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El anticristo de Friedrich Nietzche




Enviado por luis medina



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    El anticristo de Friedrich Nietzche –
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    1

    Mirémonos cara a cara. Somos hiperbóreos;
    sabemos perfectamente bien hasta qué punto vivimos aparte.
    "Ni por mar ni por tierra encontrarás un camino que
    conduzca a los hiperbóreos"; ya Píndaro supo esto,
    mucho antes que nosotros. Más allá del Norte, del
    hielo, de la muerte; nuestra vida, nuestra felicidad… Hemos
    descubierto la felicidad, conocemos el camino, hemos encoritrado
    la manera de superar mile nios enteros de laberinto.
    ¿Quién más la ha encontrado? ¿El
    hombre moderno acaso? "Estoy completamente desorientado, soy todo
    lo que está completamente desorientado", así se
    lamenta el hombre moderno… De este modernismo
    estábamos aquejados; de la paz ambigua, de la
    transacción cobarde, de toda la ambigüe- dad virtuosa
    del moderno sí y no. Esta tolerancia y largeur
    del corazón que todo lo "perdona" porque todo lo
    "comprende" se convierte en sirocco para nosotros.
    ¡Más vale vivir entre ventisqueros que entre las vir
    – tudes modernas y demás vientos del Sur!… Éramos
    demasiado valientes, no teníamos contemplaciones para
    nosotros ni para los demás; pero durante largo tiempo no
    sabíamos encauzar nuestra valentía. Nos volvimos
    sombríos y se nos llamó fatalistas. Nuestro
    fatum
    era la plenitud, la tensión, la
    acumulación de las energías. Ansiábamos el
    rayo y la acción; de lo que siempre más alejados
    nos manteníamos era de la felicidad de los débiles,
    de la "resignación"… Nuestro ambiente era tormentoso; la
    Naturaleza en que consistimos se oscurecía, pues
    no teníamos un camino. La fórmula de
    nuestra felicidad: un sí, un no, una recta, una
    meta…

    2

    ¿Qué es bueno? Todo lo que acrecienta en
    el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder
    mismo.

    ¿Qué es malo? Todo lo que
    proviene de la debilidad.

    ¿Qué es felicidad? La
    conciencia de que se acrecienta el poder; que queda
    superada una resistencia.

    No contento, sino aumento de poder; no paz, sino guerra;
    no virtud, sino aptitud (virtud al estilo rena-
    centista, virtù, virtud carente de
    moralina).

    Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el
    axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta se les
    debe ayudar a perecer.

    ¿Qué es más perjudicial que
    cualquier vicio? La compasión activa con todos los
    débiles y malogrados; el cristianismo

    3

    El problema que así planteo no es: qué ha
    de reem plazar a la humanidad en la sucesión de los seres
    (el hombre es un fin), sino qué tipo humano debe
    ser desarrollado, potenciado, entendido como tipo superior,
    más digno de vivir, más dueño de
    porvenir.

    Este tipo humano superior se ha dado ya con harta
    frecuencia, pero como golpe de fortuna, excepción, nunca
    como algo pretendido. Antes al contrario, precisamente
    el ha sido el mas temido, era casi la encarna – ción de lo
    terrible; y como producto de este temor ha sido
    pretendido, desarrollado y alcanzado el tipo opuesto: el
    animal doméstico, el hombre-rebaño, el animal
    enfermo "hombre"; el cristiano…

    4

    La humanidad no supone una evolución
    hacia un tipo mejor, más fuerte o más elevado, en
    la forma como se lo cree hoy día. El "progreso" no es
    más que una noción moderna, vale decir, una
    noción errónea. El europeo de ahora es muy inferior
    al europeo del Renacimiento; la evolución no
    significa en modo alguno y necesariamente acrecentamiento,
    elevación, potenciación.

    En un sentido distinto cuajan constantemente en los
    más diversos puntos del globo y en el seno de las
    más diversas culturas, casos particulares en los que se
    manifiesta en efecto un tipo superior: un ser que
    en

    comparación con la humanidad en su
    conjunto viene a ser algo así como un superhombre. Tales
    casos

    excepcionales siempre han sido posibles y
    acaso lo serán siempre. Y linajes, pueblos enteros pueden
    encarnar eventualmente tal golpe de fortuna.

    5

    No es posible adornar y engalanar al cristianismo; ha
    librado una guerra a muerte contra este tipo huma- no
    superior, ha execrado todos los instintos básicos
    del mismo y extraído de dichos instintos el mal, al
    Maligno: al hombre pletórico domo el hombre
    típicamente reprobable, como el "réprobo". El
    cristianismo ha encarnado, la defensa de todos los
    débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del
    repudio de los ins- tintos de conservación de la
    vida pletórica; ha echado a perder hasta la razón
    inherente a los hombres inte – lectuales más potentes,
    enseñando a sentir los más altos valores de la
    espiritualidad como pecado, extravío y
    tentación. El ejemplo más deplorable es la
    ruina de Pascal; quien creía que su razón estaba
    corrompida por el pecado original, cuando en realidad estaba
    corrompida por el cristianismo.

    6

    ¡Espectáculo doloroso, pavoroso, el que se
    me ha revelado! Descorrí el velo de la
    corrupción del hombre. Esta palabra, en mis
    labios, está por lo menos al abrigo de una
    sospecha: la de que comporte una acusación moral contra el
    hombre. Está entendida -insisto en este tema– carente
    de moralina;
    y esto hasta el punto que para mí esta
    corrupción se hace más patente precisamente
    allí donde en forma más consciente se ha aspirado a
    la "virtud" a la "divinidad". Como se ve, yo entiendo la
    corrupción como décadence; sostengo que
    todos los valores en los que la humanidad sintetiza ahora su
    aspiración suprema son valores de la dé-
    cadence.

    Se me antoja corrupto el animal, la especie, el
    individuo que pierde sus instintos; que elige, prefiere,
    lo que no le conviene. La historia de los "sentimientos
    sublimes", de los "ideales de la humanidad" -y es posible que yo
    tenga que contarla- sería, casi, también la
    explicación del porqué de la
    corrupción del hombre. La vida se me aparece como instinto
    de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de
    fuerzas, de poder; donde falta la voluntad de poder,
    aparece la decaden cia. Afirmo que en todos los más altos
    valores de la humanidad falta esta voluntad; que bajo
    los nombres más sagrados imperan valores de la decadencia,
    valores nihilistas.

    7

    Se llama al cristianismo la religión de la
    compasión. La compasión es contraria a los
    efectos tónicos que acrecientan la energía del
    sentimiento vital; surte un efecto depresivo. Quien se compadece
    pierde fuerza. La compasión agrava y multiplica la
    pérdida de fuerza que el sufrimiento determina en la vida.
    El sufrimiento mismo se hace contagioso por obra de la compa
    sión; ésta es susceptible de causar una
    pérdida total en vida y energía vital absurdamente
    desproporcionada a la cantidad de la causa (el caso de la muerte
    del Nazareno). Tal es el primer punto de vista; mas hay otro
    aún más importante. Si se juzga la compasión
    por el valor de las reacciones que suele provocar, se hace
    más evidente su carácter antivital. Hablando en
    términos generales, la compasión atenta contra la
    ley de la evolución, que es la ley de la
    selección. Preserva lo que debiera perecer; lucha
    en favor de los desheredados y condenados de la vida; por la
    multitud de lo malogrado de toda índole que
    retiene en la vida, da a la vida misma un aspecto
    sombrío y problemático. Se ha osado llamar a la
    compasión una virtud (en toda moral
    aritocrática se la tiene por una debilidad); se
    ha llegado hasta a hacer de ella la virtud, raíz y origen
    de toda virtud; claro que-y he aquí una circunstancia que
    siempre debe tenerse presente-desde el punto de vista de una
    filosofía que era nihilista, cuyo lema era la
    negación de la vida. Schopenhauer tuvo en esto
    razón: por la compasión de la vida se niega, se
    hace más digna de ser negada; la compasión
    es la práctica del nihilismo. Este instinto
    depresivo y contagioso, repito, es contrario a los instintos
    tendentes a la preservación y la potenciación de la
    vida; es como multiplicador de la miseria y
    preservador de todo lo miserable, un instrumento
    principal para el acrecentamiento de la
    décadence; ¡la compasión seduce a la
    nada!… Claro que no se dice "la nada", sino
    "más allá", o "Dios", o "la vida verdadera", o
    "nirvana, redención, bienaventuranza"… Esta
    retórica inocente del reino de la idiosincrasia
    religioso-moral aparece al momento mucho menos inocente
    si
    se comprende cuál es la ten- dencia que
    aquí se envuelve en el manto de las palabras sublimes: la
    tendencia antivital. Schopenhauer era un enemigo de la
    vida; por esto la compasión se le apareció como una
    virtud… Aristóteles, como es sa bido, definió la
    compasión como estado morboso y peligroso que
    convenía combatir de vez en cuando mediante una purga;
    entendió la tragedia como purgante. Desde el punto de
    vista del instinto vital, debiera buscarse, en efecto, un medio
    para punzar tal acumulación morbosa y peligrosa de la
    compasión como la re presenta el caso Schopenhauer (y,
    desgraciadamente, toda nuestra décadence
    literaria y artística, desde San Petersburgo hasta
    París, desde Tolstoi hasta Wagner); para que
    reviente… Nada hay tan malsano, en medio de nuestro
    modernismo malsano, como la compasión cristiana. Ser en
    este caso médico, mostrarse impla – cable, empuñar
    el bisturí, es propio de nosotros; ¡tal es
    nuestro amor a los hombres, con esto somos nos- otros
    filósofos, nosotros los hiperbóreos!

    8

    Es necesario decir a quién consideramos nuestro
    antípoda: a los teólogos y todo aquel por cuyas
    venas corre sangre de teólogo; a toda nuestra
    filosofía… Hay que haber visto de cerca la fatalidad,
    aún mejor, haberla experimentado en propia carne, haber
    estado en trance de sucumbir a ella, para dejarse de bromas en
    esta cuestión (el libre-pensamiento de nuestros
    señores naturalistas y fisiólogos es a mi entender
    una broma; les falta la pasión en estas cosas, no sufren
    por ellas). Ese emponzoñamiento va mucho más lejos
    de lo que se cree; he encontrado el instinto de teólogo de
    la "soberbia" en todas partes donde el hombre se siente hoy
    "idealista", donde en virtud de un presunto origen superior se
    arroga el derecho de adoptar ante la realidad una actitud de
    superioridad y distanciamiento… El idealista, como el
    sacerdote, tiene todos los grandes conceptos en la mano (¡y
    no solamente en la mano!) y con desprecio condescendiente los opo
    ne a la "razón", los "sentidos", los "honores", el
    "bienestar" y la "ciencia"; todo esto lo considera
    inferior, como fuerzas perjudiciales y seductoras sobre
    las cuales flota el "espíritu" en estricta
    autonomía; como si la humildad, la castidad, la pobreza,
    en una palabra: la santidad, no hubiese causado hasta
    ahora a la vida un daño infinitamente más grande
    que cualquier cataclismo y vicio… El espíritu puro es
    pura mentira… Mientras el sacerdote, este negador, detractor y
    envenenador profesional de la vida, sea tenido por un
    tipo humano superior, no hay respuesta a la pregunta
    ¿qué es verdad? Se ha puesto la verdad
    patas arriba si el abogado consciente de la nada y de la
    negación es tenido por el representante de la
    "verdad"…

    9

    Yo combato este instinto de teólogo; he
    encontrado su rastro en todas partes. Quien tiene en las venas
    sangre de teólogo adopta desde un principio una actitud
    torcida y mendaz ante todas las cosas. El pathos
    derivado de ella se llama fe: cerrar los ojos de una vez
    por todas ante sí mismo, para no sufrir el aspecto de la
    falsía incurable. Se hace una moral, una virtud, una
    santidad de esta óptica deficiente, relativa a todas las
    cosas; se vincula la conciencia tranquila con la perspectiva
    torcida; se exige que ninguna óptica
    diferente pueda tener ya valor, tras haber hecho
    sacrosanta la suya propia con los nombres de "Dios",
    "redención" y "eterna bienaventuranza". He sacado a luz
    por doquier el instinto de teólogo; es la modalidad
    más di – fundida, la propiamente solapada, de la
    falsía. Lo que un teólogo siente como
    verdadero no puede por menos de ser falso; casi pudiera decirse
    que se trata de un criterio de la verdad. Su más soterrado
    instinto de conservación prohíbe que la realidad
    sea verdadera, ni siquiera pueda manifestarse, en punto alguno.
    Hasta donde alcanza la influencia de los teólogos
    está puesto al revés el juicio de valor,
    están invertidos, por fuerza, los conceptos "verdadero" y
    "falso"; lo más perjudicial para la vida se llama
    aquí "verdadero" y lo que eleva, acrecienta, afirma,
    justifica y exalta la vida se llama "falso"… Dondequiera que
    veamos a teólogos extender la mano, a través de la
    "conciencia" de los príncipes (o de los pueblos), hacia el
    poder, no dudemos de que en definitiva es la voluntad
    antivital, la voluntad nihilista, la que aspira a
    dominar y la que se encuentra en juego

    10

    Entre alemanes se comprende en seguida si digo que la
    filosofía está corrompida por la sangre de
    teó- logo. El pastor protestante es el abuelo de la
    filosofía alemana y el protestantismo mismo es su pecado
    original. Definición del protestantismo: la
    hemiplejía del cristianismo y de la razón… Basta
    pronunciar la palabra "Seminario de Tubinga" para comprender
    qué cosa es, en definitiva, la filosofía alemana:
    una teología pérfida… El suabo es el
    mentiroso número uno en Alemania; miente con todo
    candor… ¿Cuál es la causa del regocijo que el
    advenimiento de Kant provocó en el mundo de los eruditos
    alemanes, cuyas tres cuartas partes se componen de hijos de
    pastores y maestros? ¿Cuál es la causa de la
    convicción alemana, que todavía halla eco, de que a
    partir de Kant las cosas andan mejor? El instinto de
    teólogo agazapado en el erudito alemán
    adivinó lo que volvía a ser posible… Estaba
    abierto un camino por donde retornar subrep – ticiamente al
    antiguo ideal; el concepto "mundo verdadero" y el
    concepto de la moral como esencia del mundo (¡los
    dos errores mas perniciosos que existen!), gracias a un
    escepticismo listo y ladino volvían a ser, ya que no
    demostrables, sí irrefutables… La razón,
    el derecho de la razón, había decretado
    Kant, no alcanza tan lejos… Se había hecho de la
    realidad una "apariencia"; se había hecho de un mundo
    enteramente ficticio, el del Ser, la realidad… El
    éxito de Kant no es más que el éxito de un
    teólogo; Kant, como Lutero, como Leibniz, fue una
    cortapisa más de la probidad alemana, demasiado floja de
    suyo.

    11

    Diré aún dos palabras contra el
    moralista Kant. Toda virtud debe ser la propia
    invención de uno, la íntima defensa y necesidad de
    uno; en cualquier otro sentido sólo es un peligro. Lo que
    no está condicio – nado por nuestra vida, la
    perjudica; cualquier virtud practicada nada más
    que por respeto al concepto "virtud", como lo postulaba Kant, es
    perjudicial. La "virtud", el "deber", el "bien en sí", el
    bien impersonal y universal; todo esto son quimeras en las que se
    expresa la decadencia, la debilidad última de la vida, lo
    chinesco a la königsberguiana. Las más fundamentales
    leyes de conservación y crecimiento prescriben justamente
    lo contrario: que cada cual debe inventarse su propia virtud, su
    propio imperativo categórico. Un pueblo sucumbe si
    confunde su específico deber con el deber en sí.
    Nada arruina de manera tan pro – funda a íntima cualquier
    deber "impersonal", cualquier sacrificio en aras del Moloc de la
    abstracción.

    ¡Cómo no se sintió el
    imperativo categórico de Kant como un peligro
    mortal!…
    ¡El instinto de teólogo llevó
    a cabo su defensa! Un acto impuesto por el instinto de la vida
    tiene en el placer que genera la prueba

    de que es un acto justo; sin
    embargo, ese nihilista de entrañas
    cristiano-dogmáticas entendía el placer
    como

    objeción… ¿Qué arruina
    tan rápidamente como trabajar, pensar y sentir sin que
    medie una necesidad interior, una vocación hondamente
    personal, un placer?, ¿cómo autómata del
    "deber"? Tal cosa es nada menos que la receta para la
    décadence, hasta para la idiotez… Kant se
    convirtió en un idiota. ¡Y fue el
    contemporáneo de Goethe! ¡Esta araña
    fatal ha sido, y sigue siendo, considerada como el
    filósofo ale- mán!… Me cuido muy mucho
    de decir lo que pienso de los alemanes… ¿No
    interpretó Kant la Revolución francesa como el paso
    de la forma inorgánica del Estado a la forma
    orgánica? ¿No se preguntó él
    si había un acontecimiento que no podía explicarse
    más que por una predisposición moral de la
    humanidad, así que quedaba demostrada de una vez
    por todas la "tendencia de la humanidad al bien"?; ¿y no
    se dio esta res- puesta: "este acontecimiento es la
    Revolución"? El instinto equivocado en todas las cosas, la
    antinatura – lidad como instinto, la décadence
    alemana
    como filosofía; ¡he aquí
    Kant!

    12

    Abstracción hecha de algunos escépticos,
    que representan el tipo decente de la filosofía, el resto
    desco- noce las exigencias elementales de la probidad
    intelectual. Todos esos grandes idealistas y portentosos se
    comportan como las mujeres: toman los "sentimientos sublimes" por
    argumentos, el "pecho expandido" por un fuelle de la divinidad y
    la convicción por el criterio de la verdad. Por
    último, Kant, con candor "alemán", trató de
    dar a esta forma de la corrupción, a esta falta de
    conciencia intelectual, un carácter cien – tífico
    mediante el concepto "razón práctica";
    inventó expresamente una razón para el caso en que
    no se de – bía obedecer a la razón, o sea cuando
    ordenaba el precepto moral, el sublime imperativo del "tú
    debes". Considerando que en casi todos los pueblos el
    filósofo no es sino la evolución ulterior del tipo
    sacer dotal, no sorprende este legado del sacerdote, la
    sofisticación ante sí mismo: Quien tiene
    que cumplir santas tareas, por ejemplo la de perfeccionar,
    salvar, redimir a los hombres; quien lleva en sí la
    divinidad y es el portavoz de imperativos superiores, en virtud
    de tal misión se halla al margen de toda valoración
    exclusivamente racional; ¡él mismo está
    santificado por semejante tarea, él mismo es el
    exponente de un orden superior!… ¡Qué le importa
    al sacerdote la ciencia! ¡Él está
    por encima de esto! ¡Y hasta ahora ha dominado el
    sacerdote! ¡Él determinaba los conceptos
    "verdadero" y "falso"!

    13

    Apreciemos cabalmente el hecho de que nosotros
    mismos, los
    espíritus libres, somos ya una "transmu-
    tación de todos los valores", una viviente y
    triunfante
    declaración de guerra a todos los antiguos
    conceptos de "verdadero" y "falso". Las conquistas más
    valiosas del espíritu son las últimas en lograrse;
    mas las conquistas más valiosas son los
    métodos. Durante milenios todos los
    métodos, todas las premisas de nues- tro actual
    cientifismo han chocado con el más profundo desprecio; con
    ellos se estaba excluido del trato con los "hombres de bien", se
    era considerado como un "enemigo de Dios", un detractor de la
    verdad, un "poseído". Como espíritu
    científico se era un tshandala… Hemos tenido
    que hacer frente a todo el pathos de la humanidad, a su
    noción de lo que debe ser la verdad, de lo que
    debe ser el culto de la verdad; hasta ahora, todo
    "tú debes" estaba dirigido contra nosotros…
    Nuestros objetos, nuestras prácticas, nuestro
    modo de proceder tranquilo, cauteloso y desconfiado; todo esto le
    parecía desde todo punto indigno y des – preciable.
    Pudiera preguntarse, en definitiva, y no sin fundamento, si no ha
    sido en el fondo un gusto esté- tico lo que
    durante tanto tiempo ofuscaba a la humanidad; ésta
    exigía a la verdad un efecto pintoresco, y
    asimismo al cognoscente que ejerciera un fuerte estímulo
    sobre los sentidos. Nuestra modestia ha sido lo que desde siempre
    era contrario a su gusto… ¡Oh, qué bien adivinaron
    esto esos pavos de Dios!

    14

    Hemos rectificado conceptos. Nos hemos vuelto más
    modestos en toda la línea. Ya no derivamos al hombre del
    "espíritu", de la "divinidad"; lo hemos reintegrado en el
    mundo animal. Se nos antoja el ani mal más fuerte, porque
    es el más listo; una consecuencia de esto es su
    espiritualidad. Nos oponemos, por otra parte, a una vanidad que
    también en este punto pretende levantar la cabeza; como si
    el hombre hubiese sido el magno propósito subyacente a la
    evolución animal. No es en absoluto la cumbre de la
    creación; todo ser se halla, al la do de él, en
    idéntico peldaño de la perfección… Y
    afirmando esto aun afirmamos demasiado; el hombre es,
    relativamente, el animal más malogrado, más
    morboso, lo más peligro samente desviado de sus instintos,
    ¡claro que por eso mismo también el más
    interesante!
    En cuanto a los animales, Descartes fue el
    primero en definirlos con venerable audacia como
    machinas; toda nuestra fisiología está
    empeñada en probar esta tesis. Lógicamente,
    nosotros ya no exceptuamos al hombre, como lo hizo aun Descartes;
    se conoce hoy día al hombre exactamente en la medida en
    que está concebido como machina. En un tiempo se
    atribuía al hombre, como don proveniente de un orden
    superior, el "libre albedrío"; ahora le hemos quitado
    incluso la volición, en el sentido de que ya no debe ser
    interpretada como una facultad. El antiguo término
    "voluntad" sólo sirve para designar una resultante, una
    especie de reacción indi vidual que sigue necesariamente a
    una multitud de estímulos en parte encontrados, en parte
    concordantes; la voluntad ya no "actúa", ya no
    "acciona"… En tiempos pasados se consideraba la conciencia del
    hom bre, el "espíritu", como la prueba de su origen
    superior, de su divinidad; para perfeccionar al hombre,
    se le aconsejaba retraer los sentidos al modo de la tortuga,
    cortar relaciones con las cosas terrenas y des pojarse de lo que
    tiene de mortal, quedando entonces lo principal de él, el
    "espíritu puro". También en este rcspecto hemos
    rectificado conceptos; la conciencia, el "espíritu" se nos
    aparece precisamente como síntoma de una
    imperfección relativa del organismo, como tanteo, ensayo,
    y yerro, como esfuerzo en que se gasta innecesariamente mucha
    energía nerviosa; negamos que nada pueda ser perfeccionado
    mientras no se tenga conciencia de ello. El "espíritu
    puro" es pura estupidez; si descontamos el sistema nervioso y los
    sentidos, lo que tiene de mortal el hombre, nos equivocamos
    en nuestros cálculos;
    ¡nada más!

    15

    Ni la moral ni la religión corresponden en el
    cristianismo a punto alguno de la realidad. Todo son causas
    imaginarias ("Dios", "alma", "yo", "espíritu, del libre
    albedrío", o bien "el determinismo"); todo son efectos
    imaginarios
    ("pecado", "redención", "gracia",
    "castigo", "perdón"). Todo son relaciones entre
    seres imaginarios ("Dios", "ánimas" "almas");
    ciencias naturales imaginarias (antropocentricidad;
    ausencia total del concepto de las causas naturales); una
    sicología imaginaria (sin excepción,
    malentendidos sobre sí mismo, interpretaciones de
    sentimientos generales agradables o desagradables, por ejemplo de
    los estados del nervus sympathicus, con ayuda del
    lenguaje de la idiosincrasia religioso -moral, "arrepentimiento",
    "remordimiento", "tentación del Diablo", la proximidad de
    Dios"); una teleología imaginaria ("el reino de
    Dios", el "juicio Final", "la eterna bienaventuranza"). Este
    mundo de la ficción se distingue muy desventajosamente del
    mundo de los sueños, por cuanto éste
    refleja la realidad, en tanto que aquél falsea,
    desvaloriza y repudia la realidad. Una vez inventado el concepto
    "Naturaleza" en contraposición a "Dios", el término
    "natural" era por fuerza sinónimo de "execrable"; todo ese
    mundo ficticio tiene su raíz en el odio a lo natural
    (¡a la realidad!), es la expresión de una profunda
    aversión a lo real. Pero con esto queda explicado
    todo.
    Sólo quien sufre de la realidad tiene
    razones para sustraerse a ella por medio de la mentira.
    Mas sufrir de la realidad significa ser una realidad
    malograda… El predominio de los sentimientos de
    desplacer sobre los sentimientos de placer es la causa
    de esa moral y religión basadas en la ficción; mas
    tal predominio es la fórmula de la
    décadence…

    16

    La misma conclusión se desprende de la
    crítica del concepto cristiano de Dios. Un pueblo
    que cree en sí tiene también su dios propio. En
    él venera las condi ciones gracias a las cuales prospera y
    domina, sus virtudes; proyecta su goce consigo mismo, su
    sentimiento de poder, en un ser al que puede dar las gracias por
    todo esto. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso
    tiene necesidad de un dios para ofrendar… En base a
    tales premisas, la religión es una forma de la gratitud.
    Se está agradecido por sí mismo; para esto se ha
    menester un dios. Tal dios debe poder beneficiar y perjudicar,
    estar en condiciones de ser amigo y enemigo; se lo admira por lo
    uno y por lo otro. La castración antinatural de
    la divinidad, en el sentido de convertirlo en un dios exclusivo
    del bien, sería de todo punto indeseable en este orden de
    ideas. Se necesita del dios malo en no menor grado que del bueno,
    como que no se debe la propia existencia a la tolerancia y la
    humanidad… ¿De qué serviría un dios que no
    conociera la ira, la venganza, la envidia, la burla, la astucia y
    la violencia?, ¿que a lo mejor hasta fuera ajeno a los
    ardeurs inefables del triunfo y de la
    destrucción? A un dios así no se lo
    comprendería; ¿para qué se lo
    tendría? Claro que si un pueblo se hunde; si
    siente

    desvanacerse para siempre su fe en el porvenir, su
    esperanza de libertad; si la sumisión entra en su
    conciencia como conveniencia primordial y las virtudes de los
    sometidos como condiciones de existencia, por fuerza
    cambia también su dios. Éste se vuelve
    tímido, cobarde, medroso y modesto, acon seja la "paz del
    alma", la renuncia al odio, la indulgencia y aun el "amor" al
    amigo y al enemigo. Moraliza sin cesar, penetra en las cuevas de
    todas las virtudes privadas y se convierte en dios para todo el
    mundo, en particular, cosmopolita… Si en un tiempo
    representó a un pueblo, la fuerza de un pueblo, todo lo
    que había de agresivo y pletórico en el alma de un
    pueblo, ahora ya no es más que el buen Dios… En efecto,
    no existe para los dioses otra alternativa: o son la voluntad de
    poder, y mientras lo sean serán dioses de pueblos, o son
    la impotencia para el poder; y entonces se vuelven necesariamente
    buenos…

    17

    Dondequiera que declina la vóluntad de poder se
    registra un decaimiento fisiológico, una
    décadence. La divinidad de la
    décadence, despojada de sus virtudes e impulsos
    más viriles, se convierte necesariamente en el dios de los
    fisiológicamente decadentes, de los dé biles.
    Éstos no se llaman los débiles, sino "los
    Bue- nos"… Se comprenderá, sin necesidad de ulterior
    sugestión, en qué momentos de la historia es
    factible la ficción dualista de un dios bueno y otro malo.
    Lleva dos por el mismo instinto con que degradan a su dios al
    "bueno en sí", los sometidos despojan de todas sus
    cualidades al dios de sus vencedores; se vengan de sus amos dando
    al dios de los mismos un carácter diabólico. Tanto
    el dios bueno como el diablo son engendros de la
    décadence. ¡Parece mentira que
    todavía hoy se ceda a la ingenuidad de los teólogos
    cristianos hasta el punto de decretar a la par de ellos que la
    evolución de la concepción de la divinidad del
    "dios de Israel", del dios de un pueblo, al dios cristiano, al
    dechado del bien, significa un progreso! Hasta Renan lo
    hace. ¡Co- mo si Renan tuviese derecho a la ingenuidad!
    ¡Pero si es evidente todo lo contrario! Si todas las
    premisas de la vida ascendente, toda fuerza,
    valentía, soberbia y altivez, quedan eliminadas de la
    concepción de dios; si éste se convierte paso a
    paso en símbolo de un bastón para cansados, de un
    salvavidas para todos los náufragos; si llega a ser el
    dios de los pobres, los pecadores y los enfermos por excelencia y
    el atributo "salvador", "redentor", queda, por así
    decirlo, como el atributo propiamente dicho de la divinidad,
    ¿qué in- dica transformación semejante?;
    ¿tal reducción de la divinidad? Claro que
    el "reino de Dios" queda así am- pliado. En un tiempo Dios
    no tuvo más que su pueblo, su pueblo "elegido". Luego, al
    igual de su pueblo, llevó una existencia trashumante y ya
    no se radicó en parte alguna, hasta que al fin, gran
    cosmopolita, se encontraba bien en todas partes y tenía de
    su parte el "gran número", a media humanidad. Mas no por
    ser el dios del "gran número", el demócrata entre
    los dioses, llegó a ser un orgulloso, dios pagano;
    seguía siendo judío, ¡el dios de todos los
    lugares y rincones oscuros, de todas las barriadas malsanas del
    mundo entero! … Su imperio es como antes un reino
    subterráneo, un hospital, un ghetto… Y
    él mismo, ¡cómo es de pálido, de
    débil, de décadentl Hasta los más
    anémicos de los anémicos, los señores
    metafísicos, los albinos de los conceptos, han dado cuenta
    de él. Éstos han tejido tanto tiempo su tela en
    torno a él que hipnotizado por sus movimientos
    terminó por convertirsé a su vez en araña,
    en metafísico. Entonces volvió a extraer de
    sí, tejiendo, el mundo, sub specie Spinozae;
    entonces se transfiguró en cada vez mayor
    abstracción y anemia, quedando hecho un "ideal", un
    "espíritu puro", "absolutum" y "cosa en
    sí"… Decadencia de un dios: Dios se
    convirtió en la "cosa en sí"…

    18

    La concepción cristiana de Dios, Dios como dios
    de los enfermos, como araña, como espíritu, es una
    de las más corrompidas que existen sobre la tierra; tal
    vez hasta marque el punto más bajo de la curva des –
    cendente del tipo de la divinidad. ¡Dios, degenerado en
    objeción contra la vida, en vez de ser su
    transfi- gurador y eterno sí! ¡En Dios, declarada la
    guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida!
    ¡Dios, la fórmula para toda detracción de
    "este mundo", para toda mentira del "más allá"!
    ¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de
    alcanzar la nada! …

    19

    El hecho de que las vigorosas razas del Norte de Europa
    no hayan repudiado al dios cristiano ciertamente no habla en
    favor de su don religioso, para no decir nada de su gusto.
    Debieron haber dado cuenta de tan morboso y decrépito
    engendro de la décadence. Por no haberlo hecho,
    pesa sobre ellas un triste sino han absorbido en todos sus
    instintos la enfermedad, la decrepitud, la contradicción.
    ¡Desde entonces ya no han creado diosesl ¡En
    casi dos milenios ni un solo nuevo dios! ¡Impera
    todavía, y como a título legítimo, como
    ultimum y maximum del poder creador de dioses, del
    creator spiritus en el hombre, este
    lamentable

    dios del monótono-teísmo
    cristiano! ¡Este ser híbrido hecho de cero, concepto
    y contradicción en el que están sancionados todos
    los instintos de décadence, todas las
    cobardías y cansancios del alma!

    20

    Condenando al cristianismo, no quiero cometer una
    injusticia con una religión afín, que hasta cuenta
    con mayor número de fieles; me refiero al
    budismo. El cristianismo y el budismo están
    emparentados como religiones nihilistas, son religiones de la
    décadence; y sin embargo, están
    diferenciados entre sí del modo más singular. Por
    el hecho de que ahora sea posible compararlos, el
    crítico del cristianismo está profundamente
    agradecido a los eruditos indios. El budismo es cien veces
    más realista que el cristianismo; ha heredado el planteo
    objetivo y frío de los problemas, es posterior a
    un movimiento filosófico multisecular; al advenir
    él, ya estaba desechada la concepción de "Dios". Es
    el budismo la única religión propiamente
    positivista en la historia, aun en su teoría del
    conocimiento (un es tricto fenomenalismo); ya no proclama la
    "lucha contra el pecado" sino reconociendo plenamente
    los derechos de la realidad, la "lucha contra el
    sufrimiento".
    Lo que lo distingue radicalmente del
    cristianismo es el hecho de que está con el
    autoengaño de los conceptos morales tras si,
    hallándose, según mi terminología,
    más allá del bien y del mal. Los dos
    hechos fisiológicos en que descansa y que tiene presentes
    son, primero, una irritabilidad excesiva, que se traduce
    en una sensibilidad refinada al dolor, y segundo, una
    hiperespiritualización, un desenvolvimiento excesivamente
    prolongado en medio de conceptos y procedimientos lógicos,
    proceso en que el instinto de la persona ha sufrido menoscabo en
    favor de lo "impersonal" (dos estados que algunos de mis
    lectores, por lo menos los "objetivos", conocerán, como
    yo, por experiencia). Estas condicio nes fisiológicas han
    dado origen a una depresión; contra la que
    procede Buda valiéndose de medidas higié- nicas.
    Para combatirla receta la vida al aire libre, la existencia
    trashumante, una dieta frugal y seleccio nada, la
    prevención contra todas las bebidas espirituosas, asimismo
    contra todos los afectos que "hacen mala sangre"; también
    una vida sin preocupaciones, ya por sí mismo o por otros.
    Exige representaciones que so – sieguen o alegren, a inventa
    medios de ahuyentar las que no convienen. Entiende la bondad, la
    jovialidad, como factor que promueve la salud. Desecha la
    oración, lo mismo que el ascetismo; nada
    de imperativos categóricos, nada de obligaciones,
    ni aun dentro de la comunidad monástica (que puede
    abandonarse), pues todo esto serviría para aumentar esa
    irritabilidad excesiva. Por esto Buda se abstiene de predicar la
    lucha contra los que piensan de otra manera, su doctrina nada
    repudia tan categóricamente como el afán vindi –
    cativo, la antipatía, el resentimiento ("no es por la
    enemistad como se pone fin a la enemistad", tal es el conmovedor
    estribillo del budismo…). Y con razón; precisamente
    estos afectos serían de todo punto perju-
    diciales
    con respecto al propósito dietético
    primordial. El cansancio mental con que se encuentra Buda y que
    se traduce en una "objetividad" excesiva (esto es, en un
    debilitamiento del interés individual, en pérdida
    de gravedad, de "egoísmo") lo combate refiriendo aun los
    intereses más espirituales estrictamente a la
    persona. En la doctrina de Buda el egofsmo está
    estatuido como deber; el "cómo lo libras tú del
    sufrimiento" regula y limita toda la dieta mental (es permitido,
    acaso, trazar un paralelo con aquel ateniense que a su vez
    declaró la guerra al "espíritu científico"
    puro con Sócrates, que dio al egoísmo personal en
    el reino de los problemas igualmente categoría de
    moral).

    21

    Las premisas del budismo son un clima muy
    suave, una marcada mansedumbre y liberalidad de las cos –
    tumbres, ausencia total de militarismo y la radicación del
    movimiento en las capas superiores y aun eruditas de la
    población. La paz serena, el sosiego, la extinción
    de todo deseo es la meta suprema; y se alcanza esta
    meta. El budismo no es una religión en que tan sólo
    se aspire a la perfección; lo perfecto es en él lo
    normal. En el cristianismo, pasan a primer plano los instintos de
    sometidos y oprimidos; son las clases sociales más bajas
    las que en él buscan su salvación. Aquí se
    practica como ocupación, como remedio contra el
    aburrimiento, la casuística del pecado, la
    autocrítica, la inquisición; aquí se
    mantiene el afecto constantemente referido a un
    poderoso, denominado "Dios" (mediante la
    oración); aquí se concibe lo supremo como algo
    inaccesible, como regalo, como "gracia". Aquí falta
    también el carácter público; el escondite,
    el rincón oscuro, es propio del cristianismo. Aquí
    se desprecia el cuerpo y se repudia la higiene como sensualidad;
    la Iglesia hasta se opone al aseo (la primera medida tomada por
    los cristianos luego de la expulsión de los moros fue
    clausurar los baños públicos, de los que solamente
    en Córdoba había 270). Lo cristiano supone un
    cierto sentido de la crueldad, consigo mismo y con los
    demás; el odio a los heterodoxos; el afán
    persecutorio. Privan representaciones sombrías y
    excitantes; los estados más apetecidos, designados con los
    nombres supremos, son de carácter epilepsoide; la dieta es
    seleccionada en forma que promueva fenómenos
    mórbidos y sobreexcite los nervios. Cristiano es el odio
    mortal a los amos de la tierra, a los "nobles", en
    conjunción con una competencia solapada (se les deja el
    "cuerpo", se

    requiere solamente el "alma"…). Cristiana es
    la hostilidad enconada al espíritu, al orgullo, a
    la valentía, a la libertad y el libertinaje del
    espíritu; cristiana es la hostilidad enconada a los
    sentidos, a los placeres sensuales, a la alegría,
    en fin…

    22

    Cuando el cristianismo abandonó su suelo
    primitivo las capas más bajas de la población, el
    submundo del mundo antiguo, y se lanzó a la
    conquista de pueblos bárbaros, ya no tenía que
    habérselas con hombres can – sados, sino con hombres
    embrutecidos y desgarrados por dentro, con los hombres fuertes,
    pero malogrados. En esta región, el descontento consigo
    mismo, el sufrimiento de sí propio, no es, como
    en la budista, una irritabilidad excesiva y una hipersensibilidad
    al dolor, sino, por el contrario, un ansia incontenible de hacer
    sufrir, de descargar la tensión interior en actos y re
    presentaciones hostiles. El cristianismo necesitaba con- ceptos y
    valores bárbaras para dar cuenta de
    bárbaros; tales son el sacrificio del primogénito,
    la ingestión de sangre en la comunión, el desprecio
    hacia el espíritu y la cultura; el tormento, en cualquier
    forma, físico y mental, y la gran pompa del culto. El
    budismo es una religión para hombres
    tardíos, para razas suaves, mansas a
    hiperespiritualizadas, excesivamente sensibles al dolor (Europa
    no está aún, ni con mucho, madura para él);
    las conduce de vuelta a paz y alegría serena, a la dieta
    en lo espiritual, a cierto endurecimiento en lo físico. El
    cristianismo, en cambio, quiere domar fieras, y para tal
    fin las enferma, hasta el punto que el debilitamiento es la
    receta cristiana para la domesticación, la
    "civilización". El budismo es una religión para el
    final y cansancio de la civilización; el cristianismo ni
    siquiera se encuentra con una civilización, y,
    eventualmente, la funda.

    23

    El budismo, como queda dicho, es cien veces más
    frío, verdadero y objetivo. A él ya no le hace
    falta rehabilitar ante sí mismo su sufrimiento, su
    sensibilidad al dolor, por la interpretación del pecado;
    sólo dice lo que piensa: "yo sufro". Para el
    bárbaro, en cambio, el sufrimiento en sí no es
    decente; le hace falta una interpretación para admitir
    ante sí mismo que sufre (su instinto lo lleva más
    bien a negar el su frimiento, a sufrir con mansa
    resignación). Para él, la noción del
    "diablo" era un verdadero alivio; tenía un enemigo
    poderosísimo y terrible; no era una vergüenza sufrir
    de enemigo semejante.

    Entraña el cristianismo algunas sutilezas propias
    de Oriente. Sabe, ante todo, que en el fondo da igual que tal
    cosa sea cierta, dado que lo importante es que se crea. La verdad
    y la creencia en la verdad de tal cosa son dos mundos de
    intereses diferentes, poco menos que dos mundos
    antagónicos; se llega a ellos por caminos radicalmente
    distintos, Saber esto casi es la esencia del sabio, tal como lo
    concibe el Oriente; así lo entienden los brahmanes, como
    también Platón y todo adepto a la sabiduría
    esotérica. Por ejemplo, si hay una ventura en eso
    de creerse redimido del pecado, no hace falta como
    premisa que el hombre sea pro- penso al pecado,
    sino que se sienta propenso al pecado. Mas si en un
    plano general lo que primordialmente hace falta es la
    fe, hay que desacredtar la razón, el conocimiento
    y la investigación; el camino de la verdad se convierte
    así en el camino prohibido.

    La firme esperanza es un estimulante mucho
    más poderoso de la vida que cualquier ventura particular
    efectiva. A los que sufren hay que sostenerlos mediante una
    esperanza que ninguna realidad pueda

    Partes: 1, 2, 3

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