"Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe
y era nuestra herencia una red llena de agujeros"
(Cantar mexicano-1528)
Vivimos, se dice, época de desfondamiento
histórico y político. Los protocolos con
que nuestro tiempo se
presenta están configurados bajo la figura del fin. Fin de
los grandes relatos, fin de la política, fin de la
utopía. Por supuesto, el elemento que aglutina, que
vertebra, todos esos fines es el aserto fácil -y por ende
muchas veces impensado- que indica el fin, la crisis
última, del marxismo. De
la época de las revoluciones y las guerras, de la
época de las apuestas por el hombre nuevo,
habremos pasado, lentamente, al aprendizaje de la
mesura consensual de las regulaciones liberales-capitalistas. No
habrá más lugar, se nos indica, para los
sueños rupturistas del pasado, para el advenimiento de la
humanidad nueva. En última instancia, se nos dice, y
éste es el elemento de certidumbre al interior de la
incertezas posmodernas, todas las utopías
pretéritas llevaban en su seno proyectos aun
más terribles que los que combatían. Ese es el
veredicto de nuestro tiempo: una época sin
política, sin lucha ni clases, sin idea acerca del
hombre.
Hay que declarar el fin de esos fines. Hay que enunciar ese
fin para sacar las consecuencias de esa declaración.
Por supuesto, separarse de los sentidos que
nuestra situación prodiga, es separarse también de
las versiones unívocas y totalitarias con que el capital-liberal-parlamentarismo triunfante ha
encorsetado al marxismo. El relato de un marxismo muerto por su
plenitud de sentido, como relato finalista y esencialista de la
estancia del hombre en la tierra no
hace otra cosa que resguardar una única existencia
posible: aquella ya configurada por el relato de los vencedores
capitalistas.
Liberar al marxismo -y a Marx– de esa
encerrona es pensar al marxismo en el elemento de su crisis, en
el elemento de su continua discontinuidad. Hay que reescribir el
Manifiesto
Comunista (Badiou: 1989), pero esa reescritura está
menos signada por la labor exegética del copista que por
la del inventor. Una tradición de pensamiento
sigue existiendo, no por la labor esforzada del amanuense, del
comentador de textos intocados, sino por la glosa del hereje, de
aquel que se apropia de ella para bifurcarla, para llenarla de
sentidos hasta ese momento insospechados.
Entonces podríamos decir que el veredicto liberal
respecto de la crisis del marxismo debe ser rechazado, ante todo,
por totalitario, por dictaminar certezas finalistas respecto de
su recorrido. El liberalismo
hace del marxismo un destino, cuando lo real es que el marxismo
es una multiplicidad discontinua. El marxismo existió
siempre en el elemento de su crisis, recomenzando continuamente,
o como dice Sazbón "cualquier historia de las crisis del
marxismo se identifica, sin más, con la historia del mismo
marxismo, pues una y otra son coextensivas y complementarias: la
unidad incuestionada de un marxismo carente de tensiones no puede
existir sino como un paradigma
evanescente" (Sazbón: 2002: 53).
Hasta hoy la idea de "crisis del marxismo" ha tenido tan
sólo efectos reactivos, ha sido sostenida como sintagma
finalista para consumar su disolución. Debemos asumir el
movimiento
contrario. Hacer de la "crisis del marxismo" un elemento
positivo, una apertura inaudita, una instauración de
configuraciones de pensamiento y acción
completamente nuevas. El marxismo vivo es uno que continuamente
recomienza.
Incluso, pensando la obra de Marx desde este sesgo, se la
comprenderá, no como la cristalización doctrinaria
lineal de un oráculo incuestionable, sino como un intento
-repleto de tropiezos y rectificaciones conceptuales y
prácticas[1]- por pensar la lucha contra el
capital ante la aparición continua de lo imprevisto.
Bernstein, Luckács, Trotsky, Korsch, Sartre,
Althusser, Lenin, Luxemburgo, Anderson -la lista puede ser
infinita- todos estos son nombres de prácticas de
pensamiento que intentan renovar el marxismo o, en todo caso,
refundarlo, a partir de constatar una crisis. Se trataba, en
todos los casos, de vivificar un texto fundador
marxiano neutralizando la historia accidentada de su
recepción. La crisis, bajo el estigma de esos intentos
refundadores, se resolvía volviendo a un sentido de los
textos de Marx que, hasta entonces, había sido soslayado o
incomprendido. La multiplicidad de esos emprendimientos no deja,
por supuesto, de sorprender. Pensar al marxismo como univocidad
de sentido, cerrado a cualquier tentativa de renovación
-como hace el balance liberal-progresista respecto del legado
marxista- es invisibilizar esas continuas y heteróclitas
reaperturas que surcan su historia.
Pero hay un elemento que estos emprendimientos tienen en
común y que lo distancian de las producciones renovadoras
contemporáneas. Podemos acercarnos a esa distancia
rastreando la diferencia entre semiología y hermenéutica que nos brinda Foucault "una
hermenéutica que se repliega sobre una semiología
cree en la existencia absoluta de los signos:
abandona la violencia, lo
inacabado, lo infinito de las interpretaciones, para hacer reinar
el terror del indicio, y recelar el lenguaje.
Por el contrario, una hermenéutica que se envuelve en ella
misma, entra en el dominio de los
lenguajes que no cesan de implicarse a sí mismos, esta
región medianera de la locura y del puro lenguaje"
(Foucault:
1994: 48). Nos interesa el señalamiento de Foucault en el
sentido de que para el autor francés una
semiología, una interpretación del sentido que parte
de la transparencia del signo, implica siempre una semántica dada desde siempre,
unívoca, que sólo se trata de re-descubrir. Creemos
que los emprendimientos anteriores de renovación del
marxismo estaban signados por la idea de redescubrir su
transparencia originaria, de restaurar la plenitud de sentido de
un texto marxiano olvidado por el paso del tiempo y la historia.
Es decir, los emprendimientos de renovación precedentes
hacían de su actividad una semiología, todo el
problema giraba en torno de acceder
a una lectura
más cristalina del texto marxiano.
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