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La pasión de la pregunta. Blanchot y la filosofía (página 3)




Enviado por Sergio Espinosa Proa



Partes: 1, 2, 3, 4

Afirmar el
abismo

La relación con lo desconocido, dirá el
dialogante, es una ausencia de relación. Ni mantenerse
dentro de las fronteras del yo, ni, en el arrebato, fundirse en
lo Otro. La filosofía bordea esos extremos. Ni la
comprensión, ni el éxtasis. En la primera, lo
mismo reduce y asimila a lo otro; en el segundo, lo otro devora
y asimila a lo mismo. Ahora bien, ¿cómo hacer que
lo oscuro permanezca en su (propia) oscuridad? La
filosofía se engaña si sólo se imagina a
sí misma como un esfuerzo por comprender y hacer
comprender. La comprensión es conquista, violencia
apropiadora, dominio de lo otro en el diurno resplandor de lo
mismo. Si no debemos desesperar de la filosofía, que
predominantemente ha sido en la historia de Occidente un
pensamiento de la ocupación (de lo otro), es porque ella
también puede acoger aquella alteridad — y esa
extraña hospitalidad representa otro arranque y otro
(sobre)salto para la filosofía misma.

Acoger lo Otro. ¿De qué manera? "El
Otro", indica el dialogante, "es lo totalmente Otro; lo otro es
lo que me supera absolutamente; la relación con lo otro
que es el otro es una relación trascendente, lo que
quiere decir que hay una distancia infinita y, en cierto
sentido, infranqueable entre yo y lo otro que pertenece a la
otra orilla, que no tiene ni puede tener patria común
conmigo, de ningún modo alinearse en un mismo concepto, en un
mismo conjunto, constituir un todo o hacer número con el
individuo que soy"47. Pero, si la filosofía es voluntad
de inmanencia, ¿cómo alojar en ella esta
inconmensurabilidad, esta heterogeneidad exterior a todo
concepto? ¿Cómo hacerlo sin por ello abandonar el
horizonte mismo de la filosofía?

Alojar lo Extranjero. Pero un extranjero que no es
este o aquél desconocido habitante de un país
desconocido. Lo extraño, lo incógnito, lo
misterioso, lo otro, lo distante, lo extranjero, lo siniestro,
lo errante, palabras que en vano apuntan a aquello que se
desvía de nuestro horizonte de visibilidad — y de
invisibilidad.

La filosofía podría pensar (y
comprender) no lo —infinitamente— separado, sino
pensarse a sí misma en el ámbito de esta
separación. Ahora bien, alojar lo Otro es posible: la
obra de Emmanuel Levinas es, por cierto, el máximo
monumento de esa posibilidad y de esa exigencia. Pensar lo
infinito… es como pensar "más de lo que se
piensa". Blanchot da nombre a ese exceso, a esa
inconmensurabilidad entre lo finito (del pensamiento) y lo
infinito (del ser), echando mano de una palabra antigua: deseo.
Pero un deseo que no tiene nada que ver ni con la necesidad (la
falta que espera ser satisfecha) ni con el amor (que
busca la unión); es un deseo "de lo que no nos hace
falta, de lo que no puede satisfacerse, y tampoco desea
juntarse con lo deseado": un deseo "de lo que debe quedarle
inaccesible, y extraño —deseo de lo otro como
otro, deseo austero, desinteresado, sin satisfacción,
sin nostalgia ni comprensión"48.

Un deseo que —por cuanto no es en absoluto
nostalgia de una presunta unidad perdida— es el re- verso
del Eros platónico.

Lo Otro es Dios, pero en tanto Desconocido. Lo Otro es
Lo Más Alto… mas no porque sea todopoderoso, sino
porque en ello cesa mi poder. Blanchot no oculta su
simpatía por esta dislocación de la
filosofía —en cuanto metafísica— por
la relación ética49. El otro no es
(diabólica) potencia, sino (angelical)
indefensión.

¿Podría existir algo más alto que
el respeto a la
existencia del otro, antes incluso de saber qué
podría ser? El deber se antepone de ese modo al ser (y
al conocer). Porque la relación con lo otro no puede ser
simétrica — no hay diálogo posible con
ello. Lo Más Alto es lo Más Bajo. Lo esencial es
que el otro no es otro "yo mismo". Lo Otro no es una (otra)
subjetividad. Su relación con el ego es de pura
exterioridad: no admite ni nombre ni le conviene ningún
concepto. "A menos", dirá el dialogante, "que,
precisamente, sea necesario entender que la relación de
hombre a hombre es tal que el concepto de hombre, la idea de
hombre como concepto (aunque fuese dialéctico), no
podría dar cuenta de ella"50.

La pregunta por lo Otro no se resuelve si no descubre
el centro del lenguaje. Un centro que es un desvío, una
dislocación: se aparta de la polaridad
visible/invisible. Hablar no es ver, dice Blanchot. Por el len-
guaje salimos del horizonte de la claridad y de la oscuridad:
de lo velado y lo re-velado, de lo cubierto y lo des- cubierto.
Es extraño, pero por el lenguaje salimos del horizonte
de la filosofía… al menos de aquella que
subordina la justicia a
la verdad. Pero esta inversión de la ontología por la ética no
deja de espantar. La proximidad de Blanchot respecto de Levinas
tiene un límite. La interrogación acerca de lo
Otro es una filosofía que representa el límite
mismo de la filosofía, su fin, allí donde
comienzan a gravitar otras preguntas. Pero en Levinas estas
preguntas ya han sido respondidas. La filosofía no se
abre a su desconocido sino allí donde encuentra algo
—¿de sobra?— conocido: la escatología profética, es decir,
"la afirmación de un poder de juzgar capaz de arrancar a
los hombres de la jurisdicción de la
historia"51.

Quizá no debería temerse la
conmoción que este desplazamiento puede suscitar en el
pensamiento.

"Temo la conmoción", explica, empero, el
dialogante, "cuando la provoca algún
Inconmovible"52.

44 El diálogo inconcluso, o. c., p.
664

45 Ibíd., p. 97

46 Ibídem

47 Ibíd., p. 101

Una
presencia sin presente

Hegel edifica su sistema como un
sólido y seguro puente
que nos llevaría del solipsismo individualista a lo
societal y comunitario: del Yo al Nosotros53. Pero el puente,
en tanto que puente, está suspendido en un abismo.
Blanchot cree que lo humano se juega en ese precipicio, se
juega a condición de afirmar —y no de anular, o
reducir— esa fractura infinita. Los extremos no son el
Ego y la Comunidad, sino, como se ha visto, el Yo — y lo
Otro. Sin embargo, y he aquí otra sorpresa, lo Otro
sigue siendo humano. "Sólo el hombre me es absolutamente
extraño", confiesa el dialogante54. Lo desconocido no es
lo que el hombre no es. No se encuentra en una especie de
espacio exterior. Lo desconocido se revela en la —siempre
ambigua— relación del hombre con el
hombre.

¿Cómo se revela? ¿Cómo se
da o emerge a la luz del día?

Precisamente, de espaldas a esa luminosidad que es la
del mundo. El mundo es el imperio de la ley, de la necesidad,
de la
comunicación, de la lucha, de la violencia —
mediada. No hay mundo si la negatividad — la
muerte— no se pone al servicio del proyecto (humano). Los
hombres se relacionan entre sí porque trabajan "en la
afirmación de un mismo día"55. El mundo se
realiza en y por la ley, que es a su vez lo que mantiene
unidos/enfrentados a los hombres. Allí, la
negación tiene que ser convertida en posibilidad y la
muerte en poder. La negación y la muerte son convertidas
en tiempo. Pero el escritor se pregunta por ese instante en el
que la ley, el tiempo, las cosas que nos unen/separan
permanecen en suspenso. Apunta a ese (imposible) instante en el
que emerge lo otro. Allí, la emergencia es lo mismo que
la inaccesibilidad.

El hombre se hace inaccesible porque —y
cuando— se abisma en su ser inmediato.

Lo inmediato no tiene ni límite ni medida. Es
vínculo mortal. Y no la muerte diferida y parcial que se
halla en obra en el trabajo —en el proyecto—, sino
la muerte radical. Al aferrarse a la presencia en su
inmediatez, el hombre corre el riesgo de hacerla desaparecer.
En su deseo de mantenerla viva y presente, en su anhelo de
verla, Orfeo condena a Eurídice —que simboliza la
condición de lo extraño, la lejanía
extrema, lo otro— a la muerte. En esa rotura del tiempo
—ese tiempo que es la muerte diferida por el
proyecto— lo inmediato aparece como una disyuntiva
radical: hablar — o matar.

El contexto de estas cavilaciones no podía
dejar de remitir al drama bíblico. La relación de
Orfeo y Eurídice se tuerce y adensa en la
relación de Caín —el Ego— con Abel
—la presencia—. Una imposibilidad que abre paso a
la posibilidad extrema: el hombre es ese desconocido que vacila
entre hablar o dar la muerte. Pero, ¿son en verdad cosas
diferentes? Hablar es, también, dar la muerte. No hay un
"habla buena" y una "muerte mala". El habla reduce la
presencia, la expone a la violencia, la desnuda, la condena a
la fragilidad.

"Hablar al nivel de la debilidad y de la desnudez
—al nivel de la desgracia— tal vez sea recusar el
poder, pero recusarlo atrayéndole"56. La alternativa
misma entre hablar o matar pertenece al horizonte abierto por
el len- guaje. Hablar y matar no son opciones distintas;
representan, a lo más, caras opuestas de una misma
realidad, de una misma elección. Porque hablar
sólo da fe de una irreductible asimetría, de una
radical desigualdad. Quienes hablan nunca
con-vienen.

El lenguaje afirma el abismo entre ego y el otro. Es
un puente, pero un puente que hace aún más
infranqueable el abismo. No tenemos poder ante el otro. "Y el
habla", destaca el dialogante, "es esta relación donde
aquel que no puedo alcanzar se hace presencia en su verdad
inaccesible y extraña"57. El lenguaje no abole el
abismo. No establece un plano de igualdad
entre los hablantes. No es un "medio" de conocimiento, y tampoco un instrumento de poder
sobre el otro. En cualquier caso, quiere, pero no puede. El
lenguaje busca lo igual, lo idéntico, para poder
comunicar; pero en esa búsqueda se le escapa lo que hay
que comunicar: a saber, una diferencia irreductible, una
inconmensurabilidad, una discordancia. Saltando sobre el
abismo, sólo logra que la distancia se haga evidente e
ineludible.

El habla, sin embargo, puede intentar borrar esa
distancia, rechazar esa asimetría. Puede trabajar en el
sentido de una afirmación del todo (ese horizonte que
achata lo humano para que lo otro sea otro "yo mismo"). Puede
igualar lo radicalmente desigual. Pero el habla es siempre
doble, está rajada de un cabo al otro. Puede — y
no puede, quiere — y no quiere. Igualar y excluirse de lo
igual son, ambos, y en su mutua inconciliabilidad, movimientos
de la lengua.

Un lenguaje que quiere totalizar — y un lenguaje
que quiere remontarse al antes y al afuera del todo.
Aquí también deberá decirse que el poder
(de la muerte) puede destruir la presencia. La presencia es
siempre presencia del infinito en el otro. Pero la muerte,
¿alcanza de verdad esa presencia? El poder de hacer
desaparecer, de relegar a la ausencia, ¿equivale a un
poder de aprehensión de la presencia? "El poder no tiene
poder sobre la presencia", formula Blanchot. "Contrariamente,
en la captura decisiva del acto de la muerte, se descubre que
la presencia, reducida a la simplicidad de la presencia, es lo
que se presenta, pero no se aprehende; lo que se sustrae a
cualquier aprehensión"58. La presencia permanece intacta
— mas no intangible.

Lo Otro no admite nombres. La palabra sólo
puede acudir a ello para que, desconocido, se vuelva hacia
nosotros. El lenguaje tiene dos "centros de gravedad": nombrar
lo posible, responder a lo imposible.

48 Ibíd., p. 102 y 103

49 Sobre esta idea de dislocación, cf.
la ingeniosa reseña que hace Jacques Derrida a
propósito de Totalidad e infinito de E. Levinas, en La
escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, trad. P.
Peñalver, 1987, pp. 107-210

50 El diálogo inconcluso, loc. cit.,
p. 108

51 Ibíd., p. 109

52 Ibídem.

53 Cf. Ramón
Valls Plana, Del Yo al Nosotros. Una lectura de la
Fenomenología del Espíritu de Hegel, Laia,
Barcelona, 1979

54 M. Blanchot, "Mantener la palabra", en El
diálogo inconcluso, o. c., p. 112

El otro
reino

¿Hablar sin poder?

La peculiar onto-antropología de Blanchot describe, en
este sentido, tres tipos de relaciones, que responden
respectivamente a tres "leyes
generales". La ley de lo mismo exige a los hombres re(con)ducir
lo separado y lo otro a lo Uno, a lo Idéntico. Es el
reino de la lucha y del trabajo, el trabajo de la
mediación: el ámbito de la historia. Reducir lo
otro a lo mismo, y darle a lo idéntico la plenitud que
exige. Lo otro se absorbe en el Uno-Todo — y la verdad
única es ese movimiento de absorción. Hegel, una
vez más. La dialéctica es esa relación de
instrumentalidad y objetividad que se pone en marcha incluso
cuando lo que se está buscando es, más
allá de lo útil, el reconocimiento. Sólo
cuando el otro me reconoce puedo llegar a ser ego. El trabajo
de la historia, que transforma la naturaleza en mundo para
tornar la opacidad pura transparencia. El propio Hegel ha
puesto también de manifiesto el precio de semejante
proyecto.

El segundo reino se rige por la ley de la identidad
inmediata: en la fusión extática, en la beatitud,
en el arrebato de la comunicación, en la fruición
mística, en la efusión erótica, la unidad
es inmediatamente lograda.

El ego y el Otro se pierden entre sí, se
mezclan, terminan difuminados sus contornos. Pero en esta
pérdida, la soberanía pertenece exclusivamente al
Otro, que por ello se convierte en sustituto del Uno. Las
vías alternas de la historia y la mística se
encuentran una al lado de la otra en esta misma
subordinación al Uno. Subordinación que no remite
o cesa apelando a una "dulce locura", porque no se trata de
rechazar el trabajo de la unidad real —el trabajo y el
habla son los modos de esta unificación—, sino de,
además, abrirse a lo Otro sin referencia a lo Uno o a lo
Mismo.

La relación con lo Otro, como veremos, es una
ausencia de relación. O bien, la ley del "tercer
género" es una ausencia de ley. No puede
decirse gran cosa de este género; tan sólo que lo
Uno no constituye su horizonte. Y tampoco el Ser. Un Ser que,
aun en su retirada, se piensa en continuidad con la unidad. El
horizonte de lo Otro da miedo. Blanchot no duda en asociar este
movimiento con una variante radicalizada del parricidio
platónico. El dialogante sospecha que "aquí ya no
se trata sólo de atentar contra el Ser ni de decretar la
muerte de Dios, sino de romper con lo que fue, desde siempre,
en todas las leyes y en todas las obras, en este mundo y en
cualquier otro, nuestra garantía, nuestra exigencia y
nuestra responsabilidad"59. Ese otro reino sólo
podría vislumbrarse, mirarlo como de soslayo. Ello no
obstante, la remisión a lo otro no exige desembarazarse
de la coherencia, del lenguaje-representación; se trata
de un desvío, de un juego de movilidad-e-inmovilidad, un
juego de indeterminación, un deslizamiento infinito que
atrae-y-repele al Yo — a fin de sacarlo de
quicio.

Ni conocimiento, ni utilización, ni
re-conocimiento: la relación con lo otro no es de
exclusión y tampoco de inclusión, sino de
extrañeza, de interrupción. Blanchot sugiere que
los hombres podrían relacionarse por fuera de la
teología, de la historia y de la naturaleza.
Relación neutra con lo neutro. En ella el hombre aparece
para el hombre como distancia irreductible. Aparece en su
indisponibilidad, allí donde el poder humano cesa y se
interrumpe. Aparece como (lo) otro de sí mismo: como
pura exterioridad. Pero una exterioridad extraña, que no
es la del objeto, de la naturaleza, del universo, sino
de la ausencia de horizonte: "La verdadera condición de
extraño, si me viene del hombre, no viene de aquel Otro
que sería el hombre. El solo, entonces es el excentrado.
El solo escapa al círculo de la vista donde se despliega
mi perspectiva, y esto no porque constituye a su vez el centro
de otro horizonte, sino porque no está orientado hacia
mí a partir de un horizonte que le es propio. Lo Otro no
sólo no cae bajo mi horizonte, sino que está sin
horizonte"60. Ser sin ser, presencia sin presencia, visible
invisibilidad. Cuando hablar no es ver.

En el tercer reino no hay relación
sujeto-sujeto, no hay relación sujeto-objeto. Ese reino
no es, pro- piamente, un reino, sino lo que falta para que algo
llegue a serlo. Es la fisura, la cesura, la
interrupción, el intervalo del ser. Allí —y
cuando— éste difiere de sí mismo. Un
límite, y en cuanto tal no podría ser
"recuperado" ni por el saber ni por la moral.
Allí donde no hay sustancias, esencias, naturalezas,
tipos, papeles. ¿La nada? Blanchot elude el
término. Lo designa por vía negativa: lo
inidentificable, lo sin Yo, lo sin nombre, la presencia de lo
inaccesible, lo no isomorfo, lo no simétrico, lo
no-igual… Finalmente, elige la palabra neutro para referirse
a ello. Pero un neutro que no neutraliza esa "infinitud de
doble signo, sino que la lleva a manera de
enigma"61.

El tercer espacio, en suma, es el espacio del
lenguaje, el espacio literario, el espacio del habla, el
espacio de la escritura, el espacio de la huella: "la presencia
del hombre precisamente en lo que éste siempre falta en
su presencia, como falta en su lugar"; en el lenguaje se
experimenta lo otro — mas no porque el lenguaje "exprese"
o "refleje" una experiencia que estaría en "otra parte",
sino porque en él se "pone en jaque la idea de
origen"62. Y, en particular, porque se rompe la firmeza del ego
como origen: aparece como una "puntualidad no personal y
oscilante entre nadie y alguien, una apariencia a la que
sólo la exigencia de la relación exorbitante,
silenciosa y momentáneamente, inviste del papel o
establece en la instancia del Ego-Sujeto con que se identifica
para simular lo idéntico, a fin de que a partir de
allí se anuncie, mediante la escritura, la marca en lo
Otro de lo absolutamente no idéntico"63.

Lo Otro, hay que decirlo claramente, no es Dios
— y tampoco la "naturaleza". No es "lo otro" del hombre,
sino el hombre en cuanto (espacio de lo) Otro.

55 Ibídem.

56 Ibíd., p. 115

57 Ibíd., p. 116

58 Ibíd., p. 114

59 M. Blanchot, "La relación de tercer
género. Hombre sin horizonte", El diálogo…
, o. c., p. 122

60 Ibíd., p. 125

61 Ibíd., p. 127

62 Ibíd., p. 128

63 Ibídem

La pregunta
más profunda

Lo otro transparece en el hombre. Pero precisamente
porque no se deja descubrir ni por la potencia del sujeto ni
ante el poder de lo impersonal. Lo otro, lo neutro, no pasa por
los conceptos de "todo" y de "ser". Es necesario atravesar esa
última costra para quedar expuestos a "la pregunta
más profunda". ¿Porqué "llega a ser
problema" lo neutro? ¿Por cuál desvío
llega a ser un problema?

Lo otro que deja su huella en el hombre hace de este
sujeto una entidad inaccesible y lejana. Lo otro —como la
noche, como la muerte— no puede nunca ser próximo.
Pero lo otro "habla". ¿Qué clase de
habla podría ser esta que interrumpe toda
relación —y toda comunidad— y que establece
la desmesura que es ese "movimiento infinito de morir"?
¿Cuál es el enigma de la escritura? Justamente,
la revelación de la falta que se pone en juego para que
exista y sea posible cualquier revelación. Blanchot
sugiere que "lo neutro" que la escritura hace presentir escapa
a la dialéctica de la afirmación y de la
negación del ser. Es la posibilidad de decir sin decir
el ser — y tampoco sin negarlo. Es una relación de
ausencia de relación: dice la discontinuidad. De hecho,
el Ego y lo Otro no son términos de una presunta
relación. La relación con lo otro es
extraña, infinitamente extraña: designa no la
relación entre la presencia —que se afirma a
sí misma— y la ausencia —que se niega o se
sustrae a ella—, sino una doble ausencia infinita. Lo
otro no está ni en lo uno ni en lo otro, sino en el
(infinito) salto que hay entre uno y otro.

Pero, al mismo tiempo, semejante infinitud aparece en
el hombre — cuando lo humano es el escapar a toda
identificación (científico-policíaca), a
toda mediación (dialéctico-histórica), a
toda fusión (místico- erótica); cuando el
Afuera invisible aparece en el habla. Cuando la presencia es
presencia de la ausencia, proximidad de lo lejano,
accesibilidad de lo inaccesible. Pensar esto no es
dialéctico, porque es una contradicción no
absorbida en y por el movimiento de la aufhebung; es pensar lo
otro bajo una doble contradicción: pri- mero como la
distorsión de un campo continuo y como la
dislocación de la discontinuidad, y luego como lo
infinito de una relación sin términos y como el
infinito acabamiento de un término sin
relación.

¿Es "impensable" esta dificultad?

¿Cómo habla lo neutro? Lo neutro no es
un "tipo" de discurso. Eso que habla es lo neutro. No es el
sujeto, no es el rumor impersonal, no es "alguien" que habla
como por detrás de lo dicho, anticipándose a
él y dominándolo con su mirada. Es la distancia
misma que el lenguaje recibe de su propia falta como su
límite:

"distancia desde luego enteramente exterior, que sin
embargo lo habita y en cierto modo lo constituye, distancia
infinita que hace que mantenerse en el lenguaje sea ya estar
fuera, y tal que, si fuera posible acogerla,
‘relatarla’ en el sentido que le es propio, se
podría entonces hablar de límite, es decir,
llevar hasta la palabra una experiencia de los límites y
una experiencia-límite"64. Hablar, contar, cantar es
misterioso. Lo hablado, lo contado, lo cantado, prescinden del
sujeto-autor. Lo creado por el lenguaje es algo irreal que
subsiste por sí mismo, algo que está en el mundo
fuera del mundo, algo que, en lugar de "expresar" una
subjetividad, no hace más que recusarla e
impugnarla.

Lo neutro es la (infinita) fisura entre yo y
mí.

Por lo mismo, no puede, en rigor, contarse (o
pensarse), pero es aquello que necesariamente entra en juego en
todo acto de contar (o pensar). No es la simple distancia entre
el sujeto narrador y los acontecimientos o seres en y con los
que vive, sino una distancia interna, un incesante
descentramiento, una alteración y una dispersión
sin fin de la palabra. El espacio de la escritura es un
plegamiento, una suerte de interioriza- ción de la
lejanía. Mas una interiorización que descentra y
remueve toda interioridad autofundante. En la escritura, el yo
panóptico es "sacudido sutilmente" sin llegar del todo a
desaparecer65. Lo neutro es carencia excesiva,
destitución del sujeto y del objeto, presente sin
memoria, olvido primitivo "que precede, funda y estropea"
cualquier memoria66. Lo neutro es lo otro sin
mayúsculas: no es lo englobante, sino el vacío
que está en obra en la obra, que no dice ni agrega ni
sabe nada, que no se oye ni existe propiamente, que habla pero
no habla de ninguna parte, que viene del exterior pero no puede
encarnarse. Lo neutro "es la diferencia- indiferente que altera
la voz personal"67: su espectro.

Una vez más: lo neutro no es Dios — es,
en todo caso, su imposibilidad. La imposibilidad de un centro,
la imposibilidad de un todo.

64 M. Blanchot, "La voz narrativa. (El
‘él’, el neutro)", en De Kafka a Kafka, o.
c., p. 225

65 Ibíd., p. 234

66 Según advertíamos en un
parágrafo anterior, contar es el "tormento" del
lenguaje, la búsqueda de su infinitud, la
"alusión al rodeo inicial que porta la escritura, que la
deporta y que hace que, escribiendo, nos entreguemos a una
especie de desviación perpetua", ibíd., p.
235-236

67 Ibíd., p. 238

Fuera de la luz
— y de la sombra

Lo neutro no admite ni mediación ni comunidad;
lo neutro no revela pero tampoco oculta; lo neutro escapa a la
significación de lo visible y lo invisible, pertenece a
un orden que no es el de la iluminación (o la oscuridad)
ni es el de la comprensión (o el desprecio). Lo neutro
no afirma ni niega nada respecto del ser. Es algo como "la
noche para siempre sin aurora", "el olvido que recuerda", "el
deseo nocturno de volverse para ver lo que no pertenece ni a lo
visible ni a lo invisible", el deseo de "vivir de nuevo en
otro, en un tercero, la relación de duelo, fascinada,
indiferente, irreductible a toda mediación", la
"inminente certidumbre de que aquello que una vez tuvo lugar
siempre empezará de nuevo, siempre se traicionará
y se negará"68.

La escritura es una cita con el (lo) neutro, una
"extravagancia", dice Blanchot. "Don silencioso, don
misterioso, pero magia en esencia impura"69… La
extravagancia de la escritura consiste en mostrar lo que oculta
y ocultar aquello que muestra; en generar una Trascendencia que
siempre queda o demasiado alta o demasiado por debajo de
sí misma y de lo que designa; en fin, en poner en juego
eso que no es valor alguno, eso que al entrar en juego no hace
sino disiparse. Extraña soberanía de lo neutro:
sin inmanencia, sin trascenden- cia. Lo neutro escapa a la
representación, al símbolo, al significado, a la
transmisión, al nombre, a la figura, a la presencia. Por
mera aproximación, se dirá que lo neutro es el
punto de fuga que otorga y sustrae su perspectiva a toda
escritura, a todo relato, a toda figura. Ausencia de centro.
Fuga. En cualquier caso, uno no puede nombrarlo.

Siempre es (el) otro quien dice —o puede
decir— lo neutro. O, mejor dicho, es en la
interrupción del otro donde ese decir se produce.
Interrupción de lo otro en el oído del
otro: irrupción de una distorsión irreductible,
de una incomunicación constitutiva, de una ruptura de la
unidad, anomalía fundamental que le corresponde al
habla. Las pausas del discurso alteran la escritura porque
hablar (escribir) es "cesar de pensar con miras a la unidad"70,
introducir la disimetría en las relaciones. Un habla que
no tiene el universo (la
unidad, la reconciliación: exigencia de toda
dialéctica) en el horizonte. Escribir es trazar un
círculo para incluir en su límite el afuera del
círculo.

El afuera: la hermosa ruptura, la perversa cesura que
prepara el acto poético.

El pensamiento es el despliegue de esa dualidad, de
esa pluralidad que parece en todo momento huir del uno. El
habla humana no es la base de la comunidad — a menos que
entendamos claramente lo que toda comunidad (y toda habla)
supone: "mandamiento, terror, seducción, resentimiento,
elogio, empresa"71. Ha-
blar no es suprimir la violencia. Mientras su horizonte sea la
unidad —o la identidad—, el habla sólo
contri- buirá al aumento de la violencia, a la
caída en la entropía. Debe tenerse en cuenta que el
espacio de las relaciones, el espacio del diálogo, no es
plano, ni unidimensional. Es un espacio irregular, denso,
plural y distorsionado, un espacio polarizado, un espacio con
curvatura. Entre el hombre y el hombre hay una desmesura: los
atraviesa, los cruza una infinitud. ¿Corresponde al
habla reducir este espacio, trazar una línea
(dialéctica) entre uno y otro extremo, encontrar el
desvío de lo irregular para encontrar el
universo?

Sin duda, dirá el dialogante, que
transitoriamente adopta un habla singular. El habla es
—también—un esfuerzo por reducir lo otro a
lo mismo. Sin esa reducción, la comunicación
—la mediación— es impracticable. Pero debe
atenderse al otro flanco del habla. Sin lo otro, sin el
esfuerzo de acoger a lo otro en su alteridad, simplemente no
habría habla. El habla de los hombres es la
expulsión del círculo divino. No hay
unidad.

Los hombres son animales
condenados, arrojados a la pluralidad y al afuera.

Esta pluralidad es la (abertura de) la pregunta:
allí donde, en el habla plena, se infiltra el
vacío previo.

"Mediante la pregunta", observa Blanchot, en una
resonancia claramente heideggeriana, "nos damos la cosa y nos
damos el vacío que nos permite aún no tenerlo o
tenerlo como deseo. La pregunta es el deseo del pensamiento"72.
Recíprocamente, la respuesta es la desgracia —la
madurez— de la pregunta. La pregunta libera al ser de
sí mismo, lo descentra, lo arroja a su (propio) afuera.
Dios no pregunta. La pregunta "más profunda" se enfrenta
a la imposibilidad de la respuesta. Por eso nos persigue sin
concernirnos. Por eso huye quietamente ante la
satisfacción de una respuesta. La pregunta
desvía. La pregunta más profunda es lo que queda
cuando la pregunta por (el) todo ha sido
—finalmente— contestada.

Ella es el problema que no se plantea — cuando,
por la dialéctica, (el) todo ha devenido
"problema"73.

(Otro) punto de partida

¿Concluir? Hay que encontrar modos de terminar,
maneras de cerrar — sabiendo que eso también es
imposi- ble. Comentando al Quijote, Maurice Blanchot recuerda
que todo comentario es un ejercicio tan necesario cuanto
inútil. "Qué abundancia de explicaciones,
qué locura de interpretaciones, qué furor de
exégesis, sean éstas teológicas,
filosóficas, sociológicas, políticas, autobiográficas,
cuántas formas de análisis, alegórica,
sim- bólica, estructural e incluso —todo
ocurre— literal. Cuántas llaves: cada una de ellas
sólo es utilizable por el que las ha forjado y
sólo abre una puerta para cerrar otras. ¿A
qué obedece ese delirio? ¿Por qué la
lectura nunca se satisface con lo que lee y no deja de
sustituirlo por otro texto, que a su vez provoca otro
más?"74. La interrupción de lo incesante es, ella
misma, (lo) incesante.

Cerrar, acabar, es siempre volver a comenzar. No hay
juicio final. No hay última palabra. Lo dicho es ya, de
siempre y para siempre, demasiado. Maurice Blanchot escribe en
el círculo encantado de la escritura, en la
circunferencia donde sin descanso se siguen los días y
las noches; escribe para repetir el hechizo y así, con
suerte, sin convicción, alcanzar a romperlo. Escribir en
ese límite se convierte entonces en una "terrible
responsabilidad"75. Violencia discreta, violencia del repliegue
ante la violencia del descubrimiento, ante la violencia del
dominio. Escribe a dúo para hacer lugar a lo que no
encuentra ningún lugar, a lo que está siem- pre
fuera de lugar. Una escritura quebrada, quebrantada por la
fatiga — pero una fatiga (y una indiferencia) generosa.
Un diálogo infinito: el diálogo
(dialéctico) interrumpido por el (lo) infinito. Que los
hombres hablen quiere decir: que (se) escuchan. Nada más
fundamental: no hay otro "fondo". Pero un fondo poroso e
inesta- ble. Un fondo en el que nada encuentra reposo (el fondo
es, en el fondo, el reposo del todo). Ese fondo es una
alternancia — una indecisión. Por eso el habla
sólo habla desde la intermitencia.

Maurice Blanchot no pide ni acuerdo ni
refutación; no escribe para otros, tampoco para
sí mismo. No busca, no encuentra. Habla en, por la
intermitencia, da voz a la interrupción del habla. La
interrupción que no rompe o suspende el diálogo,
sino que lo vuelve más resuelto — y más
arriesgado. Un diálogo que interrumpe la pertenencia al
espacio común, a la ley única del discurso
único, continuo, universal. Un silencio que irrumpe en
aquello que no puede reconocerlo, una queja que nadie puede
oír. Poner al dicho en entredi- cho, reconocer en todo
decir un interdicto. Excepción lamentable, brecha
abierta en el círculo. No la pausa que propicia la
alternancia de los dialogantes, ni el silencio que hace hablar
a las cosas. Maurice Blanchot quería la
interrupción fría, la ruptura del
círculo.

Deseo de finitud: "Y en seguida ello había
sucedido: el corazón que cesa de latir, la eterna
pulsión hablante que se detiene"76.

Lo infinito: (es decir) el deseo.

68 Ibíd., p. 240 n.

69 M. Blanchot, "El fracaso de Milena", en De
Kafka a Kafka, o. c., p. 213

70 M. Blanchot, "La interrupción como
en una superficie de Riemann", en El diálogo inconcluso,
o. c., p. 138

71 M. Blanchot, "Un habla plural", en El
diálogo inconcluso, o. c., p. 144

72 M. Blanchot, "La pregunta más
profunda", en El diálogo inconcluso, o. c., p.
40

73 La pregunta más profunda no tiene
la forma del problema. Éste exige un "planteamiento" que
lleva en sí mismo un espacio para la respuesta (una x en
una ecuación). Blanchot alude aquí a una pregunta
que tiene forma de enigma: una pregunta que proviene de lo
inhumano, de lo que nunca interroga por sí
mismo.

"La pregunta profunda es el hombre como
Esfinge, la parte peligrosa, inhumana y sagrada, que detiene y
mantiene detenido ante ella, en el enfrentamiento de un
instante, al hombre que se dice simplemente hombre con
simplicidad y suficiencia", en Ibíd., p. 47. La
pregunta-enigma no pide respuesta; sólo quiere un
cambio de
sentido.

74 M. Blanchot, "El puente de madera", en
De Kafka a Kafka, o. c., p. 248

75 M. Blanchot, "Nota", en El diálogo
inconcluso, o. c., p. 11

76 Ibíd., p. 24

 

Sergio Espinosa Proa

Partes: 1, 2, 3, 4
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