Hoy, al final del segundo milenio, no sabemos todavía
muy bien cuál es el lugar de la música
clásica.
Es evidente para nosotros su preeminencia desde el punto de
vista artístico.
Asimismo, también está clara, aunque sea
problemática, su conexión con un vértice
sociológico en el que tradición familiar,
educación académica y bienestar material se
entrelazan.
Pero el universo de la música ha cambiado mucho en la
segunda mitad del siglo XX. La educación musical
tradicional en los conservatorios, con su dependencia de la
notación musical, no refleja ya las posibilidades de
manipulación de los materiales musicales a través
de registros acústicos directos, de síntesis
electrónica, de apropiación de sonidos
extraños a la producción instrumental.
La ideología del progreso artístico y las
utopías revolucionarias de construcción social del
hombre nuevo, de las que se alimentaban las vanguardias
musicales, no son hoy más que armazones vacíos, a
los que todavía algunos se agarran, mientras que otros se
repliegan al pasado, o ensayan puentes para los márgenes
musicales en los que el contexto práctico y el
inmediatismo funcional son aún reyes.
En resumen, la tradición clásica está
aparentemente aislada y sin rumbo, a pesar de su prestigio.
En esta situación de crisis, estamos tentados a
identificar la tradición de la música
clásica con el más visible de sus soportes, la
escritura musical. Admitimos con facilidad que la escritura
define esta tradición. Y, aparentemente así es. A
pesar de que los pianistas interpretan obras sin partituras,
sabemos que las han estudiado a fondo, hasta que las puedan
reproducir de memoria. Desde el punto de vista de la
teoría estética, hay por lo menos un
filósofo respetable, Nelson Goodman, que identifica la
obra musical con su partitura.
Manuel Pedro Ferreira