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Antonio Machado, el poeta del pueblo. Revista Esfinge (página 2)



Partes: 1, 2, 3

Machado contacta con el París del Simbolismo y del
Impresionismo.
Conoce a Oscar Wilde, a Moreas, y al maestro del ritmo y de la
armonía, el hombre que
había impulsado la corriente modernista, Rubén
Darío, que a su vez admiró los versos del poeta
español y lo consideró el más intenso de
todos, un hombre que había escrito poco pero que
había meditado mucho.

 

PUBLICA SU PRIMER LIBRO

A su vuelta de París, publica su primer libro,
"Soledades", con el que fue reconocido ya no como el hermano de
Manuel, sino por sí mismo.

Soledades impactó en su momento; su palabra distaba de
semejarse a la poesía
modernista, llena de color, princesas,
armonía y ritmo; tenía color, pero no era
brillante; tenía versos, pero eran tenues, apagados,
breves.

Soledades es toda una enseñanza, una lección de estética: contra lo relumbrante, lo
apagado; contra lo brillante, lo tenue; lo pequeño, lo
cotidiano, lo espontáneo, tienen infinitas posibilidades
estéticas que Machado supo realzar.

Además era una enseñanza de austeridad, de
honestidad. Hay
ternura y profundidad en esos versos que, como gotas de agua,
continuas y monótonas, van penetrando en la roca.

Soledades es el propio retrato del alma del
poeta: un hombre
enamorado de lo pequeño, de lo cotidiano, que sabía
hacer de las pequeñas experiencias una enseñanza.
Era además austero; nunca se preocupó demasiado por
lo material y por la forma de vestir; su mente y su corazón
siempre estaban más altos.

Para él el valor
fónico de la palabra, el ritmo y la rima, no eran lo
fundamental en la poesía. Pensaba que la palabra que no
tenía contenido, aunque estuviera bien escrita, le
fatigaba. Por eso había leído más Filosofía que Literatura.

Decía que la poesía era una palpitación
del espíritu. Lo que dice el alma con su propia voz cuando
se pone en contacto con el mundo. Por eso, en ese su primer libro
no había anécdotas, ni historias, era simplemente
la expresión pura de una emoción, de un sentimiento
surgido en un momento del tiempo, ante
un paisaje concreto y no
otro.

El agua, la fuente, los caminos, la mar, eran símbolos de la transitoriedad del tiempo,
de esta vida que irremediablemente acaba en muerte. Esa
finitud del tiempo que causa en el hombre la
angustia por el anhelo de lo eterno.

Sin embargo, ante la muerte
Machado oponía la esperanza. Así como decía
su gran amigo y admirado Unamuno: Si lo que nos espera es la
nada, vivamos de manera que eso sea una injusticia. Logra la
eternidad aquel que logra vivir sus sueños; aquel que vive
sus más altas aspiraciones. Machado se refería a
los sueños del alma, a esta bendita nostalgia que surge
del húmedo rincón de nuestra alma por una vida
buena, por una vida pura, por una vida verdadera.

SU MUNDO DE SUEÑOS

Él se llamó a sí mismo "Un hombre en
sueños", un hombre para el que el sueño era un
mundo y el mundo era un sueño. Con su ejemplo
enseñó que el poeta no es un hombre estéril
que huye de la vida para la contemplación de sí
mismo; para él, la poesía era "el diálogo
del Yo del poeta con su tiempo", y quizás fue por ese
compromiso histórico con su presente por lo que su voz ha
llegado tan viva y válida hasta nosotros.

Nunca se conformó con lo mediocre, con lo indiferente,
con lo tibio. Tenía completa fe en que los mundos nuevos y
mejores si habían existido era porque había gente
que los había soñado, y que incluso podíamos
soñar a Dios dentro de nosotros mismos.

Con su cátedra de Francés recién
obtenida, debe marchar de su querido Madrid y
comienza su peregrinaje por las tierras españolas. Su
primer destino es Soria, una ciudad de unos siete mil habitantes,
fría, de color pardo y ceniciento, con sus cafés,
su "Casino de Numancia", sus tertulias y de gentes con carácter algo conservador. En un principio
la ciudad se le hace arisca, pero con el tiempo su alma
penetró en el alma de la tierra.
Él era un hombre intensamente sensible a las costumbres,
tradiciones y gentes del lugar donde vivía. Los
álamos de la ribera del Duero manso y monótono que
corriente abajo se volvía alegre, los montes pelados y los
campanarios con sus cigüeñas dejaron indeleble
estampa en su obra.

Como profesor era
muy respetado por sus alumnos; decían que era un hombre
muy bueno, no sólo porque no ponía exámenes
(jamás confió en su eficacia), sino
por las lecturas compartidas en voz alta de aquellos libros que le
llegaban del extranjero.

Asistente habitual a las tertulias del "Casino de Numancia",
colaborador en la revista
"Tierra
Soriana" y fundador de la revista "El porvenir castellano",
especialmente creada para que los jóvenes pudieran
expresar su sentir sobre España,
todo lo hacía de manera anónima. Trató
siempre de pasar desapercibido, de manera que para muchos era
sólo un profesor de francés, de poco gusto en el
vestir; incluso después de haber publicado su primer
libro, seguía siendo el hermano de Don Manuel.

Ese tiempo fue de asimilación de los valores
castellanos; salir de Madrid y adentrarse en otro camino le
supuso un cambio en la
forma de pensar y de sentir que plasmó en el libro que le
llevaría a ser conocido como uno de los mejores poetas
españoles: Campos de Castilla.

TRAS LOS PASOS DE UNAMUNO

Fue el paso de una poesía subjetivista y del intimismo
al realismo; del
yo al tú. Si antes había escogido un camino
individualista, ahora se abre a la poesía descriptiva,
centrada en un tema crucial: España.

Dos personas influyeron fundamentalmente en ese momento de su
vida: la que le tocó el corazón, Leonor, y el que
le cinceló el pensamiento
con su filosofía, Unamuno.

Leonor, la hija de los dueños de la pensión
donde residía, una niña de 15 años, alegre,
jovial, inocente, desde el primer momento cautivó a
Antonio Machado. Tras ochos meses de noviazgo, las campanas de
Soria sonaron a bodas. Leonor fue el pilar, la estabilidad que
Machado necesitó para su evolución como poeta y como hombre.

Estuvo siempre preocupado por la España que pudo ser y
no fue. La España del señorito, el hombre tibio,
vacío de inquietudes, el burgués.

Este hombre del casino provinciano,
que vio a Carancha recibir un día,
tiene mustia la tez, el pelo cano,
ojos velados por melancolía;
bajo el bigote gris, labios de hastío,
y una triste expresión, que no es tristeza,
sino algo más y menos: el vacío
del mundo en la oquedad de su cabeza.

En una nación
casi analfabeta, donde la ciencia, el
arte y la
filosofía se desdeñan por superfluos cuando no por
corruptores, en este pueblo sin ansias de superarse ni respeto por la
tradición; en esta España tan querida y tan
desdichada que da la espalda a la cultura, el
hombre que eleva su mente y su corazón por un ideal
cualquiera es un héroe de alientos gigantescos, y sobre
cuyos hombros pueden sustentarse montañas.

Ese héroe cotidiano, ese Quijote que reclamaba la
generación del 98, era para Machado su gran amigo, su
maestro Unamuno. En el ámbito intelectual de su tiempo
nadie daba tanta guerra como
él; era un Don Quijote
dispuesto a todo noble combate. De éstos necesitamos, que
siembren para no cosechar. Cuerdos que talan el árbol para
coger el fruto, abundan, por desgracia.

De Unamuno acogió su esperanza en el hombre sencillo,
el protagonista de la "intrahistoria", de la historia que no se escribe
en los libros. La esperanza en esos hombres que no van al Ateneo,
sino que labran y siembran y lo hacen cantando.

Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.
Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan adónde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,
y no conocen la prisa
ni aún en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos
descansan bajo la tierra.

En ese pueblo residía la España profunda y la
tradición. Sólo era necesario hacer llegar a la
gente sencilla la cultura, que debía dejar de ser un
privilegio de élite en manos de unos pocos que
mantenían a la mayoría en la ignorancia. Porque un
pueblo sólo podía ser libre si cada uno de sus
hombres y mujeres era libre y consciente de sí mismo.

La patria no es el suelo que se
pisa, la patria es el suelo que se labra, y que sólo se
conserva con el trabajo y
con la cultura.

Despertar al dominio; ofrecer
al mundo el humano tesoro de la conciencia
vigilante.

La muerte de Leonor a los pocos meses de matrimonio deja
al poeta desamparado y desgarrado.

Poco después surge a la luz su libro
Campos de Castilla, con gran éxito.
El libro le sirvió para elevarse por encima de su dolor
personal y
ponerse a trabajar humildemente.

Se marcha de Soria destino a Baeza. Toda su vida
consistió en un constante caminar, de pensión en
pensión, sin un hogar fijo.

Andaba mal económicamente. Tomó contacto con la
Filosofía oriental. Estudió griego para conocer a
fondo su cultura, madre de las culturas mediterráneas. Y
aprovechó sus estudios para sacarse la Licenciatura en
Filosofía y Letras, título que le permitiría
un traslado. Su ilusión era irse a Salamanca para estar
con Unamuno, pero no tuvo oportunidad. Su nuevo hogar
sería Segovia. Desde allí, siempre que podía
viajaba a Madrid en vagones de tercera para ponerse en contacto
con sus viejos amigos.

Fruto de caminar, su poesía se volvió más
filosófica, y gestó a sus personajes
apócrifos, Don Juan de Mairena y Don Abel Martín, a
través de los cuales desveló su yo
filosófico.

Abel Martín es un poeta filósofo, algo
mujeriego, cuyo tema central de su pensamiento era la
"heterogeneidad del ser"; el amor como
fuerza que nos
lleva a buscar a otro, al que llamó "la otredad", que es
contrario a uno, al yo, pero también su complementario. El
ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te
ve.

Cuando el Yo crea en el Tú, cuando el ojo que ve crea
en el ojo que le mira, entonces será posible la
fraternidad humana, y Dios estará en la puerta.

Machado consideraba que el ateísmo era la
posición individualista del que no veía más
allá de sí mismo, y por lo tanto no podía
ver al otro ni tampoco a Dios.

Un corazón solitario no es un corazón. Todo
aquello que guarda usted en el más pequeño
rincón de su sentir, que no sea comunicable,
acabará por no ser nada.

Su musa, ya en la madurez, fue Guiomar, aquella dama que
inspiró sus Canciones a Guiomar, "La Lola se va a los
puertos", y que dio una nueva ilusión a su
corazón.

Juan de Mairena, por su parte, era un profesor de
retórica, algo escéptico, irónico, que daba
sus clases de manera informal, con las manos en los bolsillos,
utilizando el diálogo a la manera platónica.

EL DOLORIDO EXILIO

Juan de Mairena sale a la luz en un momento muy doloroso para
España. Estalla la guerra civil. Machado, indignado y
triste, saca más fuerza aún para luchar por ella.
Escribe con más intensidad. Privado de todo, en un piso
modesto, rodeado de bombardeos, muerto de frío, sigue
colaborando en las revistas y periódicos.

Cuando el ejército llega a Madrid, evacuan a la familia y
los llevan hasta Valencia. Tras Valencia, el último
destino antes del exilio es Barcelona, en el Barrio de San
Gervasio.

Después de un proceso
doloroso, no sólo por las condiciones físicas, sino
por el valor sentimental que significaba tener que huir de
España, cruzan la frontera y se
instalan en Colliure, en un hotelito modesto junto con su madre y
su hermano José. Esto ocurría un 22 de enero; el 18
de febrero, le dice a su hermano José: Vamos al mar.
Caminaron los dos hasta la orilla del mar, y allí se
sentaron en una barca que reposaba en la arena.

Hacía mucho viento. Se quitó ese sombrero que no
abandonaba nunca, se lo puso en la rodilla, y con su mano sobre
el bastón, en esa posición tan suya, estuvo largas
horas absorto, en silencio, contemplando el ir y venir de las
olas del mar. Tres días después, su corazón
dejaba de latir.

En su gabán su hermano José encontró uno
de sus últimos versos, que decía: En estos
días azules y en este sol de la infancia.

En boca de Mairena, él decía:

Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a
contemplar. ¿El qué? El cielo y sus estrellas, y la
mar, y los campos, y las ideas mismas y la conducta de los
hombres.

Yo os enseño, pretendo enseñaros, a que
renunciéis a las tres cuartas partes de aquello que
creéis que necesitáis para vivir. Y no por el mero
goce de hacer ejercicios ascéticos, sino para que
entendáis cuán limitado es el ámbito de lo
necesario, y por ende, cuán amplio es el de la libertad
humana.

Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a que
profundicéis en la filosofía de los antiguos
griegos y en la filosofía oriental, mucho más honda
que la nuestra. Ni la una ni la otra os van a inducir a pelear.
En este pelear para vivir o vivir para pelear darwiniano, que ha
invadido nuestras vidas.

Yo os enseño, o pretendo enseñaros, a que
améis al prójimo y al distante, al semejante y al
distinto, y que lo hagáis con un poquito más de
amor del que
os precisáis a vosotros mismos.

Desde nuestro tiempo que pide a gritos también un nuevo
renacimiento,
retomamos la voz de Antonio Machado y de todos aquellos que
lucharon con él y antes que él.

Juana
M. Iglesias Lladó


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