El anticristo de Friedrich Nietzche –
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1
Mirémonos cara a cara. Somos hiperbóreos;
sabemos perfectamente bien hasta qué punto vivimos aparte.
"Ni por mar ni por tierra encontrarás un camino que
conduzca a los hiperbóreos"; ya Píndaro supo esto,
mucho antes que nosotros. Más allá del Norte, del
hielo, de la muerte; nuestra vida, nuestra felicidad… Hemos
descubierto la felicidad, conocemos el camino, hemos encoritrado
la manera de superar mile nios enteros de laberinto.
¿Quién más la ha encontrado? ¿El
hombre moderno acaso? "Estoy completamente desorientado, soy todo
lo que está completamente desorientado", así se
lamenta el hombre moderno… De este modernismo
estábamos aquejados; de la paz ambigua, de la
transacción cobarde, de toda la ambigüe- dad virtuosa
del moderno sí y no. Esta tolerancia y largeur
del corazón que todo lo "perdona" porque todo lo
"comprende" se convierte en sirocco para nosotros.
¡Más vale vivir entre ventisqueros que entre las vir
– tudes modernas y demás vientos del Sur!… Éramos
demasiado valientes, no teníamos contemplaciones para
nosotros ni para los demás; pero durante largo tiempo no
sabíamos encauzar nuestra valentía. Nos volvimos
sombríos y se nos llamó fatalistas. Nuestro
fatum era la plenitud, la tensión, la
acumulación de las energías. Ansiábamos el
rayo y la acción; de lo que siempre más alejados
nos manteníamos era de la felicidad de los débiles,
de la "resignación"… Nuestro ambiente era tormentoso; la
Naturaleza en que consistimos se oscurecía, pues
no teníamos un camino. La fórmula de
nuestra felicidad: un sí, un no, una recta, una
meta…
2
¿Qué es bueno? Todo lo que acrecienta en
el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder
mismo.
¿Qué es malo? Todo lo que
proviene de la debilidad.
¿Qué es felicidad? La
conciencia de que se acrecienta el poder; que queda
superada una resistencia.
No contento, sino aumento de poder; no paz, sino guerra;
no virtud, sino aptitud (virtud al estilo rena-
centista, virtù, virtud carente de
moralina).
Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el
axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta se les
debe ayudar a perecer.
¿Qué es más perjudicial que
cualquier vicio? La compasión activa con todos los
débiles y malogrados; el cristianismo…
3
El problema que así planteo no es: qué ha
de reem plazar a la humanidad en la sucesión de los seres
(el hombre es un fin), sino qué tipo humano debe
ser desarrollado, potenciado, entendido como tipo superior,
más digno de vivir, más dueño de
porvenir.
Este tipo humano superior se ha dado ya con harta
frecuencia, pero como golpe de fortuna, excepción, nunca
como algo pretendido. Antes al contrario, precisamente
el ha sido el mas temido, era casi la encarna – ción de lo
terrible; y como producto de este temor ha sido
pretendido, desarrollado y alcanzado el tipo opuesto: el
animal doméstico, el hombre-rebaño, el animal
enfermo "hombre"; el cristiano…
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La humanidad no supone una evolución
hacia un tipo mejor, más fuerte o más elevado, en
la forma como se lo cree hoy día. El "progreso" no es
más que una noción moderna, vale decir, una
noción errónea. El europeo de ahora es muy inferior
al europeo del Renacimiento; la evolución no
significa en modo alguno y necesariamente acrecentamiento,
elevación, potenciación.
En un sentido distinto cuajan constantemente en los
más diversos puntos del globo y en el seno de las
más diversas culturas, casos particulares en los que se
manifiesta en efecto un tipo superior: un ser que
en
comparación con la humanidad en su
conjunto viene a ser algo así como un superhombre. Tales
casos
excepcionales siempre han sido posibles y
acaso lo serán siempre. Y linajes, pueblos enteros pueden
encarnar eventualmente tal golpe de fortuna.
5
No es posible adornar y engalanar al cristianismo; ha
librado una guerra a muerte contra este tipo huma- no
superior, ha execrado todos los instintos básicos
del mismo y extraído de dichos instintos el mal, al
Maligno: al hombre pletórico domo el hombre
típicamente reprobable, como el "réprobo". El
cristianismo ha encarnado, la defensa de todos los
débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del
repudio de los ins- tintos de conservación de la
vida pletórica; ha echado a perder hasta la razón
inherente a los hombres inte – lectuales más potentes,
enseñando a sentir los más altos valores de la
espiritualidad como pecado, extravío y
tentación. El ejemplo más deplorable es la
ruina de Pascal; quien creía que su razón estaba
corrompida por el pecado original, cuando en realidad estaba
corrompida por el cristianismo.
6
¡Espectáculo doloroso, pavoroso, el que se
me ha revelado! Descorrí el velo de la
corrupción del hombre. Esta palabra, en mis
labios, está por lo menos al abrigo de una
sospecha: la de que comporte una acusación moral contra el
hombre. Está entendida -insisto en este tema– carente
de moralina; y esto hasta el punto que para mí esta
corrupción se hace más patente precisamente
allí donde en forma más consciente se ha aspirado a
la "virtud" a la "divinidad". Como se ve, yo entiendo la
corrupción como décadence; sostengo que
todos los valores en los que la humanidad sintetiza ahora su
aspiración suprema son valores de la dé-
cadence.
Se me antoja corrupto el animal, la especie, el
individuo que pierde sus instintos; que elige, prefiere,
lo que no le conviene. La historia de los "sentimientos
sublimes", de los "ideales de la humanidad" -y es posible que yo
tenga que contarla- sería, casi, también la
explicación del porqué de la
corrupción del hombre. La vida se me aparece como instinto
de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de
fuerzas, de poder; donde falta la voluntad de poder,
aparece la decaden cia. Afirmo que en todos los más altos
valores de la humanidad falta esta voluntad; que bajo
los nombres más sagrados imperan valores de la decadencia,
valores nihilistas.
7
Se llama al cristianismo la religión de la
compasión. La compasión es contraria a los
efectos tónicos que acrecientan la energía del
sentimiento vital; surte un efecto depresivo. Quien se compadece
pierde fuerza. La compasión agrava y multiplica la
pérdida de fuerza que el sufrimiento determina en la vida.
El sufrimiento mismo se hace contagioso por obra de la compa
sión; ésta es susceptible de causar una
pérdida total en vida y energía vital absurdamente
desproporcionada a la cantidad de la causa (el caso de la muerte
del Nazareno). Tal es el primer punto de vista; mas hay otro
aún más importante. Si se juzga la compasión
por el valor de las reacciones que suele provocar, se hace
más evidente su carácter antivital. Hablando en
términos generales, la compasión atenta contra la
ley de la evolución, que es la ley de la
selección. Preserva lo que debiera perecer; lucha
en favor de los desheredados y condenados de la vida; por la
multitud de lo malogrado de toda índole que
retiene en la vida, da a la vida misma un aspecto
sombrío y problemático. Se ha osado llamar a la
compasión una virtud (en toda moral
aritocrática se la tiene por una debilidad); se
ha llegado hasta a hacer de ella la virtud, raíz y origen
de toda virtud; claro que-y he aquí una circunstancia que
siempre debe tenerse presente-desde el punto de vista de una
filosofía que era nihilista, cuyo lema era la
negación de la vida. Schopenhauer tuvo en esto
razón: por la compasión de la vida se niega, se
hace más digna de ser negada; la compasión
es la práctica del nihilismo. Este instinto
depresivo y contagioso, repito, es contrario a los instintos
tendentes a la preservación y la potenciación de la
vida; es como multiplicador de la miseria y
preservador de todo lo miserable, un instrumento
principal para el acrecentamiento de la
décadence; ¡la compasión seduce a la
nada!… Claro que no se dice "la nada", sino
"más allá", o "Dios", o "la vida verdadera", o
"nirvana, redención, bienaventuranza"… Esta
retórica inocente del reino de la idiosincrasia
religioso-moral aparece al momento mucho menos inocente
si se comprende cuál es la ten- dencia que
aquí se envuelve en el manto de las palabras sublimes: la
tendencia antivital. Schopenhauer era un enemigo de la
vida; por esto la compasión se le apareció como una
virtud… Aristóteles, como es sa bido, definió la
compasión como estado morboso y peligroso que
convenía combatir de vez en cuando mediante una purga;
entendió la tragedia como purgante. Desde el punto de
vista del instinto vital, debiera buscarse, en efecto, un medio
para punzar tal acumulación morbosa y peligrosa de la
compasión como la re presenta el caso Schopenhauer (y,
desgraciadamente, toda nuestra décadence
literaria y artística, desde San Petersburgo hasta
París, desde Tolstoi hasta Wagner); para que
reviente… Nada hay tan malsano, en medio de nuestro
modernismo malsano, como la compasión cristiana. Ser en
este caso médico, mostrarse impla – cable, empuñar
el bisturí, es propio de nosotros; ¡tal es
nuestro amor a los hombres, con esto somos nos- otros
filósofos, nosotros los hiperbóreos!
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Es necesario decir a quién consideramos nuestro
antípoda: a los teólogos y todo aquel por cuyas
venas corre sangre de teólogo; a toda nuestra
filosofía… Hay que haber visto de cerca la fatalidad,
aún mejor, haberla experimentado en propia carne, haber
estado en trance de sucumbir a ella, para dejarse de bromas en
esta cuestión (el libre-pensamiento de nuestros
señores naturalistas y fisiólogos es a mi entender
una broma; les falta la pasión en estas cosas, no sufren
por ellas). Ese emponzoñamiento va mucho más lejos
de lo que se cree; he encontrado el instinto de teólogo de
la "soberbia" en todas partes donde el hombre se siente hoy
"idealista", donde en virtud de un presunto origen superior se
arroga el derecho de adoptar ante la realidad una actitud de
superioridad y distanciamiento… El idealista, como el
sacerdote, tiene todos los grandes conceptos en la mano (¡y
no solamente en la mano!) y con desprecio condescendiente los opo
ne a la "razón", los "sentidos", los "honores", el
"bienestar" y la "ciencia"; todo esto lo considera
inferior, como fuerzas perjudiciales y seductoras sobre
las cuales flota el "espíritu" en estricta
autonomía; como si la humildad, la castidad, la pobreza,
en una palabra: la santidad, no hubiese causado hasta
ahora a la vida un daño infinitamente más grande
que cualquier cataclismo y vicio… El espíritu puro es
pura mentira… Mientras el sacerdote, este negador, detractor y
envenenador profesional de la vida, sea tenido por un
tipo humano superior, no hay respuesta a la pregunta
¿qué es verdad? Se ha puesto la verdad
patas arriba si el abogado consciente de la nada y de la
negación es tenido por el representante de la
"verdad"…
9
Yo combato este instinto de teólogo; he
encontrado su rastro en todas partes. Quien tiene en las venas
sangre de teólogo adopta desde un principio una actitud
torcida y mendaz ante todas las cosas. El pathos
derivado de ella se llama fe: cerrar los ojos de una vez
por todas ante sí mismo, para no sufrir el aspecto de la
falsía incurable. Se hace una moral, una virtud, una
santidad de esta óptica deficiente, relativa a todas las
cosas; se vincula la conciencia tranquila con la perspectiva
torcida; se exige que ninguna óptica
diferente pueda tener ya valor, tras haber hecho
sacrosanta la suya propia con los nombres de "Dios",
"redención" y "eterna bienaventuranza". He sacado a luz
por doquier el instinto de teólogo; es la modalidad
más di – fundida, la propiamente solapada, de la
falsía. Lo que un teólogo siente como
verdadero no puede por menos de ser falso; casi pudiera decirse
que se trata de un criterio de la verdad. Su más soterrado
instinto de conservación prohíbe que la realidad
sea verdadera, ni siquiera pueda manifestarse, en punto alguno.
Hasta donde alcanza la influencia de los teólogos
está puesto al revés el juicio de valor,
están invertidos, por fuerza, los conceptos "verdadero" y
"falso"; lo más perjudicial para la vida se llama
aquí "verdadero" y lo que eleva, acrecienta, afirma,
justifica y exalta la vida se llama "falso"… Dondequiera que
veamos a teólogos extender la mano, a través de la
"conciencia" de los príncipes (o de los pueblos), hacia el
poder, no dudemos de que en definitiva es la voluntad
antivital, la voluntad nihilista, la que aspira a
dominar y la que se encuentra en juego…
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Entre alemanes se comprende en seguida si digo que la
filosofía está corrompida por la sangre de
teó- logo. El pastor protestante es el abuelo de la
filosofía alemana y el protestantismo mismo es su pecado
original. Definición del protestantismo: la
hemiplejía del cristianismo y de la razón… Basta
pronunciar la palabra "Seminario de Tubinga" para comprender
qué cosa es, en definitiva, la filosofía alemana:
una teología pérfida… El suabo es el
mentiroso número uno en Alemania; miente con todo
candor… ¿Cuál es la causa del regocijo que el
advenimiento de Kant provocó en el mundo de los eruditos
alemanes, cuyas tres cuartas partes se componen de hijos de
pastores y maestros? ¿Cuál es la causa de la
convicción alemana, que todavía halla eco, de que a
partir de Kant las cosas andan mejor? El instinto de
teólogo agazapado en el erudito alemán
adivinó lo que volvía a ser posible… Estaba
abierto un camino por donde retornar subrep – ticiamente al
antiguo ideal; el concepto "mundo verdadero" y el
concepto de la moral como esencia del mundo (¡los
dos errores mas perniciosos que existen!), gracias a un
escepticismo listo y ladino volvían a ser, ya que no
demostrables, sí irrefutables… La razón,
el derecho de la razón, había decretado
Kant, no alcanza tan lejos… Se había hecho de la
realidad una "apariencia"; se había hecho de un mundo
enteramente ficticio, el del Ser, la realidad… El
éxito de Kant no es más que el éxito de un
teólogo; Kant, como Lutero, como Leibniz, fue una
cortapisa más de la probidad alemana, demasiado floja de
suyo.
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Diré aún dos palabras contra el
moralista Kant. Toda virtud debe ser la propia
invención de uno, la íntima defensa y necesidad de
uno; en cualquier otro sentido sólo es un peligro. Lo que
no está condicio – nado por nuestra vida, la
perjudica; cualquier virtud practicada nada más
que por respeto al concepto "virtud", como lo postulaba Kant, es
perjudicial. La "virtud", el "deber", el "bien en sí", el
bien impersonal y universal; todo esto son quimeras en las que se
expresa la decadencia, la debilidad última de la vida, lo
chinesco a la königsberguiana. Las más fundamentales
leyes de conservación y crecimiento prescriben justamente
lo contrario: que cada cual debe inventarse su propia virtud, su
propio imperativo categórico. Un pueblo sucumbe si
confunde su específico deber con el deber en sí.
Nada arruina de manera tan pro – funda a íntima cualquier
deber "impersonal", cualquier sacrificio en aras del Moloc de la
abstracción.
¡Cómo no se sintió el
imperativo categórico de Kant como un peligro
mortal!… ¡El instinto de teólogo llevó
a cabo su defensa! Un acto impuesto por el instinto de la vida
tiene en el placer que genera la prueba
de que es un acto justo; sin
embargo, ese nihilista de entrañas
cristiano-dogmáticas entendía el placer
como
objeción… ¿Qué arruina
tan rápidamente como trabajar, pensar y sentir sin que
medie una necesidad interior, una vocación hondamente
personal, un placer?, ¿cómo autómata del
"deber"? Tal cosa es nada menos que la receta para la
décadence, hasta para la idiotez… Kant se
convirtió en un idiota. ¡Y fue el
contemporáneo de Goethe! ¡Esta araña
fatal ha sido, y sigue siendo, considerada como el
filósofo ale- mán!… Me cuido muy mucho
de decir lo que pienso de los alemanes… ¿No
interpretó Kant la Revolución francesa como el paso
de la forma inorgánica del Estado a la forma
orgánica? ¿No se preguntó él
si había un acontecimiento que no podía explicarse
más que por una predisposición moral de la
humanidad, así que quedaba demostrada de una vez
por todas la "tendencia de la humanidad al bien"?; ¿y no
se dio esta res- puesta: "este acontecimiento es la
Revolución"? El instinto equivocado en todas las cosas, la
antinatura – lidad como instinto, la décadence
alemana como filosofía; ¡he aquí
Kant!
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Abstracción hecha de algunos escépticos,
que representan el tipo decente de la filosofía, el resto
desco- noce las exigencias elementales de la probidad
intelectual. Todos esos grandes idealistas y portentosos se
comportan como las mujeres: toman los "sentimientos sublimes" por
argumentos, el "pecho expandido" por un fuelle de la divinidad y
la convicción por el criterio de la verdad. Por
último, Kant, con candor "alemán", trató de
dar a esta forma de la corrupción, a esta falta de
conciencia intelectual, un carácter cien – tífico
mediante el concepto "razón práctica";
inventó expresamente una razón para el caso en que
no se de – bía obedecer a la razón, o sea cuando
ordenaba el precepto moral, el sublime imperativo del "tú
debes". Considerando que en casi todos los pueblos el
filósofo no es sino la evolución ulterior del tipo
sacer dotal, no sorprende este legado del sacerdote, la
sofisticación ante sí mismo: Quien tiene
que cumplir santas tareas, por ejemplo la de perfeccionar,
salvar, redimir a los hombres; quien lleva en sí la
divinidad y es el portavoz de imperativos superiores, en virtud
de tal misión se halla al margen de toda valoración
exclusivamente racional; ¡él mismo está
santificado por semejante tarea, él mismo es el
exponente de un orden superior!… ¡Qué le importa
al sacerdote la ciencia! ¡Él está
por encima de esto! ¡Y hasta ahora ha dominado el
sacerdote! ¡Él determinaba los conceptos
"verdadero" y "falso"!
13
Apreciemos cabalmente el hecho de que nosotros
mismos, los espíritus libres, somos ya una "transmu-
tación de todos los valores", una viviente y
triunfante declaración de guerra a todos los antiguos
conceptos de "verdadero" y "falso". Las conquistas más
valiosas del espíritu son las últimas en lograrse;
mas las conquistas más valiosas son los
métodos. Durante milenios todos los
métodos, todas las premisas de nues- tro actual
cientifismo han chocado con el más profundo desprecio; con
ellos se estaba excluido del trato con los "hombres de bien", se
era considerado como un "enemigo de Dios", un detractor de la
verdad, un "poseído". Como espíritu
científico se era un tshandala… Hemos tenido
que hacer frente a todo el pathos de la humanidad, a su
noción de lo que debe ser la verdad, de lo que
debe ser el culto de la verdad; hasta ahora, todo
"tú debes" estaba dirigido contra nosotros…
Nuestros objetos, nuestras prácticas, nuestro
modo de proceder tranquilo, cauteloso y desconfiado; todo esto le
parecía desde todo punto indigno y des – preciable.
Pudiera preguntarse, en definitiva, y no sin fundamento, si no ha
sido en el fondo un gusto esté- tico lo que
durante tanto tiempo ofuscaba a la humanidad; ésta
exigía a la verdad un efecto pintoresco, y
asimismo al cognoscente que ejerciera un fuerte estímulo
sobre los sentidos. Nuestra modestia ha sido lo que desde siempre
era contrario a su gusto… ¡Oh, qué bien adivinaron
esto esos pavos de Dios!
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Hemos rectificado conceptos. Nos hemos vuelto más
modestos en toda la línea. Ya no derivamos al hombre del
"espíritu", de la "divinidad"; lo hemos reintegrado en el
mundo animal. Se nos antoja el ani mal más fuerte, porque
es el más listo; una consecuencia de esto es su
espiritualidad. Nos oponemos, por otra parte, a una vanidad que
también en este punto pretende levantar la cabeza; como si
el hombre hubiese sido el magno propósito subyacente a la
evolución animal. No es en absoluto la cumbre de la
creación; todo ser se halla, al la do de él, en
idéntico peldaño de la perfección… Y
afirmando esto aun afirmamos demasiado; el hombre es,
relativamente, el animal más malogrado, más
morboso, lo más peligro samente desviado de sus instintos,
¡claro que por eso mismo también el más
interesante! En cuanto a los animales, Descartes fue el
primero en definirlos con venerable audacia como
machinas; toda nuestra fisiología está
empeñada en probar esta tesis. Lógicamente,
nosotros ya no exceptuamos al hombre, como lo hizo aun Descartes;
se conoce hoy día al hombre exactamente en la medida en
que está concebido como machina. En un tiempo se
atribuía al hombre, como don proveniente de un orden
superior, el "libre albedrío"; ahora le hemos quitado
incluso la volición, en el sentido de que ya no debe ser
interpretada como una facultad. El antiguo término
"voluntad" sólo sirve para designar una resultante, una
especie de reacción indi vidual que sigue necesariamente a
una multitud de estímulos en parte encontrados, en parte
concordantes; la voluntad ya no "actúa", ya no
"acciona"… En tiempos pasados se consideraba la conciencia del
hom bre, el "espíritu", como la prueba de su origen
superior, de su divinidad; para perfeccionar al hombre,
se le aconsejaba retraer los sentidos al modo de la tortuga,
cortar relaciones con las cosas terrenas y des pojarse de lo que
tiene de mortal, quedando entonces lo principal de él, el
"espíritu puro". También en este rcspecto hemos
rectificado conceptos; la conciencia, el "espíritu" se nos
aparece precisamente como síntoma de una
imperfección relativa del organismo, como tanteo, ensayo,
y yerro, como esfuerzo en que se gasta innecesariamente mucha
energía nerviosa; negamos que nada pueda ser perfeccionado
mientras no se tenga conciencia de ello. El "espíritu
puro" es pura estupidez; si descontamos el sistema nervioso y los
sentidos, lo que tiene de mortal el hombre, nos equivocamos
en nuestros cálculos; ¡nada más!
…
15
Ni la moral ni la religión corresponden en el
cristianismo a punto alguno de la realidad. Todo son causas
imaginarias ("Dios", "alma", "yo", "espíritu, del libre
albedrío", o bien "el determinismo"); todo son efectos
imaginarios ("pecado", "redención", "gracia",
"castigo", "perdón"). Todo son relaciones entre
seres imaginarios ("Dios", "ánimas" "almas");
ciencias naturales imaginarias (antropocentricidad;
ausencia total del concepto de las causas naturales); una
sicología imaginaria (sin excepción,
malentendidos sobre sí mismo, interpretaciones de
sentimientos generales agradables o desagradables, por ejemplo de
los estados del nervus sympathicus, con ayuda del
lenguaje de la idiosincrasia religioso -moral, "arrepentimiento",
"remordimiento", "tentación del Diablo", la proximidad de
Dios"); una teleología imaginaria ("el reino de
Dios", el "juicio Final", "la eterna bienaventuranza"). Este
mundo de la ficción se distingue muy desventajosamente del
mundo de los sueños, por cuanto éste
refleja la realidad, en tanto que aquél falsea,
desvaloriza y repudia la realidad. Una vez inventado el concepto
"Naturaleza" en contraposición a "Dios", el término
"natural" era por fuerza sinónimo de "execrable"; todo ese
mundo ficticio tiene su raíz en el odio a lo natural
(¡a la realidad!), es la expresión de una profunda
aversión a lo real. Pero con esto queda explicado
todo. Sólo quien sufre de la realidad tiene
razones para sustraerse a ella por medio de la mentira.
Mas sufrir de la realidad significa ser una realidad
malograda… El predominio de los sentimientos de
desplacer sobre los sentimientos de placer es la causa
de esa moral y religión basadas en la ficción; mas
tal predominio es la fórmula de la
décadence…
16
La misma conclusión se desprende de la
crítica del concepto cristiano de Dios. Un pueblo
que cree en sí tiene también su dios propio. En
él venera las condi ciones gracias a las cuales prospera y
domina, sus virtudes; proyecta su goce consigo mismo, su
sentimiento de poder, en un ser al que puede dar las gracias por
todo esto. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso
tiene necesidad de un dios para ofrendar… En base a
tales premisas, la religión es una forma de la gratitud.
Se está agradecido por sí mismo; para esto se ha
menester un dios. Tal dios debe poder beneficiar y perjudicar,
estar en condiciones de ser amigo y enemigo; se lo admira por lo
uno y por lo otro. La castración antinatural de
la divinidad, en el sentido de convertirlo en un dios exclusivo
del bien, sería de todo punto indeseable en este orden de
ideas. Se necesita del dios malo en no menor grado que del bueno,
como que no se debe la propia existencia a la tolerancia y la
humanidad… ¿De qué serviría un dios que no
conociera la ira, la venganza, la envidia, la burla, la astucia y
la violencia?, ¿que a lo mejor hasta fuera ajeno a los
ardeurs inefables del triunfo y de la
destrucción? A un dios así no se lo
comprendería; ¿para qué se lo
tendría? Claro que si un pueblo se hunde; si
siente
desvanacerse para siempre su fe en el porvenir, su
esperanza de libertad; si la sumisión entra en su
conciencia como conveniencia primordial y las virtudes de los
sometidos como condiciones de existencia, por fuerza
cambia también su dios. Éste se vuelve
tímido, cobarde, medroso y modesto, acon seja la "paz del
alma", la renuncia al odio, la indulgencia y aun el "amor" al
amigo y al enemigo. Moraliza sin cesar, penetra en las cuevas de
todas las virtudes privadas y se convierte en dios para todo el
mundo, en particular, cosmopolita… Si en un tiempo
representó a un pueblo, la fuerza de un pueblo, todo lo
que había de agresivo y pletórico en el alma de un
pueblo, ahora ya no es más que el buen Dios… En efecto,
no existe para los dioses otra alternativa: o son la voluntad de
poder, y mientras lo sean serán dioses de pueblos, o son
la impotencia para el poder; y entonces se vuelven necesariamente
buenos…
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Dondequiera que declina la vóluntad de poder se
registra un decaimiento fisiológico, una
décadence. La divinidad de la
décadence, despojada de sus virtudes e impulsos
más viriles, se convierte necesariamente en el dios de los
fisiológicamente decadentes, de los dé biles.
Éstos no se llaman los débiles, sino "los
Bue- nos"… Se comprenderá, sin necesidad de ulterior
sugestión, en qué momentos de la historia es
factible la ficción dualista de un dios bueno y otro malo.
Lleva dos por el mismo instinto con que degradan a su dios al
"bueno en sí", los sometidos despojan de todas sus
cualidades al dios de sus vencedores; se vengan de sus amos dando
al dios de los mismos un carácter diabólico. Tanto
el dios bueno como el diablo son engendros de la
décadence. ¡Parece mentira que
todavía hoy se ceda a la ingenuidad de los teólogos
cristianos hasta el punto de decretar a la par de ellos que la
evolución de la concepción de la divinidad del
"dios de Israel", del dios de un pueblo, al dios cristiano, al
dechado del bien, significa un progreso! Hasta Renan lo
hace. ¡Co- mo si Renan tuviese derecho a la ingenuidad!
¡Pero si es evidente todo lo contrario! Si todas las
premisas de la vida ascendente, toda fuerza,
valentía, soberbia y altivez, quedan eliminadas de la
concepción de dios; si éste se convierte paso a
paso en símbolo de un bastón para cansados, de un
salvavidas para todos los náufragos; si llega a ser el
dios de los pobres, los pecadores y los enfermos por excelencia y
el atributo "salvador", "redentor", queda, por así
decirlo, como el atributo propiamente dicho de la divinidad,
¿qué in- dica transformación semejante?;
¿tal reducción de la divinidad? Claro que
el "reino de Dios" queda así am- pliado. En un tiempo Dios
no tuvo más que su pueblo, su pueblo "elegido". Luego, al
igual de su pueblo, llevó una existencia trashumante y ya
no se radicó en parte alguna, hasta que al fin, gran
cosmopolita, se encontraba bien en todas partes y tenía de
su parte el "gran número", a media humanidad. Mas no por
ser el dios del "gran número", el demócrata entre
los dioses, llegó a ser un orgulloso, dios pagano;
seguía siendo judío, ¡el dios de todos los
lugares y rincones oscuros, de todas las barriadas malsanas del
mundo entero! … Su imperio es como antes un reino
subterráneo, un hospital, un ghetto… Y
él mismo, ¡cómo es de pálido, de
débil, de décadentl Hasta los más
anémicos de los anémicos, los señores
metafísicos, los albinos de los conceptos, han dado cuenta
de él. Éstos han tejido tanto tiempo su tela en
torno a él que hipnotizado por sus movimientos
terminó por convertirsé a su vez en araña,
en metafísico. Entonces volvió a extraer de
sí, tejiendo, el mundo, sub specie Spinozae;
entonces se transfiguró en cada vez mayor
abstracción y anemia, quedando hecho un "ideal", un
"espíritu puro", "absolutum" y "cosa en
sí"… Decadencia de un dios: Dios se
convirtió en la "cosa en sí"…
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La concepción cristiana de Dios, Dios como dios
de los enfermos, como araña, como espíritu, es una
de las más corrompidas que existen sobre la tierra; tal
vez hasta marque el punto más bajo de la curva des –
cendente del tipo de la divinidad. ¡Dios, degenerado en
objeción contra la vida, en vez de ser su
transfi- gurador y eterno sí! ¡En Dios, declarada la
guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida!
¡Dios, la fórmula para toda detracción de
"este mundo", para toda mentira del "más allá"!
¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de
alcanzar la nada! …
19
El hecho de que las vigorosas razas del Norte de Europa
no hayan repudiado al dios cristiano ciertamente no habla en
favor de su don religioso, para no decir nada de su gusto.
Debieron haber dado cuenta de tan morboso y decrépito
engendro de la décadence. Por no haberlo hecho,
pesa sobre ellas un triste sino han absorbido en todos sus
instintos la enfermedad, la decrepitud, la contradicción.
¡Desde entonces ya no han creado diosesl ¡En
casi dos milenios ni un solo nuevo dios! ¡Impera
todavía, y como a título legítimo, como
ultimum y maximum del poder creador de dioses, del
creator spiritus en el hombre, este
lamentable
dios del monótono-teísmo
cristiano! ¡Este ser híbrido hecho de cero, concepto
y contradicción en el que están sancionados todos
los instintos de décadence, todas las
cobardías y cansancios del alma!
20
Condenando al cristianismo, no quiero cometer una
injusticia con una religión afín, que hasta cuenta
con mayor número de fieles; me refiero al
budismo. El cristianismo y el budismo están
emparentados como religiones nihilistas, son religiones de la
décadence; y sin embargo, están
diferenciados entre sí del modo más singular. Por
el hecho de que ahora sea posible compararlos, el
crítico del cristianismo está profundamente
agradecido a los eruditos indios. El budismo es cien veces
más realista que el cristianismo; ha heredado el planteo
objetivo y frío de los problemas, es posterior a
un movimiento filosófico multisecular; al advenir
él, ya estaba desechada la concepción de "Dios". Es
el budismo la única religión propiamente
positivista en la historia, aun en su teoría del
conocimiento (un es tricto fenomenalismo); ya no proclama la
"lucha contra el pecado" sino reconociendo plenamente
los derechos de la realidad, la "lucha contra el
sufrimiento". Lo que lo distingue radicalmente del
cristianismo es el hecho de que está con el
autoengaño de los conceptos morales tras si,
hallándose, según mi terminología,
más allá del bien y del mal. Los dos
hechos fisiológicos en que descansa y que tiene presentes
son, primero, una irritabilidad excesiva, que se traduce
en una sensibilidad refinada al dolor, y segundo, una
hiperespiritualización, un desenvolvimiento excesivamente
prolongado en medio de conceptos y procedimientos lógicos,
proceso en que el instinto de la persona ha sufrido menoscabo en
favor de lo "impersonal" (dos estados que algunos de mis
lectores, por lo menos los "objetivos", conocerán, como
yo, por experiencia). Estas condicio nes fisiológicas han
dado origen a una depresión; contra la que
procede Buda valiéndose de medidas higié- nicas.
Para combatirla receta la vida al aire libre, la existencia
trashumante, una dieta frugal y seleccio nada, la
prevención contra todas las bebidas espirituosas, asimismo
contra todos los afectos que "hacen mala sangre"; también
una vida sin preocupaciones, ya por sí mismo o por otros.
Exige representaciones que so – sieguen o alegren, a inventa
medios de ahuyentar las que no convienen. Entiende la bondad, la
jovialidad, como factor que promueve la salud. Desecha la
oración, lo mismo que el ascetismo; nada
de imperativos categóricos, nada de obligaciones,
ni aun dentro de la comunidad monástica (que puede
abandonarse), pues todo esto serviría para aumentar esa
irritabilidad excesiva. Por esto Buda se abstiene de predicar la
lucha contra los que piensan de otra manera, su doctrina nada
repudia tan categóricamente como el afán vindi –
cativo, la antipatía, el resentimiento ("no es por la
enemistad como se pone fin a la enemistad", tal es el conmovedor
estribillo del budismo…). Y con razón; precisamente
estos afectos serían de todo punto perju-
diciales con respecto al propósito dietético
primordial. El cansancio mental con que se encuentra Buda y que
se traduce en una "objetividad" excesiva (esto es, en un
debilitamiento del interés individual, en pérdida
de gravedad, de "egoísmo") lo combate refiriendo aun los
intereses más espirituales estrictamente a la
persona. En la doctrina de Buda el egofsmo está
estatuido como deber; el "cómo lo libras tú del
sufrimiento" regula y limita toda la dieta mental (es permitido,
acaso, trazar un paralelo con aquel ateniense que a su vez
declaró la guerra al "espíritu científico"
puro con Sócrates, que dio al egoísmo personal en
el reino de los problemas igualmente categoría de
moral).
21
Las premisas del budismo son un clima muy
suave, una marcada mansedumbre y liberalidad de las cos –
tumbres, ausencia total de militarismo y la radicación del
movimiento en las capas superiores y aun eruditas de la
población. La paz serena, el sosiego, la extinción
de todo deseo es la meta suprema; y se alcanza esta
meta. El budismo no es una religión en que tan sólo
se aspire a la perfección; lo perfecto es en él lo
normal. En el cristianismo, pasan a primer plano los instintos de
sometidos y oprimidos; son las clases sociales más bajas
las que en él buscan su salvación. Aquí se
practica como ocupación, como remedio contra el
aburrimiento, la casuística del pecado, la
autocrítica, la inquisición; aquí se
mantiene el afecto constantemente referido a un
poderoso, denominado "Dios" (mediante la
oración); aquí se concibe lo supremo como algo
inaccesible, como regalo, como "gracia". Aquí falta
también el carácter público; el escondite,
el rincón oscuro, es propio del cristianismo. Aquí
se desprecia el cuerpo y se repudia la higiene como sensualidad;
la Iglesia hasta se opone al aseo (la primera medida tomada por
los cristianos luego de la expulsión de los moros fue
clausurar los baños públicos, de los que solamente
en Córdoba había 270). Lo cristiano supone un
cierto sentido de la crueldad, consigo mismo y con los
demás; el odio a los heterodoxos; el afán
persecutorio. Privan representaciones sombrías y
excitantes; los estados más apetecidos, designados con los
nombres supremos, son de carácter epilepsoide; la dieta es
seleccionada en forma que promueva fenómenos
mórbidos y sobreexcite los nervios. Cristiano es el odio
mortal a los amos de la tierra, a los "nobles", en
conjunción con una competencia solapada (se les deja el
"cuerpo", se
requiere solamente el "alma"…). Cristiana es
la hostilidad enconada al espíritu, al orgullo, a
la valentía, a la libertad y el libertinaje del
espíritu; cristiana es la hostilidad enconada a los
sentidos, a los placeres sensuales, a la alegría,
en fin…
22
Cuando el cristianismo abandonó su suelo
primitivo las capas más bajas de la población, el
submundo del mundo antiguo, y se lanzó a la
conquista de pueblos bárbaros, ya no tenía que
habérselas con hombres can – sados, sino con hombres
embrutecidos y desgarrados por dentro, con los hombres fuertes,
pero malogrados. En esta región, el descontento consigo
mismo, el sufrimiento de sí propio, no es, como
en la budista, una irritabilidad excesiva y una hipersensibilidad
al dolor, sino, por el contrario, un ansia incontenible de hacer
sufrir, de descargar la tensión interior en actos y re
presentaciones hostiles. El cristianismo necesitaba con- ceptos y
valores bárbaras para dar cuenta de
bárbaros; tales son el sacrificio del primogénito,
la ingestión de sangre en la comunión, el desprecio
hacia el espíritu y la cultura; el tormento, en cualquier
forma, físico y mental, y la gran pompa del culto. El
budismo es una religión para hombres
tardíos, para razas suaves, mansas a
hiperespiritualizadas, excesivamente sensibles al dolor (Europa
no está aún, ni con mucho, madura para él);
las conduce de vuelta a paz y alegría serena, a la dieta
en lo espiritual, a cierto endurecimiento en lo físico. El
cristianismo, en cambio, quiere domar fieras, y para tal
fin las enferma, hasta el punto que el debilitamiento es la
receta cristiana para la domesticación, la
"civilización". El budismo es una religión para el
final y cansancio de la civilización; el cristianismo ni
siquiera se encuentra con una civilización, y,
eventualmente, la funda.
23
El budismo, como queda dicho, es cien veces más
frío, verdadero y objetivo. A él ya no le hace
falta rehabilitar ante sí mismo su sufrimiento, su
sensibilidad al dolor, por la interpretación del pecado;
sólo dice lo que piensa: "yo sufro". Para el
bárbaro, en cambio, el sufrimiento en sí no es
decente; le hace falta una interpretación para admitir
ante sí mismo que sufre (su instinto lo lleva más
bien a negar el su frimiento, a sufrir con mansa
resignación). Para él, la noción del
"diablo" era un verdadero alivio; tenía un enemigo
poderosísimo y terrible; no era una vergüenza sufrir
de enemigo semejante.
Entraña el cristianismo algunas sutilezas propias
de Oriente. Sabe, ante todo, que en el fondo da igual que tal
cosa sea cierta, dado que lo importante es que se crea. La verdad
y la creencia en la verdad de tal cosa son dos mundos de
intereses diferentes, poco menos que dos mundos
antagónicos; se llega a ellos por caminos radicalmente
distintos, Saber esto casi es la esencia del sabio, tal como lo
concibe el Oriente; así lo entienden los brahmanes, como
también Platón y todo adepto a la sabiduría
esotérica. Por ejemplo, si hay una ventura en eso
de creerse redimido del pecado, no hace falta como
premisa que el hombre sea pro- penso al pecado,
sino que se sienta propenso al pecado. Mas si en un
plano general lo que primordialmente hace falta es la
fe, hay que desacredtar la razón, el conocimiento
y la investigación; el camino de la verdad se convierte
así en el camino prohibido.
La firme esperanza es un estimulante mucho
más poderoso de la vida que cualquier ventura particular
efectiva. A los que sufren hay que sostenerlos mediante una
esperanza que ninguna realidad pueda
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