El viernes pasado fui a la librería de la
Universidad y me
encontré a mi buen amigo Verganza, pensativo, mirando los
estantes como si estuviese paralizado. Le pregunté
qué le pasaba y me contestó que había tenido
el día anterior una interesante conversación con
Escipión, un colega de nuestra misma clase, muy
estudioso, pero cuyo carácter retraído y distante me
había impedido hablar nunca con él. Deseando saber
de qué habían hablado y todo lo que se
habían dicho le pedí a Verganza que escribiese el
evento sin omitir detalle antes de olvidarlo y luego me prestase
el escrito. Accediendo a mis deseos, mi amigo reprodujo el
debate que
había tenido como si de una obra teatral se tratase y
cuando me envió el escrito me ha parecido oportuno
ofrecerlo a la luz
pública. ¡Tanto me ha gustado el
escrito!
Supongo que a muchos les parecerá un
texto flojo y
vulgar, un superficial remedo platónico o una historia de hijos secos,
antojadizos y avellanados, de esas nunca contadas por otro
alguno, bien como las de los que se forjan en una cárcel,
donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su
habitación. Pero lo semejante tiende a lo semejante y
así, que podría valorar este mal cultivado ingenio
mío, sino lo que me ha trasmitido Verganza, que es mi
amigo cordial.
Sea entonces lanzado al ciberespacio el escrito
que me hizo llegar al que se lo hubiese llevado el viento si no
le pido que lo ponga en letra impresa.
Verganza: Estaba en la
cafetería de la Universidad, como de costumbre, tomando un
café y
meditando sobre la última clase recibida cuando
llegó mi amigo Escipión, a la hora de siempre,
puntualísimo, con sus libros debajo
del brazo. Le animé a unirse a mi meditativo desayuno y
tras dejar los libros en la mesa fue a acercarse a la barra, para
más tarde volver con un café y un enorme bizcocho
chocolateado. Mientras tanto me picó la curiosidad en una
oreja e hizo que me fijase, de soslayo, en los lomos de los
libros que había sobre la mesa; de forma que pude leer sus
títulos y enterarme de las lecturas de mi amigo y colega
de estudios. De arriba abajo podían verse tres
títulos y de sus hojas surtían innumerables
marca
páginas, éstos eran: Sobre la Dignidad del
Hombre, de
Picco de la Mirandola, Normas para el
parque humano de Peter Sloterdijk y La República de
Platón.
Al sentarse a mi lado le pregunté cordialmente
cuáles eran sus últimas lecturas y en qué
estaba pensando en estos días. Su respuesta fue la que
consignaré a continuación, así como el
agitado y vehemente coloquio que mantuvimos en esa
ocasión. Le pido disculpas desde aquí por hacerlo
público porque seguramente ninguno de los dos nos
hubiésemos expresado como aquí registro de no
haber sido una conversación privada celebrada ante unas
tazas de café. Omitiré los prolegómenos del
encuentro y las interrupciones para degustar la bebida, empezando
fielmente por lo que me respondió el buen Escipión
a mi pregunta sobre sus lecturas y pensamientos.
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