Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Antología de William Shakespeare (página 2)




Enviado por Jazmín Vázquez



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Tranio, tu compañero, al que ves
aquí, se ha puesto mi traje y toma mi personalidad para
salvarme la vida. Y yo me he endosado los suyos
para poder escaparme. Porque desde que hemos
desembarcado he matado a un hombre querellándome con
él y temo haber sido descubierto. Por consiguiente,
sírvele como si se tratase de mí mismo, mientras yo
me alejo con objeto de salvar la vida; ¿me has
comprendido? 

BIONDELLO.-¿Yo, mi amo? Ni una
palabra. 

LUCENTIO.-¡Y jamás en la boca
el nombre de Tranio! Tranio se ha cambiado ya en
Lucentio. 

BIONDELLO.-Suerte que tiene el
pícaro. ¡Lástima que no me sucediese a
mí otro tanto! 

TRANIO.-Yo hago el mismo voto,
compañerito, con tal de que se realice otro: que Lucentio
pueda conseguir a la hija más joven de Bautista.
En cuanto a ti, tarugo, ¡mucho cuidado! Y no a causa de
mí, sino a causa de nuestro amo. Y trata de comportarte
del modo más conveniente, sea cual sea la clase de gente
con que nos relacionemos. Cuando estemos solos, Tranio
seguiré siendo. En toda otra ocasión, Lucentio, tu
amo. 

LUCENTIO.-Vámonos, Tranio, que
aún hay al-go que debes hacer tú mismo: ponerte
entre el número de los pretendientes de Blanca. No me
preguntes por qué, bástate saber que tengo para
ello buenas razones. (Salen. Los del prólogo hablan a su
vez.) 

PRIMER CRIADO.-Dormitáis,
señor. ¿Acaso no os agrada la
pieza? 

SLY.-Ya lo creo, ¡por Santa Ana!
Buena historia, no hay duda. ¿Van a dar aún
otra? 

PAJE.-Excelencia, ésta empieza
apenas. SLY.-Por seguro que es un trabajo hábilmente
hecho, ¿eh, señora mi mujer? Pero yo
preferiría que hubiese acabado. (Sigue
escuchando.) ESCENA II Padua. Delante de la casa de
Hortensio (Entran PETRUCHIO y su criado
GRUMIO.) 

PETRUCHIO.-Verona, adiós te he dicho
por algún tiempo con objeto de venir, como he venido, a
ver a misamigos de Padua. Y antes que otro alguno al
más querido y mejor probado, mi buen Hortensio. Y
ésta es, si no me equivoco, su casa. ¡Aquí,
Grumio, majadero! Da un porrazo. 

GRUMIO.-¿Que dé un porrazo,
mi amo? ¿A quién debo pegar? ¿Es que alguien
ha insultado a vuestra señoría? 
PETRUCHIO.-Pronto, bribón, golpéame ahí y
bien fuerte.  GRUMIO.-¿Que os golpee ahí,
mi amo? ¿Y quién soy yo, amo, para golpearos
ahí? PETRUCHIO.-¡Necio!, golpea al punto en esa
puerta como es debido, o seré yo quien golpee tu cabeza de
animal.

GRUMIO.-Estáis, mi amo, con ganas
de disputa. Por supuesto, si yo empezase a golpearos, bien
sé que pagaría al punto los vidrios
rotos. 

PETRUCHIO. -¡Cómo! ¿No
obedeces? Pues bien, granuja, puesto que no quieres golpear, yo
lo haré por ti. Vamos a ver si sabes o no solfear y
cantar. (Le tira de las orejas) 

GRUMIO.-¡Socorro! ¡Socorro!
¡Mi amo se ha vuelto loco! 

PETRUCHIO.-Esto te enseñará a
golpear cuando yo te lo mando, ¡idiota!,
¡bribón! (Hortensio abre su
puerta.) 

HORTENSIO.-¿Qué pasa?.
¿Qué ocurre aquí? ¡Pero si son Grumio
y mi muy querido Petruchio! ¿Cómo estáis
todos allá por Verona? 

PETRUCHIO.-Llegas, mi buen Hortensio, a
punto para poner fin a la batalla. Con tutto il cuore, ben
trovato, puedo decirlo. 

HORTENSIO.-Alla nostra casa ben venuto,
molto honorato signor mio Petruchio. Levántate, Grumio,
levántate. Ya arreglaremos esta
cuestión. 

GRUMIO.-No, caballero; en verdad que poco
importa cuanto explica en latín. Y decidme si no
habría ahora una razón sobrada para abandonar
su servicio. Porque escuchad, señor: me ha dicho que
le golpease, que le golpease sin duelo. Y decidme vos si hubiera
estado bien que un criado hiciese tal cosa con su amo. Sin contar
que se trata de un hombre que (a simple vista se advierte) no
parece tener talla como para defenderse. Pero más me
hubiera valido haber golpeado fuerte, como me decía.
No hubieras recibido ¡pobre Grumio!, lo que has
recibido.

 PETRUCHIO.-¡Qué idiota!,
querido´ Hortensio. Lo que he dicho a este majadero ha sido
que golpease tu, puerta y no ha habido medio de que me
obedeciese. 

GRUMIO.-¿Que golpease la puerta?.
¡El cielo me valga! ¿Es que no me habéis
dicho exactamente: «¡Pícaro, golpéame
ahí!, ¡golpéame bien, golpéame
fuerte!», y ahora decís se trataba de golpear la
puerta? PETRUCHIO.-Anda, idiota, quítate de mi
vista o calla, te lo aconsejo. 

HORTENSIO.-Paciencia, Petruchio; salgo
garante de Grumio. No vale la pena, en verdad, una querella entre
tú y él, tu antiguo, tu fiel, tu excelente
servidor. Pero dime querido, ¿qué buen viento te
trae de la antigua Verona aquí, a Padua? 

PETRUCHIO.-El viento que dispersa siempre a
los jóvenes por el mundo y les envía en busca de
fortuna lejos de su país natal, que no les ofrece recursos
suficientes. En pocas palabras, amigo Hortensio, he aquí
cómo se han presentado para mí las cosas: Antonio,
mi padre, ha muerto.

Y yo me he lanzado al torbellino
del mundo con objeto de ver de casarme y de hacer fortuna del
mejor modo que me sea posible. Tengo escudos en la bolsa;
allá en mi país, un patrimonio, y me he dicho: en
camino y a ver mundo.

 HORTENSIO.-Pues que es así,
¿quieres que te hable con franqueza? Porque es que puedo
presentarte a una mujer áspera de veras y de un
carácter infernal. Bien sé que mi
proposición no vale ni las más mínimas
gracias; ahora bien, como rica, esto también te aseguro
que lo es, ¡y mucho! Claro que, no obstante, eres demasiado
buen amigo para que yo te desee tal
suerte. 

PETRUCHIO.-Querido Hortensio, entre amigos
tales que nosotros, pocas palabras bastan. Por consiguiente, si
conoces una mujer suficientemente rica como para ser la mujer de
Petruchio, como el oro es el estribillo de mi danza de boda,
aunque fuese tan fea como la novia de Florent y tan vieja como la
Sibila; tan áspera y malhumorada como Xantipa, la mujer de
Sócrates o peor aun, no cambiaria de idea ni sería
capaz todo ello de embotar el filo de la pasión que me
inspiraría, incluso si era más indomable que
laspoderosas olas del Adriático desencadenadas.
Precisamente he venido a Padua a hacer boda rica: matrimonio
rico, matrimonio feliz. 

GRUMIO.-Ya veis, caballero, que os dice sin
rodeos lo que piensa. Dadle oro y se casará con una
muñeca, con la figurilla de un lazo de zapato, o con una
bruja vieja que no tenga un diente y si más achaques que
cincuenta y dos matalones. Abunde la pista y todo irá como
sobre ruedas. HORTENSIO.-Petruchio, puesto que tal son las
cosas, vuelvo otra vez sobre lo que por pura broma te
había dicho. Puedo, sí, Petruchio amigo, procurarte
una mujer no solamente con mucho dinero, sino joven y bella, mas
educada como corresponde a una doncella de calidad. Un solo
defecto tiene, ahora de marca; a saber: que es inaguantable,
áspera, violenta y terca. Pero todo de tal modo, que
había de ser mi fortuna muy inferior a lo que es, y no me
casaría yo con ella aunque el hacerlo me valiese una mina
de oro. PETRUCHIO.-Detén la lengua, Hortensio. No
conoces el poder del oro. Dime el nombre de su padre y ello me
basta. E iré a dar la batalla así ruja más
que el trueno cuando revienta las nubes en
otoño.

HORTENSIO.-Su padre es Bautista Minola,
caballero afable y cortés. En cuanto a ella, Catalina
Minola se llama; célebre en toda Padua a causa de la
violencia de su lengua. PETRUCHIO.-Por mi parte, no la
conozco; pero sí a su padre, que, por cierto, en tiempos
conocía también mucho al mío. Y desde ahora
te digo que no descansaré hasta haberla visto. Por
consiguiente, permíteme que te deje apenas encontrado, a
menos que gustes acompañarme a su casa. 

GRUMIO. (A Hortensio.)-Dejadle, dejadle que
va-ya, caballero, mientras le canta el capricho de hacerlo. Os
doy mi palabra que si la paloma le conociese como yo le conozco,
sabría que chillar con él es como si nada. Puede
llamarle ganapán u otras cosas semejantes una docena de
veces, y se quedará tan tranquilo. Y como se decida a que
haya tormenta, ¡ tormenta habrá! Esto os
lo garantizo también, caballero. Es más,
por poco que le resista, la caerá tanto y tan bien
caído en plena cara, que pronto, desfigurada, sus ojos no
serán mas grandes que los de un gato. Creedme,
señor, que no le conocéis bien. 

HORTENSIO.-Pues aguarda un instante
entonces, Petruchio, e iré contigo. Porque Bautista tiene
también bajo su poder a mi tesoro, a la joya de
mi vida: su hija menor Blanca, a la que ha apartado de mis ojos,
así como a los de todos sus pretendientes, mis rivales,
porque, suponiendo que, a causa de to-dos los defectos que te he
enumerado a propósito de Catalina, nadie la
solicitará en matrimonio, por ver precisamente de
conseguirlo, el padre ha decidido que nadie podrá
acercarse a Blanca si previa-mente la maldita Catalina no ha
encontrado un marido. GRUMIO.-¿Catalina la maldita?
¿Podría haber apodo peor para
una joven? 

HORTENSIO.-Y ahora, mi querido Petruchio,
vas a hacerme un favor. Voy a disfrazarme con el traje más
modesto que encuentre, y me presentarás al anciano
Bautista como un experto profesor de música que
daría con Ruste lecciones a Blanca. Mediante esta
estratagema tendré al menos la libertad suficiente para
seguir haciendo la corte a mi amada sin inspirar sospechas, es
decir para hablar a solas con ella. 

GRUMIO.-No me parece que haya en ello
trapacería. No obstante, ved cómo los
jóvenes saben ponerse de acuerdo para engañar a los
viejos (Entran Gremio Y Lucentio, éste disfrazado de
maestro de escuela y llevando unos libros bajo el brazo)
¡Amo!, ¡amo!, mirad detrás de vos, mirad.
¿Quiénes serán esos que
llegan? 

HORTENSIO.-Silencio, Grumio. Es mi rival.
Apartémonos un instante, Petruchio. 

GRUMIO.-¡Hermoso joven!, de
veras. Y con aire de muy enamorador. (Se
apartan.) 

GREMIO.-Muy bien ¡muy bien! La lista
de libros, ¡perfecta! Porque, escuchadme, quiero no
solamente que todos estén muy bien encuadernados, sino que
sólo traten de amor. Tener cuidado de no hacerla leer
otros, ¿me comprendéis?… Además de lo que
os procuraría la liberalidad del señor Bautista, yo
añadiré largamente lo
que merezcan vuestros servicios. Tomad vuestra lista.
(Se la entrega.) Y que cuanto vaya a sus manos esté bien
perfumado, pues más suave es que todos los perfumes la a
quien los libros están destinados. ¿Qué vais
a leerle hoy? 

LUCENTIO.-Estad tranquilo; sea lo que sea
de lo que trate la lección, pleitearé vuestra
causa, puesto que lo haríais vos mismo. Y hasta
quizá en términos más persuasivos. A menos,
señor, que seáis letrado. 

GREMIO.-¡Ah, el saber! ¡Las
letras! ¡Qué cosa grande las
letras! 

GREMIO (aparte.)-¡Oh los besugos!
¡Qué besugo más grande este
asno! 

PETRUCHIO.- ¡Silencio.
idiota! 

HORTENSIO.-Calla, sí, Grumio
(Avanzando.) Dios os guarde, amigo señor
Gremio. 

GREMIO.-¡Ah! Sed bien venido,
señor Hortensio. ¿Sabéis adónde voy?
A casa de Bautista Minola. Le había prometido ocuparme en,
encontrar un profesor para la hermosa Blanca, y he tenido la
fortuna de tropezarme con este joven que, a causa de su ciencia y
sus modales, le conviene perfectamente. Es sumamente versado en
poesía y en otros libros, to-dos excelentes, os
lo garantizo. 

HORTENSIO.-Pues me parece muy bien. Por mi
parte, he dado a mi vez con un hidalgo que me ha prometido
encontrar un maestro de música ca-paz de instruir a
nuestra amada. Con ello, no seré yo menos que vos en salir
útil a la deliciosa Blanca, a la que tanto
quiero. 

GREMIO.-Lo mismo digo, y mis actos lo
probarán. 

GRUMIO. (Aparte.)-Y sobre todo sus sacos
bien repletos.

 HORTENSIO.-No es éste el
momento, señor Gremio, de dar al viento vuestro amor. Por
el contrario, escuchadme y hablando razonablemente, os
diré algo muy bueno para los dos. Ved aquí un
hidalgo al que he hallado por casualidad, y con el que tras haber
conversado amigablemente, hemos llegado a un acuerdo: está
dispuesto a hacer la corte a Catalina la maldita, e incluso a
casarse con ella si la dote le conviene.

GREMIO.-Si lo que hasta ahora sólo
es un dicho llega a ser un hecho, todo iría de maravilla.
Pero ¿le habéis informado, Hortensio, de los
defectos de la hermosa? 

PETRUCHIO.-Sé que es
una joven insoportable, escandalosa y querelladora. Por
supuesto, señores, si no es sino esto, no veo en ello nada
de alarmante. 

GREMIO.-¿Nada
decís, amigo mío? ¿De dónde
sois? 

PETRUCHIO.-Verona fue mi cuna y el anciano
Antonio mi padre. Este muerto, viva en cambio y a
miservicio está mi fortuna, y mi esperanza: que ella
me haga vivir a mí largos y felices días
aún. 

GREMIO.-Es que con semejante mujer,
señor mío, sorprendente sería que
alcanzaseis tal vida. Pero si tenéis estómago para
ello, ¡adelante y que Dios os ayude! En cuanto a mí,
contad que os prestaré apoyo en todo… Pero ¿en
verdad estáis dispuesto a intentar la conquista de
ese gato montés? 

PETRUCHIO.-Tan seguro como que estoy
vivo. 

GRUMIO.-¿Que si le hace el amor?
¡No se lo ha de hacer! Que me ahorquen si no cumple lo que
promete. 

PETRUCHIO.-¿Para qué he
venido aquí sino con este objeto? ¿Creéis
que un poco de escándalo pueda espantar mis oídos?
¿Es que no he oído durante mi vida rugir a leones?
¿No he escuchado el mar hinchado por los vientos bramar
como jabalí furioso cubierto de espuma? ¿No he
oído el tronar de los grandes cañones de
campaña, y en las nubes artillería del cielo, o en
lo más fuerte de la batalla las alarmas espantosas, los
corceles relinchar y el agrio clamor de las trompetas? ¿Y
tras todo ello venir a hablarme de la lengua de una mujer, que no
llega a hacer el ruido que hace una castaña que crepita al
asarse en el hogar de un campesino? ¡Bah, bah!, guardad
vuestro coco para los niños

GRUMIO.-¿Quién dijo miedo a
mi amo? 

GREMIO.-Me parece, Hortensio, que este
hidalgo ha caído lo que se dice del cielo, tanto para
él como para nosotros. 

HORTENSIO.-Le he prometido que
tomaríamos parte ambos, vos y yo, en cuanto gaste
cortejándola, sea la cantidad que sea. 

GREMIO.-¡Aceptado! Por supuesto, con
tal de que se haga aceptar. 

GRUMIO.-¡Que no tuviese yo tan segura
una buena comilona! (Entra Tranio ricamente vestido, seguido de
Biondello.) 

TRANIO.-Caballeros, ¡Dios os guarde!
Dispensad mi atrevimiento, y decidme, os lo ruego, cuál es
el camino más corto para ir a casa del señor
Bautista Minola.

BIONDELLO.-¿El que tiene dos lindas
hijas? ¿No es por él por quien
preguntáis? 

TRANIO.-Por él, exactamente,
Biondello. 

GREMIO.-Decidme, caballero…
¿Venís acaso por ver la…? 

TRANIO.-La y el quizá, caballero.
¿Tenéis algo que oponer a ello? 

PETRUCHIO.-En todo caso, no por la
querelladora, ¿verdad? 

TRANIO.-No me gustan las querellas,
caballero. Partamos, Biondello. 

LUCENTIO. (Aparte).-Buen principio,
Tranio. 

HORTENSIO.-Una palabra, caballero, antes de
que os marchéis. ¿Pretendéis la mano de
la joven a que os referís, sí o
no? 

TRANIO.-Y si tal ocurriese, señor
mío, ¿sería un crimen? 

GREMIO.-No. Sobre todo si os largaseis
excusando ya toda palabra. 

TRANIO.-¡Cómo, caballero!
¿Acaso la calle no es libre para todo el
mundo? 

GREMIO.-La calle, sí; la joven,
no.

 TRANIO.-¿La razón, si
hacéis el favor? 

GREMIO.-Si queréis saberla, hela
aquí: porque es la bienamada del caballero
Gremio. 

HORTENSIO.-Sobre ser la que el caballero
Hortensio ha escogido. 

TRANIO.-Despacio, señores. Si sois
hidalgos, hacedme el favor de escucharme con paciencia, pues a
ello tengo derecho. Bautista es un caballero a quien mi padre no
es enteramente desconocido; en cuanto a su hija, de ser aun
más hermosa de lo que es, nada la impediría tener
más pretendientes de los que ya tiene, y a mí entre
ellos. Mil enamorados tuvo la hija de la hermosa Leda; por
consiguiente, bien puede Blanca tener uno más. Y le
tendrá. Y éste será Lucentio, que espera ser
el que triunfe, incluso si Paris mismo apareciese de
repente.  GREMIO.-Pero, bueno, ¿es que este caballero
va a cerrarnos a todos la boca?

 LUCENTIO.-Pasadle la rienda,
señor, y veréis qué poco
avanza. 

PETRUCHIO.-¿Para qué tantas
palabras, Hortensio? 

HORTENSIO.-Caballero, ¿me
atrevería a preguntaros si habéis visto alguna vez
a la hija de Bautista? 

TRANIO.-No, señor mío; pero
me han dicho que tiene dos: una tan conocida por su lengua
disputadora como la otra por su modestia llena de
gracia. 

PETRUCHIO.-¡Alto ahí,
caballero! La primera es para mí, no os ocupéis de
ella. 

GREMIO.-Sí, dejemos este trabajo
al poderoso Hércules, dejémosle que
eclipse los doce trabajos de Alcides. 

PETRUCHIO.-Caballero, dignaos comprender lo
que sigue: la pequeña, a la que vos aspiráis, su
padre la ha sustraído a todos. No quiere prometerla a
ninguno, sea quien fuere, antes de haber casado a la mayor.
Sólo entonces la pequeña quedará libre, pero
no antes

TRANIO.-De ser así, caballero, y de
ser vos el hombre que ha de hacernos tal servicio a
todos, a mí como a los demás; si sois el hombre que
debe romper el hielo; a quien incumbe la hazaña de
conquistar a la mayor, dándonos con ello acceso a la
pequeña, el que al fin tenga la dicha de poseer
ésta no será tan perverso como para mostrarse
ingrato. HORTENSIO.-Bien habláis y bien
pensáis, caballero. Y pues confesáis ser
también de los pretendientes, debéis, como
nosotros, estar agradecido a este hidalgo, a quien nosotros
estamos asimismos obligados. 

TRANIO.-Podéis estar seguro de ello,
señor mío. Y como prueba, os propongo que
pasemos juntos la tarde bebiendo a la salud de nuestras ama-das.
Es decir, haciendo como los abogados, que ante el juez luchan
implacablemente, pero que luego comen y beben juntos como los
mejores amigos del mundo. 

GRUMIO y BIONDELLO. (A un
tiem-po.)-¡Excelente proposición! Partamos,
camaradas. 

HORTENSIO.-La proposición es buena,
en efecto. Aceptada, pues. Petruchio, eres mi
invita-do.(Sale) 

ACTO II 

ESCENA ÚNICA

Una cámara en casa de
Bautista (CATALINA, látigo en mano, amenaza con
él a BLANCA, que está pegada a la pared con las
manos atadas) 

BLANCA.-Hermana querida, no me hagas ni te
hagas a ti misma la injuria de tratarme como a una sirvienta o a
una esclava. Desprecio tales actos. En cuanto a los perendengues,
suéltame las manos y yo misma me los quitaré.
Sí, me quitaré adornos y baratijas, e incluso el
jubón si quieres. Todo cuanto me ordenes lo haré,
pues bien sé cuales son mis deberes respecto a mi hermana
mayor. 

CATALINA.-Entre todos tus galanes,
¿a cuál prefieres? ¡Responde!
¡Te mando que respondas, y cuidado con
mentir! 

BLANCA.-Puedes creerme, hermana, que entre
todos los hombres vivos no he encontrado una cara que me agrade
particularmente más que otra. 

CATALINA.- ¡Mientes, hipocrituela
¿A que es Hortensio? 

BLANCA.-Si sientes afecto hacia él,
hermana mía, te juro que haré cuanto me sea posible
para que lo consigas para ti.  CATALINA.-¡Ya! Sin duda
lo que te atrae es la fortuna y por ello preferirías a
Gremio, ¿verdad?, para que te mantuviese como una gran
dama. 

BLANCA.-¿Es a causa de él por
lo que me detestas? Entonces bien veo que bromeas y que no has
hecho hasta ahora sino bromear. Pero suéltame las manos,
Lina, te lo ruego.

CATALINA.-Si tal cosa te parece una broma,
esto te lo parecerá también. (Le pega. Entra
Bautista.) 

BAUTISTA.- ¡Cómo!
¿Qué modales son ésos, hija mía?
¿De dónde nace tanta insolencia? Apártate de
ella, Blanca. ¡Hijita querida! ¡Y la ha hecho
llorar!… Vuelve, vuelve a tus labores sin ocuparte más
de tu hermana. En cuanto a ti, ¡largo de aquí,
pécora endemoniada! ¿Por qué la hacer
sufrir, sabiendo que ella jamás te ha hecho a ti nada
malo? ¿Es que alguna vez siquiera te contradijo con una
palabra desagradable? 

CATALINA.-¡Precisamente es su
silencio lo que me insulta, y no dejaré de vengarme!
(Se lanza sobre Blanca.) 

BAUTISTA
(deteniéndola).-¿Aún? ¿Y ante mis
propios ojos? Vete a tu cuarto, Blanca. (Blanca
sale.) 

CATALINA.-¡Claro! ¡Como que a
mí no me podéis soportar! No hay duda. Vuestro
tesoro es ella. Y, naturalmente, preciso es que tenga un marido.
La queréis tanto a ella, que a mí cuanto me queda
es bailar descalza el día de la boda y llevar manos al
infierno… No, no me digáis nada. Me iré,
sí; me tiraré al suelo y lloraré hasta que
llegue el momento de mi venganza. (Sale.) 

BAUTISTA.-¿Hubo jamás hombre
más desdichado que yo? Pero ¿quién
va? (Entran Gremio y Lucentio, éste vestido
humildemente y transformado en CAMBIO, maestro de escuela, y tras
ellos Petruchio, acompañado de Hortensio, que a su vez se
ha cambiado en LICIO, maestro de música; y Tranio, que
hace el papel de Lucentio, y que llega acompañado de su
paje Biondello, que trae un laúd y varios
libros.) 

GREMIO.-Buenos días, vecino
Bautista. 

BAUTISTA.-Buenos días, vecino
Gremio… Dios os guarde, señores. 

PETRUCHIO.-Y a vos lo mismo, querido
señor. Pero decidme, ¿no tenéis una hija,
bella y virtuosa, que se llama Catalina? 

BAUTISTA.-En efecto, tengo una hija llamada
Catalina, caballero. 

GREMIO. (A Petruchio.)-Sois demasiado
brusco; poned un poco de tino. 

PETRUCHIO.-Me juzgáis mal,
señor Gremio; dejadme hacer. (A Bautista.) Yo,
señor mío, soy un hidalgo de Verona que habiendo
oído hablar de vuestra hija: de su hermosura, de su
talento, de su afabilidad, de su púdica modestia; en fin,
de sus maravillosas cualidades  y de su carácter
encantador, me he tomado la libertad de venir a vuestra casa sin
más cumplidos con objeto de que mis ojos sean testigos de
lo que tantas veces he oído alabar. Y como pago, y con
objeto de merecer vuestra acogida, os presento a uno de
mis servidores (señalando, a Hortensio), muy versado en
música y matemáticas, que podría dar a
vuestra hija un conocimiento perfecto de estas artes o acabar de
hacerlo, pues bien sé que no es ignorante en
ellas.

Aceptadle, pues, os lo ruego, si no
queréis hacerme una afrenta. Su nombre es Licio; su
patria, Mantua. 

BAUTISTA.-Sed bien venido, caballero, y
él, puesto que con vos llega. En cuanto a mi hija
Catalina, demasiado sé que no es lo que necesitáis,
bien que mucho lo deplore. PETRUCHIO.-Paréceme
comprender que no queréis separaros de ella. A no ser que
ocurra que mi persona no os agrada. 

BAUTISTA.-No os equivoquéis respecto
a lo que pienso. Lo que hago es decir las cosas tal como son.
¿De dónde sois, caballero, y cómo debo
llamaros? 

PETRUCHIO.-Me llamo Petruchio, y
soy hijo de Antonio, hombre bien conocido en toda
Italia

BAUTISTA.-Le conozco muy bien, sí, y
en recuerdo de él, sed bien venido. 

GREMIO.-Un alto en vuestra historia,
Petruchio, os lo ruego, y permitid que hablemos nosotros
también, pues que también tenemos una causa que
defender. Porque, ¡diablo, qué atrevido sois y
qué prisa tenéis! 

PETRUCHIO.-Excusadme señor Gremio,
pero es que me gusta ir derecho a lo que busco. 

GREMIO.-No lo dudo, pero es que tal vez
maldigáis luego vuestra prisa. (A Bautista.) Vecino,
puesto que el regalo de este caballero os ha sido agradable,
estoy seguro de ello, permitidme que os haga un amabilidad
semejante, ya que por mi parte tanto os debo, ofreciéndoos
a este joven sabio (señala decirlo a Lucentio)
que ha estudiado mucho tiempo en Reims y que es tan versado en
griego, latín y en otras lenguas como el otro en
música y en matemáticas. Se llama Cambio. Os ruego,
pues, que aceptéis sus servicios. 

BAUTISTA.-Gracias
mil. amigo Gremio. Sed bien venido, señor
Cambio. (Volviéndose hacia Tranio.) En cuanto a vos, noble
señor, paréceme que sois extranjero. ¿Puedo
tomarme la libertad de preguntaros el objeto de vuestra
visita? 

TRANIO.-Sois vos, señor, quien
habréis de perdonar mi libertad, pues extranjero, en
efecto, en esta ciudad, me atrevo a pretender la mano de vuestra
hija, la bella y virtuosa Blanca. Por supuesto, no ignoro vuestra
firme resolución de casar antes a su hermana mayor, y
cuanto pido como gracia especial es que una vez hayáis
conocido mi nacimiento, no me concedáis peor trato que a
los otros que asimismo la solicitan. Es decir, permiso para venir
y la benevolencia que a ellos les otorgáis. Y para ayudar
a la educación de vuestras hijas, me tomo la libertad de
ofreceros este modesto instrumento y este paquete de librillos
griegos y latinos (Biondello se adelanta y le ofrece laúd
y libros.) Poca cosa es, mas si vos los aceptáis, su valor
será grande. 

BAUTISTA.-¿Os llamáis
Lucentio? ¿De dónde venís? Decídmelo,
os lo ruego. 

TRANIO.-De Pisa, caballero.
Soy hijo de Vincentio. 

BAUTISTA.-Vicentio, es en Pisa un gran
personaje. Le conozco muy bien de reputación. Por
consiguiente, sed bien venido. (A Hortensio.) Tomad ese
laúd. (A Vincentio.) Y vos ese paquete de libros. Vais a
ver a vuestras alumnas al momento. ¡A ver! ¡Uno
aquí! (Entra un criado.) Tú, pícaro, conduce
a estos caballeros junto a mis hijas y diles a ambas que son sus
profesores. Que les concedan la buena acogida que se merecen.
(Sale el criado seguido de Hortensio y de Lucentio.) En cuanto a
nosotros vamos a dar un paseo por el jardín y luego
pasaremos a la mesa. Sois, ciertamente, los bien venidos y como
tales os ruego a todos que os
consideréis. 

PETRUCHIO.-Señor Bautista, mi
cuestión pide ser resuelta. Mis asuntos no me permiten
venir todos los días a hacer la corte a vuestra hija.
Puesto que habéis conocido a mi padre suficientemente, por
él podéis conocerme a mí. Único
heredero soy de sus tierras y bienes, que más bien he
aumentado que disminuido. Por consiguiente, os ruego que me
digáis qué dote obtendrá vuestra hija, si
consigo obtener su amor. 

BAUTISTA.-Luego de mi muerte, la mitad de
mis tierras; e inmediatamente, veinte mil
coronas. 

PETRUCHIO.-Pues bien, a cambio de esta
dote, si me sobrevive, yo le aseguraré,
en calidad  de viuda heredera, todas mis tierras y
todas mis rentas. Por consiguiente, establezcamos
el contrato con objeto de que por ambas partes sea
respetado. 

BAUTISTA.-De acuerdo. Pero cuando.
tengáis la cláusula esencial; quiero decir, el amor
de mi hija; pues todo depende de ello. 

PETRUCHIO.-¡Bah!, eso tenedlo por
seguro. Pues he de deciros, mi querido padre, que si vuestra hija
es imperiosa, yo autoritario. Y cuando dos fuegos violentos se
encuentran, consumen el objeto que alimenta su furor. Algo de
viento basta para transformar en un gran fuego otro
pequeño; pero un huracán acaba con un incendio.
Pues bien, yo seré para ella el huracán, y preciso
será que ceda. Enérgico soy y no de esos enamorados
con los que se juega como si fuesen chiquillos. 

BAUTISTA.-¡Ojalá puedas
casarte con ella, y cuanto antes mejor! En todo caso,
acorázate contra las palabras desagradables.

PETRUCHIO.-A toda prueba soy,
como las montañas que desafían los vientos, que
nada pueden contra ellas pese a soplar eternamente. (Entra
Hortensio con la cabeza
partida.) BAUTISTA.-¿Qué te
pasa, amigo mío? ¿Por qué
estás tan pálido? HORTENSIO.-Si estoy
pálido es, ¡de miedo!, os lo
aseguro. 

BAUTISTA.-¿Pues? ¿Es que
quizá mi hija no es hábil en lo que a la
música atañe? 

HORTENSIO.-Creo que hará mucho mejor
de cabo de vara. El hierro tal vez resiste entre sus ma-nos
más que un laúd. 

BAUTISTA.-¡ Cómo! ¿No
puedes meterle el laúd en la cabeza? 

HORTENSIO-No, a fe mía, es ella la
que ha he-cho entrar mi cabeza en el laúd. Le decía
suave-mente que se equivocaba de cuerda, y doblaba un poco su
mano con objeto de que pusiera sus dedos debidamente, cuando
acometida de un exceso de impaciencia diabólica, ha
gritado: «¿Que no toco a vuestro gusto? ¡Pues
ved, al menos si pego bien al mío!» Y diciendo esto
me ha dado tan fuerte con el instrumento en la cabeza, que me le
ha metido hasta el cuello. Durante unos instantes he quedado
aturdido, sacando la cabeza por entre las astillas del
laúd, cual hombre en la picota, mientras ella me llamaba
rascacuerdas improvisado, insoportable atormentador de
oídos, y veinte calificativos más, en modo alguno
agradables. Pero tan ágilmente lanzados que
diríase que había tomado lecciones de injurias para
poder mejor insultarme. 

PETRUCHIO.-He aquí, ¡por el
diablo!, lo que se dice una mujer de nervio. Diez veces
más que la amaba la amo ahora a causa de ello. Nadie puede
imaginarse la impaciencia que tengo por entendérmelas con
ella. 

BAUTISTA.-Ea, venid conmigo y no
tengáis ese aire tan lastimero. Vais a continuar vuestras
lecciones con mi hija pequeña que, sobre tener excelentes
disposiciones, es sumamente agradecida por cuanto se hace en su
favor. En cuanto a vos, señor Petruchio,
¿queréis venir con nosotros o preferís que
os envíe a mi hija Catalina? 

PETRUCHIO.-Enviádmela, sí, os
lo ruego. Aquí la espero. (Salen todos menos él.)
En cuanto llegue le voy a hacer la corte como es debido. Como le
conviene. Que empieza a vociferar, le diré tranquilamente
que su voz es tan dulce como la del ruiseñor. Que frunce
el entrecejo; le aseguraré que su cara es tan tersa como
las rosas matinales empapadas de rocío. Que, por el
contrario, se obstina en permanecer muda; entonces alabaré
su hablar voluble y su incomparable elocuencia. Que me dice que
tome la puerta; le daré mil gracias, cual si oyera que no
me fuese de su lado en toda una semana. Que se niega a casarse
conmigo; le preguntaré amorosamente qué día
hay que publicar las amonestaciones y cuál ir a la
iglesia. Pero aquí llega; tú tienes la palabra,
Petruchio. (Entra Catalina.) Buenos días, Lina. Pues tal
es vuestro nombre, según he oído decir,
¿no? 

CATALINA.-Sordo no sois, pero sí,
sin duda, duro de oídos, porque los que hablan de
mí me llama Catalina.

PETRUCHIO-Mentís, no hay duda. Os
llaman Lina, ni más ni menos; la buena Lina; o bien, a
veces, Lina, la maldita. Pero Lina, la más encantadora
Lina de la cristiandad, Lina, apetitosa como una exquisita
golosina. Lina, la deliciosa, pues decir Lina es como decir
golosina. Y he aquí por qué, Lina de mi
corazón, quiero que escuches lo que tengo que decirte.
Habiendo oído en toda las ciudades que he atravesado
alabar tu dulzura, celebrar tus virtudes y proclamar tu
hermosura, por cierto, que mucho me-nos todo de lo que mereces,
me he sentido inclinado a buscarte para hacer de ti mi
esposa. CATALINA.-¿Inclinado? ¡Qué te
parece! Pues bien; que el que os ha inclinado que os enderece.
Nada, más veros he comprendido que erais algo que se
inclina, se endereza, se maneja… Vamos, ¡un
mueble! 

PETRUCHIO.- ¡Magnífico! Pero,
¿qué es un mueble? 

CATALINA.-Digamos un
taburete. 

PETRUCHIO.-¡Exacto! Ven, pues, a
sentarte sobre mí, Lina. 

CATALINA.-Quisierais llevarme,
¿verdad? No me extraña; para llevar se han hecho
los asnos. 

PETRUCHIO.-Habiendo sido hechas las mujeres
para llevar también (hace señas refiriéndose
al embarazo), aplícate lo mismo. 

CATALINA.-Si yo tuviese que llevar y
soportar, jamás sería a un mostrenco de vuestra
especie. 

PETRUCHIO.-¡Mi dulce Lina! ¿No
sabes que me esforzaré en no ser para ti una carga pesada,
sabiéndote tan joven, tan frágil…

CATALINA.-Demasiado frágil y ligera,
bien que pese lo suficiente, como para que un patán como
vos no pueda cargar conmigo. 

PETRUCHIO.-Eso lo veremos bien, tanto
más cuanto que veo te ciernes a maravilla.

CATALINA.-¿Cerner? No está
mal para haberlo dicho un cernícalo.

PETRUCHIO.-El cernícalo te
cogerá, ¡tortolilla de vuelo lento!

CATALINA.-La tortolilla tendrá con
vos para un bocado, cual si fuerais un abejorro.

PETRUCHIO.- ¡Hola, hola, avispilla
querida! Eres muy rabiosa.

CATALINA.-Si soy avispa, ¡cuidado con
el aguijón!

PETRUCHIO. -El remedio
es fácil; se le arranca y en paz.

CATALINA.-Los idiotas no saben dónde
está. PETRUCHIO.-¿Quién ignora dónde
tienen las avispas el aguijón? ¡En la
cola!

CATALINA.-En la lengua.
PETRUCHIO.-¿En la lengua de
quién? CATALINA.-En la vuestra, que habla sin ton ni
son. Adiós. (Hace ademán como para
irse.) 

PETRUCHIO.-Ea, Lina, no te vayas. (La coge
entre sus brazos.) Lina querida, yo soy un
hidalgo. 

CATALINA.-Es lo que voy a ver. (Le da un
soplamocos.) 

PETRUCHIO.-Hazlo otra vez y por quien soy
que te ganas un par de bofetadas. 

CATALINA.-Entonces perderíais
vuestros escudos. Si pegáis a una mujer, no sois hidalgo;
y si no sois hidalgo, ¡adiós
blasones! 

PETRUCHIO.-¡Hola! Te nombro mi reina
de armas. Puedes inscribirme en tu registro

CATALINA.-¿Cuál es vuestra
cimera? ¿La cresta de un gallo? 

PETRUCHIO.-Un gallo sin cresta si Lina
llega a ser mi gallina.

 CATALINA.-No os quiero como gallo
cantáis como un capón. 

PETRUCHIO.-Ea, Lina, ¿a qué
tanto vinagre? 

CATALINA. -No puedo evitarlo en cuanto me
acerco a un pepinillo. 

PETRUCHIO.-No habiendo pepinillo
aquí, no hay necesidad de vinagre. 

CATALINA.-¡Ya lo creo que lo hay! Os
aseguro que hay uno.

PETRUCHIO.-Entonces,
enséñamelo.

CATALINA.-Si tuviese un espejo, le
veríais al punto.

PETRUCHIO.-¡Cómo! ¿Te
refieres a mi cara?

CATALINA.-(Luchando por salir de sus
brazos.) ¡ Cómo lo ha comprendido pese a sus
pocos años!

PETRUCHIO.-¡Por San Jorge!, bien veo
que soy demasiado joven para ti.

CATALINA.-Nadie lo diría, viendo
vuestras arrugas.

PETRUCHIO-¡Pesan sobre mí
tantos cuidados!

CATALINA.-(Debatiéndose siempre.)
Cosa que a mí  me tiene perfectamente sin
cuidado.

PETRUCHIO.-Ea, escúchame, Lina…
Inútil todo forcejeo, no me
escaparás. 

CATALINA.-¡Si no me soltáis os
arranco los ojos! … ¡Dejadme marchar! (Se debate con
violencia, le muerde y le araña mientras
habla.) 

PETRUCHIO.-Por nada del mundo. Te encuentro
adorable. Me habían dicho que eras brusca, tristona,
desagradable, y veo que todo ello era pura mentira. Eres, por el
contrario, deliciosa, alegre, amable como ninguna. Tu lengua es
un poco tarda, cierto, pero dulce y suave como una flor
primaveral. Incapaz eres de fruncir el ceño, ni de mirar
de través y mucho menos de morderte los labios como hacen
las muchachascuando se llenan de cólera. En vez de
complacerte en contradecir, acoges a quienes, como yo, te adoran,
con palabras amables y gratas y sonrisas encantadoras.
Además, ¿por qué se empeña todo el
mundo en que Lina cojea de un pie? (La suelta.) ¡Oh mundo
calumniador! Lina es derecha como vara de avellano; su tinte
moreno, como las propias avellanas maduras y mucho más
agradable aún que ellas. Anda, anda un poco, lucero, para
que yo te vea y esté seguro de que no
cojeas. CATALINA.-Vete a dar órdenes a tus
servidores, ¡imbécil! 

PETRUCHIO.-¡Jamás Diana alguna
embelleció el bosque como Lina esta cámara con su
andar de princesa! O sé Diana, o que Diana se torne Lina.
Y que entonces Lina sea casta y Diana locuela. 
CATALINA.-¿Dónde has aprendido tan linda
palabrería? 

PETRUCHIO.-Acuden a mí
espontáneamente desde el fondo, madre de mi
espíritu. 

CATALINA.-Poco espíritu debe de
tener tal madre cuando tan menguado muéstrase
el hijo. 

PETRUCHIO.-¿No tienen ingenio,
calor, mis palabras? 

CATALINA.-Apenas para que no te
enfríes. 

PETRUCHIO.-¡Pardiez!, más
caliente estaré en tu cama, adorable Lina.
¡Allí, allí es donde quiero calentarme!
Conque dejemos aparte toda palabrería y hablemos claro. Tu
padre consiente en que seas mi mujer. Ya nos hemos puesto de
acuerdo sobre la dote y quieras o no quieras, me casaré
contigo. Y créeme, Lina, que yo soy el marido que te hace
falta. Pues por esta luz que se recrea alumbrando tu
hermosura, que no te casarás con otro hombre que conmigo.
Porque yo he nacido, para domarte, Lina, y para transformarte, mi
gatita salvaje, en una Lina dócil como son todas las
demás Linas que tienen un hogar… Aquí llega tu
padre; ¡cuidado con desmentirme! Quiero a Catalina por
mujer, ¡y la tendré! (Entran Bautista, Gremio y
Tranio.) 

BAUTISTA.-Y bien, señor Petruchio,
¿cómo va vuestro asunto con mi
hija? 

PETRUCHIO.-Del mejor modo, caballero.
¿Podríais dudarlo? Imposible era que no quedase
vencedor.

 BAUTISTA.-¿Y tú,
Catalina, hija mía? ¿De mal humor, como
siempre? 

CATALINA.-¿Y tenéis
aún la audacia de llamarme vuestra hija? De veras que me
dais una hermosa prueba de ternura queriendo casarme con un medio
chiflado, con un bárbaro feroz, que jura como un demonio y
que cree poder conseguir lo que le place a fuerza de
audacia y de blasfemias. 

PETRUCHIO.-Mi querido padre, he aquí
los hechos: vos, así como cuantos hablan de ella, lo hacen
a tontas y a locas. Si a veces se muestra huraña, por pura
cortesía es; pues, lejos de ser arrogante, es modesta como
una paloma; lejos de ser violenta y encendida, apacible y fresca
como el aire de la mañana. En cuanto a paciencia, es una
segunda Griselda, y en lo que a castidad atañe, una
Lucrecia romana. En una palabra, nos entendemos tan bien que nos
casaremos el próximo domingo. 

CATALINA.-¡Preferiría verte
ahorcado el sábado! 

GREMIO.-¿Oís, Petruchio,
que prefiere ver cómo os
cuelgan? 

TRANIO.-¿Es así como
triunfáis? ¡Adiós nuestras
esperanzas! 

PETRUCHIO-Paciencia, caballeros. Quien la
escoge soy yo. Y si ella y yo estamos contentos,
¿qué le importa a nadie? Hemos convenido, cuando
estábamos solos, que ella continuaría siendo hosca
mientras estuviese acompañada. Por lo demás, justo
es que os diga que me ama de un modo inimaginable. ¡Oh
dulcísima Lina mía! ¡Cómo se me
colgaba al cuello y cómo me prodigaba beso tras beso,
pro-mesa tras promesa! De tal modo que, en un abrir y cerrar de
ojos, me ha hecho compartir su amor. Pero, ¿qué
sabéis vosotros, pobres novicios, de esto? Prodigioso es
ver cómo un hombre y una mujer, a solas, él, el
más chorlito e infeliz de los mortales, puede suavizar a
la más indomable tarasca. Dame tu mano, Lina. A Venecia me
voy a comprar el ajuar necesario para la boda. Preparad el
festín, mi querido padre, e invitad a cuantos deban
acudir. Sí, seguro quiero estar, encargándome de
todo, que mi Catalina resplandecerá, de
hermosura. 

BAUTISTA.-Yo, la verdad, no sé
qué decir. Dadme los dos la mano. ¡Dios te bendiga,
Petruchio! Asunto terminado, pues. 

GREMIO y TRANIO.-Amén. Seremos
vuestros testigos. 

PETRUCHIO.-Padre, esposa, amigos,
adiós. A Venecia me voy. El domingo llegará pronto.
Tendremos sortijas, joyas, ¡trajes magníficos! Dame
un beso, Lina. (La coge entre sus brazos y la besa. Ella
se arranca y escapa fuera de la cámara, mientras que
él sale por otra puerta) 

GREMIO.- ¿Viose jamás
matrimonio alguno tan pronto zanjado? 

BAUTISTA.-A fe mía, señores,
que represento el papel de un mercader que se aventura, a
ojos cerrados, en un negocio desesperado.  TRANIO.-Era una
mercancía que en vuestra casa se deterioraba. Ahora, de no
perderse en la travesía,
obtendréis beneficio. 

BAUTISTA.-Yo no busco otro beneficio en
este asunto que tranquilidad. 

GREMIO.-En cuanto a él, sí
que a fuerza de tranquilidad va a conseguir una buena dote. Pero
ahora, Bautista, hablemos de la pequeña. He aquí,
llegado al fin, el día que tanto esperábamos. No
olvidéis que yo soy vuestro vecino y su primer
pretendiente. 

TRANIO.-Y yo soy aquel a quien Blanca ama
como no haya palabras para expresarlo, ni vuestro pensamiento
puede concebir.

GREMIO.-Jovenzuelo, incapaz de amar tan
tiernamente como yo. 

TRANIO.-Barbagris, vuestro amor es hielo
puro. 

GREMIO.-El vuestro achicharra, en cambio.
Atrás, mequetrefe. Sólo la edad madura da buenos
frutos. 

TRANIO.-A los ojos de las bellas lo que
florece es la juventud

BAUTISTA.-Calma, señores; yo
arreglaré la querella. El premio será concedido, no
a las palabras, sino a los actos. Aquel de vosotros que asegure a
mi hija una dote más fuerte, tendrá el amor de
Blanca… Hablad, señor Gremio. ¿Qué
podéis garantizarle? 

GREMIO.-Ante todo, y como bien lo
sabéis, mi casa, aquí, en la ciudad, está
abundantemente pro-vista en vajillas de oro y de plata; de
aljofainas y de jarras para que pueda lavar sus delicadas manos.
Mis cortinas son todas de tapicería de Tiro. Mis escudos,
apilados están en cofres de marfil. Y en armarios de
ciprés almacenadas colchas de Arras, trajes suntuosos,
colgaduras, tapices preciosos, ropa fina, almohadones de
Turquía bordados con perlas, baldaquines de Venecia,
hechos a aguja y recamados de oro, servicios  en
estaño y en cobre y todo cuanto es necesario en una casa y
a un matrimonio. Además, en mi granja tengo cien vacas
lecheras, ciento veinte bueyes grasos en el establo y todo lo
demás en proporción… En cuanto a mí, yo ya
no soy joven, lo confieso, pero si muero mañana, todo
lo dicho será para ella, con tal de que ella quiera ser
para mí sólo, mientras tenga vida. 

TRANIO.-Este «para mí
sólo» está bien dicho. Por mi parte,
señor, escuchadme. Yo soy hijo único, y heredero,
por consiguiente, de mi padre. Si consigo tener a vuestra hija
como mujer, le legaré tres o cuatro casas no menos bellas
que las del señor Gremio, situadas dentro de los muros de
la opulenta Pisa; es decir, que la que éste tiene en
Padua. Sin contar una renta anual de 2,000 ducados, asegurados
sobre buenas tierras, que serán su viudedad. Creo,
señor Gremio, que estáis cogido.

 GREMIO.-(Para sí.) ¿Una
renta anual de 2,000 ducados garantizada con tierras? Todos mis
inmuebles no llegan a tanto. (En voz alta.) Además de todo
lo dicho, para ella será una carraca que ahora está
anclada en la rada de Marsella. ¿Qué? Esta carraca
os ha cortado el resuello, ¿verdad? 

TRANIO.-Todo, el mundo sabe, señor
Gremio, que mi padre no tiene menos de tres grandes carracas,
más dos galazas y doce hermosas galeras. Que aseguro a
Blanca. Más el doble de cuanto vos ofrezcáis sea lo
que sea. 

GREMIO.-Yo he ofrecido ya todo. Ni
más ten-go, ni más puedo darle de aquello que
poseo. Si os convengo, Bautista, tendrá mi persona y mis
bienes. 

TRANIO.-En este caso y de acuerdo con
vuestra promesa formal, para mí es vuestra hija con
exclusión de todo otro. El señor Gremio ha quedado
eliminado. 

BAUTISTA.-Debo convenir en que vuestra
oferta es la más hermosa. Si vuestro padre responde de
ella, mi hija será para vos. Y digo aún, excusadme,
si llegaseis a morir antes que él, ¿cuál
sería la viudedad de mi hija? 

TRANIO.-Eso no pasa de una sutileza
ingrata; mi padre es viejo y yo soy joven. 

GREMIO.-¿Es que los jóvenes
no pueden morir lo mismo que los viejos? 

BAUTISTA.-Pues, bien, señores, he
aquí lo que he resuelto en definitiva: el domingo
próximo, sabéis, mi hija Catalina se casa. Si me
dais la garantía de vuestro padre, Blanca será
vuestra al domingo siguiente; si no, lo será del
señor Gremio. Y tras ello, permitidme que me retire tras
haberos dado las gracias a ambos. (Sale.) 

GREMIO.-Adiós, mi querido vecino. Y
ahora ya no temo nada. En verdad, joven trapacero que vuestro
padre sería bien inocente si os diese cuanto tiene,
quedándose sometido a vivir a vuestra costa lo que le
quede de vida. Y, ¡bah!, todo lo demás es puro
cuento de niños. Un viejo zorro italiano no es tan
bobalicón como para hacer tales cosas, hijo
mío. (Sale a su vez.) 

TRANIO.-¡Maldita sea tu piel, no
menos vieja y ajada! En cuanto a mí, ¡pardiez!, he
echado en el juego todos mis triunfos. Se me había metido
en la cabeza hace ganar a mi amo. Y como sigo con la idea, no
sé por qué un falso Lucentio no tendría un
falso padre llamado… supongamos Vincentio. Lo que sería
un prodigio; pues de ordinario son los padres los que hacen
los hijos, mientras en esta historia de matrimonio, es un
hijo, si mi ardid triunfa, el que va a engendrar a su padre
(Sale.) 

ACTO III 

ESCENA PRIMERA

En Padua, en la casa de Bautista (En
la cámara de BLANCA, que está sentada junto a
HORTENSIO, disfrazado o transformado en Licio. LUCENTIO [Cambio],
de pie y un poco separado. HORTENSIO, coge la mano de BLANCA para
enseñarle a poner los dedos en el
laúd) 

LUCENTIO.-(Interviniendo.) ¡Eh,
señor músico! Diríase que os tomáis
demasiadas libertades. ¿Habéis olvidado acaso la
encantadora acogida que os hizo su hermana
Catalina? HORTENSIO.-Es que ahora, señor pedante
escandaloso, estoy con la dama protectora de la celestial
armonía. Permitidme, pues, usar de mi prerrogativa, y
cuando hayamos consagrado una hora a la música os
tomaréis vos un tiempo igual para vuestras
lecturas. 

LUCENTIO.-¡He aquí un asno tan
ignorante que ni sabe con qué fin fue creada la
música! ¿Acaso no fue hecha para refrescar el
espíritu del hombre tras sus estudios y trabajos
habituales? Dejadme, pues, elplacer de enseñarla algo
de filosofía, y en las pausas que yo haga la
emprenderéis con vuestra armonía. 

HORTENSIO.-(Levantándose.)
¿Es que creéis que voy a soportar vuestras
bravatas, bellaco? 

BLANCA.-¡Basta, señores! Ambos
me ofendéis querellándoos por algo cuya
elección de mí sola depende. Yo no soy un escolar
al que se puede amenazar con el látigo, ni quiero estar
sometida al que se me impongan tales lecciones para tal hora del
día, ni el tiempo que han de durar; sino que quiero
arreglar yo misma estas cuestiones como me plazca. Por
consiguiente cortemos esta querella sentándonos
aquí, y vos, tomad vuestro instrumento y tocad mientras
él me enseña. Su lección habrá
terminado antes de que hayáis afinado vuestro
laúd. HORTENSIO.-¿ Dejaréis su
lección cuando esté ya afinado? 

LUCENTIO.-Ello querría decir
¡nunca! entonces. ¡Hala, afinad vuestro instrumento!
(Hortensio se retira; Blanca y Lucentio se
sientan.) 

BLANCA-¿Dónde habíamos
quedado?

 LUCENTIO.-Aquí,
señora. «Hic ibat Simois, hic est Sigela
tellus; Hic steterat Priami regia celsa
senis». 

BLANCA.-Traducid. 

LUCENTIO.-«Hic ibat», como ya
os he dicho; «Simois» soy Lucentio; «hic
est», el hijo de Vincentio, de Pisa;
«Sigela tellus», disfrazado de este modo para
conseguir vuestro amor: «hic steterat», y el Lucentio
que se ha presentado como uno más de vuestros
pretendientes; «Priami», es mi criado Tranio;
«regia», que ha- tomado mi puesto; «celsa
cenis», con objeto de engañar al viejo
Pantalón. 

HORTENSIO.-Señora, mi instrumento
está ya afinado. 

BLANCA.-Que yo le oiga. (Hortensio toca.)
¡Qué horror! Los altos desafinan. 

LUCENTIO.-Escupa por el colmillo
el amigo y vuelva a afinar. (Hortensio se retira de
nuevo.) 

BLANCA.-Veamos ahora si yo soy capaz a mi
vez de traducir: "Hic ibat Simois», no os conozco;
«hic est Sigela tellus», y no puedo confiar en lo que
decís; «hic steterat Priami», tened cuidado no
vaya a oírnos; «celsa senis» y no
desesperéis. 

HORTENSIO.-(Volviendo.) Ahora,
señora, está afinado. 

LUCENTIO.-¿Los bajos
también? HORTENSIO.-Los bajos están a tono
(Aparte.) El que desentona, pícaro, eres tú.
¡Qué ardiente y qué audaz se está
volviendo este pedagogo! Que me cuelguen si el bribón no
hace la corte a mi amada. Será preciso que vigile a este
maldito pedantucho. (Se desliza detrás de
ellos.) 

BLANCA.-Con el tiempo llegaré a
creeros; por el momento, desconfío. 

LUCENTIO.-No dudéis…
(dándose cuenta de que está allí Hortensio),
pues es cierto que Eacidas designa a Aiax, llamado así a
causa de su abuelo. 

BLANCA.-(Levantándose.) Naturalmente
debo creer a mi maestro, de otro modo, os aseguro que
continuaría argumentando sobre este punto dudoso. Pero
quedemos aquí. A vos ahora, Licio. Queridos maestros, si
he bromeado un poco con los dos no lo toméis, os lo ruego,
en mal sentida. 

HORTENSIO.-(A Lucentio.) Podéis iros
a dar una vuelta y dejarme libre un momento. Mis lecciones no son
un coro a tres voces.

 LUCENTIO.-¿Tan formalista
sois, señor mío? Bien, me retiraré…
(Aparte.) Pero sin dejar de vigilar, pues o mucho me equivoco o
el soplaflautas éste se está enamorando. (Se aparta
un poco. Blanca y Hortensio se sientan.) 

HORTENSIO.-Señora, antes de que
toquéis el instrumento debo enseñaros, lo primero,
cómo hay que poner los dedos. Y para ello, empezar por los
rudimentos de este arte. La gama os la enseñaré
mediante un método corto y agradable; más seguro y
más eficaz que todos los métodos empleados por
mis colegas. Vedle aquí en este papel, dispuesto del
modo más conveniente. BLANCA.-Pero la gama ya hace
mucho tiempo que la he pasado. 

HORTENSIO.-Leed, no obstante, la de
Hortensio. 

BLANCA.-(Leyendo.) «Gama de
do», yo soy la base de todo acuerdo. «A
re», yo vengo a abogar por la pasión de
Hortensio. «B mi», Blanca, tomadle por
esposo. «C fa», pues os ama con todo su
corazón.  «D sol , re», tengo dos notas
para una sola llave. «E la, mi», tened piedad de
mí o muero. ¿Y a esto llamáis una gama
¡Bah!, no me gusta nada. Prefiero los métodos
antiguos. No soy tan caprichosa como para ir a cambiar las
antiguas reglas contra invenciones extrañas. (Entra un
criado.)

 EL CRIADO.-Señora, vuestro
padre os ruega dejéis vuestras lección con objeto
de que le ayudéis a decorar el cuarto de vuestra
hermana.

Ya sabéis que mañana es el
día de su boda. 

BLANCA.-Hasta la vista, mis queridos
maestros, no tengo más remedio que dejaros. (Sale seguida
del criado.) 

LUCENTIO.-En este caso, señora nada
tengo que hacer aquí. (Sale a su vez.)

 HORTENSIO.-En cuanto a mí,
bien haré en vigilar a este pedagogo. Tiene todo el aire,
todo, de estar enamorado… Por tu parte, Blanca si tus gustos
son tan bajos como para llevar tus ojos hacia el primero que se
presente, que se case contigo el que quiera. Si tu corazón
es tan ligero, yo cambiaré también de amor para no
ser menos que tú. 

ESCENA II

Padua. Una plaza. Delante de la casa de
Bautista 

(Entran BAUTISTA, GREMIO, TRANIO [haciendo
siempre de Lucentio], LUCENTIO [haciendo de Cambio], CATALINA
[vestida de novia], BLANCA y numerosos
invitados) BAUTISTA.-(A Tranio.) Señor Lucentio, hoy
es el día fijado para el matrimonio de Catalina con
Petruchio y henos aquí sin noticias de mi yerno.
¿Qué van a decir los invitados? ¿Qué
irrisión no va a causar la ausencia del novio cuando el
sacerdote llegue dispuesto a efectuar el enlace?
¿Qué os, parece a vos, Lucentio, de esta afrenta
que sufrimos? 

CATALINA.-No hay afrenta sino para
mí. He aquí la consecuencia de obligarme a dar mi
mano a un insensato, en contra de mi corazón. A un
maleducado. A un impulsivo, que tras hacerme la corte a todo
galope, luego no tiene prisa cuando llega el momento de casarse.
Por lo tanto, bien os había yo dicho que era un
disparatado, un loco, que bajo el manto de una ruda franqueza lo
que ocultaba era una pura burla. Con tal de ser tenido por el
más gracioso y festivo de los amigos, es de esos
chuscos que no dudan en hacer la corte a mil mujeres, en fijar el
día del matrimonio, en preparar un banquete, en invitar a
sus amigos y en publicar amonestaciones. Todo ello sin la menor
intención de desposar a la que corteja. Y he aquí
que ahora todo el mundo señalará con el dedo a la
pobre Catalina diciendo: «¡Esa es la mujer del
taravilla de Petruchio! Por supuesto, cuando le dé la
ventolera de casarse con ella.» TRANIO.-Paciencia,
querida Catalina. Paciencia, señor Bautista. Yo estoy
seguro, por mi vida, de que Petruchio tiene buenas intenciones,
sea cual sea la casualidad que le impida cumplir su palabra. Es
brusco, pero sensato; alegre vividor, pero
honrado. 

CATALINA.-¡Ojalá no le hubiese
yo visto jamás! (Va hacia la casa, llorando, seguida de
Blanca y de los invitados.) 

BAUTISTA.-Anda, hija mía, anda. Esta
vez no puedo censurar tus lágrimas. Tal afrenta
indignaría a una santa misma. Mucho más, claro, a
una muchacha tan dada al arrebato y a la impaciencia como
tú. (Llega Biondello corriendo.) 

BIONDELLO.-¡Amo, amo! ¡Una
noticia! ¡Una nueva vieja! La nueva más
vieja que jamás hayáis
oído! 

BAUTISTA.-¿Una nueva vieja?
¿Cómo es posible tal cosa?

 BIONDELLO.-¿No es una nueva
anunciaros que Petruchio llega? 

BAUTISTA.-¿Ha
llegado? 

BIONDELLO.-No,
señor. 

BAUTISTA.-¿Qué es lo que
dices entonces? 

BIONDELLO.-Que llega. 

BAUTISTA.-¿Y cuándo
estará aquí? 

BIONDELLO.-Cuando esté donde yo
estoy y os vea como yo os veo. 

TRANIO.-Pero, vamos a ver,
¿cuál es la nueva vieja entonces? 

BIONDELLO.-Pues bien, mi amo: Petruchio
llega con un sombrero nuevo y un jubón viejo. Pantalones
también viejos, vueltos ya tres veces, y un par de botas
que han servido de caja a los cabos de vela. De ellas, una va
sujeta con una hebilla; la otra con un lazo. Al cinto, una
antigua espada toda oxidada, tomada a préstamo en el
arsenal de la ciudad; con la empuñadura rota y la vaina
agujereada por abajo; cierto que los hierros de la cruz partidos
en dos. Su caballo, que cojea de la cadena, se adorna con una
silla carcomida cuyos estribos están descabalados. Sin
contar que el pobre animal es víctima del muermo, gracias
a lo cual sus narices no dejan de fluir; amén de sufrir de
tolanos infestados de lamparones; además de estar
acribillado a fuerza de espolonazos, abatido un tanto
por la ictericia y cubierto de adivas incurables. Y claro, cual
suele ocurrir, aturdido por los vértigos; sí que
comido de reznos. Por el contrario, tiene todo el espinazo
despeado, las costillas dislocadas y de las manos delanteras es
patizambo. Por suerte suya, al bocado que trae le falta la mitad,
y como cabezada, una piel de carnero, que a fuerza de haber sido
estirada para impedirle que se moviera demasiado se ha roto
más de una vez, por lo que ha habido que reajustarla a
fuerza de nudos. También la cincha ha sido remendada seis
veces. En cambio, le avalora una grupera, de terciopelo, para
mujer, con dos iniciales perfectamente marcadas con clavos y
apañada aquí y allá, pero con buena
cuerda.

BAUTISTA.-¿Y quién viene con
él? 

BIONDELLO.-Su lacayo, señor. Su
lacayo, engalanado en armonía con el caballo. Es decir,
con una media de hilo en una pierna y una calza de lana gruesa en
la otra. Como ligas, un cordón rojo en una y otro azul en
la otra. En la cabeza, un sombrero que fue nuevo tal
vez. Cierto que a guisa de pluma se adorna con un penacho de lo
menos cuarenta cincuentas. En cuanto al traje, hay que decirlo,
¡es algo verdaderamente monstruoso! De tal modo, que ni
aire tiene de paje cristiano, ni de lacayo de
hidalgo. 

TRANIO.-Sin duda le ha cogido el capricho
extraño de presentarse así. A veces se le ocurre,
en efecto, la idea de salir pobremente vestido. 

BAUTISTA.-De todas maneras, venga como
venga, con tal de que venga, será para mí él
bienvenido. 

BIONDELLO.-Pero es que, señor, no
viene. 

BAUTISTA.-¿Pero no has dicho que
venía? 

BIONDELLO.-¿Quién?
Petruchio? 

BAUTISTA.-Sí, que Petruchio
venía. 

BIONDELLO.-No, caballero; lo que yo he
di-cho era que su caballo venía trayéndole
encima. 

BAUTISTA.-Pues bien, es todo
uno. 

BIONDELLO.-¡Ay, que no, por San
Jamy! Yo dos cobres apuesto que un caballo y un
hombre más de uno son, cierto. Sin ser varios,
no obstante, como también sostengo. (Petruchio y
Grumio, vestidos de cualquier manera, cual Biondello les ha
descrito, entran súbitamente.) 

PETRUCHIO.-¡Vamos a ver!
¿Dónde están los amigos?
¿Quién en hay esta casa? BAUTISTA-Sed
bienvenido, caballero. 

PETRUCHIO.-¿Aunque no llegue mejor
vestido? Pero cada uno se presenta como
puede. BAUTISTA-Menos mal que no cojeando
aún.

TRANIO.-En todo caso, no tan bien vestido
cu-al yo hubiera deseado. 

PETRUCHIO.-¿No era mejor llegar,
bien que fuese de este modo? Pero, ¿dónde
está Lina? ¿Dónde está mi encantadora
novia? Y ¿cómo va mi querido padre? Pero
diríase, señores míos, que estáis
incomodados. ¿Por qué tan amable
compañía arquea las cejas como ante un
prodigio extraordinario cual un cometa o algún
otro fenómeno inusitado? 

BAUTISTA.-Porque, comprendedlo, hoy es el
día fijado para vuestra boda y, claro, primero
estábamos tristes pensando que no ibais a llegar. Y ahora
lo estamos más aún viéndoos llegar de este
modo. Ea, ea, despojaos de ese traje que avergüenza vuestra
condición, sobre deshonrar una fiesta tan solemne como
ésta. 

TRANIO.-Y decidnos qué asunto
importante os ha retenido tanto tiempo lejos de vuestra esposa y
os hace llegar tan diferente de vos mismo.

PETRUCHIO.-Larga cosa sería de
contar e in-grata de oír. Que os baste saber que
aquí estoy, dispuesto a cumplir mi promesa. Si en algo me
he apartado de lo que había dicho, ya me excusaré
cuando tenga la ocasión necesaria para ello, y entonces
quedaréis completamente satisfechos. Pero
¿dónde está Lina? Se me tiene demasiado
tiempo alejado de ella. La mañana avanza y ya
deberíamos estar en la iglesia. 

TRANIO.-No se os ocurra presentaros delante
de vuestra prometida tal cual vais vestido. Venid a mi
cámara y yo os daré ropa
mía. 

PETRUCHIO.-Ni mucho menos, creedme. Al
contrario, tal cual estoy voy a presentarme. 

BAUTISTA.-Mas espero que no
pretenderéis ca-saros con ella de este
modo. 

PETRUCHIO.-¿Y por qué no?
¡Tal cual estoy! No se hable más de ello. Es conmigo
con quien se casa, no con mis vestidos.
De poder renovar las fuerzas que ella agotará en
mí tan fácilmente como podría cambiar de
traje, Lina se alegraría mucho y yo aún más.
Pero qué tonto soy charlando de este modo con vosotros en
vez de correr a saludar a mi prometida y a sellar este dulce
título con un beso de amor. (Sale seguido de
Grumio.) 

TRANIO.-No hay duda que ha venido como ha
venido «ex profeso». Pero veamos de convencerle, si
ello es posible, de que se vista mejor para ir a la
iglesia. 

BAUTISTA.-Corro tras él a ver en
qué acaba to-do esto. (Sale seguido de
Gremio.) 

TRANIO.-(A Lucentio.) Pero, señor,
no hasta contar con el amor de Blanca, sino que es preciso tener
asimismo el consentimiento del padre. Y para conseguir
éste, cual ya he dicho a vuestra gracia, voy a valerme de
un hombre. Quién sea este hombre, poco importa; lo
esencial es enseñarle debidamente el papel que tiene que
representar. Es decir, que habrá de hacerse pasar por
Vincentio de Pisa y garantizar aquí en Padua una viudedad
aún mucho más importante que la que yo he
prometido. De este modo obtendréis sin esfuerzo lo que
deseáis y podréis desposar a la dulce Blanca con el
consentimiento de su padre. 

LUCENTIO.-Si mi colega el
profesor de música no vigilase como lo hace tan de cerca
los pasos de Blanca, creo que lo mejor sería que nos
casásemos en secreto. Una vez el matrimonio celebrado,
habría el mundo entero de oponerse y yo sabría
guardar mi tesoro frente a todo el universo.

TRANIO.-Ya veremos, sin precipitarnos, lo
que más conviene realizar. Lo primero que hay que hacer es
engañar a ese vejancón de Gremio; luego al padre,
el receloso Bautista Minola; en fin, a ese músico astuto,
el enamorado Licio. Y todo por afecto hacia Lucentio, mi amo…
(Entra Gremio.) ¿Venís, señor Gremio, de la
iglesia?

 GREMIO.-¡Y tan alegre como
de chico lo hacía de la
escuela! 

TRANIO.-Y el novio y la novia,
¿vuelven a la casa? 

GREMIO.-¿El novio decís?
Mejor diríais diciendo un mozo de cuadra, un
palafrenero zafio. ¡La pobre criatura se enterará
pronto! 

TRANIO.-¿Es que tal vez es
más huraño que ella? ¡No es
posible!

 GREMIO.-¿Él? Ese hombre
es un diablo. ¡Un verdadero demonio! 

TRANIO.-Pues ella en todo caso una
diablesa. La verdadera mujer del diablo. 

GREMIO.-¡Quiá, mi amigo!
Junto a él es una cordera, una paloma, una futesa. Os voy
a contar lo ocurrido. Escuchad, mi señor Lucentio.
Figuraos que cuando el cura le ha preguntado si quería a
Catalina por mujer ha respondido, pero jurando tan fuerte que el
sacerdote todo asustado ha dejado caer su libro:
«¡Rayos de rayos!, pues ya lo creo.»Y cuando se
agachaba el pobre cura para recoger su brevia-rio, ese
disparatado loco le ha dado tal puñetazo, que cura y libro
y libro y cura han rodado por el suelo. «Ahora -ha rugido-,
que los levante el que quiera!» 

TRANIO.-¿Y qué ha dicho
la joven cuando el cura se ha
levantado? 

GREMIO.-Ella temblaba y se
estremecía, pues el fenómeno pataleaba y tronaba
cual si el cura hubiese tratado de hacerle cornudo. Y he
aquí que una vez todas las ceremonias acabadas, el
monstruo pide vino. «¡A la salud de todos!»,
grita, cual si hubiese estado a bordo de un navío bebiendo
por sus camaradas tras una tormenta. Traga el moscatel sin dejar
para los demás, y lo que quedaba en el fondo de la copa se
lo tira a la cara del sacristán pretextando para ello que
la barba del infeliz crecía tan rala y famélica que
le estaba pidiendo a voces mientras bebía un poco de
brebaje. Tras ello, coge a la recién casada por el cuello,
le sacude en plena boca un be-so tan escandaloso, que resuena en
toda la iglesia. Y es cuando yo, al ver aquello, he escapado,
avergonzado. Por supuesto, todo el cortejo viene tras de
míJamás, se había visto un matrimonio tan
extraordinario… Pero escuchad, escuchad. Oigo a los
músicos. (Música. Entran los músicos
precediendo a los de la bodas Petruchio y Catalina, seguidos de
Blanca, Bautista, Hortensio, Grumio y todos los invitados y
comitiva.)  PETRUCHIO.-Caballeros, y
vosotros, amigos míos, mil gracias por el
trabajo que os habéis tomado en venir. Sé
también que contabais comer conmigo y que habéis
preparado un copioso banquete de boda. Pero sucede que asuntos
inaplazables me reclaman lejos de aquí; por consiguiente,
obligado me veo a despedirme de vosotros en este preciso
instante. BAUTISTA.-¿Es posible que queráis
partir esta tarde misma? 

PETRUCHIO.-Hoy mismo, sí, antes de
que sea de noche. Y que ello no os extrañe. Si supieseis
las razones que me mueven a ello, más bien me
rogaríais que partiese, que no me quedase. Por
consiguiente, doy muchas gracias a todos, nobles
compañeros, testigos de mi unión con la más
paciente, la más dulce y virtuosa de las esposas. Comed en
compañía de mi suegro, bebed a mi salud, y en lo
que a mí afecta, como es preciso que me vaya, adiós
a todos. 

TRANIO.-Permitidnos suplicaros que os
quedéis hasta después de la comida.

PETRUCHIO.-Imposible. GREMIO.-Dejadme que
os lo suplique yo tam bién.

PETRUCHIO.-Imposible digo. CATALINA.-Yo uno
mis ruegos a los suyos.

PETRUCHIO.-Me place en extremo.

CATALINA.-¿Os place en extremo
quedaros?

PETRUCHIO.-Me place en extremo que me
su pliquéis que me quede. Pero podríais
hartaros de suplicarme y no me quedaría. CATALINA.-No
obstante, si es que me amáis, quedaos.

PETRUCHIO.-¡Grumio, los
caballos!

GRUMIO.-Dispuestos están, mi amo. Y
con la tripa llena de avena. 

CATALINA.-Pues bien, haced como os plazca.
En cuanto a mí, no partiré hoy, ¡no! Ni
mañana. Ni antes de que me dé
la gana hacerlo. La puerta abierta está,
señor mío; el camino ahí le tenéis.
Podéis trotar hasta que vuestras botas no puedan ya
más. Pero yo no partiré más que cuando se me
antoje hacerlo. Un hombre que desde el primer momento se muestra
tan bruto y tan grosero, ¡de veras que promete ser una
alhaja de marido!

 PETRUCHIO.-Ea, Lina querida no te
enfades, te lo ruego. Echa lejos de ti el mal
humor. 

CATALINA-¡Me da la gana enfadarme!
¿Qué diablos tenéis que ir a hacer? En
cuanto a vos, padre, puedes estar tranquilo. Esperará
hasta que a mí se me antoje.

GREMIO.-(A Bautista.) Esto ya es otra cosa,
caballero. La cólera de Catalina empieza a producir su
efecto.

CATALINA.-Señores, ¡a la mesa
todos! Ya veo que se puede hacer de una mujer un espantajo si no
tiene el valor de resistir. 

PETRUCHIO.-(Con violencia tremenda.)
¡Estos caballeros irán a comer, Lina, puesto que se
lo ordenas! ¡Obedeced a la recién casada, vosotros
todos los que habéis formado su cortejo! Id al banquete,
sí; divertios, haced francachela, brindad hasta hartaros
por su doncellez, alegraos, haced el loco, Y si no, ¡que os
ahorquen! En cuanto a mi Lina, mi hermosa Catalina,
¡partirá conmigo! (La coge por la cintura cual si la
defendiese contra los otros,) Ea, lucero, no te ha-gas la
enfadada, no patalees ni te revuelvas; no eches miradas
furibundas ni hagas gestos de cólera. Yo quiero ser
dueño de lo que es mío. Mi mujer es mi bien, mi
todo, mi casa, mi mobiliario, mi campo, mi granja, mi caballo ,
mi buey, mi asno: ¡cuanto quiero y tengo! (Desenvaina la
espada.) ¡Aquí la tenéis! Pero ¡ay de
quien la toque! ¡Desafío a todo matachín
de Padua que se atreva a cerrarme el camino! Grumio,
¡desenvaina, que estamos rodeados de bandidos! ¡Ven a
socorrer a tu señora si es que eres un hombre! En cuanto a
ti, mi Lina adorada, no temas nada, que nadie se atreverá
a tocarte. ¡Aquí estoy yo para ser tu escudo incluso
contra un millón de enemigos! (Se la lleva de la
plaza violentamente mientras Grumio hace que protege su
retirada.) 

BAUTISTA.- ¡Dejad, dejad que se vayan
enhorabuena! ¡Apacible pareja! 

GREMIO.-Si no se van tan pronto, reviento
de risa. 

TRANIO.-No creo que haya habido
jamás matrimonio de locos semejantes. 

LUCENTIO.-(A Blanca.) Señora,
¿qué pensáis de vuestra hermana?

 BLANCA.-Que para una loca de atar
siempre hay un loco rematado. 

GREMIO.-Creo, por mi fe, que Petruchio ha
encontrado una horma digna de su zapato. 

BAUTISTA.-Amigos míos, vecinos:
si el casado y la casada no están para ocupar su puesto en
la mesa, sí habrá, en cambio, comida y bebida en
abundancia. Vamos, pues, Lucentio, vos ocuparéis el puesto
del marido, y Blanca, el de su hermana. 

TRANIO.-¿Va la encantadora Blanca a
aprender cómo se hace de recién
casada? 

BAUTISTA.-Así es, Lucentio. Venid,
señores, vamos. (Entran a la casa.) 

ACTO IV 

ESCENA PRIMERA

Gran sala a la entrada de la casa de campo
de Petruchio 

(Entra GRUMIO todo cubierta de
barro) 

GRUMIO.-¡Mal haya! ¡Mal haya de
todos los jamelgos derrengados, de todos los amos locos y de
todos los malos caminos! ¿Ha habido jamás hombre
más zarandeado, más enlodado y más molido
que yo? Me ha echado por delante para que encienda el fuego y
llegan tras de mí para calentarse. De no ser yo uno de
esos pucheritos que al punto están hirviendo, mis labios
helados se pegarían a mis dientes, mi lengua a
mipaladar y mi corazón a mis tripas antes de que
tuviese fuego para deshelarme. Pero me calentaré con
sólo soplar lo que arda; un hombre mayor que yo, con este
tiempo, no habría quien le librase de un resfriado.
¡A ver! ¡Hola! ¡Curtis! (Entra
Curtis.) 

CURTIS.-¿Quién llama con voz
que tirita? 

GRUMIO.-Un pedazo de hielo. Si lo dudas,
ensaya y verás que puedes patinar de mis hombros a mis
talones sin otro impulso que el que tomes de mi cabeza a mi
cuello. ¡Lumbre, lumbre, mi querido
Curtis! 

CURTIS-¿Es que el amo y su esposa
llegan, Grumio? 

GRUMIO.-Sí, sí, Curtis;
están al llegar, conque, ¡ fuego!, ¡fuego! Y
no se te ocurra echar agua encima.

 CURTIS.-Y dime: ¿la fiera
tiene la cabeza tan caliente como dicen? 

GRUMIO.-La tenía, excelente Curtis,
antes de esta helada. Pero bien sabes que el invierno doma todo:
hombre, mujer y bestia. Este ha domado a mi amo de siempre, a mi
ama de ahora y hasta a mi mismo, excelente
Curtis. 

CURTIS.-¿Qué estás
diciendo ahí? ¿Es que crees acaso que soy tonto,
títere de tres pulgadas? 

GRUMIO.-Prefiero no tener sino tres
pulgadas a llevar, como tú, cuernos de más de a
pie. Además ¿es que quieres hacernos fuego, o
será preciso que me queje de ti a nuestra ama? Te aseguro
que si tar-das tanto en preparar lo necesario para que se
caliente, ella te hará en menos tiempo sentir la caricia
de sus manos heladas. 

CURTIS.-Ea, Grumio, hombre, dime, te lo
rue-go, qué pasa por el mundo. 

GRUMIO.-(Mientras Curtis enciende fuego.)
Pasa que se hiela. Pasa que el único oficio bueno es el de
fogonero: el tuyo. Por consiguiente, atiza. Haz tu deber y
hallarás recompensa. Mi amo y mi ama están
medio muertos de frío. 

CURTIS.-Ya tienes el fuego encendido,
conque ahora, mi buen Grumio, vengan las
noticias. 

GRUMIO.-Tantas noticias cuantas quieras con
música de «¡Jacobo, muchacho!, ¡eh,
muchacho!». 

CURTIS.-¡Siempre el mismo! En
embarcar a los demás no hay otro. 

GRUMIO.-Pero como el agua está
terriblemente fría, ¡atiza el fuego de firme! Por
cierto, ¿dónde está el cocinero?
¿Está la sopa lista, la casa en condiciones, el
piso esterado y barridas las telas de araña? ¿Se
han puesto los criados los trajes nuevos, las medias blancas
y cuantos hayan de servir el traje de boda? Las marmitas,
¿están bien limpias por dentro y los marmitones por
fuera? ¿Tienen las mesas manteles? ¿Está
todo preparado? 

CURTIS.-¡Todo! Por consiguiente,
¡habla, hombre! 

GRUMIO.-Pues bien, ante todo, sabe que mi
caballo está rendido y que el amo y el ama se han
caído… 

CURTIS.-¿Qué se han
caído? 

GRUMIO.-…de sus sillas en medio del
barro, y aquí empieza la historia.

 CURTIS.-Cuéntamela, mi
excelente Grumio. 

GRUMIO.-Aguza el oído.

 CURTIS.-Alerto
está. 

GRUMIO.-(Dándole una bofetada.) Pues
aquí la tienes. 

CURTIS.-Esto es más sentir una
historia que oírla. 

GRUMIO.-Es que te la quería hacer
palpable. Por supuesto, el soplamocos era tan sólo para
advertir tu oreja y hacerte escuchar mejor. Y ahora, empiezo:
primero hemos bajado por una cuesta malísima; el amo a la
grupa, detrás del ama…

 CURTIS.-(Interrumpiendo a Grumio.)
¡ Diantre, los dos sobre el mismo jamelgo! 

GRUMIO.-¿Qué has
dicho? CURTIS.-He dicho: los dos sobre el mismo
jamelgo. 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter