Todos los órdenes de la sociedad
posmoderna están atravesados por signos
híbridos, heterogéneos e indefinidos: la política, el
arte,
la moral, el
sexo, la
historia. Esa
sociedad se ha adolescentizado, y todos los síntomas
típicos de la adolescencia
—la edad ambigua por excelencia—
están presentes en la cultura
posmoderna: hedonismo, identidades híbridas,
ambigüedad sexual. El viejo modelo de
identidad
genérica fija e inmutable del hombre
moderno se desvaneció, y la era contemporánea
avanza hacia un mundo dentro del cual la diferencia y la
diversidad se toleran y se celebran. La multiplicidad de
identidades y el rechazo de la feminidad y la masculinidad como
categorías monolíticas comienzan a derrumbarse:
la liberación sexual, que representó en otros
tiempos una trasgresión a las formas instituidas, ha
mutado en un erotismo diluido y ambiguo, acaso por exceso y
saturación. La ambigüedad aparece entonces como
producto de
la indiferencia, la incertidumbre y la competencia
entre los sexos, paradójicamente como un modo de
alimentar la obsesión —negativa— de la
sexualidad.
Por todas partes, la era actual ofrece unos signos
híbridos e indefinidos, unos síntomas aleatorios
y unas identidades heterogéneas. Ya no parece posible
oponer —como en la modernidad— las formas clásicas: el
bien al mal, lo masculino a lo femenino, lo verdadero a lo
falso, el capitalismo
al comunismo. Las
viejas dualidades se han desvanecido. Parece existir una
yuxtaposición de todos los géneros, de todas las
disciplinas, que antes tenían una definición y,
por ende, un fin, una determinación. Los sistemas se
retroalimentan, se contaminan, intercambian sus caracteres
antaño distintivos.
Las categorías monolíticas e inmutables
de la vieja lógica positivista han virado hacia el
desencanto y la incredulidad: aparecen nuevos discursos
integradores de perspectivas personales y subjetivas, organizaciones
fragmentadas y plurales relacionadas con los cambios en las
modalidades laborales y tecnológicas, nuevas
identidades colectivas, basadas en el género,
la raza, la edad, la orientación sexual. Con todos sus
ingredientes, la posmodernidad refleja el eclecticismo que
parece ser la característica fundamental del mundo
contemporáneo . En su afán por romper con los
viejos códigos, la nueva era ha tomado por asalto y
fusionado todos los estilos, voces, textos, sonidos, sistemas y
creencias. Esta urgencia por quebrar el antiguo molde ha
generado productos
flexibles, maleables y opcionales, híbridos y
desestandarizados. Fluyen los signos y síntomas
ambiguos, polisémicos e indefinidos.
Lyotard postuló que el eclecticismo es el grado
cero de la cultura general contemporánea. Para
él, la estética por excelencia de la
posmodernidad es el kitsch o todo vale, lo que no
se puede gobernar con reglas preestablecidas, lo que no se
puede definir. A su vez, Fredric Jameson identificó
la discontinuidad como
uno de los fundamentos de la era posmoderna, cuyos
rasgos lo constituyen la ruptura de fronteras entre alta
cultura y cultura popular, la falta de profundidad, la
desaparición del sujeto individual, la aparición
del pastiche y el nuevo sublime posmoderno basado en la
réplica, el simulacro y la tecnología
.
Paradoja, ambigüedad, ambi-valencia: la
política, el arte, la moral, el
sexo, la historia, la sociedad, están atravesados por
estos síntomas. Por un lado, la necesidad de una ruptura
con el pasado y, por otro, un guiño, una complicidad a
la tradición, a lo establecido. En eso consiste la
paradoja: el desprecio por las formas antiguas y, a la vez, la
necesidad de una retrospectiva infinita de lo acontecido, un
reciclaje
del pasado y de la historia, un homenaje en versión
melancólica. Las formas de una atractiva
desilusión. Las modas retro, por ejemplo,
aparecen como desprovistas de su contenido original, fuera de
su contexto propio y, por lo tanto, remiten a otro
significado, otra esencia. En eso consiste su
ambivalencia: conviven superpuestas con las tendencias del
momento, como una forma supérstite, despojada del
sentido original. A su vez, las fronteras de las artes y las
ideologías han asistido a su propio derribamiento: para
algunos, «el ruido es
música,
cualquier desperdicio es una escultura, ninguna
inflexión deja de ser poesía, todos estamos en capacidad de
liderar nuestra casa o el país en que habitamos:
¡todos somos creadores! El arte y sus héroes se
agotaron en un extremismo estereotipado»
. En eso consiste precisamente el narcisismo para
Gilles Lipovetzky. Cualquier cosa servirá de
gadget estético, dirá Jean Baudrillard,
con lo que el arte mutará en una especie de
kitsch universal.
En el campo literario, la estética posmoderna
ha priorizado el relato breve y fragmentado, que exige la
participación activa del lector y ofrece una multitud de
interpretaciones. Es precisamente el cuento o
micro-relato el que se ha manifestado como una categoría
transgenérica, porque se ha ido apropiando del
estilo de otros ámbitos discursivos como el anuncio
publicitario, el diario o el informe
policial, rechazando las categorizaciones puras y planteando la
necesidad de explorar nuevas posibilidades estéticas. A
su vez, frente a las narrativas clásicas, que persiguen
secuencias más o menos fijas y establecidas, la
narrativa de la
televisión se caracteriza por la
fragmentación y el montaje múltiple, por la
hibridación de géneros, su ambigüedad,
discontinuidad y mezcla. El cine
también ha roto las barreras literarias, produciendo
entrecruzamientos y alquimias impensables en la etapa literaria
anterior. Giménez Gatto describe las mutaciones
que ha producido el séptimo arte respecto de figuras
como Drácula, el mítico personaje de
la novela de
Bram Stocker: de viejo monstruo victoriano que sexualiza a las
mujeres castas gracias a su bautismo de sangre, el cine
lo ha ido convirtiendo —a través de sus diferentes
versiones— en un ser desgarrado, en un héroe
romántico, antihéroe del spleen
terrorífico. En Carmilla, de Sheridan Le Fanu,
aparece su ambigüedad sexual, y The Hunger, de Tony
Scott, tal vez constituya uno de los más logrados
ejemplos del polimorfismo sexual del vampiro. De la criatura
elegante, refinada y transgresora, ha mutado en
antihéroe sufriente y marginal. Las nuevas relecturas
fílmicas lo recrean como un trágico héroe
ávido de amor: el
temible monstruo de antaño ha metamorfoseado en un ser
cada vez más humano, «el vampiro ha dejado de ser,
en la cultura contemporánea, el símbolo del mal,
para convertirse en el emblema del outsider, la
mítica figura de la alteridad del fin del siglo
XX».
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