Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Antígona y Sócrates o el precio de la sabiduría (página 2)



Partes: 1, 2

Antígona es un personaje socrático, su modalidad
femenina. Por eso se atendrá a la esfera del deber
familiar, la que le es propia según las normas de la
sociedad
griega de su tiempo. No le
será dado reunir discípulos ni contemplará
siquiera como posibilidad el camino de la indagación
racional. Pero al igual que Sócrates,
posee sabiduría y la vive hasta las últimas
consecuencias. Como él, se percata de que es incomunicable
y asume sin ayuda su tarea. Exige a Ismena que la deje sola pues
comprende lo inútil de su apoyo no acompañado por
un saber esencial. Intentará cumplir con un deber que, a
su modo, promueve la reflexión sobre la naturaleza de
la virtud, tras el asombro y el terror de quienes encuentren a
Polínices honrado y sepultado o escuchen siquiera que
ésto se ha hecho.

Antígona, como Sócrates, está privada de
elección, porque la sabiduría inclina sólo a
la verdad. Hay una sola opción para ella. Y queda a solas
con su destino, el destierro del mundo de los vivos, en la
caverna que debe servirle de sepultura.

Como es casi inevitable, llama la atención el descenso ad inferos
(también resulta significativo que Sócrates jurara
"por el perro"). Pero Antígona experimenta al cabo de sus
decisiones y actos lo que Sócrates consideraba el punto de
partida de la existencia humana, el que muchos no rebasan.
Sócrates habla del ascenso a la luz desde la
caverna, del retorno a ella como deber del sabio, cuya
condición resulta inseparable de la función
pedagógica. Y la muerte,
quizás el único pago a su sacrificio, no debe
detenerle: la vita activa se hace inseparable de la vita
contemplativa.

Sócrates buscaba la faceta luminosa de los misterios, la
que ilumina la razón a la par del alma y
condiciona una virtud fácil de practicar, porque deviene
estado
interior y no obediencia externa. La incesante búsqueda
socrática persigue esclarecer, con ayuda de la
razón dirigida hacia lo oculto, la naturaleza de los
conceptos. Por eso, en su condición de ciudadano,
Sócrates respetaba los cultos tradicionales, como parte de
las leyes y
costumbres a observar, aunque predicase que el alma había
de dirigirse hacia lo divino en sí mismo, oculto y apenas
nombrable(3). La sabiduría no se alcanza sino en lo
trascendente, a la vez recóndito, que exige recorrer las
profundidades de lo sensible para aprehender lo inteligible. Se
trata de renovar la tradición y no de romper con ella: el
descenso ad inferos permite también remontarse hacia lo
más elevado. Se trata de vivir el antiquísimo
pensamiento
atribuído a Hermes
Trimegisto y asumido por Heráclito y los órficos: "Camino
hacia arriba y camino hacia abajo es uno y el mismo".

Pero Sócrates es un hombre y su
función pedagógica se atiene a los derechos que la sociedad
griega le concede, en el ejercicio de la búsqueda
racional. Antígona es mujer y doncella.
Su sabiduría es de otra índole. El poder sagrado
de la virginidad le comunica una sabiduría no perseguida
ni conquistada mediante el esfuerzo de la razón, pero
ésto tampoco explica por completo su proceder. Como
Sócrates, quien logró acceder por sí mismo a
las esencias, Antígona es una "elegida" y como tal, asume
todas las implicaciones de una fuerza
despierta en ella y dormida en otras doncellas: el mejor ejemplo
es su propia hermana.

Al igual que Antígona, Tiresias sabe qué
debería hacerse, y lo expresa, pero sólo ella
decide obrar, sacerdotisa de un oráculo unido a
inevitables misterios. Su saber es infuso, confirmado pero no
buscado, como tampoco el de Tiresias ha sido "buscado" a la
manera socrática. Confirmado en la tragedia del padre,
padeciente por haber pretendido tomar en sus manos las leyes
secretas del cosmos, por el falso saber y el falso poder que un
día ostentara. Lo oculto y ancestral se le ha presentado
en la tragedia paterna, en su carácter terrible e irrevocable. De este
modo, el respeto a lo
eterno constituye la base de la virtud, del orden y
conservación del universo.
Antígona realiza en vida el descenso ad inferos para abrir
los ojos de otros. Los suyos no lo necesitan. Como ocurre con
Sócrates.

El antecedente lejano de Antígona en la mitología
griega es Eurídice, quien no actúa
voluntariamente, pero es la esposa de Orfeo, dueño de los
misterios. No parece del todo casual el nombre de Eurídice
que lleva la reina, futura suegra de Antígona, la cual
parece ceder a la joven el papel protagónico en esta nueva
era. Su hijo, el joven Hemón, descenderá ad inferos
por amor, aunque
morirá en un acceso de hybris, comprensible y noble, pero
hybris al fin. Sólo Antígona tiene plena conciencia del
alcance y las dimensiones de sus actos, del golpe de la
fatalidad, y aunque el temor y el dolor ante lo irremisible la
sacudan, sus actos no suponen hybris pues no quebranta la medida
propia de su tipo de virtud, de la areté femenina que
exige otro tipo de sofrosyne, areté que incluye llorar
la muerte
virginal, sin sucesión para la estirpe. Al cabo, sus actos
abren los ojos de los necios, pero no de forma tranquila,
iluminada por la alegría del descubrimiento, como en el
caso de Sócrates, pues no le es dada la función
pedagógica: a una mujer, y más aún,
doncella, no se la escucha, según expresa el rey. La
enseñanza que transmite viene a
través de lo irremediable.

Sócrates es un mártir, pero su serenidad lo
preserva de la tragedia que se produce sobre él y a causa
de él, que afecta a sus discípulos y al consejo que
lo condena. Su muerte sobrecoge como la muerte voluntaria de los
dioses antiguos. Evitarla hubiera supuesto para él
incurrir en hybris–en su caso, desorden motivado por el apego a
la vida corporal–, violar el orden de su areté. Pero
él, siendo hombre, predica públicamente un proceder
y una actitud.
Antígona, mujer griega, ha de limitarse a actuar, pues sus
palabras no son atendidas, y basa su conducta en el
sagrado temor y en el amor, el
cual proclama como su fin. Su sabiduría se apoya en el
amor, un amor dirigido, en primera instancia, a los suyos, pero
en última instancia, al objeto que inspira ese sagrado
temor: lo oculto y trascendente.

Es así que el amor, que es unión y
reconciliación, la separa–como a Sócrates la
filo-sofía–de los demás, aunque lazos más
profundos los vinculen a un nivel no ordinario, al objeto
más recóndito de ese amor, como en el caso de
Sócrates. Dos muestras son la acusación de
desobediencia a las leyes de la ciudad hecha a ambos, y la
actitud de los dos ante la muerte inevitable.

Sócrates fue acusado, en esencia, del mismo delito imputado a
Antígona: desobedecer las leyes civiles. Esto nunca fue
probado de manera irrefutable. Se le condenó por una
actitud ante estas leyes y no por un proceder en contra de ellas.
Antígona se hizo culpable de ambos delitos. Pero
todas estas leyes fueron establecidas por hombres no
identificados con las leyes del cosmos sino con ideales humanos
en el sentido más empírico, asentados en este caso
en la democracia,
ese "bien de la mayoría" tan problemático para
Sócrates–según muestra en su
condena a los sofistas–lo cual argumenta hasta la saciedad su
discípulo Platón en
La
República. Según es sabido, el ideal
democrático le resulta inaceptable porque contradice el
orden natural y por consiguiente resulta muy fácil la
transformación en su opuesto.

Edipo y más tarde Creonte son excelentes ejemplos de lo
anterior. Ambos olvidan en la ofuscación del poder el
respeto debido a las leyes cósmicas y deberán pagar
por ello. Los decretos de ambos se imponen a la ciudad como leyes
inviolables, paradoja que para el pensamiento griego revela una
esencial inconsistencia. La controvertida doxa social de los
sofistas contiene un fondo relativista que da paso a la
tiranía, y el diálogo
entre Antígona y Creonte es muy significativo al respecto.
El la tilda de insolente y siente que arriesga no sólo su
poder sino su hombría. Ella le llama tirano y él
responde comparándola con la multitud a la que el temor ha
enmudecido, con la fuerza externa de la doxa social: "¿Y
tú no te avergüenzas de pensar de distinta manera que
ellos?"(4).

El pueblo tebano carece de la fuerza de la convicción
que da el verdadero saber. Teme, pero acepta los decretos de
Creonte cegado por la aureola mágica que suele envolver el
poder. Compadece a Antígona pero es incapaz no sólo
de seguirla, sino ni siquiera de alzar la voz en su defensa. Pero
también por temor aconseja a Creonte, tras la entrevista
con Tiresias, reparar el error que se va evidenciando como mal.
Se trata de un temor en el fondo del cual yace la
intuición del orden cósmico y los males que pueden
sobrevenir por quebrantarlo, pero no es saber. Esto se muestra
con claridad cuando el coro dice a la joven condenada:
"Estás vengando alguna prueba paterna"(5). Y se pierde en
contradicciones en el parlamento siguiente, al ponderar por igual
el respeto a los muertos y al imperio. Es pura doxa, engendrada
por las contingencias, que no puede resolver las paradojas porque
no se vincula a búsquedas de tipo socrático ni a la
luz interior que a la mujer griega
puede otorgar su posición de guardiana de lo ancestral,
bajo la forma de la
familia.

A Antígona la pierde su saber, reservado en la sociedad
griega para los hombres, la hetaira o la pithya, mujeres que han
renunciado a la posición modélica de madre de
familia.
Sócrates es condenado porque el peso de su autoridad se
reconoce y se teme. Tiresias es amenazado por idéntica
razón, pero a Antígona se le niega el
reconocimiento porque además de mujer, es joven y doncella
prometida en matrimonio. Su
feminidad es viva y ha despertado el amor de Hemón hasta
el punto de decidirlo a morir con ella. El compromiso entre ambos
no es de conveniencia, dudosa por lo demás después
de los males que han azotado a Edipo y a sus hijos. Todo
ésto hace que no pueda ser creída por el ciudadano
medio. Hemón cree en ella porque la ama, pero el suicidio
muestra que no hay en él un verdadero saber, aunque el de
Antígona lo inflame y sacuda. El pueblo la compadece
porque ha mostrado amor y por él es sacrificada
aparentemente(6). Pero es Hemón el verdadero sacrificado
al amor. Este amor lo hace entonar, como a Sócrates en el
Fedro, la palinodia cuyo objetivo
último es la sabiduría. De una inusitada forma,
Hemón se ha hecho philo-sophos, pues ama, a través
de Antígona, la sabiduría que en ella reside.

Los discípulos veneran y aman a Sócrates, pero
no se disponen a morir con él. Y no es por haber
conquistado–salvo en el caso de Platón–una sabiduría propia que les
vete dicho acto por ajeno a la fronesis y a la paideia
socrática, sino porque no pueden identificarse con
él. El maestro se torna un paradigma
inalcanzable. Fedón, Cebes, Critón y los
demás le lloran pero no se les ocurre acompañarlo.
Hemón acompaña a Antígona siguiendo un
llamado más fuerte: el de la ley
cósmica que une a hombre y mujer. Ella se ha vuelto la
sabiduría femenina–diferente de la sabiduría
"masculina" de Atenea Parthenos, caso inverso al de
Sócrates, al cual se le ama por su saber y por la virtud
que éste engendra.

La egipcia Isis, regente de la vida y de la muerte, las
griegas Ceres y Proserpina, cobran cuerpo en la joven virgen.
Tebas se redime por medio de un sacrificio arcaico, pues la
doncella que lava las cualpas es acompañada por el joven
que la desposará en el otro mundo. El saber aniquila a
quien lo obtiene, parece decirnos Sófocles, al menos en un
mundo en el cual el reconocimiento de lo invisible y la
obediencia a éste se han sustituído por dictados
humanos basados en la pura contingencia. El poder que emana de
esta virgen sabia aniquila a quien lo recibe en toda su
intensidad. El resto obedece a los cánones de la tragedia
griega.

En el juicio de Sócrates, éste interroga a
Melito de tal modo que se repiten los principales argumentos
expuestos por Hemón

y Creonte: en toda Atenas, sólo Sócrates parece
ser capaz de corromper, como en toda Tebas, sólo
Antígona. En ambos casos, a través de ejemplos
civiles dados con toda conciencia. Sin embargo, se acusa a
Sócrates de no creer en los dioses del Estado y se condena
a Antígona por respetarlos a toda costa. Pero los mismos
dioses se someten a un orden interno del universo frente al cual
se hacen contingentes salvo si se les reconoce como sus custodios
o símbolos. Sócrates ha comprendido lo
primero; Antígona lo segundo, pero a ambos el saber los
guía hacia el orden oculto, en una sociedad donde el
respeto a los dioses se acepta–y aun impone–o se rechaza
según los dictados del poder político.
Antígona podría repetir las palabras
socráticas: "Antes que el ciudado del cuerpo y de las
riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y su
perfeccionamiento (…) A mi juicio, el más grande de
todos los males es hacer lo que Anito hace en este momento que es
trabajar para hacer morir a un inocente"(7). Sócrates se
sabe escogido por un dios. Antígona también. Ambos,
con el eterno amor fati del sabio, pagarán el precio.

Sócrates cuenta en la Apología un hecho similar
al que sucede a Antígona, acaecido tras la batalla de las
Arginusas, en el cual Sócrates, siendo Senador, intervino
para imponer justicia.
Aquí parecen contradecirse los criterios de justicia
sustentados por Sócrates y Antígona, pues
Sócrates salva del castigo a los generales atenienses que,
vencedores en la batalla naval, no habían enterrado a los
muertos(8).

Sucede sin embargo que el castigo a este acto–acto que en el
caso de Antígona constituye el verdadero crimen–se
hubiera basado en quebrantar las leyes ciudadanas en favor de la
ira popular. La injusticia consistiría en establecer leyes
y quebrantarlas según los vaivenes de la demagogia, aunque
los deberes para con los muertos sean sagrados.

Pero Sócrates es hombre y le concierne la vida
pública. Como personaje socrático femenino,
Antígona se aplica a reparar la injusticia en el nivel que
le corresponde. Sócrates no aprobó el desacato para
con los muertos, sino que combatió la incongruencia tras
la cual se ocultaban conveniencias y caprichos. A él
corresponde reparar la transgresión de las leyes. A ella,
la transgresión de lo sagrado. Por eso no pretende
condenar a Creonte ni defenderse a toda costa, sino restaurar
diké allí donde le resulta posible. Y ambos
pronuncian ante la inminencia de la muerte frases muy similares,
consecuencias de seguir su verdad única: Antígona
dice a Ismena: "Tú has elegido vivir y yo morir"(9).

Sócrates dice: "Es tiempo para que nos retiremos de
aquí, yo para morir, ustedes para vivir. Entre ustedes y
yo, ¿quién lleva la mejor parte? Esto es lo que
nadie sabe excepto el dios"(10).

Esta similitud en la letra, mayor aún en el
espíritu, muestra la esencial soledad de ambos ante lo
ineluctable, que se precipita como consecuencia de la actitud de
cada uno. No parece hybris la desesperación de
Antígona al ser llevada al sepulcro. La sabiduría
le ha infundido un valor
"inadecuado" para su feminidad y le impide, al estar unida al
amor, guardar hasta el final la imperturbabilidad
socrática e incluso pretenderlo.

Pero Antígona no ha obrado por mero impulso. Sin mediar
una búsqueda de tipo socrático, ha llevado a cabo
una reflexión: ¿para qué realizar a toda
costa las honras fúnebres de Polinices, es decir,
desobedecer las leyes de la ciudad, aunque provengan de la
cólera
de un autócrata? Pregunta crucial para cualquier ciudadano
griego, cuya relación con la polis confería sentido
a su vida. Es el mismo dilema socrático, sólo que
Sócrates emplea las leyes civiles para argumentar su
propia posición con respecto a los asuntos de la polis, y
con ayuda de su método de
discusión, hacer valer su opinión, o por lo menos
que ésta golpee a sus opositores, como ocurre en la
Apología.

Antígona reflexiona en silencio. No es Aspasia ni
Diótima, liberadas del confinamiento por sus respectivas
condiciones sociales–hetairas ambas y tal vez sacerdotisa la
segunda–pero razona con la misma claridad(11). No trata de
defender el orden aristocrático, desplazado por la
democracia, sino el orden cósmico, ancestral y sagrado.
Sócrates tampoco defendió la aristocracia, como una
interpretación sociologista pudiera
proponer, sino la eternidad de ciertos valores, su
contenido universal, frente al voluntarismo y el utilitarismo.
Antígona defiende el deber para con los ancestros y sus
descendientes, valores también perennes pues los ancestros
constituyen una imagen del cosmos
que nos genera, de las raíces que nos atan al ser. Y sus
hermanos representan todo ésto en el mismo grado y sentido
que ella, hecho que los sitúa en un lugar diferente del
que pudieran algún día ocupar su marido e hijos. Si
utilizamos los términos de María Zambrano, diremos
que Antígona defiende el terreno de lo prenatal(12).

Llama también la atención su duda frente a la
posible justicia de los dioses. Toda actitud de sabiduría
está ligada a la duda, sea cual sea el resultado.
Sócrates fue acusado de no creer en los dioses porque
conocía la pura aparencialidad de éstos y les
rendía exclusivamente un homenaje ciudadano, pero, yendo
más lejos, el verdadero motivo de la acusación es
la duda, perenne y corrosiva de todo principio "conveniente" y no
absoluto. Antígona se asoma al misterio de la justicia
cósmica en sus últimas palabras:
"¿Qué derecho de los dioses he
transgredido?"(13)

Creonte se ha cuidado bien de cometer dicha
transgresión al emplear recursos que
aprobaría un sofista, al desterrarla del mundo de los
vivos, eufemismo que encubre la sentencia de muerte contra una
joven virgen. Ella ha obedecido las leyes de lo eterno, en
apariencia aprobadas por los dioses, pero el último velo
parece descorrerse ante sus ojos: ellos no son los autores ni los
dueños de las leyes, las cuales provienen de algo
más hondo y terrible, de aquello en lo cual
Sócrates se adentró a través de lo
único accesible al hombre: los valores y
su naturaleza.

Job podría esclarecer mucho mejor el problema mediante
el Deus Absconditus, cuya voz llega a escuchar, el cual hace
trizas la aparencialidad de las leyes y la recompensa o el
castigo condicionados por ellas. Sócrates no teme a los
dioses, sino sólo a las esencias cósmicas que porta
en sí mismo como microcosmos. Al igual que
Demócrito, Jenófanes o Parménides, ha
descubierto que las leyes cósmicas no dependen de los
dioses, ligados a la pura contingencia. Aunque sus respectivas
concepciones los diferencian, este hallazgo los vincula en la
filo-sofía, porque no fue un descubrimiento individual,
sino de la sabiduría griega, de la conciencia colectiva.
Antígona llega hasta el umbral de este descubrimiento,
impulsada por la ley que cumple. El resto lo sabrá pronto,
más allá de la muerte.

Pero no puede vislumbrarse, ni siquiera intuirse tal cosa sin
sentir de golpe lo trágico de la condición humana.
Sócrates, hombre con derechos civiles, viejo y triunfante
en una larga búsqueda, bebe la cicuta con perfecta
indiferencia frente a lo aparencial. Antígona, mujer,
joven, virgen e impulsada por una luz sagrada, teme a los poderes
que se desencadenan por ella y frente a ella, pues su instinto es
lo suficientemente sabio para entender que la calma y el equilibrio de
la razón no hacen mermar la terrrible fuerza de lo
trágico, ante el que resultan idénticos el llanto y
la serenidad.

El sereno anciano Sócrates y la doliente doncella
Antígona están en definitiva hermanados por la
misma suerte, por aquello que a los ojos del hombre común
constituye la culpa, por la sabiduría esencial expresada
en el actuar, pase lo que pase, conforme a la ley cósmica
que contradice lo aparencial, la doxa unida a éste.
Sócrates despierta un sagrado respeto. Antígona,
también la compasión. Pero pese a las diferencias,
ambos muestran que no pueden violarse impunemente los límites
dentro de los cuales se mueve el hombre
común. La verdadera tragedia de ambos no es la muerte sino
la soledad, la incomunicabilidad del saber que los distancia de
sus semejantes, sin importar que despierten simpatía o
rechazo. Y la misma suerte correrá todo aquel a quien el
cosmos haya proporcionado un saber análogo, por la
vía que fuere. Esta tragedia puede ser asumida de varias
formas por el héroe, pero lo dejará siempre inerme
frente a la pura contingencia que ha logrado rebasar.

La República platónica, entre otros
significados, constituye una larga reflexión al respecto,
cuando en el libro II se
concluye que la justicia se sufre, no se elige; es un don, no una
conquista del
hombre, y la posibilidad de entender ésto supone un saber
no común. En el libro VII se advierte también que
el precio va más allá de la soledad. Ciencia y
virtud son inseparables y quien las posee quedará tarde o
temprano privado de habitar en el reino de los vivos, quienes
intuyen el peso terrible de un don que se niegan a compartir con
quien lo ha obtenido o tolerar siquiera, quizás porque
temen carecer de fuerza suficiente para ello.

Esta privación se manifiesta en vida en la irremisible
contradicción con la mayoría de los hombres,
conflicto que,
en su forma más radical, genera la condena a la cicuta o
al sepulcro. La estirpe socrática no sigue un sólo
modelo, sino
que existe siempre de forma concreta. Podrá variar su
reacción frente a lo trágico, pero lo
padecerá siempre, porque no asume la existencia como un
fin en sí misma, sino en función de un principio,
de una totalidad que se revela al cabo como
paradójica(14).

De un curioso modo, Sócrates y Antígona
resultan, en sus respectivos contextos, los dos únicos
seres realmente libres porque conocen y asumen esa dependencia,
ese telos. Pero según anunciara Anaximandro,
pagarán con el retorno al apeiron su desprendimiento de
éste, o mejor, su autonomía moral, la
única posible para el hombre.

Lourdes Rensoli Laliga

Madrid, mayo de 1996.

NOTAS

(1) Sobre este problema: U. von Wilamowitz-Moellendorf:
Einleitung in die griechische Tragödie. Hildesheim,
1988;

R. Gardner: From Homer to tragedy: the art of allusion in the
Greek poetry. London, 1990; J. Peter Euben (ed.): Greek tragedy
and political theory. Berkeley, 1986; J. P. Vernant, P.
Vidal-Naquet: Myth and tragedy in ancient Greece. New York, 1988;
K. M. May: Nietzsche and
the spirit of tragedy. Houndmills-London, 1990; M. S. Silk, J. P.
Stern: Nietzsche on tragedy. Cambridge, 1983; Ch. Meier: Die
politische Kunst der griechischen Tragödie. München,
1988; N. Georgopoulos (ed.): Tragedy and Philosophy. Houndmills-
London, 1993; E. Rodhe y otros: Nietzsche y la polémica
sobre "El nacimiento de la tragedia". Málaga, 1994.

(2) Cfr.: L. Polo: "La vida buena y la buena vida: una
confusión posible". Atlántida, nº 7,
julio-sept. 1991; W. Jaeger: Paideia. Die Formung des
griechischen Menschen. Berlin, 1954, caps. II-III; V.
Bróchard: La morale de Platon. Paris, 1926; K. Reinhardt:
Sophokles', Antigone'. Göttingen, 1961, pp. 9 ss; R.
Mondolfo: La concepción del sujeto humano en la cultura
antigua. Buenos Aires,
1955, pp. 365, 391-396, 401-408.

 (3) Cfr.: L. Robin: El pensamiento griego y los
orígenes del espíritu científico. México,
1962, III-II; A. Lesky: Historia de la literatura
griega. Madrid, 1968,
I, V, B-9; L. Gernet y A. Boulanger: El genio griego
en la religión. México, 1960, II, IV, 3,
pp. 65, 256-270; W. K. C. Guthrie: Orpheus and Greek Religion: a
study of the Orphic Movement. London, 1952; K. Kerényi:
Dyonisos: Archetypal Image of the Indestructible Life. Princeton,
1976; L. Rensoli: "Tres filósofos de la duda: Sócrates,
Agustín, Descartes".
Posfacio a: Antología de historia de la
filosofía. Renacimiento II.
La Habana, 1983.

 (4) Sófocles: Antígona. En: Tragedias.
Madrid, 1981, p. 281.

(5) Sófocles: Antígona. Tragedias, ed. cit., p.
281.

(6) Cfr.: E. Zeller: Sócrates y los sofistas. Buenos
Aires, 1955, pp. 15-16; Cfr.: H. Fränkel: Dichtung und
Philosophie des frühen Griechentums. München, 1976, p.
323; P. Boutang y G. Steiner: Diálogos sobre el mito de
Antígona y el sacrificio de Abraham. Barcelona, 1994, pp.
45-90.

(7) Platón: Apología de Sócrates. Obras.
Madrid, 1950, pp. 26-27; Fränkel (op. cit., p. 477)
señala en la obra la idea de la justicia y el ejercicio
del bien como la mejor herencia y
areté.

(8) Cfr.: Platón: Ibíd., p. 29.

(9) Sófocles: Antígona, ed. cit., p. 269.

(10) Platón: op. cit., p. 42.

(11) Cfr.: R. Ricchi: Femminilitá e ribellione: la
donna greca nei poemi omerici e nella tragedia attica. Firenze,
1987.

(12) Cfr.: M. Zambrano: La tumba de Antígona.
México, 1967, pp. 3-27 (se insiste en la soledad esencial
de Antígona y en la dimensión filosófica de
la obra, temas desarrollados en El hombre y lo divino); A. Lesky:
op. cit., pp. 307-310.

(13) Sófocles: Antígona, ed. cit., p. 283.

(14) Cfr.: S. Kierkegaard: Antígona. En: O ésto
o aquello. México, 1942, pp. 33-43, 70-82; W. Kaufmann:
Tragedia y filosofía. Barcelona, 1978, pp. 40-49; G.
Steiner: Antigones. Oxford, 1989, pp. 38-42. En la p. 40 se hace
notar la opinión de Hegel sobre
Antígona, superior a Sócrates. Sobre este punto: O.
Piulats: Antígona y Platón en el joven Hegel.
Barcelona, 1989, pp. 35-36, 46, 166-173; H. Fränkel:
Dichtung und Philosophie des frühen Griechentums. ed. cit.,
pp. 446 ss.

A María Zambrano, la que pagó el precio

 

 

Autor:

Lourdes Rensoli Laliga

http://solotxt.brinkster.net/tabularium/rensoli.htm

Partes: 1, 2
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter