Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Antología de William Shakespeare (página 3)




Enviado por Jazmín Vázquez



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

GRUMIO.-Pues si lo sabes, sigue tú
contando. ¿Ves?, de no haberme interrumpido hubieras
sabido cómo el caballo ha caído, y ella debajo,
pero precisamente encimita del cenagal. Luego, la clase de
cenagal que era; de qué modo se rebozó en el barro;
cómo el amo la dejó, caballo y todo sobre ella; y
cómo a mí me sacudió por haber tropezado el
caballo del ama. Luego lo que ella chapoteó en el barro
para venir a librarme de sus manos; de qué manera
él juraba, ¡y cuanto ella le suplicaba! Ella, que
jamás había suplicado antes. Y como yo chillaba de
tal modo, que los caballos salieron escapados. Cómo la
brida del ama se rompió. Cómo yo perdí mi
grupera. Y muchas otras cosas más dignas de memoria, pero
que morirán en el olvido, mientras tú, ignorante de
lo que ha pasado, bajarás a la tumba. 

CURTIS.-A juzgar por lo que dices,
está él más rabioso que
ella. 

GRUMIO-De ello no hay duda. Y esto, tanto
tú como el más majo de la casa lo
descubriréis en cuanto llegue. ¿Pero a qué
tantas palabras? Llama a Nataniel, a José, a
Nicolás, a Felipe, a Walter Pilón de Azúcar
y a todos los demás. Y ¡mucho ojo! Que estén
bien peinados, las libreas azules bien cepilladas y las ligas
perfectamente atadas. Que hagan la reverencia con la pierna
izquierda, y que no se to-men la libertad de tocar una crin de la
cola del caballo del amo sin previamente haberle enviado un beso
con la mano. ¿Están todos
dispuestos? CURTIS.-Lo están. 

GRUMIO.-Llámales
entonces. 

CURTIS.-(A voces.) ¡A ver! ¿me
oís? ¡Que cada uno vaya al encuentro del amo, con
objeto de hacer buena cara al ama! 

GRUMIO.-¿Cómo? Te advierto
ella tiene ya su cara. 

CURTIS.-¿Quién podría
ignorarlo? 

GRUMIO.-Diríase que tu, puesto que
les llamas para que le hagan una buena. 

CURTIS.-Lo que hago es invitarles a que le
presten sus respetos. 

GRUMIO.-¿Pero es que tú crees
que ella viene aquí a que le presten algo? (Entran cuatro
o cinco servidores, que se agrupan en torno a
Grumio.) 

NATANIEL.-Bienvenido,
Grumio. 

FELIPE.-¿Qué tal,
Grumio? 

NICOLÁS.-¡Querido
Grumio! 

NATANIEL.-¿Cómo, te ha
ido, muchacho? 

GRUMIO.-Hola tú… Y tú,
¿cómo estás?… ¿Estás
tú aquí también… Adiós, compadre…
y ya basta de saludos. Y ahora, mis buenos mozos, ¿es
que todo está dispuesto? ¿Todo en
orden? NATANIEL.-Todo. ¿A qué distancia
está el amo? 

GRUMIO.-A dos pasos. Ya debe incluso
haberse apeado del caballo. Luego basta de charla. Pero,
¡silencio, por el gallo de la Pasión, que ya le
oigo! (Entran Petruchio y Catalina, llenos de
barro.) 

PETRUCHIO.-¿Dónde,
están ese hatajo de inútiles? ¿De modo que
nadie a la puerta para tenerme el estribo y para recoger al
caballo? ¿Dónde está Nataniel?
¿Dónde Gregorio? ¿Dónde
Felipe? 

LOS CRIADOS.-¡Aquí!
¡Aquí, señor!
¡Aquí! 

PETRUCHIO.-¡Aquí!
¡Aquí, Señor! ¡Aquí!
¡Tarugos! ¡Asnos! ¡Unos grandes asnos!, he
aquí lo que sois. Aquí estáis, pero nadie se
ha presentado para servirnos. Nadie para saludarnos y desearnos
la bienvenida. ¿Dónde, está ese idiota, ese
papanatas al que he enviado por delante? 

GRUMIO.-Aquí estoy, señor,
tan idiota como de costumbre. 

PETRUCHIO.-¡Palurdo!,
¡rocín de cervecero! ¡hijo de zorra!
¿No te había dicho que salieses a esperarme al
parque en unión de esta cuadrilla de
gaznápiros? 

GRUMIO.-Señor, la librea de Nataniel
no estaba completamente acabada y los escarpines de Gabriel
estaban, por el contrario, perfectamente acabados por los
tacones.

No había negro de humo para dar una
mano al sombrero de Pedro, y la daga de Gontrán aún
no se la había enviado el fabricante de vainas. Es decir,
ninguno estaba listo a excepción de Adán,
Raúl y Gregorio. Los demás estaban, por decirlo
así, hechos jirones. Más usados en sus trajes, que
mendigos. No obstante, tal cual estaban han venido a vuestro
encuentro. PETRUCHIO.-¡Largo, bribones! ¡Id a
buscar la cena! (Los criados salen. Petruchio
canta.) ¡Qué fue de la vida que yo
llevaba!… ¿dónde
están…? (Fijándose en Catalina.) Pero
siéntate y sé la bienvenida, Lina… A comer, a
comer, ¡a comer! (Entran los criados trayendo la Cena.)
¿Qué? ¿Llega la cena, al fin? Ea, mi buena,
mi dulce Lina, anímate. Pero, ¿qué
hacéis que no me quitáis las botas, canallas?
¡Vivos! (Canta.) «En otro tiempo, un fraile gris
siempre que iba de viaje…»  ¡Detente animal,
que me tuerces el pie! … (Le pega.) ¡Toma!
¡Así tendrás más cuidado al sacar la
otra!… Alégrate, Lina… Pero, ¿no hay agua?
(Entra un criado trayéndola.) ¿Y dónde
está Troilus, mi podenco? En cuanto a ti, bribón,
escapa de aquí y ve a rogar a mi primo Fernando que venga.
(El criado sale.) Se trata de alguien, Lina al que será
preciso que abraces y al que quiero que conozcas.
¿Dónde están mis zapatillas? Y esa agua,
¿llega o no llega? (Le presentan la aljofaina por segunda
vez.) Ven Lina, ven a lavarte, y de todo corazón,
sé la bien venida. (Empuja al criado, que deja caer el
agua.) ¡Idiota! ¡Hijo de perdida! ¡Ni que
decir tiene que la has tirado toda! (Le pega.) 

CATALINA.-Tened paciencia, os lo ruego. Lo
ha hecho sin querer.

 PETRUCHIO.-¡Es un hijo de
zorra!, ¡una cabeza de leño!, ¡un orejas de
asno! Ea, Lina, ven a sentarte, que sé que tienes mucha
hambre. ¿Quieres decir el Pater Noster, mi querida Lina, o
lo digo yo? Pero, ¿qué es esto?,
¿carnero? 

PRIMER CRIADO.-Sí, mi
amo. 

PETRUCHIO.-¿Quién le ha
traído? 

PRIMER CRIADO.-Yo. 

PETRUCHIO.-¡Pero si está todo
quemado! ¡Toda la carne está quemada! ¡Perros
del demonio, qué sois! ¿Dónde está
ese maldito cocinero? ¿Cómo habéis tenido la
audacia de traer una carne semejante y de servírmela en
este estado, sabiendo de qué modo la detesto así?
¡Quitadme de delante todo eso! ¡Platos, vasos, todo!
(Les tira la cena a la cabeza. ) ¡Idiotas!
¡Imbéciles! ¡Animales!
¡Malenseñados! ¿Cómo? ¿Y
aún refunfuñáis? ¡Dentro de un
instante me las entenderé con vosotros! (Echa a todos de
la sala menos a Curtis.) 

CATALINA.-Por favor, esposo, no os
atormentéis así. En cuanto a la carne, en su punto
estaba, podéis creerme. 

PETRUCHIO.-Pues yo digo, Lina, que estaba
toda quemada; toda seca. Y la carne a tal punto asa-da me
está enteramente prohibida. No debo ni probarla. Parece
ser que produce bilis y que mueve a la cólera. Vale, pues,
más para nosotros dos que de naturaleza somos ya un poco
irritables, quedarnos en ayunas, que comer una carne como
ésta, demasiado asada. Ten paciencia. Mañana
irá la cosa mejor. Ea, ven. Voy a conducirte a la
cámara nupcial. (Salen seguidos de Curtis. Los criados
entran poco a poco.) 

NATANIEL.-Pedro, ¿viste jamás
cosa semejante? 

PEDRO.-La está domando
fuerza de imitar su carácter. (Curtis
vuelve.) 

GRUMIO.-¿Dónde
está? CURTIS.-En el cuarto de su mujer, pronunciando
un gran discurso sobre la continencia. Maldice, jura truena de
tal modo que la pobre criatura no sa-be ya qué hacer,
adónde mirar ni qué decir. Ha acabado por sentarse
y está como alguien que acaba de despertar de
un sueño. (Entra Petruchio.) 

PETRUCHIO.-Creo que he comenzado mi reinado
como hábil político y espero llevar mi empresa a un
buen fin. Por lo pronto, mi halcón está hambriento
y con el estómago una patena. Hasta que no esté
bien amaestrada será preciso que no se vea harta; de otro
modo, no habría medio de que acudiese al señuelo. Y
aun conozco otro medio de do-mar a mi ave de presa; de hacerla
que aprenda a conocer mi voz y acuda a mi mano: que es impedirla
que duerma; como se hace con los milanos que agitan las alas y no
quieren obedecer. Nada ha comido hoy y nada comerá
mañana aún. La noche última no durmió
y ésta no dormirá tampoco. Del mismo modo que con
la cena, ya encontraré una estratagema cualquiera, por
ejemplo sobre el modo como han hecho la cama, y hallada, todo
irá por los aires; aquí la almohada; allá,
el almohadón; las mantas, por un lado; las sábanas,
por otro. Y, naturalmente, en medio del escándalo no
dejaré de jurar y de repetir que cuanto hago es por ella;
en atención y solicitud hacia ella. En una palabra,
velará toda la noche, pues en cuanto incline la cabeza me
pondré a jurar y a maldecir como un condenado, y con voces
no habrá medio de que pegue los ojos. ¡He
aquí cómo agobia a una mujer a fuerza de
la bondad! Si alguien conoce un medio mejor para domar a una
fiera, que hable; haría una verdadera caridad
indicándomelo.

 ESCENA II

Padua. Una plaza. Ante la casa de
Bautista (LUCENTIO [como Cambio] y BLANCA, sentados en un
banco, leen un libro; ´TRANIO [en Lucentio siempre] y
HORTENSIO salen de una casa situada al otro lado de la
plaza) 

TRANIO.-¿Sería
posible, amigo Licio, que la señora Blanca se
interesase por otro hombre que por mí, Lucentio? Os
aseguro que no puede estar conmigo más
amable. HORTENSIO.-Pues para que os convenzáis de lo
que os he dicho, no tenéis sino observar, sin que os vean,
cómo le da su lección. 

LUCENTIO.-Y bien, señora
¿sacáis provecho de vuestras
lecturas? 

BLANCA.-Y vos, maestro, ¿cuales son
las vuestras? Responded primero a esto. 

LUCENTIO.-Yo leo lo que profeso: El arte de
amar. 

BLANCA.- ¡Ojalá
lleguéis a ser un maestro en vuestro
arte! 

LUCENTIO.-Lo seré mientras vos, amor
mío, séais la dueña de mi corazón.
(Se levantan, se besan y salen embelesados.) 

HORTENSIO-Sus progresos, ¡pardiez!,
no pueden ser más rápidos. Conque,
¿qué decís ahora? Hacedme el favor de
responder, pues hace un momento os atrevíais a jurar que
vuestra señora, Blanca no amaba en el mundo a, nadie tanto
como a Lucentio. 

TRANIO.-¡Oh engañador amor!
¡Oh inconstancia de las mujeres! Es coma para no creerlo,
Licio, te lo aseguro. 

HORTENSIO.-Pues bien, cese la
equivocación en lo que a mí afecta; yo no me llamo
Licio, ni soy un músico, como aparento, sino un hombre
harto de cubrirse con esta apariencia y de fingir por una mujer
capaz de dejar plantado a un hidalgo para hacer su dios de
semejante majadero. Sabed, caballero, que yo me llamo
Hortensio.

 TRANIO.-Señor Hortensio, con
frecuencia he oído hablar de vuestro profundo afecto hacia
Blanca; y puesto que mis ojos son testigos de su ligereza,
quiero, al mismo tiempo que vos, si me lo permitís,
abjurar para siempre de ella y de su amor. 

HORTENSIO.-¡Ya habéis visto
cómo se besan y se acarician! Señor Lucentio, he
aquí mi mano. Desde este momento me comprometo formalmente
a no hacerle más la corte y a renegar de ella como de
criatura indigna de los homenajes con que hasta ahora la he
halagado tan locamente. 

TRANIO.-Y yo, asimismo, hago juramento
sin-cero de no desposarla jamás; incluso si me lo
suplicase. ¡Se acabó para mí esta mujer!
¡Ved, ved aún los repugnantes cariños que le
hace! 

HORTENSIO.- ¡Merecería que el
mundo entero, menos él, renegase de ella! En cuanto a
mí, con objeto de estar aún más seguro de
cumplir lo que prometo, voy a casarme antes de tres días
con una viuda rica que no ha dejado de adorarme mientras yo amaba
a esta desdeñosa y vanidosa faisana. Pos consiguiente,
adiós, señor Lucentio. En adelante no serán
los lindos rostros de las mujeres, sino la bon-dad de su
corazón, lo que conseguirá mi amor. Me despido de
vos resuelto a cumplir lo que acabo de jurar. (Salen. Tranio va
en busca de los enamorados, que vuelven a su
vez.) 

TRANIO.-¡Que el cielo os conceda,
señora Blanca, todos los favores patrimonio de los amantes
felices! Debo deciros que,
habiendo sorprendido vuestras caricias, tanto Hortensio
como yo, hemos renunciado a vos. BLANCA.-¿No hablas
en broma, Tranio? ¿Habéis renunciado, en verdad, a
mí? 

TRANIO.-Así es,
señora. 

LUCENTIO.-Henos, pues, desembarazados de
Licio. 

TRANIO.-Ha partido en busca de
una buena moza, viuda por más señas, que se
dejará seducir y desposar en un
día. 

BLANCA.-¡Buen provecho les
haga! 

TRANIO.-Y, además, él pronto
la habrá domado. 

BLANCA.-Al menos lo dirá,
Tranio. 

TRANIO.-Seguro, pues ha partido en
dirección a la escuela donde se aprende a domar a las
mujeres. BLANCA.-¿La escuela donde se aprende a
do-mar a las mujeres?, pero, ¿existe tal
escuela? 

TRANIO.-Por supuesto, señora. Y en
ella, Petruchio es el maestro. El enseña los
procedimientos, que caen como un treinta y un uno, para domar a
las mujeres ariscas, y para hacer dormir su lengua cuando es
demasiado violenta. (Entra Biondello,
corriendo.) 

BIONDELLO.-¡Amo, amo!
A fuerza de estar a la espera, como un perro, estoy
derrengado. Mas, por fortuna, he acabado por divisar a un viejo,
a un buen ángel, que bajaba por la colina, y que creo nos
servirá perfectamente. 

TRANIO.-¿Qué clase de hombre
es, Biondello? 

BIONDELLO.- O un «mercadero» o
un pedagogo, no lo sé. Pero la compostura de su traje y la
gravedad de su rostro y de su aspecto, le dan enteramente el aire
de un buen padre. LUCENTIO.-¿Y qué quieres
hacer con él, Tranio? 

TRANIO.-De ser crédulo y de dar fe a
lo que voy a contarle, conseguiré que acepte con solicitud
y diligencia el papel de Vincentio, con objeto de
que garantice a Bautista Minola lo que haría el
verdadero Vincentio.

Conque llevaos a vuestra amada y dejadme
solo. (Lucentio y Blanca entran en la casa y el Pedagogo
aparece.) 

EL PEDAGOGO.-¡Dios os guarde,
caballero! 

TRANIO.-Y a vos también,
señor mío, sed bien venido. ¿Estáis
de paso aquí, tan solo, o habéis llegado al
término de vuestro viaje? EL PEDAGOGO.-Voy a estar
aquí durante una semana o dos. Luego volveré a
partir e iré hasta Roma. Y de Roma, a Trípoli. Si
Dios me concede vida.

 TRANIO.-¿De dónde sois,
señor? 

EL PEDAGOGO.-De Mantua. 

TRANIO.-¿De Mantua? ¡Santo
cielo! ¿Y venís a Padua sin temor vuestra
vida? 

EL PEDAGOGO.-¿Sin temor por mi vida,
decís? ¿Y por qué habría temer?
Decídmelo, os lo rue-go. 

TRANIO.-Pero, ¿no sabéis que
es la muerte, para todo habitante de Mantua, el venir a Padua?
¿E ignoráis acaso el por qué? En Venecia han
confiscado vuestras naves, y nuestro Duque, a consecuencia de una
querella privada con el vuestro, ha hecho proclamar por todas
partes un edicto anunciando esta pena. Claro que, como
acabáis de llegar, lo ignoráis aún; de otro
modo, extraordinario sería que no hubieseis
oído hablar ello. 

EL PEDAGOGO.-Pues caballero, la cosa es
tanto más peligrosa para mí cuanto que soy portador
de letras de cambio establecidas en Florencia, y que debía
presentar al cobro aquí. TRANIO.-En efecto. Mas con
objeto de ayudaros y por pura cortesía, he aquí lo
que estoy dispuesto a hacer y lo que os aconsejo. Pero ante todo,
decidme: ¿habéis ido alguna vez a Pisa? EL
PEDAGOGO.-Sí, he ido con frecuencia a Pisa, ciudad afamada
a causa de la seriedad de sus ciudadanos. 

TRANIO.-Y entre ellos,
¿conocéis a uno llama-do
Vincentio? 

EL PEDAGOGO.-Conocerle no le conozco, pero
sí he oído hablar de él. Es un mercader
inmensamente rico. 

TRANIO.-Pues es mi padre, señor. Y,
en verdad, que hasta os parecéis un poco a
él. 

BIONDELLO.(Aparte.)-Exactamente como una
manzana a una ostra. Se equivocaría uno. 

TRANIO.-Pues bien, con objeto de salvaros
la vida, pues vuestro caso es muy grave, he aquí el
servicio que estoy dispuesto a prestaros, y que os hará
ver que no es poca suerte para vos el pareceros a Vincentio; vais
a tomar aquí su nombre y a haceros pasar por él.
Por supuesto, seréis alojado en mi casa y como corresponde
a un amigo. Por vuestra parte, cuanto habréis de
hacer consistirá en representar vuestro papel como es
debido.

¿Me comprendéis? Por
consiguiente, permaneceréis en mi casa hasta que
hayáis terminado vuestros quehaceres en esta ciudad. Si
este ofrecimiento, señor, os place, no tenéis sino
aceptarle. 

EL PEDAGOGO.-¡Pues no lo he de
aceptar, caballero! Y siempre os consideraré como el
protector de mi vida y de mi libertad. 

TRANIO.-En este caso, venid conmigo, que
va-mos a disponer todo como es debido. ¡Ay!, y a
propósito; es preciso que os diga que precisamente espero
todos los días a mi padre para que asegure los derechos de
viudedad a la hija de un tal Bautista, con la cual debo casarme.
Pero ya os pondré al corriente de todos los detalles.
Venid conmigo, señor, con objeto de que os vistáis
cual conviene a vuestra actual categoría.
(Salen.)

 ESCENA III

Una gran sala en casa de
Petruchio (Entran CATALINA y GRUMIO) 

GRUMIO.-No, no; de veras que no; por nada
del mundo me atrevería. 

CATALINA.-Cuanto más sufro,
más encolerizado está él. Además,
¿es que se ha casado conmigo para matarme de hambre? Los
mendigos que llegan a la puerta de mi padre no tienen sino pedir
y al momento reciben la limosna que imploran. Y si se les negase
allí, en otra parte hallarían caridad. Pero yo, que
jamás aprendí a implorar, que jamás tuve
necesidad de implorar, privada me veo de alimento y la cabeza se
me va por falta de sueño. Despierta me tiene a fuerza de
juramentos y maldiciones, y sólo con escándalos me
alimenta. Y lo que aún me desespera más que todas
las privaciones, es ver que todo lo hace con el pretexto de un
amor perfecto; es decir, cual si comiendo y durmiendo fuese a
sobrevenirme una enfermedad mortal o una muerte súbita.
Por lo tanto, te lo ruego una vez más; ve a buscarme algo
de comer. No importa el qué, con tal de que sea un
alimento sano. 

GRUMIO.-¿Qué os
parecería un pie de ternera? 

CATALINA.-¡Pero un pie de ternera es
delicioso! ¡Tráemelo al punto! 

GRUMIO.-Ahora me pregunto si no
sería un manjar demasiado fuerte. ¿Qué os
parecerían, si no, unos callos bien
preparados? 

CATALINA.-¡Oh los callos! ¡Loca
me vuelven! ¡ Corre a por ellos, mi buen
Grumio! 

GRUMIO.-¿Qué hacer? ¿Y
si os resultan irritantes? ¿No sería tal vez mejor
un buen pedazo de vaca con su poquito de
mostaza? 

CATALINA.-¡Es uno de mis platos
preferidos! 

GRUMIO.-Sí, pero he hablado de
mostaza y la mostaza es, seguramente, condimento
demasiado fuerte. 

CATALINA.-Pues bien, tráeme la carne
y vaya al diablo la mostaza. 

GRUMIO.-No. Eso de ningún modo.
Grumio os traerá, señora, la vaca con su buena
mostaza, o nada. 

CATALINA.-Bueno; bien; sí; las dos
cosas. O una sin la otra. O lo que tú
quieras. 

GRUMIO.-Tal vez entonces la mostaza sin la
carne? 

CATALINA.-(Pegándole.) ¡Vete
de aquí, insolente, que te burlas de mí, y como
todo alimento no haces sino enumerarme los platos! ¡Ay de
ti y de toda la miserable banda que de tal modo abusa de mi
desgracia! ¡vete! ¿No te digo que te vayas? (Entran
Petruchio y Hortensio trayendo platos con
comida.) 

PETRUCHIO.-¿Cómo está
mi dulce Linita? Pero, ¿qué tienes, amor
mío? ¿Qué carita es ésa de
cadáver? 

HORTENSIO.-¿Cómo
estáis, señora? 

CATALINA.-Si he de decir la verdad, tan mal
como es posible estar.

 PETRUCHIO.-No, querida. ¡Arriba
el ánimo! Mírame con alegría. Ea, bien
mío, mira cómo me he ocupado de ti con toda
presteza. Yo mismo he preparado tu desayuno y aquí te lo
traigo. (Ponen los platos sobre la mesa.) Y esta atención,
Lina, bien creo que merece unas «gracias»
afectuosas… ¿No? ¿Ni siquiera una palabra?.
Entonces es que no te gusta lo que te traigo y que toda mi
diligencia ha sido por nada, ¡A ver!, ¡llevaos este
plato! 

CATALINA. – ¡No! Dejadle. Os lo
ruego. 

PETRUCHIO.-El servicio más
modesto suele ser recompensado con un «gracias».
Tú recompensarás, pues, el mío, antes de
tocar este plato.

 CATALINA.-Muchas gracias,
señor. (Se sienta a la mesa. Petruchio permanece de
pie.) 

HORTENSIO.-(Sentándose frente a
Catalina.) ¿No te sientas tú? Haces mal. Pues
comamos nosotros, señora. Yo os
acompañaré. 

PETRUCHIO.-(Por lo bajo a Hortensio).-
Hortensio, si me quieres hacer un favor, ¡cómetelo
todo! (A Catalina, en voz alta.) Que te haga muy buen provecho lo
que vas a comer, corazón mío. Y date prisa te lo
ruego, Lina mía, porque inmediatamente, mi dulce
compañera querida, volveremos a casa de tu padre, adonde
quiero que te presentes con trajes tan ricos como los de las
más ricas damas. Trajes, abrigos, sombreros, sortijas de
oro, gorgueras, puños de encaje verdugados y mil otras
cosas bellas, sin olvidar los chales, los abanicos y las joyas a
profusión, tales que brazaletes de ámbar, collares
de todo eso que tanto os agrada a las mujeres(Grumio arrambla con
los platos.) ¡Ah! ¿Has acabado ya de desayunar? Pues
muy bien. El sastre sólo espera que te plazca recibirle
para adornar tu graciosa persona con los más suaves y
acariciadores atavíos. (Entra un sastre, llevando un traje
al brazo.) Adelante, sastre, y veamos ese traje. Muestra tu
maravilla. (Entra un mercero con una caja.) Y tú mercero,
¿qué te trae? EL MERCERO.-Traigo, vedla
aquí, la toca que Vuestra Señoría me ha
encargado. 

PETRUCHIO.-¿Llamas a esto una toca?
¿Las has modelado, acaso con una escudilla? ¿Toca
dices? ¡Esto lo que es, es un orinal de terciopelo!
¡Quítamelo de delante! Es no solamente fea, sino
repugnante ¡Llamar toca a una especie de vaina!, ¡a
una cáscara de nuez!, ¡a una baratija! ¡a un
perendengue!, ¡a un juguete!, ¡a un gorrillo de
muñeca! ¡Al diablo tu toca! Yo quiero algo
más grande. 

CATALINA.-Pues yo no quiero una cosa
más grande. Esta toca está a la moda. Las damas de
buen tono llevan tocas como ésta. 

PETRUCHIO.-¡Cuando dulcifiques el
tuyo tendrás una; no antes! 

HORTENSIO.-(Aparte.) Pues ya
escampa. 

CATALINA.-¿Cómo? ¿Es
que yo no tengo derecho a opinar? Pues sabed que diré
aquello que de-ba decir, porque yo no soy ni una niña ni
un muñeco. Gentes de más campanillas que vos
tuvieron que soportar que dijese lo que pensaba; de modo que si
vos no podéis soportarlo no tenéis sino taparos los
oídos. Porque preciso es que mi lengua exprese la
indignación que llena ya mi corazón, o que
éste estalle a fuerza de cólera. Y antes de que tal
ocurra, quiero ser libre, absolutamente libre de hablar como me
plazca. 

PETRUCHIO.-Pardiez, dices mucha verdad.
Esta toca es lastimosa. Es fruslería. Una corteza de
pastel. Algo como de confitería montado sobre se-da. Te
amo aún más viendo que no te
gusta. CATALINA.-Me améis o no me améis, a
mí me gusta la toca. Y quiero ésa o ninguna.
(Grumio hace salir al mercero.) 

PETRUCHIO.-¿Tu vestido dices?
¡Ah, sí!, es verdad. Acércate, sastre.
Muestra lo que traes. (El sastre obedece.) ¡Bondad divina
de bondad divina! ¡Pero es un traje de carnaval!
¿Esto qué es?, ¿una man-ga? ¡Pero si
parece un cañón!, ¡una bombarda! Y…
¡qué veo, además! ¿Cortado de arriba
abajo como una tarta de manzanas? ¡Más cortes,
cortaduras y picados: tajado agujereado, como el calentador de la
peluquería de un barbero! ¿Qué diablo de
nombre de demonio das tú a esto, sastre?

HORTENSIO.-(A parte.) Que me cuelguen si no
se queda sin toca ni vestido.

 SASTRE.-Me habéis encargado,
señor, que le hiciera elegante, bonito, a la
última moda. 

PETRUCHIO.-¡Naturalmente! Pero lo que
no te he dicho es que degollases la moda. ¡Largo! Fuera de
aquí. A tu casa por calles y arroyos, lo más pronto
posible, y sin esperanza de que yo sea tu parroquiano. En cuanto
al traje. ¡Ni verle quiero! Quítate de mi vista. Haz
con él lo que te plazca. 

CATALINA.-Pues yo no he visto nunca un
vestido mejor cortado, más elegante, más bonito y
más como es debido. Diríase que os
empeñáis en tratarme como a un
pelele. SASTRE.-Ya lo oís, señor. Bien claro
dice que vuestra señoría quiere tratarla como a un
pelele. 

PETRUCHIO.-¡Será atrevido el
afilado bellaco. ¡Mientes, hembra humana!, ¡hilo!,
¡hebra!, ¡dedal, ¡vara de medir!, ¡tres
cuartos de vara!, ¡media vara tan sólo!,
¡cuarto apenas! ¡Mientes; clavo, pulga, piojo, grillo
de invierno! ¡Largo de aquí! ¡Pues no viene
este estropajo a enfrentarse conmigo en mi propia casa!
¡Fuera, trapo sucio, pedazo, cacho, trozo de hombre, aborto
humano! ¡Fuera o te mediré de tal modo con tu propia
vara que te acordarás to-da su vida de lo que te
costó hablar delante de mí! Yo te digo y te repito
que has estropeado el vestido. 

SASTRE.-Vuestra Señoría se
equivoca. El traje ha sido hecho exactamente como mi maestro
había recibido orden de hacerlo. Grumio puede decirlo, que
fue quien vino a encargarle. 

GRUMIO.-Yo no encargué nada. Cuanto
hice fue dejar la tela. SASTRE.-¿Y cómo
dijiste que el vestido fuese hecho? 

GRUMIO.-¡Pardiez!, con hilos y
agujas. 

SASTRE.-Pero, ¿no encargaste que
estuviese bien acuchillado? 

GRUMIO.-Lo que seguramente ya
habíais hecho más de una
vez. SASTRE.-Naturalmente. ¿Y
qué? 

GRUMIO.-Que no me acuchilles a mí,
que yo no soy un vestido. Y si asimismo estás acostumbrado
a vestir, no por ello debes vestirme a mí ahora con ropa
que no merezco. Yo no quiero ni que me acuchillen ni que me
vistan. Y repito que dije a tu maestro que cortase el vestido,
pero que no le cortase en mil pedazos. Ergo,
mientes. 

SASTRE.-¿Sí? Pues
en prueba de lo contrario, he aquí la nota de
encargo. 

PETRUCHIO.-Lee. 

GRUMIO.-Si dice que yo he dicho tal cosa,
mentirá la nota. 

SASTRE.-(Leyendo.) Primero: un vestido con
corpiño perdido.

GRUMIO.-(A Petruchio.) Mi amo; si yo he
dicho jamás eso de vestido con corpiño perdido, que
me cosan dentro de la falda y que me golpeen a muerte con un
ovillo de hilo oscuro. Yo dije, tan sólo: un
vestido. 

PETRUCHIO.-(Al sastre.)
Continúa. 

SASTRE.-(Leyendo.) Con un cuello
pequeñito, redondeado. 

GRUMIO.-Cierto. Pongo el cuello por lo del
cuello. SASTRE.-(Leyendo siempre.) Con una manga de
jamón. 

GRUMIO.-Confieso que dije no una sino
dos. SASTRE.-Las mangas delicadamente
recortadas. 

PETRUCHIO.-Y en ello está
precisamente lo abominable. 

GRUMIO.-Error en la lista, señor;
error en la lista. Lo que yo encargué fue que las mangas
fuesen cortadas primero, y luego cosidas. Y esto, sastre,
dispuesto estoy a probártelo pese a que tengas el
meñique armado con un dedal. 

SASTRE.-Lo que yo digo es la verdad, y si
estuviésemos en otra parte no tardarías en
saberlo. 

GRUMIO.-Estoy a tu disposición desde
ahora mismo. Coge como arma tu lista, dame la vara y no me tengas
compasión. 

HORTENSIO.- ¡Dios me perdone,
Grumio!, pero con las armas no le
das ventaja. PETRUCHIO.-En una palabra, sastre, este
vestido no es para mí. 

GRUMIO.-Tenéis razón,
señor; es para el ama. 

PETRUCHIO.-Por consiguiente,
llévatele y que tu maestro haga con él el uso que
quiera. 

GRUMIO.-Lo que es eso, no,
¡bribón! ¡Por nada del mundo! Usar tu maestro
un traje de mi señor ¡jamás! 

PETRUCHIO.-¿Qué dices
ahí?, ¿qué broma es
ésa? 

GRUMIO.-Nada de broma, señor; se
trata de una cosa muy seria. ¿Usar su maestro un traje de
mi ama? ¡Ah, no! 

PETRUCHIO.-(En voz baja a Hortensio.)
Hortensio, ocúpate de que paguen al sastre. (Al sastre.)
Lo dicho. ¡Largo!, llévate eso, y ni una palabra
más. 

HORTENSIO.-(En voz baja al sastre.) Yo te
pagaré mañana el vestido. Que no te enfaden sus
modales algo bruscos. Vete sin cuidado y mil felicitaciones a tu
maestro. (Sale sastre.) PETRUCHIO.-Ea, vamos, mi querida
Lina. Ire-mos a casa de tu padre con los sencillos y modestos
adornos que tenemos. Si nuestros vestidos son humildes, nuestra
bolsa, en cambio, estará repleta. Lo que hace, en
definitiva, rico al cuerpo, es el alma. Del mismo modo que el sol
atraviesa las nubes más sombrías, así el
honor muéstrase a través de los más pobres
atavíos. Porque, ¿es que el arrendajo sería
más precioso que la alondra tan sólo por tener las
plumas más bellas, y la víbora valdría
más que la anguila por ser los colores de su piel
más gratos a los ojos? ¡En modo alguno, mi excelente
Lina! Asimismo, tú no eres menos hermosa con tu modesto
atavío y tu humilde compostura. Y si ello te hace
enrojecer, ¡caiga sobre mí la vergüenza! Por
consiguiente, alégrate a partir de este instante, con
objeto de poder banquetear y festejar, como es debido,
en casa de tu padre. (A Grumio.) Avisa a mi gente, pues partimos
en seguida. Lleva los caballos al extremo del camino grande.
Allí montaremos tras dar un buen paseo a pie.
Vamos a ver, me parece que son aproximadamente las siete, de modo
que podemos estar allá, perfectamente, para la hora del
almuerzo. 

CATALINA.-Yo me atrevo a aseguraros,
señor, que son cerca de las dos. Luego, lo que haremos
será llegar para la cena. 

PETRUCHIO.-Las siete serán antes de
que yo monte a caballo. Es curioso que diga lo que diga, haga lo
que haga o piense lo que piense, siempre has de salir al paso
para contrariarme. (A los criados.) Dejadnos. Ya no
partiré hoy. Y cuando lo haga será a la hora que me
plazca decir. 

HORTENSIO-He aquí, ¡por
Cristo!, un barbián capaz de darle órdenes al sol.
(Salen.) 

ESCENA IV

En Padua, delante de la casa de
Bautista (Entran TRANIO [haciendo siempre de Lucentio) y el
PEDAGOGO, vestido cual si fuese Vincentio, y con botas de viaje
cual si acabase de llegar) 

TRANIO.-He aquí la casa,
señor. ¿Os agradaría que
llamase? 

EL PEDAGOGO.-Ciertamente. ¿Por
qué no? Si mucho no me engaño, el señor
Bautista recordará, tal vez haberme visto hace unos veinte
años, en Génova, donde estábamos alojados en
la posada del Pegaso.

 TRANIO.-¡Magnífico!
Ocurra lo que ocurra, comportaos siempre con la gravedad propia
de mi padre. 

EL PEDAGOGO.-Estad seguro de ello. (Llega
Biondello.) Pero he aquí vuestro lacayo. Creo que
sería conveniente ponerle al tanto de la
cosa. 

TRANIO.-No os preocupéis por
él. ¡Biondello!…, atención, que el momento
ha llegado de que cumplas como es debido tu deber. No olvides que
este señor es el propio Vincentio. BIONDELLO.-
¡Bah!, podéis estar tranquilos. 

TRANIO.-¿Has llevado mi mensaje a
Bautista. 

BIONDELLO.-Sí. Le he dicho que
vuestro padre estaba en Venecia, y que esperabais que hoy mismo
llegaría a Padua. 

TRANIO.-¡Bien! Eres
un muchacho astuto. (Dándole dinero.) Toma, para
que eches un trago. (La puerta se abre y sale por ella Bautista,
seguido de Lucentio haciendo siempre de Cambio.) He aquí a
Bautista. Disponeos a manifestaros como es debido. Señor
Bautista, nos encontramos oportunamente. (Al Pedagogo)
Señor, he aquí al hidalgo del que os he hablado.
De nuevo os ruego, pues que, como siempre, seáis
un buen padre, y hagáis que Blanca sea mía, contra
mi patrimonio. 

EL
PEDAGOGO.-¡Calma, hijo mío, (A Bautista.)
Caballero, permitidme que os diga que, habiendo venido a Padua a
cobrar ciertas deudas, mi hijo Lucentio me ha puesto al corriente
de un importante asunto de amor, entre vuestra hija y él.
Y teniendo en cuenta lo mucho bueno que de vos he oído
decir, y el gran amor que mi hijo siente hacia vuestra hija, al
que, por lo visto, ella corresponde, decidido a no hacerle
esperar demasiado tiempo, concedo, como es lógico que haga
un buen padre, mi consentimiento a este matrimonio. Por
consiguiente, si tal unión no os es tampoco desagradable,
me hallaréis, una vez que nos hayamos puesto de acuerdo
sobre ciertos extremos, enteramente dispuesto a consentir su
matrimonio. Habiendo oído tanto bien de vos, señor
Bautista, incapaz sería de suscitar
dificultades.

 BAUTISTA.-Señor, dignaos
excusar lo que voy a deciros. Vuestra franqueza y recta manera de
expresar vuestros pensamientos, me agrada mucho. Cierto es que
vuestro hijo, aquí presente, ama a mi hija, y que ella le
corresponde; a menos que ambos fingiesen admirablemente sus
verdaderos sentimientos. Por consiguiente, prometedme con
sinceridad lo siguiente: que obraréis respecto a él
como un buen padre, y que a mi hija la aseguraréis una
viudedad eficiente. Esto dicho, convenido está el
matrimonio. Vuestro hijo tendrá a mi hija con mi pleno
consentimiento. 

TRANIO.-Mil gracias os doy, señor.
¿Dónde creerá que será mas
conveniente que nos prometamos y que
el contrato matrimonial sea establecido, de acuerdo con
lo más conveniente para ambas partes? 

BAUTISTA.-En mi casa, no, Lucentio, pues ya
sabéis lo de que las paredes oyen; y no son servidores lo
que me falta. Sin contar que el viejo Gremio está siempre
a la escucha, y fácilmente pudiéramos ser
interrumpidos. 

TRANIO.-Entonces, si no os parece mal,
pudiera ser donde yo habito. Allí, conmigo, se aloja mi
padre. De modo que esta tarde misma arreglaremos privadamente el
asunto. Advertídselo a vuestra hija mediante este servidor
que os acompaña (hace un gesto a Lucentio), y el
mío irá al instante en busca del nota-rio. El
único inconveniente es que, cogidos así, de
improviso estáis expuestos a cenar
pobremente. 

BAUTISTA.-Ello mismo me complace. (A
Lucentio.) Cambio, entra en casa y di a Blanca que se arregle y
prepare.Dile lo que ocurre, te lo ruego. Es decir, que el padre
de Lucentio ha llegado a Padua y añade que, sin duda,
está destinada a ser la mujer de su hijo. (Lucentio
se aparta, pero a una señal de Tranio, queda
oculto) 

BIONDELLO.-¡Que tal ocurra a los
dioses de todo corazón!

 TRANIO.-Deja a los dioses tranquilos,
¡escapa! (Biondello sale.) Señor Bautista,
¿me permitís que abra la marcha? Seréis el
bien venido, pero como cena no hallaréis sino lo de
costumbre. En Pisa será otra co-sa.
Vamos. 

BAUTISTA-Os Sigo. (Salen Bautista, Tranio y
el Pedagogo. Lucentio y Biondello entran
de nuevo.) 

BIONDELLO.-¡Cambio! 

LUCENTIO.-¿Qué,
Biondello? 

BIONDELLO.-¿Habéis visto a mi
amo guiñaros el ojo y sonreír
mirándoos? 

LUCENTIO.-Sí, pero,
¿qué quieres decir?  BIONDELLO.-Nada, sino que
me ha encargado me quede aquí para explicaros el sentido y
moralidad de sus gestos y guiños. LUCENTIO.-¿O
sea? Venga la moral. BIONDELLO.-Hela aquí,
señor: el señor Bautista está en lugar
seguro, hablando con un padre postizo y un hijo
imaginario. 

LUCENTIO.-Bien, ¿y
qué? 

BIONDELLO.-Vos debéis conducir su
hija a la cena.

 LUCENTIO.-¿Qué
más? 

BIONDELLO.-Que el viejo cura de iglesia de
San Lucas está a vuestra disposición a todas
horas. 

LUCENTIO.-¿Consecuencia de todo
ello? 

BIONDELLO.-¡Qué sé yo!
A no ser que mientras ellos están ocupados en hacer
un contrato falso, bien podríais vos redactar
uno verdadero con toda clase de derechos y privilegios, y tras
ello ir a la iglesia. Un cura, un empleado de notaría y
algunos testigos honrados, completarían lo que faltase. Si
no es ésta la ocasión que esperabais, no me queda
sino callarme. Claro que no sin aconsejaros que digáis
adiós a Blanca para siempre. (Hace ademán como para
retirarse.) 

LUCENTIO.- ¡Espera! Escúchame,
Biondello. 

BIONDELLO.-No Puedo esperar más
tiempo. He conocido una muchacha a la que le
bastó una tarde para casarse. Es decir, aprovechando el ir
a su huerta a coger perejil para preparar un conejo. Haced como
ella, señor. Tras lo cual ¡adiós mí
amo! El otro me ha ordenado que vaya a la iglesia de San Lucas
con objeto de decir al cura que esté dispuesto para el
momento en que lleguéis con vuestra mitad.
(Sale.) 

LUCENTIO.-Entendido y de acuerdo… si
Blanca consiente. Que consentirá. ¿Podría
dudarlo? Suceda lo que suceda le propondré la cosa sin
tapujos; y mal tendría que irle a Cambio para volver sin
ella.

(Sale.)

 ESCENA V

En el camino de Padua (PETRUCHIO,
CATALINA, HORTENSIO y va-rios criados, descansan al borde de la
ruta.) 

PETRUCHIO.- (Levantándose.)
¡En marcha, en nombre de Dios! En marcha hacia la casa de
nuestro padre. ¡ Señor de bondad, con qué
claridad magnífica resplandece la
luna! CATALINA.-¿La luna, decís?
Querréis decir el sol. ¿Dónde está la
luna ahora? 

PETRUCHIO.-Yo digo que lo que brilla en el
cielo es la luna.

 CATALINA.-Y yo que esta luz es la luz
del sol. 

PETRUCHIO.-¿Cómo? ¡Por
el hijo de mi madre! ¡Es decir, por mí
mismo, que ha de ser la luna, una estrella o lo que me dé
la gana! De lo contrario, no seguiré marchando hacia la
casa de tu padre! ¡Atrás los caballos!
¡Cuidado que siempre ha de contradecirme! ¡Siempre lo
contrario! ¡Eternamente opuesta a cuanto
digo! 

HORTENSIO.-(En baja a Catalina.) Decid como
él o no llegaremos jamás. 

CATALINA.-Continuemos, os lo ruego, ya que
hemos venido hasta aquí. Y que sea luna, sol o lo que
gustéis. Y si os place que lo que nos alumbra sea un cabo
de vela, os juro que, en adelante, un cabo de vela será
para mí. 

PETRUCHIO.-Yo digo que es la luna y
basta. 

CATALINA.-Pues bien, la luna;
seguro. 

PETRUCHIO.-¿Por qué mientes?
¡Es el bendito sol! 

CATALINA.-Sea entonces Dios bendito
también. ¡El bendito sol es! Y dejará de
serlo si decís que no lo es. Como la luna cambiará
a medida que se os antoje. Nombre que deis a las cosas, tal
será su nombre verdadero. Y lo será siempre. Al
menos para Catalina. 

HORTENSIO.-Petruchio sigue tu camino. Todo
el campo es tuyo ya. 

PETRUCHIO.- ¡Adelante entonces!
Así es como debe rodar la bola, sin chocar ni tropezar
torpemente… Pero… ¡calla! … ¿Quién
llega? (Ven venir a Vincentio en traje de viaje. Petruchio se
dirige a él del modo siguiente:) Buenos días,
hermosa señora. ¿Adónde vais? Dime, querida
Catalina, dime con toda franqueza: ¿Has visto jamás
una joven con un tinte de cara tan fresco? Azucenas y
rosas disputándose sus mejillas. Y, ¿qué
estrellas esmaltaron jamás el cielo, con belleza semejante
a los dos ojos que adornan su rostro celestial? Agradable y
encantadora joven, una vez aún, ¡buenos días!
Querida Lina, abrázala por amor a esa deliciosa
belleza. 

HORTENSIO.-¡Va a volver loco a este
hombre, queriendo hacer de él una mujer! 

CATALINA.-Joven virgen en flor, dulce,
fresca y suavemente hermosa, ¿adónde vas y
cuál es tu mo-rada? ¡Dichosos los padres de tan
encantadora criatura! ¡Y más dichoso aún el
hombre a quien su estrella favorable te destina, cual
incomparable compañero de su lecho! 

PETRUCHIO.- ¡Pero, Lina!
¿Qué te ocurre? ¿Te has vuelto loca?
¡Considera que se trata de un hombre! De un anciano, todo
lleno de arrugas. Ajado, marchito; no de
una muchacha como tú dices. 

CATALINA.-Anciano padre, perdonad el error
de mis ojos. Están de tal modo deslumbrados por este sol,
que cuanto veo me parece envuelto en cegadora juventud. Mas
ahora advierto, sí, que sois un venerable patriarca.
Perdonad, pues, mi aturdida equivocación.

 PETRUCHIO.-Sí, perdón,
noble anciano. Y decidnos, ¿hacia dónde
dirigís vuestros pasos? Si vais allí, donde
nosotros, felices seremos con vuestra
compañía.

 VINCENTIO.-Buen caballero, y vos,
encantadora señora, que por cierto mucho me habéis
sorprendido con vuestra manera de abordarme (se inclina
saludando), mi nombre es Vincentio, mi patria, Pisa, y voy a
Padua para reunirme con mi hijo, al que no he visto hace mucho
tiempo.

 PETRUCHIO.-¿Cómo se
llama? 

VINCENTIO.-Lucentio, noble
señor. 

PETRUCHIO..-¡Feliz encuentro el
nuestro, y aún más para vuestro hijo! La ley, en
efecto, lo mismo que vuestra venerable ancianidad,
autorízanme a llamaros mi padre bien amado. Sabed que la
hermana de mi mujer, la noble dama aquí pre-sente, acaba
de casarse con vuestro hijo. Y que ello no os sorprenda ni os
aflija, pues no solamente ella goza de la más excelente
reputación, sino que su nacimiento es tan honroso como
rica su dote. Por lo demás, dotada está, asimismo,
de cuantas cualidades necesita la esposa de un
verdadero hidalgo. Abrazadnos, pues, venerable Vincentio, y
partamos juntos. Vayamos al encuentro de vuestro excelente hijo,
al cual vuestra llegada colmará de gozo. 

VINCENTIO.-Pero, ¿es verdad cuanto
oigo? ¿O es que, como viajeros llenos de buen humor, os
entretenéis en bromear con cuantos encontráis en
vuestro camino? 

HORTENSIO.-Os aseguro, venerable anciano,
que cuanto os dice es la pura verdad. 

PETRUCHIO.-Ea, ea, venid con nosotros y
veréis cuan cierto es lo que digo. Claro, que se comprende
que nuestra primera chanza os haga desconfiado. (Salen todos.
Hortensio el último.) 

HORTENSIO.-¡Bien por Petruchio! Todo
cuanto ha ocurrido me anima en mi propósito. Corro junto a
mi viuda. Tú me has enseñado, caso de que sea
arisca, a mostrarme aún más intratable que ella
(Sigue a los demás.)

ACTO V 

ESCENA I 

(GREMIO en primer plano. Por un lado llegan
BIONDELLO, LUCENTIO y BLANCA.) 

BIONDELLO.-De prisa y sin hacer ruido, mi
amo. El sacerdote está preparado. 

LUCENTIO.-Corro vuelo, Biondello. Pero
quizá tengan necesidad de ti en casa. Por consiguiente,
déjanos. 

BIONDELLO.-No, en verdad. Ante todo quiero
ver un poco la iglesia por encima de vuestros hom-bros. Luego
volveré junto al otro amo.

(Salen Lucentio, Blanca y
Biondello.) 

GREMIO.-Es sorprendente que
Cambio no haya llegado aún.

(Entran Petruchio, Catalina, Vincentio
Grumio y demás criados del primero.) 

PETRUCHIO.-(A Vincentio.) He aquí
señor, la puerta. Esta es la casa de Lucentio. La de mi
suegro está más lejos; hacia la plaza del mercado.
Como debemos ir allí, permitidme que os
deje. 

VINCENTIO.-No os separéis de
mí sin que hayamos bebido juntos. Creo no equivocarme
asegurando que seréis bien acogidos aquí.
Además y a lo que parece, están de fiesta dentro.
(Llama a la puerta.) 

GREMIO.-(Acercándose.) Están
muy ocupados dentro. Haríais bien llamando
más fuerte.

(Petruchio llama a grandes golpes. El
Pedagogo aparece en la ventana.) 

EL PEDAGOGO.-¿Quién llama de
este modo cual si quisiera hundir la Puerta? 

VINCENTIO.-¿Está el caballero
Lucentio en su casa, señor? 

EL PEDAGOGO.-En su casa está, pero
no se puede hablar con él en este
momento. 

VINCENTIO.-¿Incluso si alguien le
trajese un centenar o dos de libros para que se distrajese con
ellos? 

EL PEDAGOGO.-Guardaos los cien libros para
vos. Él, mientras yo tenga vida no tendrá necesidad
de nada ni dé nadie. 

PETRUCHIO.-¡Cuando yo os decía
que vuestro hijo era adorado en Padua! (Al Pedagogo.)
Escuche, señor, para no perder tiempo serviros decir al
caballero Lucentio que su padre acaba de llegar de Pisa, que
está aquí en la puerta y que está impaciente
por hablarle. 

EL PEDAGOGO.-¡Mientes! Su padre ha
llegado ya de Pisa, y él mismo es el que mira por esta
ventana. 

VINCENTIO.-¿Qué?,
¿eres tú su padre? 

EL PEDAGOGO.-Yo mismo amigo. Al menos tal
dice su madre; si es que puede creérsela. 

PETRUCHIO.(A Vincentio.) ¡Hola, hola,
señor mío! Esto de tomar el nombre de otro es
picardía redomada. 

EL PEDAGOGO.-¡No soltéis a ese
pícaro! Cuando toma mi nombre es porque pretende
engañar a alguien en la ciudad. (Entra
Biondello.) 

BIONDELLO.-Juntos los he visto en la
iglesia. ¡Dios les guíe a buen puerto! Pero,
¿quién está ahí? ¡Mi anciano
señor maese Vincentio! ¡Estamos per-didos!
¡Deshechos!

VINCENTIO.-(Viendo a Biondello.)
Acércate aquí, carne de
patíbulo. 

BIONDELLO.-Espero, señor, tener
derecho a elegir mejor destino. 

VINCENTIO.-(Cogiéndole por el
cuello.) Ven aquí, ¡ganapán! ¿0 es que
ya me has olvidado? 

BIONDELLO.-¿Olvidado?
¡Imposible! Imposible olvidar a quien no se ha visto
jamás. 

VINCENTIO.-¿Cómo, solemne
pícaro? ¿Que no has visto jamás a Vincentio,
el padre de tu amo? 

BIONDELLO.-Al anciano y venerable padre de
mi amo, cierto que sí. Como que ahora mismo, vedle vos,
está asomado a esa ventana. 

VINCENTIO.-(Pegándole.) ¿De
veras? ¿Pero de veras? 

BIONDELLO.- ¡Socorro! ¡Socorro!
¡Socorro contra un loco que me quiere asesinar! (Escapa a
todo correr.) 

EL
PEDAGOGO.-¡Socorro, hijo mío!
¡Socorro, señor Bautista! (Cierra la
ventana.) 

PETRUCHIO.-Apartémonos un poco,
Lina, te lo ruego. Pero quedémonos para ver el fin de la
querella. (El Pedagogo, rodeado de criados enarbolando garrotes,
aparece. Y tras él Bautista y Tranio.) 

TRANIO.-¿Quién sois,
señor, que os atrevéis a pegar a mi
criado? 

VINCENTIO.-¿Que quién soy,
señor mío? Y vos mismo, ¿quién sois?
¡Pero por todos los inmortales dioses, vedme al
emperifollado bribón! ¡Jubón de seda!,
¡calzas de terciopelo!, ¡manto escarlata!,
¡sombrero puntiagudo! ¡Mi ruina, mi ruina! Mientras
yo hago economías en casa, ¡mi hijo y mi
criado derrochando en la
universidad! TRANIO.-¿Cómo? ¿qué
ha dicho? 

BAUTISTA.-¡Bah!, este pobre hombre
está loco, sin duda. 

TRANIO.-Señor, a juzgar por vuestro
traje, diríase sois un hombre razonable y sensato, pero
vuestras palabras son las de un demente… Porque, en verdad,
¿qué puede importaros que yo lleve per-las y luzca
oro? Por mi parte, gracias doy a mi excelente padre que me
permite hacer tal cosa. 

VINCENTIO.-Tu padre, ¡canalla!
¿Tu padre, que fabrica velas en
Bérgamo? 

BAUTISTA.-Os equivocáis, caballero,
os equivocáis. ¿Cómo creéis que se
llame? Decidlo, haced el favor. 

VINCENTIO.-¿Qué cómo
se llama? ¡Cual si yo no lo supiese y soy yo quien le ha
criado desde que tenía tres años! ¡Se llama
Tranio!

 EL PEDAGOGO.-¡Fuera, fuera ese
asno insensato! Su nombre es Lucentio y es mi hijo único y
el heredero de cuanto poseo. De toda mi fortuna, pues yo soy
quien soy Vincentio. VINCENTIO.-¿Lucentio él?
¡Oh! ¡Ha asesinado a su amo! ¡Prendedle!
¡Os lo ordeno en nombre del Duque! ¡Hijo mío!
¡Pobre hijo mío! ¡Dime, bandido!,
¿qué has hecho de mi
hijo? TRANIO.-¡Llamad a un oficial! (Un oficial se
acerca.) Conducid a ese disparatado loco a la
cárcel.

Bautista, mi querido suegro, os conjuro a
que hagáis lo necesario para que comparezca ante la
justicia

VINCENTIO.-¿Conducirme a mí a
la cárcel? ¡A mí! GREMIO.-Un instante,
señor Oficial. No irá, no a la
cárcel. 

BAUTISTA.-Callad, señor Gremio. Yo
digo que irá a la cárcel. 

GREMIO.-Tened cuidado, señor
Bautista, no vayáis a ser engañado en esta
ocasión. Yo casi me atrevería a afirmar que el
verdadero Vincentio es él. 

EL PEDAGOGO.-¡Júralo si te
atreves! 

GREMIO.-Tanto como a jurarlo, no me
atrevo. 

TRANIO.-Lo mismo podrías decir que
yo no soy Lucentio. 

GREMIO.-Que eres el señor Lucentio
sí, pues lo sé. 

BAUTISTA.-¡Fuera ese viejo chocho!,
¡Que le encarcelen sin más demora! 

VINCENTIO.-¿Es posible que de este
modo se insulte y maltrate a los extranjeros? ¡Oh banda de
canallas! (Vuelve Biondello acompañado de Lucentio y de
Blanca.) BIONDELLO.-¡Ahora, sí que estamos
perdidos! Ahí lo tenéis. Renegad de él,
abjurad de él, ¡o acaba con
nosotros! 

LUCENTIO.-(Arrodillándose delante de
Vincentio.) ¡Perdón, padre
mío!… 

VINCENTIO.-¡Ah!
¡Mi hijo adorado está aún con vida!
(Biondello, Tranio y el Pedagogo escapan y se refugian a toda
prisa en casa de Lucentio.) 

BLANCA.-(Arrodillándose ante
Bautista.) ¡Perdón, mi querido
padre! 

BAUTISTA.-¿Qué falta has
cometido?… ¿Dónde está
Lucentio? 

LUCENTIO.-Yo soy quien es Lucentio, el
verdadero hijo del verdadero Vincentio, y mediante matrimonio
acabo de hacer mía a tu hija, mientras que los
demás; haciéndose pasar por lo que no eran, te
engañaban. GREMIO.-¡Es un verdadero complot
para engañarnos a todos! 

VINCENTIO.-¿Dónde está
ese bribón insolente de Tranio, que se ha atrevido a
desafiarme en mi propia cara? 

BAUTISTA.-(A Blanca.) ¡Esta sí
que es buena! Pero éste, ¿no es
Cambio? 

BLANCA.-Cambio se ha transformado en
Lucentio. 

LUCENTIO.-Es el amor el que ha obrado estos
milagros. Mi amor hacia Blanca me hizo cambiar mi
condición con Tranio, mientras éste se hacía
pasar por mí en la ciudad. Mas, al fin, he podido llegar
felizmente al puerto de mi felicidad. Lo que Tranio ha hecho,
obligado por mí ha sido. Perdonadle, pues, mi querido
padre, por amor a mí. 

VINCENTIO.-¡La nariz he de cortar ese
bribón que quería enviarme la
cárcel! 

BAUTISTA.-(A Lucentio.) Pero decidme,
caballero, ¿seríais capaz de haber desposado a mi
hija sin obtener mi consentimiento? 

VINCENTIO.-No temáis nada, Bautista,
os daremos toda clase de satisfacciones. Pero yo es preciso que
me vengue de ese canalla.

(Sale.) BAUTISTA.-Y yo preciso es que
reflexione bien sobre esta picardía. (Sale
también.) 

LUCENTIO.-No palidezcas, Blanca; tu padre
no se enfadará. (Lucentio y Blanca siguen a
Bautista.) 

GREMIO.-En cuanto a mí, perdí
la partida. Pero me iré con los demás, porque
perdida queda ya toda esperanza, menos en el banquete hinchar la
panza. (Les sigue.) 

CATALINA.-(Asomando poco a poco, con
Petruchio.) Vayamos nosotros también, esposo mío, a
ver en qué queda todo esto. 

PETRUCHIO-Con mucho gusto, Lina. Pero, ante
todo, abrázame. 

CATALINA.-¿Aquí, en medio de
la calle? 

PETRUCHIO.-¿Por qué no?
¿Tienes vergüenza de mí? 

CATALINA.-¡Oh, no, señor!
Pongo a Dios por testigo. Pero sí de hacerlo en plena
calle. 

PETRUCHIO.-Pues. entonces volvamos a casa.
(A Grumio.) ¿Has oído, granuja?
¡Partamos! 

CATALINA.-¡No, no! Te voy a besar,
sí (lo hace.). Y mío, quedémonos te lo
ruego. 

PETRUCHIO.-¿No es verdad que el
cariño es cosa buena? Ven, mi dulce Lina. Nunca es
demasiado tarde para obrar bien. Cierto que más vale tarde
que nunca.

(Salen.) 

ESCENA II

Padua. Una sala en casa de
Lucentio. (Los servidores abren la puerta para que entren
BAUTISTA y VINCENTIO, GREMIO y EL PEDAGOGO, LUCENTIO y BLANCA,
PETRUCHIO y CATALINA, HORTENSIO y LA VIUDA. Mas los criados,
entre ellos TRANIO con los postres.) 

LUCENTIO.-Al fin, tras tan largas
discusiones, henos, ya, de acuerdo. Es, pues, el momento, como
tras una guerra furiosa, cuando, afortunadamente, ha acabado, de
sonreír, pensando en los daños y peligros pasados.
Mi hermosa Blanca, da la bienvenida a mi padre, mientras que yo
presento mis homenajes al tuyo. Petruchio, hermano mío;
Catalina, hermana, y tú, Hortensio, con tu amable viuda,
haced honor a nuestra invitación aún, y sed los
bien venidos a mi casa. Este postre, destinado a cerrar nuestro
apetito está, tras el buen almuerzo que acabamos de hacer.
Sentaos pues, os lo ruego, y charlemos mientras comemos. (Se
sientan todos en torno a la mesa y los criados sirven frutas,
dulces, vinos, etc.) 

PETRUCHIO.-Instalémonos, sí,
y sigamos comiendo. 

BAUTISTA.-Padua es quien os ofrece todas
estas cosas deliciosas, Petruchio.

 PETRUCHIO.-Nada ofrece Padua que no
sea amable y dulce. 

HORTENSIO.-Bien quisiera, pensando en
vosotros dos, que lo que dices fuese la verdad. 

PETRUCHIO.-¡Por mi vida, Hortensio!
Me parece que es el miedo de tu viuda lo que te hace hablar
así. 

LA VIUDA. -Por mi parte, os aseguro que el
miedo no sería el mejor medio de seducirme.

 PETRUCHIO.-Sois muy inteligente,
señora. No obstante, esta vez os equivocáis
respecto al sentido de mis palabras. Lo que quiero decir, por el
contra-rio, es que Hortensio es el que os teme. LA
VIUDA.-Aquel cuya cabeza le da vueltas, cree que lo que gira es
el mundo entero. 

PETRUCHIO.-¡Bien dicho, a fe
mía! CATALINA.-¿Qué queréis
decir ello, señora? 

LA VIUDA.-Quiero decir lo que concibo de
él. 

PETRUCHIO.-¡L hago concebir!
¿Qué te pare-ce, Hortensio? 

HORTENSIO.-Mi mujer dice que es así
como ella interpreta el dicho. 

PETRUCHIO.-Eso se llama arreglar bien las
cosas. Dadle un beso por el trabajo que se ha tomado, mi querida
señora. 

CATALINA.-Aquel cuya cabeza da vueltas,
cree que lo que gira es el mundo entero. Ahora soy yo quien os
ruega, señora, que me digáis qué
queréis decir con esto. 

LA VIUDA.-Pues que vuestro marido, afligido
a causa de una mujer malhumorada, mide la posible desgracia del
mío por la suya propia. Ahora ya conocéis
exactamente mi pensamiento

CATALINA.-Pensamiento bien bajo,
ciertamente. 

LA VIUDA.-Exacto; en lo que a vos se
refiere, en todo caso.

 CATALINA.-Y tal vez más
aún en lo que os afecta, señora
mía. 

PETRUCHIO.-¡Animo! ¡A ella,
Lina! 

HORTENSIO.-¡Animo! ¡A ella,
esposa! 

PETRUCHIO.-¡Cien marcos a que mi Lina
que-da sobre ella!

 HORTENSIO.-Eso de quedar sobre ella,
sólo es cuestión mía. 

PETRUCHIO.-¡Linda expresión
para un cuerpo de guardia! A tu salud, amigo.
(Bebe.) 

BAUTISTA.-¿Qué piensa,
Gremio, de este asalto de agudezas?

 GREMIO.-Que saben atacar de frente y
con la frente, amigo mío.

 BLANCA.-¿Con la frente?
¡A cornada limpia más bien! 

VINCENTIO.-¡Hola! Ved a la casadita
cómo despierta. Diríase que empiezan a preocuparle
los cuernos. 

BLANCA.-¡Oh no! Si tal creéis,
vuelvo a dormir. 

PETRUCHIO.-No os lo aconsejo. Pues que
habéis empezado, ¡en guardia! Voy a lanzaros un buen
dardo o dos. 

BLANCA.-¿Me tomáis por un
pájaro? En todo caso cambiaré de zarzal.
Perseguidme si queréis, pero preparad bien el arco…
¡Salud a todos! (Se levanta, hace una reverencia y sale.
Catalina y la viuda la imitan.) 

PETRUCHIO.-Se me escapa. Y que es el
pájaro al que tú apuntaste también, mi buen
Tranio, sin conseguir cobrarle. ¡Bebo a la salud de
cuantos, tras apuntar, erraron el tiro! 

TRANIO.-¡Ah caballero! Es que
Lucentio me había lanzado como lebrel que corre
como es debido, pero sólo caza para su
amo. 

PETRUCHIO.-Rápida y buena
contestación, bien que huela a perrera. 

TRANIO.-En cuanto a vos, bien hicisteis en
cazar para vos mismo. Dícese, por tanto, que vuestra
cierva os tiene que ya no podéis
más. 

BAUTISTA.-Donde las dan las toman.
Petruchio. Tranio hace de ti ahora su blanco. 

LUCENTIO.-Bien enviado, mi buen Tranio; te
doy las gracias. 

HORTENSIO.-Confiesa, confiesa, que esta vez
te ha tocado. 

PETRUCHIO.-Me ha arañado
ligeramente, lo confieso. Pero como el dardo ha salido de rebote
contra vosotros dos, apuesto diez contra uno a que os ha tullido
a ambos. BAUTISTA.- Hablando seriamente,
Petruchio, hijo mío; yo bien creo que tu mujer
es la más fiera de las tres. 

PETRUCHIO.-Pues bien, yo digo que no. Y
como prueba, que cada uno haga llamar a su mujer. Y
aquel cuya esposa se muestre más obediente y llegue
antes, ganará la apuesta que establezcamos.

HORTENSIO.-¡Aceptado!
¿Cuánto?

LUCENTIO.-Veinte coronas.

PETRUCHIO.-¿Veinte coronas? Esta
cantidad yo la apostaría por mi halcón o por
mi perro. Por mi mujer aventuraría veinte veces
más.

LUCENTIO.-Entonces, cien
coronas.

HORTENSIO.-De acuerdo.

PETRUCHIO.-Apuesta hecha.

HORTENSIO.-¿Quién
empieza?

LUCENTIO.-Yo mismo. Biondello, ve a decir
a tu ama de mi parte que venga.

BIONDELLO.-Al instante. (Sale.)

BAUTISTA.-(A Lucentio.) Querido yerno, la
mi- tad de tu apuesta, para mí. Blanca
vendrá.

 LUCENTIO.-Gracias, pero no quiero
mitades con nadie. Yo solo sostengo lo que he apostado. (Vuelve
Biondello.) Y bien, ¿Qué hay? 

BIONDELLO.-Señor, mi ama dice que os
haga saber que está ocupada y que no puede
venir.

PETRUCHIO.-¿Cómo que
está ocupada y que no puede venir? ¿Es esto una
respuesta?

GREMIO.-Sí. E incluso amable. Rogad
a Dios que vuestra mujer no mande que os digan algo
peor.

 PETRUCHIO.-Una mejor espero, por
tanto. 

HORTENSIO.-Pues andando, bribón de
Biondello; ve a rogar a la mía que venga al instante, que
yo la llamo. (Biondello sale.) 

PETRUCHIO.- ¡Hombre!, si la
«ruegas» claro que vendrá. 

HORTENSIO.-No obstante, mucho me temo que a
la tuya le ruegues en vano. (Entra Biondello.) ¿Qué
pasa? ¿Y mi mujer? 

BIONDELLO.-Dice que seguramente
habéis preparado alguna broma y que no quiere venir. Que
si queréis, que vayáis vos. 

PETRUCHIO.-Esto va de mal en peor. Blanca
no «podía»; ésta no
«quiere».Respuesta infame, intolerable, insoportable.
¡Grumio!, ve, tunante, adonde está tu ama y dile que
la mandoque venga. (Grumio sale.) 

HORTENSIO.-Ya conozco la
respuesta 

PETRUCHIO.-¿Es
decir 

HORTENSIO.-Que no le da
la gana 

PETRUCHIO.-Qué le he de hacer. Peor
para mí 

BAUTISTA.-¡Por nuestra Señora!
¡Catalina llega (Catalina aparece y
entra.) 

CATALINA.-¿Qué
deseáis, señor? ¿Para qué
habéis enviado a llamarme?

 PETRUCHIO.-¿Dónde
está tu hermana? ¿Qué hace la mujer de
Hortensio? 

CATALINA.-Están sentadas en el
salón, charlando junto al fuego. 

PETRUCHIO.-¡Corre por ellas! Y
si se niegan a venir tráelas hasta sus maridos a
latigazos. ¡Escapa! ¿No te digo que las traigas al
instante? (Catalina vuelve rápida sobre sus pasos.) 
LUCENTIO.-Como cosa prodigiosa, lo es. ¡De
veras! 

HORTENSIO. -Cierto, pero,
¿qué puede presagiar? 

PETRUCHIO.-Nada más sencillo: es un
presagio de paz, de amor, de vida tranquila, de sumisión
deferente, de superioridad respetada. En una palabra: de todo
cuanto anuncia armonía y felicidad. BAUTISTA.-Te
felicito, Petruchio: Has ganado la apuesta. Por mi parte,
añado veinte mil coronas a las que ellos han perdido. A
hija nueva ¡nueva dote! Que en verdad tan
cambiada está, que no hay medio de reconocer en ella a la
antigua. PETRUCHIO.-Pues entonces ganaré aún
mejor esto que gano dándoos aún otra prueba de su
obediencia. De esa virtud de obediencia que acaba de nacer de
ella. Pero aquí la tenéis trayendo a las rebeldes
como prisioneras de su poder de femenina persuasión.
(Catalina llega acompañada de Blanca y de la viuda.)
Catalina: esa toca que llevas no te sienta bien. Quítame
de la vista ese perendengue y pisotéale.  (Catalina
obedece al punto.) 

LA VIUDA.-¡Señor!,
concédeme que jamás ten-ga ocasión de llorar
sino el día que tuviese que estar sometida a tan tonta
obediencia. 

BLANCA.-¿Tonta?
¿Llamáis sólo tonta a obediencia tan
disparata? 

LUCENTIO.-Yo quisiera que la tuya fuese no
menos disparatada. Su cordura, hermosa Blanca me costado cien
coronas desde hemos comido. 

BLANCA.-Si has apostado contando con mi
obediencia, doblemente loco eres tú. 

PETRUCHIO.-Catalina, te intimo que digas a
mujeres tan rebeldes cuáles son sus deberes respecto a sus
señores y esposos. LA VIUDA.-¡Bah!
Estáis de broma. No tenemos necesidad de
lecciones. PETRUCHIO.-(Señalando a la viuda.) Habla,
te he dicho. Y empieza por ella. LA VIUDA.-No lo
hará, y hará bien. PETRUCHIO.-Pues yo digo que
lo hará. Empieza por ella.

CATALINA.-¡Ea, ea! Desarruga esa
frente colérica y amenazadora y aparta de tus ojos esas
aceradas miradas de desdén que hieren a tu señor, a
tu rey, a tu amo. Ese aire díscolo empaña tu
hermosura lo mismo que las heladas marchitan los prados.
Quebrantan asimismo tu buen renombre cual las borrascas arrancan
los brotes primaverales ya en flor: lo que no es en modo alguno
no conveniente ni amable. Una mujer colérica es como un
manantial removido cenagoso, feo, turbio, desprovisto de toda
belleza. Y mientras está de tal modo, nadie hay, por
sediento que se halle, por deseoso de beber que se encuentre, que
quiera remojar en él sus labios ni beber una sola gota. Tu
marido es tu señor, tu vida, tu guardián, tu jefe
tu soberano. El que cuida de ti y quien, porque nada te falte,
somete su cuerpo a penosos trabajos en tierra o mar; vigilando de
noche mientras sopla la tempestad; de día, bajo el
frío; mientras que tú, en el hogar, duermes a su
calor tranquila y segura. Por todo ello, cuanto te pide como
tributo de amor es una cara alegre y sincera obediencia. Lo que
es pagar levemente deuda tan grande. El homenaje que el
súbdito debe a su príncipe es la sumisión
que la mujer debe a su marido. Y cuando es indócil,
malhumorada, terca, áspera; cuando no obedece cuanto de
honrado la manda, ¿qué es sino una mujer mala y
rebelde, culpable de indigna traición hacia su abnegado
señor? Vergüenza me da pensar que haya mujeres tan
necias como para declarar la guerra a aquellos a los que
deberían pedir la paz de rodillas. Vergüenza de que
reclamen el gobierno, el poder, la supremacía, cuando
su deber es servir, amar y obedecer. ¿Por qué, si
no, tenemos el cuerpo delicado, frágil, tierno, impropio
para la fatiga y trabajos de este mundo, si no es para que
nuestro corazón y nuestras amables cualidades 
estén en armonía con nuestra naturaleza material?
¡Ea, ea, gusanillos de tierra insolentes y débiles!
Yo he tenido también, como vosotras, el carácter
alta-nero, el corazón orgulloso, el ánimo
áspero y presto a devolver regaño por
regaño, amenaza por amenaza. No obstante, bien veo ahora
que nuestras lanzas son cañas y
nuestras fuerzas briznas de paja. Y que no hay
debilidad semejante a la de buscar antes que nada lo que menos
nos conviene. Abatid, pues, vuestra altanería, que para
nada sirve, y poned vuestras manos, en signo de obediencia, a los
pies de vuestros maridos.

Si mi marido lo quiere, las mías
dispuestas están a rendirle este
homenaje… 

PETRUCHIO.-¡He aquí una mujer
como es debido! Ven y abrázame, mi querida
Lina. 

LUCENTIO.-Sigue tu camino, amigo. La
partida será siempre tuya. 

VINCENTIO.-¡Grata cosa es oír
hablar a hijos tan dóciles! 

LUCENTIO.-¡Tanto como desagradable
escuchar a mujeres insolentes! 

PETRUCHIO.-Vámonos, Lina. Vamos a
dormir. Henos a los tres casados; pero vosotros dos
lleváis faldas. Tú has dado en el blanco, Lucentio;
pero he sido yo el que ha ganado la apuesta. Vencedor, pues,
meretiro. Que Dios os conceda a todos una buena noche. (Salen
Petruchio y Catalina.) 

HORTENSIO.-Sigue, sigue tu camino; has
domado a una famosa fierecilla. 

LUCENTIO.-A fe que ha sido un milagro. Pero
que la ha domado, ¡y maravillosamente!, no hay du-da.
(Salen.)

Sueño de
una noche de verano. (William
Shakespeare)

PERSONAJES TESEO, duque de
Atenas. 

EGEO, padre de Hermia. 

LISANDRO, DEMETRIO, apasionados de
Hermia. 

FILÓSTRATO, director de fiestas de
Teseo. 

QUINCIO, carpintero. 

SNUG, ensamblador

BOTTOM, tejedor. 

FLAUTO, componedor de
fuelles. 

SNOWT, calderero. 

STARVELING, sastre. 

HIPÓLITA, reina de las Amazonas,
prometida de Teseo. 

HERMIA, hija de Egeo, enamorada de
Lisandro.

 ELENA, enamorada de
Demetrio. 

OBERÓN, rey de las
hadas. 

TITANIA, reina de las
hadas. 

PUCK o ROBIN-BUEN-CHICO,
duende. 

FLOR-DE-GUISANTE, TELARAÑA, POLILLA,
GRANO-DE- MOSTAZA, hadas.

 PÍRAMO, TISBE, MURO, LUZ DE
LUNA, LEÓN, Tipos en el sainete ejecutado por los
bufones. Otras hadas del séquito de su rey y su
reina. Séquito de Teseo e
Hipólita. ESCENA.-Atenas y un bosque de sus
alrededores 

ACTO PRIMERO 

ESCENA PRIMERA 

Atenas. Cuarto en el palacio de
Teseo (Entran TESEO, HIPÓLITA, FILÓSTRATO y
acompañamiento) 

TESEO.-No está lejos, hermosa
Hipólita, la hora de nuestras nupcias, y dentro de cuatro
felices días principiará la luna nueva; pero,
¡ah! con cuanta lentitud se desvanece la anterior! Provoca
mi impaciencia como una suegra o una tía que no acaba de
morirse nunca y va consumiendo las rentas del
heredero. 

HIPÓLITA.-Pronto declinarán
cuatro días en cuatro noches, y cuatro noches harán
pasar rápidamente en sueños el tiempo; y entonces
la luna, que parece en el cielo un arco encorvado, verá la
noche de nuestras solemnidades. 

TESEO.-Ve, Filóstrato, a poner en
movimiento la juventud ateniense y prepararla a
las diversiones: despierta el espíritu vivaz y
oportuno de la alegría; y quede la tristeza relegada a los
funerales. Esa pálida compañera no conviene a
nuestras fiestas. (Sale Filóstrato.) Hipólita,
gané tu corazón con mi espada, causándote
sufrimientos; pero me desposaré contigo de otra manera: en
la pompa, el triunfo y los placeres. (Entran Egeo, Hermia,
Lisandro y Demetrio.) 

EGEO.-Felicidades a nuestro afamado duque
Teseo. 

TESEO.-Gracias, buen Egeo.
¿Qué nuevas traes? 

EGEO.-Lleno de pesadumbre vengo a quejarme
contra mi hija Hermia. Avanzad, Demetrio. Noble señor,
este hombre había consentido en casarse con ella…
Avanzad, Lisandro. Pero, éste, bondadoso duque, ha
seducido el corazón de mi hija. Tú, Lisandro,
tú le has dado rimas, y cambiado con ella presentes
amorosos: has cantado a su ventana en las noches de luna con
engañosa voz versos de fingido afecto; y has fascinado las
impresiones de su imaginación con brazaletes de tus
cabellos, anillos, adornos, fruslerías, ramilletes, dulces
y bagatelas, mensajeros que las más veces prevalecen sobre
la inexperta juventud: has extraviado astutamente el
corazón de mi hija, y convertido la obediencia que me debe
en ruda obstinación. Así, mi benévolo duque,
si aquí en presencia de vuestra Alteza no consiente en
casarte con Demetrio, reclamo el antiguo privilegio de Atenas:
siendo mía, puedo disponer de ella, y la destino a ser
esposa de este caballero, o a morir según la ley
establecida para este caso. 

TESEO.-¿Qué decís,
Hermia? Tomad consejo, hermosa doncella. Vuestro padre debe
ser a vuestros ojos como un dios. Él es autor de vuestras
bellezas, sois como una forma de cera modelada por él, y
tiene el poder de conservar o de borrar la figura. Demetrio es un
digno caballero. 

HERMIA.-También lo es
Lisandro.

 TESEO.-Lo es en sí mismo: pero
faltándole en esta coyuntura el apoyo de vuestro padre,
hay que considerar como más digno al
otro. 

HERMIA.-Desearía solamente que mi
padre pudiese mirar con mis ojos. 

TESEO.-Más bien vuestro
discernimiento debería mirar con los ojos de vuestro
padre. 

HERMIA.-Que vuestra Alteza me perdone. No
sé qué poder me inspira audacia, ni
cómo podrá convenir a mi modestia, el abogar por
mis pensamientos en presencia de tan augusta persona; pero
suplico a vuestra Alteza que se digne decirme cuál es el
mayor castigo en este caso, si rehúso casarme con
Demetrio.

TESEO.-O perder la vida, o renunciar para
siempre a la sociedad de los hombres. Consultad, pues, hermosa
Hermia, vuestro corazón, daos cuenta de vuestra tierna
edad, examinad bien vuestra índole, para saber si en el
caso de resistir a la voluntad de vuestro padre, podréis
soportar la librea de una vestal, ser para siempre aprisionada en
el sombrío claustro, pasar toda la vida en estéril
fraternidad entonando cánticos desmayados a la fría
y árida luna.

Tres veces benditas aquellas que pueden
dominar su sangre y sobrellevar esa casta peregrinación;
pero en la dicha terrena más vale la rosa arrancada del
tallo que la que marchitándose sobre la espina virgen,
crece, vive y muere solitaria. 

HERMIA.-Así quiero crecer,
señor, y vivir y morir, antes que sacrificar mi virginidad
a un yugo que mi alma rechaza y al cual no puedo
someterme.

TESEO.-Tomad tiempo para reflexionar; y por
la luna nueva (día en que se ha de sellar el
vínculo de eterna compañía entre mi amada y
yo), preparaos a morir por desobediencia a vuestro padre, o a
desposaros con Demetrio, o a abrazar para siempre en el altar de
Diana la vida solitaria y austera. 

DEMETRIO.-Cede, dulce Hermia. Y, tú,
Lisandro, renuncia a tu loca pretensión ante la evidencia
de mi derecho. 

LISANDRO.-Demetrio, tenéis el amor
de su padre. Dejadme el de Hermia. Casaos con
él. 

EGEO.-Desdeñoso Lisandro, en verdad
que tiene mi amor y por él le doy lo que es mío.
Ella es mía, y cedo a Demetrio todo mi poder sobre
ella. 

LISANDRO.-Señor, tan bien nacido soy
como él y mi posición es igual a la suya; pero mi
amor le aventaja. Mi fortuna es en todos sentidos considerada tan
alta, si no más, que la de Demetrio. Y, lo que vale
más que todas estas ostentaciones, soy el amado de la
hermosa Hermia. ¿Por qué, pues, no habría yo
de sostener mi derecho? Demetrio, lo digo en su presencia,
cortejó a Elena, la hija de Nedar, y conquistó su
corazón; y ella, pobre señora, ama
entrañablemente, ama con idolatría a este hombre
inconstante y desleal. 

TESEO.-Confieso haber oído referir
esto mismo, y me proponía hablar sobre ello con Demetrio;
pero agobiado por innumerables negocios, perdí de vista
aquel intento. Sin embargo, venid, Egeo y Demetrio: debo
comunicaros algunas instrucciones. Y en cuanto a vos, bella
Hermia, haced el ánimo a acomodaros a la voluntad de
vuestro padre; o si no, a sufrir la ley de Atenas (que en manera
alguna podemos atenuar), la cual os condena a la muerte, o al
voto de vida célibe y solitaria.

Ven, Hipólita mía,
¿qué regocijo idearemos, amor mío? Venid
también Egeo y Demetrio: tengo que emplearos en lo
relativo a mis nupcias, y conferenciar con vosotros acerca de
algo que de un modo más inmediato os
concierne. EGEO.-Por deber y por afecto os
seguimos. (Salen Teseo, Hipólita, Egeo, Demetrio y el
séquito.) 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter