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Una Recesión Global entre Guerras y Rebeliones (página 2)




Enviado por Claudio Katz



Partes: 1, 2

Sin embargo, el grueso de los analistas observa el cuadro
recesivo actual con menos dramatismo que en 1997-98. Durante el
colapso asiático predominaban los pronósticos de un próximo estallido
comparable al 30, mientras que ahora prevalece la
impresión que la crisis
acentuará la fractura económica y social en el
mundo, pero será controlada. Cómo la economía norteamericana registró una
sorprendente reacción luego del desplome asiático,
muchos analistas se han vuelto más cautos en sus
pesimistas previsiones.

Pero estos vaivenes interpretativos simplemente confirman la
escasa confiabilidad que tienen los análisis de los economistas de mayor eco en
la prensa. Sus
caracterizaciones están habitualmente muy influidas por el
cambiante estado de
ánimo de los inversores bursátiles y por eso saltan
de la euforia a la depresión
con inusitada rapidez. Su reciente pérdida de entusiasmo
en el neoliberalismo
no les ha servido tampoco para mejorar mucho su diagnóstico de la realidad.

A diferencia de lo ocurrido en los 90, el eje de la crisis
actual se ubica en la economía norteamericana y por eso
existe más preocupación por el efecto internacional
de esta recesión que por los descalabros de la periferia.
El principal problema es el estado de
salud de la
primer potencia y no el
impacto de un derrumbe tercermundista.

LAS CORPORACIONES
NORTEAMERICANAS EN LA MIRA

Luego de una década de crecimiento la recesión
norteamericana fue oficialmente reconocida en Estados Unidos al
registrarse dos trimestres consecutivos de declive del producto. Esta
disminución de la tasa de crecimiento del PBI (de 3,5 % a
1,5 % entre el 2000 y 2001) no pudo ser neutralizada mediante la
inédita secuencia de once reducciones de las tasas de
interés, que ubicaron a esta variable en su nivel
más bajo desde 1994. El comportamiento
declinante de todos los indicadores y
especialmente las fuertes bajas de rentabilidad
de las principales corporaciones confirman la gravedad de esta
recesión.

Pero los efectos más agudos de esta crisis se
concentran en ciertas empresas como el
gigante energético Enron, que acaba de protagonizar el
mayor desplome de la historia norteamericana con
pérdidas de 62.800 millones de dólares. Lo
importante de este caso es el fraude contable
que destapó la quiebra, porque
Enron registraba abultadas ganancias, computando en sus balances
utilidades que a lo sumo eran beneficios potenciales. La
difusión pública de este maquillaje ha provocado
una gran conmoción porque si las ganancias de Enron eran
dibujadas: ¿Cuál es el estado económico real
de las restantes corporaciones? Ya está en marcha una
revisión completa de los balances de Tyco, General
Electric, Ford y otras empresas, cuyos bonos y acciones
soportan fuertes caídas como resultado de esta crisis.

También ha salido a la superficie que los auditores de
Enron fueron cómplices del fraude bajo la influencia del
gobierno de Bush.
La compañía financió la campaña
electoral republicana y sus directivos -que ocupan puestos claves
en la administración– han diseñado una
política
energética a medida de la corporación. El
escándalo político que ha comenzado debutó
con el sospechoso suicidio de un
ex ejecutivo de la compañía.

El caso Enron ilustra cómo los campeones de la libre
competencia son
artífices de la mayor red de sobornos del mundo.
Los grandes críticos del "capitalismo
clientelista asiático" y de la "corrupción latinoamericana" deben reconocer
ahora que la manipulación del aparato estatal al servicio de
grupos
capitalistas privilegiados es también una práctica
doméstica. Esta confesión obligará a
recurrir a una cuota mayor de cinismo para seguir ponderando la
transparencia de los mercados.

La caída de Enron acentúa, por otra parte, la
baja general en Wall Street luego de la "exuberante"
década de los 90. La "burbuja" se está desinflando
al concluir 10 años de espectacular incremento del
valor total de
estos títulos (de 3 a 15 billones de dólares) que
incluyeron subas increíbles del índice industrial
Dow Jones (347%) y del barómetro tecnológico Nasdaq
(931%). Pero desde que a mitad del año pasado
comenzó el desplome y este último indicador
perdió todas las ganancias del período
anterior.

Las bajas en la Bolsa reflejan la adaptación de los
precios
accionarios a la rentabilidad real de las empresas, pero
también responden a la propia dinámica autónoma del ciclo
bursátil . Esta relativa independencia
ha estado muy presente en todo el proceso
financiero reciente y también en las cinco grandes
conmociones financieras que desde 1987 sacudieron a Wall Street
(1989, 1997, 1999, 2001) y que derivaron en fuertes rebotes
alcistas y no en el crack general que muchos anticiparon.

UNA CRISIS DE
SOBREINVERSIÓN

La sobreinversión es el rasgo dominante de la actual
crisis norteamericana. Durante la prosperidad de los
últimos años, la mayoría de las empresas
destinaron grandes sumas de capital a la
renovación de la maquinaria y a la reestructuración
del proceso de trabajo.

Por eso al desencadenarse la recesión, las
corporaciones se enfrentan con inversiones
desmedidas, compras
excesivas, stocks redundantes y altas deudas.

Como la expansión estuvo particularmente centrada en la
adquisición de los nuevos bienes
informáticos, en el sector de alta tecnología la oleada
de quiebras es ahora particularmente significativa y se expresa
en el cierre de 500 empresas "Punto.Com", despidos masivos en el
Sillicon Valley y fusiones de
emergencia. Esta situación seguramente derivará en
la abrupta "maduración" de la rama, es decir en la
sustitución de la competencia diversificada por la
concurrencia monopólica en el sector. Por otra parte, en
la industria
tradicional se han multiplicado los anuncios de clausuras de
plantas y
pérdidas de puestos de trabajo, especialmente en los
sectores aeronáutico y automotriz.

La contracción actual es un resultado del patrón
cíclico que caracteriza al funcionamiento irracional de la
economía capitalista. Durante los 90 se registraron
elevadas cifras de crecimiento, la inversión se incrementó (del 12% del
PBI en 1960-65 al 18% en 1995-2000) y la productividad se
elevó significativamente (del 1,4% en 1975-90 al 2,3% o
2,6% en 1995-2000). Pero ahora llegó la fase del ajuste y
todas las empresas que apostaron al crecimiento perdurable de sus
mercados afrontan los excedentes de la
sobreproducción.

En la recesión actual la declinación de la
inversión es más determinante que la
retracción del consumo. Esta
variable se ha contraído pero sin desplomarse y los
niveles de gasto en viviendas y automóviles se mantienen
elevados. Lo que ha desaparecido es el frenético
hiperconsumo de los 90, que provocó un aumento del
endeudamiento familiar del 95 al 124% del ingreso, colocando el
pago de los servicios de
ese pasivo en el máximo nivel de los últimos 15
años. Este "efecto pobreza" contrae
ahora severamente el poder de
compra de los tenedores de acciones, cuyo número
saltó de 52 a 84 millones de personas entre 1989 y 1998.
El comportamiento de los consumidores (y sus expectativas de
gastos) depende
también de la tasa de empleo que
está retrocediendo aceleradamente. Sólo en la
primera mitad del 2001 se registraron más despidos que
durante cualquier año de los 90 y en septiembre pasado se
perdieron un millón de puestos de trabajo.

Las escasas probabilidades que presentan la inversión y
el consumo cómo vías de reactivación
desplazaron las expectativas de los economistas hacia las
exportaciones,
que ocuparon un lugar secundario en el crecimiento de los 90.
Durante ese período prevaleció el modelo de
dólar alto y déficit comercial financiado con
ingresos de
capitales externos. Los exportadores e industriales más
internacionalizados intentan ahora revertir ese esquema buscando
imponer la prioridad de las ventas
externas .

Pero no es tan sencillo repetir este giro (ya realizado en
1985), concertando una reducción del dólar con los
rivales de Europa y Japón.
La cotización de la divisa norteamericana supera en un 60%
el nivel del 95 y hasta ahora todos los intentos de acordar su
disminución pautada han chocado con el debilitamiento del
euro y el yen. Esta relación cambiaria expresa
objetivamente las pérdidas de posiciones de Europa y
Japón frente a Estados Unidos. Y por eso, no es
fácil inducir una baja del dólar en el inicio de la
recesión global y al cabo de un largo período de
financiamiento
externo del déficit comercial y la inversión
norteamericana.

CONTRADICCIONES DEL GIRO
BELICISTA

Existe un amplio consenso en la clase
dominante estadounidense en favor de un giro intervencionista
para frenar la recesión con medidas de abaratamiento del
crédito
y estímulo fiscal. Tanto
los neoliberales como los keynesianos coinciden en recurrir al
estatismo para contrarrestar la amenaza deflacionaria. Por eso el
"establishment" sostiene la decisión de Greenspan de
reducir las tasas de interés y
no se escuchan las tradicionales voces de
alerta contra el peligro inflacionario.

Las discrepancias están concentradas en torno a los
mecanismos de la política anticíclica. Mientras que
los republicanos promueven una reducción ofertista de
100.000 millones de dólares de impuestos, los
demócratas proponen incrementar en 200.000 millones de
dólares el gasto
público. Pero el límite de ambas alternativas
es la acelerada reducción del superávit fiscal
acumulado durante el último quinquenio.

Este excedente se fue extinguiendo vertiginosamente por la
aplicación combinada de ambas opciones y el nuevo presupuesto
proyectado por Bush, contempla ahora significativos
déficits fiscales a partir del año en curso. Este
cambio amenaza
seriamente todos los intentos para encontrar algún modelo
que prolongue el crecimiento de los 90, ya que del equilibrio
fiscal dependen tanto la estabilidad del dólar como la
financiación de la deuda
pública.

Toda la clase dominante también coinciden en recurrir
al gasto militar como instrumento antirecesivo y por eso se ha
relanzado la mayor carrera armamentista de los últimos 20
años. Bush ha desempolvado el proyecto de
defensa antimisilístico y autorizó la
fabricación de una nueva generación de "armas
inteligentes". El Pentágono está reemplazando
además a la demanda del
sector civil en el Sillicon Valley, porque mediante la producción con destino militar se intenta
contrarrestar la saturación del consumo
informático, promoviendo una nueva fase de la innovación
tecnológica.

Luego del 11 de septiembre el "complejo industrial-militar"
vuelve a ocupar un rol clave en la economía y por eso los
resultados de la guerra en
Afganistán contrarrestaron la caída
de la Bolsa. El rearme influye directamente sobre el estado
general de los negocios, pero
dada la baja movilización de tropas que caracteriza a las
nuevas guerras
informatizadas es muy incierto cuál será el papel
final de la demanda militar . Habrá que ver si gasto
termina cumpliendo el rol reactivador que jugó durante el
conflicto de
Corea o precipita un descontrol inflacionario semejante al
predominante en la época de Vietnam. Por el momento toda
la clase capitalista está entusiastamente embarcada en el
despilfarro militar.

El actual giro intervencionista civil y militar es muy
diferente al clásico keynesianismo, porque no contempla
ninguna mejora social. Luego de una década de brutal
agresión contra las conquistas obreras, Bush pretende
consolidar la regresión social y el aumento de la tasa de
explotación. Durante los 90 la proporción de
trabajadores flexibilizados y carentes de protección
social se duplicó hasta alcanzar un tercio del total. El
salario medio se
mantuvo por debajo del promedio de los 70 y se actualizó a
un ritmo muy inferior a Alemania o
Japón. Mientras que el tiempo de
trabajo disminuyó en casi todos los países de la
OCDE, en Estados Unidos subió de 1883 a 1966 horas por
año entre 1980 y 1997 .

También la tasa de pobreza (12,7%) se mantiene por
encima de los 70, supera el nivel predominante en cualquier
país desarrollado y afecta especialmente a las
minorías de negros e hispanos (36% y 34% de pobres,
respectivamente). La masa de dos millones de personas
encarceladas ilustra la dimensión de la exclusión
social imperante. Pero si este cuadro de degradación
social contribuyó a recomponer la tasa de ganancia durante
la década pasada, su consolidación actual tiene un
efecto recesivo, ya que el mercado interno
es el destino principal del grueso de la producción
norteamericana .

La forma en que se combine la crisis de sobre-inversión
con la retracción del consumo, el giro exportador, el
relanzamiento bélico y la continuada polarización
del ingreso determinará si la recesión es fuerte
pero corta y concluye en la segunda mitad de este año, o
si ha comenzado un proceso de contracción tan prolongado
como el auge precedente. Los indicios de la coyuntura son muy
contradictorios y sugieren tendencias en las dos direcciones.

Pero si todos los economistas están pendientes de esta
encrucijada para diagnosticar la evolución de la recesión global es
por el extraordinario nivel de dependencia que presenta el
conjunto de la economía
mundial respecto al ciclo norteamericano. Cómo
resultado del avance de la mundialización, el porcentaje
de importaciones
estadounidenses en el PBI global subió del 3,1% (1990) al
6 % (2000). En sectores de alta tecnología, por ejemplo,
la demanda norteamericana acapara el 60% del mercado de computadoras y
fija por completo el estado de la coyuntura.

Esta supremacía no obedece exclusivamente a la
hegemonía militar, ni se limita solamente a contrarrestar
el declive económico de Estados Unidos . Todos los
privilegios que detenta la primer potencia -especialmente el
señoreaje de una moneda mundial y el financiamiento
externo del déficit- se sustentan en un basamento
productivo más sólido que sus rivales. El flujo de
capitales hacia el dólar no está dictado
sólo por la coerción de un dispositivo
bélico, sino por la expectativa de mayores ganancias que
aún mantiene la economía hegemónica de la
mundialización.

Estados Unidos pudo financiar su prosperidad a costa del resto
del mundo porque reforzó su supremacía mediante el
liderazgo de
la revolución tecnológica y avances en
la productividad. Se apresta ahora a utilizar estas mismas armas
para descargar la crisis sobre sus competidores, exportando su
recesión al mundo y limitándola en el plano
interno. Pero la factibilidad de
este objetivo
depende de las relaciones de fuerza que
establezca con sus rivales del viejo continente.

LA INDEFINICIÓN
EUROPEA

La expectativa en Europa como motor sustituto
de la desaceleración norteamericana se está
disipando. Los pronósticos iniciales de crecimiento de
2,9% para el año pasado se fueron diluyendo con el
transcurso del tiempo y finalmente el PBI regional
aumentaría 1,6%, es decir apenas por encima de Estados
Unidos. Especialmente en Alemania el nivel de actividad se ha
estancado en el punto más bajo de los últimos ocho
años, sin que otros países como Francia o
Italia
contrapesen este freno. Los economistas que apostaban a una
"desincronización positiva" de la economía europea
respecto a Estados Unidos se equivocaron. Ni las fuerzas
compensatorias del rezago que mantiene el viejo continente
respecto a la prosperidad norteamericana, ni la gran
dimensión del mercado interno de la Eurozona han
prevalecido sobre el nivel de enlace económico
europeo-estadounidense.

El comportamiento decepcionante de Europa ha estado influido,
en el corto plazo, por la dureza de la política
monetaria que impuso el naciente Banco Central
Europeo (BCE) para asegurar el lanzamiento del euro. Mientras que
la Reserva Federal introdujo sucesivas reducciones de las tasas
de interés y avaló enormes subsidios a las empresas
para atemperar la recesión, el BCE sólo
aceptó aflojar el cerrojo monetaria en pocas ocasiones y
con mucha tardanza. Este contraste es demostrativo de la
situación radicalmente diferente que enfrentan ambas
potencias. Mientras que la política anti-recesiva del BCE
está condicionada por la meta
prioritaria de construir la Unión
Europea en torno a los acuerdos presupuestarios de Maastrich,
Estados Unidos ya detenta una experimentada estructura de
gestión
anticíclica, con un margen de acción
ampliado por las reservas acumuladas durante los 90.

En comparación con esa fase de crecimiento, la
reactivación europea de 1996-2000 fue extremadamente
débil en todos los planos. Mientras que la tasa de
inversión se duplicó en Estados Unidos en la
década pasada, en Europa se elevó sólo un
16% y el gasto en tecnologías de la información que representa en Estados
Unidos el 8% del PBI, sólo llega en Europa al 5%. Tampoco
la mejora de la tasa de ganancia alcanzó en el viejo
continente el nivel norteamericano y el ritmo de incremento del
consumo fue significativamente inferior. Estos contrastes tienden
a prolongarse al inicio de la nueva década.

Pero estas disparidades no deben ocultar que la
unificación europea constituye un éxito
de la clase dominante del viejo continente. Con la Comunidad se
está materializando un proyecto relativamente inesperado
de relanzamiento del capitalismo europeo. La unificación
apunta a desafiar la hegemonía norteamericana mediante la
conformación de un centro coordinador de las
burguesías europeas. Esta centralización comenzó hace varias
décadas con el mercado común, la
compatibilización de las políticas
agrícolas y el entrelazamiento industrial de las
principales 300 corporaciones. Pero el gran salto se produjo con
los acuerdos de Maastrich (1992), la formación del Banco
Central (1999) y el lanzamiento del euro (2001). Este signo
sustituye las provisorias formas precedentes de empalme monetario
(serpiente, bandas, devaluaciones acordadas) y se apoya en
estrictas normas de
ortodoxia presupuestaria (límite del 3% del PBI como
déficit y 60% como deuda pública) para crear un
signo alternativo al dólar .

Sin poner en pié este sistema las
burguesías europeas no pueden rivalizar con Estados
Unidos, porque a pesar de conformar un conglomerado poderoso y
heredero de la hegemonía colonial, carecen de una
estructura estatal centralizadora. Hasta el momento se han
erigido sólo los cimientos del edificio de la
Unión, cuya consumación deberá superar
agudas contradicciones en tres planos.

En primer lugar, el euro tuvo un debut decepcionante. Es
cierto que consagró la mayor operación de
sustitución monetaria de la historia y que logró un
excepcional impacto simbólico y político (la moneda
antecede al nuevo estado).

Pero la intención inicial de emparejar su
cotización con el dólar parece cada vez más
lejana, porque la dureza ortodoxa del BCE no ha servido hasta
ahora para contrarrestar la continuada atracción de la
divisa norteamericana. El reinado del dólar refleja la
supremacía económica de Estados Unidos. Por eso la
mitad de las exportaciones, las cuatro quintas partes de las
transacciones comerciales y el 60% de las reservas están
nominados en dólares. Para intentar revertir este
liderazgo, Europa necesita forjar una moneda fuerte, lo que
obliga al BCE a implementar políticas restrictivas
cuándo su rival de la FED da rienda suelta a la
expansión. El costo del euro es
un bautismo recesivo de la Comunidad, en plena contracción
del PBI mundial.

En segundo lugar, todavía no ha quedado definido el
espinoso problema de la incorporación de Gran
Bretaña al euro, que ahora depende de un referéndum
previsto para el 2003. Este ingreso ha sido intensamente
resistido por los capitales financieros de la "city londinense"
que aspiran a preservar su autonomía de acción. El
ingreso británico definirá el status final de la
Unión Europea, ya que la presencia inglesa no sólo
altera la conducción franco-alemana de la comunidad, sino
que atenúa los choques con Estados Unidos. En esta
conformación el proyecto intereuropeo muy quedaría
vinculado a la fuerte alianza anglo-norteamericana.

En tercer lugar, no está zanjado cuál
será el alcance de la expansión hacia el Este y
cuántos de los 12 candidatos de Europa Oriental a integrar
la Unión serán admitidos en el próximo
lustro. Los primeros de la lista -Polonia y Hungría- deben
sortear aún los duros requisitos del ingreso (ajuste
presupuestario a los criterios de Maastrich, renuncia al
proteccionismo agrícola) y los países más
pobres que ya integran la comunidad (Portugal, Grecia) deben
absorber las desventajas que les genera la ampliación de
la Unión.

Pero estas contradicciones no anulan el carácter predominante de la tendencia
unificadora, porque sin la comunidad la burguesía europea
no puede desafiar a Estados Unidos . Más que la
concreción del acuerdo está en juego su
éxito competitivo frente al rival norteamericano.

El proyecto imperialista europeo exige, además,
doblegar a la clase trabajadora más organizada, de mayor
tradición política y mejores conquistas sociales
del planeta. Aunque la ofensiva neoliberal recortó
severamente estos logros e introdujo normas flexilizadoras del
trabajo (especialmente en Inglaterra,
España
y Holanda), el paisaje laboral
continúa siendo muy diferente al norteamericano. La gran
resistencia
obrera ha puesto serios límites a
los atropellos patronales en todos los planos (salarios,
duración de la jornada de trabajo, vacaciones, etc) y por
eso el principal objetivo capitalista de la unificación es
revertir esta situación, creando una "Europa potencia"
sobre las cenizas de la "Europa social". La
remilitarización del continente y a la gestación de
un nuevo ejército europeo complementario del gendarme
norteamericano apuntan a reforzar este propósito.

La organización institucional de la
Unión Europea también se desarrolla en la misma
dirección. Las tres potencias dominantes
(Alemania, Francia y Gran Bretaña) están cerrando
filas en torno a un ejecutivo muy selectivo, porque no tienen la
menor intención de compartir su poder con la multitud de
pequeños integrantes de la comunidad. Por eso disuelven
las formas deliberativas dentro de una estructura cada vez
más jerárquica y autoritaria, apuntando a
reemplazar el proyecto federativo inicial por el nuevo plan de una
confederación. Pero como la burocracia que
comanda esta transformación no cuenta con la autoridad
política que durante siglos conquistaron los
líderes de cada estado nacional, la formación del
nuevo sistema supranacional enfrenta enormes conflictos y
tensiones.

LA FRAGILIDAD
ESTRUCTURAL DE JAPÓN

Japón representa el eslabón crítico de la
recesión global en las economías desarrolladas. El
ejercicio 2001 concluyó con un crecimiento nulo del PBI
por décimo año consecutivo, frustrando por
enésima vez los planes gubernamentales de
reactivación. La inversión se mantiene estancada,
el consumo no reacciona y el producto tampoco se incrementa. A
diferencia de Estados Unidos esta declinación no sucede a
la prosperidad sino que refuerza una larga depresión, cuya
envergadura es significativamente mayor al estancamiento
europeo.

Desde 1992 el comportamiento del PBI nipón oscila en
torno al 0-2%, en franco contraste con el incremento del 6-8%
anual que predominó en los años 70 y 80. La crisis
comenzó con el estallido de la burbuja que había
inflado las cotizaciones bursátiles e inmobiliarias y este
freno económico se agrava por el potencial quebranto
bancario que ha creado el endeudamiento generalizado de las
empresas.

Esta crisis no ha revertido, sin embargo, el status de
potencia que detenta Japón por la acumulación de
inmensos superávits comerciales, enormes reservas y
cuantiosas acreencias del tesoro norteamericano. Pero la
severidad de la depresión puede desembocar en un cambio
radical del lugar protagónico que mantiene Japón en
la economía mundial desde hace varias décadas.

Por primera vez en mucho tiempo la crisis ha comenzado a
expresarse en el plano social. El viejo modelo paternalista de
empleo vitalicio en las grandes corporaciones y alta
ocupación en las pequeñas empresas se está
erosionando frente al avance de la flexibilización
laboral, el traslado de plantas al exterior y el salto en la tasa
de desempleo. La
desocupación pasó del 2,1% (1991) al
5% actual, es decir al nivel más elevado desde 1953.
Existen ya manifestaciones inéditas de indigencia,
mendicidad y pobreza y la disciplinada "cultura del
trabajo" se está fracturando bajo el impacto de la
recesión.

El modelo industrial japonés de proteccionismo,
subsidios, ahorro
compulsivo, garantía estatal a los bancos y
gerenciamiento cruzado de las empresas está amenazado por
la continuidad de la crisis y la incapacidad de los
artífices de este sistema (corporaciones, burocracia y
partido oficialista) para remontar la caída. Las presiones
norteamericanas para usufructuar de reformas desreguladoras
(privatizaciones de servicios
públicos, apertura importadora,
extranjerización de la banca,
asociación internacional de las corporaciones)
acentúan la crisis. La clase dominante nipona accede a
estas exigencias, pero sin desmantelar su estructura de poder y
sin abandonar sus posiciones claves. Los choques entre ambos
rivales no se dirimen con rapidez, porque Japón no es un
país del Tercer Mundo que acceda servilmente a las
exigencias del Departamento de Estado .

Pero es evidente que en la disputa competitiva global
Japón no puede hacer frente a Estados Unidos, ni siquiera
intentando un proyecto estratégico de desafío como
ensaya la burguesía europea. Esta incapacidad obedece, en
primer término, a la debilidad estructural del imperialismo
nipón. Japón carece de fuerza militar significativa
y su expansión económica nunca estuvo asociada a un
plan nítido de dominio regional.
Comanda el mercado asiático, lidera el Asean, pero no
aspira a convertir al yen en un signo alternativo al
dólar. El contraste entre la intervención
norteamericana frente a la crisis mexicana de 1994 y la
acción japonesa ante el desplome del sudeste
asiático de 1997-98 es muy ilustrativo. Ni siquiera en
este desequilibrio de "su región", Japón
sustituyó al FMI (y al
dólar) en las operaciones de
rescate bancario y reestructuración de la deuda. Aunque la
clase dominante nipona conquistó ciertas posiciones en la
economía mundial, no ha logrado ponerse en carrera frente
a sus internacionalizados competidores de Estados Unidos y
Europa. Su dispositivo imperialista es extremadamente
frágil.

Esta debilidad explica porqué Japón debió
resignar posiciones en todas las negociaciones que encaró
con Estados Unidos. Desde 1997 aceptó el ingreso de
compañías estadounidenses en el comercio
minorista, el sector financiero y el mercado bursátil (el
18% de las acciones están en manos foráneas) y
también perdió el control total de
su industria automotriz (de nueve compañías
sólo dos continúan siendo totalmente niponas).
Hasta ahora el límite de estas concesiones es el manejo de
un sistema bancario atiborrado de deudores morosos, que Estados
Unidos pretende liquidar para apoderarse de las empresas
más rentables.

La segunda causa de la debilidad estructural japonesa es la
ausencia de un mercado interno con un nivel de consumo
equiparable a Estados Unidos o Alemania. Esta estrechez explica
porqué la reacción de la demanda es tan escasa ante
los sucesivos estímulos keynesianos para reducir la tasa
de ahorro y aumentar el volumen de gastos
de la población. Aunque las tasas de
interés ya alcanzaron porcentajes negativos, el consumo
continúa retraído, porque toda la estructura
económica del país está erigida en torno a
un modelo de austeridad exportadora.

La ausencia de un esquema de consumo masivo "fordista"
semejante a las economías más avanzadas de
Occidente le permitió a Japón alcanzar su actual
status de potencia comercial. Pero esta particularidad
también le impide contrarrestar la depresión,
mediante la clásica reactivación de la demanda. La
prolongación de esta crisis confirma los enormes
obstáculos que enfrenta el país para actuar en
ambos terrenos, ya que un giro mayor hacia el consumo amenaza los
logros alcanzados en el plano exportador.

La fragilidad estructural de Japón en relación a
Estados Unidos es frecuentemente omitida en las analogías
que se establecen entre la recesión norteamericana actual
y la crisis nipona de los 90 . En esta comparación se
observan sólo las similitudes de las "burbujas" en la
Bolsa y en los inmuebles, sin indagar las enormes diferencias que
subyacen bajo el mismo castillo de operaciones especulativas.
Ambos países enfrentan el mismo proceso de
sobreinversión y consiguiente sobreexpansión
financiera desde posiciones radicalmente opuestas. La
supremacía del imperialismo norteamericano contrasta con
la ubicación relegada de Japón en el marco de la
mundialización actual.

Todas las alternativas de salida a la crisis japonesa son muy
riesgosas, porque la "trampa de liquidez" perdura cuándo
ya se han agotados los cartuchos reactivadores del keynesianismo
tradicional. Ya no se puede solamente bajar la tasa de
interés, ni lanzar planes de estímulo del gasto
porque la deuda pública bordea el 130% del PBI. Por eso se
multiplican las propuestas favorables a una drástica
depuración de las deudas, a través de la
licuación inflacionaria que generaría la
emisión y la devaluación . Otra variante es precipitar
una escalada de quiebras bancarias, sincerando la incobrabilidad
de 104.000 millones de dólares de carteras morosas y
forzando una pérdida de empleos cercana al millón
de puestos de trabajo.

El desenlace de este proceso en el mediano plazo está
muy vinculado al devenir de la economía
china, que se ha convertido en una pieza clave del
rompecabezas regional. La ubicación de Japón como
aliado, competidor, socio o rival del gigante chino
constituirá el episodio decisivo de este reacomodamiento,
porque al cabo de dos décadas de excepcional crecimiento
del 7-8% anual, el principal país receptor de inversiones
extranjeras ya ocupa un lugar clave en el comercio mundial,
gravita en el tablero económico de Oriente y en el devenir
de la crisis japonesa.

LA CONTINUADA
DEBALCE DE LA PERIFERIA

La periferia es el sector más afectado por la
recesión global y sufre agudamente los efectos
contractivos de este freno en el plano financiero. La afluencia
de capitales al Tercer Mundo se ha retraído y se han
endurecido todas las renegociaciones de las deudas externas.
Además, las tradicionales oleadas de inversiones hacia los
países subdesarrollados para compensar la pérdida
de rentabilidad en el centro se han morigerado luego de las
crisis periféricas de los 90 y los capitales golondrinas
se mantienen en sus refugios más seguros de las
economías avanzadas. La recesión también
contrae la demanda de las exportaciones de Asia, África y
Latinoamérica.

La recesión global tiende especialmente a frenar la
recuperación que registraban las economías del
sudeste asiático luego del crack de 1997-98. Las
exportaciones representan el 37% del PBI de esa región,
están fuertemente concentradas en las ramas más
críticas y dependen significativamente del mercado
norteamericano. Otra economía duramente afectada por la
crisis de los 90 como Rusia registra
cierta recomposición del PBI. Pero esta mejoría
deriva del aumento coyuntural de los precios del petróleo y no revierte el persistente
retroceso de esta economía. La tragedia de los
países africanos se agrava día a día y en
Latinoamérica el crecimiento de las exportaciones
bajó del 12 % al 2 % en el último año, la
inversión externa se contrajo y el estancamiento del PBI
en el 0,5% (2001) sólo podría elevarse en el mejor
de los escenarios al 1.1% en el ejercicio en curso.

La mayor debacle periférica se concentra actualmente en
Argentina. En los últimos dos años cerraron 3000
empresas y varias decenas se trasladaron al exterior. Se estima
que el PBI caerá 3,5% en el 2001 y un 7% o 9% en el 2002.
El desempleo oficial del 20% se eleva al 40% si se computa la
subocupación y de los 14 millones de pobres que ya existen
en el país más de 4 millones son indigentes, es
decir que no cuentan con ingresos suficientes para adquirir las
calorías alimentarias básicas.

Los empleados públicos han quedado sometidos a un
ajuste móvil de ingresos en función de
la recaudación impositiva, lo que se traduce en bajas
nominales de salarios y en una reducción de los gastos
sociales que ha dejado sin cobertura médica al grueso de
la población. El recorte de salarios ha pulverizado las
conquistas laborales y en la provincias los sueldos se pagan con
bonos desvalorizados.

Esta crisis representa un nuevo episodio del colapso de los
"mercados emergentes", ya que todos los rasgos de estas debacles
-fugas de capital, devaluación, quiebras bancarias,
cesación de pagos la deuda externa,
ausencia de autonomía monetaria y fiscal- están
presentes en el desplome argentino. Y también aquí
la raíz de los desastres financieros es la caída de
los precios de las materias primas, la desarticulación
industrial y la pérdida de posiciones en mercado mundial
.

La crisis argentina se asemeja también al conjunto de
los colapsos periféricos en la cesación de pagos
de la deuda externa. Luego de intentar todo tipo de
renegociación de este pasivo, el país se
enfrentó al endurecimiento de las exigencias de cobro por
parte del FMI y sucumbió en un "default". La deuda supera
la mitad del PBI, equivale a cinco años de exportaciones y
aumentó en forma escandalosa con las privatizaciones. El
pago de los intereses refuerza el círculo vicioso de
ajustes que conducen a mayores ajustes. Durante el año
pasado el sometimiento a los condicionamientos de los acreedores
bloqueó todos los intentos de reactivación para
revertir cuatro años de dura depresión y el fracaso
de las últimas negociaciones con el FMI precipitó
el desmoronamiento actual.

Una peculiaridad del "modelo argentino" en comparación
con el resto de la periferia fue la convertibilidad, es decir la instrumentación de la apertura importadora,
las privatizaciones y la desregulación a través de
políticas deflacionarias. Ahora la devaluación ha
puesto fin a este experimento imponiendo una dramática
transferencia de ingresos de los trabajadores en favor de los
capitalistas. Esta proceso adoptará características
inflacionarias si el tipo de cambio
no se dispara (como ocurrió en Brasil), o
hiperinflacionarias si la desvalorización del signo
monetario nacional se descontrola (como sucedió en
Ecuador,
Indonesia y Rusia).

La crisis argentina ha dado lugar a una confiscación de
los ahorros de la clase media que apunta a la utilización
de ese dinero en un
socorro de los banqueros y una licuación de las deudas
empresarias cuyo costo fiscal es incalculable. La Argentina es,
además, el conejillo de Indias de una nueva
política del FMI que propicia el default explícito
de los países más endeudados. En lugar de continuar
auxiliando a los bancos acreedores con medidas de
refinanciación se impulsa la cesación de pagos para
forzar ajustes más brutales de los deudores.

Esta política incluye la introducción de una nueva
legislación internacional que habilite la
declaración de quiebra de un país, lo que
permitiría a los grandes bancos aprovechar la crisis para
descolocar a sus competidores más pequeños (fondos
de inversión, "fondos buitres"), cerrándoles la
vía de los reclamos judiciales. Los grupos más
concentrados se preparan para monopolizar las operaciones futuras
de recompra de los títulos de las naciones más
afectadas, ya que como lo demuestran los casos de Rusia y Ecuador
los negocios financieros no concluyen con el default.

La debacle argentina obedece a tres causas concurrentes: las
crisis periódicas del capitalismo, la inserción
periférica del país y la política neoliberal
de la última década. El "modelo" instaurado en este
período agravó desequilibrios que derivan de la
apropiación sistemática del valor creado en el
país por parte de las corporaciones del centro en
condiciones de creciente turbulencia general del capitalismo.

El desplome de Argentina forma parte de la creciente
polarización de ingresos que caracteriza a la
mundialización actual y que afecta a todos los
países subdesarrollados. Es previsible que este retroceso
de la periferia continúe tanto en un escenario de
recesión aguda cómo en un cuadro de crisis
más acotada. Lo más controvertido es definir hasta
que punto estas debacles se extenderán a los países
centrales.

LAS ALTERNATIVAS DE LA
RECESIÓN

La recesión global ha sincronizado en un freno
común el comportamiento de la economía en las
cuatro áreas diferenciadas de la economía mundial,
aunque sin uniformar la performance de cada una frente a esta
crisis.

A partir del reforzamiento de su hegemonía, Estados
Unidos pretende exportar su crisis de sobreinversión,
mientras que Europa intenta superar las agudas contradicciones de
su unificación tardía, Japón no encuentra
salida a su depresión estructural y la periferia
continúa empujada hacia debacles catastróficas.

Hasta el momento, la recesión global tiene más
semejanzas con sus tres precedentes de la mitad de los 70,
principios de
los 80 y comienzos de los 90 que con los colapsos
periféricos de la última década. Presenta el
alcance general de esos tres antecedentes, pero no el nivel de
desmoronamientos que singulariza a los países
subdesarrollados. Mientras esta tónica predomine la crisis
será grave, pero no implicará la traslación
de las catástrofes sufridas por Argentina o Indonesia a
Estados Unidos o Europa.

Una generalización mundial de los derrumbes
periféricos debería estar precedida por tres rasgos
que hasta ahora han estado ausentes en los países
centrales: el colapso incontrolable de las Bolsas, la
imposibilidad de socorros estatales a los bancos y empresas en
bancarrota y el fin de la coordinación monetaria entre las grandes
potencias. Un descontrol agudo en estos terrenos
provocaría un estallido que es posible, pero no visible en
el corto plazo. Su actual concreción debería
anticiparse con síntomas más contundentes de pasaje
de las crisis polarizadas de los 90 a descalabros centrados en
alguna economía desarrollada. Japón es el principal
candidato a protagonizar un colapso de este tipo, pero
también aquí este escenario requeriría un
salto cualitativo de su prolongada recesión a una
situación de debacle tercermundista .

Nuestro diagnóstico de crisis grave pero controlada en
un horizonte previsible difiere de la caracterización de
la recesión actual, como desajuste circunstancial del
funcionamiento ya estabilizado de una nueva modalidad de
acumulación . Esta visión resulta inadecuada para
explicar la magnitud de los desequilibrios actuales, su
repetición en períodos tan breves y su
localización en distintos puntos del planeta.

Pero tampoco es correcto deducir de la crisis en curso la
inminencia de un crack financiero, especialmente si esta
conclusión es deducida de caracterizaciones exclusivamente
centradas en el descontrol de las operaciones especulativas . Al
remarcar la inestabilidad financiera actual sin indagar la
dinámica productiva subyacente, este enfoque no clarifica
porque la crisis tiene un devenir tan diferenciado en las
distintas áreas de la economía mundial.

Pero es indudable que las tres alternativas de la
recesión global en el corto plazo -agravamiento,
atenuación o estallido- no depende exclusivamente de las
contradicciones económicas del capitalismo. Los procesos
políticos y militares influyen de forma definitoria sobre
el signo de la coyuntura.

LA GUERRA NUEVAMENTE EN
PRIMER PLANO

La guerra ha pasado a ocupar un papel nuevamente
explícito entre los instrumentos de dominación de
la clase capitalista. Por tercera vez en la última
década, una gran coalición de fuerzas llevó
adelante una operación bélica imperialista, que en
Afganistán superó ampliamente los precedentes del
Golfo y los Balcanes. Esta vez los objetivos de
dominación no fueron disimulados con pretextos
humanitarios, ni disfrazados bajo la bandera de la "lucha contra
el narcotráfico", como ocurrió con la
mayor parte de las intervenciones que sucedieron al fin de la
guerra
fría. Por supuesto que Estados Unidos recurre a la
justificación antiterrorista para atacar Afganistán
e iniciar la captura general de Asia Central. Pero su
propósito de controlar directamente los recursos
petroleros de la región (que tendrían dimensiones
comparables a los existentes en Arabia Saudita) es
inocultable.

El imperialismo norteamericano ha estado detrás de
todos los conflictos que ensangrentaron a los pueblos de la zona,
destruyeron sus economías y reforzaron el poder de
negociación de las compañías
petroleras (guerra de IrakIrán,
Mujaidines contra la ex URSS, ataque del Golfo, embargo y
bombardeo de Irak). A través de la guerra, Estados Unidos
no sólo debilita a la OPEP, sino
también a sus rivales europeos que son altamente
dependientes de la provisión del crudo de la región
.

A través de alianzas construidas para implementar las
operaciones bélicas en la zona, Estados Unidos refuerza su
hegemonía mundial, apuntala el eje anglo-norteamericano,
reafirmar el rol de la OTAN y mantiene relegado el surgimiento de
un ejército europeo.

Este liderazgo bélico le ha permitido en los
últimos años actuar con prepotencia en todos los
terrenos (rechazo del protocolo de
Kyoto sobre el calentamiento global, abandono de negociaciones
desfavorables a sus intereses en torno al Sida, vetos en la
ONU, exigencias
de sometimiento comercial en la OMC). Estados
Unidos usufructúa así de la necesidad que
también tienen Europa y Japón de un gendarme que
asegure los intereses del capitalismo en todo el planeta .

En las guerras en curso los aspectos de rivalidad entre
potencias se encuentran subordinados a los objetivos comunes de
la dominación imperialista. Las intervenciones apuntan a
reforzar la depredación económica, la
recolonización política y el sometimientos de los
países periféricos y sólo en el marco de
esta acción expoliadora algunas potencias obtienen
ventajas sobre otras. Este rasgo imperialista diferencia a las
guerras actuales de las clásicas conflagraciones
interimperialistas de principio y mitad del siglo XX.

Especialmente en el Cercano y Medio Oriente, Estados Unidos
actúa con el descaro cínico del opresor,
diabolizando a los enemigos del momento (talibanes, Irak,
Irán,Libia) y santificando a sus aliados (A.Saudita,
Pakistán, Egipto),
mientras convalida la pauperización y humillación
ilimitada de los palestinos y eterniza la presencia de los
marines en las puntos estratégicos de la región.
Cualquiera sean los artífices reales del 11 de septiembre
y sus vínculos con la CIA, es evidente que el atentado
sirvió de pretexto para un despliegue de la
intervención imperialista .

Cómo siempre ha ocurrido en la historia norteamericana,
la nueva guerra facilita el disciplinamento interno y la
cohesión chauvinista de la población. Sirve de
excusa para recortar las libertades públicas y perseguir a
los opositores del militarismo. Pero en este caso, la
instauración de un clima
reaccionario tiende, además, a legitimar a un Presidente
surgido de una elección fraudulenta y que gobierna por
medio de una coalición ultraconservadora, endureciendo la
legislación penal y beneficiando impositivamente a los
más acaudalados

Sin embargo, la propia dinámica de la guerra es
desestabilizadora y genera un proceso de continuada
degradación. A través del saqueo de los recursos
petroleros, la balcanización del mapa regional y el
reforzamiento de las capas rentistas parasitaria, la guerra
provoca la destrucción de los sectores sociales y de los
movimientos nacionales que podrían asegurar el
funcionamiento mínimo de sociedades
completamente dislocadas. Este colapso de los proyectos de
construcción nacional en Oriente en un
cuadro de insoportable aumento de las desigualdades sociales
explica la alta adhesión que ha logrado el fundamentalismo
islámico en la región.

Cuánto más devastadora es la acción del
imperialismo más incontrolable se torna la acción
de los grupos surgidos con esta intervención. Los
talibanes son un ejemplo extremo de este tipo de "Frankesteins"
reclutados y financiados inicialmente por el Departamento de
Estado y convertidos luego agentes del terror en el propio
suelo
norteamericano. Este "efecto boomerang" es una típica
consecuencia de la opresión imperialista.

Luego de arremeter contra Afganistán, Estados Unidos se
apresta a concretar la fase II de su ofensiva. Podría
aumentar el bloqueo y los bombardeos a Irak o lanzar directamente
una nueva invasión. También prepara ataques contra
Irán e intervenciones en Somalia, Sudán, Yemen y
Filipinas. Pero es muy improbable que el imperialismo
norteamericano pueda mantener en estas campañas la gran
coalición que formó para invadir Afganistán.
Sus nuevas operaciones lo obligan además a sostener
frágiles regímenes asentados en el contrabando,
el tráfico de drogas y el
bandidaje .

La multiplicación de las guerras precipita, por otra
parte, grandes cambios geopolíticos (acuerdos de Estados
Unidos con Rusia y China contra
sectores islámicos) que rompen el equilibrio militar en
Asia Central y amenazan reactivar las viejas conflagraciones
irresueltas (especialmente entre India y
Pakistán). Pero Oriente es solo el punto crítico
actual de una arremetida imperialista que abarca a todo el
planeta. América
Latina es el segundo foco de estas intervenciones como lo
prueba la creciente participación de tropas
norteamericanas en Colombia. La
guerra es un elemento constitutivo de la reproducción capitalista que vuelve a
ubicarse en el corazón de
este sistema, socavando su propio funcionamiento.

EL ASCENSO DE LAS
LUCHAS SOCIALES

La recesión global y la escalada de guerras
imperialistas se desenvuelve en un nuevo contexto de luchas
populares que al comienzo del año 2002 se focalizan en la
sublevación argentina, y en la consolidación de la
protesta global.

La rebelión argentina tiene especial
significación internacional porque representa una
reacción de las clases oprimidas frente a una descarada
expropiación capitalista. La evidente legitimidad de esta
acción en defensa de los salarios y los ahorros de los
explotados ha despertado gran solidaridad
mundial, porque en Argentina no se dirimen confrontaciones
étnicas, choques religiosos, disputas tribales, ni
conflictos territoriales. Esta planteada una clara batalla social
contra los atropellos de los banqueros y empresarios que
despierta la simpatía mundial, porque el país ha
sufrido en forma extrema el mismo ajuste neoliberal que los
capitalistas aplican en todo el planeta. La sublevación
argentina derrocó a dos presidente civiles, se ha
extendido a todo el país y está alumbrando nuevas
formas de deliberación y organización popular. Este
desarrollo
tiene un gran impacto en los países latinoamericanos que
también han sido epicentros de insurrecciones
populares.

La rebelión ha desplazado la preocupación
imperialista inicial de un "contagio económico" de la
crisis argentina por el temor a un "contagio político" de
la respuesta popular. Ya es muy visible que el ascendente clima
antiimperialista en América
Latina amenaza frustrar el proyecto de dominación que
Estados Unidos ha diseñado en torno al ALCA.

El "argentinazo" alienta el avance de la protesta global, que
desde la batalla de Seattle en 1999 ha logrado imponer la
discusión de reivindicaciones democráticas,
sociales y ecológicas populares. Esta resistencia
frustró la implementación de planes reaccionarios
(AMI), forzó el fracaso de numerosas cumbres de la elite
bancaria y corporativa mundial y obligó a la prensa a
redescubrir la existencia de proyectos anticapitalistas. Estas
acciones presentan un nítido carácter
internacionalista y se ubican en el polo opuesto de las
reacciones fundamentalistas contra la
globalización. En lugar de confrontar a un pueblo
contra otro facilitan la lucha común de todos los
trabajadores oprimidos por el capital.

La protesta global canaliza una irrupción masiva de la
juventud en
cierta medida comparable al movimiento del
68 y nutrida del ecologismo militante (Reclaim the Streets), las
movilizaciones contra la explotación transnacional
(Sweat-shops) y la resistencia estudiantil (Direct Action
Network). Cómo ocurrió en los 60 la
ebullición del estudiantado retrata el malestar social que
subyace en la sociedad
capitalista.

Las movilizaciones también incluyen al gran espectro
agrario (ejidos mexicanos, sin-tierra
brasileños, campesinos tailandeses, pequeños
agricultores franceses) afectado por la acción
empobrecedora del "agro-bussines". En la resistencia participan,
además, organizaciones de
desocupados, que han logrado un eco importante para sus demandas
de seguros y empleo. También intervienen agrupaciones
ecológicas, corrientes feministas y asociaciones
humanitarias de larga tradición de auxilio a los
desamparados.

Las manifestaciones de 200.000 personas a mitad del año
pasado en Génova marcaron un punto culminante de la
protesta global al imponer una gran derrota a los jefes de
gobiernos, que se refugiaron en un barco frente a la multitud.
Los hombres de estado reforzaron allí la estrategia de
tensión ya ensayada previamente en Gotemburgo y utilizaron
los mecanismos represivos para tratar de contrarrestar su
aislamiento mediante la criminalización de la protesta.
Pero la respuesta en las calles fue excepcional y Génova
constituyó un duro revés para las corporaciones y
sus funcionarios gubernamentales .

Si bien los atentados del 11 de septiembre modificaron
bruscamente este panorama -al brindar a la clase dominante el
pretexto para lanzar una gran ofensiva contra la protesta- ni la
guerra, ni el clima de antagonismo entre los pueblos que se
pretendió crear han logrado desactivar el impulso de la
resistencia mundialista. Se mantiene el nivel de
movilización y ha comenzado a gestarse un cambio de foco
de reivindicaciones exclusivamente centradas en la crítica
a la globalización hacia una campaña de
denuncia de la guerra .

El reciente Foro Mundial
de Porto Alegre confirmó esta pujanza de la protesta al
lograr una concurrencia de 60.000 personas que superó
ampliamente las 12.

000 del encuentro anterior. La presencia de 4900
organizaciones de 131 países evidencia el creciente eco de
esta convocatoria, que se ha convertido en un foco de
atracción para todos los luchadores del mundo.

Tanto el "argentinazo" como la protesta global contribuyen a
la recomposición de la resistencia obrera internacional
que se observa desde la huelga
francesa de 1995. Existen evidencias de
esta reconstitución en Alemania, Italia y otros
países europeos, al cabo de muchos años de ofensiva
del capital sobre el trabajo. Estas acciones del proletariado son
todavía defensivas e involucran un grado de
movilización limitado, pero indican una importante
reanudación del nivel de lucha. Esta intervención
se ha extendido, además, significativamente en los
países periféricos de mayor
industrialización reciente. La clase obrera de Corea,
Sudáfrica o Brasil se ha reforzado y las organizaciones
sindicales han ganado fuerza .

En general, los sindicatos
mantienen en el mundo una extraordinaria presencia
numérica de 160 millones de miembros y una contundente
influencia social en situaciones convulsivas, a pesar del avance
del desempleo y la flexibilización laboral. Su
declinación es en cambio significativa, cuándo la
esclerosis burocrática bloquea la participación de
los sectores combativos que tradicionalmente estuvieron relegados
de la vida sindical (inmigrantes, desocupados, mujeres).

"OTRO MUNDO SOCIALISTA ES
POSIBLE"

El ascenso de las luchas sociales en plena recesión
global y la escalada militarista han reactualizado la
confrontación política entre las corrientes
keynesianas y socialistas, en torno a los objetivos de la
resistencia mundialista. Esta oposición fue
particularmente visible en el reciente encuentro de Porto Alegre,
porque allí sesionaron de hecho dos foros. Por un lado,
los partidarios del "capitalismo sano" invitaron a funcionarios
del Banco Mundial y de los gobiernos europeos que apoyaron la
guerra imperialista en Afganistán, mientras continuaban
alentando la reforma del FMI y trabando la participación
de organizaciones antiimperialistas radicalizadas. En el otro
campo, las corrientes anticapitalistas discutieron como impulsar
la solidaridad con las luchas populares en la perspectiva de
construir una sociedad socialista.

La línea keynesiana es favorable a la
reconstrucción del capitalismo industrialista de posguerra
y por eso sus teóricos polemizan exclusivamente con el
neoliberalismo y atribuyen todos los desequilibrios actuales a la
especulación financiera. Nunca explican porqué
fracasó el modelo intervencionista de capitalismo
antiliberal, especialmente en su vertiente periférica de
industrialización sustitutiva. En cambio los socialistas
batallan por conquistar el programa del
movimiento con el objetivo de apuntalar un proyecto
anticapitalista.

Sólo esta línea ofrece una perspectiva de
éxito para la protesta global, porque subraya la
existencia de antagonismos entre las clases y explica que el
espejismo de igualdad
ciudadana oculta profundas desigualdades sociales. El programa
socialista destaca que la fuente de
poder de los banqueros y las corporaciones es la propiedad
privada de los medios de
producción y señala que el capitalismo (y no el
mercado que lo precedió y parcialmente lo sucederá)
es la causa del desempleo, la explotación y la crisis.
Promover las consignas, el lenguaje y las
categorías del socialismo,
explicando la raíz capitalista (y no sólo
neoliberal) de la crisis actual es la tarea del momento. Esta
acción permitirá apuntalar la formación de
un polo revolucionario en el movimiento mundialista .

En la protesta global se expresan nuevas formas de
rebelión y conciencia
política. En este movimiento están
simultáneamente presentes los efectos creados por la
desaparición de la ex URSS y la asimilación de esta
experiencia por parte de la nueva generación . La juventud
se radicaliza, retoma la acción directa y vuelve a
aproximarse a la política, pero con mayor desconfianza
hacia los partidos y sin contar con el eje de atracción
que ejercían el movimiento obrero y el triunfo de las
revoluciones socialistas en el tercer mundo. Buscar los puentes
entre el estado de ánimo de la nueva generación y
la renovación del programa revolucionario es el gran
desafío actual, porque "otro mundo es posible" si se
batalla por el socialismo.

Herramienta, 14 de febrero 2002.

 

 

 

 

Autor:

Claudio Katz

Economista, profesor de la
Universidad de
Buenos Aires e
investigador del CONICET

URL: http://katz.lahaine.org

Partes: 1, 2
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