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Ambigüedades. El transgénero en la posmodernidad (página 2)




Enviado por Gabriel Cocimano



Partes: 1, 2

La sociedad
contemporánea se ha adolescentizado, ha ido
mutando el modelo de
adultez implícito en la modernidad.
Todos los conflictos
descritos como típicos de la adolescencia
—acaso la edad ambigua por excelencia—
parecen estar presentes en la cultura
posmoderna: identidades híbridas, crisis en
los valores,
hedonismo, ambigüedad sexual. Si las sociedades
actuales prestigian y se insertan en el modelo adolescente,
también el vínculo entre las generaciones se ha
torcido hacia la ambigüedad. El psicoanalista
francés René Kaës concluye en que esa
ambigüedad se basa en un movimiento
paradojal de sobrevalorización y desvalorización
del niño y del anciano: «(Ambos) son
pseudosoberanos frágiles, adulados, cortejados y
descalificados: el bebé es un producto de
consumo; el
anciano ha sido despojado de su función
de sabio, depositario de la memoria y
de la historia
(…) No se lo escucha más que en las investigaciones
de mercado.
Este es también un rasgo de la posmodernidad: es un pensamiento
ahistórico, amnésico y sin
futuro»

Lo uniforme y homogéneo ha dejado paso a lo
complejo e impreciso, lo ambivalente y lo contradictorio. Lo
bueno y lo malo conviven juntos, lo bello y lo feo en la
moda, las
izquierdas y las derechas en política, lo
verdadero y lo falso en los mensajes mediáticos. «Todos los grandes
criterios humanistas del valor, los
de toda una civilización del juicio moral,
estético y práctico, se borran en nuestro
sistema de
imágenes
y signos. Todo
se vuelve indecible (…) Esto es el burdel generalizado del
capital, no
un burdel de prostitución sino burdel de
sustitución y de conmutación»

. Todas las cosas parecen flotar en la
indeterminación, en la indefinición; las
distancias se han abolido: entre los sexos, entre el sujeto y
el objeto, entre lo sagrado y lo profano, entre el cuerpo y el
espíritu, entre los polos opuestos, entre ficción
y realidad. Y en este eclecticismo posmoderno, en este contagio
de ideologías, estilos y síntomas, en esta
combinación de métodos,
signos y formas, suele suceder que, como dice Baudrillard, la
fusión acabe en confusión, y el
contacto en contaminación.

En el arte, como en
la moda, campea a la vez el past (el pasado) y el
post (el futuro). El revival y el futurismo,
síntesis
sorprendentes de esta paradoja cultural. El past de
tantos rewards, citas y homenajes al pasado; el post que
corona hoy al universo de las
nuevas tecnologías: desde ya, el placer estético
es una función del punto de vista subjetivo, lo que
aniquila cualquier hipótesis universalista y
transhistórica acerca del entusiasmo artístico.
Ya no existe un referente uniforme, un punto de vista
homogéneo, un juicio estético con el que medir
los criterios de identidad
culturales y artísticos.

Múltiples
identidades

El viejo modelo cartesiano de identidad fija y
sustantiva del hombre se ha
desvanecido. Por el contrario, la posmodernidad parece imaginar
un mundo dentro del cual la diferencia y la diversidad no
sólo se toleran sino que se celebran. Aparece en ella un
discurso que
cuestiona la identidad de los géneros, e introduce una
nueva dimensión: la multiplicidad de identidades y el
rechazo de la feminidad y la masculinidad como
categorías inmutables y monolíticas. Este
discurso proviene de la voluntad de autonomía y de
particularización de los grupos e
individuos: neofeminismo, liberación de costumbres y
sexualidades, reivindicaciones de las minorías,
etc.

El feminismo
irrumpe, a fin de cuentas,
para quebrar el orden discursivo de la modernidad: a partir de
allí, el sexo se hace
político, comienza a traducirse en relación de
fuerzas, de poder.
Aflora una figura inédita de lo femenino, emancipada de
los viejos roles y sexuada: tanto en la teoría como en la militancia, el
feminismo recicla al ser-femenino por la valoración que
hace de él en todos los aspectos, psicológico,
sexual, político. En su versión más
radical, su discurso denuncia a la
mujer-mercancía y excluye al referente masculino,
apunta a la emancipación del género y
a la identidad propia. Esta versión establece una
línea dura, maniquea, que llama a la movilización
general, apuntando sus cañones al poder, esa
máquina masculina e imperial. Como bien afirma Gilles
Lipovetzky, cuanto más el feminismo cuestiona el ser de
lo femenino, más éste se borra y se pierde en la
incertidumbre; cuanto más se derrumban los pilares de su
estatuto tradicional, mayor es la pérdida de identidad
de la propia virilidad. «La guerra de
los sexos no tendrá lugar: el feminismo, lejos de ser
una máquina de guerra, es una máquina de
desestandarización del sexo, una máquina dedicada
a la reproducción ampliada del
narcisismo».

Algunas representantes de esta versión
radicalizada del feminismo, como Judith Butler y Monique
Wittig, toman la noción de polisexualidad, en el
sentido que no hay dos sexos sino muchos, tanto como
individuos. Helene Cixous propone, a su vez, una
proliferación de sexos. Wittig, incluso,
descalifica el concepto de
mujer y lo reemplaza por el de lesbiana, concepto
ajeno a la identidad basada en el Falo, esa construcción políticamente
contaminada del psicoanálisis y del concepto de
género, esa noción propia de una
heterosexualidad compulsiva.

A su vez, Butler, en su Gender Trouble: Feminism
and the Subversion of Identity
, cuestiona el determinismo
biológico implícito en nuestro concepto cultural
de sexo. Si, en términos generales, el
género denota la influencia del entorno social en
la identidad sexual, mientras el sexo refiere al factor
biológico de la misma, Butler descarta la noción
de que exista un componente biológico en la
formación de la identidad, por lo que el sexo, al igual
que el género, se vuelve una forma de comportarse, una
actuación.

En la posmodernidad va a aparecer amplificado este
proceso de
cuestionamiento de la identidad de los géneros que, de
alguna manera, se iba gestando a partir de ciertas formas
artísticas anteriores. En los albores del siglo XX, la
artista Claude Cahun —precisamente un seudónimo
que puede designar indistintamente a un hombre o una mujer—
es una de las primeras en asumir el discurso de la dualidad en
la percepción-representación de los
géneros, y en escoger la ambigüedad sexual como
centro de su trabajo. A
través de sus fotografías y autorretratos,
experimenta —a partir de su propia identidad— la
existencia de múltiples identidades en el hombre
moderno, resaltando la complejidad de los géneros,
rompiendo las fronteras entre ellos y concibiendo la no
división entre lo masculino y lo femenino. Utilizando su
propio cuerpo como soporte de representación, Cahun
adopta una multiplicidad de figuras, una teatralización
de su propia imagen, no duda
en travestirse, en metamorfosearse, rechazando así la
idea de una identidad fija y, a su vez, negando a todas
las formas de sexualidad
el privilegio de «anormalizar» a las
otras.

Parece cierto aquello de que en el mundo del arte se
rechaza la creencia de lo femenino como algo propio de la mujer
y se denuncian las etiquetas atemporales y ahistóricas
que estructuran una concepción esencialista de los
géneros. En el caso de ciertos dibujos
animados y cómics japoneses, que ejercen una gran
fascinación sobre diversas culturas, sus personajes no
están exentos de ambigüedad sexual, polimorfismo e
indeterminación genérica. Ranma es un
adolescente que se convierte en mujer toda vez que se moja con
agua
fría; su novia, Akane, asegura odiar a los
hombres. En Sailor Moon existen guerreros dispuestos a
luchar transformados en mujeres con ajustado ropaje de piel; en
otros dibujos y cómics, no faltan las relaciones
homoeróticas masculinas y femeninas. Un alto porcentaje
de personajes varones son andróginos, o se sitúan
en la imprecisa línea desde donde comienza la vaguedad
identitaria.

¿Acaso en el universo
cyborg —contracción de cybernetic
organism
— no está implícito el tema de
la identidad o, mejor, de su indeterminación? Cuerpos
sin órganos, máquinas
deseantes, organismos indecibles y ambiguos. De Robocop a Blade
Runner, las identidades se tornan aleatorias. La
fantasía de la Mujer-Máquina alimenta un
imaginario caro a cierto feminismo cyborg pero, al mismo
tiempo,
¿no ejerce otra fascinación en el colectivo
social? La escena de un macho simio copulando con una hembra
cyborg materializa dos nociones vulgares
estándar: aquella de la mujer que desea una pareja
fuerte y animal, y aquella del hombre que desea que su pareja
femenina sea una muñeca perfectamente programada para
satisfacer sus deseos, no un ser viviente real.

El cyborg representa no sólo la
desaparición del límite entre hombre y
máquina, sino también la imprecisión de
dichos límites
en torno a la
vieja dicotomía femenino-masculino. Constituye aquello
que trasciende lo genérico y sexual. Organismo y
mecanismo, trascendencia del sistema
binario de identidad sexual, hibridaciones, las fronteras
se han disuelto. Las gynoids —término
acuñado por el artista Hajime Sorayama para
señalar el carácter femenino de sus sensuales
robots— son la versión femenina del
androide. Barbies electrónicas, muñecas de
placer y objetos-fetiche, pero donde la radicalidad del
cyborg propuesto por la ciberfeminista Donna Haraway
como metáfora de la mutabilidad cultural de lo femenino
está supeditada a las predecibles fantasías
masculinas. Tal vez Sil, el alien erótico del
film Species, se convierta en un mito del
ciberfeminismo: éste personaje extraterrestre y
biomecánico presenta la sugerente paradoja de una figura
femenina que es, al mismo tiempo, madre y depredadora sexual,
una máquina-madre liberada del poder de lo
masculino. 

Los cánones de la vieja masculinidad
machista se han visto desbordados ampliamente a
instancias de la maquinaria feminista, de la liberación
y relajación de ciertas costumbres y del ocaso del
sofocante control
disciplinario de la modernidad. El modelo viril de viejo
cuño ha cedido terreno a un nuevo individuo,
flexible y personalizado. Narciso y hedonista, el hombre
light posmoderno ya no parece obsesionado por la
necesidad de ser el icono reproductor, genital y promiscuo. El
estereotipo del varón fuerte y poco sensible, dotado
más de fortaleza física que de
racionalidad, parece retroceder desconcertado ante los avatares
de la nueva masculinidad posmoderna. «El
macho-machista —dice Vicent Canet— comienza
a ser sustituido por el macho-ambiguo que, sin dejar
algunos tics machistas, empieza a redefinir su identidad a
partir de la mezcla de los atributos considerados socialmente
masculinos y femeninos: es el hombre débil, sensible,
padre, ambiguo sexualmente, preocupado por la estética (…) Quizá no ambiguo
sexualmente en cuanto a su opción sexual, sino porque su
identidad está en tránsito: saben que no quieren
mostrarse como machos-machistas, pero tampoco ven una
vía clara de cómo ser hombres».

La ruptura del modelo tradicional de masculinidad
—con sus consiguientes clisés: el depredador
sexual, el insensible, el promiscuo— ha dejado paso a un
relajamiento de la vieja y estática
agresividad disciplinaria y autoritaria, barrido por la
aceleración del consumo, el psicologismo, el desarrollo
de la técnica, los mass-media y las nuevas estrategias de
seducción. Del mismo modo que las instituciones se vuelven flexibles y
móviles, el nuevo hombre se desliga de su mochila
de máquina reproductora e imperial.

Una generación de hombres parece crecer
rodeados de una nueva masculinidad, menos encorsetada,
recuperando los espacios que una sociedad machista había
dejado exclusivamente para la mujer: la paternidad, la
seducción, la estética. En el mundo del deporte, el futbolista
británico David Beckham «representa una cierta
ruptura de aquel modelo, y un icono de masculinidad
diferente  a los establecidos hasta hoy. Asume como
propias muchas de las cualidades atribuidas solamente a las
mujeres: la sensibilidad estética, la voluntad y orgullo
de tener hijos, vestirse de mujer al practicar sexo (…) Y
como un modelo más de masculinidad plantea la pluralidad
de identidades de hombres (…) Su marketing
indica que hay un sector de la sociedad –y lo que es
más importante, de hombres- que rechaza la vieja
masculinidad machista y busca nuevos
referentes».

Si en la cultura occidental el ideal de belleza ha
sido femenino, reservando al varón los más
prestigiosos ideales de la fuerza, el
temple y el carácter, la posmodernidad ha ahondado en la
deconstrucción de ese imaginario, rebajando su pesada
carga. Los viejos héroes se han convertido en sensibles
y seductores, nuevos objetos de deseo —sitial
antaño ocupado por la mujer—, adonis ávidos
de placer y cultores de nuevas libertades sexuales,
estéticas y sociales.

El discurso posmoderno cuestionador de la identidad de
los géneros afirma que éstos son
construidos social y culturalmente. El feminismo ha contribuido
a elaborar la teoría de que el hombre y la mujer
«no son conjuntos de
datos
anatómicos sino construcciones socioculturales con una
apoyatura biológica ambigua  e inestable (…)
Distinguir entre datos biológicos y género en la
sexualidad no implica negar que existan diferencias
anatómicas entre mujeres y hombres, ni que haya
diferencias por sexo en la experiencia del placer
erótico. Lo que se niega es que esas diferencias marquen
inexorablemente el comportamiento sexual de las personas (…) y se
rechaza que los comportamientos óptimos sean dos,
masculino y femenino, con un único modelo normal de
relaciones entre ellos, que sería el
heterosexual».

Pero también la maquinaria feminista muestra
perfiles ambiguos, relativos e imprecisos. Ciertos conceptos
como feminidad, paternalismo, emancipación, actividad y
pasividad han mutado de significado con el paso del tiempo, y
los de «lo femenino» y «lo feminista»
también guardan su dosis de vaguedad y equívoco.
Pero hay algo más esencial en juego: el
feminismo ha apuntado al derecho de autonomía y de
responsabilidad en materia de
procreación, a disponer de sí misma y a no
ceñirse al destino biológico y social. Pero la
manipulación genética proporciona otro dilema a su
universo: «La clonación podría hacer
pensar a más de una feminista en una nueva maniobra
machista para destronar a la mujer de uno de sus
incuestionables sitiales históricos: la
reproducción».

La relación de fuerzas que parece definir las
relaciones entre los sexos es quizá el último
sobresalto de su división tradicional, afirma Gilles
Lipovetzky, luego de la intensificación de la lucha de
sexos llevada a cabo por el feminismo. Lo masculino es la
víctima que peor parada sale de la obsesión
negativa
del sexo, dice a su vez Jean Baudrillard: lo que
valía como liberación, como
trasgresión en el orden tradicional, cambia de sentido
en un mundo que se dirige cada vez más hacia una
reproducción asexuada. Si lo que antes
parecía sexualmente transmisible era la libertad, el
deseo, el placer, el amor, hoy
parece que lo sea el odio, la desilusión, el recelo y el
resentimiento entre los sexos.

Y, paradójicamente, este resentimiento se
transforma en indiferencia, y ella en
competencia. «Las clases relativamente
homogéneas del sexo quedan sustituidas por individuos
cada vez más aleatorios, combinaciones hasta entonces
improbables de actividad y de pasividad, miríadas de
seres híbridos sin una pertenencia fuerte al grupo. La
identidad personal se
vuelve problemática (…) La seducción femenina,
misteriosa o histérica, deja paso a una
autoseducción narcisista que hombres y mujeres comparten
por un igual, seducción fundamentalmente
transexual, apartadas de las distribuciones y
atribuciones respectivas del sexo». 

Trans-identidades 

En todas las disciplinas asistimos a un proceso de
confusión y de contagio. Al abolirse las distancias
—entre los géneros, los sistemas, el
arte, los objetos, los sujetos, los medios— quedan extinguidos los puntos de
referencia y, por ende, cunde una indeterminación, una
indefinición. Baudrillard hablará de las formas
transestéticas y transpolíticas como de aquello
que ha perdido su especificidad por exceso, por
saturación. Más allá del propio fin
hay una confusión de todos los géneros:
surge la idea de transgénero —a partir de
la cultura queer— como opuesto a la
concepción de una base biológica del sexo. La
teoría queer repudia la aplicación del
pensamiento binario hombre-mujer y revisa la supuesta
identidad de género, rechazando los ordenamientos
sexuales que se consideran inamovibles y
establecidos.

He aquí la indeterminación
genérica, la indefinición de la identidad sexual,
vale decir, una transexualidad entendida como la
«forma difusa en la que los sexos entremezclan sus
signos, se proyectan, se eligen, superan el condicionamiento
biológico y normativo, abriéndose a un haz de
posibilidades, regida más por la seducción que
por la reproducción (…) El sexo se fragmenta en
combinatorias innovadoras. Sexo genético, caracteres
primarios, secundarios, apariencia corporal, identidad sexual
psicológica, elección de objeto, género,
gestualidad, teatralización erótica (…) no
tiene por qué adecuarse a una homogeneidad
predestinada»

Como la estética y la política,
también el sexo ha perdido su especificidad por
exceso
: la revolución sexual, al liberar todas las
virtualidades del deseo, lleva a preguntarse por la
orientación de cada uno. Es así que lo
transexual es a la vez un juego de la
indiferenciación (de los polos sexuales) y una forma de
indiferencia al goce, motivada por la liberación sexual.
Esta transexualidad —característica que
define la sexualidad contemporánea— ya no se
sustenta sobre el goce, sino sobre todos los simulacros
eróticos, embarullados y el kitsch transexual en
toda su gloria

La paradoja es: si el goce se ha vuelto indiferente,
¿por qué existe una proliferación de la
sexualidad? Hoy el erotismo impregna todos los órdenes
de lo social: la política, los medios, la moda, la
comunicación. A tal punto que Roland Barthes afirma
que «el sexo está en todas partes menos en el sexo
mismo». Ese look erótico que contamina
todas las disciplinas y todas las formas de lo social oculta la
indeterminación genérica. Pero es
precisamente eso, un look, una apariencia: una
simulación. Un artificio que reemplaza al goce,
marginado ya a un lugar secundario. El goce se ha agotado en la
promiscuidad: ya sin razón de ser, ha dejado paso a un
erotismo estrecho de significado, que ha logrado filtrarse en
el cuerpo social mediante formas simuladas:
paródicas, artificiales,
irónicas
.

Ese nuevo erotismo —«el sentido
último del erotismo es la fusión,
la supresión del límite
», ha dicho
Bataille— ha proliferado en la posmodernidad a partir de
la diversidad, de nuevas formas ambiguas del deseo y la
seducción, de unas identidades que van más
allá de lo establecido, por tanto, de una
transidentidad.

La teoría queer, ya en los años
’60, al cuestionar la idea de género, se enlaza
con la incipiente idea de transgénero, lo que de
alguna manera constituye una justificación
teórica al tema de la transidentidad. «El
transgénero —dice Eva Giberti— acoge a gays,
lesbianas, transexuales, travestís, andróginos,
intersexuales, hermafroditas, queers (torcidos) y a una
multiplicidad de rasgos, modalidades, estilos, conductas y todo
aquello que signifique rechazo de los ordenamientos sexuales
establecidos».

Por cierto, dentro del mundo transgénero
existen diversidades de formas: el travestismo es la forma
paródica de la ambigüedad sexual, así
como el transexualismo su forma artificial, y el
homosexualismo su forma irónica. Esta
última forma, en el sentido baudrillardiano, no
es simulada ni cínica, se produce al menos por sí
sólo en el sentido de que no hay tácticas o
estrategias que hagan que se produzca, lo cual
constituiría una forma cínica. Dentro de estas
diversidades, H. Benjamín señala como diferencia
sustantiva la elección de pareja del mismo sexo, o su
ausencia: «la actividad homosexual no es factible sin el
acompañante homosexual, que constituye un factor
primario. El homosexual es un hombre y quiere ser nada
más que un hombre (lo mismo para el caso de la mujer)
(…) está en armonía con su sexo y su
género. En cambio, el
travesti y el transexual no se sienten identificados con su
sexo y no están en armonía con sus
cuerpos».

El travestismo constituye la forma
paródica de la ambigüedad sexual, representa
una sexualidad caricaturesca, de tramoya, con sus signos
indumentarios y gestuales, ajena a su propio sexo. Para Eva
Giberti, el travestí no requiere imprescindiblemente una
pareja y, en caso de tenerla, aun puede ser heterosexual. El
transexual como forma artificial, representa ya no la
parodia que desvía y, al mismo tiempo, que seduce, ya no
esa forma de disfraz que oculta pero que devela, sino el
artificio del cambio de sexo en su totalidad, que va de lo
psíquico y emocional hasta la genitalidad. Aquí
ya no parece haber seducción alguna, es una mera
representación mecánica de la ambigüedad sexual. Es
más, es su forma simulada por excelencia,
contrariamente a la intersexualidad (o hermafroditismo), que
constituye la forma natural de la ambigüedad
sexual, en el que se presentan en forma simultánea
características correspondientes a ambos sexos, incluso
más allá de lo genital.

¿Y qué ocurre en la posmodernidad con
todas estas formas? Este erotismo ambiguo parece
constituir una forma de seducción: «La
ambigüedad seduce eróticamente no porque sea un
magma indiferenciado, sino porque produce signos
múltiples, paradójicos, que avanzan el juego, la
incertidumbre, el peligro».

¿En dónde radica esa seducción
ambigua? La seducción posmoderna aparece como una
mutación de la figura dominada por el orden arcaico de
la prohibición y la censura: aquí «todo
está permitido —dice Lipovetzky— hay que ir
siempre más lejos, buscar dispositivos inauditos, nuevas
combinaciones en una libre disposición del cuerpo (…)
Diversificación libidinal: la seducción anexiona
el sexo y el cuerpo según el mismo imperativo de
personalización del individuo».

Así han surgido algunas nuevas
categorías que superan los esquemas binarios de
género, «mutantes, protagonistas de la
cultura andrógina, frente a los cuales la dupla
hombre-mujer habrá de resultar, tal vez, una
disyunción maniquea». Un ejemplo mediático
de esta clase de
mutantes lo constituye Michael Jackson, cuya
estética aparece como el «embrión de todas
las formas soñadas de mutación, precursor de un
mestizaje perfecto en tanto que universal; su
reconstrucción total —aclaramiento de la piel,
desrizamiento del cabello, cirugía plástica en
todo el cuerpo— ha hecho del niño
prótesis el
poseedor de una existencia más allá de todas las
razas». Marilyn Manson —nombre de glamorosa
actriz, apellido de asesino en serie— despliega su dosis
de provocación y ambigüedad basada en explorar y
explotar sus contrastes y los extremos de su personalidad. Lo mismo ocurre con el cantante
Prince, que ha llegado a renegar de su nombre para
sustituirlo por un símbolo que se ha ido convirtiendo en
representante de la ambigüedad sexual, más
allá de su asociación con Internet y la
era digital.

La liberación sexual de la posmodernidad ha
vuelto al goce, al deseo y al placer indiferentes por exceso,
por saturación. Paradójicamente, el individuo
contemporáneo, ávido de aventuras y libre para
ejercitarlas en plenitud, parece alejarse cada vez más
de los impulsos que se aproximan a una pasión, una
seducción, una responsabilidad. Si antes lo que
valía como trasgresión era la liberación,
hoy es la indiferencia, la incertidumbre y la competencia
entre los sexos. Hoy esa trasgresión ha mutado en un
erotismo impreciso, que invade todos los órdenes de la
sociedad, un look erótico diluido y ambiguo, una
nueva seducción indeterminada que parece alimentar la
obsesión negativa de la sexualidad.

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Gabriel Cocimano

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