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El intelectual superfluo (página 2)




Enviado por H�ctor Valle



Partes: 1, 2

 

El escritor Imre Kertész publicó Un
instante de silencio en el paredón,
libro que
reúne conferencias y artículos que conforman un
conjunto de expresiones de un ser esencialmente humano, solitario
y solidario que tuvo en su primera juventud el
horror Auschwitz, por citar uno, y sobrevivió; pero
¿cómo?

Serán en estas mis disquisiciones, a partir de
las cuales intentaré aproximarme al sentir y al pensar del
hombre que
sabe de otros hombres y mujeres en situación de extrema
insolvencia en dignidad y que
no hizo nada y hace poco por redimir a los muertos y rescatar a
los vivos del flagelo de Auschwitz; de ese engendro oscuro y
siniestro que nace de la renuncia del hombre común a su
condición humana mejor, la espiritual y racional, bien
como de la mirada ofrecida por este otro hombre, Kertész,
laureado con el premio Nobel de Literatura en el año
2002 pero que por sobre todas las cosas, es un Sísifo
vencedor aun a costa de haber dado de sí lo inaudito, la
sensibilidad lacerada de un niño que a los 14 años
debió comprender en apenas un día —su primer
día en aquel campo de concentración— las
heces del hombre degradado y degradante que, por una necrofilia
aguda, procede en contra de sus congéneres para no ver la
hediondez que en él habita. Pero nada es tan simple ni tan
claro, porque nada fue a comenzar con la construcción misma de los Auschwitz, sino
que Auschwitz y el resto de los campos de concentración
fueron la consecuencia extrema y atroz de lo peor de lo humano,
alentado y permitido por muchos desde un proceso que
nace en lo anecdótico pero que se nutre a partir de la
servidumbre voluntaria, recordando al joven Etienne de La
Boétie.

Por tanto, iniciaremos nuestro andar por el sendero de
nuestras conciencias a ver si en el recodo del camino nos
encontramos con el otro, y al hacerlo en el primero de nuestros
impulsos vamos en su ayuda, en un acto de apertura natural y sin
cálculo, totalizador y permanente. Veremos,
entonces, si podemos ser hombres pero también
humanos.

El intelectual superfluo es el título que
Kertész diera a la conferencia
pronunciada en la primavera de 1993 en la Academia
Evangélica de Tutsing, en cuyo ámbito, el pensador
y escritor judío-húngaro es invitado a hablar, por
ejemplo, sobre los intelectuales
húngaros en el cambio de
sistema operado
hacia fines del siglo XX. Y Kertész destaca, primeramente
el aspecto histórico de aquellos intelectuales que
tuvieron roles opuestos. Esto es, primero coadyuvaron a crear
aquel sistema en cuya caída, nos dice,
desempeñarían décadas más tarde un
papel destacado.

Asimismo, hace hincapié sobre la importancia, de
diverso signo, entre experiencia e ideología, en tanto quien confía
más en el rigor teórico tiende a "acomodar" la
percepción de la experiencia, una vez que
ésta le resulta incómoda para el
correcto dibujo y plano
que él configuró desde una teorización que
partió meramente de una abstracción producto de
bases ideológicas que terminan acomodando el proyecto y su
posible consecuencia a la fundamentación teórica
que lo concibió. Así, alega Kertész, los
crímenes históricos de este siglo se deben en gran
medida a la excesiva abstracción, al furor del pensamiento
que degeneró, por así decirlo, en patológico
y a la correspondiente absoluta falta de
imaginación.

Es por eso que Kertész establece una pareja de
opuestos: experiencia e ideología, al decir que: La
experiencia no hace más que perturbar a este intelectual
teórico porque es aquello que siempre se le escapa de las
manos y pone obstáculos inesperados ante la
realización de sus grandes objetivos. A
su juicio, la experiencia es una oposición misteriosa
escondida en los rincones, el espíritu inasible del
demonio que hay que derrotar y eliminar como sea. Un instrumento
bien conocido y siempre útil para ello es la
ideología.

Por ello, nuestro pensador aduce que: No es casual
que ponga en el centro de mi argumentación esta pareja de
opuestos: experiencia e ideología. Porque estamos hablando
de la realidad, que la experiencia desea conocer, la
ideología, dominar, y el artista,
describir.

Pero pongamos mayor atención aun en las siguientes palabras:
En las tenazas de la ideología y de la experiencia, la
situación del escritor parece desesperada, al menos
mientras no haga una elección radical. Y sólo se
encontrará en una situación realmente
difícil si en su elección radical opta por la
experiencia: en vano gira hacia aquí y hacia allá
su materia, pues
sólo verá, en vez de realidad, armazones y estructuras en
que se pierde su materia, el objeto de su descripción: el ser humano.

Y la no tan aparente "incomodidad" de la realidad, puede
hacer que el hombre
pierda su equilibrio
psíquico. Se pone a escribir una y otra vez, agrega
Kertész, y no puede liberarse de una sensación
de carencia. Primero porque el error reside en su materia, pero
pronto se da cuenta de que debe buscarlo en sí mismo:
simplemente ve las cosas desde una perspectiva equivocada, y esto
lo obliga a analizarse. Poco a poco se da cuenta de que
—para expresarlo con un término de los
psicólogos— piensa de manera obsesiva y que esta
obsesión le ha sido inculcada en gran parte desde afuera.
Toma conciencia de que
vive en un mundo ideológico. Y el deseo de las formas
puras lo incitará a salirse de este mundo de perspectivas
que se reflejan sin cesar a ellas mismas y a encontrarse de nuevo
frente a frente con la tierra, el
cielo y el destino humano.

Y bien, las incomodidades de estar a la par del
acontecer, de pisar suelo firme y ver
tantas veces que los ideales deben también sopesarse con
las miserias que nos circundan, es tarea cotidiana para todos
nosotros salvo que la diferencia está, o al menos una
primera diferencia, pues las hay más y no pocas, en que
realmente veamos con los dos ojos y no meramente con uno y el
otro cerrado. Veamos que recordando a Nietzsche en
su obra Aurora, dice al término de uno de aquellos
célebres párrafos que los grandes problemas
permanecen tirados en la calle
, en tanto nos subimos a la
nube del ideal y cortamos, en una actitud
esquizoide, nuestra percepción de lo terrenal y cercano.
Esto no dice contra el tener ideales sino que apela a no
utilizarlos como subterfugio para una huida pseudointelectual de
la realidad primera, la de nuestro compromiso personal y
societario.

El conferencista advierte que es propio del ser
humano el deseo de instalarse en su mundo dado como en un hogar.
Amaestra sus objetos y conceptos como si fueran animales
domésticos. Lo esencial es aferrarse a algo que le haga
olvidar su soledad y transitoriedad. Con este objeto, la
ideología le ofrece un mundo completo, si está
dispuesto a transigir. Es un mundo artificial, bien es cierto,
pero protege al hombre del peligro del que más lo acecha:
la libertad.

Dio, quizá —y así lo entiendo yo, al
menos—, en el centro de la cuestión: el miedo a la
libertad, como dijera Erich Fromm. El temor a estar al descampado
y ser, sin más, pero ser, humano. Asumirse y asumir la
responsabilidad que le cabe en esta
sinfonía de lo humano que comienza por advertir que la
libertad siempre está en peligro, es decir, que hay que
cuidarla, previniendo la acción
de lo oscuro, sea en lo discriminatorio, en el intento de
avasallamiento, desde la oscura acción de los llamados
hombres prácticos, esos pusilánimes (almas
pequeñas) perpetuadores de pesadillas que, buscando no el
pan sino la panadería, pasan sobre el otro, porque para
ellos, y voy a utilizar una frase muy común pero cierta,
el fin justifica los medios. Y con
esto no alego que haya que renunciar al hacer cotidiano y
práctico de la búsqueda de una vida serena, desde
la acción de una labor en sociedad, en
lo productivo. No; no es eso sino su exceso y lo que justifica y
viene a partir de tales excesos: el totalitarismo.

Kertész manifiesta en este sentido que el
totalitarismo ideológico asesta en el fondo el golpe
más duro a la capacidad creativa y, por otra parte, es
precisamente bajo la luz de la
capacidad creativa donde más se manifiesta su carácter absurdo. (…) Porque sólo
estas dos actitudes, la
utopía rechazadora y en particular la existencia de la
víctima, superan el mundo cerrado del totalitarismo y
vinculan este mundo mudo e insalvable al mundo eterno del ser
humano. (…) El poder
ideológico acoplado al totalitarismo pronto convence a sus
subordinados de que su mundo cerrado es el único terreno
posible para la vida y que lo más conveniente es, por
tanto, instalarse en él de manera duradera.

Al hablar de la distancia que pusiera en aquel entonces
con los círculos de la intelectualidad que más o
menos funcionaban sea en la legalidad, sea
en la ilegalidad, él eligió el exilio espiritual
voluntario, puesto que en el mundo del axioma materialista
antes citado, el de la "realidad objetiva, independiente de
nosotros" en que tantos perdieron el simple sentido de la
realidad, llegué a la conclusión de que sólo
existe una realidad, yo mismo, y que de esta realidad singular
debía crear mi mundo singular. (…) Como ya he dicho, en
contraposición a la gran mayoría, no me interesaba
cómo vivir en este mundo, sino cómo
interpretarlo.

Y nuestro pensador, porque el escritor sirve al pensador
en tanto cronista de una existencia singular, por lo
histórica como por las turbaciones que debió pasar
y luego cómo, al caer en otro totalitarismo, igualmente y
merced a su faena de escritor, continuó en la
porfía, grandiosa porfía, del narrador que narra
una vida crispada pero abierta, aparentemente gris pero luminosa,
fría pero con gradaciones: la suya propia, con un grado de
reflexión admirable.

A poco de culminar su conferencia, nos presenta, sin
más, al personaje que anima y pretexta estas
líneas:

…hay que dejar en claro en primer lugar que hablo
de un tipo concreto de
intelectual. Llamo a este tipo el intelectual ideológico
porque la ideología en cuyo mundo material está
obligado a vivir ha impregnado y definido su modo de pensar, su
sistema de normas de
actuación, en general, toda su vida espiritual y
también su mera existencia. Sea cual sea su
relación con el poder que lo mantiene, se vincula de todas
maneras con él y su existencia resulta injustificable
fuera de este sistema de poder cerrado; por eso, también
podría llamarlo el intelectual vinculado al
poder.

Para aclarar, seguidamente, que: El totalitarismo
ideológico convirtió primero en masa al individuo
solitario, luego lo encerró entre las paredes de un
sistema estatal cerrado y después lo rebajó
convirtiéndolo en un accesorio sin vida de su maquinaria.
Ya no necesita redimirse porque no es responsable de sí
mismo. La ideología lo despojó de su cosmos, de su
soledad, de la dimensión trágica de su destino. Lo
encajonó en una existencia determinada donde su destino
está marcado por su origen, por su pertenencia a una raza
o clase.

Antes de ingresar en un análisis y reflexión final, vale,
por lo sustantivo, citar estos otros pasajes de la conferencia en
cuestión:

No sólo despojaron al hombre de su destino
humano, sino también, por así decirlo, de la
percepción misma de la vida. Nos quedamos pasmados ante
los crímenes posibles en el estado
totalitario cuando basta con comprender en qué medida el
nuevo imperativo categórico, o sea, la ideología
total, ocupó el lugar de la vida moral y de la
capacidad imaginativa del hombre.

Al nombrar los acontecimientos de 1989, con la
desaparición de la sociedad cerrada donde una importante
capa intelectual no se liberó sino todo lo contrario,
advierte: perdió su mundo. Entonces, y entre los dos
cambios de gafas ideológicas, quizá vio por primera
vez sin tapujos la realidad, es decir, vio que resultaba
superfluo. Él, que se manejaba perfectamente en los
entresijos de poder de la sociedad cerrada, se hallaba de pronto
frente a la libertad, frente a algo demasiado elevado para que
él tuviera cabida.

El sobreviviente de Auschwitz, que supo en un día
del poder de destrucción del hombre y aun así
sobrevivió, incluso racionalmente, nos da a
continuación una lección magistral por lo
práctica y elocuente del personaje que hoy nos ocupa, al
indicar que:

Él, que aprendió a colaborar con
la policía secreta mientras con los dedos a las espaldas
hacía señas a su queridísimo pueblo;
él, que aprendió a leer entre líneas y a
profetizar en lenguaje
cifrado, tomó conciencia de pronto de que la
profecía no era un artículo preciado en el gran
mercado de los
productos
europeos. ¿Qué hacer consigo mismo? Quien alguna
vez haya jugado con el poder o quien sólo se haya
comprometido como simple juguete del poder, nunca más
será capaz de pensar, meditar, hablar ni discurrir sobre
otra cosa que no sea el poder. No entendemos nada si nos
remitimos únicamente a los términos técnicos
de la politología y no percibimos al mismo tiempo con
nuestras fibras nerviosas la terrible y casi patológica
angustia existencial del intelectual superfluo.

Y termina de la siguiente forma:

Él, el intelectual superfluo, no está
preparado (…) sino para destruir con el hacha de carnicero de
la ideología toda pregunta verdadera que emplaza a una
solución. (…) He tratado de esbozar, aunque fuera de
manera deficiente e insatisfactoria, a un tipo en el que siento
encarnarse la crisis de
nuestro tiempo, la gran pregunta que a todos nos atormenta. La
pregunta es tan sencilla como sólo pueden plantearse las
preguntas vitales y realmente importantes. Es la siguiente: masa
o individuo, sociedad cerrada o democracia
abierta, totalitarismo o libertad…. en última instancia:
muerte o
vida.

Y uno al escucharlo, porque leerlo conlleva oírle
proferir su conferencia en tanto es nuestra conciencia moral la
que repite en voz lo que leemos en negro sobre blanco, queda
estático. Hay un instante, no sé de qué
duración, en el que puede uno ver la sucesión de
imágenes desgarradoras, producto del
martirio vivido por tantos seres humanos a manos de mentes
insanas que daban las órdenes y mentes vacías,
vacías de remordimiento, luego de conciencia moral, esto
es y primeramente sin un pensar reflexivo, que actuaban
"según las órdenes dadas", y el frío se hace
sentir porque esto no es invención, esto forma parte de la
historia, de
nuestra historia, la de los seres humanos, y puede repetirse y se
ha repetido y, quizá, pueda volver a darse. Por ello, con
Emmanuel Lévinas, recordamos una vez más que la
libertad consiste en saber que la libertad está en
peligro. Pero saber, o ser consciente, es tener tiempo para
evitar y prevenir el momento de inhumanidad.

El pensador italiano Norberto Bobbio habla, en torno al tema del
intelectual, de los clérigos y los mandarines, al
referirse tanto a La traición de los
clérigos
, de Julien Benda, como a Los nuevos
mandarines
, de Chomsky. Y lo hace en cuanto al estudio del
comportamiento
de una determinada clase de intelectuales en una circunstancia
histórica concreta. Esto es, nos dice, desde los
intelectuales traidores de los que habla Benda, a los
intelectuales expertos, en particular científicos y
sociólogos a los que se refiere Chomsky; los primeros son,
sobre todo, humanistas, manipuladores de ideas, y los segundos
son, sobre todo, científicos, manipuladores de datos. Unos
merecedores de un juicio ético, los otros, aduce Bobbio,
merecedores de un juicio pragmático. Pero ambos,
sugerimos, son pasibles de la renuncia a un comportamiento
ético y moral que vaya más allá de los muros
de su tribu, sea ésta la que fuere. Es decir, lacayos
ilustrados, pero lacayos al fin y de la peor especie, la que
nutre de pensamiento y de ideas, en proyectos o en
artilugios de guerra, a los
necrófilos que de tanto en tanto, aparecen en la escena
mundial.

El maestro Bobbio, más adelante y al hablar de la
Europa de la
cultura, da,
como tantas veces, una lección magistral (lección
que se sustenta en una vida igualmente recta):

(…) Si alguien me pidiese una definición
breve del carácter de nuestro tiempo, ¿qué
podría decir salvo que está marcado por el
equilibrio del terror, un equilibrio del que ninguno de nosotros
sabe si y cuánto durará?, ¿quién
puede negar que este terror es hijo, él también,
del "sapere aude" y, por tanto, paradójicamente, del "no
haber temido"? ¿qué es la temeridad sino el
desprecio del miedo (el no tener miedo de tener miedo), llevado
hasta el punto de generar un miedo imprevisto, mayor que
aquél del que se considera que nos ha
liberado?

Preguntarnos, debemos preguntarnos y cuestionarnos. No
podemos tener certezas salvo que la búsqueda de lo
verdadero es permanente y se valida en el día a
día, en la renuncia a posturas vanidosas e ilusorias que
atenten contra la dignidad del hombre, contra la esencia de su
hacer que nace de un imperativo ético: la libertad, la
más profunda, la que dice sí a la solidaridad
nacida en el respeto
irrestricto para con el otro.

Así y todo, queremos recordar a Hannah Arendt,
quien en su estudio sobre el totalitarismo, al referirse a la
dominación total, manifiesta entre otros conceptos
que:

Los campos de concentración y exterminio de
los regímenes totalitarios sirven como laboratorios en los
que se pone a prueba la creencia fundamental del totalitarismo de
que todo es posible. (…) Los campos son concebidos no
sólo para exterminar a las personas y degradar a los seres
humanos, sino también para servir a los fantásticos
experimentos
de eliminar, bajo condiciones científicamente controladas,
a la misma espontaneidad como expresión del comportamiento
humano y de transformar a la
personalidad humana en una simple cosa, algo que ni siquiera
son los animales.

Estamos hablando del hombre común, pero de aquel
hombre que renunció a su responsabilidad y la
proyectó en una figura, imagen o idea,
anulando, al mismo tiempo, su capacidad de razonar y valorar las
consecuencias de sus actos.

Pero, aun en medio del mayor horror, hay una luz
encendida. Tal es el caso de la pequeña biblioteca de
Auschwitz, de la que prontamente, así esperamos, el
escritor Alberto Manguel habrá de publicar un ensayo.
Allí se narra la increíble pero verídica
historia de la existencia de una biblioteca de apenas un
puñado de libros que
iban pasando de mano en mano y que, quizá, uno pudiera
tener consigo una hora en la semana. Así también,
hubo personas que, merced a su prodigiosa memoria y
voluntad, podían reproducir pasajes y textos completos que
eran "visitados" como libros abiertos.

Dice Manguel algo maravilloso, al citar creencias de
antiguos cabalistas: El universo no
depende de lo que leamos, sino de la posibilidad de que lo
leamos.

Lo que importa, entonces, es la intención, es el
compromiso ético y moral que nos anime, que nos impele a
actuar, a ser más humanos. No creemos ni somos
deterministas, confiamos en la sorpresa aun en tiempos de
oscuridad que puede dar un hombre singular en la historia y a la
vida. Convencidos del valor de un
hacer responsable, es que visitamos con respeto y hondura el
pensamiento de este hombre singular que es Imre Kertész y
del cual habremos de escribir otras páginas. La siguiente
será a partir de su novela Kaddish
por el hijo no nacido,
que se emparenta, así lo
entendemos, con su otra obra Yo, otro / Crónica del
cambio.
Y lo hacemos y haremos no por mero afán
indagador, sino porque buena cosa es el nutrirse de la fuente de
vida que pese a su amargor, producto de tanto dolor sufrido
antes, durante y después del horror de Auschwitz, Imre
Kertész da testimonio de vida y de permanencia racional y
esperanzada en la misma. Sin negar ni esconder tanto su dolor
como su escepticismo pero buscando y encontrando los vestigios
claros y variados de lo mucho y de lo bueno que la persona tiene
para dar cuando de vivir dignamente se trata.

La esperanza anida en el pecho de una persona singular,
a quien seguramente habremos de cruzarnos al doblar la esquina,
pero para verlos, para ver, sentir y respirar la esperanza,
debemos levantar nuestras pesadas cabezas y permitirnos ver al
otro y, así, en el cara-a-cara —que no precisa
identificación minuciosa— percibiremos que la vida
no sólo cobra sentido, sino que se sustancia al entrar uno
en relación con los demás, en el darnos desde lo
abierto de un corazón
que si bien escucha al intelecto igualmente pulsa la vida, porque
hay algo primero que es la libertad y libre es, creo yo, quien se
permite escuchar a sus congéneres. De ahí a una
vida socialmente comprometida, en el sentido de un obrar
solidario, media un paso, pero hay que atreverse a darlo.
Démoslo.

 

Héctor Valle

Partes: 1, 2
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