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La (des)territorialización del ciberespacio: la vigencia de la metodología etnográfica en el entorno virtual




Enviado por Djamel Toudert


    Abstract

    Este artículo plantea algunos de los problemas con
    que se enfrenta la metodología etnográfica en los
    entornos virtuales. Partiendo del concepto de
    "comunidad"
    como locus de trabajo de la
    etnografía, propongo que el proceso de la
    desterritorialización, evidente en el ciberespacio, no
    debe implicar un paradigma
    insuperable para la Antropología Social. Al contrario, este
    proceso puede conllevar una nueva territorialización
    virtual y, con ello, no solamente nuevos retos en la
    adaptación de las técnicas y
    métodos
    etnográficos a las comunidades virtuales, sino que
    también permitiría a la Antropología
    situarse en la vanguardia de
    la investigación de un mundo basado en las
    tecnologías digitales, que será la sociedad
    hegemónica en las próximas
    décadas.

    La etnografía es una metodología de
    investigación que no es exclusiva de la
    antropología social, pero sí le dota de la mayor
    parte de su identidad como
    disciplina,
    casi desaparecidas las culturas llamadas "primitivas" que fueron
    en su momento su tradicional objeto de estudio. La
    etnografía se despliega en el campo como un conjunto de
    técnicas que los antropólogos aplican, orgullosos
    de buscar el dato observado y contextualizado, y la historia de vida desde
    dentro del sentido de la comunidad a la cual pertenece el sujeto
    de estudio.

    Pero la etnografía enfrenta nuevos retos en el
    ciberespacio. Con la volatilización del concepto
    clásico del espacio socio-cultural, directamente vinculado
    al espacio físico entendido como un territorio acotado,
    geográficamente limitado, el trabajo de
    campo etnográfico está pasando, desde hace
    aproximadamente una década, por una
    reconceptualización que haga posible su aplicación
    en un entorno virtual. En este texto voy a
    presentar algunas razones, basadas en la propia experiencia de
    campo en el ciberespacio, para confiar no solamente en que la
    etnografía pueda adaptarse al nuevo entorno virtual, sino
    para insistir en la necesidad y la conveniencia de que lo haga si
    quiere estar en la vanguardia de las ciencias
    sociales.

    1. El territorio, los
    espacios y la territorialidad

    Para empezar, recordemos que en antropología
    social, el concepto de espacio no coincide con el de territorio
    físico. Existe el espacio social, el espacio cognitivo, el
    espacio simbólico, el espacio estructural, y pueden, o no,
    estar basados o coincidir más o menos con el espacio
    entendido como un lugar geográfico —con sus
    coordenadas exactas. Por ejemplo, dos poblados pueden ser vecinos
    a una distancia de unos centenares de metros, pero debido a que
    pertenecen a otra lenguaetnia, la
    distancia social y la representación cognitiva y
    simbólica de su ubicación, la convierten en una
    distancia estructural equivalente a decenas de kilómetros
    físicos.

    José Luis García García, un pionero
    de la antropología social de la Universidad
    Complutense de Madrid, lo
    explicaba ya a mitades de la década de los setenta en su
    investigación Antropología del territorio
    (1976), basándose en trabajos de campo llevados a cabo en
    dos comunidades rurales de Asturias. Argumentaba García,
    que "espacio" en antropología implica el espacio
    físico territorial, pero también el tratamiento
    sociocultural que se le da al mismo. Esto significa que el
    territorio, como concepto antropológico, es el espacio
    donde ocurren las relaciones socioculturales—que tiene en
    cuenta el núcleo habitado, pero también el entorno
    donde la vida comunitaria transcurre (García, 1976: 19).
    Estas relaciones le imprimen al territorio un carácter subjetivo, ideológico,
    simbólico, ya que actúan como una mediación
    capaz de semantizarlo. Por eso, todo territorio habitado es un
    espacio socioculturalizado, y en consecuencia, es a partir del
    espacio social que cobra sentido el territorio (ibíd.:
    21).

    Existen dos formas de semantización territorial,
    vinculadas desde el estructuralismo a dos mecanismos fundamentales del
    pensamiento
    humano: la territorialidad metonímica y la
    metafórica, si bien ambas nunca aparecen desconectadas la
    una de la otra (ibíd.: 97). Está última hace
    referencia a la formalización simbólica que hace
    que un campo semántico sea relativo a una estructura
    social; o en otras palabras, que ciertos símbolos connoten mediante el proceso
    metafórico ciertas relaciones
    humanas. Por ejemplo, en una comunidad social
    físicamente localizada, unas creencias o mitologías
    están asociadas a lugares concretos o a cuerpos
    determinados, como las cosmologías antropomórficas
    que recaen sobre animales,
    vegetales y accidentes
    geográficos, y son representaciones simbólicas de
    jerarquías sociales o de reglas de conducta. Por
    eso, la semantización metafórica apela a una
    estructura
    formal estática y
    tiende a la sincronía.

    Por otro lado, la territorialidad metonímica,
    apela al significado del espacio en el proceso temporal, en el
    contexto cultural de su realización concreta. Se trata de
    lo que García llama la "movilización de los
    signos",
    dónde se dan substituciones de sentido, desplazamientos y
    condensaciones semánticas (ibíd.: 142). Por
    ejemplo, durante un ritual de iniciación, todos los
    miembros implicados tienen prescritos ciertos movimientos
    espaciales por el territorio, donde cada lugar va adquiriendo un
    distinto sentido en cada fase: el significado del espacio va
    mutando (aldea, bosque, choza de exclusión, casa de
    solteros) y substituyéndose según los papeles
    sociales que asigna el ritual (neófito, grupo de
    iguales, iniciado, niños,
    adultos, mujeres, etc). Por consiguiente, la semantización
    metonímica nos remite a una estructura contextual y tiende
    a la diacronía.

    Las investigaciones
    sobre la territorialización no dudan en confirmar los
    procesos
    socioculturales donde el espacio cobra sentido y nos habla de la
    sociedad que lo ocupa. Pero ¿cómo el espacio
    cibernético, aquel basado en bits de información que se mueven de un lugar a
    otro a través de la fibra de vidrio, saltando
    de servidor en
    servidor, como si pasaran por territorios apenas conformados, en
    estancias efímeras, cómo este espacio
    cibernético, digo, puede revestirse de un significado
    expresivo que nos hable de la estructura sociocultural humana que
    lo habita? ¿Cómo el territorio virtual puede ser
    semantizado por la cultura si
    faltan los referentes físicos del espacio, o si estos son
    muy precarios? ¿Cómo se organiza el territorio
    virtual en un espacio repleto de sentido basándose en las
    relaciones sociales desterritorializadas que se dan? Y
    ¿cómo el etnógrafo puede dar cuenta de todo
    ello?

    Recordemos en primer lugar, qué hace
    habitualmente un etnógrafo, preparado para recorrer el
    campo con una mochila y una grabadora, en un lugar como el
    ciberespacio.

    2. ¿Por qué los
    etnó
    grafos se
    acercan a Internet?

    Algunos etnógrafos dan sesudas razones para
    justificar el hecho de atreverse a husmear en el ciberespacio,
    por investigar en el complejo entorno de las Comunicaciones
    Mediadas por la Computadoras
    (CMC), entre los cuales yo también me incluía.
    Aunque muchas de estas razones están escritas con un
    aire de "no tuve
    más remedio", resultan coherentes y lógicas, como
    si el hecho de hacerlo sin más no fuera sostenible. A
    pesar de todo, los inconvenientes siempre amenazan con superar a
    las ventajas.

    Por ejemplo, Robin B. Hamman (1997b), en su estudio
    sobre el cibersexo en salones de chat de
    America On Line, se encontró con varias
    dificultades, la principal de las cuales fueron las
    malinterpretaciones que se derivaron de un diálogo
    basado en el texto. Así, sin la comunicación no verbal que proporciona
    la entrevista
    cara a cara (gestos, tono de voz, mirada), que también
    intentó sin éxito,
    la literalidad de lo textual lo llevó a interpretar una
    solicitud sincera de ayudarle en su investigación como una
    proposición sexual. En este sentido, la necesidad de
    limitar sus entrevistas al
    entorno virtual, por la dificultad de trasladarse a todos los
    remotos lugares a los que pertenecían los miembros de un
    salón de chat, fue para el autor el principal
    obstáculo de su trabajo. Otro inconveniente que
    encontró Hamman fue la imposibilidad de localizar los
    parámetros de la población que puebla los entornos
    virtuales: cuántos son, quiénes son, de
    dónde proceden, a qué edad, sexo, raza,
    etnia, clase social
    pertenecen, etc. Sobretodo por un sencilla razón: la gente
    en Internet miente sobre su identidad; o más que mentir,
    ensaya nuevas identidades en una especie de laboratorio de
    subjetividades-aunque aquí nos adentramos en otro tema. De
    hecho, en este punto estoy totalmente de acuerdo con él:
    en mi propia investigación, la imposibilidad de
    identificar estas variables con
    una mínima fiabilidad se convirtió en uno de los
    escollos más grandes hacia la sistematización de
    los datos.

    En el caso de Hamman, después de intentar visitar
    cafés Internet para entrevistar in situ, pronto se
    dio cuenta que, debido a la naturaleza de
    su temática, la entrevista
    on line, anónima, relajada y espontánea, era
    el mejor procedimiento de
    acceder a cierta información íntima y delicada.
    Pero, a pesar que la metodología etnográfica
    reconoce que la investigación no puede ser totalmente
    diseñada en la fase previa al trabajo de campo sino que
    debe ser actualizada durante el mismo (Hammersley y Atkinson,
    1994: 41), ¿por qué no haber diseñado la
    investigación desde un comienzo con la idea de trabajar en
    el ciberespacio, ya que su objeto de estudio se localizaba en el
    mismo? ¿Por qué, en vez de dar razones sobre por
    qué hacerlo, no procedió a instalar una
    metodología, más o menos precaria, para conocer
    como investigar las CMC desde su interior, sin salir de ellas y
    sin violar barreras éticas?

    Antes de llegar a estas preguntas, que más bien
    parecen conclusiones, en mi caso también pasé por
    estas fases de acercamiento al ciberespacio. Entre los
    años 2001 y 2003 llevé a cabo una
    investigación sobre la construcción de la subjetividad de los
    adultos interesados sexualmente en niñas: así,
    fantasías pedofílicas en forma de literatura popular y
    biografías
    donde no faltaba el abuso sexual
    sufrido o infringido, se convirtieron en mi objetivo
    etnográfico.

    Inicialmente, diseñé el nuevo trabajo,
    sobre los llamados "pedófilos", intentando aprovechar un
    estudio previo realizado en varias ciudades mexicanas sobre la
    Explotación Sexual Comercial de Niños, que
    había sido coordinado desde el Centro de
    Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
    Social,
    en la ciudad de México. En
    esta investigación, a causa de sus objetivos, me
    orienté básicamente hacia las niñas y
    niños sexualmente explotados en las ciudades
    turísticas de Cancún y Acapulco (Ruiz Torres,
    2003a). Entonces, ahora, ¿por qué no hacerlo
    también con los explotadores? Pero el primer problema fue
    insalvable: ¿cómo localizar a los adultos con una
    orientación sexual perseguida y estigmatizada, y que
    voluntariamente quisieran colaborar? ¿Cómo hallar a
    gente dispuesta a participar sin asustar a los sujetos de
    estudio, o simplemente, sin invocar el silencio y secretismo en
    el que usualmente viven—fuera de Internet? La respuesta
    cayó por su propio peso: encontrarlos en el ciberespacio,
    un lugar donde chats y comunidades virtuales están
    poblados de jóvenes y adultos dispuestos a compartir,
    además de sus materiales
    ilegales, sus historias y fantasías acerca de contactos
    sexuales con niños y niñas.

    Así pues, en un primer momento, había
    emprendido un nuevo proyecto con una
    metodología concreta para hablar con los pedófilos,
    consumidores de los servicios
    sexuales de las niñas y adolescentes
    que había entrevistado, o poseedores de las imágenes
    de pornografía infantil que ya había
    interpretado en otro lugar (Ruiz Torres, 2003b). Pero debido a
    las dificultades que se hicieron evidentes bien pronto
    (imposibilidad total de encontrar participantes en el espacio
    físico, aquellos mismos de los que me hablaban las
    niñas entrevistadas en la primera investigación, o
    de los que conseguí las imágenes en la segunda, se
    convertían ahora en inaccesibles e invisibles),
    reorienté la metodología etnográfica hacia
    el ciberespacio: entrevistas online, observación participante, e historias de
    vida. Pero, ¿cómo iba a desarrollar todo este
    programa?
    Otras investigaciones sobre temas de pedofilia en Internet
    (Muntarbhorn, 1996; Mahoney y Faulkner, 1997; Calcetas-Santos,
    1997, 1998; Arnaldo, 2001; O’Connell, 2001; Jenkins, 2001;
    Silverman y Wilson, 2002) ya habían sido diseñadas
    desde el principio para trabajar en el ciberespacio y,
    aunque fueron de mucha ayuda por lo que respecta a los hallazgos,
    poca información proveyeron sobre cómo hacerlo,
    sobre la metodología (excepto, quizás el
    magnífico texto de Jenkins): ¿cómo
    contactar? ¿Cómo presentarse? ¿Cómo
    ser aceptado? ¿Cómo lograr que los sujetos de
    estudio quieran ser entrevistados?

    Con la idea en mente de que moverse en el ciberespacio
    era la mejor forma de acceder a este sector social fuertemente
    perseguido y estigmatizado, además de disperso en varios
    países hispanohablantes, el proyecto en el entorno virtual
    siguió adelante con un éxito suficiente, como
    veremos más adelante. Pero ¿son éstas las
    únicas razones válidas para substituir la grabadora
    por la entrevista textualizada en formato digital, que el acceso
    sea imposible por los medios
    tradicionales de la etnografía? Obviamente, existen claras
    ventajas para desarrollar la etnografía en el ciberespacio
    cuando el tema de estudio (interés
    centrado en conductas desviadas o delictivas) hace del anonimato
    y de la mediación digital, que permite Internet, una
    bendición para las pesquisas sobre estos sujetos de
    estudio.

    Algunos autores, todavía en etapas tempranas de
    la eclosión social del ciberespacio, dieron la bienvenida
    a la etnografía al entorno virtual, detallando los
    diversos campos en lo que la antropología podía
    desarrollarse exitosamente en Internet, y sin necesidad de buscar
    justificaciones (Escobar, 1994). Y es este el punto que
    precisamente me gustaría reivindicar aquí.
    Además de la ventaja en objetivos de estudio concretos,
    trabajar en el ciberespacio es más que un medio de acceso
    a la información mediante la imitación o
    emulación de los métodos tradicionales sino hay
    otro remedio. Con un moderado optimismo pienso que, al contrario,
    el ciberespacio y, en general, la hipermedia digital y el
    hipertexto, también pueden proveer de metodologías
    renovadas para la obtención de los datos, el análisis y la intepretación hecha
    por el autor (y otros participantes/autores), así como la
    propia lectura de los
    textos etnográficos. Y todo esto pasa por la renuncia a
    entender el territorio geográfico como una
    condición necesaria para el desarrollo del
    trabajo etnográfico.

    El ciberespacio, como medio de comunicación basado en las
    tecnologías digitales, puede hacer posible una nueva
    "etnografía multisemiótica" (Mason y Dicks, 1999)
    gracias a que: (a) logra nuevos procedimientos de
    acceso a la información; (b) consolida la
    validación de los datos al crear nuevos cruzamientos para
    contrastar las fuentes, algo
    que la etnografía clásica denomina
    "triangulación" y considera vital para evitar confiar en
    apenas una sola fuente de información (Hammersley y
    Atkinson, 1994: 39); (c) facilita la yuxtaposición de
    medios entre lo escrito, lo visual y lo aural (realidad
    virtual) sin que éstas últimas funcionen
    solamente de apoyo; (d) permite analizar e interpretar la
    información sin pasar de lo oral a lo escrito, sin salir
    de una formato textual, ya que las entrevistas y las
    conversaciones, son directamente escritas; (e) también
    abre nuevas maneras de organizar la interpretación y la argumentación; y
    (f) permite las referencias cruzadas y el desarrollo de
    vínculos [links] hacia diversos medios (texto, fotografía, vídeo, sonido, etc.) en
    todas las fases de la investigación. Tal y como arguyen
    Mason y Dicks (1999), se trata de un "arte de dar mucha
    más autoridad
    [authoring]) a la etnografía", como ya ha sido hecho en
    los libros y en
    las películas. Dar más autoridad en el sentido de
    dar más autores, más perspectivas, más
    lecturas, más potencial creativo e interpretativo. Como
    veremos más adelante, a esta nueva perspectiva de la
    etnografía se la conoce como
    "hipertextualidad".

    Para Mason y Dicks, las tecnologías
    computacionales como la web y el multimedia
    permiten que los textos etnográficos converjan con las
    "preocupaciones de la teoría
    crítica
    y el postparadigma etnográfico" (1999), capaces de
    acentuar el multiperspectivismo (la lectura y
    construcción de la realidad desde diversos ángulos)
    y la intertextualidad (la conexión con otros textos ya
    escritos o con cualquier referencia vinculada). Incluso
    podríamos llegar a afirmar que el ciberespacio viene a
    reforzar el concepto holístico que siempre ha tenido la
    etnografía.

    No obstante, todo esto suena demasiado optimista. El
    proceso de adaptación de la etnografía al entorno
    virtual y los medios digitales no será fácil, ni
    estará exento de errores, novatadas y simplificaciones,
    así como desmesuradas experimentaciones multimedia. Pero,
    lo que sin lugar a dudas no se puede negar es que, esta
    ciberetnografía que viene, permitirá a la
    antropología social estar en la primera línea de la
    investigación en la era de la información. Las
    nuevas maneras de comunicación, las nuevas formas de
    construir identidades personales y colectivas y las nuevas formas
    de interacción, van expandiéndose e
    inundando otros espacios tradicionalmente ocupados por las formas
    antiguas de socialización y subjetivación,
    basadas en un territorio geográfico. Las peculiaridades de
    la subjetivación en la era digital alcanzará a toda
    la población de mundo occidental y no occidental (por lo
    menos a sus clases dirigentes), por lo que la
    investigación en el ciberespacio es la
    investigación de algo a lo que nos acercamos, que no
    sabemos en qué se convertirá, pero sí desde
    dónde parte.

    3. Territorio y comunidad en
    la etnografía clásica

    Las definiciones que las ciencias
    sociales nos han dado de "comunidad", durante más de un
    siglo de investigaciones, son extremadamente variopintas (por no
    decir pintorescas): hay muchas según autores y corrientes
    sociológicas, y algunas de ellas llegan a ser
    contradictorias. Los pocos estudiosos que se han dedicado a
    recabar las definiciones han concluido con pesimismo que
    "comunidad" es más una "palabra ómnibus" (Poplin,
    en Hamman, 1997b) que un concepto científico.

    En la antropología social, muchas veces el
    concepto de "comunidad" ha sido identificado
    metodológicamente con el objeto de estudio. Esto es
    síntoma de cierta herencia
    naturalista de la antropología, la cual ve los lugares
    naturales, identificados como un territorio concreto, como
    objetos de estudio (Hammersley y Atkinson, 1994: 56). Se trata,
    por ejemplo, del caso de muchas etnografías
    clásicas, conocidas como "monografías" o "estudios
    de comunidad".

    Esto quiere decir que para algunas escuelas de
    pensamiento social, como el funcionalismo,
    estudiar todos los aspectos de una comunidad, de tamaño
    reducido, donde predominan las relaciones cara a cara y, por
    tanto, más accesible para el etnógrafo, llegaba a
    ser el propio requisito del holismo inherente a la
    etnografía: recoger todos los aspectos de la vida social
    (económicos, religiosos, políticos y de parentesco)
    para que conductas, representaciones o simbolismos y artefactos
    materiales pudieran tener un sentido en una totalidad
    significante. De esta manera se llegaba a identificar el objeto
    de estudio con la población estudiada y a la pregunta:
    "¿qué has estudiado?" se le respondía muchas
    veces con el nombre de un lugar, o la denominación de los
    indígenas. ¿Por qué pasaba esto?

    En primer lugar, porque la etnografía se
    vinculaba tanto a un territorio físico, cuyas fronteras
    estaban muy bien definidas, como a una comunidad "cerrada", cuyos
    límites
    sociales estaban bien constituidos, o eso se creía
    entonces. Los lugares de estudio eran aldeas o comunidades
    tribales, con un número de habitantes por lo común
    de varias decenas, y aunque los intercambios con otras
    comunidades también existían (eran, de hecho, parte
    de la explicación de, por ejemplo, el parentesco) el
    etnógrafo tenía a su alcance las relaciones de
    todos los individuos y, por tanto, la comprensión de toda
    la actividad social y cultural. Así, para comprender la
    institución del kula, Malinowski estudió todos los
    aspectos de la cultura de las islas Trobiand como requisito
    metodológico. Esto era favorecido por la pervivencia de
    comunidades con altos grados de aislamiento (real o
    ideológico) respecto al mundo occidental, o a las
    potencias coloniales—aunque posteriormente se demostrara
    que las presuntas comunidades cerradas ya estaban siendo
    transformadas por su contacto con ese mundo "exterior". Por
    tanto, desde la antropología social, "comunidad", tanto en
    la teoría como en la práctica del trabajo de campo,
    era el instrumento metodológico por excelencia:
    "comunidad" y objeto de estudio, usualmente eran
    confundidos.

    Desde hace unos años, con la
    generalización de la llamada antropología urbana,
    donde las investigaciones se realizan en sociedades
    complejas con borrosos límites físico-sociales,
    así como con la renovación de las corrientes
    teóricas, esta identificación entre comunidad y
    objeto de estudio cayó en desuso. Es más,
    llegó a convertirse en blanco de las críticas de
    ciencias sociales afines: sin objeto de estudio no hay problema
    de investigación. De hecho tenían razón.
    Como afirman los autores de una excelente guía del
    etnógrafo (Hammersley y Atkinson, 1994), ni es posible dar
    una informe
    exhaustivo de ningún objeto, ni tampoco el objeto de
    investigación puede ser isomórfico con el medio en
    el que se ubica: "un medio es un contexto determinado en el cual
    ocurren los fenómenos, que pueden ser estudiados desde
    varias perspectivas", por lo que un objeto de
    investigación siempre es un fenómeno visto desde un
    ángulo teórico específico. Y eso depende en
    mucho de la pregunta de investigación que hagamos y de
    nuestra orientación teórica. Además, el
    objeto de estudio puede no circunscribirse a un territorio
    limitado y entonces, puede ser necesario salir fuera del lugar
    (1994: 57).

    Aunque ahora la antropología sigue conservando su
    vocación holística, usualmente, las
    monografías son escasas, y los estudios se vinculan a un
    problema de investigación bien definido, para el cual se
    identifican los actores sociales y las dinámicas de
    interacción involucradas en el problema, y nunca se
    estudia toda la comunidad como tal y como un todo. Holismo se
    entiende más como una totalidad de comprensión para
    resolver un problema de investigación, que como una
    totalidad exhaustiva de la vida social vinculada a un
    territorio.

    Pero lo que ha sido constante en la etnografía,
    hasta hace pocos años, es la vinculación de la
    comunidad de análisis (dónde se plantea un problema
    de investigación) con un territorio físicamente
    determinado—y eso a pesar de que, en antropología,
    el espacio social no se corresponde con el físico. O como
    mucho con dos territorios si se trataba de estudios comparativos,
    o transculturales—por ejemplo, los estudios de migración.
    Pero las etnografías necesitaban estar localizadas en el
    espacio, a ser posible en un territorio no muy grande—sea
    aldea rural o barrio urbano. De alguna manera, incluso como
    requisito para demostrar que sí se "estuvo ahí"
    (Geertz, 1990).

    4. La comunidad virtual
    ¿emulación o
    innovación?

    Algunos autores (Hamman, 1997; Reinghold, 2000) han
    relacionado el auge de las comunidades virtuales en el
    ciberespacio con la pérdida de lo que se conoce como
    "terceros lugares", lugares que sin ser los espacios familiares y
    de trabajo, son vitales para la socialización, la vida
    pública informal. Así, centros de ocio, iglesias,
    plazas, parques, paseos, son espacios cada vez más
    escasos—proceso muy evidente en los EE.UU, a causa de las
    características de su urbanización. Pero, debido a
    que estos espacios en recesión constituyen sitios
    imprescindibles para la vida comunitaria, estos sociólogos
    afirman que las relaciones y el intercambio en el ciberespacio y
    la formación de comunidades virtuales a través de
    las tecnologías digitales, han venido a yuxtaponerse e,
    incluso, a substituir las funciones
    tradicionales de los terceros lugares localizados
    físicamente.

    Pero también hay otras razones para el auge de
    chats y salones virtuales. Estos nuevos espacios de
    socialización, definidos por Reinghold como "agregaciones
    culturales que surgen cuando un número suficiente de gente
    se topa con otros el suficiente tiempo en el
    ciberespacio" (2000: 413), emergen, no obstante, al calor de
    intereses compartidos. Estos intereses son, obviamente, de todo
    origen y color y, lo que
    es más importante, la mayoría de ellos se comparten
    también en el mundo físico, aunque con otros
    estilos y asiduidad, por lo que toda la gente puede formar parte
    de estas comunidades en algún momento de su vida.
    Sólo basta con tener acceso a una conexión a la
    red mundial de
    Internet. Es decir, que haya una continuidad mínima en
    la
    comunicación es un requisito indispensable para hablar
    de comunidad virtual, pero también que exista un
    interés compartido por sus miembros, así como
    visitantes eventuales, como causa fundacional y leiv motiv
    de su dinámica interaccional.

    No obstante, muchos de estos intereses también
    pueden ser tan poco comunes o tan extraños e inusuales, e
    incluso ilegales, que obligarían a sus aficionados a
    grandes desplazamientos geográficos, o a reuniones
    clandestinas, para tener una conversación en tiempo real,
    o llevar a cabo un intercambio, con sus camaradas. En el caso de
    las comunidades dedicadas al intercambio de pornografía
    infantil y opiniones de pedofilia, la pertenencia a las
    comunidades virtuales, o por lo menos, el meter las narices en
    este mundo, representa para la mayoría de sus miembros
    algo más que un afición para sus ratos libres. La
    participación en estas comunidades, con más o menos
    implicación, con el tiempo, puede llegar a significar para
    sus miembros —exceptuando, quizás a los
    curiosos— la posibilidad de desarrollar nociones tan
    importantes como la identificación personal positiva
    con el estigma que perciben y sufren, y la continuidad y
    coherencia de una orientación sexual normalmente
    inconfesable. En estos casos, en definitiva, es necesario que
    exista una fuerte motivación, pero que sea también
    experimentada como una necesidad insoslayable y fuente habitual
    de ansiedades vitales.

    Pero, ¿cuáles son las
    características básicas de las comunidades
    virtuales, y sobre todo, aquellas que las distinguen de las
    comunidades de base territorial? He aquí algunas de
    ellas:

    (a) La "territorialidad" se basa en la red o,
    más coherentemente, son comunidades
    desterritorializadas. Esto puede llegar a significar,
    paradójicamente, que las personas y las informaciones de
    las que son portadoras son virtuales, y por tanto, no
    "están ahí". Es la antítesis del
    "estar ahí" etnográfico de Clifford Geertz
    (1990), razón por la cual, este paradigma podría
    ser demoledoramente cuestionado en la era digital si la
    antropología social no es capaz de prescindir de esta
    presencialidad territorial para dar constancia de su
    saber.

    (b) La geografía es contingente pero no
    determinante. Se deduce que entre la textualidad (o iconicidad,
    en el caso de las webcams) de la pantalla y un individuo
    situado en un lugar hay una relación de correspondencia,
    ambos físicamente existentes, cuerpo y territorio. Pero
    el lugar del que se trate, ni el cuerpo de que se trate, no
    determinan la existencia de la comunidad, no son su "punto de
    partida o constreñimiento" (Lévy, 1998: 29)
    —así como sí ocurre, en cambio, con
    las comunidades de base territorial y con los cuerpos
    presenciales. La comunidad virtual no está fundamentada
    en el territorio, sino que es desde el principio "guiada por
    pasiones y proyectos,
    conflictos y
    camaraderías" (ibíd.: 29).

    (c) La ubicuidad de sus miembros y la
    irrepresentabilidad de su conjunto. No se trata de que la gente
    esté en todas partes, sino que la comunidad virtual se
    identifica simbólicamente con cualquier lugar del
    mundo—o del dominio
    lingüístico del inglés, español, etc. No se puede representar
    sobre un mapa o plano, sino que hay que imaginársela
    "irrepresentable" desde el punto de vista icónico. Por
    consiguiente, es imposible crear un mapa de una comunidad
    virtual, porque no se puede componer un icono como un signo que
    mantenga una relación de semejanza con ella.

    (d) Los nuevos sistemas de
    comunicación digital imponen un ritmo diferente a los
    intercambios en las comunidades virtuales. Así, la
    velocidad
    del registro y la
    transmisión se ha revolucionado, así como los
    planos comunicativos y sus cualidades. Con ello, nuevas formas
    de relacionarse surgen en las comunidades virtuales, como las
    conversaciones paralelas en pantallas simultáneas de
    atención jerárquica, los
    diálogos caóticos, arrítmicos, desiguales
    e irrecíprocos de los chats, o los intercambios
    vinculados al hipermedia (fotos,
    vídeos, canciones).

    (e) La interacción social tiene poca inercia y
    suele carecer de lugares referenciales fijos. Los intercambios
    carecen de un punto de orientación estable, que en el
    espacio presencial suele ser un sitio determinado de un
    territorio. Sus móviles y nómadas miembros pueden
    aparecer cuándo y dónde quieran, o sólo
    hacerlo una vez y esfumarse. No hay puntos centrales, sino
    parábolas caprichosas: "la virtualización
    reinventa una cultura nómada, no mediante un regreso al
    Paleolítico o a las tempranas civilizaciones de
    pastores, sino creando un medio de interacción social en
    el cual las relaciones se reconfiguran con un mínimo de
    inercia" (Lévy, 1998: 29).

    (f) Los sujetos son anónimos y se presentan con
    identidades múltiples. Existe una subjetividad creativa,
    una formación de identidades sociales "a la carta"
    según los caprichos o los fantasmas de
    los individuos. Si es cierto aquel dicho de que "nunca llegas a
    conocer del todo a una persona", el
    ciberespacio es el lugar ideal para comprobarlo.

    Por supuesto, no todo el mundo está de acuerdo
    con la corriente hegemónica de pensamiento que habla con
    euforia de la nueva sociedad del conocimiento
    basada en las tecnologías digitales. Ciertamente, las
    nuevas comunidades virtuales, con un presencia y dinámica
    social capaz de substituir las tradicionales relaciones cara a
    cara y los encantadores espacios históricos de
    socialización informal, pueden generar en algunos muchas
    dudas.

    Robert Nirre (2001), pseudónimo de una
    programador informático de San Francisco, se muestra muy
    escéptico al respecto. Quizás fastidiado de tanto
    optimismo cibernético, para él, las comunidades
    virtuales no son más que una ilusión, un espejismo
    de sociedad, que en realidad están basadas en un espacio
    inexistente, que sólo consiste en información e
    interfaces. Así, cuando nos conectamos a Internet, abrimos
    un vínculo, hacemos una búsqueda, o charlamos con
    alguien, no existe un espacio físico, pero tampoco un
    espacio conceptual: "existen lugares, pero nada entre ellos, no
    hay interespacialidad" (Nirre, 2001). La distancia ordena, la
    distancia hace visible y provee de zonas neutrales; la falta de
    estas cualidades del espacio hace que las "marcas
    registradas" sean el principal principio ordenador. Para crear la
    condición de realidad "los cavernícolas del
    no-espacio deben imbuirse en los medios de topología tradicionales donde pueden
    adquirir la visibilidad que la web no ofrece". Por eso los
    cibernautas novatos se sienten al principio tan desorientados
    (ibíd.).

    La existencia de las comunidades también es
    cuestionada por Nirre. Para él, el cibernauta, encerrado
    en un bucle permanente a través de la unión de la
    pantalla, el ratón y el teclado,
    interactúa solo. Más aun, "la web existe
    para proveer acceso a la información, no a una comunidad"
    (ibíd.). Las tecnologías digitales no pueden crear
    espacios, sólo presentar interfaces que conducen a una
    información. Por tanto se pueden usar, pero no estar
    dentro de ellas. Las distancias son arbitrarias y los lugares
    vacíos.

    Pero más grave todavía es la
    acusación que Nirre lanza contra el mundo virtual como
    devorador de la realidad, de la historia y del mito
    ¿Es posible que el territorio virtual sea un no-espacio
    incapaz de recibir una ordenación simbólica?
    ¿Es posible que la metáfora y la metonimia,
    funciones básicas de la mente humana para el
    estructuralismo, no puedan significar el ciberespacio ni
    otorgarle sentido, por estar fuera de la historia, fuera del
    mito, fuera del contexto real, en un lugar no
    simbólico?

    5. El nuevo territorio
    virtual o la (des)territorialidad metonímica y
    metafórica

    Conocemos ya algo del acercamiento de la
    etnografía a los entornos digitales, de cómo el
    concepto de comunidad ha sido el "niño mimado" de la
    antropología social y se ha convertido en un escollo para
    la ciberetnografía. También qué podemos
    entender ahora por comunidad virtual, así como del
    escepticismo con que algunos, desde dentro, acogen la euforia
    ciberespacial. Llegados a este punto lanzamos la pregunta:
    ¿Es posible para la etnografía localizar y
    describir una comunidad virtual en los términos de un
    territorio semantizado? Nosotros creemos que sí, y lo
    vamos a intentar mostrar con un ejemplo propio.

    Todo espacio semantizado implica un centro cualitativo
    desde el cual parte el proceso de formalización espacial
    para crear lo que se conoce como un campo semántico
    (García, 1976: 167). Este centro cualitativo puede
    significar (dotar de sentido) dentro de un campo
    semántico organizado alrededor de la edad, la religión, las
    creencias políticas
    o cualquier tipo de variable.

    Según la etnografía clásica, que
    necesita un espacio físico y real como imprescindible
    materia prima
    para la simbolización de las relaciones sociales, y
    según algunos críticos de la web, como
    acabamos de ver, sería imposible encontrar un campo
    semántico sin una base territorial. Pero, con poco que
    naveguemos en Internet, lograremos convencernos que una comunidad
    virtual es un locus perfectamente simbolizable, donde
    miles de individuos se buscan, se encuentran, entran, salen, se
    presentan, se conocen, dejan regalos y los reciben, se agradecen,
    se insultan, se lamentan, se despiden enojados o regresan
    contentos, nada que un contemporáneo Marcel Mauss no
    pudiera reconocer como un lugar de intercambio
    simbólico.

    Por ejemplo, el centro cualitativo de nuestro campo
    semántico on line en las comunidades virtuales
    dedicadas a la pedofilia —y también el centro
    simbólico y generador del orden político interno,
    no cabe duda— se deriva de la posesión o no de
    imágenes de pornografía infantil para poder
    compartir. Por lo tanto, son los espacios dedicados a la exposición
    de esas imágenes los centros cualitativos —buzones
    de fotografías y vídeos o links en MSN,
    así como messenger privados. El espacio
    aquí, el lugar donde están las
    imágenes para compartir, ilocalizable territorialmente
    (algún servidor fantasma, o una delirante ruta de servidores) es
    semantizado también, por lo que podemos hablar de un
    espacio sociocultural en un territorio virtual, o quizás
    en un no-territorio espaciovirtual.

    A partir de este centro cualitativo cristaliza una
    oposición, y se reconocen (todos aprenden a reconocer y a
    ser reconocidos) dos categorías de miembros, con los
    cuales se establecen diferentes relaciones sociales: a) los
    poseedores de imágenes (los iniciados); b) los no
    poseedores de imágenes (los neófitos). Entre los
    primeros se consolida una exclusividad positiva, mientras que
    entre los novatos, desposeídos de imágenes, se
    instaura una exclusividad negativa (García, 1976: 77).
    Esto quiere decir que los primeros tienen derecho a ocupar el
    espacio de la comunidad virtual, mientras que los segundos o no
    lo han tenido nunca, o lo han perdido por negligencia.

    Por poco que observemos, nos daremos cuenta que estamos
    frente a una territorialización semantizada, aunque
    facilitada, no cabe duda, por el hecho de que a estas comunidades
    se accede mediante aprobación del "administrador",
    el creador —con lo cual tiene la potestad de expulsar a
    quien quiera en todo momento. Hay, por consiguiente, un centro
    cualitativo capaz de generar segregaciones y exclusivismos, y
    prohibiciones de penetrar o permanecer allí dónde
    no se le permite a alguien.

    Parece evidente que aquí nos movemos sobre una
    territorialidad metonímica. Los mismos espacios adquieren
    significados diferentes para los mismos sujetos según la
    posición que ocupen éstos en la (proto)estructura
    social de la comunidad virtual, y según ésta vaya
    creciendo, aumentando de miembros y reconociéndose su
    importancia entre los rumores de los "nómadas"
    —cibernautas antiguos que recorren muchas comunidades
    según avanza el proceso de apertura y cierre de las
    mismas. El contexto en esta provincia de Internet está en
    constante transformación, y con ello el significado del
    espacio.

    Por ejemplo, si la comunidad dura mucho tiempo y el
    administrador decide protegerla prohibiendo la exposición
    directa de imágenes ilegales, el buzón de fotos
    pasa de ser el centro cualitativo a un cuchitril sin nada
    interesante y, además, simbólicamente peligroso, un
    lugar donde mejor no entrar; mientras que el buzón de
    mensajes, donde están los links hacia los archivos
    digitales, se convierte en el nuevo centro cualitativo y el
    espacio de paso obligatorio. Por otra parte, si un miembro gana
    posiciones porque aporta muchas imágenes y se muestra
    solidario, su estatus cambia, y los espacios para él se
    resignifican. Así, el administrador lo puede convertir en
    ayudante del administrador, y así goza de los mismos
    privilegios que él para aceptar o rechazar miembros.
    Entonces, puede pasearse por dónde quiera. Y lo que es
    más importante, gana puntos para acceder a los
    míticos grupos de
    élite, grupos de administradores escogidos donde
    supuestamente se comparten materiales de primera calidad,
    sólo al alcance de unos pocos.

    En este punto, vemos que también es posible
    interpretar una territorialidad metafórica en las
    comunidades virtuales. Aparte de la estructura social que se
    expresa en el lenguaje, y
    que es evidente en las clasificaciones jerárquicas, existe
    también una estructura mitológica en este sector
    del ciberespacio, que aunque sería material para un
    estudio propio, podemos esbozar aquí.

    Esta estructura mitológica está basada en
    personajes, historias y lugares que se oyen comentar en muchas
    comunidades, llevadas de oasis en oasis por los nómadas
    del desierto, y que siempre hacen referencia a un mundo de
    fundaciones heroicas, comunidades que duraron años con
    miles de miembros, y de historias de cómo los mejores, los
    sabios miembros de la élite, han llegado dónde
    están. También se hace referencia a
    websites, buzones de fotos o comunidades, de momento
    inalcanzables, donde la pornografía es inacabable y
    perfecta; a territorios prohibidos, páginas web que
    son preámbulos del infierno del pedófilo
    públicamente descubierto, donde uno nunca debe de meter
    las narices porque son trampas de policías. Y por
    supuesto, a conductas de riesgo
    personificadas por individuos con los que nunca hay que hablar,
    sujetos peligrosos que se muestran solidarios pero, en realidad,
    son traidores "antipedos".

    También existen procesos rituales que obligan a
    conductas protocolarias, obligatorias, a ritos enraizados en la
    estructura social y derivadas de la
    mitología ciberpedófila. Por
    supuesto, el ritual de iniciación en la comunidad,
    sobretodo si el nuevo feligrés hace patente su ignorancia,
    consiste en bromas crueles y humillaciones, imponiéndole
    la dura prueba del aprendizaje
    autodidacta o con poca ayuda, a ver si es capaz de conseguir la
    destreza técnica necesaria para moverse en este medio. No
    obstante, también hay miembros que ofrecen sus
    conocimientos desinteresadamente a los recién
    llegados—o quizás con el interés de agradar
    al administrador.

    Otro tipo de conductas rituales consisten en el
    cumplimiento de reglas, lo que hay que hacer para exorcizar el
    ser virtualmente eliminados o literalmente cazados por los
    ciberpolicías. Tales son, por ejemplo, el uso de
    eufemismos en el lenguaje
    (sobre todo para nombres de comunidades y buzones de fotos); el
    no alardear demasiado ni poner a la venta la
    pornografía que uno posee; y la exigencia continua de
    solidaridad,
    aunque sea con una sola fotografía, pese a que, en
    realidad, ello no demuestra que alguien no sea un "espía"
    de los enemigos.

    Casi toda esta estructura mítica apela a las
    normas de
    comportamiento
    exigidas para que las comunidades no sean eliminadas. En
    definitiva, a las normas que permitirán al grupo y a sus
    miembros sobrevivir, representadas en forma de relatos,
    personajes y lugares míticos. Una interpretación,
    salvando las distancias, no muy lejana de la que dio
    Lévi-Strauss (1987) al mito de la gesta de Asdiwal de los
    indígenas pescadores de la costa oeste del
    Canadá.

    Pero, quizás haya llegado demasiado lejos en este
    análisis ¿Es posible considerar el buzón
    virtual un territorio donde opere una semantización,
    aunque este espacio carezca de existencia física? ¿Es
    posible interpretar un territorio donde lo simbólico
    carece de referente espacial físico? Nosotros creemos que
    sí es posible. Es más ¿se necesita la
    existencia real para ser virtual?—sería la pregunta
    seminal detrás de esta discusión. Según
    Pierre Lévy, no, ya que para lo virtual es suficiente a
    veces con literalmente "no existir" (Lévy, 1998:
    27).

    6. Investigar el
    ciberespacio o en el ciberespacio

    Estudiar en el ciberespacio no está exento de
    muchos de los problemas que también posee la
    metodología etnográfica tradicional; y en algunos
    casos, incluso se acentúan. Uno de los más
    acuciantes es del involucramiento del etnógrafo en la
    forma de vida de los sujetos entre los que estudia, algo que
    también conlleva aspectos éticos que no se pueden
    olvidar.

    En el mundo presencial, el trabajador de campo, una vez
    ha logrado ser aceptado en la comunidad donde realiza su
    investigación, rara vez pasa desapercibido o es tratado
    siempre como un extraño. A medida que pasa el tiempo y se
    suceden las entrevistas y las observaciones, y se acrecientan las
    empatías (o antipatías), los sentimientos de
    amistad y
    reconocimiento pueden aflorar, tanto desde las personas
    anfitrionas como del propio etnógrafo. Con ello, los
    habitantes de la comunidad se suelen interesar por aspectos de la
    vida personal del investigador, y en reciprocidad, es
    común compartir estos intereses que parten de la necesidad
    de reconocimiento en la interacción personal. Usualmente,
    el problema, si es que lo hay, se reduce si desde un primer
    momento se dejan bien establecidas las intenciones del
    etnógrafo, su tiempo de permanencia y el uso que se
    hará de la información. Por lo demás, todo
    depende de las capacidades personales para en el buen trato con
    la gente, así como la voluntad de ser generoso y
    respetuoso. Pero en el ciberespacio las cosas son un poco
    diferentes.

    Para empezar, no es lo mismo investigar sobre el
    ciberespacio que hacerlo en el ciberespacio. Estudiar
    sobre el ciberespacio lo puede hacer alguien que
    jamás haya navegado en Internet, sería suficiente
    con dotarse de una buena bibliografía—aunque
    dudo mucho que a algún antropólogo le permitieran
    hacer esto. También puede ser un trabajo
    etnográfico cuya pregunta de investigación
    esté centrada sobre el propio entorno digital, por
    ejemplo, cuáles son las nuevas reglas de
    comunicación (la famosa Netetiquette) que se establecen en
    una comunidad virtual.

    En cambio, estudiar en el ciberespacio es otra
    cosa. Quiere esto decir que el ciberespacio es propiamente un
    canal, un medio, el contexto, un lugar marco, de hecho un nuevo
    territorio virtual donde la vida social se desarrolla y no un
    objeto de investigación en sí mismo. Entonces puede
    uno estudiar entre los aficionados a las armas, o los
    creyentes en los OVNIS, y
    acercarse al ciberespacio porque es el lugar donde los
    sujetos están—al igual que acudiríamos
    a un club de caza o a una asociación de observadores del
    cielo, en la realidad presencial, sin mostrarnos muy interesados
    en la arquitectura de
    los edificios que albergan tales asociaciones.

    Cuando se está investigando en el
    ciberespacio para un tema controvertido y tabú, como la
    pedofilia, porque es el lugar donde está la gente que
    buscamos, los "habitantes" de un entorno virtual, muchos de ellos
    de simple paso, y la mayoría desconfiados y poco corteses,
    son muy diferentes a los que encontraríamos en un trabajo
    de campo presencial durante meses. Nadie ha visto al
    etnógrafo, no saben qué quiere, ni tampoco les
    interesa mucho y, sobre todo, no se fían de lo que un
    internauta les diga acerca de su persona a través de la
    pantalla.

    Al mismo tiempo, el ciberetnógrafo está
    constantemente tentado a ser menos respetuoso que en la vida
    presencial: uno puede cerrar la pantalla si en un chat se
    ponen las cosas feas, se atrevería uno a mentir sobre las
    propias intenciones para conseguir el propósito deseado, y
    se permite a uno mismo, en el mejor de los casos, no fingir pero
    tampoco decirlo todo. Al fin y al cabo, el territorio virtual no
    conlleva desplazamientos del propio cuerpo, y uno puede ir y
    venir del mismo sin levantarse de la silla, y sin exponer la
    integridad física. En el fondo, algún
    convencimiento profundo parece susurrarnos que, en realidad, ese
    lugar no existe, y todo se trata de un simple juego.

    En mi caso, las preguntas, los acosos, las
    groserías, los insultos hacia mi persona(je) fueron
    bastante frecuentes, sobretodo en la fase inicial de la
    etnografía—algo que ya ha sido reconocido por
    psicólogos de Internet como una tendencia de la
    comunicación no presencial: las "guerras
    sañudas" (Wallace, 2001). Uno está ahí, pero
    no tiene nada que hacer en ese lugar si no "eres como ellos" y
    compartes sus intereses. El primer contacto en el chat se
    saldaba con infinidad de solicitudes compulsivas de
    imágenes de pornografía infantil, por parte de
    todos y hacia todos, y escasas conversaciones de interés.
    Algún diálogo iniciado por el etnógrafo,
    tipo "¿han tenido experiencias reales con niñas?" o
    "¿cómo son sus fantasías sexuales?" en
    alguna ocasión dieron pie a intervenciones de
    interés. Pero hasta no establecer conversaciones
    más directas mediante el uso del messenger,
    después de meses de acercamiento y negociación, los diálogos fueron
    casi siempre banales. Aun así la demanda de
    pornografía no cesaba, no solamente por interés
    personal, sino para certificar que yo era uno como ellos y no un
    infiltrado, un policía. También las preguntas
    personales e íntimas se sucedían, en una más
    que comprensible exigencia de reciprocidad a cambio de sus
    intimidades: "¿y a ti, cómo te gustan las
    niñas?" me preguntaban.

    Las situaciones fueron a menudo complicadas, pero la
    solución más cabal siempre pasaba por explicarles
    cuál era mi intención, sin asustar necesariamente
    al personal. Una especie de "me interesa conocerles porque les
    entiendo" pero sin entrar en actividades ilícitas, como
    compartir imágenes. Al final, siempre me quedó la
    impresión de que alguien de los dos había sido poco
    ético con el otro, o de que el "territorio" que pisaba era
    extrañamente incierto y liviano.

    7. El acceso a la
    información: técnicas clásicas para un nuevo
    entorno virtual

    Más atrás me preguntaba cómo
    sería posible aplicar las técnicas clásicas
    de la etnografía (la observación participante, las
    entrevistas y las historias de vida, entre otras) en el nuevo
    entorno del ciberespacio, donde los sujetos de estudio no
    están localizados, aparecen y desaparecen, y su identidad
    se muestra como zigzagueante, incierta, espectral, servida a la
    carta.
    Además, donde los signos más pertinentes para
    localizar el engaño o la suplantación, el lenguaje
    no verbal, están ausentes por el monopolio de
    lo textual —excepto en las webcams, nunca usadas por
    los ciberpedófilos.

    La observación participante es bastante
    accesible. Sólo hay que encontrar un salón de
    chat sobre pedofilia, que son muy numerosos en idioma
    español en rooms de temática libre
    —escogida por los internautas. Pero es necesario, (a) o
    bien pasar desapercibido y estar sólo de observador o, (b)
    de alguna manera, hacerte pasar por uno de ellos, siempre y
    cuando nos abstengamos de compartir imágenes
    —además de la falta de ética y su
    ilegalidad, entraríamos en una espiral de demandas hacia
    nosotros. En los chats sobre pedofilia, la posibilidad de
    presentarte como un investigador social está totalmente
    fuera de lugar: provoca la indiferencia o el rechazo
    explícito.

    Para los que se inician, los salones de charla provocan
    una descorazonadora impresión de caos, de falta de
    reciprocidad y de egoísmo: nadie habla con nadie en el
    sentido de mantener una conversación, la gente suelta
    preguntas, reclamos y se dirige a alguien sin esperar respuesta
    inmediata y sin obtenerla. Sólo, de vez en cuanto,
    Vergón se dirige a Comeñinas para
    recordarle algo que nos resulta inteligible; pero se trata de un
    asunto entre ellos, y después otra vez el caos. Dan ganas
    de mandar un grito para reclamar la atención, pero esto
    también resulta totalmente inocuo. Luego descubres las
    conversaciones con los usuarios a través de los canales
    privados, y aquí ya es posible hablar como siglos de
    evolución cultural nos han educado para
    hacerlo. De todas maneras, con el tiempo, se aprende a participar
    de estas pseudoconversaciones, y es posible conducir, mediante
    preguntas provocadoras, ciertos debates interesantes entre dos o
    tres cibernautas.

    Por supuesto, la segunda opción, la de la
    mímesis y la inmersión, es mucho más
    interesante, siempre que no se superen ciertos límites
    éticos. La primera, la de mantenerse como un curioso
    mirón silencioso, es válida para la primera fase
    del trabajo de campo, cuando nos estamos situando y reconociendo
    el territorio, para rectificar algunos objetivos inalcanzables de
    nuestro interés etnográfico programado. Pero, tarde
    o temprano, el etnógrafo debe empezar a entablar contacto
    con los sujetos de estudio, y hacerlo de la mejor manera para que
    ellos se muestren interesados y participativos.

    El problema de los salones de chat, además
    del desorden y la casi ausencia de información
    interesante, es que la gente usa pseudónimos diferentes
    cada vez que ingresa en ellos, con lo que resulta casi imposible
    rastrear a los sujetos de estudio. La excepción son los
    pseudónimos "famosos", aquellos que ves repetirse cada
    día y que sus portadores se muestran orgullosos de ellos;
    es muy probable que detrás esté la misma persona:
    un engreído administrador de comunidades virtuales, o
    algún fanfarrón en busca de imágenes. Pero
    lo más importante en esta fase de trabajo de campo es
    poder entablar contacto con ciertos pseudónimos
    (vía canales privados de los chats) y,
    después de una conversación ligera y
    espontánea, de presentación y cambio de
    impresiones, conseguir una dirección electrónica para futuras conversaciones en
    messenger, mucho más centradas y
    aprovechables.

    La observación en las comunidades virtuales es
    diferente. Una vez se es miembro de una de ellas, la
    participación puede ser diseñada con más
    tiempo. Se podía usar el chat interno hasta octubre
    de 2003, cuando fueron cancelados por MSN. Pero además, se
    pueden dejar anuncios en el buzón de mensajes reclamando
    gente interesada en intercambiar opiniones sobre pedofilia, se
    pueden leer los otros mensajes y contactar con aquellos que nos
    resulten dignos de personas dispuestas a comunicarse, ya que
    también hay un listado de todos los miembros de la
    comunidad con sus correos electrónicos.

    Otros tipos de observaciones en la web, mucho menos
    participantes, se pueden llevar a cabo en portales y
    websites de pago (sin entrar, sólo viendo su
    presentación), donde se recaba información general
    sobre itinerarios y rincones donde los cibernautas interesados en
    la pedofilia pueden andar husmeando.

    Como ya vimos en el caso de Hamman (1997), hacer una
    entrevista con la sola mediación del texto, obliga al
    etnógrafo a ser precavido y en cierta manera, si ya
    estás familiarizado con las malinterpretaciones que se
    suelen dar al hablar con los amigos en el messenger,
    asusta. Sin el encuentro presencial en un lugar físico,
    que para los antropólogos sociales representa el 50 % del
    cómo llegar a la información, de cómo romper
    las barreras de la tendencia de las personas a protegerse de los
    desconocidos, la sola habilidad de la palabra enviada al
    vacío virtual la sientes insuficiente o torpe para lograr
    hacerte entender, y sobre todo, para conseguir la química suficiente
    para entrevistar ¿habrán entendido lo que quise
    decir? ¿Habrá sido aquella pregunta o palabra
    malinterpretada? Efectivamente, coincidiendo con Hamman, mis
    primeros encuentros en el ciberespacio con mis sujetos de estudio
    con fines de entrevista, estuvieron repletos de malentendidos,
    pero sobre todo, de preguntas insistentes de su parte para
    entender cuál era mi propósito —cosa
    también de sentido común en el caso de un
    orientación sexual perseguida por las agencias anticrimen.
    Estos son los principales problemas con los que me
    encontré en las ciberentrevistas que llevé a
    cabo:

    (a) En primer lugar, hay que subrayar que existen dos
    tipos de entrevistas: la "espontánea" llevada a cabo en el
    messenger y donde los temas van surgiendo según
    evoluciona el diálogo y según se captan los
    intereses del otro. Y por otro lado, la "programada", que
    consiste en un patrón extenso de preguntas que se
    envían por e-mail a cibernautas con los que ya se ha
    logrado cierta confianza. La primera tiene el problema de que si
    no estás alerta para dirigir la conversación,
    puedes terminar hablando de algo irrelevante, además de
    que en cualquier momento el sujeto decide marcharse, o se cansa
    de hablar "en serio". La segunda, por su parte, tiene un
    inconveniente obvio: la gravedad que puede transmitir a alguien
    que tantea siempre con pies de plomo el terreno ¿para
    qué tantas preguntas explícitas? Obviamente, la
    entrevista programada se debe de enviar después de haber
    explicado bien de qué se trata para que no hayas
    sorpresas. Pero aún así, el ciberpedófilo es
    tan prudente y desconfiado que tiende a ser escueto y
    perezoso.

    (b) Otro problema ligado a éste es el de la
    confianza. Si el etnógrafo se muestra como alguien con un
    pie adentro y otro afuera, como alguien que no pertenece a su
    mundo y que sólo está husmeando, el rechazo
    está casi garantizado. La única manera de lograr
    una mínima confianza con los sujetos es presentarse como
    uno de ellos, como alguien que tiene interés en conocer
    como son los camaradas y en comprobar si lo que tienen en sus
    cabezas (imágenes, fantasías, expectativas,
    estrategias)
    coincide con las propias cavilaciones. Sólo así el
    entrevistado se sentirá identificado con el
    etnógrafo y podrá incluso desear hablar de algo de
    lo que normalmente no lo puede hacer con nadie.

    (c) Pero si el entrevistado te cuenta su intimidad
    ¿qué hay de la tuya? Los problemas de la
    reciprocidad del etnógrafo son tanto y más graves
    como los anteriores. Pero, entonces ¿qué les
    cuentas para que
    puedan sentir la identificación necesaria para la afinidad
    y empatía? En mi caso, inventando historias, tomadas de
    aquí y de allá, del material ya recopilado o
    leído. Quizás poco ético pero, o
    estás o no estás, o compartes o no compartes
    ¿Qué alternativa hay? También intenté
    a veces cambiar de tema. La mayoría siguió
    ahí, pero más tarde o más pronto, volvieron
    a interesarse por mis gustos y experiencias. Algunos se enfadaron
    y rompieron el contacto.

    (d) Otro de los problemas, ya mencionado en varias
    ocasiones, es el de la heterogénesis identitaria.
    Realmente ¿quiénes son estos tipos? ¿Son
    realmente lo que cuentan de sí mismos? ¿O se
    esconden tras máscaras y roles fantasmáticos con
    los que se identifican? Y todo esto, sin dejar de olvidar que
    ellos al mismo tiempo se preguntarán algo parecido:
    realmente ¿quién es este tipo que se interesa tanto
    por mi "perversión"? La presencia en el ciberespacio, un
    lugar sin localizadores de lo corporal y lo territorial, implica
    siempre virtualización. Y la virtualización lleva a
    la heterogénesis, al cambio de identidad, el convertirse
    en el otro, en el que no eres, en el que desearías ser, en
    el que odias, en lo que detestas de ti mismo, o en aquel que amas
    y aspiras cada día a ser. El territorio virtual, es sin
    duda, un lugar donde se experimenta con las subjetividades y los
    géneros, y las comunidades dedicadas a la pedofilia son
    espacios que, por sus condiciones de marginalidad y
    liminalidad, son idóneos para el cambio de identidad, la
    suplantación, la substitución, el jugar a ser
    otros. Pero también, paradójicamente, el de la
    sinceridad extrema, el de la necesidad compulsiva de hablar con
    alguien de los secretos inconfesables —aunque esto, cuando
    sucede, puede que no lo logremos detectar.

    (e) Por último, las entrevistas en el
    ciberespacio tienen el problema, general a toda la
    etnografía, de la representatividad: ¿son las pocas
    personas que he entrevistado representativas de toda la
    diversidad que existe en una comunidad virtual de pedofilia?
    ¿Cuántos sujetos se habrán quedado fuera y
    que hubieran podido aportar una información valiosa para
    detectar la diversidad, y con ello, las tendencias generales?
    Preguntas bizantinas en la etnografía. Se trabaja con lo
    que se tiene, y a ello se le dedican todos los esfuerzos para
    evitar la información superficial, estereotipada y
    banal.

    Por su parte, las historias de vida, entrevistas
    repetidas para lograr reconstruir la experiencia vital de un
    sujeto de estudio, son difíciles de lograr. Los
    cibernautas pueden ser muy repetitivos en sus obsesiones, y en
    sus movimientos ritualizados; pero poco constantes a la hora de
    ser entrevistados en profundidad. Y las autobiografías
    hechas por los ciberpedófilos, usualmente consisten en
    colecciones de experiencias sexuales con niñas, de las que
    nunca sabes que porción es ficción y qué
    otra relato de vida.

    8. Etnografía,
    hipermedia e hipertexto: la digitalización del
    "campo"

    La etnografía no puede ignorar la
    digitalización de los medios de
    comunicación humanos. Ya lo hemos podido ver en el
    caso de un estudio sobre comunidades virtuales, movilizadas por
    una fuerte motivación personal, la atracción
    sexual por las niñas, y organizadas en el espacio
    cibernético a causa de sus claras ventajas respecto al
    asociacionismo tradicional territorializado. Pero la
    digitalización avanza, y poco a poco alcanza o otros
    colectivos de intereses comunes (incluidas las instituciones
    sociales tradicionales) que, aparentemente, no obtienen tan
    sustanciales ventajas con la incorporación a los medios
    computerizados. Dentro de unas décadas, cualquier trabajo
    de campo etnográfico no podrá permitirse el lujo de
    desdeñar los entornos virtuales: aunque trate de los
    más pobres entre los desarraigados, no desatenderá
    qué hay acerca de ellos en el ciberespacio.

    Pero el trabajo de campo en el ciberespacio, y la
    adaptación de sus técnicas tradicionales a este
    nuevo entorno, no es el único impacto de la cultura
    digital en la etnografía. Existen dos conceptos
    interrelacionados con la nueva noción de territorio
    virtual y que son básicos para comprender al
    ciberetnógrafo, que poco a poco, se va desprendiendo del
    peso de la narrativa tradicional, lineal en el espacio y en el
    tiempo, y arraigada a un territorio físico. Son el
    hipertexto y el hipermedia.

    Antes de la era digital, de las últimas
    décadas del siglo XX, el hipertexto ya existía. Las
    fichas de los
    libros de biblioteca, donde
    constan sus palabras clave, vinculan a otros textos relacionados.
    El propio índice bibliográfico de cualquier
    análisis científico es en sí un hipertexto
    que nos habla de lo que ya ha sido dicho por otros al respecto. Y
    si llegamos al extremo, todo texto remite a una intertextualidad,
    ya que nada de lo dicho por alguien está exento de
    referencias (implícitas o explícitas) a otros
    textos anteriores. Pero los medios digitales muestran mucha
    superioridad sobre los hipertextos precomputerizados: la
    búsqueda y la navegación en el ciberespacio, por
    muy infructuosa que resulte a veces a causa de la precariedad de
    algunos buscadores,
    son mucho más efectivas y rápidas para encontrar
    una información que de otro modo quizás
    tardaríamos meses o años en localizar.

    Al contrario de una ficha de biblioteca, el hipertexto
    digital es multilineal y multidireccional. Sus vínculos a
    otros textos, a otros autores, a otras páginas web,
    crean interminables asociaciones en forma de malla tridimensional
    de ida y vuelta, con diferentes instancias y formas de texto, e
    incluso con diferentes soportes mediáticos. El hipertexto del ciberespacio
    esta basado en nodos y vínculos entre esos nodos; la
    representación más cercana de un hipertexto digital
    es, sin duda, la de una red social, donde ego se
    relaciona con varios individuos que a su vez forman conglomerados
    de vínculos por su cuenta e independientes de
    ego.

    Además, como es evidente, el hipertexto digital
    no está localizado físicamente; o dicho con
    más propiedad:
    aunque "todavía es posible asignar un domicilio a un
    archivo
    digital, esta dirección es transitoria y relativamente
    insignificante" (Lévy, 1998: 28). Es la evolución
    natural de un texto cuando ya no permanece impreso y depositado
    en su versión definitiva, sino en muchos lugares y siendo
    permanentemente reproducido y borrado, citado y actualizado,
    leído verticalmente, de la bibliografía hacia al
    principio, troceado y pegado con extrema facilidad, descifrado de
    un medio a otro, de una lengua a otra por traductores amateurs,
    siendo recreado con cada lectura y según los nexos previos
    que al lector le han llevado hasta él —de hecho, el
    síndrome del escritor nunca satisfecho con su texto,
    está relacionado con su formato digital: ¡es tan
    fácil intercalar una nueva palabra! El hipertexto es el
    texto eminentemente desterritorializado.

    Cuando un texto sufre tantos avatares y recorre tantos
    caminos virtuales, el autor, el que lo lanzó al
    ciberespacio, pierde "autoridad" sobre su producto. La
    creación empieza a concebirse entonces como hecha por
    varios autores, anónimos, desconocidos entre ellos, que
    recortan, añaden, censuran o enlazan al texto con aquello
    que más les invoca o les gusta: "un variado
    continuum se extiende entre la lectura individual de un
    texto específico y la navegación dentro de amplias
    redes digitales
    en las cuales una multitud de personas anotan, aumentan y
    conectan textos por medio de vínculos de hipertextos."
    (Levy, 1998: 56). Son textos iniciados por uno y completados por
    otros —como ocurre con las canciones del folklore
    tradicional, creadas por varios artistas, mientras sembraban,
    durante generaciones. El texto, cuando navega por el
    ciberespacio, se convierte necesariamente en hipertexto. Incluso
    la idea de autoría personal, y del copyright de la
    creación intelectual, podría llegar, en pocos
    años, a considerarse desfasada y caduca dentro del entorno
    digital. De alguna manera, podríamos relacionar
    también al hipertexto con lo que Tanzi (2000) llama la
    "inteligencia
    colectiva", compuesta de "una combinación de
    personalidades involucradas en una labor de metabolización
    mutua".

    Esta misma transición también
    podría alcanzar en algún momento a las
    etnografías, cuando trabajar en el ciberespacio sea la
    regla y no la excepción. Una forma de metodología
    aplicada al campo digital podría llevar a los textos
    etic por recorridos impredecibles, para recolectar una
    multitud de voces emic y de las interpretaciones de los
    actos descritos por parte de los propios sujetos interesados.
    Así, las etnografías podrían ser iniciadas o
    sugeridas por el etnógrafo, y completadas como un
    palimpsesto imborrable durante un proceso temporal y territorial
    complejo a través del ciberespacio, sin programación ni planificación, con la aportación de
    los sujetos de estudio que por el entorno virtual fueran creando
    más hipertexto. Por supuesto, esto nos recuerda el giro
    hermenéutico de las propuestas posmodernas que para una
    nueva etnografía fueron hechas por James Clifford, Paul
    Rabinow, Dennis Teddlock, Stephen Tyler en los años
    ochenta (Geertz, Clifford et al., 1991). En éstas, con
    diferencias notables, estos etnógrafos reivindicaban que
    las etnografías eliminaran al máximo la voz
    déspota del autor, para incorporar las propias
    interpretaciones de los nativos. La polifonía era la
    metáfora sonora más acertada, y la ficción,
    el género
    etnográfico por excelencia.

    Además del momento propiamente creativo, el
    hipertexto también tiene la cualidad de su
    multinterpretación y de sus multilecturas. Aquí
    entramos ya en la fase posetnográfica—aunque las
    nociones de "momento" y de "fase", pensadas en el ciberespacio,
    no debería recordarnos un tiempo lineal, sino
    cíclico o regresivo: la etnografía se puede
    reiniciar, refundar. Tal y como nos lo recuerdan Mason y Dicks
    (1999), y en el sentido de una polifonía interpretativa,
    el hipertexto "debe de incorporar la posibilidad de integrar las
    voces de los participantes y el autor, haciendo que el acceso y
    proximidad a los textos de datos abra canales para
    interpretaciones innovadas".

    Tratamos aquí con una cuestión
    fundamental, ya que este proceso involucra la
    interpretación de unos significados dentro de unos campos
    semánticos que pueden ir cambiando según el
    hipertexto viaje a otros contextos virtuales y sea sometido a
    diferentes miradas (Tanzi, 2000). Por lo que toda
    ciberetnografía pasaría inevitablemente por la
    pérdida del significado, la resemantización, y como
    no, el conflicto
    entre diferentes interpretaciones. Volviendo otra vez a la
    antropología posmoderna, recordemos como Clifford Geertz
    (1990), en su conocida "descripción densa" [thick description]
    hablaba de la variedad de niveles de significado de todo comportamiento
    humano, variedad que debe ser interpretada por las diferentes
    perspectivas humanas implicadas. O también, como Dennis
    Tedlock concebía a los "otros", los nativos, no
    sólo como productores de textos, literales o figurativos,
    sino también como interpretes de textos (Tedlock, en
    Geertz, Clifford et al., 1991).

    Por otra parte, el hipertexto, en su fase de lectura,
    implica que el autor también pierda el control de
    cómo el lector construirá su propia ruta a
    través de los vínculos del entorno virtual. Y por
    tanto, carece de toda autoridad para imponer una lógica
    narrativa: "el lector se aproxima a un entorno etnográfico
    como una matriz de
    conexiones cambiantes más que una narrativa fija y
    autocontenida (Mason y Dicks, 1999). Frente a la tradicional
    lectura en papel, lineal y estructurada, la
    hipertextualización "multiplica nuestras oportunidades de
    producir significados y convierte el acto de lectura en algo
    considerablemente más rico" (Lévy, 1998:
    56).

    Como se puede observar, la hipertextualización,
    mediante la validez interpretativa de ambas, convierte en casi
    indistinguibles las funciones de escritura y
    lectura, "la intimidad de un autor y el alejamiento del lector
    con respecto al texto" (ibíd.: 58). Al participar
    estructurando, vinculando e interpretando el hipertexto, el
    lector puede convertirse en autor, y las fronteras de estatus
    entre ambos se vuelven confusas. En consecuencia, los hipertextos
    del entorno virtual participan de un "proceso colectivo de
    lectura-escritura" donde "cada acto de lectura es una acto de
    escritura" (ibíd.: 59).

    Otra característica del hipertexto es la
    simultaneidad de la lectura, ya que varios espacios escritos e
    interactivos pueden aparecer en la pantalla
    simultáneamente —como es el caso de los chats
    o messengers simultáneos, que requieren un proceso
    de aprendizaje para el novato. Por otra parte, el lector siempre
    posee alternativas múltiples para seguir su itinerario
    entre la información. Toda página web tiene
    vínculos. Por ejemplo, el itinerario que un usuario del
    ciberespacio ha seguido para congregarse en una página de
    pornografía infantil puede ser muy diverso en cada sujeto:
    búsqueda concienzuda, casualidad, curiosidad,
    recomendación, persecución, etc.

    Pero el entorno digital también cuenta con otro
    concepto que ha impactado a la etnografía, y lo va hacer
    mucho más en el futuro. Se trata del hipermedia. Un
    hipertexto se enriquece todavía más al contar con
    varios canales o medios de
    transmisión, que pueden haber sido creados por el
    autor, o haber sido añadidos posteriormente. La
    etnografía hipermediática incorpora en su
    hipertextualidad imágenes fotográficas, de
    vídeo, sonidos, gráficos, y por supuesto vínculos a
    otros textos y otros espacios.

    Aunque ya existen muchas etnografías de
    realización clásica (en la realidad presencial) que
    han elaborado una interpretación y una presentación
    con desarrollo multimedia, todavía son escasas las
    ciberetnografías hipermediáticas. Para ello
    deberían de incorporar análisis de
    información multimedia proveniente del mismo ciberespacio.
    Un modesto ejemplo podría ser el pequeño ensayo que
    realicé sobre la interpretación cultural de
    imágenes de pornografía infantil obtenidas en la
    web (Ruiz Torres, 2003b), aunque por razones éticas
    obvias nunca incorporé en la presentación
    hipervínculos fotográficos de las propias
    imágenes obtenidas. La principal ventaja de este tipo de
    etnografías es que la información multimedia basada
    en la red puede ser fácilmente e intuitivamente navegada
    (Lévy, 1998: 57). No se necesitan expertos
    informáticos para ello, ni para conseguirla ni para
    presentarla.

    9. Conclusiones: hacia una
    ciberetnografía del territorio virtual

    Es evidente que el ciberespacio, en términos de
    la etnografía clásica, está
    desterritorializado, es un lugar sin base física en el
    mundo de los objetos y de los espacios cotidianos —si
    entendemos como irrelevantes los servidores donde la
    información materialmente, pero de manera provisional,
    permanece, en forma de organización de millones de bits. Pero es
    posible, y quizás necesario, volver a territorializarlo
    aunque sea a afectos metodológicos.

    El ciberespacio es un lugar; y si la principal
    herramienta de adaptación social de los seres humanos
    constituye su capacidad simbólica, es innegable que el
    ciberespacio es un territorio semantizable, un espacio donde
    procesos metafóricos y metonímicos lo convierten en
    un lugar repleto de rincones prohibidos, personajes
    míticos y rituales de exorcismo. A partir de ahora debemos
    de empezar a hablar de ciberterritorio y ciberetnografía
    sin temer que alguien piense que hablamos solamente de
    ciencia
    ficción—entre ellos, algunos
    antropólogos.

    El mundo contemporáneo ha sido interpretado,
    opuesto al espacio físico, como el espacio de los flujos
    (Castells, 1996: 467), donde la distancia geográfica se
    disuelve ante las redes de información. Estos flujos se
    entrelazan en una multitud de redes integradas globalmente que
    reparten constantemente la información por todo el
    planeta. Por supuesto, la principal de estas redes es Internet.
    Para este sociólogo, el espacio de los flujos se
    caracteriza por el "tiempo eterno" y el "lugar ubicuo", esto es,
    "disuelve el tiempo al desorganizar la secuencia de eventos y
    convertirlos en simultáneos" (ibíd.: 467). El
    ciberespacio, efectivamente, convierte la linealidad temporal, a
    la que nos ha acostumbrado durante siglos la narrativa
    secuencial, en innecesaria; mientras que la coherencia espacial
    se desintegra ante la simultaneidad de los lugares.

    Pero no todo el mundo tiene acceso a la red de Internet.
    Es más, la mayoría de la población mundial
    permanece ajena al ciberespacio, preocupados por la supervivencia
    diaria. No obstante, eso no significa que sus vidas, y las de sus
    hijos, no se vean afectadas por los cambios radicales que la
    cibercultura
    trae a las sociedades del siglo XXI. Se trata de algo semejante a
    lo que ocurrió con la Revolución
    Industrial en sus inicios: apenas afectaba a unos pocos
    millones de europeos en el siglo XVIII, pero más de
    doscientos años después ¿quién
    osaría a afirmar que el industrialismo no ha conformado el
    mundo global en que vivimos? De la misma forma que somos
    herederos de la revolución
    industrial, con el capital
    transnacional y las redes globales actuales que condicionan
    nuestra existencia, las generaciones futuras serán
    herederas de la cibercultura, y los movimientos que condicionaran
    sus vidas se llevaran a cabo en el ciberespacio.

    Así, aunque las comunidades de base física
    y presenciales siguen siendo las predominantes en el mundo, y en
    las que se identifican la mayoría de las poblaciones, las
    comunidades virtuales, así como el espacio de los flujos
    en el que se instauran y del que provienen, expresan la
    lógica social dominante en la sociedad de la
    información. No cabe duda, el ciberespacio fue creado por
    las élites y para las élites, pero las clases
    emergentes que actualmente están accediendo masivamente a
    Internet, hacen que la digitalización de la
    comunicación salga de las vanguardias y se convierta poco
    a poco en aquello que debe ser "normalizado" y adoptado para
    pertenecer a este mundo.

    Por otro lado, el ciberespacio, con su capacidad de
    movilización social y su eficiencia
    comunicativa, puede ser usado por las resistencias
    socioculturales que se niegan a integrarse al orden
    hegemónico mundial. De la misma manera que el hipertexto
    nunca es el mismo por estar en constante actualización y
    permanentemente acogiendo voces, el nuevo territorio virtual
    puede ser una puerta a la inestabilidad ideológica y
    social, a través de la crítica y la discrepancia
    des-autorizada por el mismo hipertexto.

    Ante todo esto, ¿qué cabe esperar de la
    antropología social y de la etnografía, su
    principal herramienta metodológica? Sencillamente que
    estén ahí donde se mueve el mundo, en los nuevos
    ciberterritorios, plenamente semantizados y politizados, donde
    siempre se agradecerá un especialista en la
    interpretación de las culturas.

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    Este artículo es obra original de
    Miquel Àngel Ruiz Torres y su publicación
    inicial procede del II Congreso Online del Observatorio para la
    CiberSociedad: http://www.cibersociedad.net/congres2004/index_es.html"

    Miquel Àngel Ruiz Torres

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