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El proceso de privatización en la Argentina: la renegociación con las empresas privatizadas




Enviado por Eduardo Basualdo


Partes: 1, 2, 3

    Descriptores Temáticos: PRIVATIZACION,
    EMPRESAS, RENTABILIDAD,
    CONCENTRACION DEL CAPITAL,
    DEFICIT FISCAL,
    CAPITALISMO,
    PRECIOS,
    GANANCIAS DE CAPITAL, ARGENTINA

    Presentación**

    El demorado inicio de la renegociación con las
    empresas privatizadas dispuesta por la reciente Ley Nro. 25.561
    (de "Emergencia Pública y Reforma del Régimen
    Cambiario") remite a una serie de reflexiones que, seguramente,
    según sea la forma de resolución de las mismas,
    permitiría revertir una de las mayores inequidades
    –económico-sociales– instauradas bajo la
    Administración Menem, y
    mantenidas durante el gobierno de la
    Alianza.

    En primer lugar, y como antecedente esencial para
    interpretar la trascendencia del tema, cabe resaltar que las
    empresas privatizadas han venido gozando de una multiplicidad de
    privilegios, desconocidos para los restantes agentes
    económicos que operan en el país. Se trata de,
    entre otros, el de contar con reservas de mercados mono u
    oligopólicos, una manifiesta "debilidad" regulatoria
    (plenamente funcional a sus intereses), la dolarización de las tarifas sujetas, a la
    vez, a ajustes –alzas– sistemáticos asociados
    –ilegalmente, atento a las prohibiciones explícitas
    de la propia Ley de Convertibilidad– a la evolución de índices de precios
    estadounidenses, en un marco de deflación de precios y,
    fundamentalmente, salarios
    domésticos. Al respecto, cabe señalar que
    sólo considerando esta ilegal (como se desprende de
    diversos fallos judiciales, así como también lo
    considera la propia Procuración del Tesoro)
    actualización tarifaria, las empresas privatizadas se han
    apropiado de beneficios extraordinarios que han superado, hasta
    fines de 2000, los 9.000 millones de dólares.

    De allí que no resulte casual que durante la
    década de los años noventa, la rentabilidad media
    del conjunto de las empresas privatizadas fuera entre siete u
    ocho veces superior a las de, incluso, el resto de las mayores
    firmas del país. Sin duda, tal asimetría de
    comportamiento
    –entre las privilegiadas empresas privatizadas y el resto
    de las firmas locales–, sumada a la sistematicidad y
    homogeneidad del fenómeno, sólo puede ser
    atribuible a los muy disímiles contextos operativos en que
    ambos subconjuntos de empresas han debido operar durante el
    decenio pasado. Ello resulta particularmente notorio si se lo
    confronta, en especial, con el que ha venido enmarcando el
    desempeño de los sectores productores de
    bienes
    transables (acelerada apertura, omisiones en materia de
    legislación y regulación antidumping,
    contracción del mercado,
    elevadísimos costos
    financieros locales e imposibilidad de acceso al crédito
    internacional, etc.).

    En ese marco se inscribe una primera reflexión en
    torno a lo
    dispuesto en el artículo 8 de la Ley de Emergencia, por el
    que se elimina la dolarización de las tarifas –y el
    consiguiente seguro de
    cambio del que
    gozaban las empresas privatizadas– así como
    también la indexación periódica de las
    mismas. En efecto, la Ley dispone que "quedan sin efecto las
    cláusulas de ajuste en dólar o en otras divisas
    extranjeras y las cláusulas indexatorias basadas en
    índices de precios de otros países y cualquier otro
    mecanismo indexatorio. Los precios y tarifas resultantes de
    dichas cláusulas, quedan establecidos en pesos a la
    relación de cambio un peso = un dólar
    estadounidense".

    Esta supresión de los privilegios privativos de
    tales empresas se ve reforzada, incluso, al reformarse el
    texto del art.
    10 de la Ley de Convertibilidad (por el artículo 4 de la
    Nro. 25.561), donde se reafirma (en consonancia con diversos
    fallos judiciales) que la prohibición de indexar precios y
    tarifas rige desde el primero de abril de 1991. El nuevo texto
    del artículo 10 de la Ley de Convertibilidad queda
    así redactado: "Mantiénense derogadas, con efecto a
    partir del 1° de abril de 1991, todas las normas legales o
    reglamentarias que establecen o autorizan la indexación
    por precios, actualización monetaria, variación de
    costos o cualquier otra forma de repotenciación de las
    deudas, impuestos,
    precios o tarifas de los bienes, obras o servicios"
    (cursivas propias). Ello parecería viabilizar, incluso, la
    revisión de todos aquellos ajustes tarifarios que,
    vía decretos y resoluciones de dudosa juridicidad, han
    conllevado rentas extraordinarias para las empresas privadas que
    se hicieron cargo de los servicios
    públicos. Se trata, sin duda, de uno de los elementos
    esenciales de la Ley de Emergencia que, si la Administración Duhalde se propone
    instalarlo en la mesa de negociación, debería dar lugar a una
    revisión integral –a la baja, por el resarcimiento
    implícito que conllevaría– de las actuales
    –y por demás elevadas– tarifas de los
    servicios públicos privatizados.

    Una segunda reflexión remite a lo dispuesto en el
    articulo 9 de la Ley Nro. 25.561, donde queda planteada la
    renegociación de los contratos con
    tales empresas. Si bien uno de los rasgos distintivos de las
    privatizaciones argentinas ha sido la recurrente
    –y, por demás opaca– renegociación de
    los contratos (en general, vinculadas a ajustes tarifarios,
    condonación de incumplimientos en materia de inversión, concesión de nuevos
    privilegios, etc.), en este caso se incorpora, como hecho
    novedoso, la fijación de ciertos criterios básicos
    sobre los que deberán estructurarse tales renegociaciones,
    que en poco o nada se asemejan a los que han venido sustentando
    las anteriores "readecuaciones" de diversas cláusulas
    contractuales. En ese sentido, la Ley dispone que en las
    renegociaciones deberá considerarse "el impacto de las
    tarifas en la competitividad
    de la economía y en la distribución de los ingresos; la
    calidad de los
    servicios y los planes de inversión, cuando ellos
    estuviesen previstos contractualmente; el interés de
    los usuarios y la accesibilidad de los servicios; la seguridad de los
    sistemas
    comprendidos; y la rentabilidad de las empresas".

    El contemplar los efectos de las tarifas sobre la
    competitividad y la distribución del ingreso –sin
    duda, los más perniciosos acumulados durante los
    años noventa como resultado de las modalidades de las
    privatizaciones e, incluso, de las posteriores
    renegociaciones–, los más que insatisfactorios
    grados de cumplimientos en materia de calidad y compromisos de
    inversión, la protección de los intereses de los
    usuarios y la preocupación por la universalización
    de los servicios, así como por la seguridad –en
    realidad, en muchos casos, ha venido primando la inseguridad,
    en diversos campos– en la prestación de los
    servicios, emergen como fenómenos novedosos y más
    que legítimos en cuanto a la protección de la
    sociedad en su
    conjunto frente a la precedente permisividad –y/o
    captura– oficial ante las empresas privatizadas.

    Por otra parte, y es de esperar que así sea,
    contraponiéndose a las recurrentes renegociaciones
    contractuales previas que, sistemáticamente, han tendido a
    preservar –cuando no, a acrecentar– los beneficios de
    privilegio de las empresas privatizadas, la consideración
    de la rentabilidad de las mismas debería atender, pura y
    exclusivamente, a convertir la prestación de servicios
    públicos en una actividad económica que conlleve,
    como las restantes, los consiguientes riesgos
    empresarios, sin que ello suponga –como sucediera durante
    los noventa– la concesión de garantías
    –incluso, formalizadas bajo la usual recurrencia a la
    "necesidad" de mantener inalterada la ecuación
    económico-financiera de las empresas–. Es
    más, la consideración de las tasas de rentabilidad
    de las empresas privatizadas debería constituirse en un
    elemento constitutivo decisivo al momento de concretarse las
    revisiones tarifarias periódicas que, en el atípico
    ejemplo privatizador local, sólo están contempladas
    en algunos de los servicios privatizados. Asimismo, por las
    propias características de muchos de esos servicios
    –mono u oligopólicos, baja elasticidad de la
    demanda,
    etc.–, la justicia y
    razonabilidad de las tarifas –y de los beneficios que las
    mismas llevan aparejadas– remitiría, seguramente,
    como lo demuestra la experiencia internacional, a tasas de
    ganancia inferiores a las predominantes en la mayor parte de los
    restantes sectores de la economía.

    En realidad, de satisfacerse plenamente los criterios
    fijados en la Ley Nro. 25.561, los resultados de las
    renegociaciones a iniciarse deberían constituirse en la
    antítesis de lo
    acaecido en las precedentes donde, sistemáticamente, se
    privilegió el mantener o, incluso incrementar, los
    beneficios extraordinarios de las empresas privatizadas, frente a
    la inseguridad jurídica –y los intereses
    reales– de los usuarios y consumidores de los servicios
    privatizados. Sin embargo, cabe incorporar una tercer
    reflexión, y tal vez la más trascendente: la
    consideración de las relaciones de poder que
    terminarán por verse reflejadas en tales renegociaciones.
    El histórico poder de lobbying de las empresas
    involucradas, la sistemática recurrencia – desde el
    mismo día de promulgación de la Ley– a las
    tradicionales operaciones de
    prensa
    –hasta amenazantes– y, fundamentalmente, la presión
    que han venido ejerciendo –casi a niveles inescrupulosos,
    según transcendidos periodísticos– las
    máximas autoridades nacionales de muchos de los
    países de origen de empresas privatizadas, plantean
    importantes interrogantes en cuanto a las formas definitivas de
    resolución de las renegociaciones en curso.

    Más aún en un contexto internacional que
    resulta muy poco propicio para el país (donde las
    presiones de los organismos multilaterales de crédito
    resultan decisivas), para ejercitar los principios
    mínimos de soberanía o autonomía nacional, en
    un marco de resguardo pleno de los intereses de sus habitantes
    que, durante ya varios largos años, se han visto
    enfrentados a lo que cabría caracterizar como "saqueo" por
    parte de las empresas privatizadas.

    Es más, el demorado inicio de las renegociaciones
    previstas en la Ley de Emergencia parecería haber operado
    a favor de las empresas privatizadas que han desplegado una muy
    activa campaña en torno a reclamos o cuasi-exigencias que
    tienden a inscribirse en la preservación de sus
    exorbitantes rentas de privilegio.

    A título ilustrativo, basta con resaltar algunos
    de esos condicionantes (enmarcados, en muchos casos, en la
    "amenaza" de declararse en convocatoria de acreedores o de
    abandonar el país) donde, naturalmente, no se incorpora
    mención alguna a, por ejemplo, la licuación de sus
    pasivos con el sistema
    financiero local (entre los 50 mayores deudores que
    recientemente vieron licuados sus pasivos, pueden reconocerse 25
    empresas privatizadas que, por ese medio, obtuvieron un beneficio
    –2.000 millones de pesos– equivalente al de las
    ganancias internalizadas por las mismas en el año
    2000):

    • * la suspensión y/o la reducción de
      los –poco exigentes y, en numerosos casos,
      incumplidos– compromisos de inversión y de
      expansión y universalización de los
      servicios, al igual que con respecto a los índices
      de calidad comprometidos contractualmente;

      * la prórroga de los plazos de
      concesión;

      * el otorgamiento de un seguro de cambio para las
      deudas empresarias con el exterior (los pasivos externos de
      Aguas Argentinas alcanzan casi los 700 millones de
      dólares –el 20% de esa deuda corresponde a
      créditos otorgados por la
      Corporación Financiera Internacional/Banco
      Mundial que, como tal, controla parte de las tenencias
      accionarias de Aguas Argentinas–, los de Telecom
      Argentina y Telefónica de Argentina superan, en
      conjunto, los 6.000 millones de dólares, mientras
      que el endeudamiento externo global de las empresas que
      actúan en los sectores gasífero y eléctrico se
      ubican, en cada caso, en el orden de los 3.000 millones de
      dólares);

      * la traslación automática a las
      tarifas de los incrementos en los costos derivados de la
      maxidevaluación y/o la implementación de un
      tipo de
      cambio preferencial (bastante más reducido que
      el oficial –la aspiración de las firmas es el
      reconocimiento de la vieja paridad convertible 1
      dólar=1 peso–) para las importaciones de bienes de capital y/o de
      insumos (todas estas empresas tienen un muy elevado
      componente importado que, en buena medida, proviene de
      compañías vinculadas, sin control
      ni consideración oficial alguna sobre los
      –más que presuntos– precios de
      transferencia);

      * la indexación de las tarifas en función de la evolución de los
      precios internos (que, bajo el actual esquema
      macroeconómico, seguramente crecerán
      holgadamente por encima de sus similares de los EE.UU., por
      los cuales vinieron ajustando sus tarifas hasta la reciente
      sanción de la Ley Nro. 25.2561); y

      * la instrumentación de mecanismos de
      subsidio estatal a la creciente cartera de morosos de las
      empresas (como podría ser una tarifa de
      interés social pero costeada con recursos
      fiscales).

      ¿Cederá el gobierno también a
      estas "sugerencias" de las firmas privatizadas, tal como lo
      hizo con la –innecesaria– licuación de
      sus pasivos con el sistema
      financiero local? ¿O apuntará, por primera
      vez después de una larga década
      neoconservadora, a desarticular tales privilegios y, por
      esa vía, a garantizar la "seguridad jurídica"
      –y a favorecer los intereses– de los usuarios y
      consumidores? Esto último, a partir de, por ejemplo
      incorporar en la mesa de negociaciones una serie de temas y
      problemas que demandan una urgente
      revisión en el marco de la normativa
      vigente:

      * la señalada ilegal indexación
      tarifaria según variaciones en los índices de
      precios de los Estados
      Unidos – una maniobra elusoria de la Ley de
      Convertibilidad, tal como lo reconocen diversos fallos
      judiciales e, incluso, el artículo 4 de la Ley Nro.
      25.561, de la que no gozó ninguno de los restantes
      precios de la economía argentina, en especial, los
      salarios–;

      * una proporción no despreciable del
      abultado endeudamiento externo de las empresas (en muchos
      casos, con firmas vinculadas) no se canalizó hacia
      la inversión sino que se destinó al mercado
      financiero local aprovechando las diferencias existentes en
      las tasas de
      interés vigentes a nivel internacional y en el
      plano local;

      * una parte importante de las compras
      en el exterior de insumos y/o maquinarias y equipos de las
      privatizadas se vinculó con transacciones con
      empresas relacionadas societariamente (lo cual no
      sólo trajo aparejado el desmantelamiento del
      entramado local de proveedores, en el marco de una absoluta
      despreocupación oficial por hacer cumplir las
      leyes de
      "compre argentino" y de "contrate nacional", sino que
      también conllevó la recurrencia a precios de
      transferencia y a la sobrefacturación de sus
      importaciones intracorporativas);

      * los incumplimientos en cuanto a la transferencia
      a tarifas (tal como lo dispone la normativa) de buena parte
      de las reducciones impositivas, "sacrificio fiscal" que
      terminó por engrosar sus muy elevadas tasas de
      rentabilidad; y

      * el no cumplimiento de las metas de
      expansión o de universalización de los
      servicios que, naturalmente, afectó a los hogares y
      a las regiones del país de menores
      ingresos.

    Sin duda, está en manos de la Administración Duhalde incorporar estos
    elementos –y algunos más, de similares
    características– en la "mesa de negociación"
    y cumplimentar, así, con los enunciados de la Ley Nro.
    25.561, donde la protección de usuarios y consumidores
    debe asumir el papel protagónico, sumado al imprescindible
    enfrentamiento frente a los lobbies empresarios que emergen como
    uno de los beneficiarios fundamentales de la experiencia extrema
    del neoliberalismo
    argentino.

    Es en este último marco donde se inscriben los
    objetivos
    perseguidos por este trabajo del
    Area de Economía y Tecnología de la
    FLACSO, que parte del reconocimiento previo de considerar al
    programa
    privatizador instrumentado bajo la Administración Menem
    como uno de los ejes centrales y determinantes en la
    profundización de un patrón de acumulación
    crecientemente concentrador en lo económico y excluyente
    en lo social. Las principales modalidades que adoptó dicho
    proceso tendieron a conformar –y/o preservar–
    ámbitos privilegiados de acumulación y reproducción del capital, caracterizados
    por un nulo riesgo empresario, y
    ganancias extraordinarias (de las más altas a nivel local
    e, incluso, en el plano internacional) que fueron internalizadas
    por un núcleo muy reducido –aunque sumamente
    poderoso en términos económicos, políticos y
    sociales– de grandes grupos
    empresarios de origen nacional y extranjero. Es, sin duda, en ese
    marco, en el que deberían ser encaradas las actuales
    renegociaciones con el conjunto de las empresas
    privatizadas.

    El objetivo
    central de este trabajo, que sintetiza diferentes trabajos del
    Area de Economía y Tecnología de la FLACSO (todos
    concluidos antes de que se iniciara la actual ronda de
    renegociación contractual entre el gobierno y las
    privatizadas), es el de aportar una caracterización del
    proceso privatizador, haciendo especial hincapié no
    sólo en sus principales aspectos y sus impactos de mayor
    significación, sino también en su centralidad en la
    profundización de la política de desguace
    del Estado y de la
    sociedad argentinas que los sectores dominantes han venido
    aplicando con particular intensidad desde mediados de los
    años setenta, así como de la "revancha clasista"
    resultante de la misma. Para ello, se ha escogido una estrategia de
    exposición que prioriza el análisis de diversos rasgos distintivos del
    programa desestatizador desarrollado en el país durante
    los años noventa, enfatizando algunas de las
    peculiaridades que los mismos asumieron en los distintos sectores
    privatizados.

    El marco
    histórico: del
    golpe de Estado
    del 24 de marzo de 1976 a los estallidos hiperinflacionarios de
    1989 y 1990

    A poco de asumir el gobierno, mediante la sanción
    de las leyes de Reforma del Estado y de Emergencia
    Económica, el Dr. Menem encaró una muy abarcativa y
    acelerada política de privatización de empresas
    públicas. Es evidente que una transformación de
    semejante envergadura (que se encuadró en un programa
    global de reformas estructurales de inspiración
    neoconservadora, que pivoteaba no sólo sobre la
    transferencia de las principales firmas estatales y de la
    privatización de áreas que tradicionalmente
    habían estado en manos del Estado, sino también
    sobre la desregulación de una amplia gama de mercados, la
    apertura –asimétrica– de la economía a
    las corrientes internacionales de bienes y capitales, y la
    "flexibilización" –en rigor, la
    precarización– de las condiciones laborales) no
    podía dejar de producir un impacto significativo en el
    perfil y la estructura de
    la economía argentina y en su posible sendero evolutivo.
    Antes de considerar estos efectos, cabe caracterizar muy
    someramente el contexto social, político y
    económico en el que se enmarcó dicho proceso
    (Abeles, 1999; Azpiazu, 1995; Azpiazu y Nochteff, 1998; Basualdo,
    1994; y Verbitsky, 1990).

    Ello permitirá apreciar las numerosas
    "líneas de continuidad" que se perciben entre la
    política –no sólo económica– de
    la última dictadura militar
    y la instrumentada por el gobierno del Partido Justicialista en
    la década de los noventa y el de la Alianza. En especial,
    en lo que respecta al principal objetivo estratégico de
    dichas administraciones gubernamentales: el fortalecimiento
    económico, político y social del bloque dominante
    que se conformó durante el período dictatorial y se
    afianzó en el transcurso de la gestión
    de gobierno del Dr. Alfonsín. Ello, en paralelo a la
    profundización de un modelo de
    acumulación cuyos denominadores comunes son la
    desindustrialización ligada a la crisis de las
    pequeñas y medianas empresas, el predominio de la
    valorización del capital, la centralización del capital, la
    concentración de la producción (1) y el ingreso, la desocupación y la precarización de
    las condiciones laborales de los trabajadores, y la
    exclusión de un número creciente de
    individuos.

    En abril de 1988, cuando el gobierno radical
    suspendió el pago de los servicios (y del capital) de la
    deuda externa
    pública, se puso de manifiesto la lucha de intereses que
    existía en el interior de los sectores de poder
    económico (los grupos económicos locales y los
    conglomerados extranjeros radicados en el país, por un
    lado, y los acreedores externos, por otro). Lo que se expresa en
    dicha moratoria (o default) es la imposibilidad del Estado
    argentino de seguir cumpliendo con el pago de los servicios de la
    deuda externa y, al mismo tiempo,
    continuar subsidiando al capital concentrado interno (entre otras
    formas, a partir de la estatización de la deuda externa
    del sector privado, la licuación de pasivos internos, la
    promoción industrial, o los sobreprecios en
    las compras del Estado) mediante una considerable exacción
    de ingresos a los sectores populares (Azpiazu, 1991; Azpiazu y
    Basualdo, 1990; Azpiazu, Basualdo y Khavisse, 1986; y Basualdo,
    1987 y 1992).

    El origen de lo que, a partir de 1988, comienza a
    perfilarse como la fuente de la crisis hiperinflacionaria que se
    desataría un año después, y que
    pondría fin al primer gobierno de la restauración
    democrática, remite, en realidad, a la
    reestructuración social y económica impuesta por la
    última dictadura
    militar (1976-1983). En este sentido, cabe destacar que la
    profunda derrota experimentada por los sectores populares a
    partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 dio lugar al
    desarrollo de
    un nuevo régimen de acumulación que no sólo
    supuso una redefinición radical –y, en muchos
    aspectos, de muy difícil reversión– de la
    relación entre el capital y el trabajo,
    sino también una considerable reestructuración
    dentro de la propia esfera del capital.

    En efecto, dentro del sector empresario, las
    pequeñas y medianas firmas, así como algunas de
    gran tamaño, resultaron afectadas por la
    orientación adoptada por la política
    económica de Martínez de Hoz, al tiempo que una
    parte importante de empresas oligopólicas (propiedad, en
    su mayoría, de grandes grupos económicos),
    acentuó su participación y control sobre distintos
    sectores de actividad (tanto por su fortalecimiento en aquellos
    mercados en los que ya participaban, como por su ingreso a nuevas
    áreas –la mayoría de las cuales
    resultó favorecida por diversas modalidades de
    promoción y/o resguardo por parte del
    Estado–).

    En otras palabras, el proceso de reestructuración
    económico-social que tuvo lugar en el país durante
    el gobierno militar supuso un doble proceso de transferencia de
    ingresos: desde el trabajo hacia el capital y, dentro de
    éste, desde las pequeñas y medianas empresas hacia
    las de mayor tamaño (en especial, hacia aquellas que eran
    propiedad de los integrantes del nuevo bloque de poder
    económico). Esta nueva fisonomía de la elite
    dominante argentina se vio parcialmente modificada a principios
    de los años ochenta, cuando, a partir de la "crisis de la
    deuda externa", que dio origen a lo que posteriormente se
    denominó la "década perdida", los acreedores
    externos irrumpen como otro de los decisivos factores de poder en
    el país.

    ¿Por qué enfatizar este aspecto del
    impacto de la política económica de la dictadura
    militar? Debido a que es sobre el legado estructural que
    supusieron la derrota del campo popular y la
    reconfiguración en el interior de la clase
    dominante, que se irá asentando una nueva dinámica de comportamiento social y
    económico –íntimamente relacionada con el
    papel del sector
    público– que, hacia finales de la década
    de los ochenta, desembocaría en la llamada "quiebra del
    Estado". Más aún cuando fue dicha crisis del sector
    público (cuya expresión sintomática se
    manifiesta, indudablemente, en el estallido hiperinflacionario de
    1989) la que, finalmente, allanaría el camino de las
    transformaciones estructurales implementadas en los años
    noventa, dentro de las cuales las privatizaciones
    ocuparían un papel decisivo. Por ello es que vale la pena
    analizar con cierto detenimiento aquellos aspectos que
    caracterizaron al desempeño de los sectores dominantes
    durante los años ochenta y que, en su articulación
    con el rol del Estado, dieron lugar a la debacle
    económico-social que hoy padece buena parte de la sociedad
    argentina.

    Como resultado de la política económica
    del período 1976-1983 emergen, en medio de un proceso de
    desindustrialización y de creciente auge financiero en la
    economía argentina, un reducido número de grupos
    económicos, empresas extranjeras y bancos
    acreedores, que van concentrando una porción creciente del
    ingreso nacional. Ello trajo aparejado un poder de veto decisivo
    en el campo de las políticas
    económicas, que tendería a condicionar sobremanera
    el rumbo del proceso económico, político y social
    del país hasta la actualidad.

    La reconquista de la democracia
    (1983) no alteró la centralidad del Estado como
    instrumento de apropiación y reasignación del
    excedente por parte de las fracciones más concentradas del
    poder económico. En rigor, se trata de la emergencia de un
    nuevo Estado; proceso caracterizado por el hecho de que el
    endeudamiento externo y la estatización de la deuda
    externa privada, la reforma financiera y la licuación de
    la deuda interna, los regímenes de promoción
    industrial –que facilitaron al capital concentrado la
    instalación de nuevas plantas fabriles
    con cuantiosos subsidios estatales–, y los abultados
    sobreprecios pagados por el Estado y
    las empresas públicas a sus proveedores, constituyen los
    principales mecanismos a través de los cuales este
    reducido núcleo de empresas oligopólicas
    tendió a consolidar su poderío económico y a
    condicionar de allí en más el desarrollo
    económico y social de la Argentina en su conjunto,
    así como a reducir de manera sustancial y creciente los
    grados de "autonomía relativa" del sistema
    político (Basualdo, 2001).

    No obstante, más allá de esta creciente
    concentración de poder económico, el proceso de
    reestructuración económica y social propiciado por
    la dictadura no estaría exento de contradicciones entre
    los propios sectores beneficiados. Ello es lo que comienza a
    tornarse evidente en abril de 1988, pocos meses antes del
    lanzamiento del "Plan Primavera",
    en la medida en que los ingresos de este nuevo Estado no resultan
    suficientes para garantizar las crecientes transferencias de
    recursos desde el fisco hacia los grupos económicos, y
    para cumplir, al mismo tiempo, con el pago de los intereses de la
    deuda a los acreedores externos.

    A los efectos de comprender en toda su intensidad este
    proceso, cabe destacar que entre 1981 y 1989, se remitieron al
    exterior, en concepto de
    intereses de la deuda externa, aproximadamente 27.000 millones de
    dólares (monto que representa el 4,3% del PBI global de
    ese período), mientras que el capital concentrado interno
    (es decir, los principales grupos económicos locales y
    extranjeros del país) fue beneficiario de transferencias
    cuya magnitud superó los 67.000 millones de dólares
    (equivalentes a casi el 10% del PBI total), es decir, más
    del doble de lo obtenido por la banca acreedora.
    Todo ello fue posible gracias a la implementación de
    diversas medidas de política que determinaron una
    drástica contracción en la participación de
    los asalariados en el ingreso nacional: los trabajadores dejaron
    de percibir una cifra (cercana a los 80.000 millones de
    dólares) equivalente al 12,6% del PBI del período
    (2).

    Entre las transferencias al capital concentrado interno
    se computan: los subsidios al sector financiero por la quiebra de
    distintas entidades; el costo fiscal de
    los diversos regímenes de promoción industrial; los
    subsidios a las exportaciones
    industriales; la licuación de la deuda interna que pusiera
    en marcha en 1982 el Dr. Cavallo, durante su gestión al
    frente del Banco Central de
    la República Argentina; la estatización de la deuda
    externa privada mediante la instrumentación de los
    seguros de
    cambio; y los subsidios implícitos en los primeros
    regímenes de capitalización de deuda externa,
    instrumentados a partir de 1985. No puede dejar de remarcarse, a
    ese respecto, el hecho de que los montos consignados conforman
    una estimación de mínima, al no contemplar uno de
    los principales mecanismos por medio de los cuales se canalizaron
    recursos fiscales hacia las fracciones más concentradas
    del capital local, a saber: los sobreprecios en las compras del
    Estado y sus empresas, mecanismo de transferencia de recursos
    públicos hacia el poder económico local que se
    consolida, como una constante, a partir de la última
    dictadura militar.

    Dentro de las grandes compañías
    beneficiadas por los cuantiosos sobreprecios pagados por el
    Estado y sus empresas al adquirir bienes y servicios se
    encontraban, principalmente, las firmas controladas por los
    grupos económicos nacionales más importantes del
    país como, por ejemplo, Astra, Macri, Pérez Companc
    y Soldati, o aquellas vinculadas a algunos conglomerados
    extranjeros, como es el caso del holding Techint, miembros
    prominentes de lo que daría en llamarse la "patria
    contratista". La alusión a estos grupos empresarios no es
    casual, ya que, como se analiza posteriormente, fueron los
    principales beneficiarios del proceso de privatización
    encarado bajo la gestión gubernamental del Dr. Menem.
    Además, por el hecho de que algunas de las empresas de
    estos conglomerados empresarios, proveedoras del Estado y/o de
    las empresas públicas, serían, en una
    proporción no despreciable, responsables del creciente
    desfinanciamiento que aquejaría a las firmas de servicios
    públicos durante la década de los ochenta,
    deterioro que sería utilizado por el establishment
    –es decir, por estos mismos capitales y/o por sus cuadros
    de intelectuales
    orgánicos- como uno de los argumentos centrales en favor
    de su privatización.

    De lo anterior se desprende que la situación de
    los acreedores externos a fines del decenio de los ochenta era
    paradojal: es indudable que a través de los organismos
    internacionales de crédito determinaban las
    características globales que debía asumir la
    política económica, pero sus condiciones
    específicas (es decir, la forma en que las distintas
    medidas "recomendadas" eran procesadas –en un proceso de
    realimentación conjunta– y, finalmente, puestas en
    práctica a nivel doméstico) estaban definidas por
    el capital concentrado interno a través del Estado. Sin
    duda, esto último fue lo que trajo como consecuencia que
    los acreedores externos fuesen relativamente "marginados" de la
    acentuada redistribución del excedente registrada en los
    años ochenta.

    De allí que, si con la interrupción de los
    pagos al exterior que se produce en 1988 -lo que supuso
    anteponer, una vez más, los intereses del capital
    concentrado interno a los de los acreedores externos- se
    inició el proceso que desembocaría en la
    explosión hiperinflacionaria del segundo trimestre de
    1989, no resulte llamativo que el ataque especulativo contra la
    moneda local (la "corrida cambiaria" iniciada los primeros
    días del mes de febrero de ese año) fuera
    desencadenado por algunos de los bancos extranjeros radicados en
    el país (Lozano y Feletti, 1991).

    Es por este motivo que suele atribuirse la responsabilidad de la hiperinflación a la banca acreedora
    extranjera. Pero este tipo de interpretaciones, donde la
    coyuntura –el llamado "golpe de mercado"– tiende a
    ocupar el centro de la escena socio-económica, resulta
    insuficiente o parcial. En realidad, bajo la perspectiva expuesta
    precedentemente, la crisis hiperinflacionaria de 1989 reconoce
    sus raíces en el patrón de acumulación
    capitalista y la profunda reestructuración social
    resultantes de la política económica implementada
    bajo el gobierno militar.

    Si bien no se pretende reconstruir minusiosamente los
    procesos
    sociales, económicos y políticos que culminaron en
    los estallidos hiperinflacionarios de fines de los ochenta y
    principios de los noventa, resulta importante enfatizar el hecho
    de que en la raíz de dicha crisis se encuentra la puja
    distributiva por la apropiación del excedente entre, por
    un lado, los conglomerados nacionales y extranjeros que operan en
    el país y, por el otro, los acreedores externos, dado que
    en la Argentina, los sectores dominantes han difundido, y el
    sistema político y buena parte de la "comunidad
    académica" han convalidado, la idea que atribuye la
    responsabilidad de la crisis al supuesto Estado de Bienestar que,
    con sus variantes, habría estado vigente desde 1945, y no
    a los actores sociales que determinaron su comportamiento (es
    decir, al Estado y no al nuevo tipo de Estado que se había
    conformado desde mediados de los años setenta).

    Naturalmente, en estas condiciones, percibir la crisis
    como el fin del Estado "populista" supone una clara maniobra
    ideológica destinada a legitimar la
    reestructuración que impulsaron las fracciones sociales
    dominantes en la década de los noventa. En otras palabras,
    el tipo de lectura que se
    logró imponer sobre las causas de la crisis es lo que
    determinó las formas en que se buscó salir de la
    misma. Así, si el Estado era el responsable
    prácticamente exclusivo de todos los problemas que
    aquejaban a la Argentina a fines de los ochenta (inflación
    elevada, déficit fiscal, alto endeudamiento externo,
    deficiente prestación de servicios y provisión de
    bienes, etc.), era obvio que la resolución de los mismos
    pasaba, siempre desde la óptica
    de los sectores de poder y sus cuadros orgánicos, por la
    "Reforma del Estado".

    La importancia
    estratégica del programa
    privatizador

    En el caso de los acreedores externos, las
    privatizaciones permitirían restablecer el pago de los
    servicios de la deuda externa –además de permitir el
    pago del capital, y de los intereses "caídos" en el
    período 1988-1990–, mediante la
    instrumentación del mecanismo de capitalización de
    los títulos de la deuda en la transferencia de los
    activos
    estatales. En el caso de los grupos económicos locales y
    de los conglomerados extranjeros radicados en el país,
    suponía la apertura de nuevos mercados y áreas de
    actividad con un reducido –o, como se pudo comprobar luego,
    inexistente– riesgo empresarial, en la medida en que se
    trataba de la transferencia o la concesión de activos a
    ser explotados en el marco de reservas legales de mercado en
    sectores monopólicos u oligopólicos, con ganancias
    extraordinarias garantizadas por los propios marcos
    regulatorios.

    De esta manera, en la medida en que, mediante la
    privatización de empresas estatales, se pudiera hacer
    converger los intereses de los acreedores externos y del capital
    concentrado radicado en el país, el círculo vicioso
    –y explosivo (para la mayoría de la sociedad
    argentina)– al que había conducido la pugna por el
    excedente entre los distintos componentes del "gran capital"
    durante los ochenta, podría devenir en un círculo
    "virtuoso" de asociación y convergencia, al margen
    –como era previsible, y luego se constataría–
    de las necesidades de los sectores populares.

    En realidad, el programa de privatizaciones
    constituiría una prenda de paz por "partida doble". Por un
    lado, permitiría saldar de forma "superadora" el conflicto
    existente entre las fracciones predominantes del capital (interno
    y externo). Por otro, como consecuencia de lo anterior,
    permitiría al gobierno del Dr. Menem contar con un
    sólido apoyo político, sobre el cual
    sustentaría su consolidación en el poder (3). En
    otras palabras, las privatizaciones darían lugar a una
    conciliación tanto entre actores internos y externos como
    entre éstos (tomados conjuntamente) y la nueva
    administración gubernamental. Esta convergencia de
    intereses constituiría el trasfondo socio-político
    –o, en otros términos, la condición de
    posibilidad desde un punto de vista
    "extra-económico"– del vasto programa de reformas
    estructurales instrumentado por la Administración Menem,
    así como de la estabilización general de precios y
    el crecimiento
    económico posteriores a la implementación del
    Plan de Convertibilidad (Nochteff, 1996 y 1999).

    Los primeros intentos de privatización en la
    Argentina que, en realidad, no superaron el plano discursivo, se
    remontan a los planes económicos de la última
    dictadura militar: durante la gestión de Martínez
    de Hoz se planteó la necesidad de privatizar algunas
    empresas públicas. Sin embargo, en ese período no
    sólo no se privatizó ninguna compañía
    estatal sino que, por el contrario, al concluir el proceso
    militar, el Estado había tenido que absorber (a
    través del Banco Central) un número importante de
    firmas privadas que habían quebrado con la profunda crisis
    iniciada en 1981.

    En realidad, fue durante el gobierno radical
    –más precisamente, cuando Rodolfo Terragno toma a su
    cargo el Ministerio de Obras Públicas– cuando se
    manifestaron los primeros ensayos de
    privatizar algunas de las principales empresas públicas
    (en particular, Aerolíneas Argentinas y ENTel). Tales
    proyectos
    fueron bloqueados por la actitud
    parlamentaria de los legisladores del justicialismo que
    cuestionaron las privatizaciones propuestas, contando con un
    fuerte apoyo de los sindicatos y
    de los proveedores del Estado (la llamada "patria contratista",
    que, posteriormente, pasaría a integrar los consorcios
    adjudicatarios de los distintos procesos de
    privatización).

    Sin embargo, a poco de asumir la administración
    menemista, a mediados de 1989 (en plena crisis
    hiperinflacionaria), ese mismo partido elevó al Congreso y
    logró la aprobación legislativa
    –prácticamente, sin oposición alguna (dado el
    "pacto de transición" establecido entre Menem y el
    renunciante Alfonsín)– de un muy ambicioso programa
    de privatizaciones, mucho más radical, difundido y
    acelerado que el que había cuestionado poco tiempo antes.
    A partir de allí, con la sanción de la Ley de
    Reforma del Estado en agosto de 1989, a partir de la cual
    quedaron sujetas a privatización las principales empresas
    de propiedad estatal, se inicia una nueva fase en cuanto al papel
    del sector público en la Argentina, con la emergencia de
    nuevos mercados para la actividad privada y de nuevas
    áreas privilegiadas con rentas extraordinarias y reservas
    de mercado promovidas y protegidas por el accionar del
    Estado.

    De allí que, en última instancia, la Ley
    de Reforma del Estado y, fundamentalmente, el proceso de
    privatizaciones deban entenderse como la generación de un
    nuevo mercado para el sector privado (en rigor, para el capital
    concentrado interno), privilegiado respecto a las restantes
    áreas de la economía, o, en otras palabras, como
    una "vuelta de tuerca" más (sin duda, la más
    profunda, dado su significado económico, político y
    social que trasciende la Administración Menem) en el
    proceso de desguace del Estado y de la sociedad que la clase
    dominante ha venido aplicando en la Argentina durante las
    últimas décadas.

    La primacía del
    "tiempo político" y la premura
    privatizadora

    En este sentido, si en algo se destaca el programa de
    privatizaciones desarrollado en el país durante el
    gobierno menemista respecto a otras experiencias internacionales
    relativamente contemporáneas, es en la celeridad y en lo
    abarcativo de sus realizaciones. La mayor parte de las
    privatizaciones se llevó a cabo en el breve lapso
    comprendido entre 1990 y 1994. Con la excepción de las
    transformaciones estructurales experimentadas por los
    países del ex-bloque socialista, difícilmente pueda
    encontrarse, en el nivel internacional, otra experiencia
    privatizadora tan acelerada: en muy pocos años se
    transfirieron al sector privado, entre otros activos estatales,
    una porción mayoritaria de la empresa
    petrolífera estatal (la empresa
    más grande del país en términos de
    facturación y una de las líderes en materia de
    exportaciones); los ferrocarriles (tanto de carga como de
    pasajeros); la compañía estatal encargada de la
    prestación de los servicios de transporte y
    distribución de gas natural; las
    principales firmas estatales de generación,
    transmisión y distribución de energía
    eléctrica; la Empresa Nacional de Telecomunicaciones; Aerolíneas Argentinas;
    los astilleros y las firmas siderúrgicas y
    petroquímicas de propiedad estatal; la
    administración de los sistemas portuarios; canales de
    radio y TV;
    etc..

    ¿Por qué una privatización tan
    abarcativa y acelerada? En primer lugar, cabe destacar que, por
    lo que históricamente significó el justicialismo en
    la Argentina, la única forma de consolidar el programa
    económico –y al menemismo en el poder– era
    obteniendo el apoyo simultáneo de los grandes grupos
    locales (nacionales y extranjeros) y de los acreedores externos.
    Nada mejor para lograr un cambio radical de la imagen del
    peronismo que
    entregar parte sustantiva del Estado o, más precisamente,
    su porción más rica –por las potencialidades
    que ofrecía–, como eran las empresas
    públicas.

    Ello sólo se pudo conseguir con un programa de
    privatizaciones como el que se desarrolló: con
    múltiples deficiencias en lo estrictamente
    económico (subvaluación de activos,
    despreocupación por difundir la propiedad, por la
    formulación de marcos regulatorios, etc.), pero muy
    exitoso en lo político, en términos de los
    objetivos estratégicos perseguidos. El mismo
    contribuyó de manera decisiva a afianzar la confianza de
    la "comunidad de negocios",
    así como a rearticular al bloque dominante, favoreciendo,
    de manera adicional, la contención de la inflación,
    el ingreso de capitales, el crecimiento del consumo
    doméstico, la renegociación de la deuda externa y,
    fundamentalmente, la consolidación de nuevas bases y
    condiciones refundacionales de la estructura económica y
    social del país.

    Como se puede apreciar en el Cuadro Nro.1, el acelerado
    y difundido programa de privatizaciones que tuvo lugar entre 1990
    y 1994 le reportó al Estado argentino una cifra cercana a
    los 18.000 millones de dólares, considerando el monto
    percibido en efectivo, los pasivos de las firmas transferidos al
    sector privado (la mayoría del –considerable–
    endeudamiento de las empresas públicas fue absorbido por
    el Estado) y el valor de
    mercado de los bonos de la
    deuda
    pública –externa e interna– rescatados en
    la transferencia (de considerar el valor nominal de los
    títulos de la deuda el monto asciende a 25.500 millones de
    dólares) (4). De la información presentada se desprende que
    alrededor de 6.000 millones (aproximadamente la tercera parte) de
    lo recaudado fueron producto de la
    capitalización de títulos de la deuda
    pública que corresponden a una deuda de alrededor de
    14.000 millones, en términos del valor nominal de los
    títulos capitalizados.

    Con respecto a los pasivos transferidos al Estado, debe
    mencionarse que los mismos incluyen tanto a las deudas
    contraídas por las empresas públicas antes de
    iniciarse el proceso de privatización, como el
    endeudamiento que se generó durante el mismo que, a juzgar
    por algunas evidencias
    parciales como la de ENTel, fue más que significativo. En
    relación con esto último, cabe resaltar el hecho de
    que durante la intervención de María Julia
    Alsogaray en el período previo a la privatización
    de la telefónica estatal, la deuda de la empresa se
    incrementó un 122%, llegando a más de 2.000
    millones de dólares. En ese sentido, el Pliego de Bases y
    Condiciones para la privatización estableció que la
    compañía sería transferida sin pasivos al
    sector privado, asumiendo el Estado argentino –a
    través de la llamada "ENTel residual"– la deuda,
    tanto externa como interna, de la empresa. Esta última
    rondaba los 500 millones de dólares y se debía, en
    su mayoría, a deudas contraídas por la
    compañía estatal con sus principales contratistas,
    entre los que se encontraban Siemens, Pecom-Nec –del
    grupo local
    Pérez Companc– y Telettra e Italtel
    –vinculadas al conglomerado extranjero Techint–
    (posteriormente, los dos últimos grupos económicos
    formarían parte de los dos consorcios adjudicatarios de
    las dos empresas monopólicas en que se subdividió
    la telefónica estatal).

    La centralidad de las privatizaciones en la
    conformación de la "comunidad de
    negocios"

    Es indudable que la elevada capitalización de
    bonos de la deuda externa que caracterizó al programa
    privatizador, refleja el reconocimiento, por parte del gobierno
    menemista, de que cualquier "Reforma del Estado" que se
    implementara no podía ser llevada a cabo sin incorporar a
    uno de los integrantes centrales del bloque de poder
    económico (los acreedores externos –los "perdedores"
    de los años ochenta–). Sin embargo, y en
    razón de los objetivos políticos perseguidos,
    tampoco podía quedar excluida la otra fracción
    dominante (los grupos económicos –los "ganadores" de
    los ochenta–).

    De allí que no resulte casual que en
    prácticamente la totalidad de los consorcios
    adjudicatarios de las distintas empresas públicas
    transferidas al sector privado se verifique una suerte de "triple
    alianza", que, en la generalidad de los casos, incluyó a:
    los más importantes grupos económicos locales, que
    aportaron capacidad gerencial, administrativa y,
    fundamentalmente, de lobbying doméstico, así como
    su conocimiento
    de la infraestructura nacional (derivado del hecho de que
    constituían el núcelo central de la denominada
    "patria contratista"); un número considerable de bancos
    extranjeros y/o locales (la mayoría de los cuales se
    encontraba entre los principales acreedores del país) que
    aportaron buena parte de los títulos de la deuda
    pública argentina –externa y/o interna– que
    serían capitalizados; y ciertas empresas transnacionales,
    que aportaron capacidad y experiencia tecnológica y de
    gestión (se trata, por lo general, de operadoras
    internacionales de los servicios públicos privatizados)
    (Azpiazu, 1996; Azpiazu y Basualdo, 1995a; y Basualdo, 2000c)
    (5).

    En definitiva, lo anterior sugiere que la importancia
    estratégica de las privatizaciones no sólo se
    expresó en la transferencia, a un conjunto sumamente
    reducido de grandes agentes económicos, de las principales
    compañías estatales y, por esa vía, de un
    ostensible poder de mercado en sectores sumamente
    estratégicos, sino también, y fundamentalmente, en
    que permitió articular intereses que, hasta ese momento,
    se encontraban enfrentados en ciertos temas cruciales. En ese
    sentido, como producto de la forma en que se encararon las
    privatizaciones cobró entidad una forma de propiedad hasta
    ese momento escasamente difundida en la economía argentina
    (las asociaciones de capital entre empresas extranjeras y grupos
    locales) que impulsó la conformación de una
    "comunidad de negocios" entre los actores más poderosos de
    la economía interna y los acreedores externos; la cual
    pasó a adquirir una notable capacidad para influir tanto
    sobre el sistema político como sobre el rumbo de la
    economía en su conjunto.

    Partes: 1, 2, 3

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