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El modernismo en el arte y la arquitectura puertorriqueña


Partes: 1, 2

    1. Postura decimonónica,
      hispánica e irreverente
    2. Una postura de
      afirmación nacional
    3. El modernismo
      en arquitectura

    Más de veinte años después de la
    guerra
    hispanoamericana (1898), el traspaso de su condición
    colonial de una metrópolis a otra parece condicionar el
    retardo de la entrada del modernismo en las artes
    plásticas puertorriqueñas.

    Postura
    decimonónica, hispánica e
    irreverente

    La entrada en vigor de la Ley Jones (1917),
    impone al puertorriqueño la ciudadanía norteamericana, e inicia la
    grave polémica que defiende la ciudadanía natural
    de los nacidos en la isla. Es cuando los escritores, con sus
    obras, se adelantan hacia posiciones críticas, y denuncian
    la grave crisis general
    por la que atraviesa el país y lo nefasto de la influencia
    de la cultura
    norteamericana sobre la cultura insular. Se abre un camino que,
    en lo sucesivo, asume el arte en general:
    la apuesta reivindicativa por los valores
    autóctonos, con sentido de nacionalidad,
    y la conformación de un sistema que
    fomente y salvaguarde la cultura
    puertorriqueña.

    Los años veinte y treinta se presentan con una
    producción pictórica que, si bien
    asume características formales de la estética impresionista, se mueve dentro de
    los parámetros del realismo
    académico. Los máximos exponentes de este
    período son Ramón
    Frade (1875-1954) y Miguel Pou Becerra (1880-1968). No obstante,
    en esa propia postura decimonónica -hispánica y por
    lo tanto irreverente- y en los temas que trataron -que acusan
    cierto apego del pintor al compromiso social del arte-, se
    sugiere alguna inquietud que, si no totalmente moderna, al menos
    muy válida y por ello a tener en cuenta.

    No será hasta finales de la década del
    treinta que -con la primera exposición
    de artistas puertorriqueños (1936), en la que muestran sus
    obras un amplísimo grupo de
    pintores- se hagan ver los verdaderos cambios que implica la
    adopción
    de los lenguajes de vanguardia. La
    defensa de los valores
    vernáculos de origen hispano y la conexión
    artificial con los Estados Unidos,
    serán los dos factores fundamentales que marcarán
    el arte moderno boricua. De estos años vale destacar la
    obra de Rafael Palacios, quien cursó estudios en México y
    estaba muy influenciado por la estética muralista.
    El trabajo
    volumétrico de sus figuras y los fuertes constrastes
    caracterizan su obra.

    Una postura de
    afirmación nacional

    La etapa final de la década del cuarenta marca cambios
    profundos en la vida cultural de la isla. Ello en consonancia con
    la aprobación de una ley (1947) que legitima el derecho
    del pueblo boricua a elegir su gobernador, elección que
    hasta entonces era una prerrogativa del presidente de los Estados
    Unidos. A partir de ese momento, la dinámica social que se engendra en la isla
    sienta las bases de la consolidación del arte moderno. Se
    crea la División de Educación de la
    Comunidad
    (1949) y, con ella, un proyecto de
    trabajo de
    grupo, con escritores y creadores del medio audiovisual y de las
    artes visuales -pintores y fotógrafos– con el
    fin de realizar películas, libros
    ilustrados, carteles… que contribuyeran a la
    culturización de una sociedad que
    iba a dejar de ser rural para convertirse en urbana.

    Esta postura de afirmación nacional, asumida por
    intelectuales
    de todas las ramas -artistas, escritores, músicos,
    profesores- era la respuesta a una peligrosa tendencia que
    propugnaba la asimilación cultural y política de la isla,
    al "modo de vida" de los Estados Unidos de América.

    En este trabajo en equipo
    se encuentra la génesis del arte de la gráfica
    puertorriqueña, muy ligada al compromiso social, y que si
    bien ya juega con las formas más contemporáneas del
    arte del momento, recuerda el mismo compromiso social de aquellos
    "decimonónicos" de los años veinte y treinta. El
    cartel serigráfico, la xilografía y el grabado en
    linóleo alcanzan para ese entonces un desarrollo
    tal, que será esta manifestación (la
    gráfica) la que logre para el arte visual de la isla el
    reconocimiento internacional.

    Como parte de su programa
    educativo y de fomento del patrimonio
    vernáculo, este proyecto concebía la
    realización de una serie de murales para los edificios
    estatales y las fábricas. Este programa pretendía
    que el arte alcanzara una recepción de carácter público. Los tres artistas
    fundamentales de este período son: Lorenzo Homar (n.1913),
    Rafael Tufiño (n.1922) y Carlos Raquel Rivera (n.1923).
    Con una sólida formación artística, estos
    tres creadores van a estar muy influenciados por el muralismo
    mexicano y su fuerte voluntad de servicio
    social.

    En su obra gráfica, Homar demuestra un dominio cabal de
    esta técnica. Algunos de sus grabados apuntan sin ambages
    una nota dramática, que -al decir de Marta Traba- es el
    carácter que mejor define a las obras del arte moderno
    puertorriqueño. Carácter que bien comparte Puerto
    Rico con la mejor producción del arte dominicano. Dentro
    de esta línea dramática, que refleja el tipo humano
    puertorriqueño, destaca una obra antológica de
    Rafael Tufiño: Goyita -retrato de su madre-, de
    1957. Vale mencionar también la obra gráfica de
    Carlos Raquel Rivera y su propio trabajo pictórico de un
    surrealismo
    fuerte, irónico, de "golpe y porrazo" (Traba). La
    sátira, el simbolismo mágico, la crítica
    social y política, son algunos de los parámetros
    que definen a esta producción.

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