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Las bases de la cultura criolla en la isla de Cuba (1762-1834) (Tercera Parte)




Enviado por Ramón Guerra Díaz



Partes: 1, 2

  1. El despegue del
    teatro
  2. La música y
    el baile
  3. Las artes
    plásticas: un arte al servicio de la burguesía
    criolla
  4. Del barroco al
    neoclásico: arquitectura criolla
  5. El impulso
    científico

El despegue del
teatro

En medio del auge cultural en la isla a fines del siglo
XVIII, las autoridades españolas hacen intentos para
rescatar el único teatro del país, el Coliseo de la
Alameda de Paula, pero el poco interés de los vecinos al
levantar los fondos posponen la obra.

Noticias de esa época recogen la presencia en la
ciudad del Teatro Mecánico, precursor del teatro
guiñol, en el año 1794 y el debut en noviembre del
mismo año de la Opera Francesa llegada de Nueva
Orleáns con un repertorio de operas y dramas, bien
acogidas por el público, hechos que demuestran la
importancia que va ganando La Habana como destino cultural en
América.

Durante el mando del Marqués de Someruelo es
aprobado el proyecto del Eustaquio de la Fuente para reedificar
el Coliseo, mientras se emprende la obra el propio empresario
crea en extramuros, cerca del Campo de Martes, un teatro
improvisado en el año 1800, semejante a una valla de
gallo, sin techo y de madera. Allí se reanudan las
representaciones teatrales en espera de la terminación del
teatro. Era un teatro incómodo pero con el mérito
de haber servido como escenario del debut de Covarrubias, el
padre del teatro cubano.

Francisco Covarrubias (1775-1850) es el primero en
incorporar los tipos y costumbres criollas a los sainetes que
escribía y representaba. El teatro realizado por él
y otros actores era el antecesor legítimo del teatro bufo
cubano. No solo fue el mejor caricato de La Habana, sino que
escribió sus propias obras, acriollando el sainete, con el
habla popular de la isla y matizado por los personajes tipo del
guajiro, el montero, el gallego y el negrito.

En 1800 se crea la Compañía de
Cómicos del País para actuar en el
ya mencionado teatro de la Plaza de Martes, eran en su
mayoría criollos, aficionados, con desigual calidad
actoral. En 1801 este grupo toma el nombre de
Cómicos Havaneros compuesto por catorce
actores y pocos meses después incorporan a la plantilla a
actores extranjeros que enriquecen el quehacer del grupo. Con
ellos aparece en su espectáculo el canto, la música
y el baile.

En 1803 se termina la obra del teatro de la Alameda que
ahora se nombra Principal, era un edificio de
mampostería, amplio y cómodo, sus funciones se
realizaban dos o tres veces por semana y desde su
inauguración se convierte en centro de la cultura
habanera. Con el inicio de las guerra napoleónicas en
Europa comienzan a llegar a La Habana compañías y
actores extranjeros, ellos cruzan el océano escapando de
la guerra y atraído por el auge económico del
país.

Esta reanimación teatral tiene en el
español Andrés Prieto una figura relevante, llegado
a Cuba con una compañía teatral se mantuvo en
cartelera durante más de veinte años. Con él
llegaron otros actores profesionales con un repertorio
actualizado y conocedores de los modos de hacer teatro en Europa.
En Cuba se le unieron actores del país provenientes de los
Cómicos Havaneros, entre ellos Francisco
Covarrubias.

Esta compañía comenzó a presentarse
en el Principal en 1810 y de forma ininterrumpida se
mantuvo en este teatro hasta 1831, ellos consolidaron un
repertorio dramático y lírico que en las temporadas
escenificaban, dramas, comedias, óperas, tonadillas y
sainetes, que se alternaban en las escenas.

Los intermedios de las obras eran cubiertos por bailes y
tonadillas que fueron muy populares en esta época,
compuestas por los mismos actores y músicos, entre ellos
el propio Covarrubias. Estos modos de hacer teatro constituyeron
la base directa del bufo criollo.

La Compañía del Principal
también montaba obras dramáticas de autores
franceses, italianos y sobre todo españoles, cuyas
novedades llegaban enseguida a La Habana y que se alternaba con
los sainetes de Ramón de la Cruz y las comedias de
Moratín. La ópera va entrando poco a poco en el
gusto de los habaneros, cantada en español se preparaba
para su establecimiento definitivo

El teatro se convierte en el principal y casi
único espectáculo de la colonia, alcanzando un
rápido auge que provoca la aparición de otras
compañías, principalmente de cómicos, muchas
de ellas sin escenarios para presentarse, pues en el
Principal, el teatro de Jesús María y
más tarde en el Diorama eran plazas exclusivas de
la Compañía de Andrés Prieto.

El Diorama (1828) creado por Juan Bautista Vermay, fue
una novedad en extramuros y escenarios donde se presentaron
además compañía de España y
Francia.

Este primer momento del teatro fue perdiendo impulso a
finales de este período, básicamente por el
monopolio que ejercía la compañía del
Principal sobre las pocas escenas de la ciudad. El grupo se
vuelve repetitivo, se estanca y el público va disminuyendo
en sus funciones. La crisis se agudiza en la temporada de
1831-32, que no se inicia, desplazado el teatro por otros
espectáculos y entretenimientos.

La renovación en la escenas habanera
corrió a cargo de la ópera, género que ya la
ciudad conocía, aunque de forma esporádica. La idea
fue de Francisco Brichta, empresario emprendedor que formó
una compañía con actores, músicos y cantores
italianos y franceses que habían quedado varados en los
Estados Unidos, tras la disolución de la
Compañía de Vicente García. La
compañía debuta en el Principal el 16 de enero de
1834, manteniéndose en cartelera hasta julio de 1836,
alternando sus presentaciones en el Diorama.

Los habaneros conocía la ópera italiana
desde finales del siglo XVIII en 1804 se representan en el teatro
Principal fragmentos de operas cantadas por artistas criollos y
extranjeros, sobresaliendo el italiano radicado en La Habana,
Esteban Comoglio. Con la compañía de Andrés
Prieto llegaron las sopranos españolas Mariana Galino e
Isabel Ganborino, junto al tenor Juan Pau, quienes afianzaron el
gusto del género en la capital. La rivalidad entre la
Galino y la Gamborino, hicieron época, por el apoyo de sus
simpatizantes.

En este período la animación teatral fue
más allá de La Habana, comenzando por Santiago de
Cuba, donde los emigrados franceses levantan un teatro en el
barrio del Tivolí a partir de 1791 y que funcionó
hasta la expulsión de estos en 1809. En 1823 se levanta el
primer teatro santiaguero, Coliseo o teatro de
Marina, por la calle donde se ubica.

Matanzas es plaza cultural de importancia, visitada por
las compañías que llegaban a la isla y las
compañías de cómicos habaneros. En 1816
establece teatro estable en una vivienda y en 1830 se construye
el teatro Principal o Matanzas.

Trinidad es la tercera plaza económica del
país, su próspera economía puede sostener
temporadas teatrales desde 1828. En 1839 funciona el teatro
Provisional y un año después se construye
el Brunet, el mejor teatro del interior, durante la
primera mitad del siglo XIX.

En Puerto Príncipe aparece en 1809 un local
provisional para hacer teatro, propiedad de José Galeno;
Remedios tendrá teatro en 1820, contando de tres locales
de madera y guano para 1836; Villa Clara edifica un teatro
improvisado en 1820, mejorando su edificación en
1836.

La música
y el baile

Las grandes transformaciones que vive el país
influyeron también a la música popular que se
escuchaba y bailaba en la colonia y que se hacía en los
barrios marginales, los campos y en los lugares donde se
movía la gente más humilde.

En los inicios del siglo XIX se hacen claras las
evidencias de una música campesina de fuerte raíz
hispánica, producto de un proceso de asimilación
que produjo diferentes estilos de acuerdo a la región
donde se desarrollaba. En las zonas rurales de la isla y
principalmente en el centro y el occidente es mayoritaria una
población campesina de origen canario, cuya
emigración fue muy importante desde mediados del siglo
XVIII.

Ya a inicios del siglo XIX se encuentran definidos en
los campos de Cuba, formas folklóricas como, los romances,
los cantos de cuna, las rondas, el punto guajiro, la controversia
y el zapateo. Las formas musicales tendrán un lento
proceso de aculturación a lo largo de todo el siglo XIX
acompañadas principalmente de instrumentos de cuerda como
el laud, la guitarra y el cubanísimo tres, variante de la
guitarra caracterizada por el encordamiento por pareja de las
seis cuerdas, típico de los campos de Cuba e
imprescindibles en cualquiera de las formas de la música
campesina cubana. A estos instrumentos de cuerda se le unen otros
también de origen cubano, como la clave, el guayo, el
güiro y la marímbula.

En cuanto al zapateo, es una forma danzaria de origen
andaluz que alcanzó personalidad criolla durante estos
años. Es baile de mucha gracia en el que las parejas salen
al salón para representar diferentes figuras, se
bailó en toda la isla con diversas variantes.

La Revolución de Haití provocó en
Cuba la gran arribada en pocos años de colonos de la
vecina isla, que se establecieron en diferentes puntos de la
geografía insular, principalmente en el sur de la parte
oriental, en las regiones de Santiago de Cuba y
Guantánamo.

Con los colonos franco-haitianos venían sus
costumbres sociales y culturales, entre ellas su música y
sus bailes. Fue la "contredance" clásica francesa muy
popular entre las clases pudientes de Haití, su origen se
basa en bailes populares ingleses adaptados en
Francia[1]y que al llegar a Cuba habían
sufrido los naturales efectos de una criollización en
Saint Dominique. Su introducción en Cuba fue
acontecimiento entre los criollos que lo adoptaron y
transformaron en un corto período de veinte
años[2]

Surgió la contradanza cubana, baile de figura que
se puso de moda en todos los salones de la isla, principalmente
en La Habana y Santiago de Cuba. Este baile consta de cuatro
partes: paseo, cadena, sostenido y cedazo. Cada figura se
corresponde con ocho compases, con diversa intensidad
rítmica. El paseo y la cadena eran las partes más
tranquilas del baile, que iba subiendo de tono hasta llegar al
sostenido y al cedazo. Las parejas se disponen en dos filas, una
de hombre, otra de mujeres, sin limitar el número, los
primeros de la fila ponían la figura y los demás
los imitaban[3]

La música para la contradanza era interpretada
por una orquesta de pequeño formato compuesta de, trompa,
contrabajo, flautín, clarinete y timbales que se conoce
como charanga. En la parte oriental solía
agregarse el piano, el arpa o ambos, tomando el nombre de
charanga francesa[4]

El piano introducido en Cuba por esta época va a
extenderse tan rápido como la contradanza y ya en la
década del cuarenta del siglo XIX, era el instrumento
preferido de los compositores y músicos en
general.

La burguesía criolla, diferenciada y poderosa,
hizo de este baile de figuras su forma de expresión
danzaria, y al mismo tiempo la música de la contradanza,
tocada por músicos criollos en su mayoría negros y
mestizos, fue transformando su "aire", alcanzando una forma
peculiar y autóctona.

La contradanza criolla es tocada en tiempo de dos por
cuatro y tiene como elemento diferenciador de la contredance
francesa, el ritmo de bajo, también llamado tango o
habanera[5]

Justamente es la célula rítmica el
más importante aporte de los negros a la música del
país. En la primera mitad del decimonónico ya
había músicos negros y mulatos, quienes fueron un
factor determinante en el desarrollo musical de la colonia. Ellos
amenizan bailes, tocan en teatros, iglesias y bandas militares.
Negro es el violinista Juan Peña, primera concertista que
aparece en la prensa habanera (1792)[6]; el primer
luthier de la isla, Juan José Rebollas, quien
aprendió el oficio a principios del siglo XIX con un
maestro francés. Hubo negros que sobresalieron cantando
tiranas y boleros en el teatro, se recuerda a los músicos
negros Tomás Buelta y Flores, compositor de contradanzas;
Secundino Arango, compositor y destacado violinista y ejecutante
de otros instrumentos de cuerdas; los directores de orquesta
Ulpiano Estrada, Pedro Nolasco Boza y Claudio Brindis de Salas
(padre), todos negros.[7]

Uno de los entretenimientos principales del criollo era
el baile, según testimonios de cronistas y
contemporáneos se bailaba a toda hora y con cualquier
motivo. En los barrios populares había casa destinadas al
baile, muchas de ellas casa de familia que disponían de
una sala para el baile y otra para el juego.

Era frecuentes los "bailes de cuna" de la gente de
color, visitados por personas de todas las condiciones sociales y
razas, y donde los "señoritos" de familias acomodadas
asistían con más asiduidad que a los bailes de los
salones de sociedad.

En los bailes de cuna se danzaba de todo, desde la
elegante y exclusiva contradanza hasta las guarachas y los bailes
de pareja, modos de bailar que escandalizaban a la gente rica y a
la Iglesia, mientras en los salones ricos se bailaban las danzas
de figura, como la contradanza, las cuadrillas y los
lanceros.

Junto con la gran emigración de colonos
franco-haitianos, llegaron esclavos y servidumbre, traídos
por sus amos y con su carga de tradiciones y costumbres
trasculturadas que continuaron desarrollando en Cuba,
principalmente en la parte oriental de la isla donde se asentaron
en la que perduran como patrimonio intangible de la
humanidad.

Entre las tradiciones que trajeron está una
celebración donde los esclavos imitan a sus amos franceses
en sus bailes de figura y conocida como "tumba francesa". A
partir de estas celebraciones nacieron sociedades de recreo,
protección y ayuda mutua. Realizan sus celebraciones
engalanados con banderas, bandas de colores y guirnaldas de
papel.

El acompañamiento musical era interpretado por
tambores (tumbas), de origen africano, pero transformados durante
muchos años de aculturación. El mayor de ellos era
el "Premier", el mediano "Balá" y el pequeño
"Kata"; junto con ellos sonaba una tambora similar a las de las
bandas militares de origen europeo y los bailadores solían
acompañar el ritmo con un sonajero de metal conocido por
"cha-cha".

En cuanto a la música sacra, en las catedrales de
Santiago de Cuba y La Habana se sigue apegado a los moldes
barroco: Juan París (1759-1845) mantuvo la
tradición de Estaban Salas en la Capilla de Música
santiaguera en la primera mitad del siglo XIX y sostiene un
movimiento musical que va a caracterizar a la catedral de
Santiago de Cuba.

En La Habana y su catedral se siguió durante un
tiempo estos moldes arcaicos, hasta que la influencia de la
ópera italiana hizo aparecer misas escritas dentro del
estilo operístico. Dentro del molde barroco hizo
música Antonio Rafelin (1796-1882) quien constituye un
puente con las nuevas tendencias.

El auge cultural de la isla y en especial de La Habana,
despierta un gran interés por la música
clásica entre los ricos criollos, que ponen sus salones a
disposición de los mejores ejecutantes que había en
el país o de paso por la isla. Se escuchaba música
europea de autores alemanes, franceses y españoles, entre
otros, aunque a la entrada de la ópera italiana termina
por imponerse en el gusto de los habaneros.

En 1812 aparece la primera publicación musical,
"El Filarmónico Mensual", editada en la imprenta de
Esteban Boloña, en la que aparecen partituras de
óperas y piezas breves y de poca complejidad.

Otro notable paso en el mejoramiento de la cultura
musical del país fue la creación de la primera
academia de música en 1814, dirigida por Carlos Antonio de
Acosta, en La Habana. Posteriormente se crean las sociedades
musicales como la Sociedad Filarmónica Santa Cecilia
(1824) en la capital, la de Santa Clara (1827), Matanzas (1829) y
la de Santiago de Cuba en 1833, en cuyos programas de conciertos
predominaba la música de ópera de detrimento de
otros géneros.

Las artes
plásticas: un
arte al servicio de la burguesía
criolla

Junto con el ocupante inglés llega a La Habana el
paisajista francés Dominique Serres quien testimonia con
sus dibujos los hechos de guerra que habían ocurrido
durante el asalto y ocupación de la ciudad. Basados en sus
dibujos se edita en Londres el "Álbum de Grabados de
la toma de La Habana por los ingleses sobre dibujos de Dominique
Serres"
(1763), cuaderno con doce aguafuertes de 53 x 37,9
cms., en el que además de los hechos de guerra el paisaje
insular aparece por primera vez retratado con veracidad por un
artista europeo.

Otro dibujante, Elías Durford, viene en el
contingente inglés y se encarga de reflejar con realismo y
fidelidad el paisaje urbano y rural de La Habana y sus
alrededores, trabajos que recogió en su álbum
"Six views of the city harbour and country of the
Havana"
(1764)

Tras esta mirada exóticas era de esperar que la
prosperidad y el auge económico de La Habana y sus
alrededores impulsara la cultura y en especial las artes
plásticas, principalmente la pintura y el grabado, como
medio de representación y perpetuación de la obra y
los protagonistas de la misma.

Aparecen ya pintores establecidos y con renombre en la
isla como Juan del Río (1748-1819) y Nicolás de la
Escalera (1734-1804). Este último es un pintor de temas
religiosos inspirados en la pintura española decadente.
Hace versiones por encargo de imágenes celestiales donde
no falta el oficio que se queda en lo ingenuo dada su falta de
academia. Con él comienza el tema retratista de los
poderosos de la isla legando, entre otros, un retrato del
Capitán General Don Luís de las Casas, pintó
también los frescos de la iglesia de Santa María
del Rosario

A fines del siglo XVIII es evidente una animación
singular en la pintura al fresco en las iglesias de la isla,
principalmente en la parte occidental. "El fenómeno de
la pintura mural en las iglesias cubanas revela técnicas
bizantinas dominada por artistas y no por artesanos como se
había creído hasta ahora (…) Hubo un
importante movimiento de artistas que arribaron a Cuba a finales
del siglo XVIII y principios del XIX, cuya labor es palpable en
estos frescos (…)
[8]

El pintor cubano de entre siglos XVIII y XIX fue Vicente
Escobar (1757-1834), quien le imprime su sello a una pintura
retratista que reprodujo la imagen de las más importantes
familias habaneras, reflejadas con un realismo ingenuo que guarda
mucho de la habilidad intuitiva del artista sin escuela y de
origen humilde que se eleva de su condición de mulato
libre a la categoría de "pintor de la Cámara del
Rey" y miembro de la Academia de Pintura de San Fernando, en
Madrid, sin embargo este reconocido artista no fue incluido en el
claustro de la Academia de San Alejandro en La Habana, por ser de
"color".

Vicente Escobar fue el primero en tener taller de
pintura en La Habana, del mismo saldrían retratos de ricos
personajes de la época. No fue un pintor de academia, el
autodidactismo dejó huellas en el dibujo de sus obras, sin
perder autenticidad. Sus retratos son el testimonio
gráfico de la clase dominante de la isla.

El desarrollo económico del país
determinó la llegada de artistas europeos atraídos
por las posibilidades de trabajo. Uno de los primeros en llegar
fue el italiano Giusseppe Perovani (1765-1835), formado en la
escuela neoclásica italiana y que llega proveniente de los
Estados Unidos, contratado por el obispo Espada para decorar la
catedral de La Habana. En ella pintó "La
Ascensión", "Potestad de la Iglesia de San Pedro" y "El
Juicio Final", además de un retrato del obispo de La
Habana. Fueron obra del italiano los frescos y el telón
del primer teatro habanero, "El Coliseo".

Su presencia junto a otros artistas extranjeros,
principalmente franceses, influyó en la formación
del gusto de la burguesía criolla, que adquirió la
costumbre de decorar sus residencias y quintas de descanso, con
motivos florales y murales al modo de las casas
pompeyanas.

Perovani es el introductor del neoclasicismo
pictórico en Cuba, en una época en que vivía
sus últimos momentos en Europa donde era desplazado por la
corriente romántica. Su llegada a Cuba, junto con otros
pintores y grabadores dentro del estilo neoclásico
constituyó toda una novedad.

Perovani desarrollo una intensa actividad
artística en La Habana, apoyado por un equipo de artesanos
negros y mulatos que a su lado perfeccionaron el oficio
aprendiendo su técnica. El más destacado de sus
aprendices lo fue Isidoro Valdés distinguido como pintor
ornamental.

Otros artistas pintaron en Cuba por esta época,
uno de ellos fue el norteamericano Eliab Metcalf, paisajista que
a principio del siglo XIX reproduce los paisajes de Cuba;
Hipólito Garneray, francés, estuvo en Cuba entre
1823-24, tomando apuntes que le permitirían hacer luego en
Francia litografías y aguatintas que reflejan al
país y su gente. Sus grabados sobre diferentes rincones de
La Habana y sus alrededores, son apreciados hoy como testimonio
costumbrista. Sus estampas no solo reflejan el paisaje sino a la
gente que vive en este país, sus costumbres y
desigualdades.

Un hecho significativo para las artes plásticas
criollas fue la apertura en 1822 del primer taller de
litografía a cargo del francés Santiago Lessieur,
seguido de su coterráneo Luís Caire (1827) quien
establece una imprenta litográfica en La Habana. Pocos
años después estos medios de reproducción
gráfica alcanzarán una prestigiosa calidad en la
isla.

Juan Bautista Vermay, pintor francés, llega a
Cuba en 1817, su mayor aval es su aprendizaje como
discípulo de Louis David y la recomendación de
Francisco de Goya al obispo Espada para que lo utilizara en la
terminación de la decoración de la Catedral de La
Habana.

Vermay llega a un país en plena expansión
económica y cultural por lo que sus conocimientos
artísticos es sobrevalorado por la aristocracia criolla,
que se esfuerza por ponerse al día en el arte. Formado en
la escuela neoclásica será su impronta la que
predomine en la academia que la Sociedad Patriótica abre
en 1818. Él será su primer director y en honor al
Intendente Alejandro Ramírez se le llama, Academia de
Dibujo y Pintura San Alejandro.

Los cánones estéticos del neoclasicismo
será los que rijan por un largo tiempo los caminos de la
academia cubana de artes plásticas; en ella y bajo la
dirección de Vermay se forma una primera generación
de pintores criollos, entre los que sobresalen, Julio Herrera,
Junto Preca, Agustín Zárraga y Camilo
Cuyás.

La obra de Vermay en Cuba está marcada por los
numerosos encargos de la rica sociedad del país, retratada
por él, pero sus obras más conocidas son los
murales del Templete, monumento encargado por el capitán
general Francisco Vives para conmemorar la fundación de la
ciudad, que representa un retrato colectivo de la sociedad
habanera y la decoración de la catedral habanera que el
logra culminar. Al morir en 1833 ya había consolidado la
Academia San Alejandro, reconocida como una filial de la Academia
de San Fernando en Madrid y con un reglamento que garantizaba la
gratuidad de la matrícula y el sostenimiento de la misma
por el Ayuntamiento.

En cuanto al grabado es muy posible que su
introducción en Cuba este asociado con la llegada de la
imprenta que se valía de esta técnica para ilustrar
los impresos de la época. Se especula que el propio
Habré, pudo ser el primer grabador al elabora el escudo
que aparece en la tapa del impreso más antiguo encontrado
en Cuba, a él se le atribuye un segundo grabado,
Jesús en el huerto, aparecido en 1827 en el Breviario
Romano de Francisco Menéndez Márquez impreso en el
taller de Habré.

A fines del siglo XVIII trabaja en La Habana Francisco
Javier Báez (1746-1828) reconocido como el primer grabador
criollo, conocedor del oficio tal vez aprendido en alguna de los
contados talleres de impresión de La Habana. Es un
artesano de poca "formación e información
estética"[9] y "transcriptor de dibujos y
grabados de otros"[10], inspirado en modelos que
le llegan de España, principalmente sobre temas
bíblicos.

En estos primeros tiempos del grabado cubano,
Báez fue casi el único que en la ciudad
hacía estos trabajos, por lo que se hizo de una clientela
criolla, salida de los poderosos oligarcas que por estos
años adquieren títulos de Castilla comprados con
influencia y dinero, convirtiéndose en el grabador de los
escudos heráldicos de aquel pretencioso grupo de
habaneros.

Se conservan otros trabajos suyos como el retrato que
hizo del militar español, Don Luís de Velasco,
defensor del Castillos del Morro (1764) y otro al obispo de la
isla Morell de Santa Cruz (1769). Su obra más conocida y
reconocida es el grabado de la Virgen de la Covadonga, hecho a
partir de un dibujo del pintor Juan del Río.

Incursionó como ilustrador de libros, creador de
marquillas para cigarros y encargos oficiales como el escudo de
la Sociedad Patriótica de la Havana y el Medallón
de la Alianza de España con Inglaterra contra
Napoleón I.

La obra de Francisco Javier Báez llena una
necesidad de la ciudad, estos primeros tiempos de la
Ilustración criolla están marcados por su impronta
artesanal, hábil, pero alejada de toda pretensión
estética. Esto hizo que su obra se muestre conservadora y
cerrada a las influencia de los nuevos tiempos y no deje una
impronta en el devenir posterior del grabado.

Otros grabadores criollos se mencionan en este
período, de ellos el más sobresaliente fue Manuel
Antonio Parra (1768), hijo del naturalista portugués
asentado en Cuba, Antonio Parra. De él se conocen los 75
grabados que ilustran al libro de su padre sobre la fauna y la
flora de Cuba y editado en 1787.

Del barroco al
neoclásico:
arquitectura criolla

A fines del siglo XVIII con el momento de auge que vive
la sociedad colonial en Cuba, se produce la maduración de
un estilo barroco con características muy particulares,
que permite hablar de un barroco habanero, que ya ha tenido sus
escarceos en edificaciones civiles y religiosas de la ciudad pero
que ahora con el afán de mejoras que auspicia la corona y
apoyan los criollos tiene su momento de auge. Este barroco
habanero de carácter eminentemente tardío se
diferencia de otros en América y Europa, por sus
peculiaridades de adaptación al medio geográfico
donde se proyecta y por las influencias del neoclasicismo, ya en
boga en Europa.

Bajo el gobierno del Marqués de la Torres
(1771-1777) se inicia una renovación urbanística de
La Habana, que incluyó la construcción de los dos
más importante edificios civiles de la época
colonial en Cuba, el Palacio del Segundo Cabo (1772-1792) y de
los Capitanes Generales (1776-1792), ambos bajo la
dirección técnica del ingeniero criollo Antonio
Fernández Trevejo y que son a la vez cumbre y anuncio de
terminación del barroco insular, por la sencillez de sus
líneas, más cerca del neoclasicismo de
moda.

La renovación de la ciudad incluyó el
diseño y construcción de la Alameda de Paula y la
de Extramuros, llamada después como Paseo de Isabel II
(Paseo del Prado), lugares de recreo de las clases acomodadas
habaneras. Con árboles, fuentes y faroles. Se remodela la
Plaza de Armas y se termina el primer teatro de la ciudad, El
Coliseo a cargo del mencionado Trevejo.

El gusto neoclásico ira imponiéndose de
forma escalonada a principios del siglo XIX, primero en La Habana
y más tarde en Trinidad y Matanzas, siendo su
introducción en el resto del país más lenta
a lo largo de ese siglo.

La arquitectura neoclásica facilitó la
construcción al permitir el uso de nuevos materiales:
mármol, hierro, piedras de diversos tipos, que
complementaran a la de Jaimanita, madera y las tejas.

El clasicismo habanero lleva en sí la influencia
de diversas tendencias europeas, al introducirse de manera
tardía. Predomina en él la utilización del
orden toscano y los órdenes arquitectónicos de la
Grecia clásica, aunque en algunas construcciones se
utilizan otros estilos.[11]

Las casas se hacen más sólidas con grandes
ventanas y puertas coronadas de lucetas, muchas de medio punto,
formando vitrales multicolores con predominio del azul, rojo y
blanco. Los puntales de estas residencias eran muy altos,
alcanzando algunas los sietes metros, lo que propicia la buena
circulación del aire; los techos son ahora planos, en
principio conservando las tejas, pero evoluciona hacia un
recubrimiento por lozas, formando azoteas.

El hierro se usa profusamente en rejas, barandas,
guardavecinos y otros herrajes de la casa, realizándose
obras de forja basadas en caprichosas formas vegetales y
geométricas de intensidad barroca.

El hierro y la cantería desplazan a la madera en
las construcciones al igual que el mármol hace con la
piedra en pisos y escaleras. En la fachada, la vivienda alcanza
un mayor interés al combinar armónicamente las
líneas horizontales y verticales. Aparecen los balcones
corridos con barandas de hierro y el patio interior se vuelve
más decorativo con una fuente o un pozo en su centro,
plantas ornamentales y estatuas de mármol.

En la primera mitad del Siglo XIX el neoclásico
aparece en las construcciones públicas: el Cementerio de
Espada (1804), es la primera obra dentro de este estilo e
incluía una Capilla con frontón griego; el Templete
(1828), construido en forma de templo griego, la Casa de los
Dementes (1829), el Asilo de Mendigo (1830) y la Capilla de
Beneficencia (1830), obras todas que se integraban a la Casa de
Beneficencia y la Quinta de los Molinos (1836) casa de descanso
de los Capitanes Generales, con un sobresaliente diseño de
jardín que incluye estanques, cascadas, estatuas,
glorietas y geométricos canteros con plantas
tropicales.

En 1817 se dispuso el ordenamiento y ensanche de los
barrios de extramuros, dirigidos los trabajos por el coronel de
ingeniero Antonio María de la Torres, quien reordena todos
los barrios al noroeste de la muralla, desde Reina a San
Lázaro y desde el Prado a Belacoaín.

Con el enriquecimiento de la oligarquía criolla
fue surgiendo a principios del siglo XIX el barrio del Cerro, al
que acudieron las familias aristocráticas de La Habana,
primero instalando sus quintas de descanso y luego sus
residencias permanente.

El impulso
científico

En una etapa donde se inicia el despegue
económico del país se dan los primeros pasos para
desarrollar un movimiento científico. Son frecuentes en
este período los estudios sobre agricultura e industria,
trabajos con referencias a cultivos, ventajas, métodos de
producción y artículos de divulgación
científica, sobre experiencias extranjeras de posible
aplicación en Cuba, contando con el auspicio de la
Sociedad Patriótica de la Havana. La aparición en
la prensa habanera de finales del siglo XVIII de un conjunto de
trabajos de difusión de las ciencias en diferentes
sectores con "criterio científico-natural"
esforzándose por entender la naturaleza y el modo de
obtener los recursos de esta, son la base necesaria para los
cambios técnico-científico que se producen y
asimilan en el país[12]

Francisco de Arango y Parreño es el primer gran
ensayista económico de la isla, él puso todo su
talento al servicio de su grupo para convencer al rey de la
necesidad de introducir reformas en la economía y la
sociedad de la colonia. Su pieza mayor fue su "Discurso sobre
la agricultura de la Habana y medios de fomentarla"
(1792),
"una lección de economía (…), sin más
preocupaciones éticas que el dinero ni más
objetivos, (…) que la producción de azúcar a
bajo costo"[13]. Ensayo de prosa reflexiva y
pragmática en el que expone de forma clara al rey, las
ventajas de aprovechar las coyunturas políticas del
momento para desarrollar la economía de plantación
en Cuba. Su habilidad de político y negociador se une a su
dominio de la palabra tanto escrita como oral, elementos que bien
aprovechó para conseguir casi todas las reformas que se
propuso el grupo criollo dominante en la isla.

En esta obra Arango analiza todas las etapas de la
producción azucareras, incluyendo el estudio de los
costos, fuerzas de trabajo, el financiamiento,
distribución y el mercado, consciente de que en los
momentos de escribir la obra las empresas azucareras extranjeras
eran superiores, por lo que se imponía un estudio de sus
experiencias para la aplicación en la
isla.[14]

Arango y Parreño es un hombre práctico y
ambicioso que no por gusto encabeza los grandes cambios que
están teniendo lugar en la sociedad colonial desde finales
del siglo XVIII, por ello insta a todos los que tenían
algo que escribir en bien de este desarrollo económico y
social que lo haga pero con "(…)una declaración
formal de que aquí no se hable sino el lenguaje simple del
agricultor corriente y que excusando preámbulos y
digresiones ociosas, nos acerquen al hecho sin otro
acompañamiento que el de la buena lógica y el
exacto raciocinio
"[15], este era el
espíritu del momento, divulgar lo útil y necesario
para continuar el impetuoso cambio que se produce en la
isla.

El auge azucarero de la isla de Cuba hace de vital
importancia todo lo referido a este tema económico sobre
el que se basa la prosperidad de la aristocracia criolla. En 1792
Arango y Parreño propone traducir al español.
"Preci sur la canne et sur les mohines d? en extraire le sel
esentiel
"(1780) de Jacques Francois Dutrône, el mejor
tratado sobre la producción de azúcar hasta ese
momento, pero tropezó con el poco conocimiento de
química que tenían los posibles traductores, por
esta razón promovieron la creación de una escuela
de química que beneficiara los estudios y la
producción azucarera.

La idea fue presentada a la Sociedad Patriótica
por Nicolás Calvo quien en 1793 le propone la
creación de una escuela de química y otra de
botánica arguyendo los beneficios que reportaría al
desarrollo de la industria azucarera.

Ese propio año aparecen, la
"Exposición que Don Joseph Ricardo O`Farril hace a la
sociedad del método observado en la isla de Cuba, en el
cultivo de la caña dulce y la elaboración de su
jugo
", de muy buena acogida por los socios y "Memoria
sobre el mejor modo de fabricar el azúcar"
de
José Martínez de Campo y en 1797 Antonio
Morejón Gato, presenta su "Discurso sobre las buenas
propiedades de la tierra bermeja para la cultura de la
caña de azúcar"
considerado uno de los
primeros estudio de suelos en América.

Obras de transición marcadas por la realidad
esclavista de la isla y la herencia feudal española pero
con una marcada voluntad de cambios, inauguran una prosa
científica novedosa, principalmente O`Farril y
Nicolás Calvo, con un lenguaje claro y conciso en la
expresión de sus ideas.[1]

A fin de conocer de cerca la producción azucarera
en otras partes del mundo Arango emprende un extenso viaje (1794)
de "estudio técnico azucarero, acompañado por Pedro
Montalvo y Ambulode, Conde de Casa Montalvo, en recorrido que
incluyó Portugal, Inglaterra, Barbado y Jamaica. Fue el
inicio de una necesaria costumbre de las principales figuras de
la zacarocracia criolla en pro del desarrollo tecnológico
de la plantación azucarera en la isla.

En medio de estos afanes sorprende la publicación
de un libro como "Descripción de diferentes piezas de
Historia Natural, las más del ramo Marítimo,
representadas en sesenta y cinco láminas
" (1787) del
naturalista portugués Antonio Parra, llegado a Cuba en
1771 y que constituye el primer libro científico publicado
en la isla. A parte del minucioso trabajo de descripción
de las especies sobresalen las setenta y cinco láminas
obras del propio hijo del autor.

La presencia en Cuba de viajeros, científicos y
artistas, se hace cotidiana a partir del progreso
económico del país, de ellos el más
célebre y de mayor influencia en el ámbito nacional
lo fue el barón Alejandro de Humboldt (1769-1859),
naturalista alemán que encabezó una
expedición científica a las tierras de
América en los primeros años del siglo XIX.
Llegó a Cuba el 19 de diciembre de 1800, realiza
observaciones científica referidas a la posición
geográfica de La Habana, recolección de plantas
tropicales, de las cuales encontró más de 150
especies no conocidas por los botánicos europeos;
recopiló datos demográficos, sobre la
economía, el clima, los sistemas costeros y la superficie
geográfica de la isla. Se instaló durante unos
días en los ingenios La Ninfa y Río Blanco,
invitado por sus dueños, Francisco de Arango y
Parreño y el Conde de Jaruco respectivamente, allí
conoció más de cerca el sistema de esclavitud de
plantación, al que condenó por inhumano. Al
abandonar la isla en marzo de 1801 lleva un vasto material que
completaría durante su segunda visita en 1804, base para
la elaboración de su obra, "Ensayo político de la
isla de Cuba" (1826), cuya circulación fue prohibida en
Cuba por las críticas que hace a la esclavitud imperante
en la misma.

Humboldt fue el primero que ofreció al mundo y
los cubanos en particular una visión objetiva y aguda de
la isla, con un lenguaje poético basado en las
investigaciones realizadas durante sus viajes a Cuba. Por su
importante labor y la repercusión que la misma tuvo en el
país, José de la Luz y Caballero lo llamó,
"el segundo descubridor de Cuba"[2]

Los ilustrados criollos tuvieron también su
gentil-hombre científico y emprendedor, el habanero
Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas (1769-1807),
primer conde de Santa Cruz y Mompox, presidente de la
Comisión para la Prospección y el Fomento de Nuevas
Poblaciones en la Isla de Cuba (1796-1802). Esta Comisión
realiza un encomiable trabajo de exploración y estudio de
zonas poco pobladas o despobladas del archipiélago cubano,
pero que se conocía tenían un gran potencial para
desarrollar una colonización importante a fin de poder
fomentar la presencia prioritaria de población blanca, que
fue una preocupación de la oligarquía criolla ante
la "necesaria" avalancha de esclavos africanos para las
plantaciones del occidente del país.

La Comisión encabezada por el Conde de Mompox,
visitó, exploró y creó planes para estos
fines en Isla de Pinos, las bahías de Guantánamo,
Jagua y Nipe y otras zonas de las actuales provincia de La Habana
y Matanzas.

Este acercamiento científico a zonas poco
conocidas del país, permitió una apropiación
más completa del territorio, el estudio de sus recursos
naturales, su fauna y flora y base para la creación de
nuevas poblaciones, las más conocidas Cienfuegos y
Guantánamo, con base en la emigración francesa que
a partir de la Revolución de Haití se
refugió en Cuba.

El contacto con la naturaleza de su país y los
estudios que realiza llevan a Joaquín de Santa Cruz a
abogar por el cuidado y repoblación de los bosques de la
isla ("La ruina de los preciosos montes cubanos y la
necesidad de reponerlos
")[3], tema en el que
está entre los precursores.

Tomás Romay (1764-1849), es el científico
criollo más relevante en esos tiempos. Médico de
profesión, publicista y activo promotor de los avances de
las ciencias, fue uno de los fundadores de la Sociedad
Patriótica de la Havana, desde donde prestó
valiosos servicios a Cuba.

En el campo científico se destaca por ser
introductor de la vacuna en la isla (1804) y realizar estudios
sobre la fiebre amarilla, que le valieron la designación
como miembro de la Academia Española de
Medicina.

La viruela era una de las enfermedades endémicas
de la isla y se convirtió en un problema económico
cuando a fines del siglo XVIII se produjeron brotes de epidemia
de la enfermedad, entre las dotaciones de esclavos de los
ingenios azucareros, por esta razón fue una de las
prioridades de los dueños de esclavos encontrar un medio
para prevenirla.

Conocedores de los alentadores experimentos del
médico inglés Edward Jenner con una "vacuna" contra
este mal, procuraron su adquisición a través de
Andrés Jáuregui, quien la puso en mano del doctor
Romay para que condujera los estudios y aplicación de la
misma en Cuba, lo que permitió que a principios del siglo
XIX, seis años después de darse a conocer en
Inglaterra, el Real Consulado introdujera con carácter
obligatorio la vacunación de los esclavos llegados a la
isla.[4]

Partes: 1, 2

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