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Democracia y Bioética (página 2)



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El problema epistemológico: la crisis de la razón

La filosofía clásica creyó
en la capacidad del lógos o la
razón para comprender la realidad en su estructura interna. De ahí que
definieran la verdad en términos de homoíosis
o adaequatio. Recuérdese la
definición clásica de verdad, adaequatio
intellectus et rei
. Esa adecuación no sólo es posible sino
necesaria. La realidad, la naturaleza, physis,
tiene un orden interno, una razón interna, un lógos, lo que los estoicos llamaron el lógos spermatikós, cuyo conocimiento es
tarea del filósofo, y su aplicación, del político. Esto explica por qué Platón
consideraba que el gobernante debía ser a la vez rey y filósofo. No se entiende
la historia del mundo antiguo y medieval al margen de estas cuestiones.

Pero el mundo moderno
empezó a tener razones muy serias para desconfiar de que la naturaleza tuviera
un lógos tan claro como el que
los griegos postularon, que nosotros fuéramos capaces de conocerlo y que la
verdad debiera definirse en términos de homoíosis.
Comienza así un segundo período en la historia del pensamiento, en que la
verdad no se va a buscar fuera de nosotros, en la naturaleza, sino dentro del
ser humano, en su razón. Las verdades por antonomasia son las verdades de
razón. Éste va a ser el gran intento de la filosofía moderna, de Descartes a
Hegel, reconstruir la idea de verdad desde la razón y no desde la naturaleza.

Lo que sucede es que esto
terminó también en fracaso. Es el fenómeno conocido en historia de la filosofía
con el nombre de "crisis de la razón"(1, pp.39-51). Esa crisis se fue evidenciando poco a poco,
desde la muerte de Hegel, en 1831, hasta las primeras décadas del siglo XX. El
empirismo de los siglos XVII y XVIII demostró que los juicios sintéticos de
carácter universal carecen de verdad, aunque sólo sea porque su base empírica
no es nunca universal, lo cual les priva de certeza y les dota sólo de
probabilidad. La única vía para elaborar una metafísica con pretensiones de
verdad, es acudir a los otros juicios, los analíticos, que en última instancia
son los propios de Dios. Tal fue el intento del racionalismo, que a la postre
no fue otra cosa que teología racional. El evidente fracaso de esta vía llevó a
los idealistas alemanes a probar otra salida, distinguiendo en el orden de los
juicios sintéticos dos niveles, el específico del entendimiento y el propio de
la razón. Cuando esta vía también se cerró, con la muerte de Hegel, empezó a cundir
la sospecha de que Hume tenía razón, que los juicios de experiencia, sobre todo
cuando tienen forma universal, no pueden ser nunca verdaderos, no pueden ser
del todo verdaderos sino a lo más verosímiles. Esto lo fue corroborando poco a
poco el saber más fiable basado en datos empíricos que se tenía en el siglo XIX
y tenemos hoy, la ciencia. Newton todavía pudo pensar que sus leyes eran
absolutamente verdaderas. Laplace, a comienzos del siglo XIX, aún pudo decir
que Dios había creado un universo y Newton había descubierto sus leyes. Casi
nadie, cincuenta o cien años después, se hubiera atrevido a repetir esas
palabras. La razón sintética se había ido haciendo consciente de sus límites,
que muchos vivenciaron como fracaso.

Pero la razón analítica no
ha seguido mejor suerte. En contra de lo que los racionalistas pensaron, la
razón analítica dista mucho de ser por completo coherente y en consecuencia
absolutamente verdadera. La demostración la dio el gran programa que se inició
en la segunda mitad del siglo XIX y duró hasta las primeras décadas del XX, el
intento de formalización de la matemática y, a partir de ahí, de unificación
bajo un sistema de leyes absolutamente precisas de las dos disciplinas
paradigmáticas del uso analítico de la razón, la lógica y la matemática. Es
bien sabido que ese ambicioso programa de formalización acabó en fracaso al
comprobarse que todo proceso formal, por ambicioso que sea, conduce
necesariamente a paradojas. Diversos autores fueron formulando una tras otra la
multitud de paradojas a que dio lugar el intento de formalización de la razón
analítica. Y Kurt Gödel, en 1930, demostró con su teorema de la incompletitud
de los sistemas algebraicos que esas paradojas no se deben a defectos de
construcción, y que todo sistema algebraico y, a la postre, todo sistema formal
es por necesidad incompleto.

Estos debates propios de la
lógica formal repercutieron inmediatamente en todo el resto de disciplinas
filosóficas, incluida la ética. La filosofía del siglo XX se ha visto en la
necesidad de pensar todas las ramas del saber filosófico, la metafísica y la
ética incluidas, una vez asumido el fracaso de la razón. Las vías para
conseguirlo han sido varias. En el mundo anglosajón se impuso el llamado método
analítico. En Europa, otro alternativo, el método fenomenológico. Por más que
las diferencias entre ellos fueran enormes, ambos coincidían en su escepticismo
ante la razón filosófica, tal como ésta se había venido manifestando y
expresando hasta entonces. En ambos movimientos la influencia de Hume fue
enorme. Y si han querido hacer metafísica, tanto los de un lado como los de
otro, han tenido que hacerla de un modo completamente distinto al de épocas
anteriores. Las verdades metafísicas, si existen, tienen que darse en niveles
previos y distintos a los de la razón clásica. Sin esto no se entiende la
metafísica del siglo XX.

Lo mismo cabe decir de la
ética. La ética del siglo XX es distinta, tiene que ser distinta a la de
cualquier época anterior. Ya no es posible construir una ethica more geometrico demonstrata, como
pretendió el racionalista Espinoza. Los juicios normativos son por definición
sintéticos. Y si es así, carece de sentido la pretensión, tan frecuente hasta
ayer mismo, de considerarlos absolutos y sin excepciones. Hoy no existe más que
una vía para afirmar principios deontológicos como absolutos y es la apelación
a instancias no racionales, o no completamente racionales, como las creencias y
las emociones. Es, exactamente, lo que Weber entendía por Gesinnungsethik. Frente a esas éticas de
la convicción, el siglo XX ha intentado elaborar unas éticas basadas en la idea
de responsabilidad; es lo que Max Weber denominó Verantwortungsethik(2).

No se entiende gran parte
de la ética del siglo XX desligada de este contexto. Precisamente porque los
principios deontológicos no son absolutos, es necesario aplicarlos a cada caso
tras un detenido análisis del contexto, ya que de otro modo la decisión no
podría considerarse responsable. Quizá ahora se entienda de dónde sale la
distinción de Beauchamp y Childress, tan conocida en el mundo de la bioética,
entre deberes prima facie y
deberes reales y efectivos. Si las normas prima
facie
fueran absolutas, se podría tomar la decisión final a partir
de ellas, sin más pasos intermedios. Quizá es la medicina uno de los campos que
demuestra palmariamente el carácter irreal de ese modo de pensar. Esta es la
vía propia de las éticas de la responsabilidad, dentro de las cuales hay que
situar, en un lugar preeminente, la bioética.

El problema político: la legitimación de la
democracia

El tema de la legitimación
de la democracia está hoy más vivo que nunca. Esto se debe, probablemente, a
que el modo de enfocarlo ha sufrido en los últimos años importantes
modificaciones. Si en la discusión clásica se intentaba demostrar la
superioridad moral y política de la democracia sobre los otros regímenes
políticos clásicos (monarquía, oligarquía, tiranía, etc.), hoy la perspectiva
es completamente distinta. Una vez aceptado que la democracia es un valor
mínimo, irrenunciable por cualquier sociedad política, la cuestión que se
plantea es la de cómo debe entenderse esta vida democrática a fin de que pueda
considerarse éticamente digna. Diríase que si en el pasado la justificación de
la democracia se intentaba hacer por vía retrógrada, comparándola con los otros
sistemas políticos al uso en la historia de Occidente, ahora los problemas de
legitimación se presentan por vía anterógrada, habida cuenta de los efectos que
nuestras decisiones tienen para el futuro de la Humanidad sobre el planeta. Por
tanto, cuando se habla de "legitimación de la democracia", no es para
ponerla contra las cuerdas, defendiendo cualquier otro tipo de actividad
política, sino para hacer de ella un sistema de veras coherente y riguroso
desde el punto de vista ético y humano. A esto es a lo que se refieren, por
ejemplo, los últimos representantes de la Escuela de Francfort, y en particular
Jürgen Habermas, en sus múltiples estudios sobre el tema.

No hay duda de que hoy
estamos atravesando una crisis de legitimación del sistema democrático. Tampoco
la hay de que esta crisis trae a la memoria otras ya habidas tiempo atrás.
Sabemos que cada generación de derechos humanos se ha correspondido
históricamente con un proceso de legitimación del sistema democrático. Los
derechos humanos de primera generación sirvieron para legitimar la democracia
formal frente al Estado absolutista. Fue algo, posiblemente mucho, pero no
todo. De hecho, esa democracia liberal no trajo la justicia a los pueblos, sino
que más bien legitimó el dominio de una clase social, la burguesía, sobre las
demás. Así se explica que desde mediados del siglo XIX se viera la necesidad de
legitimar de nuevo la democracia, introduciendo una nueva tabla de derechos
humanos, los derechos humanos de segunda generación, también llamados derechos
de crédito. Su función fue la de compensar el sistema de libertades formales,
propio de la democracia liberal, con un amplio conjunto de medidas tendentes a
conseguir una mayor igualdad de bienes. Así, la democracia formal se transformó
en democracia material. Al Estado liberal le sucedió el Estado social(3). Hoy nos hallamos probablemente en
una situación pareja a la de mediados del siglo pasado. El problema está en que
ahora ya no consideramos suficiente la mera aposición de los derechos
económicos, sociales y culturales a los derechos civiles y políticos, para
legitimar el sistema democrático. A pesar de estos derechos, la injusticia
sigue siendo una constante del sistema democrático. Parece, pues, que la
democracia no puede identificarse sin más con el Estado social, como éste
demostró que tampoco podía seguirse identificando con el Estado liberal.
Probablemente hay que ir más allá de ambos. ¿Hacia dónde? Hacia un "Estado
participativo y deliberativo", basado en la democracia participativa, y no
sólo en la liberal o en la social.

Este es un tema tan
espinoso como irrenunciable. El déficit democrático lo es siempre de
participación. Todos estamos conscientes de que la participación del ciudadano
en el sistema político, tanto legislativo como ejecutivo, es torpe e
imperfecta. Pero esto no es nuevo; ha acompañado a la democracia desde sus
mismos orígenes. La novedad está en que en el rápido proceso de planetarización
de la vida, propio del siglo XX, las decisiones políticas de cualquier Estado
(económicas, militares, etc.) repercuten en todo el resto de la Tierra. Nunca
la vida política y social ha estado tan interconectada como ahora. Los acuerdos
de cualquier Parlamento afectan a todo el resto de la Humanidad, no sólo de la
presente, sino quizá también de la futura. Ahora bien, el principio básico de
la vida democrática es que deben poder participar en la toma de decisiones o,
al menos deben ser tenidos en cuenta, todos los afectados por un acto o una
decisión, tanto actuales como virtuales. Si no se hace así, si las leyes se
dictan en beneficio de unos pocos y en perjuicio de los demás, entonces hay que
concluir que aún no hemos salido de la época del despotismo y la tiranía.
Tendremos democracia "formal", o incluso democracia
"social", pero desde luego no democracia "participativa",
que es la única éticamente defendible en una época como la nuestra, en que el
poder político es tal que tiene en sus manos el presente y el futuro de la vida
sobre el planeta.

Esto que llamo Estado
participativo se basa en la tesis de que las democracias actuales son muy poco
democráticas, y sólo podrán serlo completamente si son capaces de tomar
decisiones teniendo en cuenta los intereses, no ya de los parlamentarios que
hacen las leyes o de los políticos que las aplican, ni tampoco de toda la
sociedad a la que representan, sino de toda la Humanidad, es decir, de todos
los hombres presentes y futuros. Hoy, en
los albores del tercer milenio
, no podemos conformarnos con menos.
La crisis de legitimidad de nuestra democracia se debe a que es poco
democrática; es "formal" y "materialmente" democrática,
pero no "realmente" democrática.

Son de sobra conocidos los
fallos terribles del parlamentarismo en las democracias meramente formales y
materiales. Estos fallos se objetivan en el recurso a la objeción de
conciencia, a los tribunales de justicia (un poder no legitimado
democráticamente), la extraparlamentarización de la toma de decisiones (algo perfectamente
constatable en los usos de la Comunidad Europea), etc. Todos son síntomas de lo
que puede denominarse un "déficit democrático". Se dirá que este
déficit no es inherente al concepto "ideal" de la democracia, pero sí
a su ejercicio "real". Ahora bien, si esto es así, entonces tiene
razón Jürgen Habermas cuando afirma que las decisiones democráticas no serán
nunca verdaderamente representativas más que cuando tengan en cuenta, al menos
idealmente, a todos los seres humanos, es decir, cuando se hagan a la vista de
lo que él llama la "comunidad ideal de comunicación"(4). A esto es a lo que conduce el
descubrimiento de los hoy llamados derechos humanos de tercera generación: a
replantear la legitimidad de los sistemas democráticos y a afirmar que ninguna
democracia fáctica es legítima a menos que sea capaz de tener en cuenta los
intereses de todos los seres humanos, tanto presentes como futuros(5).

El problema moral: las propuestas de la democracia
participativa y deliberativa

Alguien dirá que todo eso
ya no es una cuestión jurídica ni política, sino ética. Y en efecto, así es.
Hace ahora dos siglos que Kant formuló su imperativo categórico: "Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad
pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación
universal"(6, p.149)
. O, según la fórmula de la Introducción a
la metafísica de las costumbres: "Obra
de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro siempre como fin, nunca meramente como medio"(7, p.189)
.
Cabe preguntarse qué entendía Kant por Humanidad cuando escribía estas frases.
Probablemente pensaba que la Humanidad se circunscribía al ámbito de sus
contemporáneos. ¿Cómo tener en cuenta en los juicios éticos a los ya muertos, o
a los aún no nacidos? Al moralista Kant le sucedía como a tantos juristas
actuales, que le costaba concebir a los seres humanos futuros como sujetos de
derechos.

Hoy la perspectiva es muy
distinta. Para verlo basta abrir un libro que hoy goza de justa fama, The Imperative of Responsibility, del
filósofo Hans Jonas. Este filósofo cree que por vez primera en la historia
hemos de introducir en el imperativo categórico no sólo la Humanidad presente
sino también la futura. En consecuencia, dice, el imperativo categórico debe
reformularse en los siguientes términos: "Obra
de tal modo que los efectos de tu actuación sean compatibles con la permanencia
de una vida humana auténtica en la Tierra"
; o también: "Obra de tal modo que los efectos de tu acción
no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida"
;
o, simplemente, "No pongas en peligro
las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la
Tierra"(8, p.40)
.

Otro autor, Apel, ha
afirmado que la ética sólo existe cuando se considera a los seres humanos como
"una comunidad de seres racionales con igualdad de derechos en tanto que
seres que son fines en sí mismos". Todos actuamos por intereses, y es
legítimo que así sea. Pero los intereses no son morales si no son
generalizables, es decir, si no pueden ser aceptados como tales por la
comunidad ideal de argumentación, en la que potencialmente han de estar
incluidos todos los hombres, tanto presentes como futuros. Esto es lo que Apel
entiende por "consenso", la posibilidad de acuerdo sobre intereses
por parte de la comunidad ideal de argumentación. Cuando quienes se ponen de
acuerdo son un grupo fáctico, pero no el grupo que idealmente reúne a todos los
hombres, entonces el acuerdo no es racional, ni por tanto moral, sino meramente
"táctico" o "estratégico". Este sería el acuerdo a que
pueden llegar todos los hombres de un grupo, o hasta de un país, por puros
intereses particulares. Es la volonté de
tous
de Rousseau, en tanto que el consenso racional es el propio de
la volonté générale. El
problema de la moral civil, como el de la democracia, es siempre el mismo: la
búsqueda de la volonté générale,
y no meramente de la volonté de tous.
Entre una y otra hay la misma diferencia que entre el "bien común" y
los "intereses particulares". En su opúsculo sobre La paz perpetua Kant distinguió entre el
"moralista político", es decir, el hombre que utiliza la moral para
sus intereses políticos, y aquel otro que busca el tratar a todos los seres
humanos como fines, no como medios, y a la Humanidad -presente y futura- como
reino de los fines. Cuando se actúa conforme a este segundo criterio, la vida
civil es verdaderamente ética, y el gobernante adquiere la categoría de lo que
Kant llamaba "político moral"(9,
pp.133-150)
. Sólo entonces existe la verdadera democracia, y quedan
asegurados los derechos de todos los hombres, tanto presentes como futuros.

La bioética entre la democracia social y la
democracia política

El sistema sanitario es un
sector del sistema social entero, y reproduce prácticamente todos los problemas
del sistema en su conjunto. Las relaciones humanas en medicina pueden
establecerse, y de hecho se han establecido, de acuerdo con los mismos esquemas
que en la vida sociopolítica en general. Como en ella, las relaciones
sanitarias han sido tradicionalmente "paternalistas." El término
alude al tipo de vínculo que establecen los padres con sus hijos menores de
edad. Se supone que los padres quieren siempre lo mejor para los hijos, pero
sin contar con su voluntad. De ahí que en la relación clínica clásica el
enfermo estuviera sometido a un fuerte proceso de infantilización. Se suponía
que la enfermedad hacía al paciente vulnerable no sólo desde el punto de vista
físico sino también desde el moral. Por el propio hecho de la enfermedad, pues,
todo enfermo debía ser considerado un incompetente moral. No podía ni debía
tomar decisiones y la única virtud moral exigible al paciente era la
"obediencia". El buen médico era el que mandaba con autoridad y el
buen paciente, el que sabía obedecer. El mandato del médico se ha basado
clásicamente en dos principios morales, hoy conocidos con los nombres de
No-maleficencia y Beneficencia. La tradición médica nunca los distinguió
claramente, como se advierte ya en la famosa sentencia hipocrática que pide al
médico "favorecer (beneficencia) o al menos no perjudicar
(no-maleficencia)"1 . En esa identificación de no-maleficencia y
beneficencia estuvo la raíz de su paternalismo. Naturalmente, la relación es
paternalista cuando el médico se guía por estos principios, y busca el máximo
bien para su paciente aun en contra de su voluntad. Puede suceder, y de hecho
ha sucedido innumerables veces en la historia, que el médico anteponga sus
intereses personales a los del paciente. En ese caso, su verdadero móvil ya no
son los principios éticos de Nomaleficencia y de Beneficencia, razón por la
cual la relación tampoco merece ya el título de "paternalista". ¿Cómo
denominarla entonces? Aristóteles dice que el padre manda al hijo buscando el
beneficio del hijo y no el propio beneficio; eso es lo que él entiende por
paternalismo. Pero él distingue la relación paternalista, propia de la relación
del padre con sus hijos, de la relación despótica, es decir, la que establece
el señor con sus esclavos. El señor, dice Aristóteles, manda al esclavo
buscando el propio beneficio y no el beneficio del esclavo, aunque
secundariamente deba buscar también el beneficio del esclavo, pues si éste
muere acaba el dominio del señor sobre el esclavo. La relación despótica es,
para él, éticamente correcta. No lo sería, sin embargo, ampliar el tipo de
relación despótica a la vida política. Eso es lo que constituye la
"tiranía". En ella se organizan las relaciones políticas de acuerdo
con el modelo despótico, no con el paternalista. Aristóteles condena muy
duramente la tiranía, ya que consiste en el manejo despótico de las relaciones
políticas, lo cual es inadecuado, dado que se trata a los ciudadanos, que son
los únicos con capacidad política, como si fueran esclavos. Así, pues, como el
despotismo merece un juicio moral negativo, la tiranía, no. Para Aristóteles la
tiranía es la perversión del paternalismo. Ycomo el paternalismo es el régimen
mejor imaginable, la tiranía es también el régimen peor imaginable. Corruptio iptimi pessima, escribió. No
hay duda que la estructura vertical o de dominación de la relación clínica ha
estado oscilando secularmente entre estos dos extremos, el positivo del
paternalismo y el negativo de la tiranía.

De todos modos, en nuestro
siglo este modelo ha entrado en franca regresión. Y ello aunque sólo sea porque
el ejercicio de la medicina en equipo ha hecho que la dominación del paciente
se halle compartida por un grupo de profesionales más o menos numeroso. La
relación ya no es, por eso, "monárquica", dado que el poder no está
en una sola mano, sino, por seguir utilizando la metáfora política,
"oligárquica", toda vez que el poder sobre el paciente se concentra
en pocas manos, las de los profesionales de la salud.

Naturalmente, las
características básicas de la relación paternalista no desaparecen por el hecho
de que el médico comparta su poder con otros médicos y profesionales de la
salud. Su estructura sigue siendo vertical y paternalista (o tirana). Lo que sí
sucede es que se relajan o desaparecen algunas notas muy peculiares de la fase
anterior. La más evidente es, sin duda, la pérdida de valor de la
confidencialidad y el secreto. A todo lo largo del periodo de vigencia del
primer modelo, ese principio se respetó escrupulosamente, en tanto que en este
segundo, quizá por el propio proceso de dilución de las responsabilidades, la
conciencia del secreto ha ido debilitándose progresivamente, hasta casi
desaparecer. De ahí que, como se ha denunciado tantas veces, la relación
clínica haya tenido algunos caracteres más negativos en nuestro siglo que en la
época de la clásica relación paternalista.

De todos modos, tampoco la
estructura que hemos denominado oligárquica sirve para interpretar y explicar
correctamente la situación actual. El proceso de emancipación de los pacientes
que se inició en la segunda mitad de la década de los años sesenta, y que desde
entonces ha progresado ininterrumpidamente, ha hecho la relación
progresivamente más horizontal. Si los códigos de derechos de los enfermos han
significado algo, ha sido la ruptura del viejo principio de que la enfermedad
supone necesariamente la incapacidad moral y que, por tanto, la única salvación
no sólo física sino también moral del enfermo estaba en la obediencia de los
mandatos del médico. Lo que esos códigos han reivindicado es el derecho y hasta
la obligación de todo usuario de los servicios de salud, que posea suficiente
capacidad o competencia, de tomar las decisiones sobre su propio cuerpo, en
función de su propio proyecto de vida. Ahora ya no hay sólo una ética, la del
médico, regida por el principio de No-maleficencia, sino también otra, la del
enfermo, basada en el principio ético de Autonomía. No existe uno, sino dos
códigos morales, que muchas veces no entrarán en conflicto, pero otras sí,
precisamente porque la toma de decisiones es un proceso ahora compartido,
común. No se trata de ver la decisión final como un equilibrio entre las
opiniones del médico y del paciente, sino como el punto final de un largo
proceso de adaptación y convergencia entre la información que el médico posee y
los deseos y los valores de que es depositario el paciente. En ese proceso, por
tanto, las dos partes son activas. No hay un polo "agente" y el otro
"paciente". Por eso cabe decir que ahora la estructura se ha
horizontalizado y que, como todos son ya beligerantes en el proceso de toma de
decisiones, ésta ha dejado de ser monárquica y oligárquica para convertirse en
claramente "democrática"(10,
p.69)
.

Conviene analizar con mayor
detalle este tipo de relación que hemos llamado democrática. El término
democracia procede de la teoría política. Pero cuando lo aplicamos a la
relación sanitaria, es obvio que lo estamos trasponiendo a otro ámbito, el de
la vida social. La matización no carece de importancia, porque no es evidente
que lo que es válido en uno de esos ámbitos pueda aplicarse al otro. Pudo
serlo, quizá, en otras épocas, cuando la vida política venía a identificarse
con la vida social, es decir, cuando no se diferenciaban sociedad y Estado.
Esto sucedió en todas las culturas primitivas, y en la misma cultura clásica
existe la tendencia a considerar que el Estado es la perfección de la vida
social, es decir, la estructura social perfecta. Esto es lo que dicen Platón y
Aristóteles, y eso es lo que lleva a este último a afirmar, en las primeras
líneas de su Política, que la pólis, que podemos traducir por sociedad
o Estado, es una koinonía, esto
es, una estructura natural(11).

Cuando se piensa así, no
hay duda que el orden social y el político se confunden y que el lenguaje de
uno de esos niveles es transponible al otro. Pero si algo hizo el mundo moderno
fue acabar con ese modo de plantear el problema. Para la mentalidad liberal
moderna, sociedad y Estado se diferencian radicalmente. La sociedad es una
estructura natural, en tanto que el Estado es el resultado de un acto de voluntad,
el contrato social. Antes de él hay sociedad, pero no Estado. En el llamado
estado de naturaleza hay sociedad pero no hay Estado.

Pues bien, el concepto de
democracia puede utilizarse en cada uno de esos dos niveles, en el de la
sociedad y en el del Estado. No está dicho en ninguna parte que el término
signifique lo mismo en uno y en otro. En el orden social, la democracia
significa, cuando menos, dos cosas: generalización del conocimiento y
participación en el proceso de toma de decisiones. Las relaciones sociales se
democratizan cuando se permite a los individuos participar en la toma de las
decisiones, una vez adecuadamente formados e informados. Por tanto, democracia
social es participación, tanto en el conocimiento como en la toma de decisiones.
De ahí que la democracia social sea y no pueda no ser "democracia
participativa"(12)2. Eso
es, por ejemplo, lo que ha promovido la bioética en Medicina. El consentimiento
informado no es otra cosa que esto, el proceso de información y participación
de los pacientes en el proceso de toma de decisiones. La relación sanitaria no
es en principio una relación política sino social, y la bioética ha promovido
la participación democrática, mediante el procedimiento de la toma de
decisiones. Este es el gran éxito que la bioética tiene en su haber, tras
treinta años de trabajo.

Pero la democracia social
no puede terminar ahí, no termina ahí de hecho. Porque no se trata sólo de
generalizar el conocimiento y permitir la participación en la toma de
decisiones. Se trata también y sobre todo de asumir como un principio que la
verdad no la posee nadie a priori,
que hemos de irla conquistando todos en conjunto y colaborativamente y que, por
tanto, tenemos que dar razones de las posturas que mantenemos, escuchar y
entender las razones de los demás, y de ese modo ir ajustando y modificando las
nuestras. De lo que se trata, pues, es de deliberar en conjunto, a fin de
llegar a soluciones más matizadas y correctas. Sin deliberación conjunta no habrá
nunca auténtica democracia. De ahí que cada vez se insista más en la necesidad
de que la democracia social no sea sólo participativa sino también
deliberativa. Es la llamada "democracia deliberativa", algo que
nuestras sociedades están muy lejos de alcanzar. A mí no me cabe duda de que la
bioética está llamada a jugar un importantísimo papel en este sentido. Pero
también tengo claro que aún no lo ha conseguido. Ésta es, quizá, su gran tarea
pendiente. La bioética es un proceso de deliberación individual y colectiva, en
orden a buscar el perfeccionamiento de la vida humana, tanto individual como
sobre todo colectiva. La función de los "Comités de Ética" es
precisamente ésta.

Hasta aquí nos hemos
referido a la democracia social. ¿Son transponibles los esquemas anteriores al
ámbito de la democracia política? Puede ser que sí, pero ello no es, en
cualquier caso, evidente de suyo. No están completamente convencidos de que la
vida política deba regirse por los criterios de la democracia participativa más
que aquéllos que identifican desde el comienzo sociedad y Estado, mejor aún,
aquéllos que en la sociedad moderna (en las sociedades antiguas ya vimos que
sociedad y Estado son difícilmente distinguibles) niegan la identidad de uno de
esos términos, por lo general el segundo. El anarquismo, concretamente, ha
considerado siempre que la sociedad debe autogobernarse mediante procedimientos
participativos y asamblearios. Así viene pensando desde sus mismos orígenes, en
el siglo XVIII. Ya entonces se le opuso otra teoría, que había de triunfar en
las diferentes revoluciones liberales. Según ésta, la democracia política no
puede ser participativa sino representativa(13).
Quizá sea así. En cualquier caso, es evidente que sólo una sociedad en que se
instauren como procedimientos la democracia participativa y deliberativa,
podría dar de sí un auténtico sistema político de democracia participativa(14). Lo contrario sería simplemente
ilusorio.

La bioética es un
procedimiento de participación y deliberación social. Lo que intenta es
desarrollar la participación y la deliberación en el nivel de la actividad
privada, de la vida social, la que se rige por los principios éticos de
Autonomía y Beneficencia. Se trata, pues, de promover la participación y
deliberación en el horizonte de las éticas de máximos, en un intento por
mejorar la calidad y la corrección de las decisiones que se toman en ese
ámbito: mayor respeto a los valores de las personas, deliberación más cuidadosa
sobre todos los factores en juego, etc. Por supuesto, esa deliberación tiene un
marco de referencia y, por tanto, un límite, que es el que define la ética de
mínimos, por tanto los principios éticos de No-maleficencia y de Justicia. El
contenido público o común de éstos quizá deba establecerse por vías representativas.
Pero en cualquier caso, es evidente que sólo una sociedad con redes de
participación y deliberación estará en condiciones adecuadas para establecer un
adecuado sistema de representación. Por tanto, habría que decir que el correcto
manejo de la participación y la deliberación en el orden de la ética de máximos
es también fundamental para la definición de los contenidos propios de la ética
de mínimos. Aquí también la tarea de la bioética es sencillamente enorme.

De lo anterior se concluye
que los contenidos de la ética de mínimos deben establecerse, en una sociedad
democrática, mediante consensos logrados, bien directamente, bien mediante los
representantes políticos. Dicho de otra manera: los contenidos de los
principios de No-maleficencia y de Justicia que vayan a expresarse en forma de
Derecho y a exigirse coactivamente a todos, deben establecerse mediante
procedimientos que tengan en su base procesos de participación y de
deliberación. En cualquier otro caso, los valores de una persona o un grupo estarán
siendo impuestos, en última instancia por la fuerza, a todos los demás, lo que
debe considerarse moralmente incorrecto. Esta es también una consecuencia del
modelo democrático.

Conclusión

Personalmente opino que el
éxito de la bioética se ha debido a la necesidad que la sociedad civil siente
de reflexionar sobre las cuestiones de valor, participando activamente en los
procesos de deliberación en torno a la gestión del cuerpo y de la vida de los
seres humanos. Ya no pueden ser los médicos, ni los políticos, ni los
economistas, ni tampoco los sacerdotes o los teólogos quienes detenten el
monopolio de la deliberación y decisión en este tipo de cuestiones. Ha de ser
la sociedad entera la que delibere y decida sobre ellas. La bioética debe
verse, por ello, como un procedimiento para llevar la democracia participativa
y deliberativa al espacio de la gestión de la vida y del cuerpo. Este tipo de
decisiones ya no puede considerarse monopolio de nadie. Ha de ser la
colectividad de los seres humanos la que intente definir sus deberes y
obligaciones, mediante procedimientos participativos y deliberativos. Y la
bioética debe verse como lo que es, un espacio intelectual y social para poder
llevar esto a cabo. En este sentido, cabe decir que la bioética tiene vocación
universalista, ya que considera que la toma de decisiones responsables en este
área no puede lograrse más que por vía intersubjetiva, estimulando la
participación de todos en el proceso de toma de decisiones. No es un azar que
el padre de la bioética, Van Rensselaer Potter, haya sido el creador de otro
término, que define perfectamente todo lo que estoy tratando de decir, el de Global Ethics, ética global.

Notas

1 Epidemias
I,11, en Tratados hipocráticos,
Vol. 5, Madrid: Gredos; 1989. p. 63.

2 A este respecto el excelente libro
de Amy Gutmann, La educación democrática:
una teoría política de la educación
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Diego Gracia Guillén
Doctor en Medicina. Director, Departamento de Salud Pública e Historia de la
Ciencia, Universidad Complutense de Madrid. España

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