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Filosofía y sabiduría de Oriente a Occidente (página 2)



Partes: 1, 2

Que pasan como una exhalación. La filosofía es
un saber, pero un saber que sólo puede ocuparse de lo que
es. El "ser", tal es el grandioso y nada inútil invento de
la filosofía. No está nada claro qué sea eso
del "ser", del "ser" así, en general; por lo pronto,
tomemos nota de que lo que la filosofía quería, en
su acta de bautismo, era prepararnos para la muerte. El "ser" se
inventa en el mismo movimiento en
que debe ser inventado algo que no muere con la
descomposición del cuerpo. Por ello, el "ser" aparece al
mismo tiempo que el alma. Tampoco
sabemos bien a bien qué sea eso del "alma", pero
bástenos imaginar a un cuerpo: todo aquello que el cuerpo
no es, eso es el "alma". Nada más.

Y nada menos. Si el alma se
construye negando minuciosamente todo lo que el cuerpo es, con el
ser pasa lo mismo: se construye (filosóficamente) negan-do
con minuciosidad -y encono- todo lo que el pasar es. El servicio de la
filosofía no es, no ha sido, en absoluto,
algo insignificante. Nos ha proporcionado una seguridad, un
abrigo, una esperanza, una verdad. A fin de cuentas, nos ha
premiado con el bien más preciado: con la verdad una.

¿Qué verdad? ¿En qué consiste ese
gran servicio de la filosofía? Hela aquí: que
nuestras pequeñas verdades -las que nos regalan los sentidos, las
que nos vamos construyendo poco a poco en una vida que nos pasa
como una exhala-ción- son mentiras. La verdad que, de
principio a fin, nos ofrece la filosofía es que
sólo lo eterno es verdad. ¿Y qué es lo
eterno? No está nada claro. Pero con-formémonos con
imaginar el paso del tiempo: todo
aquello que el paso del tiem-po no es, eso es lo eterno.

¡Vaya si me estoy contradiciendo! En un comienzo dije
que lo más inte-resante de la filosofía era que no
servía para nada; ahora digo que el invento más
importante de la filosofía -es decir: el Ser, el Alma, la
Verdad, lo Eterno- es el invento más útil entre
todos los que el ingenio humano ha alumbrado en este mundo. El
más útil porque gracias a él todo en la vida
aparece como algo que podría ser utilizado, que
podría servirnos de algo.

La filosofía se nos presenta así como la
verdadera matriz de todo
saber, de toda técnica, de toda moral, de toda
cultura. Al
menos, de la nuestra. ¿Cómo sostener entonces que
lo más interesante de la filosofía es que no sirve
para nada?

La contradicción no es aparente: es real, y
ningún artificio retórico nos salvaría de
caer en ella. La contradicción pertenece a la
filosofía. Al inventar lo contrario de lo que es -de lo
que pasa-, ¿podría la filosofía haber
escapado a su destino? Un destino que consiste en permanecer en
el umbral de la vida – imaginando una vida verdadera sobrepuesta
y contrapuesta a esta vida. La filoso-fía ha intentado
cicatrizar la llaga – pero para hacerlo ha de hundirse y
profundi-zar la herida que ella misma es.

La utilidad de la
filosofía tiene que ver con la invención de este
lugar desde el cual la vida en su fugacidad y en su
irremisión podría ser juzgada. Es la
invención de un no-lugar y de un no-tiempo. La gran
filosofía ha ido roturando ese territorio a salvo de la
descomposición y la caducidad y edificando en él
sus fortalezas. En tal sentido, la filosofía sirve para lo
mismo que la cultura en gene-ral: para sobreponerse a la muerte, al
sufrimiento y al temblor de los individuos. Podemos imaginar a la
cultura como un monumento levantado sobre las lápidas – y
como un altar en el cual se bendice la interminable
extinción de cada uno de los seres humanos.

¿Es esto todo? ¿Es la cultura -la
filosofía- una mera negación -imaginaria- de
nuestra mortalidad? ¿Es esa su principal función,
su utilidad esencial? ¿En qué se
distinguiría entonces de la religión, o de la
técnica?

2. De cultos,
cultivos y culturas

El mundo del rocío

sólo es rocío, sin embargo,

sin embargo…

Issa Kobayashi

Para responder estas interrogantes, repasemos
rápidamente qué son las culturas. En esencia, son
modos de habérselas con lo desconocido, modos de gestionar
-y contabilizar- lo indisponible. La cultura es una estrategia de
control, una
forma de hacer habitable, aprovechable y comunicable un entorno –
la forma general de domesticar una alteridad. Se trata, en el
fondo, de poner lo no humano al servicio de lo humano. Para ello,
cada cultura establece pactos y sacrificios, y genera e impone
múltiples regulaciones. En consecuencia, "cultura" es -a
la vez- un culto y un cultivo. Ellas son una red de preceptos y
prohibiciones, un entramado de hábitos y cursos de
acción.
Y de las diversas formas que adopte esta relación con lo
desconocido podrán distinguirse y caracterizarse las
formas esenciales de una cultura.

Quizá no sea posible reconocer lo propio de una cultura
o de una civili-zación como la Occidental sin remitirse a
lo que ella no es, sin reconocer las opciones que ella misma, en
su historia, ha ido
adoptando y desechando. Lo pro-pio sólo aparece en el
contraste, en el trasluz de lo ajeno. Para el caso, la identi-dad
de Occidente se mide por la distancia interpuesta con respecto al
"mundo primitivo" y al "mundo oriental" – denominaciones ambas
que sólo dan fe de un gesto -típicamente
occidental- de repudio y de falsa superioridad.
¿Porqué Occidente se recorta por encima de ese
fondo de sociedades sin
Estado y de
so-ciedades históricamente estacionarias?
¿Qué es lo que Occidente ha rechazado y qué
es lo que ha abrazado para fundarse a sí mismo en su
identidad-y-diferencia?

Para acercarnos a una respuesta inicial, permítanme
comparar, breve-mente, tres "filosofías" que son tres
modos fundamentalmente distintos de rela-cionarnos con el
mundo.

Preguntémonos, por principio, qué es la
sabiduría. ¿Es lo mismo que la religión y la
filosofía? Los grandes sistemas de
pensamiento
que han ido mol-deando la autoconciencia de un pueblo como el
chino difícilmente podrían coin-cidir con
semejantes denominaciones. El confucianismo no es ni una
religión ni una filosofía, sino un sistema de
preceptos para la acción: una ética. El
taoísmo y el budismo tampoco
pueden ser reducidos al talle de lo que en Occidente se en-tiende
por religión. Ambos son caminos de autoconciencia,
métodos
de perfec-cionamiento espiritual. No hay en ellos rasgo alguno de
divinización de los pode-res y las fuerzas. Taoísmo
y budismo son estrategias de
autoconocimiento, no sistemas de creencias . Así, mientras
que el confucianismo es una ética para el Estado, el
taoísmo es una sabiduría de uso individual. Andando
el tiempo, el budismo sabrá extraer de ambos sistemas los
ingredientes necesarios para encon-trar y proponer una vía
de mediación.

Por otra parte, concebirlos en cuanto filosofías
resulta igualmente forza-do. No es suficiente señalar su
carácter sistemático-racional, o su
ascenso hacia formulaciones cada vez más abstractas y de
índole omniinclusiva, para empare-jarlos con lo que desde
Grecia se
reconoce como filosofía. La diferencia no atañe a
las características externas del discurso, sino
a sus presupuestos
básicos. O, para decirlo con Brice Parain, la diferencia
concierne a la naturaleza de
la apuesta que en uno y otro caso se pone en juego.

La filosofía emerge del fondo mitológico en un
movimiento que
remeda el emerger de lo humano del fondo de la naturaleza. Es, en
rigor, una confianza, una voluntad, una autonomía: una
separación. La filosofía (griega) nace en el
útero de la mitología, y lo hace de manera
independiente de -o antagónica a- la sabiduría de
la India o de
China. La
diferencia esencial remite a esta seguridad: los griegos apuestan
a "vencer a la vida con el razonamiento" . La filosofía
apuesta -ya que nada lo garantiza- por la exacta correspondencia
de las pala-bras con las cosas, del pensar con el ser. La apuesta
griega consiste en creer que la inteligencia
es capaz de resolver todos los enigmas. "La audacia era afirmar",
dice Parain, "que era posible el acuerdo entre el lenguaje y
lo real, a través de palabras quizá irreales" .

En la sabiduría de China y de la India nunca se
jugó semejante apuesta. Venció otra cosa, la
desconfianza en el poder del
pensamiento para concebir, justificar o regir la existencia. Lo
esencial, para esas culturas, no consiste en acordar e
identificar vida y pensamiento, sino en aprender a liberarse de
la exis-tencia. En resumen, al pensamiento asiático no le
faltó un presupuesto
ontológico fuerte ni, mucho menos, cierto rigor
discursivo, sino "la ambición de la conquista y la
apuesta metafísica" . En Oriente falta la
filosofía – porque sobra la sabidu-ría.

Por lo mismo, la filosofía define a Occidente (y
viceversa): una apuesta – convertida en empresa.

La sabiduría es, fundamentalmente, lo mismo que una
estética: remite a un ámbito que el
lenguaje -y la
técnica- no pueden profanar, es decir, identifi-car y
poner a su servicio. El arte no dice
qué sea lo real – tan sólo puede, me-diante
metáforas o insinuaciones, mediante símbolos e indicaciones, aludir a ello. La
sabiduría quizá solo enseña una y otra vez
lo mismo: que las cosas exceden siempre a las palabras, que la
experiencia no cabe en fórmulas de buen o mal vivir. En
particular, el taoísmo apunta a lo real – pero no abriga
la esperanza de conquistarlo. Sólo confía en que el
pensamiento termine disuelto en su silencio. Las palabras – ellas
nunca alcanzan ni someten a lo real. "Una montaña" dice
esta sabiduría, "es una montaña y no es una
montaña". Ninguna fórmula -ni verbal ni
numérica- puede tocar directamente a la esencia de lo real
o influir en sus nervaduras. La sabiduría de Lao
Tsé establece que "no basta trabajar para ganar el
mundo".

La sabiduría del Tao excluye al Uno. Todo es dual. Los
principios
fuerte y débil, diurno y nocturno, paterno y materno,
celeste y terrestre, forman, en su oposición
complementaria, en su relatividad y dinamismo, un ciclo eterno
que no conoce ni el principio ni el final. Las fuerzas no se
oponen en términos morales -la luz nunca es
"mejor" que la oscuridad-, y su juntura conflictiva no conoce el
reposo ni el fin. El Tao no es ni el origen ni la meta: es el
paso, el camino. Y es también la soledad. "La doctrina
taoísta", explica Chantal Maillard, "se presenta (…)
como la adversaria del confucianismo por cuanto que desprecia lo
que éste aprecia: las normas sociales,
la etiqueta, las costumbres; evita lo que éste procura: la
erudición, el
conocimiento histórico, la prevención del
futuro, y niega lo que éste asume: el deber del gobierno por
parte del sabio" .

El Tao es el camino de la lucidez que no se doblega ante lo
necesario.

Tao designa lo que no admite signo. La estrofa LXIX del Tao Te
Ching así lo manifiesta: "Hay una cosa confusamente
formada/anterior al cielo y a la
tierra./¡Sin sonido y sin
forma!/de nada depende y permanece inalterada,/se la puede
considerar el origen del mundo./Yo no conozco su nombre,/la
denomino dao" . Ese Tao es un nombre que no dice aquello a lo que
apunta. "El nombre que puede ser nombrado", sentencia la estrofa
XLV, "no es el nombre permanen-te. Lo que no tiene nombre es el
principio de todos los seres" . No hay manera de allanar el
camino al misterio profundo que constituye "la llave de las
transforma-ciones de los seres". La dualidad cielo/tierra es lo
originario, y esta escisión es previa a todas las cosas.
Es irreductible al lenguaje.

Al Ser, al Mundo "no lo piensa quien lo piensa" .

En consecuencia, el Tao es un modo de designar la ausencia de
ser. No remite a un principio absoluto -y pleno- que sería
el Ser, o el Bien, o Dios, o el Todo. "Entender el Tao es entrar
en la oscuridad" . La apuesta de Occidente ha sido, según
veíamos, la (eficaz) concordancia del lenguaje con las
cosas. Necesi-ta, en consecuencia, postular la plenitud -la
ocupación- del ser. Pensar la esen-cia de las cosas en
términos de vacío y nulidad simplemente prohibe la
posibili-dad de manipularlas. Es la exigencia, el deseo de
dominar la existencia lo que rige a la filosofía (y a la
religión). Y como el deseo nos mantiene atados a las
manifestaciones, a los aspectos de las cosas, sólo con la
suspensión del deseo es posible captar la -hueca,
vacía- esencia del Tao.

La acción y el conocimiento
quedan, en esta experiencia, sensiblemente debilitados en cuanto
fuentes de
poder o en cuanto valores. "Los
conocimientos son la superficie del dao,/y el principio de la
necedad" . El afán de conquista aparece en toda su
inanidad. "El que actúa fracasará, el que aferra
algo lo perde-rá" . Ni la actividad ni la sujeción
al proyecto salvan a
los hombres de su fugaci-dad. Por el contrario, el Tao los
predispone a una recuperación de la simplicidad, la
inocencia, la espontaneidad y la ignorancia propias de los
niños.
A los niños se les ha enseñado a saber, a convertir
todo en un rito, a ser rectos, a ser buenos, a ser virtuosos, a
ser útiles. Se les ha apartado del Tao. Se les ha
moralizado.

En cuanto se desentiende de salvar al mundo, el Tao no es una
moral, sino una sabiduría. Una estética.

Si, en lugar de favorecer su crecimiento, llega a hacerse
más importante el ajuste de los individuos dentro de sus
colectivos, la representación del mundo tenderá a
moralizarse. Esto significa que el conocimiento racional
coincidirá con las exigencias de la virtud. Las exigencias
prácticas se rigen por una necesidad elemental de tener y
mantener bajo control. Ahora bien, ¿quién puede
cumplir con esta exigencia? Las pasiones son fuerzas que
sólo la razón -es decir: la ley– se halla en
posición de encauzar. La razón opera sobre las
pasiones de diversos modos. Uno de ellos es el rito. Allí
encuentran aquéllas un medio de expresión que no
pone en peligro los supuestos del orden (público). De lo
que se trata es de codificar las transgresiones. No hay que
violentar a la naturaleza, sino regularla.

Tal es la esencia del confucianismo. Hay que pisarle la cola
al tigre – acostumbrándolo a ello sin suscitar -ni
permitir- su rebelión.

La inteligencia queda así reducida a la capacidad de
juicio moral; en par-ticular, la distinción de lo bueno y
lo malo pasa por el reconocimiento de la nece-sidad de la
(auto)renuncia. Lo perfecto, en el código
de Confucio, es la obedien-cia: la observancia del deber. La
naturaleza
humana coincide exactamente con su opuesto: la "humanidad" no
es otra cosa que la negación de la naturaleza.

Esta negatividad se encuentra ciertamente emparentada con la
filosofía occidental. Someter la naturaleza al proyecto
-sujetar la espontaneidad del ser al mando de la ley- es, desde
Grecia, uno de los rasgos definitorios de toda la empresa
filosófica. Sin embargo, a Confucio le preocupa
sobremanera el cambio. El
orden sólo puede garantizarse en la inmovilidad absoluta,
y por ello aconsejará la estricta observancia de un
código en el cual cada designación conserve su nexo
con la cosa designada. "Que el
príncipe sea príncipe; el ministro, ministro;
el padre, padre; el hijo, hijo" . La única garantía
del orden es la univocidad de las designaciones – y la
rectificación de los nombres. Lo cual, simple y
llanamente, veda toda posibilidad de progreso. En la
sistematización de Confucio, el orden es estacionario – o
no será.

Se observará, al margen, que Confucio reúne en
un solo código lo que en Occidente ha exigido dos
instancias: una ciencia del
buen gobierno (Maquiavelo, o
el Estado) y un recurso a la humildad y la obediencia (Cristo, o
la Iglesia) . Eso
es justamente lo que Occidente reconoce como su "legado
inmortal". Confu-cio es el verdadero precursor del "humanismo" .
Precursor, también, de una definición política del animal
humano. De lo que se trata es de que todas las leyes -las
naturales y las de los hombres- coincidan en la garantía
de ajuste del indi-viduo en su orden social. "Los antiguos", se
lee en La Gran Ciencia, "deseando ilustrar la virtud más
alta por todo el imperio, primero ordenaban bien sus propios
Estados. Deseando ordenar bien sus Estados, primero regulaban sus
familias bien. Anhelando armonizar bien a sus familias, primero
se cultivaban bien ellos mis-mos. Deseando cultivarse a sí
mismos, primero enmendaban sus corazones. De-seando enmendar sus
corazones, primero trataban de ser sinceros con sus
pensa-mientos. Deseando ser sinceros en sus pensamientos, primero
extendían al máxi-mo sus conocimientos.

En esta extensión del conocimiento descansaba la
investigación de las cosas. Investigadas las cosas, el
conocimiento se completaba. Completados sus conocimientos sus
pensamientos eran sinceros. Sinceros sus pensamientos, sus
corazones se corregían. Rectificados sus corazones, sus
personas eran cultivadas. Cultivadas éstas las familias
eran reguladas, sus Estados gobernados con rectitud. Gobernados
sus Estados con rectitud, todo el imperio se hallaba tranquilo y
fe-liz" .

La lógica
y la moral
aparecen, en el confucianismo, en tierna confusión.

3. La necesidad
de hacerse obedecer

Ahora abandonemos a los chinos y volvamos a ese
magnífico invento griego que es la filosofía. En su
núcleo, según hemos visto, se encuentra la
esperanza -y la exigencia- de hacer que coincidan las palabras
con las cosas. A esta coinciden-cia los griegos la pensaban bajo
la palabra logos, que para nosotros viene a coin-cidir más
o menos con la palabra "razón". ¿Qué es la
"razón"? Permítasenos expresarlo así: la
razón es un radio. Es decir:
el camino más corto entre el centro y el límite.
Aún hoy, la razón se deja definir como una
necesidad básicamente económica: explicar el mayor
número de cosas con el menor número de supues-tos y
de conjeturas.

La transición del mito a la
filosofía puede seguirse como este progresivo y nunca
completamente alcanzado reemplazo del mundo politeísta de
las fuerzas por el mundo monoteísta del principio
único. La multiplicidad -el "politeísmo"
mítico- es el correlato de los sentidos. La unidad -el
"monoteísmo" filosófi-co- es el correlato de la
razón.

Este "paso" de lo múltiple sensorial a lo único
racional, ¿es un progreso o, al contrario -como
sostendrá un Nietzsche-,
una degeneración o un debili-tamiento de la fuerza? Este
"paso" es, a la vez, el progresivo abandono de lo concreto y la
correspondiente entronización de lo abstracto. ¿Con
qué propósito? Fundamentalmente, para fijar la
esencia de una cosa -lo que esa cosa tiene de propio- y no
distraerse con sus transformaciones.

Y, ¿para qué queremos que las cosas se
estén quietas? ¿Para qué se les extirpa su
agitación y extravío? La respuesta parece obligada:
para que, converti-das en útiles, nos puedan obedecer.

Y, ¿para qué queremos que nos obedezcan? Se
dirá: para sobrevivir. Tal vez sea necesario agregar que
la obediencia de las cosas, su servidumbre, tiene un efecto
secundario que llega a hacerse prioritario. El dominio que
mediante el saber alcanzamos sobre las cosas -y sobre las
personas- puede, según se ha dicho, llegar a persuadirnos
de que es posible escapar a la muerte y al
dolor, que podemos encontrar un sitio a resguardo del
destino.

Las dos grandes invenciones de la filosofía antigua son
las ideas de ar-khé y de physis. Se refieren al principio
de algo y a su actualización. En términos
cibernéticos: se refieren al programa y a la
posibilidad de "correrlo". El abando-no del politeísmo y
su reemplazo por el monoteísmo expresa el triunfo de la
vo-luntad de dominio sobre la experiencia trágica. Si se
siguiera pensando en térmi-nos de "dioses",
¿cómo asegurar su obediencia? Los griegos
sustituyeron a la voluntad divina por el libre juego de la fuerza
– y ésta, para obedecer a la volun-tad humana, tiene que
pensarse en un sentido impersonal.

En el mito, las fuerzas son plurales, pero están
sacralizadas. "Todas las cosas están llenas de dioses",
mantendrá el primer filósofo. En la
filosofía se encuentran ya desprovistas de prohibiciones,
pero todo termina concentrándose en una fuerza
única, eterna, abstracta, monopólica. Una fuerza
oculta. La verdad está siempre escondida (Heráclito dixit), no se halla al alcance de
los sentidos. Por lo tanto, no está al alcance de
cualquiera. Rechazar la verdad que captan los sentidos es
también un rechazo de la capacidad del hombre
común para encontrar la verdad.

Retomemos ahora, para terminar, nuestra interrogación
inicial. El servi-cio de la filosofía depende de lo que
esta apuesta garantiza. No podemos decir que, en el mundo actual,
esta promesa esté frustrada o aparezca todavía por
cum-plirse. Sólo que no ha sido la filosofía,
propiamente, quien ha alcanzado semejan-te cumplimiento. Ha
debido transformarse en otra cosa: ha debido cristalizar en el
mundo de la ciencia, de
la técnica y de la política. La promesa de la
filosofía la han cumplido las ciencias.

La pregunta por la utilidad de la filosofía se
transforma entonces en la pregunta por el lugar que ahora le
corresponde a la filosofía.

En el mundo moderno, la pregunta por el qué cede
inexorablemente su sitio al para qué. Ya no qué es,
sino para qué sirve. La filosofía tiene fama de ser
una ocupación inútil y hasta insensata. En el mundo
circuncidado por la técnica y la política la
filosofía no encuentra fácilmente su sitio. En el
ruidoso mundo de la información, ¿cómo escuchar
el silencio? ¿Cómo dar abrigo a la fragilidad de la
palabra que huye? ¿En qué discurso se encarna la
pluralidad del lenguaje? ¿Cómo decir el paso, la
pérdida, la eternidad del instante?

Por una parte, vuelve a alzarse un sueño de ecumenismo.
La filosofía (es decir: Occidente) debe abrirse a una
síntesis con lo que ella no es: Oriente,
Áfri-ca, el mundo arcaico. Síntesis de lo Mismo con
(su) Otro. Promesa de reconcilia-ción, de
unificación, de pacificación. "En nuestros
días", se puede leer en un libro de
texto, "el
sueño de la razón debe apuntar hacia la
búsqueda de una nueva civi-lización: la del nuevo
milenio, que debiera ser la síntesis de la cultura europea
con las de Asia y las de
África" .
Este sueño consiste en recuperar el sueño de la
razón: no abandonarlo, no soñar otra cosa. Recobrar
la razón: volver a la filoso-fía.

Pero, ¿es la filosofía una respuesta a preguntas
nacidas fuera de ella misma, fuera del horizonte que ella, al
emerger, abre al pensamiento?

La contradicción que advertíamos al principio de
esta exposición
reapa-rece nuevamente. Por un lado, la filosofía ha
procurado servir a las necesidades de supervivencia de toda una
civilización. Por otro lado, la filosofía se abre
hacia todo aquello que, en lugar de garantizar la mera
supervivencia, expone lo humano a lo que no puede en absoluto ser
puesto a su servicio. En cuanto a lo primero, la filosofía
ha cumplido; en cuanto a lo segundo, ni siquiera se trata de una
promesa.

Porque no se trata (solamente) de supervivencia. El servicio
que ha pres-tado la filosofía no es, según se puede
concluir, nada despreciable. Pero su digni-dad, su necesidad,
aparecen ya en otra parte. Aparecen justamente en su
indepen-dencia respecto del mundo de la utilidad y del trabajo. La
filosofía no es ya un instrumento para juzgar la vida y
poner bajo nuestro control infinidad de objetos y procesos de la
naturaleza. No es un medio para alcanzar la "emancipación"
del género
humano. No es el discurso de una verdad que se encuentra por
encima de la fugacidad de la existencia. La filosofía es
extraña porque se ocupa de la extra-ñeza (profunda)
de todas las cosas.

Lo cual significa que la filosofía, como la cultura, es
inerradicablemente equívoca. Se encuentra rajada entre la
voluntad de ley y la experiencia trágica. Se encuentra
atravesada por la doble exigencia de saber y de pensar. Se
encuentra desgarrada entre la sabiduría y la
técnica. Está partida entre la vocación de
servi-cio y la soberanía absoluta. Entre la divinidad y lo
demoníaco. Entre la poesía
y la policía.

¿Estamos en el punto en que el servicio de la
filosofía -y la filosofía del servicio- consisten
en hacer dentro del mundo humano un lugar a lo que por ser
no-humano podría salvarnos de nuestro propio
ensimismamiento? ¿Servirá la filosofía para
ayudarnos a desviar la mirada desde nuestro propio ombligo hacia
todo lo que nos estamos perdiendo? ¿Será el mayor
servicio del pensamiento el hacer que nos percatemos de que no
todo ha de ser convertido en medio de asegu-ramiento, en
garantía de dominio, en condición de
sujeción? En suma, ¿dejará la
filosofía de servir como estrategia maestra de
domesticación de la existencia?

Pero lo más seguro es que
todas estas preguntas resulten perfectamente inútiles.
Acaso sólo aspiren a armarnos de paciencia, virtud de la
que han hecho gala y que he de agradecer sinceramente.

Dos
apéndices

a) Oriente y Occidente: la estética

¿Cuál es, por ejemplo, la estructura
básica del arte en Occidente? Desde Platón
y Aristóteles lo sabemos: la mímesis.
Aunque no se trata de una reproducción de lo que aparece y se da a
los sentidos. La mímesis platónica es la
re-presentación de la Idea. Es la visibilización de
lo invisible. Y en Aristóteles, el arte es la
escenifi-cación no de la "realidad", sino de sus tipos
inmanentes. "En definitiva," -observa a este respecto Tomonobu
Imamichi- "el principio clásico del arte en Occidente es
la imitación real de lo irreal, es decir, de la forma
invisible contem-plada por los talentos geniales. Por
consiguiente, se debe estar en posesión de dos herramientas
para realizar una obra de arte: por un lado, el poder espiritual
para ver la forma invisible que debe ser representada, y, por
otro, una técnica poderosa para poder ser representada" .
Mímesis de lo irreal que gradualmente cede el paso a la
mímesis de lo real. De Teofrasto a Daguerre hay una
continuidad esen-cial en la representación. Justamente, la
invención de la fotografía
expone al arte -en particular, a la pintura– a una
profunda reconsideración. Una reconsidera-ción que
termina siendo una vuelta al origen. Lo importante no es ya la
imitación de lo real, sino la expresión de lo
invisible: la intimidad, el pathos del artista. En resumen, el
arte, en Occidente, hace sitio a eso que los sentidos apenas
adivinan.

La estética oriental no es mimética. Desde su
inicio, es expresiva. Por supuesto que hay imitación, pero
se encuentra subordinada al principio expresivo. Oriente parte de
la expresión y se aproxima a la mímesis en un trazo
que invierte el movimiento del arte en Occidente. Pero
deberá hacerse notar que persiste una profunda diferencia
entre ambos mundos. Lo que expresa el arte de Oriente no es, como
sí ocurre en Occidente, la subjetividad. El arte oriental
expresa la absorción del sujeto en el todo; el arte
occidental, la afirmación del sujeto frente al todo. Y lo
mismo puede señalarse a propósito de la
mímesis; Occidente imita no la natu-raleza, sino la
acción o la figura humana en un trasfondo natural,
mientras que en Oriente lo humano pasa a un segundo
término: la referencia es, esencialmente, la naturaleza.
La naturaleza no domada por el hombre.

En esta distinción puede seguirse bordando y filtrando
la naturaleza de Occidente. La poética oriental se rige
por una voluntad de fusión.
"Hacerse uno con las cosas: esa es la realización, la
reunificación de lo desatendido y lo disper-so. En una
palabra: tomar conciencia" .
Pero para alcanzar esa fusión es
menes-ter no la apropiación, sino el desasimiento. La
conciencia no es asegurarse o cerciorarse, sino abandonarse.
Aprender, para esta estética, es ser aquello en que la
conciencia se posa. Occidente concibe el saber –el aprendizaje
como un poder creciente sobre las cosas. En Oriente, la
negatividad de la conciencia no se vuelca sobre las cosas, sino
que se vuelve contra sí misma: "La pretensión debe
dar paso al vacío, porque 'la forma es el vacío, y
el vacío, la forma'" . La fusión a la que apunta la
estética oriental no es la absorción del objeto en
y por el sujeto, sino la disolución de semejante
polaridad. Matsúo Basho define así la pintura:
"Dibuja bambúes durante diez años, hazte un
bambú; después olvida todo lo que sepas de
bambúes mientras estás dibujando" .

Asunción de la fugacidad: y rebeldía dolorida. O
también: gratitud.

b) Las puertas de Oriente

El antes de esta decisión -fundamentalmente
política- que es la filosofía, ¿está
en Oriente? Heidegger no
ha llevado su interrogación más allá de
Grecia. Llega a la Grecia anterior a la filosofía, pero no
se remonta hasta el territorio de los mitos. En
contraste, Max Weber
amplía el campo de observación. Lo propio de Occi-dente es,
según su análisis, la generalización del
principio de razón como criterio decisorio en
prácticamente todas las esferas de la acción
social. La racionaliza-ción burocrática es el modo
propio en que Occidente ejerce la dominación,
dis-tinguiéndose en ello de los modos tradicionales
-mágico-rituales- y carismáti-cos
-profético-revolucionarios- de legitimación del dominio. Occidente es, en
tal sentido, la pérdida -progresiva e inexorable- de lo
sagrado. Pérdida, al menos, de su poder de verdad y de su
poder de legitimación política. Occidente es el
territorio en el que la razón técnica ejerce su
monopolio en
cuanto acceso a la verdad y en cuanto forma de dominación.
En una palabra: Occidente o el desen-canto del mundo.

El Capital
(monopólico), el Estado (burocrático) y la Ciencia
(como téc-nica) son los núcleos que caracterizan y
rigen todo el movimiento histórico de esa entidad -por
otro lado sumamente proteica- que es Occidente. Triple
cristali-zación económica y sociopolítica
cuyo pivote (y resultado) es la subjetividad concebida en cuanto
autocercioramiento. El desencanto del mundo determina, para el
sujeto, una suerte de hechizamiento e hinchamiento del sí
mismo. La autoconciencia -el ego cogito cartesiano- llega a ser
la fuente única de toda verdad. El sujeto moderno se capta
sólo a sí mismo y queda literalmente blindado
contra el afuera, contra el más allá del propio
límite subjetivo. Como señala Eu-genio
Trías, "dominamos el mundo desde la subjetividad, pero, en
compensación, somos incapaces de 'captar algo', es decir,
de abrirnos a la comprensión de aque-llo que proviene de
fuera de la subjetividad, de aquellos mensajes, signos,
señales
o portentos que proceden del 'fuego del cielo' y que no pueden
ser anticipados, previstos ni programados por nuestro dominio
subjetivo del mundo" . El mundo regido y hegemonizado por la
voluntad de dominio excluye la gracia y la dona-ción.

Grecia es el embrague, la "bisagra" que une y separa a Oriente
y a Occi-dente. La subjetividad se provee de una tekhne merced a
la cual se vuelve posible dominar la inspiración -la
irrupción del afuera en el adentro- y ponerla al servicio
de una "causa común": de la polis. La subjetividad se
provee a sí misma de un "alma" que, a partir de Sócrates,
es lo primero y lo último que debemos interrogar. El saber
es, esencialmente, un saberse a sí mismo. La
técnica de la autoafirmación y del
autocercioramiento – al servicio de la política.

Occidente es el camino de esa clausura (epistémica y
política) de lo Otro del sujeto. Y de su nostalgia,
también, y de sus retornos fantasmáticos. La
parme-nídea identidad del ser y del pensar deja fuera
justamente todo lo que el sujeto no es – que no reconoce como
"suyo". Sólo es aquello que es pensable. Aquello que "es"
del pensamiento. Lo Otro del sujeto (epistémico y
político) ya es de él. Blindaje contra todo aquello
que exceda -o impugne- al pensamiento.

Oriente, al parecer, no ha cerrado tras de sí la puerta
que se abre hacia esa alteridad radical y constitutiva. El
fundamento del pensar no es pensamiento: el origen del yo no soy
yo. La raíz permanece oculta e inaccesible al
pensamien-to. El fondo no tiene fondo: es abismo inconmensurable,
abertura impenetrable, caos. Es, también, silencio.
Inaccesible al entendimiento, pero expuesto al deseo. Es "lo
místico". Oriente habita en esa abertura, en esa fisura
que para Occidente sólo es, en el límite de su
propia subjetividad y de su propio discurso, trascenden-cia pura.
Lo místico es "lo propio" de Oriente, mientras que el
mundo de la subje-tividad dominadora -lo propio de Occidente- es
lo otro.

La dualidad Oriente-Occidente se nos aparece entonces como una
pola-ridad ineliminable. ¿Podría imaginarse una
mezcla de estas opciones fundamenta-les que son también
distintos destinos civilizatorios? ¿No es precisamente esa
(trans)fusión lo que en buena medida caracteriza a todo lo
new age? El
mundo de la técnica remite -incluso por razones
estrictamente comerciales- al mundo donde la técnica ya no
encuentra su sentido: allí donde ella ya no manda.
¿Para qué sirve la técnica si no para
llevarnos de vuelta al punto (ciego) del que partió? El
"tenso y difícil diálogo"
entre Oriente y Occidente está ganado de antemano por
Occidente: entre otras cosas, porque la idea misma de un
"diálogo" obliga a Oriente a hablar en una lengua que no
es la propia. El diálogo sólo es posible si se
suprime el símbolo y se le reemplaza con el concepto.
¿Piensa conceptualmente el Oriente? ¿Podría
Occidente retroceder en su camino hasta volver a pensar
simbólicamente?

La concepción de Oriente como el territorio de
inmanencia de lo sagrado ¿es, ella misma, "oriental"?
Difícilmente. Oriente sólo tiene sentido como
aquello que Occidente ha debido excluir y suprimir para poder ser
lo que es. En este as-pecto, Hegel
tenía toda la razón: Oriente subsiste en Occidente
sólo como mo-mento recordado y superado. La razón
no puede "retornar" hacia ello para alcan-zar otro estatuto.
¿Querría volver al símbolo para hacerse
"más racional"? ¿Que-rría hacerlo para dejar
de ser razón y hundirse en el mito? ¿Qué
clase de
"co-nexión" puede haber entre la ratio Occidental y la
mystos Oriental que no desem-boque en la sublime patraña
de la new age o, a lo hippie, en nuevas formas de
superstición y cretinismo?

El "viaje a Oriente" se revela así como una
reedición tardía del mito de la "infancia
recuperada" o de la "eterna juventud". Un
nuevo gesto del Bautista: bañarse en la fuente del origen
para purificarnos del mal. Para huir de esta prisión que
es la profanación del mundo. Para "volver a Dios". Si
Occidente es la tierra del exilio, Oriente es la "patria"
original de la humanidad. "El hombre que vive el exilio
occidental", continúa Trías, "poseído por el
ala tenebrosa del ángel, debe encontrar el rastro
celestial de ese otro lado de sí, de ese doble
'angélico' de sí mismo que es el ala luminosa, la
que orienta esa Quête, esa búsqueda espiritual de
dirección a la patria oriental" .
¿Puede la filosofía, sin dejar de serlo, recobrar
esa lengua primordial, ese "oriente" que es nuestro verdadero
patrimonio en
cuanto humanidad, esa inmanencia de lo sagrado que para nosotros
los occidenta-les sólo es trascendencia y
separación?

Advirtamos que esta recuperación del Oriente perdido es
una recupera-ción de Occidente – y para él. El
mismo sueño cristiano-hegeliano de la
reconci-liación -espiritual- de los fragmentos. El logos
apofántico de los griegos ha revelado sus insuficiencias.
Y por ello es preciso volver sobre nuestros pasos y re-instaurar
el diálogo-recuperación de Oriente merced a lo que
Eugenio Trías bautiza como un logos simbólico.
¿Más allá de la técnica, en el antes
de la filoso-fía y la política? Escasamente. El
diálogo de Oriente y Occidente, así concebido,
sigue siendo política y sigue obedeciendo a la voluntad de
dominio. Se sigue apostando por la conjunción: la "y"
copulativa presupone la posibilidad de la fusión y el
traspaso -sin restos- de contenidos. Presupone y persigue la
univer-salización de esos contenidos – es decir, permanece
en la órbita ecuménica de Occidente, en su voluntad
de reducir el ser al tamaño del logos .

Artículo extraído de
Opinatio.com

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