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Los mutantes de la cirugía estética. El credo de las apariencias




Enviado por Gabriel Cocimano


Partes: 1, 2

    1. La
      estética de la desmesura
    2. Notas

    El cuerpo del sujeto contemporáneo se ha
    convertido en mercancía y, como tal, ha quedado sometido a
    la lógica
    del mercado. El
    valor de la
    imagen
    corporal se ha ido acentuando al amparo del
    modelo visual
    generado por las tecnologías de la imagen. Este prototipo
    de belleza hegemónico es el signo del individuo en
    la sociedad
    occidental, el cuerpo de la ingeniería
    genética y de la cirugía estética.

    Afín a la vertiginosidad de los cambios, no es
    casual en la posmodernidad
    la imposición del artificio en materia
    estética: la cirugía es el procedimiento
    más veloz para alcanzar la
    metamorfosis corporal. Pero el canon de belleza física está
    más cerca del mutante de laboratorio:
    exceso, desmesura, trazos gruesos, estos rasgos agitan en el
    imaginario social el instinto irrefrenable del deseo
    insatisfecho. El cuerpo se ha liberado de las cadenas del
    alma, pero ha
    perdido la batalla a manos del mercado.

    En la sociedad de consumo actual
    asistimos a una nueva lógica que plantea una doble
    inversión: mientras los objetos se
    humanizan —y, en muchos casos, se divinizan— el
    individuo contemporáneo deviene mercancía.
    Su cuerpo, desacralizado y desidealizado, ha adquirido un nuevo
    valor en el imperativo social: se ha convertido en una cosa
    más, en un utensilio, un objeto sometido a las propias
    leyes del
    mercado. Y, como tal, está en condiciones de ser vendido,
    explotado, manipulado, derrochado, remodelado o refaccionado, de
    acuerdo a las pautas que regulan los deseos y los dictados de la
    cultura. El
    sujeto contemporáneo ha exiliado su instinto para
    quedar en manos de un deseo que lo conduce, lo orienta y
    lo organiza. Pero ese deseo carece de autonomía,
    está de alguna manera impulsado y condicionado por la
    lógica del mercado, que impone sus propios
    parámetros y criterios de valor.

    Ese mercado ha instalado en la sociedad occidental
    estándares de consumo, que rigen y movilizan los deseos
    circulantes. El mercado unifica —dice Beatriz Sarlo—,
    selecciona y, además, produce la ilusión de la
    diferencia a través de los sentidos
    extramercantiles que toman los objetos que se obtienen por el
    intercambio mercantil. Por lo tanto, las identidades han
    estallado. "Dicen que EUA es un país donde todos usan la
    misma ropa, comen en los mismos restaurantes y manejan las mismas
    camionetas (…). La mentalidad de ‘hagamos todos lo
    mismo’
    llegó a niveles alarmantes (…). El
    ‘look de línea de montaje’
    terminó alterando la noción de identidad
    personal".1

    En estas sociedades
    opulentas, el consumo es liberador. Se trata de una vana
    ilusión, pero bien vale para reemplazar la
    trascendencia perdida. "Cuando ni la religión, ni las
    ideologías, ni la política, ni los
    viejos lazos de comunidad pueden
    ofrecer una base de identificación ni un fundamento
    suficiente a los valores,
    allí está el mercado, que nos proporciona algo para
    reemplazar a los dioses desaparecidos".2

    El cuerpo, en las sociedades occidentales, es el signo
    del individuo, el lugar de su distinción, de su
    diferencia. Pero si las identidades se han disuelto, ha sido
    porque ese cuerpo se ha convertido en mercancía para
    quedar sometido a la lógica del mercado. Es el cuerpo de
    la ingeniería genética y
    de la cirugía estética. "Lugar privilegiado del
    bienestar (la forma), del buen parecer (el body-building,
    cosméticos, productos
    dietéticos), pasión por el esfuerzo
    (maratón, jogging, windsurf) o por el riesgo
    (andinismo, etc.). La preocupación por el cuerpo es un
    inductor incansable de imaginario y de
    prácticas",3
    todas ellas orientadas por la lógica mercantil.
    Antaño, ese cuerpo estaba asociado más a los
    valores
    comportamentales, era concebido como un medio y no como un fin, y
    servía para enfatizar la belleza espiritual, por lo tanto,
    era una realidad relativamente irrelevante, coyuntural, estática.
    Como canon estético, la iconografía cristiana ha
    presentado tradicionalmente a los espíritus buenos como
    bellos, y a los malos como feos. En ese sentido, las
    civilizaciones con religiones iconoclastas
    (como la musulmana) han conferido menos importancia a la imagen
    corporal, por lo que hoy presentan menos disfunciones
    relacionadas con el culto al cuerpo que las de tradiciones
    cristianas. Pero fue en el siglo XX y con el desarrollo de
    los medios que la
    publicidad
    comenzó a democratizar la belleza corporal, como antes
    había hecho la religión con la belleza moral o
    espiritual. La belleza física comenzó a presentarse
    no ya como un medio, sino como uno de los fines de la
    realización personal.4

    Una de las paradojas de nuestra época es la idea
    de la liberación del cuerpo: alejado del imperativo
    moral, ha sido despojado de las cadenas del alma, el orden y la
    armonía que rigieron los cánones de la
    antigüedad. Pero esa liberación ha resultado ser una
    entelequia impulsada por las fuerzas del mercado, cuya
    lógica considera al cuerpo un valor signo en el que
    poder
    "invertir narcisísticamente", como afirma Baudrillard.
    "Somos libres", sostiene Beatriz Sarlo. "Cada vez seremos
    más libres para diseñar nuestro cuerpo: hoy la
    cirugía, mañana la genética, vuelven o
    volverán reales todos los sueños (…) Somos
    libremente soñados por las tapas de las revistas, los
    afiches, la publicidad, la moda. La cultura
    nos sueña como un cosido de retazos". Si existe un cuerpo
    liberado que encuadra en aquella lógica es el
    cuerpo ideal, el cuerpo joven y hermoso, sin ningún
    problema físico. Ese cuerpo ideal, el que no sufre, no
    siente, no envejece ni muere es, en definitiva, el
    artificialmente natural: aquel en el que se invierte. Para eso,
    se ha creado la necesidad de purificar, aseptizar, estirar,
    decolorar, vale decir, culturizar el organismo en estado bruto.
    La lógica del mercado, en definitiva, obliga a construir
    un organismo adulterado, descafeinado y desnatado o, como
    decía Paul Virilio, un telecuerpo que permita no
    ser, sino aparecer más
    guapos.5

    En los últimos años, miles de mujeres
    japonesas se han operado los ojos para parecerse a las
    occidentales, prueba de la pérdida de la identidad
    a manos de la conversión del individuo en objeto, sometido
    a leyes mercantilistas. Deseo, liberación, ilusión:
    no puede hablarse de libertad
    cuando se le permite a uno hacer lo que desea, pero se le lleva a
    desear lo que interesa que desee.6
    En ese sentido, sólo habrá
    liberación del cuerpo cuando haya desaparecido la
    preocupación por él.7
    Lo cual parece una utopía en una sociedad en la que
    sólo lo que se observa lleva implícito algún
    grado de relevancia.

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