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Progreso, cultura y capitalismo


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    Según los mitos
    clásicos Prometeo otorgó el fuego a los mortales,
    dotándoles de las técnicas
    necesarias para el paso de la naturaleza a
    la cultura, de lo
    crudo a lo cocido, pero previamente a ese don ya tenían
    algo en común los dioses y los hombres, la razón,
    la palabra, el lógos, capacidad que junto a ciertas
    disposiciones morales otorgadas por Zeus, garantizaría la
    sociabilidad y convivencia en las ciudades. Pero aún nos
    falta un nuevo don con el que poder lograr
    tanto que la insociable sociabilidad de las ciudades y naciones
    se torne en verdad cosmopolita, como que el enorme desarrollo
    tecnológico alcanzado en el pasado siglo beneficie a todos
    los seres humanos.

    La cultura occidental siempre se ha representado a las
    demás culturas en los extremos y nunca
    encontrándose en un medio en el que pudieran reconocerse
    todas ellas como iguales. Desde el panhelenismo de Platón
    hasta los imperialismos renacentistas y decimonónicos
    hemos creído en la superioridad occidental en lugar de
    limitarnos a señalar nuestras diferencias. Con la
    noción griega de «barbarie», ligada al
    desconocimiento de la lengua griega
    y opuesta a la idea de racionalidad, ha sido siempre como se ha
    llegado a privar de capacidad racional al otro, motivo de que
    dijese Aristóteles en su Política:
    «Justo es que los griegos manden a los bárbaros,
    según dicen los poetas», poetas como el
    Eurípides de Ifigenia en Aulide, que ya
    decía aquello de que «los helenos deben mandar a los
    bárbaros». Una postura que luego, en el Renacimiento,
    el sano escepticismo epicúreo de un Montaigne, con todo y
    sus idealizaciones del recién descubierto Nuevo Mundo, no
    dejaría de poner en su adecuado sitio: «Cuando Pirro
    pasó a Italia y
    reconoció el orden del ejército que le
    oponían los romanos, dijo: No sé que
    bárbaros son éstos (porque bárbaros llamaban
    los griegos a todos los extranjeros), pero la disposición
    de ese ejército que veo nada bárbara
    es
    »
    . Reconociéndose entonces que la misma lógica
    política
    con la que operan unos hombres, bien pudiera ser, perfectamente,
    -aunque no necesariamente-, la lógica con la que operasen
    todos los demás hombres.

    Ciertamente la superioridad tecnológica de
    Occidente ha sido y es la que ha ocasionado ese desajuste entre
    Norte y Sur, considerándose Oriente, desde Occidente, bien
    como el paraíso utópico de El Dorado y del
    esoterismo hippie o bien como el infierno bárbaro
    de los supuestamente tan civilizados colonizadores. Esas
    consideraciones bien beatificas o bien demoniacas de lo ajeno (o
    de lo propio) dependerán de la valoración que se
    haga del progreso científico-técnico y de que se
    siga o no el mito del
    progreso continuo, ascendente y lineal, del secularizado
    providencialismo de los ilustrados. Desde la puesta en duda del
    progreso que va desde Rousseau a
    Heidegger y la escuela de
    Frankfurt, puede incurrirse, si sólo se aprecian las
    pérdidas y los costes de la forma de vida occidental y
    ninguno de sus aciertos, en la autocomprensión
    apocalíptica y en el desplazamiento de lo valioso hacia un
    afuera que ha calado profundamente en la postmodernidad. Y desde la puesta en duda de las
    bondades de la naturaleza o desde la infravalorización de
    las formas de vida de las comunidades ajenas o distintas al mundo
    occidental, que van de Hobbes a
    Hegel, hasta
    Huntington o Fukuyama, fácilmente se puede incurrir en el
    etnocentrismo y el imperialismo
    modernos. La representación más ajustada entonces
    será la que pueda calibrar pérdidas y costes,
    ganancias y adquisiciones, en todas las formas de vida, sin que
    ello suponga ningún relativismo pero tampoco ningún
    dogmatismo; ni se produzca el impedimento de mostrar y argumentar
    la predilección, sin minusvalorarlas, de unas formas de
    vida sobre otras. Si bien, más allá de la
    «representación más ajustada», siempre
    sujeta a posible errar y en peligro de pretenderse absoluta,
    estaría el «dejar ser» a esos otros que no
    comprendemos ni podemos representarnos sin dominarlos y
    sojuzgarlos.

     

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