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La pasión de la pregunta. Blanchot y la filosofía (página 2)




Enviado por Sergio Espinosa Proa



Partes: 1, 2, 3, 4

Esta pregunta apunta a la posibilidad de un habla
plural. Y ella significa a su turno la posibilidad de una
comunicación ni igual ni desigual, ni
dominante ni subordinada, ni mutualista ni recíproca, sino
disimétrica e irreversible. Un habla que no aplaste lo
desconocido, sino que acepte en ello su propio origen — y
su destino.

Un habla fuera de la filosofía, un habla que se
pondría a sí misma, por su exigencia de salir del
ser unitario y de su continuidad profunda, de su fondo continuo,
fuera de la ontología.

1 Este texto, que
aquí se presenta muy abreviado, sirvió de base para
el seminario de
filosofía correspondiente al cuarto semestre de la
Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas, UAZ,
en octubre de 1998.

2 Maurice Blanchot, "El pensamiento y la
exigencia de discontinuidad", en El diálogo
inconcluso, Monte Avila, Caracas, trad. Pierre de Place, 1974, p.
31

La
interrupción de lo incesante

¿Hay "una" filosofía en Maurice
Blanchot? La pregunta, en su aparente inocencia, resulta casi
inmediatamente ofensiva. En todo caso, de haber
filosofía, no podría ser de Maurice Blanchot, por
más que sus escritos dejen ver, aun en su retirada y su
borramiento, una firma. La pregunta es, propiamente, un
desvío. Cierto: los libros de
Blanchot están allí, prácticamente al
alcance de cualquiera. Sus libros hacen acto de presencia
— incluso si en ellos ha buscado hacer presente la
ausencia del libro. Ha
intentado poner en juego al
juego mismo, y con ello se ha complicado todo: las ideas
más firmes se deshilachan en la oscilación de la
escritura.
¿Filosofía? Pero de ella están ausentes
—comprometidos en su raíz, no sólo en el
uso que de ellos puede haberse hecho— Dios, Yo, el
Sujeto, la Verdad, el Libro, la Obra… Georges Bataille
no vacilará: la filosofía (crítica) de Blanchot es, ante todo, su
literatura3. ¿Hay una filosofía en, de la
escritura? Pensar, ¿qué tiene que ver con
escribir, con hablar, con disimular, con morirse?

Podría, a pesar de todo, comenzarse a partir de
un enunciado canónico: el hombre es
el (¿único?) animal que habla.

¿Qué mundo —qué juego de
exclusiones e inclusiones— le corresponde a criatura
semejante? Tomarse en serio esta "propiedad"
de los hombres conduce a sorprendentes —y no siempre
agradables— constataciones. En primer lugar,
adviértase que el lenguaje
no sólo no es "propiedad" de los hombres — no se
reduce a ser un instrumento en sus manos (¡o en su
lengua!): le
sustrae también todo lo que en su despliegue le
suministra. Nunca está meramente a su servicio; de
hecho, más bien ocurre lo contrario. "El error", indica
Blanchot en un comentario sobre Mallarmé, "es la
creencia de que el lenguaje sea
un instrumento del que el hombre
dispone para actuar o para manifestarse en el mundo; en
realidad, es el lenguaje el que dispone del hombre,
garantizándole la existencia del mundo y su existencia
en el mundo"4. Los objetos no imponen su significado a los
signos, sino
que éstos se sobreimponen a aquéllos,
ajustándolos a su significación; en conse-
cuencia, el discurso no
"expresa" lo individual, sino que somete a éste a las
exigencias de su propio orden de inteligibilidad.

El lenguaje no es ni una expresión ni una
traducción del espíritu, sino su
norma, o, como también sostendría Brice Parain,
algo así como su osamenta y una promesa de certidumbre5.
Por el lenguaje, el individuo se
disuelve en lo universal: su destino es formular "no lo que el
hombre posee de más íntimamente individual, sino
lo más íntimamente impersonal, lo más
semejante a los demás"6. Lo más
íntimo… no nos pertenece. Por lo mismo, el
lenguaje es menos comunicación que impugnación:
hablando (de) las cosas, hablándonos nosotros mismos,
estamos bajo la protección y el dominio de lo
universal. Lo inteligible reemplaza a lo sensible, no le da
cauce. Pero, paradójicamente, el lenguaje es a la vez
una afirmación y una negación de ese orden de
inteligibilidades. "El sentido del lenguaje", continúa
Blanchot, "cuya misión
parece consistir en manifestar las cosas en todo momento,
cuando en realidad las sustituye por su inteligibilidad, se
halla precisamente en (…) su esencial poder de
impugnación. El lenguaje está unido al saber en
tanto que le asegura unos puntos fijos, una permanencia, una
determinación por medio de lo general, o sea, un alto en
la búsqueda apasionada del resultado; pero
también está unido al saber desde el momento en
que pretende hacerlo no-saber, dejarse llevar hacia revueltas,
rupturas y malentendidos en una eterna confrontación y
un eterno derrocamiento del por y del contra, hacia una
negación de todo principio estable que es, igualmente,
negación de sí mismo"7.

Lo "real" es un efecto del lenguaje — pero hay
otra "cosa" que no es real, y a la cual todo lenguaje se remite
(o gira erráticamente en torno).

Afirmación lingüística/negación
literaria de su inteligibilidad, de su firmeza, de su seguridad,
de su generalidad. Según veremos, la literatura (el
arte, la
obra) realiza el deseo del lenguaje —comunicar el
silencio por medio de las palabras, expresar la libertad a
través de las reglas— pero en esa
realización sólo puede impugnarlo, destruirlo,
despreciarlo. Podrá decirse así que la escritura
no es (una) expresión de la lengua, sino su fin. En ella
palpita una fuerza
aleatoria de ausencia, ella apunta al afuera del
discurso.

Y no sólo eso; el lenguaje, si ha de
significar, debe sostenerse a sí mismo al filo de
la
muerte.

En este preciso respecto, Hegel en
absoluto se engañaba: según la celebérrima
fórmula de la Fenomenología del Espíritu, el
lenguaje (en Hegel, el saber absoluto, la filosofía) es
la vida que lleva la muerte en
sí y en ella se mantiene8. También Pierre
Klossowski lo habría señalado: "Lo existente
parece constituirse sólo por la búsqueda de un
sentido: no es nada más que la posibilidad de un
comienzo y de un fin. La significación en la existencia
procede de su finitud misma, o sea, el movimiento
hacia la muerte"9. Lo que no tiene comienzo ni fin, lo
inmortal, simplemente no tiene significación alguna.
¡Curiosa determinación preliminar de lo que
sería el Ser!

La relación entre los hombres y el (su)
lenguaje nunca —por más que siempre lo
imagine— ha sido "instrumental". ¿Qué
sucede cuando aparece la significación?
¿Qué desaparece cuando el lenguaje entra en
escena? Maurice Blanchot, escribiendo, disimulándose en
la disimulación de la escritura, repite el gesto
mitogónico: él también busca a
Eurídice. Y la busca a sabiendas de la imposibilidad que
le circunda. Blanchot, atento a ese gesto-límite que es
la escritura, se dirige asimismo a Lázaro, aunque no al
Lázaro resucitado, sino al oscuro, al descompuesto, al
Lázaro putrefacto y perdido. Quiere, en definitiva, lo
que el lenguaje, al dárselo como signo, le retira como
materia,
como cuerpo, como fuerza, como pérdida.

Georges Bataille ya advertía acerca de la
impotencia de las palabras para nombrar de una vez por todas lo
que es. Pero hay algo más. Para (poder) ser, el lenguaje
decreta la muerte del ser. Pero ese ser, en su naturaleza
a-significante, esa perpetuidad muda, es también, de
siempre, la muerte: o, más bien dicho, lo inmortal10.
Profunda ambigüedad del lenguaje, que extrae de la
presencia de la nada en cada uno de los seres su potencia de
significación. El lenguaje impone un principio y un fin
en el seno mismo de lo incesante: por ello es imposible
disolver el vínculo entre el signo y la muerte.
Imposible ambigüedad del lenguaje, que se desdobla en la
imposible imposición de la metafísica: el sentido es un devenir de
los entes que, apoyándose en aquello que niega o
imposibilita todo sentido —es decir: el ser—, se
constituye en la negación de su finitud. El mundo es por
ello insostenible: "Lo existente como mundo", advierte
Klossowski, "se forma a partir de la impotencia de pensar nunca
el ser en cuanto ser"11.

Impotencia, ciertamente, pero impotencia
productiva.

3 "Si Blanchot hubiese descrito, de modo
sistemático, esa nueva realidad que la literatura
engendra, habría escrito una obra de filósofo; de
crítico filósofo, pero, esencialmente, de
filósofo. Y quizás, a fin de cuentas, lo
haya hecho de manera implícita. Es posible extraer de
sus análisis una descripción del ser aprehendido en las
apariciones y destrucciones de las obras del lenguaje, de esa
‘palabra de las obras acompañada del rumor de su
reputación’. Pero, precisamente, Blanchot no ha
sustituido las obras mismas por esa descripción. Eso
sería una banalidad si lo comparamos a las alegres
oscilaciones de la realidad, a la tragedia impotente que
relatan fielmente esas obras, con precisión y
fantasía. Al contrario, Blanchot las sustituye por una
filosofía de la literatura… Pero la literatura en
general sigue siendo filosofía, es una entidad
descriptible en términos de filosofía, mientras
que una obra concreta es el movimiento de la literatura, una
experiencia: no es una filosofía, sino la
confesión de impotencia del lenguaje que no puede
nombrar, de una vez por todas, lo que es". Georges Bataille,
"Maurice Blanchot", en El Urogallo, Nº 78, Madrid,
1992, p. 28

4 Cf. Maurice Blanchot, "Mallarmé y el
arte de novelar", en Falsos pasos, Pre-textos, Valencia, trad.
Ana Aibar Guerra,
1977, p. 179

5 Cf. Brice Parain, Recherches sur la nature
et les fonctions du langage, Paris, 1942

6 M. Blanchot, "Investigaciones
sobre el lenguaje", en Falsos Pasos, o. c., p. 100 y
101

7 Ibíd., p. 102

El dulce
tormento

Ese deseo de oscuridad, esa huida del día, esa
búsqueda de lo que inevitablemente es rechazado, esa
exigencia de darse al abismo, es aquello que de modo esencial
caracteriza, según Blanchot, a la experiencia literaria.
El arte, la Obra, se sitúa en esa región
limítrofe, entre el sentido y el ser-para-siempre donde
todo sentido se desfonda. En su estar presente subviene la
ausencia del ser: en su hacer memoria,
sobreviene el olvido de lo que es sin principio ni fin. Si la
palabra es la vida de la muerte, la inquietud de la literatura
es el anhelo por alcanzar, por tocar el antes de la palabra. No
la (palabra) flor, sino su negrura, su irrespirable perfume, el
invisible polvo que todo lo impregna, "ese color que es
rastro y no luz"12.
Búsqueda (de lo) imposible, de esa imposibilidad que
consiste en llegar a la muerte desde la vida — y volver,
indemne, a ella. Pero ¿cómo insistir en ello si
se sabe ya de la imposibilidad?

¿Para qué ir en pos de Eurídice
si sabemos que nunca será nuestra?

Tal es el tormento. Hay un antes del lenguaje, un
momento que precede a toda significación. El instante
donde lo incesante se interrumpe con la irrupción del
sentido. Preguntarse por ello es lo mismo que aprender a
concebirse de una manera distinta. El hombre no simplemente
dispone de signos para poder comunicarse. Para que los signos
sustituyan a las cosas, para que en la voz resuene lo que ha
desaparecido, el lenguaje ha de prescindir de todo — y,
de manera eminente, de la especie que lo ha engendrado. Existe
de espaldas al sujeto que se imagina su dueño. En el
nombre que trae las cosas al mundo late un corazón
de au- sencia y olvido. Las palabras dan el ser — pero lo
dan invadiendo cada cosa con la nada (del ser). Por el len-
guaje, las cosas son constituidas en el ser — y, en el
mismo movimiento, restituidas a lo insignificante. Ahora bien,
¿cuál es el estatuto de esa cosa que vive de la
desaparición, del escamoteo de todas las cosas? No
está más allá del mundo, pero tampoco se
confunde con éste. No es lo mismo que la consciencia,
pero difícilmente coincide con lo inconsciente. No es
noche, y tampoco día.

"Es", dice Blanchot, "el lado del día que
éste ha desechado para hacerse luz"13. No la muerte como
fin, sino esa muerte que es la rigurosa imposibilidad de
morir.

Revelar lo que toda revelación destruye. Pensar
lo que el pensamiento
excluye. "Negando el día, la literatura reconstruye el
día como fatalidad; afirmando la noche, encuentra la
noche como imposibilidad de la noche"14. No el día, y
tampoco la noche: lo que hay antes y por debajo del día,
antes y por debajo de la noche.

¿El ser? La filosofía pregunta por el
ser pero en esa pregunta busca la luz del día donde el
ser se (ex)tiende. Antes de que aparezca el día. Pero el
misterio no puede revelarse. El ser, como el día, existe
en la oscilación "no existe/ya existe".
Tremolación pura, el ser aparece en su
desaparición, se aproxima en su alejamiento.

Sin duda, el ser se dice de muchas maneras. Sí,
pero ¿quién lo dice? ¿Qué es decir
el ser? El ser, ¿no habría de ser la inocencia y
el silencio, lo que resta más acá de las
palabras? ¿Hay ser fuera de la palabra "ser"? Blanchot
no es precisamente un empirista, aunque tampoco coincide con lo
que se define en la tradición como un idealista. El
idealismo es
el lenguaje cuando quiere moralizar. El lenguaje es la vida de
la muerte: en él fulgura la desaparición del ser.
Es una invocación de lo irrevocable. Pero, ¿hay
un resto detrás del lenguaje?

La literatura es lo que abre ese detrás y ese
antes: ese entre. "El horror de la existencia privada de mundo,
el proceso
mediante el cual lo que deja de ser sigue siendo, lo que se
olvida tiene siempre cuentas pendientes con la memoria,
lo que muere sólo encuentra la imposibilidad de morir,
lo que quiere alcanzar el más allá siempre
está más acá"15. Nuestra existencia es
fundamentalmente poética; la poesía no es un medio, sino un principio
— y un fin.

Poético es el abrirse a ese más
acá del sentido de las palabras, antes y por debajo del
día que instauran.

Las metáforas espaciales son un irremediable
desvío. Notémoslo: Blanchot no sostiene que
sólo los poetas puedan alcanzar ese momento
patético y auroral en el que chocan el silencio de las
cosas y las palabras que viven precisamente de su
extinción en cuanto cosas. Dice que sólo cuando
el lenguaje es poético —y ello no tiene nada que
ver con una profesión u oficio— aparece lo que el
lenguaje (también) es: allí donde las pala- bras
"son más fuertes que su sentido"16. El brillo del
discurso oculta una presencia inquietante: es la presencia del
sentido, pero presencia que delata una ausencia, una
intrusión inaprehensible. El brillo del día
reposa en una sustancia material asquerosa, "como una escalera
en marcha, un corredor que se despliega, razón cuya
infalibilidad excluye a cualquier razonador, lógica hecha ‘la lógica de
las cosas’"17. Cuando es poético, el len- guaje se
experimenta a sí mismo como una cosa, como una
sustancia, como un animal "que se come y que come, que devora,
se engulle y se reconstituye en el vano esfuerzo por trocarse
en nada"18.

Hablar sólo es posible apoyados en una
tumba.

8 Cf. G. W. F. Hegel, Fenomenología
del espíritu, FCE, México, trad. W. Roces y R. Guerra,
1964

9 Cf. Pierre Klossowski, "Sobre Maurice
Blanchot", Tan funesto deseo, Taurus, Madrid, trad. Mauro
Armiño, 1980, p. 123

10 Comentando un texto de
Borges, Juan
García Ponce señala: "¿Qué es lo
que ha reducido a los inmortales a ese miserable estado para
los ojos del que hasta entonces se cree mortal, pero
también es inmortal ya porque el arroyo cenagoso es el
río de los inmortales? Precisamente su condición
de inmortales, porque esa condición descansa en el
olvido y ese olvido incluye un olvido de sí y tiene como
fundamento y base primera la absoluta indiferencia. Para los
inmortales no importa que el tiempo pase,
no importa que la vida pase, porque ni el tiempo ni la vida
pasan para ellos. En su mundo no hay bien ni mal, no hay actos
positivos ni negativos, no hay grandeza ni miseria. Todo es
igual. Nos damos cuenta de que el olvido de sí es una
entrada al no ser que se parece en todo a la muerte. Los
inmortales lo son porque habitan en el espacio de la muerte".
Cf. Juan García Ponce, "La imposibilidad de morir", en
Apariciones, Fondo de Cultura
Económica, México, 1994, p. 177

11 P. Klossowski, "Sobre Maurice Blanchot",
loc. cit., p. 124

12 Cf. M. Blanchot, "La literatura y el
derecho a la muerte", en De Kafka a Kafka, Fondo de Cultura
Eco- nómica, México, trad. Jorge Ferreiro, 1991,
p. 51

La exposición a lo no humano

El hombre es —posiblemente— el
único animal que habla. Pero por hablar se expone a un
ruido
extraño e inhumano, a un rumor de fondo que
ningún sentido y ninguna palabra registran ni pueden
hacer asequible. El lenguaje nos pone en contacto con una
realidad que trasciende al ser — si por "ser" entendemos
una verdad lógica y expresable. Pero esa verdad depende
íntegramente de la mentira que es el lenguaje, ese ser
reposa en la nada, esa vida sólo es tal en virtud de la
muerte. Y aquí el problema se escinde. Ante el horror
del ser, ante la angustia de ser, la muerte es la
salvación. Pero no la muerte que creemos conocer, la
muerte asimilada, la muerte sin la cual ni siquiera
podría haber un mundo (humano). "La muerte trabaja con
nosotros en el mundo", advierte Blanchot; "poder que humaniza a
la naturaleza, que eleva el ser a la existencia, está en
nosotros, como nuestra parte más humana; sólo es
muerte en el mundo, el hombre la conoce sólo porque es
hombre, y sólo es hombre porque es la muerte en
devenir"19.

Pero esa muerte desaparece con mi muerte. Al morir,
dejo de ser mortal.

La muerte, ¿es lo más propio de los
hombres? Porque habla, el hombre lleva en sí a la muerte
y se sostiene en ella. Pero se sostiene en aquello que le
destruye (sólo así puede sostenerse). "El hombre
entra en la noche, pero la noche conduce al despertar y helo
ahí miseria"20. Porque habla, el hombre es un doblez, un
plegamiento, una eterna contra-dicción. En todo esto,
Blanchot se mueve resueltamente en un horizonte hegeliano. El
lenguaje niega al mundo en y por el mismo impulso bajo el que
lo conserva. Niega la muerte, y por ello la lleva dentro de
sí. No habría ni sentido ni trabajo sin
esa negación previa de las cosas en su materialidad.
Ahora bien, lo que Blanchot entiende por "literatura" es el
borde del mundo y del tiempo que el lenguaje, con su
característica acción, configura. Lo literario del
lenguaje es su conexión con lo informe, su
intersección con lo inhumano. Literario es el
deslizamiento, la indecisión, la vacilación, la
mixtura, la interferencia entre lo real y lo imaginario, entre
la acción y la inacción, entre la
comprensión y lo inexplicable.

La literatura es el lenguaje de lo que no es lenguaje
— ni puede ser llevado a él.

"La literatura aparece entonces vinculada a lo
extraño de la existencia que el ser ha repudiado y que
escapa de cualquier categoría"21. Menos lo inefable que
lo que el propio lenguaje condena al silencio, la fuerza
impersonal que el sentido reduce a mero rumor, a presencia
cancelada, a "muerte sin muerte" y "supervivencia que no es
supervivencia". El borde del lenguaje es la ambigüedad,
pues asume el carácter bifronte de cada palabra
—presencia material y ausencia ideal— sin reducir o
reemplazar al uno por el otro. La ambigüedad del lenguaje
es constitutiva, pues la negación, la irrealidad y la
muerte son sus herramientas
para hacer sentido, pero cuando el sentido se ha formado no
puede dejar de remitir a su negación, a su irrealidad, a
su muerte.

"O bien la muerte se muestra como la
fuerza civilizadora que desemboca en la comprensión del
ser. Pero, al mismo tiempo, la muerte que desemboca en el ser
representa la locura absurda, la maldición de la
existencia que reúne en sí a la muerte y al ser y
no es ni ser ni muerte"22.

La nada crea al ser.

Pero, como hemos visto, el "ser" de Blanchot coincide
con el mundo de los hombres, el mundo generado por la
negatividad, es decir, por el trabajo y
por el lenguaje. El ser es una creación de esa nada que
el hombre pone a su servicio — pero una nada cuya
soberanía sólo el borde
poético del lenguaje puede apenas avizorar o captar como
en lejanísimo eco: "Escribir, ‘formar’ en lo
informe un sentido ausente. Sentido au- sente (no ausencia de
sentido, ni sentido que faltaría, potencial o latente).
Escribir es tal vez traer a la superficie algo como un sentido
ausente, acoger la presión
pasiva que todavía no es pensamiento, aunque ya es el
desastre del pensamiento. Su paciencia"23.

La literatura manifiesta eso que el sentido, por
nacer, ya ha hecho inaccesible. Es la palabra de quien se
calla24.

Digamos, al pasar, que, haciendo dialogar —no
sin perversión— a Tomás de Aquino con
Blanchot, Klossowski ha notado que ese abismo (Ungrund) que,
muriendo, da vida a la palabra, no puede ser otro que Dios:
"Dios sería ese abismo (Ungrund) que exige hablar, nada
no habla, nada (el Ungrund) encuentra su ser en la palabra y el
ser en la palabra no es nada"25. ¿Qué
cosa/no-cosa revela la literatura sino ese abismo cuya huella
se adivina en las cosas y los seres antes de que con la palabra
hagan su entrada en el mundo? Pero, el Altísimo,
¿es ese sentido, ese signo, esa palabra
—común o privilegiada— que desciende a lo
insignificante, al fondo sin fondo, al pozo del ser-nada, para
traerlo, ausente, nocturno, fugitivo, a la plena luz del
día? ¿Ese Dios es el abismo — o la
exigencia de elevarse sobre la nada?

De cualquier manera, como huella, como muerte, como
insignificancia, como insomnio, como au- sencia, como silencio,
allí queda, vigilia exasperante, el Más Alto
— y su ley.

13 Ibíd., p. 53

14 Ibíd., p. 54

15 Ibíd., p. 61

16 Ibíd., p. 63. La oposición
entre fuerza y significación es un tema recurrente en la
filosofía francesa contemporánea. Véase,
al respecto, de Jacques Derrida, La escritura y la diferencia,
Anthropos, Barcelona, trad. Patricio Peñalver, 1987, en
esp. el capítulo 1.

17 "La literatura y el derecho a la muerte",
o. c., p. 64

18 Ibídem.

19 "La literatura y el derecho a la muerte",
loc. cit.., p. 66

20 Ibíd., p. 67

21 Ibíd., p. 71

22 Ibíd., pp. 77-78

23 M. Blanchot, L’écriture du
désastre, Gallimard, Paris, 1980, p. 71

24 P. Klossowski, o. c., p. 126

25 Ibíd., p. 131

Kafka o la
ambigüedad

Estas indicaciones preliminares resultarán, sin
duda, demasiado sumarias. Tendrán que ser observadas
pacientemente en el juego que Blanchot les provee. En su
meditación sobre Kafka, por ejemplo, el crítico
des- cubre esa ambigüedad del lenguaje que desemboca
indefectiblemente en una de las obras más inquietantes,
sombrías y complejas que alguna vez se haya producido.
"Toda la obra de Kafka está en pos de una
afirmación que quisiera conquistar mediante la
negación, afirmación que, desde que se perfila,
se sustrae, parece mentira y así se excluye de la
afirmación, haciendo de nuevo posible la
afirmación"26.

Kafka se percató muy tempranamente del
vínculo que enlaza a la escritura con la muerte.
"Sólo se puede escribir", dice Blanchot a
propósito de un pasaje del Diario de Kafka, "si se
permanece dueño de sí mismo ante la muerte, si
con ella se han establecido relaciones de soberanía"27.
Es por ello que, en el mundo de Kafka, la muerte de Dios no
quita a éste nada de su poder: al contrario, la
trascendencia muerta es invencible. En sus relatos, la muerte
de Dios no representa liberación alguna, sino la
imposibilidad misma de la muerte. Remite a la asfixiante
supervivencia: "No existe el fin, no hay posibilidad de
terminar con el día, con el sentido de las cosas, con la
esperanza; es la verdad de la que el hombre de Occidente ha
hecho un símbolo de felicidad, que ha tratado de hacer
soportable desprendiendo de ella la vertiente feliz, la de la
inmortalidad, la de una supervivencia que compensaría a
la vida. Pero esa supervivencia es nuestra propia vida"28. El
espanto, la esperanza y el consuelo forman, en Kafka, un solo
bloque.

La lección es nítida: el horror no
consiste en carecer de esperanza, sino en no alcanzar a
despojarse suficientemente de ella.

La exigencia del escritor tiene que ver, por otra
parte, con la cuestión de las fronteras. La soledad y el
lenguaje se encuentran, abismándose una en el otro, en
la violencia de
la obra; como resultado, la escritura tiene el valor de un
extremo, de un verdadero límite de lo experimentable. El
arte es la proximidad máxima de lo humano a eso que
sería el vacío de lo inhumano. Exposición
al relámpago, la literatura no puede quedarse con la luz
sino solamente con su reflejo en un rostro que, aterrado,
retrocede. Extraña luz que se hurta a la visión.
"El lenguaje es real", señala crípticamente
Blanchot, "porque puede proyectarse hacia un no lenguaje que es
y no realiza"29. Kafka se sabe real solamente en la irrealidad
literaria: pero nunca se encuentra.

El lenguaje es, por ello, infinita
—interminable— impugnación e inquietud. No
hay en él ninguna "buena voluntad". El lenguaje no
interrumpe la violencia — es uno de sus modos más
potentes. "La crueldad del lenguaje proviene de evocar
incesantemente su muerte sin lograr morir nunca"30. Es la
desesperación de lo incesante. Violencia que tampoco
coincide con la mera destrucción. Si hay un compromiso
de la literatura, es el desprenderse; su respuesta es, a tal
respecto, la irresponsabilidad. No hay un "antes" de la
literatura que se corresponda con el mundo de los valores.
El antes es un sordo e incesante rumor, un afuera que pone en
entredicho existencias y principios. La
violencia de la literatura consiste en la exigencia de condenar
el bien. La escritura consiste en la exigencia de escribir
sabiendo que ello es imposible, pues escribir es nombrar el
silencio, escribir impidiéndose escribir.

Afirmar la imposibilidad de afirmar.

La literatura —el arte, la poesía—
es por ello un templo edificado sirviéndose de piedras
grabadas con inscripciones sacrílegas: "El arte es
así el lugar de la inquietud y de la complacencia",
resume Blanchot, "el de la insatisfacción y la
seguridad. Tiene un nombre: destrucción de sí
mismo, disgregación infinita, y también otro:
dicha y eternidad"31. No hay escritura sin transgresión.
No hay arte dentro de la ley. El arte, enseña Kafka, nos
salva de todo lo que (moralmente, laboralmente) nos ofrece la
salvación. Pero si nos salva es por su profunda nulidad:
"Una defensa de la nada", escribe Kafka en su diario, "una
garantía de la nada, un hálito de alegría
prestado a la nada"32. Una salvación que se reduce a la
conciencia
de la desdicha y nunca a su compensación. La literatura,
ese error esencial sin el cual no es posible vivir —
porque tampoco sería posible morir.

La experiencia estética no expresa las angustias o las
fantasías de una subjetividad que existiría antes
y con independencia de dicha expresión. La
escritura de Kafka muestra hasta dónde el arte se
vincula no con "otro mundo", sino con el afuera del mundo, la
profundidad "de ese exterior sin intimidad y sin reposo" con el
cual ni siquiera existe la posibilidad de relación33. El
arte no nos cura de ello — sólo nos hace
inocultable el desamparo. Un extraño nexo se trenza
entonces entre el arte y la religión; "el arte
no es religión", observa Blanchot, "ni siquiera conduce
a la religión, pero, en el tiempo del desamparo que es
el nuestro, este tiempo en el que faltan los dioses, tiempo de
la ausencia y del exilio, el arte se justifica, por ser la
intimidad de ese desamparo, por ser esfuerzo para poner de
manifiesto, mediante la imagen, el
error de lo imaginario y, en última instancia, la verdad
inaprehensible, olvidada, que se esconde detrás de ese
error"34.

¿Hay alternativa para el artista, para el
cuerpo errante de quien escribe? Kafka sabía que, en
cuanto hombre entre los hombres, sólo hay una
opción: o bien la Tierra
Prometida o bien el exilio. Blanchot sabe que, en cuanto
escritor, ni siquiera hay un mundo: pues para éste
"sólo existe el exterior, el susurro del exterior
eterno"35. El arte no "salva" sino porque es ese descensus que
impide la completa iluminación: "Cuanto más se afirma
el mundo como el porvenir", nos advierte en El espacio
literario, "y la plena luz de la verdad en que todo
tendrá valor, en que todo tendrá sentido, en que
todo se realizará bajo el dominio del hombre y para su
uso, más parece que el arte debe descender hacia ese
punto en que todavía nada tiene sentido, más
importa que mantenga el movimiento, la inseguridad
y la desgracia de lo que escapa a toda captación y a
todo fin"36.

Siempre será la luz aquello que —en
principio— impida mirar.

26 M. Blanchot, "La lectura
de Kafka", en De Kafka a Kafka, o. c., p. 89

27 M. Blanchot, "La muerte contenta", en
Ibíd., p. 173

28 "La lectura de
Kafka", loc. cit.., p. 90

29 M. Blanchot, "Kafka y la literatura", en
loc. cit.., p. 110

30 Ibíd., p. 115

31 Ibíd., p. 121

32 M. Blanchot, "Kafka y la exigencia de
obra", loc. cit., p. 151

33 Ibíd., p. 155

La otra
muerte

Como en Bataille, el de Blanchot es una especie de
hegelianismo del que se ha erradicado el momento de la
reconciliación. El hombre es negatividad, pero ese
susurro incesante al que se opone y del que se destaca nunca
termina integrándose en un mundo, en su mundo. Si el
lenguaje es aquella potencia que lleva la muerte en sí
misma y en ella se sostiene, no es sin embargo tan poderosa que
anule la nada que le circunda. A la muerte se le puede
cancelar, escamotear, y, hasta cierto punto, engañar,
pero no es posible ponerla íntegra- mente de nuestro
lado. La alegría ante la muerte no es lo mismo que su
justificación.

La gratuidad de la muerte escapa limpiamente a las
compulsiones del proyecto.

Ahora bien, ¿qué significa mantener una
relación libre con la muerte? Para Blanchot, el arte
siempre es —o procede de— la posibilidad de abrir
un agujero en el (sofocante) tejido del mundo. La obra de arte
no se crea para vencer a la muerte, para guarecerse de ella o
para anularla. Por la muerte, el arte es posible. Sólo
por ella. La literatura muestra que la muerte es la
(condición de la) libertad. Merced a ella nos liberamos
del ser, nos liberamos de ser (lo que somos). Por lo mismo, es
la posibilidad más alta del hombre, a la cual se
encuentra íntimamente asociada la experiencia
estética. Por el arte es dable apartarse de la historia, impedir que
sucumbamos a su régimen. Los creadores que por su obra
quisieran ponerse al abrigo de la muerte se encuentran en el
otro extremo de aquellos que, como Kafka, como Rimbaud, como
Mallarmé, como Lautréamont, buscan
aprehenderla.

Aprehender la muerte — o mantenerla a distancia:
formas simétricas de entablar una relación libre
con la muerte37.

Errancia, exilio, separación,
dispersión, exclusión… Tales son las notas
características de la experiencia estética, de la
escritura. El mundo del arte no es otro que la ausencia de
mundo — y la infructuosa, siempre fallida búsqueda
de una morada en lo innominable. "Fuerza es dormir", resume
Blanchot, "tanto como es fuerza morir, no de esa muerte
inconclusa e irreal con que nos contentamos en nuestro
hastío cotidiano, sino de otra muerte, desconocida,
invisible, innombrable y además inaccesible"38. Una
muerte real pero desconocida, una alteridad impenetrable que no
obstante permite acceder a esa otra irreal realidad de las
palabras, a ese reino donde aparece lo inmortal para
transformar nuestra imposibilidad de morir, nuestra impotencia
para reducir la muerte a un dato, a ese espacio de visibilidad
en donde la palabra muestra que toda presencia reposa en una
ausencia radical.

¿Cómo, para qué penetrar en ese
espacio?39. El espacio de la escritura no es, en rigor, ni real
ni irreal: pero en esa no-realidad aparece lo inmortal, lo que
no está en la vida, aquello que hace ver el poder que
tiene la palabra de convertir la ausencia en (fugaz,
extraña, inaprehensible) presencia. "El precio de
habitar en ese espacio", explica Juan García Ponce, "es
tener la irrealidad de lo imaginario; pero si lo imaginario nos
lleva hacia la otra cara de la vida que es la muerte, si nos
hace por una vez entender, sentir y percibir ese lugar de la
radical otredad, tal vez valga la pena habitar, como las obras
literarias nos lo proponen, en el espacio de lo imaginario.
Ésa es la posibilidad que nos brinda la gran literatura
y así hace nuestra la imposibilidad de morir, que, en
términos de gran literatura, de lenguaje que ha
encontrado su independencia, se expresa como un puro movimiento
sin principio ni fin, movimiento semejante al de la vida, que
se constituye como el espacio, como el lugar de la muerte y
que, llevando la muerte a la vida, tal vez hace nuestra la
verdadera vida".

Esa vida verdadera que consiste en admitir la
alteridad absoluta de la muerte — y de esa manera llegar,
paradójicamente, a hacerla "propia".

34 Ibíd., p. 170

35 Ibíd., p. 171

36 M. Blanchot, L’espace
littéraire, Gallimard, 1955, p. 260

37 M. Blanchot, "La muerte contenta", loc.
cit., p. 181

38 Ibíd., p. 201

39 Cf. Juan García Ponce, "La
imposibilidad de morir", en loc. cit., p. 184

Imposibilidad
recuperada, imposibilidad irrecuperable

Un hegelianismo sin totalización — y sin
teleología. Para Blanchot, la muerte es radical, lo que
significa ante todo que es radicalmente irrecuperable. Ni el
arte, ni la filosofía, ni la historia pueden incorporar
la finitud de una manera productiva. La ausencia nunca se trae
a la presencia —no hay posibilidad de
parousía—, el afuera nunca es englobado por un
adentro (no hay posibilidad de que llegue a ser apropiada por
un sujeto). Pero esta constatación no tiene
porqué conducir a la parálisis, o a la
desfalleciente asunción de un fracaso imprescriptible.
Que sea irrecuperable es, como hemos visto al filo de Kafka,
una garantía para la salud, la posibilidad
misma de la libertad. ¿Cómo comprender cabalmente
esto?

"La soberanía estaba en la muerte",
concluía Blanchot su ensayo
introductorio a Kafka, "la libertad estaba en la
muerte"40.

La muerte es el afuera del lenguaje — y del
pensamiento. Nunca "comienza", pero ella es el origen, la
fuente del lenguaje. La palabra repite incansablemente la
impracticable travesía de Orfeo: "Como si sólo la
literatura hiciera brillar a la luz del día lo que, de
otro modo, estaría radicalmente perdido en las garras de
la muerte, todo el movimiento de escribir aspira la presencia
permanente que habría de verificarse al final de la
historia, en que el espíritu del mundo
contemplaría su poder absoluto, y que sólo
sería el poder de percibir los ecos de todas las
palabras del mundo"41.

No hay juicio final. No hay fin.

Pero, ¿porqué no es este reconocimiento
el equivalente de un abandono o la condición absoluta de
toda indiferencia? ¿Palpita en esta irrecuperable
mortalidad una promesa hacia atrás, la sospecha de que
entre las cosas y nosotros, antes de que hubiese "cosas" o
"nosotros", existía algo como una proximidad
silenciosa?

¿Cómo sería la tierra antes
de que una mirada la registrara? ¿Cómo
aparecería el mundo sin un sujeto que lo aprehendiese?
¿Cómo, en resumidas cuentas, decir lo que el
decir anula, ver eso que la mirada, por mirar,
oculta?

¿De qué manera existir en (con) la
muerte y la ausencia de Dios?

La muerte de Narciso, ¿abre para los hombres la
posibilidad de una comunidad de
"espíritus libres", o, por el contrario, muestra la
imposibilidad de pertenecer a la comunidad y al mismo tiempo
afirmar la libertad? Ser humanos es estar condenados al exilio.
Un exilio del paraíso, un interminable
extrañamiento respecto de sí mismos. Y una
escritura en la que resuena, traumática, la noticia, la
huella de esa imposible
expulsión.

La semiosis
infinita

L’entretien infini42 es una mole fragmentaria,
un texto de múltiples accesos, un inmenso y
estratificado palimpsesto. Es un texto crítico, pero
crítico en el exacto sentido que, siguiendo en buena
medida a Heidegger, le da Maurice Blanchot: "ese malvado
híbrido de lectura y escritura" que "en la misma medida
en que se elabora, se desarrolla y se afirma, debe borrarse
cada vez más" para, al final, desaparecer y romperse.
Crítico, pero no sobre- puesto a las obras que comenta
— pues la crítica pertenece al mismo espacio de la
escritura literaria. Es algo así como su espacio
exterior, ahí donde el desgarramiento y la inquietud que
es la literatura se prolonga "a manera de una reserva viviente
de vacío, de espacio o de error", allí donde la
escritura halla el poder de "conservarse perpetuamente en
falta". La crítica es una errancia, un deambular, "el
trabajo del paso que abre la oscuridad y es por ello la fuerza
progresiva de la mediación, que corre el riesgo de ser
también el recomenzar sin fin que arruina toda
dialéctica, que sólo lleva al fracaso sin
encontrar en él ni su medida ni su apaciguamiento"43.
Formalmente, El diálogo inconcluso se encuentra dividido
en tres grandes secciones: "El habla plural.

Habla de escritura", "La experiencia límite" y
"La ausencia de libro". Es un texto móvil,
articulado/inarticulado, que Blanchot firma mirándolo
como "casi anónimo". No es ésta, por cierto, una
simple pose de modestia. El anonimato significa que pertenece a
"todos", que nadie puede fungir como su propietario, pues su
existencia depende de la posibilidad de mantener y prolongar
determinada exigencia. Es un libro cuyo propósito es
designar —siempre en vano— la ausencia de
libro44.

¿Cómo aproximarse a su
obstinación, cómo leer esa su insidiosa
interrupción de lo que no cesa?

¿Por dónde comenzar? ¿De
qué manera estar siempre dispuestos a recomenzar?
Quizá tendríamos que (re)iniciar precisamente
aquí: "¿Qué es un filósofo?
—Tal vez se trate de una pregunta anacrónica. Pero
le daré una respuesta moderna. En otro tiempo se
decía: es un hombre que se asombra; hoy diré,
usando la expresión de Georges Bataille: es alguien que
tiene miedo"45. Un miedo de una índole muy particular,
pues el filósofo —en cuanto "paradigma"— no sólo es un
combatiente sino que incluso ha llegado al extremo de beber la
cicuta. El filósofo, insiste Blanchot, está
regido por el miedo; por aquello que nos hace salir, que nos
expulsa de tres reinos
limítrofes donde el hombre cree encontrar su mayor
confort: la paz, la libertad, la amistad. En
principio, los tres reinos del Yo. El filósofo habita en
el afuera de sí mismo, en "lo Externo en sí".
Blanchot sustituye el thaumazein griego con el pavor de los
modernos. ¿Cuál podría ser la distancia
que los separa? Ese miedo, ¿es lo mismo que la
angustia?

La relación con lo desconocido está
penetrada por ese sentimiento. Lo desconocido da miedo. Pero el
filósofo no sólo tiene miedo: participa de
él, se funde con él. El filósofo es el
miedo, es "la irrupción de lo que surge y se descubre en
el miedo"46. La filosofía no puede, en tal sentido, ser
encapsulada en el estrecho ám- bito de lo "racional".
Pero tampoco se deja circunscribir en el —poroso,
vibrátil— círculo de lo
"sentimental".

El miedo al que se refiere Blanchot no es el que
experimenta un sujeto situado frente a lo desconocido. Cuando
habla de fusión
con el miedo, es en la disolución del "yo", es en el
desquiciamiento del sujeto en lo que piensa. Piensa en el
arrebato. Pero, ¿cómo podría ser
"filosófico" ese transporte,
ese extravío?

Lo desconocido es, para Blanchot, el centro mismo de
la filosofía.

Pero un centro que escapa a la filosofía.
Filosófico es el pensamiento del miedo — y el
miedo del pensamiento. Miedo, ¿de qué? Miedo del
miedo, dice el diálogo infinito. Porque lo que da miedo
del miedo no es lo desconocido, sino la violencia que puede
desencadenar. La filosofía se define por esa
relación con lo desconocido — en cuanto que
desconocido. En ella lo desconocido debe, por decirlo
así, permanecer "en libertad". ¿Es posible otra
relación? ¿Una relación, por ejemplo, en
la que lo desconocido sea reducido —y sometido— a
lo conocido, en donde sea domesticado por la acción o
por el pensamiento? Se diría que la filosofía es
precisamente esa voluntad de domesticación. Que lo
desconocido permanezca desconocido es una eventualidad
perteneciente al sentimiento: el miedo, la angustia, el
éxtasis.

Quizá, en el fondo, se trate de una
cuestión de vergüenza. Mas lo vergonzoso no
estaría en dejarse arre- batar, sino en el miedo que ese
abandono y esa pérdida comportan. Lo vergonzoso,
quizá, es mantenernos siempre dentro de nuestros propios
límites, preservados contra la
irrupción de lo desconocido en el interior del
círculo encantado de nuestra conciencia.

40 M. Blanchot, "La literatura y el derecho a
la muerte", loc. cit., p. 41

41 Cf. J. L. Villacañas, "La
filosofía francesa entre la literatura y el poder", cap.
XIII de la Historia de la
filosofía contemporánea, Akal, Madrid, 1997,
p. 293

42 M. Blanchot, L’entretien infini,
Gallimard, Paris, 1969. Me remitiré en todo lo que sigue
a la traducción castellana de Pierre de
Place.

43 M. Blanchot, "Prefacio", en
Lautréamont y Sade, Fondo de Cultura Económica,
México, trad. E. Lombera Pallares, 1990, pp. 9, 12 y
13

Partes: 1, 2, 3, 4
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