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Teoría y praxis


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    "Estamos muy lejos de pensar la esencia del actuar de
    modo suficientemente decisivo (…). Llevar a cabo significa
    desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella,
    producere"

    (Heidegger Carta sobre el humanismo).

    "¡Pero del saber al hacer hay de nuevo un
    salto!"

    (Wittgenstein Investigaciones Filosóficas,
    505).

    Marx escribió en una época en la que no
    había ningún socialismo real,
    casi ningún país del que no le expulsaran, y, sin
    embargo, hoy parece que no tiene sentido pensar con Marx porque ya no
    existe la URSS. Muchos realistas políticos, adoradores de
    los poderes efectivos y reinantes, así argumentan al
    abandonar el barco o cambiar de chaqueta. ¡Tampoco
    existía la URSS cuando Marx escribió toda su obra,
    sino la Rusia zarista
    y otras monarquías absolutas! Tampoco existía la
    ONU cuando
    Kant
    escribió la Paz Perpetua pero, retrospectivamente y
    pese a que la institución luego creada esté en
    crisis y nunca
    haya alcanzado la suficiente fuerza, no se
    puede decir que la Paz Perpetua de Kant fue, es y
    será, mera ideología. ¿Acaso es El
    Capital
    de Marx una supuración ideológica del
    modo de producción capitalista? No lo
    creemos.

    Lo antedicho es prueba suficiente de que no es necesario
    –para poder defender
    la relevancia del quehacer teorético de la
    filosofía escrita a la hora de la transformación
    del mundo en que vivimos– ir hasta el Fedro y
    recoger, dentro de la ambivalencia con la que Platón
    trataba a la escritura, ese
    extraño poder de las «semillas inmortales», de
    esas letras escritas que fructifican en el porvenir al ser
    despertadas por un lector. Puesto que, por una parte, aunque
    mucha labor escrita acabe en el basurero de la Historia, y, por otra, no
    pueda decirse que haya poema que deje intacto al mundo, hay
    bastantes ejemplificaciones de la encarnación no
    mística del lógos como para tenerla por
    inane.

    Kant, John Stuart Mill o Bertrand Russell, junto a
    otros, bien pueden ser tomados como ejemplos de una cierta
    clarividencia respecto a la incidencia práxica de sus
    respectivos quehaceres teoréticos, volcados en escritura.
    Y aunque el primero considerase sus textos más
    políticos como meros divertimentos, en ellos declaraba
    que: «Esta esperanza de tiempos mejores, sin la cual nunca
    hubiera entusiasmado al corazón
    humano un deseo serio de hacer algo provechoso para el bien
    universal, también ha ejercido siempre su influjo sobre la
    labor de los bienpensantes».
    La anticipación en la imaginación de que vayan a
    darse otras modalidades del pensar –y otras posibilidades
    del existir– mueven a la acción
    y otorgan al actor la sensación de que otros mundos
    son posibles. Y si bien el acto teorético de contemplar lo
    existente pudiera no tener ulterior consecuencia al permanecer en
    la mente, no es ya lo mismo al ponerlo por escrito y ofrecerlo a
    la luz
    pública. Las ideologías que rodean a todo arte y todo
    pensamiento y
    sobre todo a la política, son mucho
    más densas que las que se aprecian en algunas estructuras en
    las que se han descubierto desde la antigüedad regularidades
    geometrizantes. De ahí que la pretensión de hablar
    en nombre de la razón o en nombre de los otros siempre
    entrañe la incapacidad de hacerse consciente de los
    propios prejuicios. Con todo la música, la gramática, las matemáticas o la filosofía no pueden
    ser, en sí mismas, en su consideración estructural
    o formal, ni reformistas ni reaccionarias, ni reaccionarias
    conservadoras ni reaccionarias revolucionarias, sino que depende
    del contenido determinante que las encarne y del uso
    pragmático que se haga de ellas el cómo se
    determine el envoltorio ideológico que las circunda y que,
    no obstante, las atraviesa por completo.

     

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