Ciudadanos de la fe: práctica religiosa y conducta cívica en comunidades pentecostales
Sobre el escenario religioso de fines de siglo se
ha producido una espectacular diversificación y auge de
creencias religiosas. El tan pregonado fin de las religiones, al compás
del implacable avance del modelo
socio-cultural de la modernidad y su
racionalidad instrumental, se encuentra muy lejos de lograr su
finalidad.
El nuevo ímpetu religioso ha adquirido variadas
formas a lo largo y ancho del planeta. En el caso
específico de América
Latina, la cuestión parece volcarse hacia una
pluralización del ámbito religioso, antaño
hegemonizado por la Iglesia
católica. En efecto, nuestro continente considerado
históricamente católico, ha comenzado a
experimentar un cambio en las
características de su composición y cultura
religiosa donde la modificación ha tenido eminentemente un
carácter pentecostal.
Ahora bien, frente a esta situación surgen un
sinnúmero de preguntas, la que guía la siguiente
exposición es: ¿la conversión
a alguna comunidad
pentecostal afecta el modelo moderno de conducta
cívica en sus feligreses?
Antes de contestar esta pregunta, vale recordar
brevemente (aunque son bien conocidos) algunos de los supuestos
que subyacen al modelo socio-cultural de la modernidad. Este
modelo levantó sus pilares sobre la base de la creciente
diferenciación y especialización de esferas, que
implicaban, entre otras cuestiones, una separación
(diferenciación) de los campos "secular" y "religioso". El
proyecto que
la modernidad puso en marcha significó, la construcción de un modelo socio-cultural
apoyado en la ruptura y el desencantamiento con el orden
religioso que gobernaba el mundo. Escisión que
provocó un quiebre con el fundamento trascendental que
concebía al poder divino
como sustento y garante del orden establecido, fuera del alcance
y operacionalidad de los hombres.
En este contexto, la utopía del modelo
socio-cultural moderno significó la imposición de
una visión naturalista del hombre como
supuesto básico para fundamentar la negación de
toda recurrencia a una ley divina. La
naturaleza se
imponía, de esta forma, como el origen y la
argumentación de las verdades existentes y la razón
como la fuente por excelencia para descubrirlas. El proyecto de
la modernidad suponía un creciente avance de la
secularidad en detrimento de lo sacro. Así, la modernidad
intentaba reemplazar, del centro de la sociedad, a
Dios por la ciencia y,
en el mejor de los casos, dejar las creencias religiosas
relegadas al seno de la vida privada.
Resultó así, que el proyecto
socio-cultural de la modernidad supuso el desarrollo de
la secularización, que significaba, en términos
generales, el proceso a
través del cual los individuos se reconocerían como
sujetos autónomos y protagonistas en la
construcción y organización de un orden social cuyo fin
último se encontraba en el mundo. Es decir, la sociedad
ubicada frente al desafío de autodeterminarse, generar su
propia identidad,
producir su propia normatividad y organizarse según sus
propios fundamentos. (1)
Frente a las circunstancias de emergencia de este
escenario, la concepción del modelo de ciudadanía también se vio afectado
por el proceso de secularización. Ligada a los avatares
del modelo socio-cultural moderno y con el desarrollo del
Estado–nación,
la ciudadanía también vivió su propia
escisión. Ahora, ésta dejó de lado
también toda fundamentación trascendente y
quedó anclada en una base puramente secular. Por lo tanto,
a partir de la modernidad el concepto de
ciudadanía trajo consigo un nuevo problema a resolver:
la búsqueda de una identidad puramente secular. Es
decir, la identidad ya no podía sustentarse en un
fundamento extra-mundano, debía ser definida en
relación al Estado-nación.
En este sentido, la ciudadanía produjo a partir de la
modernidad un cambio de vínculo de los individuos con el
poder, dando paso de una relación de sujeción del
individuo a la
persona del
rey, a otra de "libre adhesión" a la sujeción al
poder. (2)
El término ciudadanía, entonces, hizo
referencia directa al Estado-nación, es decir, a un
espacio político claramente unificado, en tanto identidad
universal que se impuso a la multiplicidad de identidades
existentes a nivel social. La ciudadanía, en el nuevo
modelo socio-cultural, pasó a estandarizar e igualar, en
definitiva, dejó de calificar y por ende pretendió
subordinar la diversidad de identidades existentes bajo la
égida universalizadora del
Estado-nación.
En otras palabras, el resultado del proceso
histórico moderno fue la emergencia de un ideal ciudadano
basado en el individuo. Un ideal de individuo escindido de todo
fundamento trascendente que quebraba con las jerarquías
que ordenaban su mundo holísticamente. Es decir, lo que
implicó fue la aparición del individuo como
protagonista de su propia historia; hecho que a su vez
tuvo su correlato con el desarrollo del mercado y los
Estados nacionales y, por lo tanto, con la construcción de
una diferenciación particular: la del espacio
público y del espacio privado. Fue así como lo
público pasó a ser considerado un conjunto de
mecanismos para tratar problemas
colectivos, en otras palabras, lo público fue entendido
como una solución para los problemas que supone la
coexistencia pacífica. El Estado
pasó entonces, en tanto espacio de lo público por
antonomasia, a constituirse como ordenador y arbitro de los
miembros individuales que lo constituían, porque el modelo
socio-cultural de la modernidad se levantó sobre el ideal
de valores
individuales; donde los miembros del Estado se presentaban como
individuos en el ámbito de lo privado para transformarse
en ciudadanos en el ámbito de lo público. (3) Por
otra parte, la emergencia de la figura del ciudadano moderno
supuso, al implicar tanto derechos como obligaciones,
el disciplinamiento de un orden político y social al
estructurar la modalidad de la relación entre gobernantes
y gobernados y entre conciudadanos. En definitiva, se
trató de una construcción de clara raigambre y
estructura
individualista donde se necesitaba de la formulación de un
modelo de ciudadano que operara en relación a ciertos
criterios en el ámbito de lo público.
Claro está, que este ciudadano debía
poseer ciertos atributos necesarios para la operación
efectiva del modelo socio-cultural moderno. El ideal de ciudadano
era el de aquel individuo que en el ámbito de lo
público actuase según una determinada conducta
cívica. Esta conducta, según el ideal del
modelo socio-cultural moderno, debía caracterizarse por la
capacidad de los ciudadanos de actuar individual y racionalmente,
de hacer valer sus derechos y cumplir con sus obligaciones, de
definir y perseguir sus propios intereses (individuales), de
respetar y vincularse solidariamente con sus conciudadanos
mediante una legislación, de responder con lealtad
(individual) hacia el Estado y hacia todas sus formas de instituciones
políticas, dado que éste se
instituía como agente regulador y su fin era entonces el
logro del bien común. En pocas palabras, se
requería de un individuo para el ámbito privado y
un ciudadano para el ámbito de lo público.
(4)
Ahora bien, teniendo en cuenta estas
características básica y mínimas del modelo
socio-cultural de la modernidad, al retomar la pregunta
guía: ¿la conversión a alguna comunidad
pentecostal afecta el modelo moderno de conducta
cívica en sus feligreses? Encontramos que la respuesta
es sí.
Entre las características de la
práctica socio-religiosa de las comunidades
pentecostales encontramos: creen que todo individuo puede acceder
al don de hablar en lenguas (glossolalia) y de
sanación, si se prepara y se entrega verdaderamente a
Dios; realizan celebraciones de extrema emotividad; enfatizan la
importancia del bautismo y el proceso de "renovación" que
experimentan sus feligreses al convertirse; alientan la
participación de todos sus miembros en trabajos
misioneros; entre otras.
Pero fundamentalmente consideramos en este trabajo, en
primer lugar la forma en que ligan la creencia religiosa a todos
los aspectos de la vida cotidiana, en segundo lugar y a
consecuencia del primero, el aliento que los fieles reciben para
llevar adelante sacramente la práctica de los actos
diarios de su vida; y en tercer y último lugar los
vínculos que establecen entre la Iglesia y la comunidad
exceden la mera concurrencia a la celebración propiamente
religiosa. Es decir, ofrecen una red de apoyo social para
sus miembros basada en las obligaciones cristianas que adquieren
sus feligreses de ayuda mutua que al mismo tiempo
refuerza el estilo de vida
religioso adquirido.
De esta forma, podemos observar cómo la
identidad colectiva de las comunidades pentecostales pasa a
constituirse en el aspecto sustancial de la identidad individual
de los fieles, de lo que se desprende que a partir de las
características de la identidad colectiva y de su
práctica religiosa las comunidades pentecostales
constituyen una conducta cívica a partir de la
sacralidad.
En términos generales, uno de los rasgos
más sobresalientes que adquieren las comunidades
pentecostales es que el logro de la salvación para los
creyentes se presenta como un desafío cotidiano por no
caer en el pecado. Esta lucha se presenta como una constante
tensión entre la dualidad "cuerpo y alma", "carne
y espíritu" o "cielo e infierno". De esta lucha incesante
solamente se puede salir triunfador a través de una vida
sujeta a la "normatividad cristiana" que defina la
agrupación pentecostal a la que pertenezcan. En este
sentido, sobre esta base constituyen una religiosidad que se
presenta, en gran medida, como un anclaje de identidad unitario.
Es decir, como un esquema de referencia central que tiende a
subordinar la multilateralidad de posibilidades que ofrecen las
sociedades
contemporáneas (a raíz de la creciente
diferenciación y complejidad social, elementos claves en
la constitución de identidades en la
subjetividad moderna) y a ordenar, en consecuencia,
prácticamente la totalidad de la vida de sus feligreses a
partir de su creencia religiosa y de la normatividad cristiana
que ésta implica.
Pero el hecho que los creyentes pentecostales
experimenten un contagio de todas las esferas de sus vidas por la
cuestión sacra a partir de la introyección de toda
una "normatividad cristiana", se sustenta y se refuerza a partir
de los estrechísimos lazos comunitarios que establecen
entre los "hermanos", factor que junto a su práctica
religiosa re-cimienta cotidianamente la identidad colectiva de
los feligreses como grupo
cristiano. En efecto, el contacto tan cercano con otros
"hermanos", la asiduidad con que reciben una explicación e
interpretación de la Biblia, los espacios
de participación que tienden a ofrecer constantemente
estas agrupaciones, la incentivación a participar en
distintas actividades de la comunidad (espacialmente las
misioneras), etc. facilita el desarrollo de una identidad
colectiva que, en los casos más extremos, implica un
acotamiento de los espacios de los espacios de autonomía
individual. Todo esto se manifiesta en una rutinización de
prácticas y una fuerte internalización de valores
(que en el caso de los conversos implica una re-socialización) por parte de los miembros
que expresan el desvanecimiento de las fronteras, que como
señalamos, mejor caracterizan el modelo socio-cultural
moderno: la distinción entre lo sacro y lo secular y entre
lo público y lo privado. Es decir, las comunidades
pentecostales se erigen como estructuras de
sentido objetivado que procesan, reglamentan, donan sentido,
ofrecen máximas morales y normas a sus
feligreses, otorgándoles seguridad y
contención, señalando como actuar en cada
situación. En otras palabras, reducen la incertidumbre de
sus fieles a partir de la oferta de un
proyecto de vida cuyo fin último es la salvación.
Claro está, todo esta articulación de lazos
comunitarios implica la constitución de un orden
(comunitario) que disciplina la
actividad cotidiana de los "hermanos", erigiéndose
también, en consecuencia, como un espacio de
circulación de información, de satisfacción de
demandas y fundamentalmente de control.
Así es, la identidad colectiva que desarrollan
(con sus prácticas de apego a una "normatividad cristiana"
determinada), su sentido unificador y su proyecto de vida
adquieren una racionalidad a valores (en términos
weberianos) -que otorga una explicación para cada cosa y
que le da importancia, justificación y razón de ser
a los actos cotidianos de los feligreses- en relación con
el objetivo
buscado: el acceso al reino de los cielos.
En términos generales, a partir de esta fuerte
integración que experimentan los fieles a
través del desarrollo de una identidad colectiva y de las
relaciones comunitarias que establecen por su práctica
religiosa, se constituye una lógica
de operación grupal y colectiva para la consecución
de objetivos.
Evidentemente, todos estos fenómenos repercuten
en la conformación de una modalidad de conducta
cívica. Es decir, podemos interpretar que las
comunidades pentecostales tienden a ofrecer un orden sacro
integral que encuentra un preciso lugar y una explicación
(justificación) para cada cosa, que vuelve a ligar la
concepción de la ciudadanía con la religión.
Efectivamente, si la etimología del término
religión, como nos ilustra Derrida (1997) es
religare, volver a ligar, lo que se relaciona con
ob-ligar y, en consecuencia, con el "deber" y la "deuda",
las agrupaciones pentecostales tienden a amarrar dos
ámbitos claramente diferenciados por el modelo
socio-cultural de la modernidad y otorgar un marco integral de
ordenación. Es decir, vuelven a "re-encantar" el
fundamento del orden que gobierna el mundo. Así, los
feligreses pentecostales encuentran un fundamento trascendental
que concibe al poder divino como sustento y garante del orden
político-social establecido. Lo que implica que, por
mandamiento cristiano justifiquen a las autoridades y al orden
político-social secularmente establecido y que, por lo
tanto, los feligreses estén obligados a acatar las
leyes
seculares vigentes y a no cuestionar las autoridades estatuidas,
a comportarse como buenos ciudadanos y a respetar los símbolos patrios oficiales. Es decir,
re-establecen un tipo de ligazón justificada sacralmente
para el vínculo gobernantes-gobernados.
Entonces, al ligar la ciudadanía con la
religión, los feligreses pentecostales adquieren a
través de su creencia una determinada conducta
cívica que implica el deber de comportarse como
buenos ciudadanos, porque, en definitiva, el deber de todo
buen cristiano es ser un buen ciudadano. Factor que imprime
en cada feligrés una normatividad cívica
constituida a partir de lo sacro, que les otorga un marco de
referencia de acción
y vinculación con el mundo secular exterior a la
agrupación y, por lo tanto, con el resto de sus
conciudadanos, con los gobernantes y las instituciones del
Estado.
Pero esta conducta cívica, además, alienta
a los feligreses a buscar ejercer efectivamente y activamente sus
derechos y a cumplir con sus obligaciones. Esto también,
que por otro, lado los moviliza a perseguir con una lógica
grupal (antes que individual) los objetivos definidos por la
comunidad, en tanto racionaldidad a valores. Lo que los lleva a
articularse, en muchos casos, claramente como actores
político-sociales según los intereses definidos de
la comunidad. Ejemplos los encontramos en la Iglesia metodista
pentecostal de Chile (recordemos su apoyo al régimen de
Pinochet), en la Iglesia La Luz del Mundo de
México
(afiliada a la CNOP rama urbana y popular del PRI), en el
denominado Camino Cristiano para Nicaragua (que logró
salir tercero en las últimas elecciones presidenciales en
aquel país), en el apoyo recibido dado a Fujimori, en el
Perú, por los campesinos pentecostales de la sierra al
ubicar como tercer vicepresidente a un pastor (pentecostal) en
las elecciones del año 90, etc.
En pocas palabras, constituyen un orden
holísticamente integrado que implica, en consecuencia, la
conciliación de dos ordenes claramente separados por el
modelo socio-cultural de la modernidad: la práctica
ciudadana y la creencia religiosa. Es decir, desarrollan un tipo
particular de ciudadano a partir de una creencia, una identidad y
una práctica socio-religiosa, lo que parece indicar que en
las agrupaciones pentecostales la religión y la
ciudadanía vuelven a ser parte de una misma
cuestión.
Como consideración final, debemos tener presente
que esta problemática nos abre una gran cantidad de
interrogantes que nos obliga a reflexionar y a re-pensar una
serie de cuestiones que parecían encontrarse resueltas.
Por ejemplo: ¿qué sucede en la actualidad con el
proceso de secularización? ¿debemos re-pensar la
cuestión de la ciudadanía a la luz de este proceso?
¿qué consecuencias puede traer esta incipiente
"re-ligazón" entre la ciudadanía y la
religión? ¿estamos ante un proceso de
sacralización de lo político o ante una
politización de lo religioso?
Notas
1. El concepto de secularización, según K.
Dobbelaere, es un concepto multidimensional. Significa
lacización, es decir, un proeso de
diferenciación donde se desarrollan instituciones que
realizan diferentes funciones y que
además son estructuralmente diferentes. Así, la
religión se convirtió una institución junto
con otras y perdió su pretensión totalizante. Por
otra parte implica participación religiosa, que
hace referencia al comportamiento
individual y mide el grado de integración en corporaciones
religiosas y, cambio religioso que expresa el cambio que
ocurre en la postura de organizaciones
religiosas –iglesia, denominaciones y sectas- en materia de
creencias, moralidades y rituales. Karel, Dobbelaere,
Secularización: un concepto multidimensional. 1994, p.
8.
2. En términos tanto discursivos como
prácticos l relación de los individuos con el poder
ya no fue la misma que en el Antiguo Régimen, el ciudadano
pasó a ser un hombre que se asumía y podía
interpelar al poder a partir de determinados derechos, deberes y
garantías.
3. El espacio de lo público es ahora ocupado por
individuos libres e iguales que, en tanto ciudadanos, tienen
derechos y obligaciones, en donde el papel del Estado pasa a ser
el de rector y protector de tales derechos, desapareciendo de
este ámbito los estamentos y corporaciones del Antiguo
Régimen.
4. Según Escalante Gonzalbo, la idea de ciudadano
representa un "modelo cívico" que
contiene tres aspectos de tres tradiciones muy diferentes que ha
dominado el modelo de moral
pública y las formas de organización política de los
últimos dos siglos. Estas tradiciones son: la republicana,
la liberal y la democrática. La tradición
republicana tiene como modelo a la Roma
clásica, y adquiere su forma moderna en Maquiavelo. En
sus términos, la vida política tiene un valor propio,
su moralidad y
sus normas. De ella queda el énfasis en la virtud de los
ciudadanos, y la convicción de que hay un bien
público más allá de los intereses
particulares. La tradición liberal se concentra en las
garantías
individuales, en la tolerancia y en
la necesidad de respetar el orden jurídico. Supone en
términos prácticos una inversión de los valores
republicanos. Sus representantes clásicos son John Stuart
Mill y John Locke. La
tradición democrática tiene un vínculo
importante con el republicanismo porque en el encuentro con la
Voluntad General, los intereses y derechos de los individuos en
cuanto tales desaparecen para fundirse en el interés
colectivo. Su representante clásico es Rousseau.
Fernando, Escalante Gonzalbo, Ciudadanos Imaginarios, 1995,
p.33.
Bibliografía consultada
- Ponencia presentada en las Primeras Jornadas de
Teoría y Filosofía
Política. Universidad
de Buenos Aires,
Facultad de Ciencias
Sociales, Cátedra: Atilio Borón. - Bastian, Jean-Pierre, La mutación religiosa
de América Latina. Para una sociología del cambio social en la
modernidad periférica. México: FCE,
1997. - Berger, Peter; Berger, Brigitte; Kellner, Hansfried,
Un mundo sin hogar. Modernización y consciencia.
Santander: Editorial Sal Terrae, 1979. - Derrida, Jacques; Vattimo, Gianni (editores), La
religión. Buenos Aires: Ediciones de la Flor,
1997. - Dobbelaere, Karel, Secularización: un
concepto multidimensional. Materiales
de Cultura y Religión. México: Universidad
Iberoamericana, 1994. - Escalante Gonzalbo, Fernando, Ciudadanos
imaginarios. México: El Colegio de México,
1995. - Lechner, Norbert, "Un desencanto llamado
post-moderno". Imágenes desconocidas. La modernidad
en la encrucijada postmoderna. Buenos Aires: CLACSO,
1988.
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encuentra bajo licencia Creative Commons
Paula Biglieri