En la segunda mitad del siglo XX se fue conformando en la
conciencia
occidental una paradoja de carácter espiritual, de fuertes
repercusiones sociales, cuyos extremos se perfilan muy claramente
desde los años 60 del siglo XX y en el actual inicio del
siglo XXI: uno de ellos es una creciente incredulidad religiosa,
al menos en los principios de fe
sustentados por las religiones
monoteístas tradicionalmente establecidas:
Judaísmo, Cristianismo,
en menor medida el Islam. El otro es
el progresivo acercamiento a formas eclécticas de
religiosidad, el mejor ejemplo de las cuales es la llamada
New Age, o
bien a variantes fundamentalistas de las religiones
tradicionales.
Se ha hecho ya común además rechazar de diversos
modos–uno de los cuales consiste en recibir con una sorna
moderada, que pasa por "tolerancia"–cualquier pronunciamiento
público (esta idea no se dirige especialmente al
ámbito privado, aunque puede y debe tomarse en cuenta)
sobre los actuales problemas del
hombre y de la
sociedad que
posea una raíz o una orientación confesionales.
Tal hecho va unido con gran frecuencia a la adhesión
personal a
sectas y formas diversas de gnosticismo y/o panteísmo, que
pueden vincularse o no a actitudes ante
el mundo y la sociedad. El más evidente ejemplo de
ésto son ciertas variantes del ecologismo.
Por último, no es ocioso señalar que la
adhesión a la New Age o a otras formas del ocultismo se ha
convertido en un rasgo de moda, de buen
tono en ciertos medios, ya sea
como signo de una "heterodoxia" que encubre desorientaciones,
desconocimientos y vacíos espirituales, y que libra de
cualquier compromiso ético, al menos preciso, a quienes
así piensan. Su modalidad extrema es el satanismo, que
por desdicha también prolifera en Occidente. Las
religiones tradicionales han adoptado actitudes desiguales ante
ese fenómeno, que van desde la condenación extrema
y sin matices–más frecuente en las corrientes
fundamentalistas–hasta el análisis crítico de las diversas
modalidades de la New Age y el ocultismo, con vistas a delimitar
entre posibles puntos de contacto, de divergencia o de franca
oposición.
Se ha hecho también común que, ante el
fenómeno anterior, una buena cantidad de creyentes
activos (es
decir, que profesan y practican su fe abiertamente, cualquiera
que ésta sea) adopten posturas extremas: ora retirarse de
toda discusión pública, por considerar que no han
de ser escuchados y/o aceptados; intervenir en ellas con
posiciones vergonzantes, ésto es, ocultar toda
manifestación confesional, aun en sus aspectos más
evidentemente legítimos desde cualquier perspectiva (nos
referimos al nexo entre principios religiosos y principios
morales de ética y de
justicia
social); ora intervenir de forma agresiva, desde posiciones
rígidas y tendentes al fundamentalismo. La contrapartida
de ésto es el afán, que con cierta frecuencia
muestran quienes participan públicamente en la vida
social, por dejar sentado que sus puntos de vista no son
religiosos, en una suerte de retorno a la actitud de
la
Ilustración clásica.
Con gran frecuencia se afirma que, con vistas a una actitud
moral
más libre y elevada, es necesario situar al hombre como
medida de todas las cosas, considérese éste
poseedor de un alma inmortal
o no. No pocas veces se acepta este principio de forma
exclusivamente pragmática, pues la duda sobre la validez
de cualquier principio se considera insoluble. Una vez más
en la historia se
anuncia de algún modo el arribo a una supuesta Era de
las luces, que sustituye la religión por el
conocimiento y una moral basada en las necesidades e
intereses del hombre, concebido como centro. Su contrapartida es
la subordinación extrema del hombre a la naturaleza,
propia de algunas corrientes ecologistas, cuyas posiciones
coinciden con el panteísmo, o al menos se acercan en gran
medida al mismo, como antes se señalaba.
Estas y otras posibles actitudes pretenden convivir, pero en
realidad establecen una guerra
más o menos abierta, como contraparte del espíritu
escéptico y superficialmente pluralista propugnado por la
llamada "postmodernidad". Panorama que evoca las palabras
del Kant en su
célebre prefacio a la Kritik der reinen Vernunft,
al referirse al caos, el desconcierto y el cansancio que se
observaban por doquier en su época.
No se olviden los antecedentes históricos de tal
situación, ya sea la etapa helenística griega, los
últimos siglos del Imperio romano o las corrientes que, en
los inicios de la modernidad,
recorrieron el camino entre escepticismo y libertinismo,
antecesores de la actitud racionalista crítica
de la Ilustración, de modo tal que podría
considerarse el lema de buena parte del pensamiento
contemporáneo la conocida idea de Montaigne: "Si
philosopher c'est douter, comme ils disent, á plus forte
raison niaiser et fantastiquer, comme je fais, doit estre
doubter" (Montaigne, 1962, p. 330). En cuanto a la
religión, como tema de reflexión laico, esta idea
se hace aun más fuerte, hasta el nihilismo
radical.
Suele culparse de estos fenómenos a las propias
religiones, ya sea por un supuesto dogmatismo, ya sea por sus
actitudes a lo largo de la historia, que habrían
influído negativamente en la vida humana. Estas a su vez
asumen posiciones diferentes: unas están realmente
dispuestas a una renovación, y surge así el
problema de la consecuente fidelidad a los principios; otras no
parecen estarlo, aunque proclamen lo contrario y en algún
momento hayan dado pasos hacia ello: en resumen, el eterno
problema de la correlación entre tradición y
contemporaneidad. Un tercer grupo
está decididamente en contra de todo cambio.
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