Prólogo
Al reflexionar sobre la tarea de escribir este
prólogo constaté el reto que representa agregar
valor al ya presentado por el doctor Stephen Covey en su
obra.
Fue así que recordé la experiencia que
tuvimos durante un seminario que dictó Walter Santaliz en
Colombia sobre el tema de los Siete Hábitos de la Gente
Altamente Efectiva, el cual tenía una duración de
tres días.
Durante el segundo día del seminario surgieron
inquietudes y preguntas sobre los principios que dan sustento a
los Siete Hábitos. La noche anterior al último
día nos planteamos algunos de estos interrogantes y
decidimos hacer una síntesis que nos pudiera mostrar una
descripción de la esencia de cada hábito y el
resultado que podríamos esperar al practicarlo.
La tabla de la página siguiente fue
el resultado de esa reflexión.
• El hábito de la proactividad nos
da la libertad para poder escoger nuestra respuesta a los
estímulos del medio ambiente. Nos faculta para responder
(responsabilidad) de acuerdo con nuestros principios y valores.
Ésta es la cualidad esencial que nos distingue de los
demás miembros del reino animal. En esencia, es lo que nos
hace humanos y nos permite afirmar que somos los arquitectos de
nuestro propio destino.
• Comenzar con un fin en mente hace
posible que nuestra vida tenga razón de ser, pues la
creación de una visión de lo que queremos lograr
permite que nuestras acciones estén dirigidas a lo que
verdaderamente es significativo en nuestras vidas. Después
de todo, para un velero sin puerto cualquier viento es
bueno.
Hábito Descripción |
• Proactividad • |
• Empezar con un • |
• Establecer • |
• Pensar en • Hábito |
• Procurar primero • |
• Sinergizar • |
• Afilar la sierra • |
• Poner primero lo primero nos permite
liberarnos de la tiranía de lo urgente para dedicar tiempo
a las actividades que verdaderamente dan sentido a nuestras
vidas. Es la disciplina de llevar a cabo lo importante, lo cual
nos permite convertir en realidad la visión que forjamos
en el hábito 2.
• Pensar en ganar/ganar nos permite
desarrollar una mentalidad de abundancia material y espiritual,
pues nos cuestiona la premisa de que la vida es un «juego
de suma cero» donde para que yo gane alguien tiene que
perder. Cuando establecemos el balance entre nuestros objetivos y
los objetivos de los demás podemos lograr el bien
común. Cuando nuestra determinación se balancea con
la consideración para con los demás, estamos
sentando las bases para la convivencia y la equidad entre los
seres humanos.
• Buscar comprender primero y después
ser comprendido es la esencia del respeto a los
demás. La necesidad que tenemos de ser entendidos es uno
de los sentimientos más intensos de todos los seres
humanos. Este hábito es la clave de las relaciones humanas
efectivas y posibilita llegar a acuerdos de tipo
ganar/ganar.
• Sinergizar es el resultado de cultivar
la habilidad y la actitud de valorar la diversidad. La
síntesis de ideas divergentes produce ideas mejores y
superiores a las ideas individuales. El logro de trabajo en
equipo y la innovación son el resultado de este
hábito.
• Afilar la sierra es usar la capacidad
que tenemos para renovar nos física, mental y
espiritualmente. Es lo que nos permite establecer un balance
entre todas las dimensiones de nuestro ser, a fin de ser
efectivos en los diferentes papeles (roles) que
desempeñamos en nuestras vidas.
• Las personas con
hábitos de efectividad son las piedras angulares para
formar organizaciones altamente efectivas. Es por esta
razón que el desarrollo de estos hábitos en el
nivel personal constituye la base para la efectividad
organizacional.
Una organización constituida por personas que
practican los Siete Hábitos cobra las siguientes
características:
1. Selecciona proactivamente su rumbo
estratégico.
2. La misión de la organización
está integrada en la mente y los corazones de las personas
que forman parte de la empresa.
3. El personal está facultado para
prevenir y/o corregir los problemas en su origen.
4. Las actividades y los comportamientos del tipo
ganar/ganar están sustentados por sistemas alineados con
la misión organizacional.
5. Se cuenta con sistemas de información para
mantenerse al tanto de las necesidades y los puntos de vista de
empleados, clientes, proveedores, accionistas y la comunidad
donde operan.
6. Se propicia el intercambio de información y la
cooperación entre los diferentes departamentos y/o
unidades de la empresa.
7. Se hacen inversiones para renovar la
empresa en cuatro dimensiones fundamentales:
— Dimensión
física. Se reinvierte en las personas, las
instalaciones y la tecnología.
— Dimensión espiritual. Se
reafirma constantemente el compromiso con los valores y
principios que rigen la empresa. Se renueva la misión de
ser necesario.
— Dimensión
intelectual. Continuamente se invierte en
capacitación y desarrollo personal y
profesional.
— Dimensión social. Se hacen
depósitos frecuentes en la cuenta de banco emocional de
todos los protagonistas clave de la empresa: empleados, clientes,
accionistas, proveedores, miembros de la comunidad,
etcétera.
Estas características son, sin duda alguna, los
atributos necesarios para que las organizaciones humanas sean
exitosas en el siglo XXI. Comencemos la tarea.
TOM MORELL
I
PARADIGMAS Y
PRINCIPIOS
De adentro hacia
fuera
No hay en todo el mundo un triunfo
verdadero que pueda separarse de la dignidad en el
vivir.
DAVID STARR JORDÁN
Durante más de veinticinco años de trabajo
con la gente en empresas, en la universidad y en contextos
matrimoniales y familiares, he estado en contacto con muchos
individuos que han logrado un grado increíble de
éxito extremo, pero han terminado luchando con su ansia
interior, con una profunda necesidad de congruencia y efectividad
personal, y de relaciones sanas y adultas con otras
personas.
Sospecho que algunos de los problemas que compartieron
conmigo pueden resultarles familiares al lector.
En mi carrera me he planteado metas que siempre he
alcanzado y ahora gozo de un éxito profesional
extraordinario, pero al precio de mi vida personal y familiar. Ya
no conozco a mi mujer ni a mis hijos. Ni siquiera estoy seguro de
conocerme a mí mismo, ni de saber lo que me importa
realmente. He tenido que preguntarme:
¿Vale la pena?
He iniciado una nueva dieta (por quinta vez en este
año). Sé que peso demasiado, y realmente quiero
cambiar. Leo toda la información nueva sobre este
problema, me fijo metas, me mentalizo con una actitud positiva y
me digo que puedo hacerlo. Pero no puedo. Al cabo de unas
semanas, me derrumbo. Simplemente parece que no puedo mantener
una promesa que me haga a mí mismo.
He asistido a un curso tras otro sobre
dirección de empresas. Espero mucho de mis empleados y me
empeño en ser amistoso con ellos y en tratarlos con
corrección. Pero no siento que me sean leales en absoluto.
Creo que, si por un día me quedara enfermo en casa,
pasarían la mayor parte del tiempo charlando en los
pasillos. ¿Por qué no consigo que sean
independientes y responsables, o encontrar empleados con esas
características?
Mi hijo adolescente es rebelde y se
droga. Nunca me escucha. ¿Qué puedo
hacer?
Hay mucho que hacer y nunca tengo el tiempo
suficiente. Me siento presionado y acosado todo el día,
todos los días, siete días por semana. He asistido
a seminarios de control del tiempo y he intentado una media
docena de diferentes sistemas de planificación. Me han
ayudado algo, pero todavía no siento estar llevando la
vida feliz, productiva y tranquila que quiero
vivir.
Quiero enseñarles a mis hijos el valor del
trabajo. Pero para conseguir que hagan algo, tengo que supervisar
cada uno de sus movimientos… y aguantar que se quejen cada vez
que dan un paso. Me resulta mucho más fácil hacerlo
yo mismo. ¿Por qué no pueden estos chicos hacer su
trabajo animosamente y sin que nadie tenga que
recordárselo?
Estoy ocupado, realmente ocupado. Pero a veces me
pregunto si lo que estoy haciendo a la larga tendrá
algún valor. Realmente me gustaría creer que mi
vida ha tenido sentido, que de algún modo las cosas han
sido distintas porque yo he estado aquí.
Veo a mis amigos o parientes lograr algún
tipo de éxito o ser objeto de algún reconocimiento,
y sonrío y los felicito con entusiasmo. Pero por dentro me
carcome la envidia. ¿Por qué siento
esto?
Tengo una personalidad fuerte. Sé que en casi
todos mis intercambios puedo controlar el resultado. Casi siempre
incluso puedo hacerlo influyendo en los otros para que lleguen a
la solución que yo quiero. Reflexiono en todas las
situaciones y realmente siento que las ideas a las que llego son
por lo general las mejores para todos. Pero me siento
incómodo. Me pregunto siempre qué es lo que las
otras personas piensan realmente de mí y mis
ideas.
Mi matrimonio se ha derrumbado. No nos peleamos ni
nada por el estilo; simplemente ya no nos amamos. Hemos buscado
asesora-miento psicológico, hemos intentado algunas cosas,
pero no podemos volver a revivir nuestros antiguos
sentimientos.
Estos son problemas profundos y penosos, problemas que
un enfoque de arreglos transitorios no puede resolver.
Hace unos años, mi esposa Sandra y yo nos
enfrentábamos con una preocupación de este tipo.
Uno de nuestros hijos pasaba por un mal momento en la escuela. Le
iba fatal con el aprendizaje, ni siquiera sabía seguir las
instrucciones de los tests, por no hablar ya de obtener buenas
puntuaciones. Era socialmente inmaduro, y solía
avergonzarnos a quienes estábamos más cerca de
él. Físicamente era pequeño, delgado, y
carecía de coordinación (por ejemplo, en el
béisbol bateaba al aire, incluso antes de que le hubieran
arrojado la pelota). Los otros, incluso sus hermanos, se
reían de él.
A Sandra y a mí nos obsesionaba el deseo de
ayudarlo. Nos parecía que si el «éxito»
era importante en algún sector de la vida, en nuestro
papel como padres su importancia era suprema. De modo que
vigilamos cuidadosamente nuestras actitudes y conducta con
respecto a él, y tratamos de examinar las suyas propias.
Procuramos mentalizarlo usando técnicas de actitud
positiva. «¡Vamos, hijo! ¡Tú puedes
hacerlo! Nosotros sabemos que puedes. Toma el bate un poco
más arriba y mantén los ojos en la pelota. No
batees hasta que esté cerca de ti.» Y si se
desenvolvía un poco mejor, no escatimábamos elogios
para reforzar su autoestima.
«Así se hace, hijo, no te
rindas.»
Cuando los otros se reían, nosotros nos
enfrentábamos con ellos. «Déjenlo en paz.
Dejen de presionarlo. Está aprendiendo.» Y nuestro
hijo lloraba e insistía en que nunca sería nada
bueno y en que de todos modos el béisbol no le
gustaba.
Nada de lo que hacíamos daba resultado, y
estábamos realmente preocupados. Advertíamos los
efectos que esto tenía en la autoestima del niño.
Tratamos de animarlo, de ser útiles y positivos, pero
después de repetidos fracasos finalmente hicimos un alto e
intentamos contemplar la situación desde un nivel
diferente.
En ese momento de mi trabajo profesional yo estaba
ocupado con un proyecto de desarrollo del liderazgo con diversos
clientes de todo el país. En este sentido preparaba
programas bimensuales sobre el tema de la comunicación y
la percepción para los participantes en el Programa de
Desarrollo para Ejecutivos de la IBM.
Mientras investigaba y preparaba esas exposiciones,
empezó a interesarme en particular el modo en que las
percepciones se forman y gobiernan nuestra manera de ver las
cosas y comportarnos. Esto me llevó a estudiar las
expectativas y las profecías de autocumplimiento o
«efecto Pigmalión», y a comprender lo
profundamente enraizadas que están nuestras percepciones.
Me enseñó que debemos examinar el cristal o la
lente a través de los cuales vemos el mundo tanto como el
mundo que vemos, y que ese cristal da forma a nuestra
interpretación del mundo.
Cuando Sandra y yo hablamos sobre los conceptos que
estaba enseñando en la IBM, y acerca de nuestra propia
situación, empezamos a comprender que lo que
hacíamos para ayudar a nuestro hijo no estaba de acuerdo
con el modo en que realmente lo veíamos. Al
examinar con toda honestidad nuestros sentimientos más
profundos, nos dimos cuenta de que nuestra percepción era
que el chico padecía una inadecuación
básica; de algún modo, un «retraso».
Por más que hubiéramos trabajado nuestra actitud y
conducta, nuestros esfuerzos habrían sido ineficaces
porque, a pesar de nuestras acciones y palabras, lo que en
realidad le estábamos comunicando era: «No eres
capaz. Alguien tiene que protegerte».
Empezamos a comprender que, si
queríamos cambiar la situación, debíamos
cambiar nosotros mismos. Y que para poder cambiar
nosotros efectivamente, debíamos primero cambiar nuestras
percepciones.
La personalidad y
la ética del carácter
Al mismo tiempo, además de mi
investigación sobre la percepción, me encontraba
profundamente inmerso en un estudio sobre los libros acerca del
éxito publicados en los Estados Unidos desde 1776. Estaba
leyendo u hojeando literalmente millares de libros,
artículos y ensayos, de campos tales como el
autoperfeccionamiento, la psicología popular y la
autoayuda. Tenía en mis manos la suma y sustancia de lo
que un pueblo libre y democrático consideraba las claves
de una vida exitosa.
Mi estudio me llevó a rastrear doscientos
años de escritos sobre el éxito, y en su contenido
advertí la aparición de una pauta sorprendente. A
causa de mi propio y profundo dolor, y de dolores análogos
que había visto en las vidas y relaciones de muchas
personas con las que había trabajado a lo largo de los
años, empecé a sentir cada vez más que gran
parte de la literatura sobre el éxito de los
últimos cincuenta años era superficial. Estaba
llena de obsesión por la imagen, las técnicas y los
arreglos transitorios de tipo social (parches y aspirinas
sociales) para solucionar problemas agudos (que a veces incluso
parecían solucionar temporalmente) pero dejaban intactos
los problemas crónicos subyacentes, que empeoraban y
reaparecían una y otra vez.
En total contraste, casi todos los libros de más
o menos los primeros ciento cincuenta años se centraban en
lo que podría denominarse la «ética del
carácter» como cimiento del éxito: en cosas
tales como la integridad, la humildad, la fidelidad, la mesura,
el valor, la justicia, la paciencia, el esfuerzo, la simplicidad,
la modestia y la «regla de oro». La
autobiografía de Benjamín Franklin es
representativa de esa literatura. Se trata, básicamente,
de la descripción de los esfuerzos de un hombre tendentes
a integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y
hábitos.
La ética del carácter enseñaba que
existen principios básicos para vivir con efectividad, y
que las personas sólo pueden experimentar un verdadero
éxito y una felicidad duradera cuando aprenden esos
principios y los integran en su carácter
básico.
Pero poco después de la Primera Guerra Mundial la
concepción básica del éxito pasó de
la ética del carácter a lo que podría
llamarse la «ética de la personalidad». El
éxito pasó a ser más una función de
la personalidad, de la imagen pública, de las actitudes y
las conductas, habilidades y técnicas que hacen funcionar
los procesos de la interacción humana. La ética de
la personalidad, en lo esencial, tomó dos sendas: una, la
de las técnicas de relaciones públicas y humanas, y
otra, la actitud mental positiva (AMP). Algo de esta
filosofía se expresaba en máximas inspiradoras y a
veces válidas, como por ejemplo «Tu actitud
determina tu altitud», «La sonrisa hace más
amigos que el entrecejo fruncido» y «La mente humana
puede lograr todo lo que concibe y cree».
Otras partes del enfoque basado en la personalidad eran
claramente manipuladoras, incluso falaces; animaban a usar
ciertas técnicas para conseguir gustar a las demás
personas, o a fingir interés por los intereses de los
otros para obtener de ellos lo que uno quisiera, o a usar el
«aspecto poderoso», o a intimidar a la gente para
desviarla de su camino en la vida.
Parte de esa literatura reconocía que el
carácter es un elemento del éxito, pero
tendía a compartimentalizarlo, y no a atribuirle
condiciones fundacionales y catalizadoras. La referencia a la
ética del carácter se hacía en lo esencial
de una manera superficial; la verdad residía en
técnicas transitorias de influencia, estrategias de poder,
habilidad para la comunicación y actitudes
positivas.
Empecé a comprender que esta ética de la
personalidad era la fuente subconsciente de las soluciones que
Sandra y yo estábamos tratando de utilizar con nuestro
hijo. Al pensar más profundamente sobre la diferencia
entre las éticas de la personalidad y del carácter,
me di cuenta de que Sandra y yo habíamos estado obteniendo
beneficios sociales de la buena conducta de nuestros hijos, y,
según esto, uno de ellos simplemente no estaba a la altura
de nuestras expectativas. Nuestra imagen de nosotros
mismos y nuestro rol como padres buenos y cariñosos eran
incluso más profundos que nuestra imagen del
niño, y tal vez influían en ella. El modo en
que veíamos y manejábamos el problema
implicaba mucho más que nuestra preocupación por el
bienestar de nuestro hijo.
Cuando Sandra y yo hablamos, tomamos dolorosamente
conciencia de la poderosa influencia que ejercían nuestro
carácter, nuestros motivos y nuestra percepción del
niño. Sabíamos que la comparación social
como motivación no estaba de acuerdo con nuestros valores
más profundos y podía conducir a un amor
condicionado y finalmente reducir el sentido de los propios
méritos de nuestro hijo. De modo que decidimos centrar
nuestros esfuerzos en nosotros mismos, no en nuestras
técnicas sino en nuestras motivaciones más
profundas y en nuestra percepción del niño. En
lugar de tratar de cambiarlo a él, procuramos apartarnos
—tomar distancia respecto de él— y esforzarnos
por percibir su identidad, su individualidad, su condición
independiente y su valor personal.
Gracias a esta profundización en nuestros
pensamientos y al ejercicio de la fe y la plegaria, empezamos a
ver a nuestro hijo en los términos de su propia
singularidad. Vimos dentro de él capas y
más capas de potencial que iban a dar sus frutos con su
propio ritmo y velocidad. Decidimos relajarnos y apartarnos de su
camino, permitir que emergiera su propia personalidad.
Vimos que nuestro rol natural consistía en
afirmarlo, disfrutarlo y valorarlo. También elaboramos
conscientemente nuestros motivos y cultivamos las fuentes
interiores de seguridad con el fin de que nuestros sentimientos
acerca del propio mérito no dependieran de la
conducta «aceptable» de nuestros
hijos.
Cuando nos deshicimos de nuestra antigua
percepción del niño y desarrollamos motivos basados
en valores, empezaron a surgir nuevos sentimientos. Nos
encontramos disfrutando de él, en lugar de compararlo o
juzgarlo. Dejamos de tratar de hacer con él un duplicado
de nuestra propia imagen o de medirlo en comparación con
ciertas expectativas sociales. Dejamos de manipularlo amable y
positivamente para que se adecuara a un molde social aceptable.
Como lo considerábamos fundamentalmente apto y capaz de
afrontar con éxito la vida, dejamos de protegerlo cuando
sus hermanos y otros pretendían ridiculizarlo.
Había sido educado a la sombra de esa
protección, de modo que atravesó algunas etapas
dolorosas, que él expresó a su manera y que
nosotros aceptamos, pero a las que no siempre respondimos.
«No necesitamos protegerte —era el mensaje
tácito—. Básicamente, puedes valerte por ti
mismo.»
A medida que pasaban semanas y meses, fue
desarrollándose en él una tranquila confianza; se
estaba afirmando a sí mismo. Maduraba según su
propio ritmo y velocidad. Empezó a sobresalir
rápida y bruscamente, en comparación con criterios
sociales —académicos, sociales y
atléticos—, yendo mucho más allá del
llamado proceso natural de desarrollo. Con el paso de los
años, lo eligieron varias veces líder de grupos
estudiantiles, se convirtió en un verdadero atleta y
traía a casa las notas más altas. Desarrolló
una personalidad atractiva y franca que ahora le permite
relacionarse tranquilamente con todo tipo de personas.
Sandra y yo creíamos que los logros
«socialmente impresionantes» de nuestro hijo era una
expresión accesoria de los sentimientos que experimentaba
respecto de sí mismo más que una mera respuesta a
las recompensas sociales. Ésta fue una experiencia
sorprendente para Sandra y para mí, muy instructiva en el
trato con nuestros otros hijos, y también en otros roles.
Nos hizo tomar conciencia, en un nivel muy personal, de la
diferencia vital que existe entre la ética de la
personalidad y la ética del carácter. Los salmos
expresan a la perfección nuestra convicción:
«Busca tu propio corazón con diligencia pues de
él fluyen las fuentes de la vida».
«Grandeza» primaria y
secundaria
Mi experiencia con mi hijo, mi estudio sobre la
percepción y la lectura de los libros acerca del
éxito se fusionaron para dar lugar a una de esas
experiencias tipo «¡Eureka!», en las que de
pronto se sitúan correctamente todas las piezas del
rompecabezas. Súbitamente advertí el poderoso
efecto de la ética de la personalidad, y comprendí
con claridad esas discrepancias sutiles, a menudo no
identificadas conscientemente, entre lo que yo sabía que
era cierto (algunas cosas que me habían enseñado
muchos años antes, de niño, y otras profundamente
arraigadas en mi propio sentido interior de los valores) y las
filosofías de arreglo transitorio que encontraba a mi
alrededor día tras día. En un nivel más
profundo entendí por qué, mientras trabajaba
durante años con personas de todas las condiciones,
había descubierto que las cosas que enseñaba y
sabía que eran efectivas a menudo diferían de esas
voces populares.
No pretendo decir que los elementos de la ética
de la personalidad (desarrollo de la personalidad, habilidades
para la comunicación, estrategias de influencia
pensamiento positivo) no sean beneficiosos y algunas veces de
hecho esenciales para el éxito. Sé que lo son. Pero
se trata de rasgos secundarios, no primarios. Tal vez, al
utilizar nuestra capacidad humana para construir sobre los
cimientos que nos han legado las generaciones que nos
precedieron, inadvertidamente nos centremos tanto en nuestra
propia construcción que olvidemos los fundamentos que la
sustentan, o bien, al cosechar un campo donde hace tanto tiempo
que no sembramos, tal vez perdamos de vista la necesidad de
sembrar.
Cuando trato de usar estrategias de influencia y
tácticas para conseguir que los otros hagan lo que yo
quiero, que trabajen mejor, que se sientan más motivados,
que yo les agrade y se gusten entre ellos, nunca podré
tener éxito a largo plazo si mi carácter es
fundamentalmente imperfecto, y está marcado por la
duplicidad y la falta de sinceridad. Mi duplicidad
alimentará la desconfianza, y todo lo que yo haga (incluso
aplicando buenas técnicas de «relaciones
humanas») se percibirá como manipulador. No importa
que la retórica o las in- tenciones sean buenas; si no hay
confianza o hay muy poca, faltarán bases para el
éxito permanente. Solamente una bondad básica puede
dar vida a la técnica.
Centrar la atención en la
técnica es como estudiar en el último momento,
sólo para el examen. Uno a veces acaba
arreglándoselas, o incluso puede obtener buenas notas,
pero si queremos lograr realmente el dominio de las materias o
desarrollar una mente culta, lo que hay que hacer es esforzarse
honestamente día tras día.
¿Alguna vez ha considerado el lector lo
ridículo que sería tratar de improvisar en una
explotación agrícola? Por ejemplo, olvidarse de
sembrar en primavera, haraganear todo el verano y darse prisa en
otoño para recoger la cosecha. El campo es un sistema
natural.
Uno hace el esfuerzo y el proceso sigue.
Siempre se cosecha lo que se siembra; no hay ningún
atajo.
En última instancia, el principio es igualmente
válido para la conducta y las relaciones humanas.
También se trata de sistemas naturales basados en la ley
de la cosecha. A corto plazo, en un sistema social artificial
como es la escuela, uno puede arreglárselas si aprende a
manipular reglas creadas por el hombre, a «jugar el
juego». En la mayoría de las interacciones humanas
breves, se puede utilizar la ética de la personalidad para
salir del paso y producir impresiones favorables mediante el
encanto y la habilidad, fingiendo interesarse en los
hobbies de las otras personas. Hay técnicas
rápidas y fáciles que pueden dar resultado en
situaciones a corto plazo. Pero los rasgos secundarios en
sí mismos no tienen ningún valor permanente en
relaciones a largo plazo. Finalmente, si no hay una integridad
profunda y una fuerza fundamental del carácter, los
desafíos de la vida sacan a la superficie los verdaderos
motivos, y el fracaso de las relaciones humanas reemplaza al
éxito a corto plazo.
Muchas personas con «grandeza» secundaria
—es decir, con reconocimiento social de sus talentos—
carecen de «grandeza» primaria o de bondad en su
carácter. Un poco antes o un poco después, esto se
advertirá en todas sus relaciones prolongadas, sea con un
socio en los negocios, con el cónyuge, con un amigo o con
un hijo adolescente que pasa por una crisis de identidad. Es el
carácter lo que se comunica con la mayor elocuencia. Como
dijo Emerson: «Me gritas tan fuerte en los oídos que
no puedo oír lo que me dices».
Desde luego, hay situaciones en las que las personas
tienen fuerza de carácter pero les falta habilidad para la
comunicación, y ello sin duda afecta también la
calidad de las relaciones. Pero los efectos siguen siendo
secundarios.
En último término, lo que somos puede
transmitirse con una elocuencia mucho mayor que cualquier cosa
que digamos o hagamos.
Todos lo sabemos. Hay personas en las que tenemos una
confianza absoluta porque conocemos su carácter. Sean
elocuentes o no, apliquen o no técnicas de relaciones
humanas, confiamos en ellas, y trabajamos productivamente con
ellas.
Según William George Jordán: «En las
manos de todo individuo está depositado un maravilloso
poder para el bien o el mal, la silenciosa, inconsciente,
invisible influencia de su vida. Ésta es simplemente la
emanación constante de lo que el hombre es en realidad, no
de lo que finge ser».
El poder de un
paradigma
Los «siete hábitos» de las personas
altamente efectivas materializan muchos de los principios
fundamentales de la efectividad humana. Esos hábitos son
básicos y primarios. Representan la internalización
de principios correctos que cimientan la felicidad y el
éxito duraderos.
Pero antes de que podamos comprenderlos
realmente, tenemos que entender nuestros propios
«paradigmas» y saber cómo realizar un
«cambio de paradigma».
Tanto la ética del carácter como la
ética de la personalidad son ejemplos de paradigmas
sociales. La palabra paradigma proviene del griego. Fue
originalmente un término científico, y en la
actualidad se emplea por lo general con el sentido de modelo,
teoría, percepción, supuesto o marco de referencia.
En el sentido más general, es el modo en que
«vemos» el mundo, no en los términos de
nuestro sentido de la vista, sino como percepción,
comprensión, interpretación.
Un modo simple de pensar los paradigmas, que se adecua a
nuestros fines, consiste en considerarlos mapas. Todos sabemos
que «el mapa no es el territorio». Un mapa es
simplemente una explicación de ciertos aspectos de un
territorio. Un paradigma es exactamente eso. Es una
teoría, una explicación o un modelo de alguna otra
cosa.
Supongamos que uno quiere llegar a un lugar
específico del centro de Chicago. Un plano de la ciudad
puede ser de gran ayuda. Pero supongamos también que se
nos ha entregado un mapa equivocado. En virtud de un error de
imprenta, el plano que lleva la inscripción de
«Chicago» es en realidad un plano de
Detroit.
¿Puede imaginar el lector la
frustración y la inefectividad con las que
tropezará al tratar de llegar a su destino?
Se puede entonces trabajar sobre la propia
conducta: poner más empeño, ser más
diligente, duplicar la velocidad. Pero nuestros esfuerzos
sólo lograrán conducirnos más rápido
al lugar erróneo.
Uno puede asimismo trabajar sobre su actitud:
pensar más positivamente acerca de lo que intenta. De este
modo tampoco se llegaría al lugar correcto, pero es
posible que a uno no le importe. La actitud puede ser tan
positiva que uno se sienta feliz en cualquier parte.
Pero la cuestión es que nos hemos perdido. El
problema fundamental no tiene nada que ver con la actitud o la
conducta. Está totalmente relacionado con el hecho de que
el nuestro es un plano equivocado.
Si tenemos el plano correcto de Chicago,
entonces el empeño y el esfuerzo que empleemos es
importante, y cuando se encuentran obstáculos frustrantes
en el camino, entonces la actitud puede determinar una
diferencia real. Pero el primero y más importante
requerimiento es la precisión del plano.
Todos tenemos muchos mapas en la cabeza, que pueden
clasificarse en dos categorías principales: mapas del
modo en que son las cosas, o realidades, y
mapas del modo en que deberían ser, o
valores. Con esos mapas mentales interpretamos todo lo
que experimentamos. Pocas veces cuestionamos su exactitud; por lo
general ni siquiera tenemos conciencia de que existen.
Simplemente damos por sentado que el modo en que vemos
las cosas corresponde a lo que realmente son o a lo que
deberían ser.
Estos supuestos dan origen a nuestras actitudes y a
nuestra conducta. El modo en que vemos las cosas es la fuente del
modo en que pensamos y del modo en que actuamos.
Antes de seguir adelante, invito al lector a una
experiencia intelectual y emocional. Observemos durante algunos
segundos el dibujo de la página 16.
Ahora mire la figura de la
página 17 y describa cuidadosamente lo que
ve.
¿Ve una mujer?
¿Cuántos años tiene? ¿Cómo es?
¿Qué lleva puesto? ¿En qué roles la
ve?
Es probable que describa a la mujer del segundo dibujo
como una joven de unos veinticinco años, muy atractiva,
vestida a la moda, con nariz pequeña y aspecto formal. Si
usted es un soltero, le gustaría invitarla a salir. Si su
negocio es la ropa femenina, tal vez la emplearía como
modelo.
Pero, ¿y si yo le dijera que está
equivocado? ¿Qué pensaría si yo insistiera
en que se trata de una mujer de 60 o 70 años, triste, con
una gran nariz, y que no es en absoluto una modelo? Es el tipo de
persona a la que usted probablemente ayudaría a cruzar la
calle.
¿Quién tiene razón? Vuelva a mirar
el dibujo. ¿Logra ver a la anciana? En caso contrario,
persista. ¿No identifica su gran nariz ganchuda?
¿Su chal?
Si usted y yo estuviéramos hablando frente a
frente podríamos discutir el dibujo. Usted me
describiría lo que ve, y yo podría hablarle de lo
que veo por mi parte. Podríamos seguir
comunicándonos hasta que usted me mostrara claramente lo
que ve y yo le mostrara lo que veo.
Como ése no es el caso, pase a la
página 27 y examine esa otra figura.
Vuelva a la anterior. ¿Puede ver ahora a la anciana? Es
importante que lo haga antes de continuar leyendo.
Descubrí este ejercicio hace muchos años
en la Harvard Business School. El instructor lo usaba para
demostrar con claridad y elocuencia que dos personas pueden mirar
lo mismo, disentir, y sin embargo estar ambas en lo cierto. No se
trata de lógica, sino de psicología.
El instructor trajo un montón de láminas,
en la mitad de las cuales estaba la imagen de la joven de la
página 16 y en la otra mitad la de la
anciana de la página 27. Entregó
láminas de la joven a la mitad de la clase, y
láminas de la anciana a la otra mitad. Nos pidió
que las miráramos, que nos concentráramos en ellas
durante unos diez segundos y que a continuación las
devolviéramos. Entonces proyectó en una pantalla el
dibujo de la página 36, que combina las otras dos
imágenes, y nos pidió que describiéramos lo
que veíamos. Casi todos los que habían observado
antes la figura de la joven, también vieron a la joven en
la pantalla. Y casi todos los que habían tenido en sus
manos la lámina de la anciana, también veían
a la anciana en la pantalla.
El profesor pidió entonces a uno de nosotros que
le explicara lo que veía a un estudiante de la otra mitad.
En su diálogo, se irritaron al tropezar con problemas de
comunicación.
—¿Qué quieres decir con
que es una anciana? ¡No puede tener más de veinte o
veintidós años!
— ¡Vamos! Debes de estar
bromeando. ¡Tiene setenta años, podría tener
cerca de ochenta!
— ¿Qué te pasa? ¿Estás
ciego? Es una mujer joven, y muy guapa, me gustaría salir
con ella. Es encantadora.
— ¿Encantadora? Es una vieja
bruja.
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