El proceso de privatización en la Argentina: la renegociación con las empresas privatizadas
- El marco
histórico: del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 a
los estallidos hiperinflacionarios de 1989 y
1990 - La importancia
estratégica del programa
privatizador - La primacía del
"tiempo político" y la premura
privatizadora - La centralidad de las
privatizaciones en la conformación de la "comunidad de
negocios"
Las privatizaciones y la profundización de la
concentración del capital
Principales singularidades del programa
privatizador
Los impactos de las privatizaciones sobre la
formación de capital, el déficit fiscal y los
desequilibrios externos
La importancia del "trabajo sucio" realizado por el
gobierno argentino antes de la transferencia de los activos
públicos al capital concentrado
interno
El comportamiento de las tarifas y su impacto sobre la
estructura de precios relativos de la economía
argentina
Los principales factores explicativos del
comportamiento de los precios: "debilidades" normativas e
"indexación flexible" de las tarifas
El desempeño de las firmas prestatarias y las
singularidades del capitalismo argentino en los años
noventa: ganancias extraordinarias y nulo riesgo
empresario
La comparación internacional de las ganancias
de las privatizadas
Ganancias extraordinarias y recuperación de la
inversión
Notas
Descriptores Temáticos: PRIVATIZACION,
EMPRESAS, RENTABILIDAD,
CONCENTRACION DEL CAPITAL,
DEFICIT FISCAL,
CAPITALISMO,
PRECIOS,
GANANCIAS DE CAPITAL, ARGENTINA
Presentación**
El demorado inicio de la renegociación con las
empresas privatizadas dispuesta por la reciente Ley Nro. 25.561
(de "Emergencia Pública y Reforma del Régimen
Cambiario") remite a una serie de reflexiones que, seguramente,
según sea la forma de resolución de las mismas,
permitiría revertir una de las mayores inequidades
–económico-sociales– instauradas bajo la
Administración Menem, y
mantenidas durante el gobierno de la
Alianza.
En primer lugar, y como antecedente esencial para
interpretar la trascendencia del tema, cabe resaltar que las
empresas privatizadas han venido gozando de una multiplicidad de
privilegios, desconocidos para los restantes agentes
económicos que operan en el país. Se trata de,
entre otros, el de contar con reservas de mercados mono u
oligopólicos, una manifiesta "debilidad" regulatoria
(plenamente funcional a sus intereses), la dolarización de las tarifas sujetas, a la
vez, a ajustes –alzas– sistemáticos asociados
–ilegalmente, atento a las prohibiciones explícitas
de la propia Ley de Convertibilidad– a la evolución de índices de precios
estadounidenses, en un marco de deflación de precios y,
fundamentalmente, salarios
domésticos. Al respecto, cabe señalar que
sólo considerando esta ilegal (como se desprende de
diversos fallos judiciales, así como también lo
considera la propia Procuración del Tesoro)
actualización tarifaria, las empresas privatizadas se han
apropiado de beneficios extraordinarios que han superado, hasta
fines de 2000, los 9.000 millones de dólares.
De allí que no resulte casual que durante la
década de los años noventa, la rentabilidad media
del conjunto de las empresas privatizadas fuera entre siete u
ocho veces superior a las de, incluso, el resto de las mayores
firmas del país. Sin duda, tal asimetría de
comportamiento
–entre las privilegiadas empresas privatizadas y el resto
de las firmas locales–, sumada a la sistematicidad y
homogeneidad del fenómeno, sólo puede ser
atribuible a los muy disímiles contextos operativos en que
ambos subconjuntos de empresas han debido operar durante el
decenio pasado. Ello resulta particularmente notorio si se lo
confronta, en especial, con el que ha venido enmarcando el
desempeño de los sectores productores de
bienes
transables (acelerada apertura, omisiones en materia de
legislación y regulación antidumping,
contracción del mercado,
elevadísimos costos
financieros locales e imposibilidad de acceso al crédito
internacional, etc.).
En ese marco se inscribe una primera reflexión en
torno a lo
dispuesto en el artículo 8 de la Ley de Emergencia, por el
que se elimina la dolarización de las tarifas –y el
consiguiente seguro de
cambio del que
gozaban las empresas privatizadas– así como
también la indexación periódica de las
mismas. En efecto, la Ley dispone que "quedan sin efecto las
cláusulas de ajuste en dólar o en otras divisas
extranjeras y las cláusulas indexatorias basadas en
índices de precios de otros países y cualquier otro
mecanismo indexatorio. Los precios y tarifas resultantes de
dichas cláusulas, quedan establecidos en pesos a la
relación de cambio un peso = un dólar
estadounidense".
Esta supresión de los privilegios privativos de
tales empresas se ve reforzada, incluso, al reformarse el
texto del art.
10 de la Ley de Convertibilidad (por el artículo 4 de la
Nro. 25.561), donde se reafirma (en consonancia con diversos
fallos judiciales) que la prohibición de indexar precios y
tarifas rige desde el primero de abril de 1991. El nuevo texto
del artículo 10 de la Ley de Convertibilidad queda
así redactado: "Mantiénense derogadas, con efecto a
partir del 1° de abril de 1991, todas las normas legales o
reglamentarias que establecen o autorizan la indexación
por precios, actualización monetaria, variación de
costos o cualquier otra forma de repotenciación de las
deudas, impuestos,
precios o tarifas de los bienes, obras o servicios"
(cursivas propias). Ello parecería viabilizar, incluso, la
revisión de todos aquellos ajustes tarifarios que,
vía decretos y resoluciones de dudosa juridicidad, han
conllevado rentas extraordinarias para las empresas privadas que
se hicieron cargo de los servicios
públicos. Se trata, sin duda, de uno de los elementos
esenciales de la Ley de Emergencia que, si la Administración Duhalde se propone
instalarlo en la mesa de negociación, debería dar lugar a una
revisión integral –a la baja, por el resarcimiento
implícito que conllevaría– de las actuales
–y por demás elevadas– tarifas de los
servicios públicos privatizados.
Una segunda reflexión remite a lo dispuesto en el
articulo 9 de la Ley Nro. 25.561, donde queda planteada la
renegociación de los contratos con
tales empresas. Si bien uno de los rasgos distintivos de las
privatizaciones argentinas ha sido la recurrente
–y, por demás opaca– renegociación de
los contratos (en general, vinculadas a ajustes tarifarios,
condonación de incumplimientos en materia de inversión, concesión de nuevos
privilegios, etc.), en este caso se incorpora, como hecho
novedoso, la fijación de ciertos criterios básicos
sobre los que deberán estructurarse tales renegociaciones,
que en poco o nada se asemejan a los que han venido sustentando
las anteriores "readecuaciones" de diversas cláusulas
contractuales. En ese sentido, la Ley dispone que en las
renegociaciones deberá considerarse "el impacto de las
tarifas en la competitividad
de la economía y en la distribución de los ingresos; la
calidad de los
servicios y los planes de inversión, cuando ellos
estuviesen previstos contractualmente; el interés de
los usuarios y la accesibilidad de los servicios; la seguridad de los
sistemas
comprendidos; y la rentabilidad de las empresas".
El contemplar los efectos de las tarifas sobre la
competitividad y la distribución del ingreso –sin
duda, los más perniciosos acumulados durante los
años noventa como resultado de las modalidades de las
privatizaciones e, incluso, de las posteriores
renegociaciones–, los más que insatisfactorios
grados de cumplimientos en materia de calidad y compromisos de
inversión, la protección de los intereses de los
usuarios y la preocupación por la universalización
de los servicios, así como por la seguridad –en
realidad, en muchos casos, ha venido primando la inseguridad,
en diversos campos– en la prestación de los
servicios, emergen como fenómenos novedosos y más
que legítimos en cuanto a la protección de la
sociedad en su
conjunto frente a la precedente permisividad –y/o
captura– oficial ante las empresas privatizadas.
Por otra parte, y es de esperar que así sea,
contraponiéndose a las recurrentes renegociaciones
contractuales previas que, sistemáticamente, han tendido a
preservar –cuando no, a acrecentar– los beneficios de
privilegio de las empresas privatizadas, la consideración
de la rentabilidad de las mismas debería atender, pura y
exclusivamente, a convertir la prestación de servicios
públicos en una actividad económica que conlleve,
como las restantes, los consiguientes riesgos
empresarios, sin que ello suponga –como sucediera durante
los noventa– la concesión de garantías
–incluso, formalizadas bajo la usual recurrencia a la
"necesidad" de mantener inalterada la ecuación
económico-financiera de las empresas–. Es
más, la consideración de las tasas de rentabilidad
de las empresas privatizadas debería constituirse en un
elemento constitutivo decisivo al momento de concretarse las
revisiones tarifarias periódicas que, en el atípico
ejemplo privatizador local, sólo están contempladas
en algunos de los servicios privatizados. Asimismo, por las
propias características de muchos de esos servicios
–mono u oligopólicos, baja elasticidad de la
demanda,
etc.–, la justicia y
razonabilidad de las tarifas –y de los beneficios que las
mismas llevan aparejadas– remitiría, seguramente,
como lo demuestra la experiencia internacional, a tasas de
ganancia inferiores a las predominantes en la mayor parte de los
restantes sectores de la economía.
En realidad, de satisfacerse plenamente los criterios
fijados en la Ley Nro. 25.561, los resultados de las
renegociaciones a iniciarse deberían constituirse en la
antítesis de lo
acaecido en las precedentes donde, sistemáticamente, se
privilegió el mantener o, incluso incrementar, los
beneficios extraordinarios de las empresas privatizadas, frente a
la inseguridad jurídica –y los intereses
reales– de los usuarios y consumidores de los servicios
privatizados. Sin embargo, cabe incorporar una tercer
reflexión, y tal vez la más trascendente: la
consideración de las relaciones de poder que
terminarán por verse reflejadas en tales renegociaciones.
El histórico poder de lobbying de las empresas
involucradas, la sistemática recurrencia – desde el
mismo día de promulgación de la Ley– a las
tradicionales operaciones de
prensa
–hasta amenazantes– y, fundamentalmente, la presión
que han venido ejerciendo –casi a niveles inescrupulosos,
según transcendidos periodísticos– las
máximas autoridades nacionales de muchos de los
países de origen de empresas privatizadas, plantean
importantes interrogantes en cuanto a las formas definitivas de
resolución de las renegociaciones en curso.
Más aún en un contexto internacional que
resulta muy poco propicio para el país (donde las
presiones de los organismos multilaterales de crédito
resultan decisivas), para ejercitar los principios
mínimos de soberanía o autonomía nacional, en
un marco de resguardo pleno de los intereses de sus habitantes
que, durante ya varios largos años, se han visto
enfrentados a lo que cabría caracterizar como "saqueo" por
parte de las empresas privatizadas.
Es más, el demorado inicio de las renegociaciones
previstas en la Ley de Emergencia parecería haber operado
a favor de las empresas privatizadas que han desplegado una muy
activa campaña en torno a reclamos o cuasi-exigencias que
tienden a inscribirse en la preservación de sus
exorbitantes rentas de privilegio.
A título ilustrativo, basta con resaltar algunos
de esos condicionantes (enmarcados, en muchos casos, en la
"amenaza" de declararse en convocatoria de acreedores o de
abandonar el país) donde, naturalmente, no se incorpora
mención alguna a, por ejemplo, la licuación de sus
pasivos con el sistema
financiero local (entre los 50 mayores deudores que
recientemente vieron licuados sus pasivos, pueden reconocerse 25
empresas privatizadas que, por ese medio, obtuvieron un beneficio
–2.000 millones de pesos– equivalente al de las
ganancias internalizadas por las mismas en el año
2000):
* la suspensión y/o la reducción de
los –poco exigentes y, en numerosos casos,
incumplidos– compromisos de inversión y de
expansión y universalización de los
servicios, al igual que con respecto a los índices
de calidad comprometidos contractualmente;* la prórroga de los plazos de
concesión;* el otorgamiento de un seguro de cambio para las
deudas empresarias con el exterior (los pasivos externos de
Aguas Argentinas alcanzan casi los 700 millones de
dólares –el 20% de esa deuda corresponde a
créditos otorgados por la
Corporación Financiera Internacional/Banco
Mundial que, como tal, controla parte de las tenencias
accionarias de Aguas Argentinas–, los de Telecom
Argentina y Telefónica de Argentina superan, en
conjunto, los 6.000 millones de dólares, mientras
que el endeudamiento externo global de las empresas que
actúan en los sectores gasífero y eléctrico se
ubican, en cada caso, en el orden de los 3.000 millones de
dólares);* la traslación automática a las
tarifas de los incrementos en los costos derivados de la
maxidevaluación y/o la implementación de un
tipo de
cambio preferencial (bastante más reducido que
el oficial –la aspiración de las firmas es el
reconocimiento de la vieja paridad convertible 1
dólar=1 peso–) para las importaciones de bienes de capital y/o de
insumos (todas estas empresas tienen un muy elevado
componente importado que, en buena medida, proviene de
compañías vinculadas, sin control
ni consideración oficial alguna sobre los
–más que presuntos– precios de
transferencia);* la indexación de las tarifas en función de la evolución de los
precios internos (que, bajo el actual esquema
macroeconómico, seguramente crecerán
holgadamente por encima de sus similares de los EE.UU., por
los cuales vinieron ajustando sus tarifas hasta la reciente
sanción de la Ley Nro. 25.2561); y* la instrumentación de mecanismos de
subsidio estatal a la creciente cartera de morosos de las
empresas (como podría ser una tarifa de
interés social pero costeada con recursos
fiscales).¿Cederá el gobierno también a
estas "sugerencias" de las firmas privatizadas, tal como lo
hizo con la –innecesaria– licuación de
sus pasivos con el sistema
financiero local? ¿O apuntará, por primera
vez después de una larga década
neoconservadora, a desarticular tales privilegios y, por
esa vía, a garantizar la "seguridad jurídica"
–y a favorecer los intereses– de los usuarios y
consumidores? Esto último, a partir de, por ejemplo
incorporar en la mesa de negociaciones una serie de temas y
problemas que demandan una urgente
revisión en el marco de la normativa
vigente:* la señalada ilegal indexación
tarifaria según variaciones en los índices de
precios de los Estados
Unidos – una maniobra elusoria de la Ley de
Convertibilidad, tal como lo reconocen diversos fallos
judiciales e, incluso, el artículo 4 de la Ley Nro.
25.561, de la que no gozó ninguno de los restantes
precios de la economía argentina, en especial, los
salarios–;* una proporción no despreciable del
abultado endeudamiento externo de las empresas (en muchos
casos, con firmas vinculadas) no se canalizó hacia
la inversión sino que se destinó al mercado
financiero local aprovechando las diferencias existentes en
las tasas de
interés vigentes a nivel internacional y en el
plano local;* una parte importante de las compras
en el exterior de insumos y/o maquinarias y equipos de las
privatizadas se vinculó con transacciones con
empresas relacionadas societariamente (lo cual no
sólo trajo aparejado el desmantelamiento del
entramado local de proveedores, en el marco de una absoluta
despreocupación oficial por hacer cumplir las
leyes de
"compre argentino" y de "contrate nacional", sino que
también conllevó la recurrencia a precios de
transferencia y a la sobrefacturación de sus
importaciones intracorporativas);* los incumplimientos en cuanto a la transferencia
a tarifas (tal como lo dispone la normativa) de buena parte
de las reducciones impositivas, "sacrificio fiscal" que
terminó por engrosar sus muy elevadas tasas de
rentabilidad; y* el no cumplimiento de las metas de
expansión o de universalización de los
servicios que, naturalmente, afectó a los hogares y
a las regiones del país de menores
ingresos.
Sin duda, está en manos de la Administración Duhalde incorporar estos
elementos –y algunos más, de similares
características– en la "mesa de negociación"
y cumplimentar, así, con los enunciados de la Ley Nro.
25.561, donde la protección de usuarios y consumidores
debe asumir el papel protagónico, sumado al imprescindible
enfrentamiento frente a los lobbies empresarios que emergen como
uno de los beneficiarios fundamentales de la experiencia extrema
del neoliberalismo
argentino.
Es en este último marco donde se inscriben los
objetivos
perseguidos por este trabajo del
Area de Economía y Tecnología de la
FLACSO, que parte del reconocimiento previo de considerar al
programa
privatizador instrumentado bajo la Administración Menem
como uno de los ejes centrales y determinantes en la
profundización de un patrón de acumulación
crecientemente concentrador en lo económico y excluyente
en lo social. Las principales modalidades que adoptó dicho
proceso tendieron a conformar –y/o preservar–
ámbitos privilegiados de acumulación y reproducción del capital, caracterizados
por un nulo riesgo empresario, y
ganancias extraordinarias (de las más altas a nivel local
e, incluso, en el plano internacional) que fueron internalizadas
por un núcleo muy reducido –aunque sumamente
poderoso en términos económicos, políticos y
sociales– de grandes grupos
empresarios de origen nacional y extranjero. Es, sin duda, en ese
marco, en el que deberían ser encaradas las actuales
renegociaciones con el conjunto de las empresas
privatizadas.
El objetivo
central de este trabajo, que sintetiza diferentes trabajos del
Area de Economía y Tecnología de la FLACSO (todos
concluidos antes de que se iniciara la actual ronda de
renegociación contractual entre el gobierno y las
privatizadas), es el de aportar una caracterización del
proceso privatizador, haciendo especial hincapié no
sólo en sus principales aspectos y sus impactos de mayor
significación, sino también en su centralidad en la
profundización de la política de desguace
del Estado y de la
sociedad argentinas que los sectores dominantes han venido
aplicando con particular intensidad desde mediados de los
años setenta, así como de la "revancha clasista"
resultante de la misma. Para ello, se ha escogido una estrategia de
exposición que prioriza el análisis de diversos rasgos distintivos del
programa desestatizador desarrollado en el país durante
los años noventa, enfatizando algunas de las
peculiaridades que los mismos asumieron en los distintos sectores
privatizados.
El marco
histórico: del golpe de Estado
del 24 de marzo de 1976 a los estallidos hiperinflacionarios de
1989 y 1990
A poco de asumir el gobierno, mediante la sanción
de las leyes de Reforma del Estado y de Emergencia
Económica, el Dr. Menem encaró una muy abarcativa y
acelerada política de privatización de empresas
públicas. Es evidente que una transformación de
semejante envergadura (que se encuadró en un programa
global de reformas estructurales de inspiración
neoconservadora, que pivoteaba no sólo sobre la
transferencia de las principales firmas estatales y de la
privatización de áreas que tradicionalmente
habían estado en manos del Estado, sino también
sobre la desregulación de una amplia gama de mercados, la
apertura –asimétrica– de la economía a
las corrientes internacionales de bienes y capitales, y la
"flexibilización" –en rigor, la
precarización– de las condiciones laborales) no
podía dejar de producir un impacto significativo en el
perfil y la estructura de
la economía argentina y en su posible sendero evolutivo.
Antes de considerar estos efectos, cabe caracterizar muy
someramente el contexto social, político y
económico en el que se enmarcó dicho proceso
(Abeles, 1999; Azpiazu, 1995; Azpiazu y Nochteff, 1998; Basualdo,
1994; y Verbitsky, 1990).
Ello permitirá apreciar las numerosas
"líneas de continuidad" que se perciben entre la
política –no sólo económica– de
la última dictadura militar
y la instrumentada por el gobierno del Partido Justicialista en
la década de los noventa y el de la Alianza. En especial,
en lo que respecta al principal objetivo estratégico de
dichas administraciones gubernamentales: el fortalecimiento
económico, político y social del bloque dominante
que se conformó durante el período dictatorial y se
afianzó en el transcurso de la gestión
de gobierno del Dr. Alfonsín. Ello, en paralelo a la
profundización de un modelo de
acumulación cuyos denominadores comunes son la
desindustrialización ligada a la crisis de las
pequeñas y medianas empresas, el predominio de la
valorización del capital, la centralización del capital, la
concentración de la producción (1) y el ingreso, la desocupación y la precarización de
las condiciones laborales de los trabajadores, y la
exclusión de un número creciente de
individuos.
En abril de 1988, cuando el gobierno radical
suspendió el pago de los servicios (y del capital) de la
deuda externa
pública, se puso de manifiesto la lucha de intereses que
existía en el interior de los sectores de poder
económico (los grupos económicos locales y los
conglomerados extranjeros radicados en el país, por un
lado, y los acreedores externos, por otro). Lo que se expresa en
dicha moratoria (o default) es la imposibilidad del Estado
argentino de seguir cumpliendo con el pago de los servicios de la
deuda externa y, al mismo tiempo,
continuar subsidiando al capital concentrado interno (entre otras
formas, a partir de la estatización de la deuda externa
del sector privado, la licuación de pasivos internos, la
promoción industrial, o los sobreprecios en
las compras del Estado) mediante una considerable exacción
de ingresos a los sectores populares (Azpiazu, 1991; Azpiazu y
Basualdo, 1990; Azpiazu, Basualdo y Khavisse, 1986; y Basualdo,
1987 y 1992).
El origen de lo que, a partir de 1988, comienza a
perfilarse como la fuente de la crisis hiperinflacionaria que se
desataría un año después, y que
pondría fin al primer gobierno de la restauración
democrática, remite, en realidad, a la
reestructuración social y económica impuesta por la
última dictadura
militar (1976-1983). En este sentido, cabe destacar que la
profunda derrota experimentada por los sectores populares a
partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 dio lugar al
desarrollo de
un nuevo régimen de acumulación que no sólo
supuso una redefinición radical –y, en muchos
aspectos, de muy difícil reversión– de la
relación entre el capital y el trabajo,
sino también una considerable reestructuración
dentro de la propia esfera del capital.
En efecto, dentro del sector empresario, las
pequeñas y medianas firmas, así como algunas de
gran tamaño, resultaron afectadas por la
orientación adoptada por la política
económica de Martínez de Hoz, al tiempo que una
parte importante de empresas oligopólicas (propiedad, en
su mayoría, de grandes grupos económicos),
acentuó su participación y control sobre distintos
sectores de actividad (tanto por su fortalecimiento en aquellos
mercados en los que ya participaban, como por su ingreso a nuevas
áreas –la mayoría de las cuales
resultó favorecida por diversas modalidades de
promoción y/o resguardo por parte del
Estado–).
En otras palabras, el proceso de reestructuración
económico-social que tuvo lugar en el país durante
el gobierno militar supuso un doble proceso de transferencia de
ingresos: desde el trabajo hacia el capital y, dentro de
éste, desde las pequeñas y medianas empresas hacia
las de mayor tamaño (en especial, hacia aquellas que eran
propiedad de los integrantes del nuevo bloque de poder
económico). Esta nueva fisonomía de la elite
dominante argentina se vio parcialmente modificada a principios
de los años ochenta, cuando, a partir de la "crisis de la
deuda externa", que dio origen a lo que posteriormente se
denominó la "década perdida", los acreedores
externos irrumpen como otro de los decisivos factores de poder en
el país.
¿Por qué enfatizar este aspecto del
impacto de la política económica de la dictadura
militar? Debido a que es sobre el legado estructural que
supusieron la derrota del campo popular y la
reconfiguración en el interior de la clase
dominante, que se irá asentando una nueva dinámica de comportamiento social y
económico –íntimamente relacionada con el
papel del sector
público– que, hacia finales de la década
de los ochenta, desembocaría en la llamada "quiebra del
Estado". Más aún cuando fue dicha crisis del sector
público (cuya expresión sintomática se
manifiesta, indudablemente, en el estallido hiperinflacionario de
1989) la que, finalmente, allanaría el camino de las
transformaciones estructurales implementadas en los años
noventa, dentro de las cuales las privatizaciones
ocuparían un papel decisivo. Por ello es que vale la pena
analizar con cierto detenimiento aquellos aspectos que
caracterizaron al desempeño de los sectores dominantes
durante los años ochenta y que, en su articulación
con el rol del Estado, dieron lugar a la debacle
económico-social que hoy padece buena parte de la sociedad
argentina.
Como resultado de la política económica
del período 1976-1983 emergen, en medio de un proceso de
desindustrialización y de creciente auge financiero en la
economía argentina, un reducido número de grupos
económicos, empresas extranjeras y bancos
acreedores, que van concentrando una porción creciente del
ingreso nacional. Ello trajo aparejado un poder de veto decisivo
en el campo de las políticas
económicas, que tendería a condicionar sobremanera
el rumbo del proceso económico, político y social
del país hasta la actualidad.
La reconquista de la democracia
(1983) no alteró la centralidad del Estado como
instrumento de apropiación y reasignación del
excedente por parte de las fracciones más concentradas del
poder económico. En rigor, se trata de la emergencia de un
nuevo Estado; proceso caracterizado por el hecho de que el
endeudamiento externo y la estatización de la deuda
externa privada, la reforma financiera y la licuación de
la deuda interna, los regímenes de promoción
industrial –que facilitaron al capital concentrado la
instalación de nuevas plantas fabriles
con cuantiosos subsidios estatales–, y los abultados
sobreprecios pagados por el Estado y
las empresas públicas a sus proveedores, constituyen los
principales mecanismos a través de los cuales este
reducido núcleo de empresas oligopólicas
tendió a consolidar su poderío económico y a
condicionar de allí en más el desarrollo
económico y social de la Argentina en su conjunto,
así como a reducir de manera sustancial y creciente los
grados de "autonomía relativa" del sistema
político (Basualdo, 2001).
No obstante, más allá de esta creciente
concentración de poder económico, el proceso de
reestructuración económica y social propiciado por
la dictadura no estaría exento de contradicciones entre
los propios sectores beneficiados. Ello es lo que comienza a
tornarse evidente en abril de 1988, pocos meses antes del
lanzamiento del "Plan Primavera",
en la medida en que los ingresos de este nuevo Estado no resultan
suficientes para garantizar las crecientes transferencias de
recursos desde el fisco hacia los grupos económicos, y
para cumplir, al mismo tiempo, con el pago de los intereses de la
deuda a los acreedores externos.
A los efectos de comprender en toda su intensidad este
proceso, cabe destacar que entre 1981 y 1989, se remitieron al
exterior, en concepto de
intereses de la deuda externa, aproximadamente 27.000 millones de
dólares (monto que representa el 4,3% del PBI global de
ese período), mientras que el capital concentrado interno
(es decir, los principales grupos económicos locales y
extranjeros del país) fue beneficiario de transferencias
cuya magnitud superó los 67.000 millones de dólares
(equivalentes a casi el 10% del PBI total), es decir, más
del doble de lo obtenido por la banca acreedora.
Todo ello fue posible gracias a la implementación de
diversas medidas de política que determinaron una
drástica contracción en la participación de
los asalariados en el ingreso nacional: los trabajadores dejaron
de percibir una cifra (cercana a los 80.000 millones de
dólares) equivalente al 12,6% del PBI del período
(2).
Entre las transferencias al capital concentrado interno
se computan: los subsidios al sector financiero por la quiebra de
distintas entidades; el costo fiscal de
los diversos regímenes de promoción industrial; los
subsidios a las exportaciones
industriales; la licuación de la deuda interna que pusiera
en marcha en 1982 el Dr. Cavallo, durante su gestión al
frente del Banco Central de
la República Argentina; la estatización de la deuda
externa privada mediante la instrumentación de los
seguros de
cambio; y los subsidios implícitos en los primeros
regímenes de capitalización de deuda externa,
instrumentados a partir de 1985. No puede dejar de remarcarse, a
ese respecto, el hecho de que los montos consignados conforman
una estimación de mínima, al no contemplar uno de
los principales mecanismos por medio de los cuales se canalizaron
recursos fiscales hacia las fracciones más concentradas
del capital local, a saber: los sobreprecios en las compras del
Estado y sus empresas, mecanismo de transferencia de recursos
públicos hacia el poder económico local que se
consolida, como una constante, a partir de la última
dictadura militar.
Dentro de las grandes compañías
beneficiadas por los cuantiosos sobreprecios pagados por el
Estado y sus empresas al adquirir bienes y servicios se
encontraban, principalmente, las firmas controladas por los
grupos económicos nacionales más importantes del
país como, por ejemplo, Astra, Macri, Pérez Companc
y Soldati, o aquellas vinculadas a algunos conglomerados
extranjeros, como es el caso del holding Techint, miembros
prominentes de lo que daría en llamarse la "patria
contratista". La alusión a estos grupos empresarios no es
casual, ya que, como se analiza posteriormente, fueron los
principales beneficiarios del proceso de privatización
encarado bajo la gestión gubernamental del Dr. Menem.
Además, por el hecho de que algunas de las empresas de
estos conglomerados empresarios, proveedoras del Estado y/o de
las empresas públicas, serían, en una
proporción no despreciable, responsables del creciente
desfinanciamiento que aquejaría a las firmas de servicios
públicos durante la década de los ochenta,
deterioro que sería utilizado por el establishment
–es decir, por estos mismos capitales y/o por sus cuadros
de intelectuales
orgánicos- como uno de los argumentos centrales en favor
de su privatización.
De lo anterior se desprende que la situación de
los acreedores externos a fines del decenio de los ochenta era
paradojal: es indudable que a través de los organismos
internacionales de crédito determinaban las
características globales que debía asumir la
política económica, pero sus condiciones
específicas (es decir, la forma en que las distintas
medidas "recomendadas" eran procesadas –en un proceso de
realimentación conjunta– y, finalmente, puestas en
práctica a nivel doméstico) estaban definidas por
el capital concentrado interno a través del Estado. Sin
duda, esto último fue lo que trajo como consecuencia que
los acreedores externos fuesen relativamente "marginados" de la
acentuada redistribución del excedente registrada en los
años ochenta.
De allí que, si con la interrupción de los
pagos al exterior que se produce en 1988 -lo que supuso
anteponer, una vez más, los intereses del capital
concentrado interno a los de los acreedores externos- se
inició el proceso que desembocaría en la
explosión hiperinflacionaria del segundo trimestre de
1989, no resulte llamativo que el ataque especulativo contra la
moneda local (la "corrida cambiaria" iniciada los primeros
días del mes de febrero de ese año) fuera
desencadenado por algunos de los bancos extranjeros radicados en
el país (Lozano y Feletti, 1991).
Es por este motivo que suele atribuirse la responsabilidad de la hiperinflación a la banca acreedora
extranjera. Pero este tipo de interpretaciones, donde la
coyuntura –el llamado "golpe de mercado"– tiende a
ocupar el centro de la escena socio-económica, resulta
insuficiente o parcial. En realidad, bajo la perspectiva expuesta
precedentemente, la crisis hiperinflacionaria de 1989 reconoce
sus raíces en el patrón de acumulación
capitalista y la profunda reestructuración social
resultantes de la política económica implementada
bajo el gobierno militar.
Si bien no se pretende reconstruir minusiosamente los
procesos
sociales, económicos y políticos que culminaron en
los estallidos hiperinflacionarios de fines de los ochenta y
principios de los noventa, resulta importante enfatizar el hecho
de que en la raíz de dicha crisis se encuentra la puja
distributiva por la apropiación del excedente entre, por
un lado, los conglomerados nacionales y extranjeros que operan en
el país y, por el otro, los acreedores externos, dado que
en la Argentina, los sectores dominantes han difundido, y el
sistema político y buena parte de la "comunidad
académica" han convalidado, la idea que atribuye la
responsabilidad de la crisis al supuesto Estado de Bienestar que,
con sus variantes, habría estado vigente desde 1945, y no
a los actores sociales que determinaron su comportamiento (es
decir, al Estado y no al nuevo tipo de Estado que se había
conformado desde mediados de los años setenta).
Naturalmente, en estas condiciones, percibir la crisis
como el fin del Estado "populista" supone una clara maniobra
ideológica destinada a legitimar la
reestructuración que impulsaron las fracciones sociales
dominantes en la década de los noventa. En otras palabras,
el tipo de lectura que se
logró imponer sobre las causas de la crisis es lo que
determinó las formas en que se buscó salir de la
misma. Así, si el Estado era el responsable
prácticamente exclusivo de todos los problemas que
aquejaban a la Argentina a fines de los ochenta (inflación
elevada, déficit fiscal, alto endeudamiento externo,
deficiente prestación de servicios y provisión de
bienes, etc.), era obvio que la resolución de los mismos
pasaba, siempre desde la óptica
de los sectores de poder y sus cuadros orgánicos, por la
"Reforma del Estado".
La importancia
estratégica del programa
privatizador
En el caso de los acreedores externos, las
privatizaciones permitirían restablecer el pago de los
servicios de la deuda externa –además de permitir el
pago del capital, y de los intereses "caídos" en el
período 1988-1990–, mediante la
instrumentación del mecanismo de capitalización de
los títulos de la deuda en la transferencia de los
activos
estatales. En el caso de los grupos económicos locales y
de los conglomerados extranjeros radicados en el país,
suponía la apertura de nuevos mercados y áreas de
actividad con un reducido –o, como se pudo comprobar luego,
inexistente– riesgo empresarial, en la medida en que se
trataba de la transferencia o la concesión de activos a
ser explotados en el marco de reservas legales de mercado en
sectores monopólicos u oligopólicos, con ganancias
extraordinarias garantizadas por los propios marcos
regulatorios.
De esta manera, en la medida en que, mediante la
privatización de empresas estatales, se pudiera hacer
converger los intereses de los acreedores externos y del capital
concentrado radicado en el país, el círculo vicioso
–y explosivo (para la mayoría de la sociedad
argentina)– al que había conducido la pugna por el
excedente entre los distintos componentes del "gran capital"
durante los ochenta, podría devenir en un círculo
"virtuoso" de asociación y convergencia, al margen
–como era previsible, y luego se constataría–
de las necesidades de los sectores populares.
En realidad, el programa de privatizaciones
constituiría una prenda de paz por "partida doble". Por un
lado, permitiría saldar de forma "superadora" el conflicto
existente entre las fracciones predominantes del capital (interno
y externo). Por otro, como consecuencia de lo anterior,
permitiría al gobierno del Dr. Menem contar con un
sólido apoyo político, sobre el cual
sustentaría su consolidación en el poder (3). En
otras palabras, las privatizaciones darían lugar a una
conciliación tanto entre actores internos y externos como
entre éstos (tomados conjuntamente) y la nueva
administración gubernamental. Esta convergencia de
intereses constituiría el trasfondo socio-político
–o, en otros términos, la condición de
posibilidad desde un punto de vista
"extra-económico"– del vasto programa de reformas
estructurales instrumentado por la Administración Menem,
así como de la estabilización general de precios y
el crecimiento
económico posteriores a la implementación del
Plan de Convertibilidad (Nochteff, 1996 y 1999).
Los primeros intentos de privatización en la
Argentina que, en realidad, no superaron el plano discursivo, se
remontan a los planes económicos de la última
dictadura militar: durante la gestión de Martínez
de Hoz se planteó la necesidad de privatizar algunas
empresas públicas. Sin embargo, en ese período no
sólo no se privatizó ninguna compañía
estatal sino que, por el contrario, al concluir el proceso
militar, el Estado había tenido que absorber (a
través del Banco Central) un número importante de
firmas privadas que habían quebrado con la profunda crisis
iniciada en 1981.
En realidad, fue durante el gobierno radical
–más precisamente, cuando Rodolfo Terragno toma a su
cargo el Ministerio de Obras Públicas– cuando se
manifestaron los primeros ensayos de
privatizar algunas de las principales empresas públicas
(en particular, Aerolíneas Argentinas y ENTel). Tales
proyectos
fueron bloqueados por la actitud
parlamentaria de los legisladores del justicialismo que
cuestionaron las privatizaciones propuestas, contando con un
fuerte apoyo de los sindicatos y
de los proveedores del Estado (la llamada "patria contratista",
que, posteriormente, pasaría a integrar los consorcios
adjudicatarios de los distintos procesos de
privatización).
Sin embargo, a poco de asumir la administración
menemista, a mediados de 1989 (en plena crisis
hiperinflacionaria), ese mismo partido elevó al Congreso y
logró la aprobación legislativa
–prácticamente, sin oposición alguna (dado el
"pacto de transición" establecido entre Menem y el
renunciante Alfonsín)– de un muy ambicioso programa
de privatizaciones, mucho más radical, difundido y
acelerado que el que había cuestionado poco tiempo antes.
A partir de allí, con la sanción de la Ley de
Reforma del Estado en agosto de 1989, a partir de la cual
quedaron sujetas a privatización las principales empresas
de propiedad estatal, se inicia una nueva fase en cuanto al papel
del sector público en la Argentina, con la emergencia de
nuevos mercados para la actividad privada y de nuevas
áreas privilegiadas con rentas extraordinarias y reservas
de mercado promovidas y protegidas por el accionar del
Estado.
De allí que, en última instancia, la Ley
de Reforma del Estado y, fundamentalmente, el proceso de
privatizaciones deban entenderse como la generación de un
nuevo mercado para el sector privado (en rigor, para el capital
concentrado interno), privilegiado respecto a las restantes
áreas de la economía, o, en otras palabras, como
una "vuelta de tuerca" más (sin duda, la más
profunda, dado su significado económico, político y
social que trasciende la Administración Menem) en el
proceso de desguace del Estado y de la sociedad que la clase
dominante ha venido aplicando en la Argentina durante las
últimas décadas.
La primacía del
"tiempo político" y la premura
privatizadora
En este sentido, si en algo se destaca el programa de
privatizaciones desarrollado en el país durante el
gobierno menemista respecto a otras experiencias internacionales
relativamente contemporáneas, es en la celeridad y en lo
abarcativo de sus realizaciones. La mayor parte de las
privatizaciones se llevó a cabo en el breve lapso
comprendido entre 1990 y 1994. Con la excepción de las
transformaciones estructurales experimentadas por los
países del ex-bloque socialista, difícilmente pueda
encontrarse, en el nivel internacional, otra experiencia
privatizadora tan acelerada: en muy pocos años se
transfirieron al sector privado, entre otros activos estatales,
una porción mayoritaria de la empresa
petrolífera estatal (la empresa
más grande del país en términos de
facturación y una de las líderes en materia de
exportaciones); los ferrocarriles (tanto de carga como de
pasajeros); la compañía estatal encargada de la
prestación de los servicios de transporte y
distribución de gas natural; las
principales firmas estatales de generación,
transmisión y distribución de energía
eléctrica; la Empresa Nacional de Telecomunicaciones; Aerolíneas Argentinas;
los astilleros y las firmas siderúrgicas y
petroquímicas de propiedad estatal; la
administración de los sistemas portuarios; canales de
radio y TV;
etc..
¿Por qué una privatización tan
abarcativa y acelerada? En primer lugar, cabe destacar que, por
lo que históricamente significó el justicialismo en
la Argentina, la única forma de consolidar el programa
económico –y al menemismo en el poder– era
obteniendo el apoyo simultáneo de los grandes grupos
locales (nacionales y extranjeros) y de los acreedores externos.
Nada mejor para lograr un cambio radical de la imagen del
peronismo que
entregar parte sustantiva del Estado o, más precisamente,
su porción más rica –por las potencialidades
que ofrecía–, como eran las empresas
públicas.
Ello sólo se pudo conseguir con un programa de
privatizaciones como el que se desarrolló: con
múltiples deficiencias en lo estrictamente
económico (subvaluación de activos,
despreocupación por difundir la propiedad, por la
formulación de marcos regulatorios, etc.), pero muy
exitoso en lo político, en términos de los
objetivos estratégicos perseguidos. El mismo
contribuyó de manera decisiva a afianzar la confianza de
la "comunidad de negocios",
así como a rearticular al bloque dominante, favoreciendo,
de manera adicional, la contención de la inflación,
el ingreso de capitales, el crecimiento del consumo
doméstico, la renegociación de la deuda externa y,
fundamentalmente, la consolidación de nuevas bases y
condiciones refundacionales de la estructura económica y
social del país.
Como se puede apreciar en el Cuadro Nro.1, el acelerado
y difundido programa de privatizaciones que tuvo lugar entre 1990
y 1994 le reportó al Estado argentino una cifra cercana a
los 18.000 millones de dólares, considerando el monto
percibido en efectivo, los pasivos de las firmas transferidos al
sector privado (la mayoría del –considerable–
endeudamiento de las empresas públicas fue absorbido por
el Estado) y el valor de
mercado de los bonos de la
deuda
pública –externa e interna– rescatados en
la transferencia (de considerar el valor nominal de los
títulos de la deuda el monto asciende a 25.500 millones de
dólares) (4). De la información presentada se desprende que
alrededor de 6.000 millones (aproximadamente la tercera parte) de
lo recaudado fueron producto de la
capitalización de títulos de la deuda
pública que corresponden a una deuda de alrededor de
14.000 millones, en términos del valor nominal de los
títulos capitalizados.
Con respecto a los pasivos transferidos al Estado, debe
mencionarse que los mismos incluyen tanto a las deudas
contraídas por las empresas públicas antes de
iniciarse el proceso de privatización, como el
endeudamiento que se generó durante el mismo que, a juzgar
por algunas evidencias
parciales como la de ENTel, fue más que significativo. En
relación con esto último, cabe resaltar el hecho de
que durante la intervención de María Julia
Alsogaray en el período previo a la privatización
de la telefónica estatal, la deuda de la empresa se
incrementó un 122%, llegando a más de 2.000
millones de dólares. En ese sentido, el Pliego de Bases y
Condiciones para la privatización estableció que la
compañía sería transferida sin pasivos al
sector privado, asumiendo el Estado argentino –a
través de la llamada "ENTel residual"– la deuda,
tanto externa como interna, de la empresa. Esta última
rondaba los 500 millones de dólares y se debía, en
su mayoría, a deudas contraídas por la
compañía estatal con sus principales contratistas,
entre los que se encontraban Siemens, Pecom-Nec –del
grupo local
Pérez Companc– y Telettra e Italtel
–vinculadas al conglomerado extranjero Techint–
(posteriormente, los dos últimos grupos económicos
formarían parte de los dos consorcios adjudicatarios de
las dos empresas monopólicas en que se subdividió
la telefónica estatal).
La centralidad de las privatizaciones en la
conformación de la "comunidad de
negocios"
Es indudable que la elevada capitalización de
bonos de la deuda externa que caracterizó al programa
privatizador, refleja el reconocimiento, por parte del gobierno
menemista, de que cualquier "Reforma del Estado" que se
implementara no podía ser llevada a cabo sin incorporar a
uno de los integrantes centrales del bloque de poder
económico (los acreedores externos –los "perdedores"
de los años ochenta–). Sin embargo, y en
razón de los objetivos políticos perseguidos,
tampoco podía quedar excluida la otra fracción
dominante (los grupos económicos –los "ganadores" de
los ochenta–).
De allí que no resulte casual que en
prácticamente la totalidad de los consorcios
adjudicatarios de las distintas empresas públicas
transferidas al sector privado se verifique una suerte de "triple
alianza", que, en la generalidad de los casos, incluyó a:
los más importantes grupos económicos locales, que
aportaron capacidad gerencial, administrativa y,
fundamentalmente, de lobbying doméstico, así como
su conocimiento
de la infraestructura nacional (derivado del hecho de que
constituían el núcelo central de la denominada
"patria contratista"); un número considerable de bancos
extranjeros y/o locales (la mayoría de los cuales se
encontraba entre los principales acreedores del país) que
aportaron buena parte de los títulos de la deuda
pública argentina –externa y/o interna– que
serían capitalizados; y ciertas empresas transnacionales,
que aportaron capacidad y experiencia tecnológica y de
gestión (se trata, por lo general, de operadoras
internacionales de los servicios públicos privatizados)
(Azpiazu, 1996; Azpiazu y Basualdo, 1995a; y Basualdo, 2000c)
(5).
En definitiva, lo anterior sugiere que la importancia
estratégica de las privatizaciones no sólo se
expresó en la transferencia, a un conjunto sumamente
reducido de grandes agentes económicos, de las principales
compañías estatales y, por esa vía, de un
ostensible poder de mercado en sectores sumamente
estratégicos, sino también, y fundamentalmente, en
que permitió articular intereses que, hasta ese momento,
se encontraban enfrentados en ciertos temas cruciales. En ese
sentido, como producto de la forma en que se encararon las
privatizaciones cobró entidad una forma de propiedad hasta
ese momento escasamente difundida en la economía argentina
(las asociaciones de capital entre empresas extranjeras y grupos
locales) que impulsó la conformación de una
"comunidad de negocios" entre los actores más poderosos de
la economía interna y los acreedores externos; la cual
pasó a adquirir una notable capacidad para influir tanto
sobre el sistema político como sobre el rumbo de la
economía en su conjunto.
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