no solo eran bajos sino que se
    pagaban irregularmente, en un trabajo que era inestable y con
    alta arbitrariedad en las designaciones y ascensos.

    En cuanto a las posiciones en el campo de la
    enseñanza, en ese tiempo se inició una
    división y estratificación en las actividades a la
    que no fueron ajenas las cuestiones de género: quienes
    estaban en el nivel superior se preocuparon por la
    producción del saber y la administración de las
    ocupaciones, mientras que los de los niveles inferiores
    (generalmente mujeres) por el saber instrumental de la tarea
    (implementación y ejecución de prácticas
    pedagógicas).

    Esto tuvo manifestaciones concretas: al menos hasta
    1930, ninguna mujer había llegado a ocupar un cargo de
    inspección ni una banca en el
    Consejo General de Educación de la Provincia de Buenos
    Aires (Pineau, 1996). En el Consejo Nacional de Educación
    se registra entre los 63 nombramientos de inspectores
    técnicos para la Capital Federal realizados entre 1884 y
    1899 a la primera mujer, Ursula Lapuente, en 1896 (Marengo,
    1991). Este tampoco es un rasgo distintivo del sistema escolar,
    sino que refiere al conjunto de la dinámica ocupacional:
    en el grupo de profesionales relevados por el censo de 1895, el
    30% eran mujeres ubicadas en ocupaciones del último
    peldaño de la calificación de los profesionales
    (maestras, parteras, enfermeras). En los rangos superiores casi
    no había mujeres, y de los 10.687 universitarios
    registrados, solo 78 eran mujeres.

    Ahora bien, la presencia de mujeres en las aulas no
    obedeció solo a razones económicas y de
    jerarquías. Los discursos
    fundadores del sistema escolar enaltecieron la presencia femenina
    en la enseñanza de niños pequeños e
    intentaron para ello construir justificaciones de carácter
    científico: la mujer como "maestra natural" (22) (Tedesco,
    1988). En este sentido, podría señalarse que el
    concepto de maestra es un concepto generificado, construido desde
    la oposición binaria masculino-femenino y esto se tradujo
    en políticas concretas (Scott, 1990).

    Las mujeres, en su condición de madres, no
    sólo eran responsables de sus hijos sino que su responsabilidad también se extendía
    a la sociedad a partir de la idea de "maternidad
    social".

    La femineidad sana se definió por la domesticidad
    y la maternidad entendida como prácticas, saberes,
    capacidades y cualidades éticas imprescindibles para la
    regeneración de la sociedad (Nari, 1995). Así, el
    discurso de la época interpelaba estos elementos
    redentores que constituyen la identidad de
    género desde distintas posiciones: como maestras, como
    damas de beneficencia, etc.

    Otro lugar interesante para analizar las
    dinámicas ocupacionales y de género a fines del
    siglo pasado y principios de éste es la asistencia social,
    nudo que nos remite nuevamente al magisterio. La caridad, antiguo
    deber de las cristianas, también había sacado de
    sus casas a las mujeres adineradas: las visitas a pobres y
    enfermos eran itinerarios permitidos por la ciudad. En la
    filantropía, gestión privada de lo social, estas
    mujeres ocuparon un lugar privilegiado (Perrot, 1993) desde la
    actividad de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires,
    reservada para las damas de la aristocracia.

    Es a partir de 1880 que crecen las instituciones
    caritativas en todo el país: asilos para niños y
    mujeres jóvenes, para menesterosos y enfermos, comedores
    gratuitos, orfanatos, etc. Se abrió allí un espacio
    de mayor participación de las mujeres que, a través
    de la caridad, poco a poco se transformó en una empresa de
    moralización e higiene. Fue un
    sistema que desarrolló no sólo una tarea
    asistencial sino funciones de disciplinamiento social entre los
    sectores populares urbanos en aumento (Ciafardo,
    1990).

    Es así que la beneficencia, espacio de la elite
    femenina porteña, se transforma en un lugar para la
    participación de mujeres de clase media y capas altas de
    los sectores populares a partir de la multiplicación de
    las sociedades benéficas. En la lógica del discurso
    benéfico, la vida pública quedaba dividida en dos
    grandes esferas: la política y la moral; la primera era
    coto masculino, la segunda de las mujeres. La enseñanza
    normal y la escuela primaria no fueron ajenas a ella.

    Señala E. Ciafardo que el ámbito en que se
    buscó reclutar y "construir" adherentes a la beneficencia
    de forma masiva fue la escuela pública. Para las diversas
    asociaciones, las maestras eran el agente ideal para ser captado
    por ser mujeres de sectores populares en ascenso que
    tenían contacto cotidiano no solo con las alumnas sino con
    sus madres. En ese marco se crean las Ligas de la Bondad, que
    encuentran en las maestras de escuelas de barrios populares el
    vehículo perfecto para llegar a los hogares. Así,
    la mujer que ejercita la caridad está presente en los
    libros de
    lectura de la época y también en las
    prácticas escolares tales como la participación en
    colectas callejeras multitudinarias (Ciafardo, 1990).

    Pero lejos de considerar que se trate de un discurso
    monolítico, sería interesante indagar otros
    discursos, otras construcciones y experiencias respecto del lugar
    de las mujeres, la enseñanza y la caridad.

    Quizás una de ellas fue el impacto de las
    maestras norteamericanas que trajo Sarmiento para estimular y
    fortalecer las escuelas normales. Nos preguntamos aquí por
    lo que generaron como mujeres diferentes que, además de
    traer su experiencia como enseñantes, mostraban otra
    construcción posible de género. Se atrevían
    a elegir un proyecto profesional propio para el cual
    debían realizar un largo viaje solas, vivir solas, en un
    país con una religión diferente. Eran mujeres que
    usaban faldas cortas (al tobillo), manejaban varios idiomas,
    conocían distintos países y se atrevían a
    discusiones como la siguiente: "Clara J. Armstrong y las
    profesoras de la escuela normal de La Plata hacía meses
    que no cobraban sus sueldos. Al fin, Clara se instaló en
    el Ministerio y después de una espera de cinco horas sin
    ser atendida, empezó a golpear con su sombrilla sobre el
    piso de mosaico con ritmo enérgico e incesante. Cuando un
    empleado, nervioso, le aseguró que sería imposible
    buscar sus papeles ese día, ella le anunció que
    sólo se retiraría si se le pagaba. Al llegar la
    hora de cerrar, los porteros se lo hicieron notar haciendo
    rechinar el cerrojo, pero ella les dijo con calma: "Prosigan.
    Pero me quedaré aquí sentada hasta que me paguen
    los sueldos de mi personal y el mío". Impresionado, tal
    vez, por su corpulencia y determinación, el pálido
    joven realizó las gestiones necesarias…"(Houston,
    1959).

    Las norteamericanas mostraban otras maneras de ser
    mujer, donde la noción de trabajo y servicio
    público incorporaba esferas de decisión y poder.
    Muchas de estas maestras discutían los patrones de
    género vigentes desde las voces del feminismo
    doméstico norteamericano (como el de Catherine Beecher),
    al que adherían también muchas escritoras
    argentinas de la época. Estas escritoras, a partir de la
    defensa de la educación de la mujer, reclamaban un lugar
    para sí en los proyectos de nación. Pero lejos de
    pensarse en posiciones públicas prominentes,
    insistían en una mejor educación como modo de
    destacar el espíritu del hogar; afirmaban que la
    educación femenina no deviene abdicación de los
    roles femeninos sino que la obligación principal de la
    mujer se encuentra en la formación e instrucción de
    los futuros ciudadanos (Masiello, 1989). De allí, su lugar
    tanto en el hogar como en la escuela.

    También son "otras" maestras y "otras" mujeres
    las maestras de la capital que no se retiran del Congreso
    Pedagógico de 1882 con los sectores eclesiásticos,
    permitiendo con su permanencia el quorum para su funcionamiento.
    O las maestras huelguistas de la Escuela Normal de San Luis,
    allá por 1881. O las mujeres socialistas y anarquistas
    (23) que construían sus propios programas para
    integrar el ámbito doméstico y el ámbito
    político.

    Otros rasgos en las construcciones de género
    pueden rastrearse en la literatura de principios de
    este siglo. En la maestra como personaje ficcional,
    también se manifestaban distintos patrones de
    género. A la versión paradigmática de Galvez
    en "La maestra Normal" (1914), que posiciona a las mujeres en los
    espacios públicos para denunciar su incompetencia y
    culpabilizarla, se opone, por ejemplo, la literatura de H.
    Brumana (24) que incorporó el rol de la "maestra" como una
    plataforma desde la cual convocó a la participación
    de las mujeres en el conocimiento y en los debates sobre el
    futuro de la Nación. En "Tizas de colores",
    respondiendo a una carta de una
    maestra normalista que le pide consejos, H. Brumana le
    escribe:

    "–Ande por la calle y mire viendo (La calle es
    fuente de toda vida. Recórrala y aprenderá cosas
    que no traen los libros. Vaya al teatro, al
    cine, a
    oír conferencias, músicas, al circo).

    –Coquetee y tenga novio cuando pueda (Una
    maestrita con ilusión trabaja con más
    gusto).

    –Cuide su físico y su manera de vestir (Es
    deber de toda maestra ser lo menos fea posible y dar siempre una
    nota de buen gusto en su vestir).

    –Cultive un arte
    (música, pintura) y si no puede, aprenda
    idiomas.

    –Lea, lea todo lo que pueda, lo que caiga en sus
    manos." (Brumana, 1932).

    Otra de las manifestaciones de la polémica en la
    época se expresa en la postura sostenida en la Conferencia del
    Consejo Nacional de Mujeres de 1910 donde se sostuvo que las
    mujeres ejercerían mayor influencia en el mundo mediante
    la educación de las futuras generaciones hacia la
    conciencia cívica que mediante el voto en las elecciones o
    el desempeño de cargos públicos, en
    fuerte debate con las tendencias del 1er. congreso Feminista
    Internacional de Bs. Aires, desarrollado en paralelo (Little,
    1985).

    Aunque no hemos registrado investigaciones
    que trabajen género y profesorado de los colegios
    secundarios, pareciera que el vínculo fue muy diferente al
    del magisterio. Se podría señalar la
    bajísima presencia femenina en los orígenes de la
    tarea de enseñar en el nivel medio.

    Mientras para los hombres se trataba de un lugar
    más en su carrera pública, para las mujeres
    podía representar una culminación más que
    exitosa a la que pocas llegaban. Se requería alto
    prestigio intelectual, o de una carrera más prolongada que
    exigía una alta autonomía o transgresión
    femenina: había pocas mujeres políticas y pocas
    mujeres universitarias.

    Los procesos de feminilización y de
    feminización (25) de la docencia fueron diferentes en el
    caso de maestras y profesoras en su origen: como se observa en el
    Cuadro Nro. 3, mientras el magisterio rapidamente se
    transformó no sólo en un trabajo para mujeres sino
    de mujeres (Morgade, 1992), el profesorado se feminiliza
    más tarde y la tarea no tiene rasgos de género
    marcados (26)

    CUADRO N° 3:
    MAESTROS Y PROFESORES VARONES EGRESADOS DE ESCUELAS NORMALES
    1876- 1920, SEGUN EL TÍTULO OBTENIDO

    Fuente: Elaboración propia en base
    a Feldfeber, M. (1990): Génesis de las representaciones
    acerca del maestro.
    Argentina 1870-1930, Facultad de Filosofía y Letras, UBA,
    Buenos Aires (mimeo).

    Pero fundamentalmente, si llegaban a trabajar en el
    nivel medio, los caminos habilitados para las mujeres que
    enseñaban se orientaban hacia la formación
    de maestros (cada vez más maestras), no hacia los
    bachilleratos.

    Aunque fueron pocas, en las carreras de conocidas
    feministas socialistas de la época como Elvira Lopez,
    Ernestina Noble de Nelson y Elvira Rawson de Dellepiane
    había un tiempo dedicado a la enseñanza en una
    escuela secundaria, desde donde también incentivaron a las
    estudiantes a continuar con los estudios y a engrosar las filas
    del feminismo (Little, 1985).

    Otras mujeres, como Leonilda Barrancos y Florencia
    Fosatti, a la vez que introductoras de las ideas de pedagogos
    escolanovistas, encabezaron la actividad sindical docente que fue
    creciendo en la primera década del siglo, nacida del
    corazón
    del mutualismo y vinculada al anarquismo y al socialismo
    (Puiggrós, 1996).

    CUADRO N° 4:
    PROFESORES VARONES DE ENSEÑANZA MEDIA EN BACHILLERATOS Y
    NORMALES, PARA LOS AÑOS 1917, 1921, 1926, 1931 Y 1936 (en
    porcentajes)

    Fuente: Elaboración propia en base
    a Pinkasz (1992): "Orígenes del profesorado secundario en
    la Argentina: tensiones y conflictos",
    en Braslavsky, C. y Birgin, A. (comp.): Formación de
    Profesores: Impacto, pasado y presente, Edit. Miño y
    Dávila, Buenos Aires.

    Ni al interior del magisterio ni en el profesorado se
    manifestaron tendencias homogéneas: hubo una
    división sexual del trabajo al interior de cada nivel
    marcado por la edad de los alumnos que se atendían en
    primaria, por las modalidades y asignaturas en secundaria. A la
    vez, como señala Apple, hubo una división vertical
    del trabajo que privilegió para los cargos de
    conducción a los varones (Apple, 1988). Todas estas
    tendencias serán recuperadas en el Capítulo II por
    su vigencia hoy en el sistema escolar.

    El nudo en que el magisterio se entrecruza con la
    dinámica de género es particularmente complejo y
    admite múltiples perspectivas de lectura. Se trata de un
    tiempo en que el Estado, para controlar la moral y los cuerpos,
    promovió el trabajo de la mujer de sectores bajos,
    regulando qué trabajo: para unas la docencia, para otras
    el servicio doméstico (el conchabo). A la vez,
    sancionó la legislación que garantizaba el control
    (del Estado, de los maridos, de los padres) sobre su vida
    familiar, su moral y su conducta (Guy, 1993). El fantasma que
    acechaba era el de la prostitución (tanto Galvez como Lugones
    azuzan el fantasma de la corrupción
    moral en su literatura).

    Pero desde la perspectiva de muchas mujeres que se
    hicieron maestras, se trataba de la posibilidad de una mayor
    inclusión en la esfera pública y, en particular, en
    el mundo laboral.

    Esas mujeres construyeron a la vez para sí y para
    sus alumnos el tránsito entre lo privado y lo
    público, en una superposición que las hizo al mismo
    tiempo infantiles y adultas (en tanto responsables de otros). Es
    desde ahí que en las escuelas conviven la lógica de
    lo doméstico con la lógica de lo público.
    Por eso, la escuela pudo ser tanto para los niños y
    niñas, como para ellas, el "segundo hogar".

    Finalmente, el normalismo significó
    también una ampliación considerable del campo
    intelectual (Dussel, 1996) y a la vez, a través de una
    escolaridad más prolongada, una oportunidad de acceso al
    mismo para las mujeres (como ya vimos, no para todas). La
    beneficencia, la educación o alguno de los escasos
    movimientos feministas fueron los ámbitos en que algunos
    grupos de mujeres argentinas rompieron con la tradición
    hispana de la femineidad protegida y se abrieron camino hacia el
    espacio público (Little, 1995). En todos los casos, se
    trató de un "acceso señalizado", con límites
    claramente marcados por razones de género, que distintas
    mujeres y distintos contextos hicieron más o menos
    flexibles.

    Como veremos en el apartado siguiente, ya avanzado este
    siglo las dinámicas de género se entraman con las
    del estado y del empleo para dar lugar a otras construcciones del
    trabajo docente. Nos referiremos en particular al tránsito
    del/la funcionario/a de estado a trabajador/a
    sindicalizado/a.

    Partes: 1, 2, 3, 4

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