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Los escritores y el baile flamenco


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    Este artículo se titula "Los escritores y el baile
    flamenco", pero bien podríamos denominarla también
    "Visión literaria del baile flamenco".

    Como sabemos, el Flamenco consta de una maravillosa y
    compenetrada tríada, tres aspectos musicalmente
    hermanados: el cante, el toque y el baile.

    A nadie se le escapa que, de los tres, el más vistoso,
    el más atractivo, el más sensual, el más
    completo es el baile, por cuanto éste necesita la
    convergencia de los otros dos aspectos, y así tenemos el
    cuadro flamenco, claro- absolutamente configurado.

    El baile es, como la música, lenguaje
    universal, por eso también sucede con la guitarra- es el
    que más pronto cala en los neófitos, en los
    turistas, en los extranjeros, etc. Basta abrir los ojos y las
    puertas del alma, ofrecer
    la esponja de nuestra sensibilidad para sentirnos invadidos por
    la vistosidad y exuberancia, la majestuosidad del baile
    flamenco.

    Los escritores, desde que tenemos noticias del
    Flamenco fines del XVIII y, con más seguridad, hacia
    mediados del XIX- han ofrecido su arte, su pluma a
    las distintas facetas del Flamenco, describiéndolas y,
    aunque no siempre, ensalzándolas y
    disfrutándolas.

    Por lo que apuntábamos antes, la inmediatez
    sentimental, la vistosidad, el baile ha sido muy especialmente
    comentado por los poetas y narradores de dentro y de fuera de
    nuestra tierra.

    Nuestro objetivo es
    acercarnos, con la brevedad y síntesis
    que la ocasión requiere, a esta visión literaria
    del baile.

    Ya a mediados del s. XIX, Estébanez Calderón, el
    romántico costumbrista, en su célebre "Un baile en
    Triana", inicio de las primeras noticias fiables del Flamenco,
    nos proporciona una descripción del baile. Estébanez
    Calderón nos comenta, con evidente halago e
    idealización, la rondeña que vio bailar a La Perla
    y su amante el Xerezano:

    "El pie pulido de ella se perdía de vista, por los
    giros y vueltas que describía, y por los juegos y
    primores que ejecutaba; su cabeza airosa, ya volviéndola
    gentilmente al lado opuesto de por donde serenamente
    discurría, ya apartándola con desdén y
    desenfado de entre sus brazos, ya orlándola con ellos,
    como queriéndola ocultar y embozarse, ofrecía para
    el gusto las proporciones de un busto griego, para la
    imaginación las ilusiones de un sueño voluptuoso.
    Los brazos mórbidos y de linda proporción, ora se
    columpiaban, ora los alzaba como en éxtasis, ora los
    abandonaba como en desmayo, ya los agitaba como en frenesí
    y delirio, ya los sublimaba o derribaba alternativamente como
    quien recoge flores o rosas que se le
    caen. Aquí doblaba la cintura, allí retrepaba el
    talle, por doquier se estremecía, por todas partes
    circulaba, ora blandamente como cisne que hiende el agua, ora
    ágil y rápida, como sílfide que corta el
    aire. El bailaor
    la seguía menos como rival en destreza, que como mortal
    que sigue a una diosa.

    Ya desde estos primeros momentos de descripción o
    recreación literaria se advierte que todos
    destacan del baile flamenco su carácter sensual, voluptuoso, cargado de
    picardía sexual. Sensualidad que, parece ser, según
    interpretan desde una óptica
    romántica, un eco oriental. Rogelio Buendía
    (1891-1969), en el soneto Mujer andaluza,
    escribe:

    Bailando, tienes algo de orientales
    ensueños, y la risa de tu boca
    es un sonar constante de cristales,
    una florida catarata loca.

    Bailando, tienes algo de sultana,
    y en la penumbra de tus ojos brilla
    el fulgor del mirar de una gitana
    embriagada de sol y manzanilla.

    Bailando, tienes algo de las siestas
    calurosas de estío, y en tu pecho
    se amustian los claveles reventones…

    Cuando bailas, paréceme que asestas
    puñaladas. Tus ojos en acecho
    son puñales que hieren corazones.

    El baile es simbólicamente descrito con imágenes
    como llama, fuego, serpiente, puñalada, etc.

    Este cariz erótico del baile incitó la
    imaginación de propios y extraños. Los escritores
    románticos extranjeros del XIX, ávidos de emociones
    estéticas y de exotismo, nos han dejado exaltadas loas,
    acercamientos -a veces morbosos- al baile chispeante y
    presuntamente provocador. De esta guisa nos cuenta su experiencia
    como espectador del baile del polo bailado por la cigarrera
    Candelaria en Triana el barón Charles Davillier, en
    Viaje por España (1862):

    Aunque la Candelaria, maravillosamente secundada por su
    bailaor, no tenía necesidad de que la animasen, ora se
    retorcía para escapar de la persecución de su
    compañero, ora parecía provocarle, alzando y
    bajando alternativamente a derecha y a izquierda el filo de su
    traje de indiana con volantes que flotaban dejando entrever unas
    enaguas blancas almidonadas y una pierna firme y nerviosa.

    El entusiasmo comenzaba a apoderarse de todos los
    espectadores: las mujeres se ponían de puntillas y todos
    decían algo a la bailaora aplaudiendo con su abanico.

    ¡Alza, morena! ¡Más ajo al pique!
    gritó de improviso un
    viejo gitano de ronca voz, a quien le pareció que la
    bailaora carecía de entusiasmo.

    Ella le miró sonriendo y le amenazó con la punta
    de sus deditos. Cirineo cogió entonces una pandereta, y,
    después de haberla hecho zumbar un instante, la
    lanzó a los pies de la Candelaria, que se puso a bailar
    alrededor del instrumento redoblando su inspiración y su
    agilidad.

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