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Cuentos y fabulas infantiles



  1. La
    princesa y el guisante
  2. Bambi
  3. El
    flautista de Hamelin
  4. El
    príncipe y el mendigo
  5. El
    traje del Emperador
  6. El
    bosque encantado
  7. Los
    siete cabritillos
  8. El
    honrado leñador
  9. El
    granjero bondadoso
  10. El
    campesino y el diablo
  11. La
    liebre y la tortuga
  12. El
    caballo y el asno
  13. La
    zorra y las uvas
  14. La
    lechera
  15. Los
    hijos del labrador
  16. La
    zorra y el leñador
  17. El
    león y el ratón
  18. El
    hombre y la culebra
  19. El
    avariento
  20. El
    león y la zorra

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La princesa y el
guisante

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Érase una vez un príncipe que
quería casarse, pero tenía que ser con una princesa
de verdad. De modo que dio la vuelta al mundo para encontrar una
que lo fuera; pero aunque en todas partes encontró no
pocas princesas, que lo fueran de verdad era imposible de saber,
porque siempre había algo en ellas que no terminaba de
convencerle. Así es que regresó muy desconsolado,
por su gran deseo de casarse con una princesa
auténtica.

Una noche estalló una tempestad horrible, con
rayos y truenos y lluvia a cántaros; era una noche, en
verdad, espantosa. De pronto golpearon a la puerta del castillo,
y el viejo rey fue a abrir.

Afuera había una princesa. Pero, Dios mío,
¡qué aspecto presentaba con la lluvia y el mal
tiempo! El agua le goteaba del pelo y de las ropas, le
corría por la punta de los zapatos y le salía por
el tacón y, sin embargo, decía que era una princesa
auténtica.

«Bueno, eso ya lo veremos», pensó la
vieja reina. Y sin decir palabra, fue a la alcoba, apartó
toda la ropa de la cama y puso un guisante en el fondo.
Después cogió veinte colchones y los puso sobre el
guisante, y además colocó veinte edredones sobre
los colchones.

La que decía ser princesa dormiría
allí aquella noche. A la mañana siguiente le
preguntaron qué tal había dormido.

-¡Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-.
Apenas si he pegado ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que
habría en la cama! He dormido sobre algo tan duro que
tengo todo el cuerpo lleno de magulladuras. ¡Ha sido
horrible!

Así pudieron ver que era una princesa de verdad,
porque a través de veinte colchones y de veinte edredones
había notado el guisante. Sólo una auténtica
princesa podía haber tenido una piel tan
delicada.

El príncipe la tomó por esposa, porque
ahora pudo estar seguro de que se casaba con una princesa
auténtica, y el guisante entró a formar parte de
las joyas de la corona, donde todavía puede verse, a no
ser que alguien se lo haya comido. ¡Como veréis,
éste sí que fue un auténtico
cuento!

FIN

Bambi

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Érase una vez un bosque donde vivían
muchos animales y donde todos eran muy amiguitos. Una
mañana un pequeño conejo llamado Tambor fue a
despertar al búho para ir a ver un pequeño
cervatillo que acababa de nacer. Se reunieron todos los
animalitos del bosque y fueron a conocer a Bambi, que así
se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se hicieron muy amigos de
él y le fueron enseñando todo lo que había
en el bosque: las flores, los ríos y los nombres de los
distintos animales, pues para Bambi todo era
desconocido.

Todos los días se juntaban en un claro del bosque
para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo
llevó a ver a su padre que era el jefe de la manada de
todos los ciervos y el encargado de vigilar y de cuidar de ellos.
Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron ladridos de un
perro. "¡Corre, corre Bambi! -dijo el padre- ponte a
salvo". "¿Por qué, papi?", preguntó Bambi.
Son los hombres y cada vez que vienen al bosque intentan
cazarnos, cortan árboles, por eso cuando los oigas debes
de huir y buscar refugio.Pasaron los días y su padre le
fue enseñando todo lo que debía de saber pues el
día que él fuera muy mayor, Bambi sería el
encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi
conoció a una pequeña cervatilla que era muy muy
guapa llamada Farina y de la que se enamoró enseguida. Un
día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un
perro y Bambi pensó: "¡Son los hombres!", e
intentó huir, pero cuando se dio cuenta el perro estaba
tan cerca que no le quedó más remedio que
enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando
ésta estuvo a salvo, trató de correr pero se
encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y al
saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó
herido.

Pronto acudió su papá y todos sus amigos y
le ayudaron a pasar el río, pues sólo una vez que
lo cruzaran estarían a salvo de los hombres, cuando lo
lograron le curaron las heridas y se puso bien muy
pronto.

Pasado el tiempo, nuestro protagonista había
crecido mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les
costó trabajo reconocerlo pues había cambiado
bastante y tenía unos cuernos preciosos. El búho ya
estaba viejecito y Tambor se había casado con una conejita
y tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y
tuvieron un pequeño cervatillo al que fueron a conocer
todos los animalitos del bosque, igual que pasó cuando
él nació. Vivieron todos muy felices y Bambi era
ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo
hizo su papá, que ya era muy mayor para
hacerlo.

FIN

El flautista de
Hamelin

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Hace mucho, muchísimo tiempo, en la
próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy
extraño: una mañana, cuando sus gordos y
satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las
calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas
partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros
y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a
comprender la causa de tal invasión, y lo que era
aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar
con tan inquietante plaga.

Por más que pretendían exterminarlos o, al
menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez
acudían más y más ratones a la ciudad. Tal
era la cantidad de ratones que, día tras día, se
enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los
mismos gatos huían asustados.

Ante la gravedad de la situación, los prohombres
de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la
voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron:
"Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los
ratones".

Al poco se presentó ante ellos un flautista
taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto
antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta
noche no quedará ni un sólo ratón en
Hamelín".

Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y,
mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa
melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de
sus escondrijos seguían embelesados los pasos del
flautista que tocaba incansable su flauta.

Y así, caminando y tocando, los llevó a un
lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se
veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un
caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al
flautista, todos los ratones perecieron ahogados.

Los hamelineses, al verse al fin libre de las voraces
tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y
satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan
contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar
el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta
muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista
se presentó ante el Consejo y reclamó a los
prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como
recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y
cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra
ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan
poca cosa como tocar la flauta?". Y dicho esto, los orondos
prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda
profiriendo grandes carcajadas.

Furioso por la avaricia y la ingratitud de los
hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día
anterior, tocó una dulcísima melodía una y
otra vez, insistentemente.

Pero esta vez no eran los ratones quienes le
seguían, sino los niños de la ciudad quienes,
arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del
extraño músico.

Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran
hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano,
entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que
siguieran al flautista.

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos,
muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los
niños, al igual que los ratones, nunca jamás
volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos
habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas
despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un
inmenso manto de silencio y tristeza.

Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos
años, en esta desierta y vacía ciudad de
Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca
encontraréis ni un ratón ni un
niño.

FIN

El
príncipe y el mendigo

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Erase un principito curioso que quiso un día
salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de
su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era
en todo exacto a él.

-¡Sí que es casualidad! – dijo el
príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de
agua.

-Es cierto – reconoció el mendigo-. Pero yo voy
vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo.
Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa
que llevas tú.

Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza,
se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de
la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.

-Eres exacto a mi – repitió el príncipe,
que se había vestido, en tanto, las ropas del
mendigo.

Pero en aquel momento llegó la guardia buscando
al personaje y se llevaron al mendigo vestido en aquellos
momentos con los ropajes de principe.

El príncipe corría detrás queriendo
convencerles de su error, pero fue inútil.

Contó en la ciudad quién era y le tomaron
por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad,
recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las
faenas más duras, por un miserable jornal. Era ya mayor,
cuando estalló la guerra con el país vecino. El
príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó
en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono
continuaba entregado a los placeres.

Un día, en lo más arduo de la batalla, el
soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia
le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el
difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro
modo la batalla.

– ¿Cómo sabes tú que nuestro
llorado monarca lo hubiera hecho así? – Porque se
ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi
padre.

Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo
ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la
miseria en que su vida había transcurrido, empezó a
oprimir al pueblo, ansioso de riquezas.

Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las
verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de
pan.

El general, desorientado, siguió no obstante los
consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue
en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que
había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban
tres rayitas rojas.

-Es la señal que vi en el príncipe
recién nacido! -exclamó el general.

Comprendió entonces que la persona que ocupaba el
trono no era el verdadero rey y, con su autoridad,
ciñó la corona en las sienes de su auténtico
dueño. El príncipe había sufrido demasiado y
sabía perdonar. El usurpador no recibió más
castigo que el de trabajar a diario.

Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar
y su gran generosidad él respondía: Es gracias a
haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un
buen rey.

FIN

El traje del
Emperador

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Hubo una vez un emperador que era muy presumido,
sólo pensaba en comprarse vestidos. Tenía un grupo
muy numeroso de sastres que constantemente le hacían
nuevos ropajes, porque deseaba ser el emperador mejor vestido de
todos los reinos del mundo.

Cierto día llegaron al palacio imperial dos
pícaros muchachos, pidiendo ser recibidos por su majestad.
Decían que eran unos afamados sastres que venían de
lejanas tierras. El emperador, al conocer la noticia, les hizo
pasar inmediatamente.

– Majestad, hemos traído una tela que es una
maravilla -dijo uno de los pícaros.

– No la pueden ver los ignorantes, pero a los
inteligentes les gusta mucho -dijo el otro.

El emperador se entusiasmó con lo que
decían y pidió a los falsos sastres que le
comenzaran inmediatamente un vestido con aquella tela, que
enseñaría a todo el mundo.

Los pícaros pidieron para los gastos grandes
sumas de dinero y joyas valiosísimas. Hacían creer
que cortaban y cosían el vestido, cuando, en realidad, no
cosían nada. Y aquellos que lo veían, para que no
les llamaran ignorantes, decían que era un vestido muy
original.

Llegó el día en que el emperador fue a
probarse el famoso vestido. Cuando se lo presentaron quedó
admirado. ¡No veía el vestido! Y para que sus
súbitos no pensaran que no era inteligente, decidió
disimular.

Todo el pueblo esperaba que pasara el emperador, ya que
tenía gran curiosidad sobre cómo sería el
majestuoso ropaje. Entonces apareció el emperador. Iba
caminando desnudo ante el asombro de todos. Un gran silencio se
hizo en la calle, pero nadie dijo nada para que no se le llamara
ignorante. Sólo un niño, con su inocencia,
dijo:

– ¡Mirad, mirad, el emperador va
desnudo!

Ante esto, todo el mundo dijo lo mismo y el emperador
sintió mucha vergüenza. Fue un día triste para
él, Aprendió una gran lección: LO IMPORTANTE
EN ESTA VIDA NO SON LOS R0PAJES, SINO SER SINCERO EN TODO LO QUE
HACES.

FIN

El bosque
encantado

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Había una vez, un bosque bellísimo, con
muchos árboles y flores de todos colores que alegraban la
vista a todos los chicos que pasaban por ahí.

Todas las tardes, los animalitos del bosque
se reunían para jugar. Los conejos, hacían una
carrera entre ellos para ver quién llegaba a la meta. Las
hormiguitas hacían una enorme fila para ir a su
hormiguero. Los coloridos pájaros y las brillantes
mariposas se posaban en los arbustos.

Todo era paz y tranquilidad. Hasta que…
Un día, los animalitos escucharon ruidos, pasos
extraños y se asustaron muchísimo, porque la tierra
empezaba a temblar.De pronto, en el bosque apareció un
brujo muy feo y malo, encorvado y viejo, que vivía en una
casa abandonada, era muy solitario, por eso no tenía ni
familiares ni amigos, tenía la cara triste y angustiada,
no quería que nadie fuera feliz, por eso… Cuando
escuchó la risa de los niños y el canto de los
pájaros, se enfureció de tal manera que grito muy
fuerte y fue corriendo en busca de ellos.Rápidamente,
tocó con su varita mágica al árbol, y este,
después de varios minutos, empezó a dejar caer sus
hojas y luego a perder su color verde pino.

Lo mismo hizo con las flores, el
césped, los animales y los niños. Después de
hacer su gran y terrible maldad, se fue riendo, y mientras lo
hacía repetía: – ¡Nadie tendrá vida
mientras yo viva!Pasaron varios años desde que nadie
pisaba ese oscuro y espantoso lugar, hasta que una paloma
llegó volando y cantando alegremente, pero se
asombró muchísimo al ver ese bosque, que alguna vez
había sido hermoso, lleno de niños que iban y
venían, convertido en un espeluznante bosque.

– ¿Qué pasó
aquí?… Todos perdieron su color y movimiento
Está muy tenebroso ¡Cómo si fuera de
noche!… Tengo que hacer algo para que éste bosque vuelva
a hacer el de antes, con su color, brillo y vida… A ver,
¿Qué puedo hacer? y después de meditar un
rato dijo: ¡Ya sé!La paloma se posó en la
rama seca de un árbol, que como por arte de magia,
empezó a recobrar su color natural y a moverse muy
lentamente. Después se apoyó en el lomo del conejo
y empezaron a levantarse sus suaves orejas y, poco a poco, pudo
notarse su brillante color gris claro.

Y así fue como a todos los
habitantes del bosque les fue devolviendo la vida. Los chicos
volvieron a jugar y a reír otra vez, ellos junto a los
animalitos le dieron las gracias a la paloma, pues, fue por ella
que volvieron a la vida. La palomita, estaba muy feliz y se fue
cantando.¡Y vino el viento y se llevó al brujo y al
cuento!

FIN

Los siete
cabritillos

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En una bonita casa del bosque vivía mamá
cabra con sus siete cabritillos. Una mañana mamá
cabra le dijo a sus hijos que tenía que ir a la ciudad a
comprar y de forma insistente les dijo: "Queridos hijitos, ya
sabéis que no tenéis que abrirle la puerta a nadie.
Vosotros jugad y no le abráis a nadie". "¡Sí
mamá. No le abriremos a nadie la puerta." La mamá
de los cabritillos temía que el lobo la viera salir y
fuera a casa a comerse a sus hijitos. Ella, preocupada, al salir
por la puerta volvió a decir: "Hijitos, cerrar la puerta
con llave y no le abráis la puerta a nadie, puede venir el
lobo." El mayor de los cabritillos cerró la puerta con
llave. 

Al ratito llaman a la puerta. "¿Quién
es?", dijo un cabritillo. "Soy yo, vuestra mamá", dijo el
lobo, que intentaba imitar la voz de la mamá cabra. "No,
no, tú no eres nuestra mamá, nuestra mamá
tiene la voz fina y tú la tienes ronca." El lobo se
marchó y fue en busca del huevero y le dijo: "Dame cinco
huevos para que mi voz se aclare." El lobo tras comerse los
huevos tuvo una voz más clara. De nuevo llaman a la puerta
de las casa de los cabritillos. "¿Quién es?". "Soy
yo, vuestra mamá." "Asoma la patita por debajo de la
puerta." Entonces el lobo metió su oscura y peluda pata
por debajo de la puerta y los cabritillos dijeron: "¡No,
no! tú no eres nuestra mamá, nuestra mamá
tiene la pata blanquita." El lobo enfadado pensó:
"Qué listos son estos cabritillos, pero se van a enterar,
voy a ir al molino a pedirle al molinero harina para poner mi
para muy blanquita." Así lo hizo el lobo y de nuevo fue a
casa de los cabritillos. "¿Quién es?", dice un
cabritillo. "Soy yo, vuestra mamá." "Enseña la
patita por debajo de la puerta." El lobo metió su pata,
ahora blanquita, por debajo de la puerta y todos los cabritillos
dijeron: "¡Sí, sí! Es nuestra mamá,
abrid la puerta." Entonces el lobo entró en la casa y se
comió a seis de los cabritillos, menos a uno, el
más pequeño, que se había escondido en la
cajita del reloj. 

El lobo con una barriga muy gorda salió de la
casa hacia el río, bebió agua y se quedó
dormido al lado del río. Mientras tanto mamá cabra
llegó a casa. Al ver la puerta abierta entró muy
nerviosa gritando: "¡Hijitos, dónde estáis!
¡Hijitos, dónde estáis!". Una voz muy lejana
decía: "¡Mamá, mamá!".
"¿Dónde estás, hijo mío?". "Estoy
aquí, en la cajita del reloj." La mamá cabra
sacó al menor de sus hijos de la cajita del reloj, y el
cabritillo le contó que el lobo había venido y se
había comido a sus seis hermanitos. La mamá cabra
le dijo a su hijito que cogiera hilo y una aguja, y juntos
salieron a buscar al lobo. Le encontraron durmiendo
profundamente. La mamá cabra abrió la barriga del
lobo, sacó a sus hijitos, la llenó de piedras,
luego la cosió y todos se fueron contentos. Al rato el
lobo se despertó: "¡Oh¡ ¡Qué sed
me ha dado comerme a estos cabritillos!". Se arrastró por
la tierra para acercarse al río a beber agua, pero al
intentar beber, cayó al río y se ahogó, pues
no podía moverse, ya que su barriga estaba llena de muchas
y pesadas piedras. Al legar a casa, la mamá
regañó a los cabritillos diciéndoles que no
debieron desobedecerla, pues mira lo que había
pasado.

El honrado
leñador

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Había una vez un pobre leñador que
regresaba a su casa después de una jornada de duro
trabajo. Al cruzar un puentecillo sobre el rio, se le cayó
el hacha al agua. Entonces empezó a lamentarse
tristemente: ¿Cómo me ganare el sustento ahora que
no tengo hacha?

Al instante ¡oh, maravilla! Una bella ninfa
aparecía sobre las aguas y dijo al
leñador:

Espera, buen hombre: traeré tu hacha.

Se hundió en la corriente y poco después
reaparecía con un hacha de oro entre las manos. El
leñador dijo que aquella no era la suya. Por segunda vez
se sumergió la ninfa, para reaparecer después con
otra hacha de plata.

Tampoco es la mía dijo el afligido
leñador.

Por tercera vez la ninfa busco bajo el agua. Al
reaparecer llevaba un hacha de hierro.

¡Oh gracias, gracias! ¡Esa es la
mía!

Pero, por tu honradez, yo te regalo las otras dos. Has
preferido la pobreza a la mentira y te mereces un
premio.

FIN

El granjero
bondadoso

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Un anciano rey tuvo que huir de su país asolado
por la guerra. Sin escolta alguna, cansado y hambriento,
llegó a una granja solitaria, en medio del país
enemigo, donde solicitó asilo. A pesar de su aspecto
andrajoso y sucio, el granjero se lo concedió de la mejor
gana. No contento con ofrecer una opípara cena al
caminante, le proporcionó un baño y ropa limpia,
además de una confortable habitación para pasar la
noche.

Y sucedió que, en medio de la oscuridad, el
granjero escuchó una plegaria musitada en la
habitación del desconocido y pudo distinguir sus
palabras:

-Gracias, Señor, porque has dado a este pobre rey
destronado el consuelo de hallar refugio. Te ruego ampares a este
caritativo granjero y haz que no sea perseguido por haberme
ayudado.

El generoso granjero preparó un espléndido
desayuno para su huésped y cuando éste se marchaba,
hasta le entregó una bolsa con monedas de oro para sus
gastos.

Profundamente emocionado por tanta generosidad, el
anciano monarca se pro-metió recompensar al hombre si
algún día recobraba el trono. Algunos meses
después estaba de nuevo en su palacio y entonces hizo
llamar al caritativo labriego, al que concedió un
título de nobleza y colmó de honores.
Además, fiando en la nobleza de sus sentimientos, le
consultó en todos los asuntos delicados del
reino.

FIN

El campesino y el
diablo

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Érase una vez un campesino ingenioso y muy
socarrón, de cuyas picardías mucho habría
que contar. Pero la historia más divertida es, sin duda,
cómo en cierta ocasión consiguió
jugársela al diablo y hacerle pasar por tonto.

El campesinito, un buen día en que había
estado labrando sus tierras y, habiendo ya oscurecido, se
disponía a regresar a su casa, descubrió en medio
de su campo un montón de brasas encendidos. Cuando,
asombrado, se acercó a ellas, se encontró sentado
sobre las ascuas a un diablillo negro.

-¡De modo que estás sentado sobre un
tesoro! -dijo el campesinito.

-Pues sí -respondió el diablo-, sobre un
tesoro en el que hay más oro y plata de lo que hayas
podido ver en toda tu vida.

-Pues entonces el tesoro me pertenece, porque
está en mis tierras -dijo el campesinito.

-Tuyo será -repuso el diablo-, si me das la mitad
de lo que produzcan tus campos durante dos años. Bienes y
dinero tengo de sobra, pero ahora me apetecen los frutos de la
tierra.

El campesino aceptó el trato.

-Pero para que no haya discusiones a la hora del reparto
-dijo-, a ti te tocará lo que crezca de la tierra hacia
arriba y a mí lo que crezca de la tierra hacia
abajo.

Al diablo le pareció bien esta propuesta, pero
resultó que el avispado campesino había sembrado
remolachas. Cuando llegó el tiempo de la cosecha
apareció el diablo a recoger sus frutos, pero sólo
encontró unas cuantas hojas amarillentas y mustias, en
tanto que el campesinito, con gran satisfacción, sacaba de
la tierra sus remolachas.

-Esta vez tú has salido ganando -dijo el diablo-,
pero la próxima no será así de ningún
modo. Tú te quedarás con lo que crezca de la tierra
hacia arriba, y yo recogeré lo que crezca de la tierra
hacia abajo.

-Pues también estoy de acuerdo -contestó
el campesinito.

Pero cuando llegó el tiempo de la siembra, el
campesino no plantó remolachas, sino trigo. Cuando
maduraron los granos, el campesino fue a sus tierras y
cortó las repletas espigas a ras de tierra. Y cuando
llegó el diablo no encontró más que los
rastrojos y, furioso, se precipitó en las entrañas
de la tierra.

-Así es como hay que tratar a los pícaros
-dijo el campesinito; y se fue a recoger su tesoro.

FIN

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La liebre y la
tortuga

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En el mundo de los animales vivía una liebre muy
orgullosa y vanidosa, que no cesaba de pregonar que ella era la
más veloz y se jactaba de ello ante la lentitud de la
tortuga.

– ¡Eh, tortuga, no corras tanto que nunca vas a
llegar a tu meta! Decía la liebre burlándose de la
tortuga.

Un día, a la tortuga se le ocurrió hacerle
una inusual apuesta a la liebre:

– Estoy segura de poder ganarte una carrera

– ¿A mí? Preguntó asombrada la
liebre.

– Sí, a ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras
apuestas y veamos quién gana la carrera.

La liebre, muy ufana, aceptó. Todos los animales
se reunieron para presenciar la carrera. El búho
señaló los puntos de partida y de llegada, y sin
más preámbulos comenzó la carrera en medio
de la incredulidad de los asistentes.

Confiada en su ligereza, la liebre dejó coger
ventaja a la tortuga y se quedó haciendo burla de ella.
Luego, empezó a correr velozmente y sobrepasó a la
tortuga que caminaba despacio, pero sin parar.

Sólo se detuvo a mitad del camino ante un prado
verde y frondoso, donde se dispuso a descansar antes de concluir
la carrera. Allí se quedó dormida, mientras la
tortuga siguió caminando, paso tras paso, lentamente, pero
sin detenerse.

Cuando la liebre se despertó, vio con pavor que
la tortuga se encontraba a una corta distancia de la meta.
Salió corriendo con todas sus fuerzas, pero ya era muy
tarde: ¡la tortuga había ganado la
carrera!

Ese día la liebre aprendió, en medio de
una gran humillación, que no hay que burlarse jamás
de los demás. También aprendió que el exceso
de confianza es un obstáculo para alcanzar nuestros
objetivos.

Esta fábula enseña a los niños que
no hay que burlarse jamás de los demás y que el
exceso de confianza puede ser un obstáculo para alcanzar
nuestros objetivos.

El caballo y el
asno

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Un hombre tenía un caballo y un asno.

Un día que ambos iban camino a la ciudad, el
asno, sintiéndose cansado, le dijo al caballo:

– Toma una parte de mi carga si te interesa mi
vida.

El caballo haciéndose el sordo no dijo
nada y el asno cayó víctima de la fatiga, y
murió allí mismo.

Entonces el dueño echó toda la carga
encima del caballo, incluso la piel del asno. Y el caballo,
suspirando dijo:

– ¡Qué mala suerte tengo! ¡Por no
haber querido cargar con un ligero fardo ahora tengo que cargar
con todo, y hasta con la piel del asno encima!

"Cada vez que no tienes tu mano para ayudar a tu
prójimo que honestamente te lo pide, sin que lo notes en
ese momento, en realidad te estás perjudicando a ti
mismo". 

La zorra y las
uvas

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En una mañana de otoño, mientras una zorra
descansaba debajo de una plantación de uvas, vio unos
hermosos racimos de uvas ya maduras, delante de sus ojos. Deseosa
de comer algo refrescante y distinto de lo que estaba
acostumbrado, la zorra se levantó, se remangó y se
puso manos a la obra para comer las uvas.

Lo que la zorra no sabía es que los racimos de
uvas estaban mucho más altos de lo que ella imaginaba.
Entonces, buscó un medio para alcanzarlos. Saltó,
saltó, pero sus dedos no conseguían ni
tocarlos.

Había muchas uvas, pero la zorra no podía
alcanzarlas. Tomó carrera y saltó otra vez, pero el
salto quedó corto. Aun así, la zorra no se dio por
vencida. Tomó carrera otra vez y volvió a saltar y
nada. Las uvas parecían estar cada vez más altas y
lejanas.

Cansada por el esfuerzo y sintiéndose
imposibilitada de conseguir alcanzar las uvas, la zorra se
convenció de que era inútil repetir el intento. Las
uvas estaban demasiado altas y la zorra sintió una
profunda frustración. Agotada y resignada, la zorra
decidió renunciar a las uvas.

Cuando la zorra se disponía a regresar al bosque
se dio cuenta de que un pájaro que volaba por allí,
había observado toda la escena y se sintió
avergonzada. Creyendo que había hecho un papel
ridículo para conseguir alcanzar las uvas, la zorra se
dirigió al pájaro y le dijo:

– Yo hubiera conseguido alcanzar las uvas si ellas
estuvieran maduras. Me equivoqué al principio pensando que
estaban maduras pero cuando me di cuenta de que estaban
aún verdes, he preferido desistir de alcanzarlas. Las uvas
verdes no son un buen alimento para un paladar tan refinado como
el mío.

Y fue así que la zorra siguió su camino,
intentando convencerse de que no fue por su falta de esfuerzo que
ella no había comido aquellas riquísimas uvas. Y
sí porque estaban verdes.

La
lechera

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La hija de un granjero llevaba un recipiente lleno de
leche a vender al pueblo, y empezó a hacer planes
futuros:

– Cuando venda esta leche, compraré trescientos
huevos. Los huevos, descartando los que no nazcan, me
darán al menos doscientos pollos.

Los pollos estarán listos para mercadearlos
cuando los precios de ellos estén en lo más alto,
de modo que para fin de año tendré suficiente
dinero para comprarme el mejor vestido para asistir a las
fiestas.

Cuando esté en el baile todos los muchachos me
pretenderán, y yo los valoraré uno a
uno.

Pero en ese momento tropezó con una piedra,
cayendo junto con la vasija de leche al suelo, regando su
contenido.

Y así todos sus planes acabaron en un
instante.

Moraleja:

No seas ambiciosa de mejor y más próspera
fortuna, que vivirás ansiosa sin que pueda saciarte cosa
alguna. No anheles impaciente el bien futuro, mira que ni el
presente está seguro.

Los hijos del
labrador

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Los dos hijos de un labrador vivían siempre
discutiendo. Se peleaban por cualquier motivo, como quién
iba a manejar el arado, quién sembraría, y
así como todo. Cada vez que había una riña,
ellos dejaban de hablarse. La concordia parecía algo
imposible entre los dos. Eran testarudos, orgullosos y para su
padre le suponía una dificultad mejorar estos
sentimientos. Fue entonces que decidió darles una
lección.

Para poner un fin a esta situación, el labrador
les llamó y les pidió que se fueran al bosque y les
trajeran un manojo de leña. Los chicos obedecieron a su
padre y una vez en el bosque empezaron a competir para ver
quién recogía más leños. Y otra pelea
se armó. Cuando cumplieron la tarea, se fueron hacia su
padre que les dijo:

– Ahora, junten todos las varas, las amarren muy fuerte
con una cuerda y veamos quién es el más fuerte de
los dos. Tendrán que romper todas las varas al mismo
tiempo.

Y así lo intentaron los dos chicos. Pero a pesar
de todos sus esfuerzos, no lo consiguieron. Entonces deshizo el
haz y les dio las varas una a una; los hijos las rompieron
fácilmente.

– ¡Se dan cuenta! les dijo el padre. Si vosotros
permanecen unidos como el haz de varas, será invencibles
ante la adversidad; pero si están divididos serán
vencidos uno a uno con facilidad. Cuando estamos unidos, somos
más fuertes y resistentes, y nadie podrá hacernos
daño.

Y los tres se abrazaron.

"La unión hace la
fuerza"

La zorra y el
leñador

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Una zorra estaba siendo perseguida por unos cazadores
cuando llegó al sitio de un leñador y le
suplicó que la escondiera. El hombre le aconsejó
que ingresara a su cabaña.

Casi de inmediato llegaron los cazadores, y le
preguntaron al leñador si había visto a la
zorra.

El leñador, con la voz les dijo que no, pero con
su mano disimuladamente señalaba la cabaña donde se
había escondido.

Los cazadores no comprendieron las señas de la
mano y se confiaron únicamente en lo dicho con la
palabra.

La zorra al verlos marcharse, salió sin decir
nada.

Le reprochó el leñador por qué a
pesar de haberla salvado, no le daba las gracias, a lo que la
zorra respondió:

–Te hubiera dado las gracias si tus manos y tu boca
hubieran dicho lo mismo.

No niegues con tus actos, lo que pregonas
con tus palabras.

El león y
el ratón

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Después de un largo día de caza, un
león se echó a descansar debajo de un árbol.
Cuando se estaba quedando dormido, unos ratones se atrevieron a
salir de su madriguera y se pusieron a jugar a su alrededor. De
pronto, el más travieso tuvo la ocurrencia de esconderse
entre la melena del león, con tan mala suerte que lo
despertó. Muy malhumorado por ver su siesta interrumpida,
el león atrapó al ratón entre sus garras y
dijo dando un rugido:

-¿Cómo te atreves a perturbar mi
sueño, insignificante ratón? ¡Voy a comerte
para que aprendáis la lección!-

El ratón, que estaba tan asustado que no
podía moverse, le dijo temblando:

– Por favor no me mates, león. Yo no
quería molestarte. Si me dejas te estaré
eternamente agradecido. Déjame marchar, porque puede que
algún día me necesites.

– ¡Ja, ja, ja! – se rió el
león mirándole – Un ser tan diminuto como
tú, ¿de qué forma va a ayudarme? ¡No
me hagas reír!.

Pero el ratón insistió una y otra vez,
hasta que el león, conmovido por su tamaño y su
valentía, le dejó marchar. Unos días
después, mientras el ratón paseaba por el bosque,
oyó unos terribles rugidos que hacían temblar las
hojas de los árboles.

Rápidamente corrió hacia lugar de donde
provenía el sonido, y se encontró allí al
león, que había quedado atrapado en una robusta
red. El ratón, decidido a pagar su deuda, le
dijo:

– No te preocupes, yo te salvaré.

Y el león, sin pensarlo le
contestó:

– Pero cómo, si eres tan pequeño para
tanto esfuerzo.

El ratón empezó entonces a roer la cuerda
de la red donde estaba atrapado el león, y el león
pudo salvarse. El ratón le dijo:

– Días atrás, te burlaste de mí
pensando que nada podría hacer por ti en agradecimiento.
Ahora es bueno que sepas que los pequeños ratones somos
agradecidos y cumplidos.

El león no tuvo palabras para agradecer al
pequeño ratón. Desde este día, los dos
fueron amigos para siempre.

El hombre y la
culebra

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Un hombre, pasando por un monte, encontró una
culebra que ciertos pastores habían atado al tronco de un
árbol, y, compadeciéndose de ella, la soltó
y calentó. Recobrada su fuerza y libertad, la culebra se
volvió contra el hombre y se enroscó fuertemente en
su cuello.

El hombre, sorprendido, le dijo: – ¿Qué
haces? ¿Por qué me pagas tan mal? Y ella
respondió: – No hago sino obedecer las leyes de mi
instinto. Entretanto pasó una raposa, a la que los
litigantes eligieron por juez de la contienda. – Mal
podría juzgar – exclamó la zorra -, lo que mis ojos
no vieron desde el comienzo. Hay que reconstruir los hechos.
Entonces el hombre ató a la serpiente, y la zorra,
después de comprobar lo sucedido, pronunció su
fallo. – Ahora tú – dirigiéndose al hombre, le dijo
-: no te dejes llevar por corazonadas, y tú –
añadió, dirigiéndose a la serpiente -, si
puedes escapar, vete.

MORALEJA:

Atajar al principio el mal, procura; si
llega a echar raíz, tarde se cura.

El
avariento

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Cierto hombre ávaro vendió cuanto
poseía y convirtió su precio en oro, el cual
enterró en un lugar oculto; y teniendo todo su
ánimo y su pensamiento puesto puesto en el tesoro, iba
diariamente a visitarlo, lo que observado por otro hombre fue a
aquel sitio, desenterró el oro y se lo
llevó.

Cuando el ávaro vino según costumbre a
visitar su tesoro, vió desenvuelta la tierra, y que lo
habían robado, se puso a llorar y a arrancarse los
cabellos. Uno que pasaba viendo los extremos que hacía
aquel hombre, se llegó a él, y después de
informarse de la causa de su dolor, le dijo: ¿Por
qué te entristeces tanto por haber perdido un oro que
tenías como si no lo poseyeras? Toma una piedra y
entiérrala, figurándote que es oro, una vez que
tanto te servirá ella como te servía ese oro que
nunca hacías uso.

MORALEJA:

De nada sirve poseer una cosa, si no se
disfruta.

El león y
la zorra

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Un león, en otro tiempo poderoso, ya viejo y
achacoso, en vano perseguía hambriento y fiero al
mamón becerrillo y al cordero, que, trepando por la
áspera montaña, huían libremente de su
saña. Afligido del hambre a par de muerte,
discurrió su remedio de esta suerte: Hace correr la voz de
que se hallaba enfermo en su palacio y deseaba ser de los
animales visitado.

Acudieron algunos de contado: mas como el grave mal que
le postraba era un hambre voraz, tan sólo usaba la receta
exquisita de engullirse al Monsieur de la visita. Acércase
la zorra, de callada, y a la puerta asomada atisba muy despacio
la entrada de aquel cóncavo palacio. El león la
divisa, y al momento le dice: "¡Ven acá; pues que me
siento en el último instante de mi vida! Visítame,
como otros, mi querida." "¿Cómo otro? ¡Ah,
señor! He conocido que entraron sí, pero que no han
salido. ¡Mirad, mirad la huella, bien claro lo dice ella! Y
no es bien el entrar do no se sale."

MORALEJA:

La prudente cautela mucho
vale.

 

 

 

Autor:

Lic. Ricartetapia
Vitón

 

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