La ortorexia y el estado terapéutico. El caso de las campañas antitabaco
- Vivir una buena vida, es vivir una
vida buena - El derrotero del
tabaco - El
estado terapéutico - Conclusiones
1) Vivir una buena vida,
es vivir una vida buena
La vida humana debe ser respetada. Esto significa, en
primer lugar, que nadie, bajo ninguna circunstancia, puede
atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano
inocente. Pero, en un sentido más amplio, significa que se
ha de custodiar la dignidad de
las personas. Y el respeto de la
dignidad de las personas exige atender racionalmente
también al cuidado de la salud física, teniendo en
cuenta las necesidades de los demás y el bien
común. En tal sentido, el cuidado de la salud
física de los ciudadanos requiere el compromiso de toda
sociedad
organizada. Sin embargo, el debido respeto de la vida corporal no
hace de ella un valor
absoluto. El fin de la existencia humana se cifra en un bien
más alto. Un ser humano, en tanto que ser pensante,
está llamado a una categoría de realización
superior a la del mero animal sano.
En su búsqueda de una vida agradable los hombres
han desplegado todo el potencial de su pensamiento y
de su capacidad para gozar. En efecto, el cálculo y
la pasión tienen un mismo origen: la voluntad racional de
pasarlo bien, el deseo de vivir una buena vida. La
exploración de la verdad y la búsqueda de la
felicidad han marcado la historia del hombre en
procura de vivir una buena vida.
El objetivo de la
vida es la vida misma. Como ser físico, como animal,
el hombre
tiene sed de existir, busca la vida, el placer, y busca huir del
sufrimiento y de la muerte. Pero
como hombre busca todavía más: quiere el bien, lo
bello, el esplendor de lo verdadero. Una palabra reune todas esas
búsquedas: amor. Y el
amor supone la capacidad de atemperarse, de guardar mesura, de
moderar excesos y de refrenar avideces y apetitos, para poder abrirse
a compartir.
Cuidar la integridad física es importante. En
efecto, el respeto a la vida implica no destruir mutilando,
maltratando o envileciendo los miembros físicos, ni
lesionando la salud. Para ello el hombre debe cosechar los
beneficios de una higiene
física basada en mantener el cuerpo mediante el ejercicio,
la alimentación y el descanso, evitando los
excesos por medio de la templanza y desterrando los venenos. Eso
es cierto, pero no basta. El cuidado y cultivo de una vida humana
dignamente vivida, implica mucho más que asegurar el
correcto funcionamiento del cuerpo en su concreción
física y estructural. Las dimensiones del vivir son
variadas. Y sobre todo hay que conservar una mente activa y
cultivar un espíritu delicado. Lo que Blas Pascal llamaba un
«spirit de finesse», contrapuesto al afán
calculador y utilitario del «spirit
geométrique» (Cfr. Pensamientos Nº
512).
La templanza es condición insoslayable de la
salud física y moral. Es el
arte de usar
las cosas sin daño
para nosotros ni para los otros. Spinoza ha dicho que la
templanza es una sana afirmación de nuestra fuerza de
vivir.
Aristóteles, en la ética a
Nicómaco dice que el temperante guarda una
justa medida, no busca voluptuosidades… sólo desea con
moderación, sin excesos y oportunamente las satisfacciones
agradables y susceptibles de mantener la salud. Se comporta
según razón, con miras al bien.
Vive bien quien busca el bien; es decir, quien se cuida
de discernir todas las cosas para no dejarse sorprender por la
mentira, y quien
modera sobriamente sus deseos para que sus apetitos sensibles no
apaguen la luz de su
conciencia. En
tal sentido, el hombre puede gozar honestamente de todos los
placeres que se le ofrecen, en la medida en que sirvan a su
peculiar dignidad; es decir, en la medida en que no ofusquen su
capacidad de discernimiento ni representen un riesgo severo y
próximo para su salud física. Como se ve, no se
trata de gozar menos, sino de gozar mejor. El placer no es cosa
prohibida, solo que es tanto más grande cuanto más
puro y libre; es decir, cuando no es impuesto por el
impulso del deseo. La templanza, precisamente, sirve para no
padecer, ni en un sentido (carencia) ni en otro (exceso). La
templanza es el arte de saber gozar. Pero sucede que vivimos en
una sociedad de consumo que
parece desconocer que el hombre, al no estar sometido como los
animales a las
normas
moderadoras de sus instintos, se siente tentado a dejarse
llevar hasta el límite de sus deseos. Sin pensar,
prisionero de su imaginación, corre el riesgo de
extraviarse en sus excesos y de malograr el mismo gozo que
pretende.
En nuestro tiempo se
observa que el placer ufano de una burguesía
autocomplaciente busca la felicidad procurando alcanzar la
placidez de un publicitado ocio sin fronteras. Un ocio
opiáceo, adormecedor. Pero la felicidad planteada en esos
términos es una trampa hueca y letal. Es casi como un
suicidio
encubierto que se muestra en dos
caras:
a) La cara dionisíaca:
La intemperancia de una embriaguez hasta la
pérdida de la conciencia.
Cuando niños
jugábamos a girar como un trompo para provocarnos una
momentánea pérdida de conciencia a través de
la sensación de mareo. Al crecer, muchos seres humanos
buscan experimentar un efecto similar tomando sustancias
químicas que provocan el espejismo de la
desaparición. Así, la felicidad silenciosa de los
narcóticos apaga la luz de la conciencia. El tormento
cotidiano de muchas existencias busca redimirse
martirizándose en un acto obsceno y sagrado de
búsqueda de un absoluto sin fisuras. Narcotizarse es
así una eterna hibernación en el paraíso de
las sombras, que expresa el deseo cruel y enloquecido de acabar
cuanto antes con una vida sin propósito y sin sentido, que
no vale la pena ser vivida. Las drogas
esconden un evidente deseo de extinción.
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